Antología - Ramón Gaya - E-Book

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Ramón Gaya

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ANTOLOGÍA

RAMÓN GAYA, 2003.

FOTOGRAFÍA JUAN BALLESTER

RAMÓN GAYA

ANTOLOGÍA

Selección y prólogo de

Andrés Trapiello

COLECCIÓN OBRA FUNDAMENTAL

© Fundación Banco Santander

© De la selección y del prólogo, Andrés Trapiello

© Ramón Gaya

© De la fotografía: Juan Ballester

La Fundación Banco Santander agradece la desinteresada colaboración y cesión de derechos a la editorial Pre-Textos de Valencia

Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

ISBN: 978-84-92543-93-9

ÍNDICE

Para una antología de Ramón Gaya, por Andrés TrapielloVELÁZQUEZ, PÁJARO SOLITARIOVelázquez, pájaro solitarioAnotacionesOtras anotacionesEL INVENTOR DE LA GIOCONDADIARIO DE UN PINTOR19521953CARTA A UN ANDRÉSMILAGRO ESPAÑOLPastora ImperioGaldósJosé Gutiérrez SolanaCarta a un músico amigo sobre Victoria de los ÁngelesEPÍLOGO PARA UN LIBRO DE POEMAS DE JOSÉ BERGAMÍNCARTA A JOSÉ MARÍABALCÓN ESPAÑOLEntrada en Madrid de un pintorCórdobaBarcelonaCUADERNO DE VIAJEAsísMontmartreLisboaHUERTO Y VIDADE LOS HUERTOSMERCED, 22LA FRENTE DEL ATARDECERPOEMASSeis sonetos de un diarioEl Tevere a su paso por RomaVelázquez, un soneto con estrambote en prosaDel pintarPara El Crepúsculo de MichelangeloNATURALIDAD DEL ARTE (Y ARTIFICIALIDAD DE LA CRÍTICA)

ANDRÉS TRAPIELLO

PARA UNA ANTOLOGÍA DE RAMÓN GAYA

VAN AQUÍ REUNIDAS ALGUNAS de las páginas más deslumbrantes y hermosas que ha escrito el pintor Ramón Gaya a lo largo de su dilatada vida. Las ha escrito en los lugares más dispares, en las circunstancias personales e históricas más diversas, en condiciones a menudo desfavorables o cuando menos poco propicias, pero siempre con un único propósito: el de alumbrar para sí mismo y para unos pocos happy few algunas criaturas que nos aclararan, o que trataran de aclarárnoslo, el misterio de la creación artística, el misterioso manifestarse que tiene el hombre, un hombre tan excepcional como común y corriente, cuando industria para sí y para los happy few obras vivas que le acompañen y le consuelen mientras está vivo, y a las que él ha dado el nombre de pintura, sonata, poema, novela, escultura o, en un mismo vértice prodigioso de lo popular, excepcional y común, cante, baile o toreo. Y, como raras veces ocurre cuando se abordan tales cuestiones, es decir, mientras hablaba del acto mismo de creación, nos ha dado Ramón Gaya en estos escritos algo que en sí mismo es la expresión cumplida de eso de lo que él viene tratando, es decir, una verdadera obra creada, nacida, arrancada suavemente a su tembloroso pensar, a su firme sentir, algo, en fin, que nos resulta más que deslumbrante (y en ocasiones lo es), luminoso, es decir, con luz propia, de dentro afuera.

No es fácil, por ello, acertar con el nombre que hemos de darles a estos escritos. Llamarlos ensayos los alejaría demasiado de lo que son siempre: algo, de hecho, definitivo, poco ensayístico, y tan próximo a la vida que apenas se deja pensar (y mucho y hondo pensamiento hallaremos aquí), sin contar que algunos de ellos, como sus diarios, se meten de lleno en el terreno de la literatura. Claro que la palabra literatura está a su vez rodeada de tanta arbitrariedad e insolvencia que llamar literatura a esos diarios sería decir de ellos tan poco como llevar las églogas de Garcilaso al apartijo de la mitología. Hay, por otro lado, entre estas páginas muchas que no son sino fragmentos de memorias y muy activos recuerdos revividos por un poeta, como sólo de poeta pueden ser esos poemas de pintor, que también se incluyen aquí.

