Antología poética - Edgar Bayley - E-Book

Antología poética E-Book

Edgar Bayley

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"Bayley es de los viejos animosos que piensan que el derrumbe tiene sonidos parecidos a los de la construcción, así como se parecen las luces del amanecer y las del crepúsculo. Ninguna poesía ha sido quizá tan constructiva, tan adánica, como la de Bayley en su generación. La ecuación, para él, se resuelve de este modo: si hay luces y sombras, hay finalmente luz, porque la luz es el acto, en tanto la sombra es solo ausencia. Bayley vislumbra, como todo creador de buen cuño, que las razones por las cuales las imágenes como los objetos, las palabras como las cosas, se imantan y atraen permanecen siempre invisibles para el propio autor. La poesía fragmentaria de una conversación, el pastiche, las enumeraciones arbitrarias son las herramientas de las que a menudo se vale para ver la vida en la infinita riqueza abandonada. Si el terreno de la poesía ha sido en el siglo xx el del terror, la alienación y el desastre, también fue el de la iluminación tardía, el de la esperanza en que lo volátil se torne revelador. Y la lucidez acompañó no pocas veces ese proceso intuitivo, esa inmersión más allá de la línea de sombra. Edgar Bayley fue uno de los que se metió en esa aventura con los ojos bien abiertos. Su poesía llega desde aquellos derrumbes y produce ecos insospechados en el siglo de la transformación definitiva del planeta" (Del prólogo de Jorge Aulicino).

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EDGAR BAYLEY

ANTOLOGÍA POÉTICA

Selección y prólogo de JORGE AULICINO

“Bayley es de los viejos animosos que piensan que el derrumbe tiene sonidos parecidos a los de la construcción, así como se parecen las luces del amanecer y las del crepúsculo. Ninguna poesía ha sido quizá tan constructiva, tan adánica, como la de Bayley en su generación. La ecuación, para él, se resuelve de este modo: si hay luces y sombras, hay finalmente luz, porque la luz es el acto, en tanto la sombra es solo ausencia.

Bayley vislumbra, como todo creador de buen cuño, que las razones por las cuales las imágenes como los objetos, las palabras como las cosas, se imantan y atraen permanecen siempre invisibles para el propio autor. La poesía fragmentaria de una conversación, el pastiche, las enumeraciones arbitrarias son las herramientas de las que a menudo se vale para ver la vida en la infinita riqueza abandonada.

Si el terreno de la poesía ha sido en el siglo XX el del terror, la alienación y el desastre, también fue el de la iluminación tardía, el de la esperanza en que lo volátil se torne revelador. Y la lucidez acompañó no pocas veces ese proceso intuitivo, esa inmersión más allá de la línea de sombra. Edgar Bayley fue uno de los que se metió en esa aventura con los ojos bien abiertos. Su poesía llega desde aquellos derrumbes y produce ecos insospechados en el siglo de la transformación definitiva del planeta.”

Del prólogo de Jorge Aulicino

EDGAR MALDONADO BAYLEY (Buenos Aires, 1919-1990)

Fue poeta, cuentista, dramaturgo y ensayista. También fue director teatral, traductor y bibliotecario. Fue uno de los mayores representantes de las vanguardias de las décadas de 1940 y 1950 en Argentina y ocupó un lugar central en la creación del invencionismo. Formó parte de numerosas revistas de arte y poesía, entre ellas, Arturo, Poesía Buenos Aires y Zona de la Poesía Americana, y escribió para periódicos como La Nación, Clarín, La Opinión y Tiempo Argentino. Asimismo, integró la Asociación Arte Concreto-Invención, que nucleaba a artistas plásticos y literatos que postulaban el valor autónomo de la poesía y al mismo tiempo la concreción del arte. Además de una lúcida producción ensayística, dejó una brillante obra poética en la que huyó de todas las modas sociales y las convenciones literarias de su tiempo.