Estamos, pues, ante un escritor originalísimo, uno de los más originales que ha dado el siglo XX español, igual entre los mejores, no inferior a ninguno de ellos, y que nos ha dejado unas cuantas iluminaciones de tan problemática catalogación como de facilísimo trato. Se diría que son en eso, como ya lo advertíamos, verdaderas criaturas vivas, con su estatura, sus brazos, sus manos grandes o pequeñas, su mirar melancólico o enérgico y su rostro propio, criaturas al fin con las que podemos hablar sencilla y seriamente, con claridad tan misteriosa como milagrosa, ya que buscan, ante todo, más que convencer, hacerse entender.

Y si no resulta fácil atenernos a un nombre para ellos, menos aún lo ha sido escogerlos para una colección que lleva como epígrafe el de «Obra fundamental». Graves, comprometedoras palabras estas dos. Demasiadas veces las hemos visto aplicadas con ligereza, como para rehuirlas ahora. Sí, nos hallamos ante una obra fundamental, como lo son, para nosotros, españoles del siglo XXI, las de Juan Ramón Jiménez, Miguel de Unamuno, Benito Pérez Galdós o Antonio Machado. Y podemos asegurar que lo son estas que aquí hacen gavilla, tanto como las otras, no mucho más numerosas, que por razones de espacio se han quedado fuera, ya que todas ellas parecen haber venido a este mundo con la misma cualidad humana de hacérnoslo a un tiempo más inteligible y más amable, aclarándonoslo sin quitarle su misterio, que es siempre su alma.

¿Es que acaso el mundo era y es por naturaleza oscuro y hostil? Sí y no, nos dirá una y otra vez Ramón Gaya; el mundo puede que lo sea, pero no la vida, que tiende siempre a ponernos las cosas allí donde cada cual pueda obtener de ellas lo que a él más ha de aprovecharle, hasta el extremo de que la tarea del hombre es devolverle a la vida lo que el mundo le ha arrebatado con interesados y bajos fines.

Y a esa tarea, la de poner a un lado lo que es del mundo y al otro lo que es de la vida, lo que es naturalidad y lo que es artificio, la verdad y la retórica y el adorno, a esa labra, la de separar, como decía Machado, las voces de los ecos, ha consagrado su vida, su pintura y estos escritos. Mundo fueron para él, cuando apareció por París en 1927, aquellas que se llamaban entonces artes de vanguardia, artes marciales de vanguardia, cabría decir, avasalladoras y violentas, a muchas de las cuales, recordemos, las hemos ido viendo de cuerpo presente a lo largo de todos estos años, entre honras fúnebres muy aparatosas y entierros de primera. Acaso sean ya muchos los que hoy se han percatado al fin de la barata y muy banal charlatanería de la mayor parte de los movimientos de vanguardia, pero asombra que alguien de apenas diecisiete años, en el momento álgido de tales apoteosis revolucionarias y en el mismo puente de mando que era la Rive Gauche, descubriera la vaciedad y acartonamiento de todo aquello que se presentaba como el elixir de la eterna juventud del arte y del hombre nuevo. Y sorprende no menos aún que desde entonces le fuera fiel a tales convicciones, con una firmeza que sólo han podido tener en la Historia de la Literatura y de la Pintura muy raros y privilegiados seres, tocados por la mano de los dioses.

Desde aquella decisiva fecha no se desvió ni un centímetro de un camino que ha tenido que recorrer, como tantos seres superiores, completamente solo y, a menudo, con la indiferencia, cuando no la hostilidad, de la mayor parte de sus contemporáneos, indiferencia y hostilidad que, conviene decirlo, aunque sea al paso, tampoco le apartaron de su decisiva y trascendental labor ni, como hemos visto en tantos creadores, modificaron, agriándolo o agostándolo, su genio o su carácter.

Poco más se puede añadir de estos escritos que tienen la virtud de hablar por sí solos y que de manera tan natural se hacen entender. Tal vez por ello, por ser comprensibles y persuasivos, hayan permanecido en una modesta penumbra y para una pequeña, escogida minoría, lejos del alcance del hombre común, que es hoy, como sabemos, cada vez más excepcional. A él le están, de todos modos, dedicados desde su mismo origen, con toda su eterna novedad, con su completa originalidad. Hay en ellos ideas y sentimientos suficientes como para hacerlos inagotables, virtud esta que sólo tienen los clásicos. La expresión en la que están vertidos, ese límpido castellano, es la propia de un hombre que busca la esencia de las cosas. Estamos, pues, ante escritos esenciales, más que ante probaturas caracteriológicas, sociológicas, académicas, históricas o críticas. Digamos que Ramón Gaya no va en sus escritos desde, por ejemplo, el cero al cien, al mil o al infinito. No, tampoco Ramón Gaya ha sido un dómine ni un predicador; mucho menos un pedagogo. A nadie mejor que a él se le podrían aplicar los versos de nuestro romance: no ha dicho su canción sino a quien con él ha ido. Se diría que empieza a escribir ya en lo más alto, instalado en tal cumbre desde el primer momento. El escritor no tiene otro cometido que explicarse a sí mismo y a los demás qué hace ahí, y cómo se ven las cosas desde esas alturas, por usar una imagen que tanto gustaba usar a su bienamado Nietzsche. No son, pues, escritos de inducción ni de deducción. Hablamos de ese punto, sagrado, desde luego, en el que la vida, la poesía y la filosofía se sientan tranquilamente a hablar, como buenas amigas, confidencialmente.

Para quien no haya leído hasta hoy nada de lo que aquí se le ofrece, acaso le esté reservado ese memorable y dichosísimo momento de los grandes descubrimientos. Pero no ha de llamarse a engaño. No estamos hablando de placeres estéticos de diletantes o gustadores refinados, tan legítimos por otra parte. La lectura de los escritos de Ramón Gaya nos llevan, obligan, diríamos, si no fuese esta palabra tan contraria a lo que sólo es posible conocer siendo enteramente libres, a un cierto compromiso ético para con la estética, de la misma manera que no podríamos leer únicamente como literatura el Quijote ni creer ni por un momento que Las Meninas sólo son pintura o La flauta mágica sólo música. Diríamos que no acabarán de ser cabalmente entendidos en tanto no modifiquen nuestro modo de comprender el arte, como ocurre, por otra parte, con esas pocas y escogidas obras que, además, acaban también interviniéndonos la vida.

Se supone que los prólogos han de ilustrarnos algo respecto de la historia y las vicisitudes personales del autor del que se trata. Diremos, en nuestro descargo, que nadie ha descreído tanto de las biografías y de la Historia como Ramón Gaya. Nació en Murcia en 1910. Su padre fue un obrero litógrafo, anarquista y wagneriano y su madre una mujer de no menor modesto origen. A los diez años, con la complicidad paterna, abandonó la escuela y se dedicó por entero a la pintura. Escribió igualmente desde la temprana edad de diecisiete años y participó de manera activa en alguna de las empresas literarias y artísticas más importantes de su tiempo. Sus amigos fueron Luis Cernuda, María Zambrano, Juan Gil-Albert, Rosa Chacel o José Bergamín, la que hemos llamado en otra parte la generación de los solitarios, la generación de los difíciles. Trabajó por la República, hizo la guerra y la perdió, y con ella a su mujer y la mitad de su vida, que se quedó en el museo del Prado. Vivió exiliado catorce años en México y casi veinte en Italia. Regresó silenciosamente a España y nunca dejó de ser el pintor hondo y fecundo que fue siempre, desde el principio. Ya octogenario, le fueron concedidos algunos prestigiosos galardones y premios que recibió con tanta naturalidad como extrañeza y que le levantaron del anonimato a una discreta notoriedad. No son muchos, ciertamente, estos datos. Hoy tampoco le sería ya difícil encontrar algunos más al lector de este prólogo, si tiene apetencia o curiosidad de ellos, pero créame el lector primerizo de este libro: aun esos le sobrarán, porque de lo que en estas páginas se le va a hablar es del alma de las cosas, y a ese alma, y a la tuya, que va a ser su interlocutora, poco más o menos les habrán de parecer los problemas del espacio y el tiempo.

A. T.

Septiembre de 2003

VELÁZQUEZ, PÁJARO SOLITARIO

Una buena parte del primer escrito, «Velázquez, pájaro solitario», es de 1963, y en forma incompleta obtuvo por entonces en Italia el Premio Inedito, pero sólo unos años después, en 1967, lo completaría y daría por terminado. Las «Anotaciones» son de 1962 y 1968, y lo que llamo «Otras anotaciones» constituía en un principio mi aportación —que no llegué a leer— al congreso que se celebró en Málaga, en 1961, con ocasión del tercer centenario de la muerte del gran sevillano.