Entre sus volúmenes de poesía se cuentan En común (1949), La vigilia y el viaje (1958), Ni razón ni palabra (1961), El día (1968), Celebraciones (1976), Nuevos poemas (1981) y Alguien llama (1983). También publicó el libro de relatos Vida y memoria del doctor Pi y otras historias (1983); los ensayos Realidad interna y función de la poesía (1966) y Estado de alerta y estado de inocencia (1989), y las piezas teatrales Burla de primavera (1951), Farsa del Isopete y el sastre (1951) y Dulioto (1953).

Índice

CubiertaPortadaSobre este libroSobre el autorUn poeta para las cosas que se desvanecen, por Jorge AulicinoANTOLOGÍA POÉTICADe En común (1944-1949)De La vigilia y el viaje (1949-1955)De Ni razón ni palabra (1955-1960)De El día (1960-1963)De Celebraciones (1968-1976)De Nuevos poemas (1977-1981)De Alguien llama (1981-1983)De Algunos poemas más (1984-1990)Poemas descartados por el autorPoemas no editados por el autorDe Vida y memoria del doctor Pi y otras historias (1983)Créditos

Un poeta para las cosas que se desvanecen

Jorge Aulicino

1

EDGAR BAYLEY (1919-1990) es uno de los mejores representantes del segundo turno de las vanguardias en la historia argentina. El primero se inicia en 1921, cuando Jorge Luis Borges regresa al país con los principios del ultraísmo español, más cercano al imagismo anglosajón, si se quiere, que al dadaísmo y el surrealismo. En ciertos aspectos, también el futurismo influyó más en la formación de los poetas de los años veinte que la escuela francesa. El ultraísmo, como el imagismo, pedía concisión de la imagen y de la palabra, efusión pero no sentimentalismo y, como la escuela que modeló Ezra Pound, si bien buscó sus motivos en la vida presente, sus modelos eran los del pasado anterior y posterior al romanticismo. Innovar en la metáfora fue sin embargo un rasgo diferenciador del vanguardismo argentino y, en general, la modernidad sería celebrada o vivida aquí con espíritu gozoso, no con la poderosa carga crítica del imagismo ni con la épica del futurismo en sus variantes fascista y comunista. Curioso es sin embargo que tanto la primera como la segunda olas vanguardistas mencionaran muy poco, o nada, a Ezra Pound o a Filippo Tommaso Marinetti. Los poetas porteños seguían rindiendo culto a los franceses —Baudelaire, los malditos del siglo XIX—, pero la estructura de su pensamiento provenía de otras latitudes. La segunda vanguardia vino a restituir el dominio francés en toda su magnitud. Es decir, desde el maleditismo y el simbolismo hasta el surrealismo. Una similitud de composición, y de algún modo de pensamiento, se estableció sin embargo con la primera vanguardia: la nitidez conceptual, la exposición viva y ardiente de la realidad contemporánea. La torsión que harían los vanguardistas de las décadas de 1940 y 1950 con respecto a sus lejanos primos de los años veinte radicaría en una frase adoptada por, precisamente, Edgar Bayley: “La poesía tiene una felicidad que le es propia”.1