R. G.

HACE ALGÚN TIEMPO, el poeta y crítico de pintura  J. X., entre burlas y veras, había ido componiendo una serie de poemillas dedicados a los viejos pintores en donde se adjudicaba a cada uno el color que, más o menos, le podía caracterizar o cuadrar. La colección, sin grandes tropiezos, avanzaba buenamente —el «carmín» para Tiziano, el «ocre de oro» para Rembrandt, el «gris» para Goya…—, cuando, de pronto, al llegar a la figura de Velázquez, mi buen amigo se atascó. No lograba encontrar el color correspondiente; pasaba revista una y otra vez al iris extenso de la pintura y ninguno de los colores o matices le parecía bastante significativo. Dada mi antigua y decidida inclinación por la obra singular del gran sevillano (mi primer escrito sobre Velázquez se publicaría hacia 1931, pero el pasmo mío inicial es muy anterior, es decir, de cuando entrara en el Prado por vez primera; hasta entonces, casi un niño aún, y guiándome tan sólo por las láminas de los libros, no era en Velázquez en quien tenía puesta la atención, sino en el Greco y en Goya, infantilmente deslumbrado y embaucado por sus gesticulantes genios), J. X. decidió consultarme; a sus ojos, por lo visto, yo empezaba a tener una cierta autoridad de especialista. Le dije que no me sorprendían nada sus apuros, ya que Velázquez no tiene, propiamente, color, colores en su pintura, y que lo más justo sería dedicarle un soneto (creo que era el soneto la forma escogida por él), no descolorido, sino incoloro, vivamente incoloro, como el aire de la sierra madrileña. No sé si mis palabras le resultaron útiles, pues no volví a verle más, pero sirvieron al menos para despertarme en la memoria un escrito mío inédito que perdiera definitivamente en la guerra de España contra ella misma, y que siempre me ha faltado. Se trataba allí, sobre todo, de esta extraña particularidad velazqueña que consiste (sin dejar por ello de pintar y de pintar como nunca) en prescindir de todas esas propiedades que desde Leonardo hasta nuestros días (o, más exactamente, hasta los días del cubismo, que es en donde, históricamente, ha quedado interrumpida la Pintura) vienen siendo consideradas como ineludibles y básicas de lo pictórico: el color, el dibujo, la composición, la luz, el claroscuro… Las páginas que siguen no son una reconstrucción de aquel escrito, pues en él sólo se advertía, se registraba ese extraño fenómeno, y nada más; ahora, provocado por el versificante juego de mi buen amigo, y ayudado sin duda por la insistencia, creo haber ido mucho más lejos en esa misteriosa cuestión.

VELÁZQUEZ, PÁJARO SOLITARIO

Las condiciones del pájaro solitario son cinco: la primera, que se va a lo más alto; la segunda, que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente.

SAN JUAN DE LA CRUZ

Dichos de Luz y Amor

ES SABIDO QUE EN LA PINTURA de Velázquez no hay color, colores. Velázquez no es un «colorista», se dice, y con ello se le quiere culpar y justificar a la vez, se le quiere perdonar de no ser un pintor, digamos, como el Greco, que sí sabe teñir, entintar, embadurnar genialmente la superficie de sus cuadros. Otras veces, por parte de gustadores más concienzudos, esa ausencia de color, de colores, puede ser atribuida a una austeridad personal, cejijunta, triste, y también de raza, muy severa, muy digna, muy española, con cierto dejo portugués. Pero es un error suponerle, en uno y otro caso, como caído en una inclinación natural de su temperamento, en un gusto innato, en una característica de su ser.

Es cierto que en la pintura de Velázquez no hay, propiamente, colores, pero no se trata de una carencia, sino de una… elevación, de una purificación. El color, en efecto, no está, o no está ya en el lienzo, pero no ha sido suprimido, evitado, sino transfigurado —no trocado ni confundido con otra cosa—; ha sido llevado a esa diáfana totalidad en que Velázquez desemboca siempre.

El color hasta entonces había sido utilizado como un excitante, como un excitante de lo real, del mundo real que la pintura pretendía darnos, expresarnos, aunque también, y al mismo tiempo, había sido puesto sobre la superficie del cuadro como un manjar pictórico puro. Siempre se había visto en el color, en la fuerte fascinación del color, una especie de virtud doble o de dos cabezas: su valor expresivo de un lado, y su valor en sí de otro, o sea, su palabra activa y su decorativa mudez. Al color se le había asignado, desde mucho, ese papel intenso, rico, decisivo, que con tanta petulancia luciría a lo largo de la historia del arte, y que, al llegar a Van Gogh, parece alcanzar como un exasperado toque último, heroico. Nunca se había dudado de su importancia, de su poder; es más, en esos momentos de miseria, de vacío, de puritanismo elemental en que suele, de tanto en tanto, caer la pintura, el color consigue casi siempre adueñarse de la tan famosa superficie plana del cuadro y reinar allí de una manera absoluta, aunque también un tanto vacua, estéril, decorativa. No será, naturalmente, el caso de Van Gogh, sino el caso del Veronés, por ejemplo; porque visto a la ligera, Van Gogh puede parecer el prototipo del colorista, pero la verdad es que no le gusta el color, no se goza en el color, sino que lo sufre dramáticamente, se arroja en él, se quema en él; dentro de su pintura el color no es lo que a simple vista parece —un placer desencadenado, una libertad enloquecida, un gran festín—, sino que encierra una terrible agitación trágica, una provisionalidad dolorosa, yesos bermellones, esos amarillos, esos azules suyos extremosos que, en un primer momento y desde fuera, podrían muy bien tomarse por un capricho delirante, por una hermosa intemperancia, por una alegre cantata, no son otra cosa que lamentos, quejas, algo así como los ayes de un mendigo, de un herido. El Veronés, en cambio, sí se complace, como colorista de nacimiento que es, en el color, y cuida muy bien de rellenar su obra, las inmensas e inanimadas extensiones de su obra, con esplendorosas tintas vacías. El Veronés supone, con mucha cordura, que el color es simplemente color, es decir, que es una delgada y superficial capa de luz —un tanto ilusoria— con que han sido embellecidas las cosas reales; Van Gogh, en cambio, como caído en un desatino genial, en una confusión creadora y fértil, supone que los colores no son simples colores, sino seres completos y expresivos, incluso con un alma en acción; no podemos, pues, considerarlo un colorista —pese a la violencia y terquedad de sus bermellones, amarillos y azules—, ya que, precisamente, del color equivoca su misma índole, confundiéndolo, tomándolo por lo que no es, por una energía, cuando es tan sólo como una materia oscilante, con su vagar, aparecer y desaparecer de fantasma, de espectro, de espectro solar. Por eso, mientras el Veronés cultiva muy tranquilo su coloreado jardín, Van Gogh parece como si se moviera temerariamente en una zona infernal, y de ahí que su color no sea color, sino… desesperación.

Velázquez, claro, está tan lejos del Veronés como de Van Gogh, o sea, del vacuo colorista efectivo como del patético colorista supuesto. Ni siquiera es colorista en un cierto grado o en una cierta forma; en sus lienzos, el color, o mejor dicho, lo que ha quedado de él, las cenizas, las limpias cenizas de él, no quieren decir nada ni ser nada. Pero este hombre que se mantiene siempre, diríamos, tan apartado del color y, sobre todo, tan indiferente a sus encantos y suculencias, la verdad es que, por otra parte, tampoco lo olvida nunca. Dejará que aparezcan en sus cuadros —con ocasión de una cortina, de un lazo de terciopelo, de una banda de seda, de una faja— algunas porciones muy brillantes de color, algunos toques de almagra viva, de carmín frío, de azul cobalto tibio; pero de pronto caeremos en la cuenta de que todos esos colores están allí, en tal o cual punto determinado de su pintura, sin pertenecer realmente a ella, no como componentes de ella, sino como invitados suyos ocasionales. Velázquez los ha dejado entrar, hacer acto de presencia, incluso tomar parte, pero no ser parte, no ser carne de su obra límpida, clara como el agua, incolora como el agua. Esos colores no han partido de su paleta —Velázquez no tiene, en realidad, paleta alguna, y no deja de ser curioso que la que aparece en su autorretrato de Las Meninas resulte tan falsa, acaso la única cosa fingida, vacía, infecunda, que podemos encontrar en ese cuadro sin semejante, solo en el mundo—; las manchas de color decidido con que nos tropezamos en la pintura de Velázquez no se deben jamás a su paleta ni a sus pinceles, ni a su temperamento, ni a su gusto; están allí más bien por… indulgencia pura. Velázquez no cree en el color; pero, claro, puesto a invocar la verdad, la verdad de la realidad, ha querido que ésta acudiese completa, incluso con sus máscaras de luz, con sus figuraciones, con sus mentiras luminosas; de ahí que ese mismo color del cual desconfía no quiera, por otra parte, olvidarlo, desdeñarlo nunca. Velázquez desconfía del color, pero lo acoge, lo acoge caritativamente, es decir, sin debilidad, sin voluptuosidad.