Tal vez sea esta la mejor manera de centrarnos en Bayley antes que arborizar con los pormenores de su biografía y sus intervenciones políticas —me refiero a la política de la literatura—, que básicamente fueron tres, a mi juicio: su participación en el invencionismo en los años cuarenta, su papel en el grupo nucleado en torno a la revista Poesía Buenos Aires en los años cincuenta y la reunión, en 1966, de sus ensayos en Realidad interna y función de la poesía (además de su propia obra poética, claro). La frase que hemos mencionado condensa dos ideas: el goce como continuidad de la vanguardia pero, a la vez, el nuevo marco de esa felicidad: la poesía misma, no ya la vida que esta pudiese o no contener. En ese eje pivoteó toda la política del grupo Poesía Buenos Aires a partir de 1950; pero también se había afirmado en él la doctrina de la Asociación Arte Concreto Invención, fundada en 1945: ese grupo de artistas plásticos y literatos entre los que se contaban Bayley, Tomás Maldonado (hermano de Edgar), Raúl Lozza, Alfredo Hlito, Enio Iommi, los cuales postulaban a la vez la autonomía y la concreción del arte —la conflictiva relación de ambos términos se intensifica si se piensa que aquellos artistas plásticos eran abstraccionistas, o lo que el sentido común periodístico llamó artistas abstractos—. En el mundo, los abstractos se habían apartado del sistema de la función y asumían un giro metafísico, en tanto que aquí se hacían materialistas y polémicos. Pero ¿polémico con quién? Claro está que con la dirección política general de la izquierda, que por entonces ponía particular énfasis en el realismo, aunque un realismo, ya sabemos, de cuño distinto, socialista. Al asumir que su arte era real y concreto, y no la representación de ideas abstractas, los concretistas instalaban una paradoja que apuntalaban con esta otra: siendo concreto y real, el arte era también autónomo respecto de la realidad. Se creaba a sí mismo, nada imitaba, excepto, como Vicente Huidobro había pedido, la forma en que la naturaleza hace un árbol. Es decir, la estructura de la creación, no su fenomenología.

Pero si la función del arte, la literatura incluida, no era la representación, ¿cuál era? En el caso de Bayley, esto fue respondiéndose a lo largo de sus ensayos, sus intervenciones públicas y sus libros de poemas. La relación entre función y autonomía podría resumirse en la felicidad que el arte ocasiona, que es a la vez cordial y cerebral. Ese desencadenamiento íntimo a través de lo otro era la vuelta de tuerca que Bayley quiso dar al conflicto entre función y realidad interna. Y en gran parte lo consiguió a través de la paradoja, precisamente, en su más cabal sentido de contradicción aparente. En tanto la poesía se sostuviese merced a su propia estructura, esta pasaba a ser imitación no mimética de la realidad. Una réplica de la idea estructurante, no de la apariencia. En el peor de los casos, un eco del misterioso balance que mantiene a las cosas girando en el espacio y el tiempo: una ley de gravedad de la poesía, entendida como actividad específicamente artística.

2

La continuidad vanguardista a través de la actitud positiva ha sido bien reseñada, en el caso de Edgar Bayley, por su colega Rodolfo Alonso en su ensayo-homenaje “Una difícil esperanza”. Lo voy a citar extensamente:

Ya al comienzo de su trabajo sobre Oliverio Girondo, incluido en su segundo libro de ensayos (1989), Bayley destaca en primer lugar “la evocación de su jovialidad, de su humor”. Es algo que a quienes lo conocimos no deja de hacernos sonreír, porque de inmediato nos hace acordar de la propia jovialidad, del humor de Edgar, que era proverbial y permanente. Un humor que en él rondaba siempre los límites del escenario, y que no solo iba a manifestarse en su propia producción teatral sino, también, en la concreción y en la encarnación de ese singularísimo y funambulesco personaje, el doctor Pi, ¿en cierto modo un álter ego?, cuyas aventuras él se solazaba en representar vívidamente cuando tenía ocasión de leerlas en público. (Y al pensar en esto no puedo dejar de citar, aunque por aquel entonces no fuera santo de su devoción, a Raúl González Tuñón: “que todo en broma se toma. / Todo, menos la canción”, un límpido concepto sin duda revelador y que resulta tan justo, tan nítido precisamente en relación con alguien como Bayley.)