Velázquez no cede a nada, pero lo acoge todo, y no para quedárselo, ni siquiera para dárnoslo, sino para salvarlo; por eso les ha ido quitando el veneno a los colores, lo que hay de tinta venenosa en cada uno de los colores, dejándolos, pues, inermes, sin dañosidad, sin hechizo. Lo prodigioso es que esa operación ha sido hecha sin sentir, o sea, sin violencia; Velázquez se ha librado del color, se ha librado de los colores, pero sin combatirlos —ni esquivarlos con la cobarde solución de la monocromía—, sin rebajarse a destruirlos, pues él no viene a luchar, a guerrear, ya que nada le parece verdaderamente contrario, enemigo suyo, enemigo nuestro, y cuando se encuentra delante de un problema —el color no es más que eso: uno de tantos problemas técnicos de lo pictórico, y no, como tontamente suele pensarse, el impulso mismo de la pintura—, cuando tropieza con un problema, con un conflicto, con una cuestión, no se afana, ni trata, como sería de esperar, de resolverlos, sino que los redime, los limpia, los eleva milagrosamente hasta fundirlos en el aire.

Su conducta respecto al color, como respecto a tantos otros consabidos problemas técnicos de la pintura —el dibujo, la composición, la perspectiva, el claroscuro, el estilo—, es, desde luego, insólita. Así como los demás pintores suelen plantarse delante del lienzo como delante de una pizarra —y es allí, una vez reunidos todos aquellos elementos que según parece constituyen las premisas de un cuadro, donde empiezan a trajinar, a plantear, a operar—, Velázquez pasa dulcemente de largo y se desentiende de todo. Se diría que lo suyo es libertarlo, disolverlo todo en la inmensa caja del aire, es decir, hacer desaparecer, como por encanto y de un soplo invisible, las reglas del juego, pero sin el subversivo propósito de cambiar unas reglas por otras, sin condenar nada, sin imponer nada. Lo suyo sería, pues, como una vigorosa conducta que no fuera propiamente hacer, sino estar, estarse en una quietud fecunda, una quietud que se apodera de todo, sí, pero sin sombra de aprovechamiento, de avaricia, sino que se apodera de todo para… irradiarlo.

La actitud de Velázquez es siempre una y la misma, ya sea que se encuentre ante el misterioso espectáculo de lo real o ante el intrincado problema de lo pictórico, y tiene para con todo una especie de amorosa desdeñosidad, casi de olvido.

Lo que decididamente hace de la pintura de Velázquez algo tan difícil —pese a su sencilla apariencia— es esa rara inclinación suya a no ser obra, a no ser corpórea. Todos hemos sentido que Velázquez no quiere trabajar, pintar, hacer cuadros; que se resiste al ejercicio de la pintura, que se mueve en algo que recuerda mucho a la pereza. Pero no estamos, como supone la teoría orteguiana, ante un artista vergonzante, renegante de su plebeya condición de pintor por ansia de señorío. Aquí Ortega se equivoca, no porque no entienda de pintura —como críticos y demás especialistas se apresurarían a pensar—, sino más bien porque entendiendo bastante y siendo muy sensible a ella, se abandona con gusto a magníficas observaciones y a juicios casi siempre muy certeros, es decir, se abandona a eso que llamamos crítica, a esa debilidad que es la crítica, olvidando en cambio preguntarse por la índole central, medular, inicial, original, del misterio creador. Y sin esa pregunta, más aún, sin estar constantemente, incansablemente, haciéndonos esa pregunta, nada de cuanto podamos encontrar en una obra viene a tener sentido. De aquí que la crítica de arte, incluso la mejor —esa que en su transcurso puede muy bien haber encontrado verdades—, sea siempre como un… hablar por hablar; un hablar de verdades sin sentido, separadas de su sentido. Y cuando no es un simple hablar, resulta que tampoco es ya crítica, sino filosofía, o acaso creación. Ortega, que no suele criticar, sino filosofar, que no suele tener una actitud respondona, sino preguntadora, veremos que cuando, de pronto, tropieza con el arte, cambia inesperadamente de manera de ser, y se arroja entonces en el ahogado patio de vecindad de la crítica como cualquier otro hijo de vecino. Sobre pintura, música y novela nos dejará señalaciones y adivinaciones muy valiosas, muy agudas, de muy buen amador y entendedor, pero todo ello como cortado, separado de su génesis natural, de su raíz, de su porqué primero. Al toparse, de tanto en tanto, con el arte, Ortega caerá una y otra vez en la desdichada tentación de la crítica artística, sin advertir el error y la viciosidad que hay en ella, que habita sin remedio en ella: confundir lo que sucede en arte con el ser del arte; confundir lo que es simple historia con lo que ha de ser naturaleza, lo que es simple acción con lo que ha de ser vida. No se tratará, claro, de una confusión de Ortega, sino de una confusión que forma parte, que es parte congénita de la crítica, y que él, al ceder a sus gracias, se echará encima de sí sin querer, sin deber. Pero en su caso no es tanto que confunda lo uno con lo otro, como que se salta lo uno para caer enamoriscado de lo otro. Algo le sucede, pues, de muy especial, con el tema del arte; algo, me atreveré a decir, entre obscuro y… frívolo, que lo enamorisca y lo distrae, lo aparta distraídamente de su instintivo centro filosófico, amoroso; algo que lo enamorisca perdidamente, es decir, que lo aleja del amor; cuando tropieza con el tema del arte Ortega lo acoge en seguida con una especie de inocentona voluptuosidad, tomándolo de allí donde lo encuentra y en el estado en que lo encuentra, interesándose, sobre todo, por su «circunstancia» y por su azaroso vaivén mundanal y social; lo veremos, por lo tanto, muy embebecido en las peripecias y vicisitudes del arte, pero completamente desentendido de su ser, de su ser animal, de su fondo animal, de su alma antigua de animal presente, viviente, viejo como el hombre. Y desentendido, distraído de ese punto, es ya muy fácil caer en la idea impensada de que el arte es cosa, cosa mentale, algo que se proyecta y se construye; algo que aparece, de cuando en cuando, como una bonita ocurrencia del hombre, en medio de la atareada sociedad; algo que puede ser un mérito, que puede ser justo motivo de orgullo. Claro que eso que se supone ser el arte existe, ¡y de qué manera! —por ejemplo, absolutamente todo el arte francés, gran parte del esplendoroso Renacimiento italiano, una buena porción del forzado Siglo de Oro español—; todo eso que se da por sentado ser el arte existe, y existe con toda legitimidad, con toda validez: viene a darnos testimonio, prueba constante de la fuerza activa del espíritu, del poderoso y hacendoso espíritu humano. Pero ¿qué estoy diciendo?, es muy posible, incluso, que eso que tan alegre y descuidadamente pasa por ser el arte sea, en efecto, el arte, pero entonces habría que añadir que es… el Arte nada más. Porque, claro, tenemos conocimiento de una fuerza mucho mayor y de otra especie, de otro reino, creadora, paridora de unas criaturas completas, naturales, reales, de carne y sangre, libres; es ésa, precisamente, la energía vital, animal, que ha ido dándonos tal figura del Partenón, o tal viejo paisaje chino, o la Divina comedia, o El Crepúsculo de Miguel Ángel, o Las Meninas, o la Betsabé de Rembrandt, o Don Quijote, o Hamlet, o La flauta mágica, o Ana Karenina, o Fortunata y Jacinta de Galdós: unas obras que no son obras, un arte que no es arte. Porque no se trata, como pensáramos, de una simple superioridad; no se trata de obras de arte superiores, de obras maestras, máximas, cumbres, de un arte convenido, de un juego espiritual convenido, sino de auténticas criaturas vivas, desligadas, emancipadas por completo del arte, del recinto cerrado y riguroso del arte.