Que en el mismo párrafo Alonso haya citado la relación de Bayley con Girondo y, a su vez, el personaje Bayley le recordara a Raúl González Tuñón no parece casual ni caprichoso. La cita que hace de aquel santo sin devoción por parte de Bayley —es decir, Tuñón— corresponde a uno de los poemas dedicados a Juancito Caminador, un personaje circense y un punto clave de la noción de superficción que transmite la poesía del autor de La calle del agujero en la media. En efecto, el doctor Pi es un personaje en cierto modo tuñonesco, irreal e inverosímil. Pero también brechtiano, en tanto Bertolt Brecht concebía, en paralelo con la vanguardia, su propia paradoja: una literatura que para ser didáctica respecto de la realidad necesitaba ser plenamente ficticia, esto es, asumirse como fábula. Pero el hilo conductor es, claro —en lo más íntimo de este paisaje con figuras—, el espíritu cordial, que siempre es un espíritu fraterno, abierto a lo otro, a aquella infinita riqueza abandonada que Bayley percibió desde el principio.

Alonso desecha sin embargo lo equívocamente anecdótico que puede haber en la emulación que Bayley hacía, en vida, de su propio personaje, el doctor Pi. No es porque no haya captado la profundidad de espíritu de la anécdota misma, sino para entrar en un aspecto más interesante de la personalidad de Bayley, que revela su campo interno. Cito de nuevo a Alonso:

En la constelación constituida por el grupo reunido durante la década de los cincuenta alrededor de “Poesía Buenos Aires”, como dije, si Raúl Gustavo Aguirre es el astro fijo que le da coherencia a todo el sistema, Edgar Bayley constituía una presencia que, sin estar muy cercana, sin ser de los íntimos que se reunían cada semana, se nos hacía presente permanentemente aun sin estarlo. Él tenía otros círculos, otros movimientos planetarios, otras elipsis, otras parábolas para movilizarse, nunca se comportaba digamos de una manera normal, en el sentido directo, él procedía por alusiones, por entradas imprevistas, generalmente desde atrás, por apariciones repentinas, por olvidos, por presencias insólitas, por papeles olvidados que sin embargo para él eran fundamentales, nunca se comportaba de manera convencional, en el sentido incluso administrativo del término.

Debemos prescindir otra vez de la idea de casualidad cuando vemos aquí reunidas una serie de palabras cosmológicas para referir la conducta de Bayley. Hay una constelación con un astro fijo, y otro cuyos movimientos planetarios no responden a leyes previsibles. Es decir: Bayley se movía en un sistema central de manera periférica. Este es quizá su modo de desencadenar ese tipo de procesos cuyos resultados hasta el propio autor los ignora. Cuyos resultados, diríamos, se mantienen provisoriamente en el campo de la intuición, de la incerteza, pero de una incerteza de algún modo luminosa. Como si la intuición fuese, finalmente, que aun en el error, en el experimento fallido, habrá algún tipo de satisfacción. Tal vez por aquello de que la poesía tiene una felicidad que le es propia, la poesía consista en su procura, en su búsqueda, en su experimentación. O en la experimentación sin más; en la propia libertad de movimientos, en el hecho de lanzarse a una íntima riqueza abandonada e intentar moverla, así como un cuerpo al caer en el fondo del mar levanta columnas de arena y barro que se mantendrán en suspensión por un momento más largo que el esperable en la tierra.

3

En un artículo publicado en el número 4 de la revista Hablar de Poesía, la ensayista y poeta Beatriz Vignoli va en busca de esa clave que le permitió a Bayley armar una vida y una poesía de sobreviviente, de Robinson que, con los utensilios salvados del naufragio, busca reconstruir la civilización de una manera semejante a lo que era, pero sustancialmente distinta. Este Robinson no es el burgués que crea a partir de la demolición del orden anterior, aunque todo haya sido destruido, sino un náufrago que experimenta con una siempre infinita riqueza abandonada.

Vignoli va en busca de Bayley en un contexto histórico, el de la Argentina a mediados del siglo pasado, y esto puede ser útil en la medida en que pensemos que ese contexto era parte y preludio de uno mayor. Si la globalización es la Nueva Jerusalén, y si esto ya el propio Marx lo había percibido en el Manifiesto comunista (todo lo sólido se desvanece), ahora se venía en serio el derrumbe de lo sólido con la extensión mundial de las redes de producción y circulación de la mercancía, que no es otra cosa que materia transformada en valor abstracto. Dice Vignoli:

En su primer libro, En común, escrito bajo el gobierno peronista, al final de la Segunda Guerra Mundial, Bayley —cuya elección del apellido materno, británico, en vez del Maldonado del padre, representa toda una bandera pro-aliada en el contexto de aquella época— es el poeta de la reconstrucción del lazo fraterno luego de la caída de toda posible comunidad. También después, toda su obra estará minada de los rastros de un evidente desgarro existencial: cómo vivir y escribir a fondo la paradoja de una esperanza desesperada. Y el buen humor de Bayley a la vez que lucha por mitigar el sentimiento de la catástrofe, lo agudiza. La ternura de sus personajes ante la destrucción es una forma dramática de la ironía. Decir esto de quien escribió poemas de amor especialmente gloriosos no habla precisamente bien de su siglo.

Es probable que, en efecto, la poesía de Bayley no hable bien de su siglo, pero es también visible que está llena de seguridad en aquella felicidad que le es propia.

Si todo lo sólido se desvanece, parece haber en esa destrucción un movimiento parecido al de los días de una vida de Brahma: 1.000 veces sus ojos se abren en un día del tiempo brahmánico y 1.000 veces se cierran. Y si al abrirse crean cada vez un universo, al cerrarse apagan otros tantos. El ciclo se reinicia con un nuevo nacimiento al abrirse los ojos de Brahma, y se crea así un orden cósmico circular y absoluto (véase Joseph Campbell, Imagen del mito). Bayley es de los viejos animosos que piensan que el derrumbe tiene sonidos parecidos a los de la construcción, así como se parecen las luces del amanecer y las del crepúsculo. Aun sus alusiones a una difícil esperanza son, por eso, vitales. No va contra el siglo, sino a favor de él, en una oscilación que definió en sus ensayos como estado de inocencia y estado de alerta. Releyendo estas categorías suyas, se nos ocurre pensar ahora que el estado de inocencia es una suerte de entrega sin condiciones al fluir de las cosas o a su eventual detención, mientras que el alerta significaría tener el oído atento para reconocer y luego fundir en uno solo los estados extremos de destrucción y renacimiento.

Ninguna poesía ha sido quizá tan constructiva, tan adánica, como la de Bayley en su generación, gracias al procedimiento intuitivo que hemos citado. La ecuación, para él, se resuelve de este modo: si hay luces y sombras, hay finalmente luz, porque la luz es el acto, en tanto la sombra es solo ausencia.

La generación neovanguardista de los años cuarenta y cincuenta tuvo varias vertientes, entre las cuales el invencionismo de Edgar Bayley fue solamente una. Existían también el surrealismo, un amago neorromántico, y finalmente lo que solo podría definirse como la escuela Poesía Buenos Aires, recopilación y síntesis de las innovaciones producidas por el siglo en el campo de las artes poéticas. Con casi todas ellas tuvo fluida relación Bayley, quien en el primer número de Poesía Buenos Aires (1950) validó el término “invencionismo” pero sin insistir demasiado en ello y a título provisorio, como recuerda Alonso en el ensayo citado más arriba. Es decir, una actitud abierta, no programática ni sectaria.

4

Tenemos a Bayley más o menos situado en tiempo y espacio, pero menos acabadamente en tiempo y forma.

Uno de sus poemas más populares es el aquí aludido “Es infinita esta riqueza abandonada”. No está situado en el final de su obra sino en los comienzos, en el libro La vigilia y el viaje, que reúne su producción entre 1949 y 1955. Aprovechemos esta ubicación cronológica para imaginarlo como un prólogo, una indicación al lector, un indicio, ya que no un manifiesto.