No se trata de una superioridad, sino de una superación, de una separación. El Hermes de Praxiteles o la capilla de Piero della Francesca en Arezzo son obras de arte tope, que han alcanzado el tope, el límite más alto del arte, pero que no han podido ni querido renunciar generosamente a él, quedando así prisioneras de su eternidad inanimada, locas de avaricia, con el voluntarioso orgullo de ser obras, obras supremas de arte supremo, de arte incluso, si se quiere, sublime, pero nada más, nada más que arte sublime. La Victoria del Louvre, por el contrario, aunque empezara por querer ser una escultura inmortal y magistral como tantas otras, pronto ha de librarse de este estrecho compromiso, irrumpiendo francamente en la vida; pronto ha de convertirse, no sólo ya en una criatura más de Dios, sino incluso en una gran concavidad natural, en un espacio inmenso de naturaleza viviente, de paisaje viviente, con su aire marino, con su cambiante luz tornasolada, con sus nubes imprevisibles en torno. Y eso, claro, ya no es escultura, es casi lo más opuesto a ella y, desde luego, lo contrario de una obra. Porque una obra puede —y debe— aludir a la realidad por medio de signos expresivos y hasta reflejarla, pero no puede serla. Cuando una obra como la Victoria de Samotracia, o como Las Meninas, pasa tan campante, atravesando un misterioso tabique sin puertas, del otro lado, del lado de la vida real, es, ni más ni menos, que ha dejado de ser una obra. Creo haberlo sentido siempre así, pero no acertaba a formularlo del todo, debatiéndome entre tímidas expresiones intermedias, compuestas, como arte-inanimado y arte-activo, arte-pequeño y arte-grande, arte-bajo y arte-alto, arte-artístico y arte-creación, es decir, por un lado, estableciendo involuntariamente unas jerarquías, y por otro, sin poder librarme nunca del pegajoso concepto de artificio, de artefacto. Ante la presencia carnal de algunas obras he sentido siempre que existe un más allá natural del arte, un no-arte, un no-arte ya; pero crecido, como tantos, en la moderna idolatría de un arte en sí, me resultaba muy difícil aceptar, como otra materia, lo que parece tan incontestablemente pintura, escultura y escritura. Me aventuraba, cuando mucho, a llamar arte-creación a eso que sentía desasirse, irse decididamente del arte, oponiéndolo a eso otro que con tanta complacencia se quedaba en él, se afincaba en él, y que llamaba entonces arte-artístico. Pero no hay más que un arte, ¡el Arte!; lo otro es… creación, no tanto creación pura como absolutamente completa, y no del espíritu, sino de la carne viva, nacida, nacida natural, con animalidad natural y sagrada.

Demasiado sé —por algunos comentarios a otros escritos míos— que esta manera de entrever las cosas disgusta fatalmente a los sinceros y románticos idólatras del arte y, más aún, a críticos y demás especialistas, pues estos últimos se sienten atacados, no ya en sus amores, sino en sus profesiones, en sus muy honestas y honorables profesiones. Pero no se trata de ataque alguno. Además, en esta visión, el Arte, el arte tan idolatrado y exaltado, no cambia en absoluto de valor ni de lugar; sigue valiendo como siempre y se queda donde estuvo siempre, es decir, ahí mismo, delante de nosotros, fuera de nosotros, a un lado de la realidad viva, muy dispuesto a recibir todas nuestras admiraciones y valoraciones. No se trata de disminuir ese noble ejercicio que es el arte, sino de verlo en su verdadera condición de tránsito, de paso.

Un artista como Rafael, que es sólo un artista, un gran artista nada más, es lógico que ponga todo su inspirado empeño en hacer obras de arte; como por otro lado le sucede a Góngora; como le sucede incluso a Flaubert —y es ese mamarracho de Salambó lo que viene a ser finalmente su obra maestra, perfecta, y no la estupenda Emma Bovary, medio escapada, medio desligada ya de sus fanáticas manos de artista—; como le sucede a Wagner —que es lo que no le perdonará Nietzsche—; como le sucede a Mallarmé, a Seurat, y a tantos otros, cada uno en su categoría y naturaleza propias.

Por el contrario, Velázquez, que no es un artista, que es lo más opuesto a un artista, es natural que no ponga demasiada atención en el arte, en la obra de arte. Y no es que le disguste la pintura, sino que su gusto —que es, precisamente, ése: pintar—, sin renegarlo, parece como mantenido a cierta distancia, o mejor, mantenido en su carácter propio de personal complacencia y nada más; su alta vocación instintiva es otra, como es otra, por ejemplo, la vocación de un Van Eyck o de un Tiziano, aunque suelen pasar por simples grandes pintores; ni el autor de Los esposos Arnolfini, ni el de la Pietá veneciana, ni el del Bobo de Coria tratan de gozarse en una tarea artística, ni de realizar una obra artística, válida y útil como belleza, como donativo de belleza a la sociedad; lo que buscan es ir creando unos seres vivos, unos hijos vivos que poder darle, no a la sociedad —que no juega aquí— sino a la realidad, a la hambrienta y dura realidad. El artista-creador, de casta, fecundo, siente muy pronto esa tremenda diferencia entre su gusto y su instinto; poco a poco irá como renunciando a su acalorada actividad artística y dando paso a la naturaleza, a la subterránea naturaleza, es decir, entregándose a una especie de mansedumbre creadora, de pasividad creadora. No es empresa fácil, pues se trata, nada menos, que de pasar de la adolescencia a la madurez, de la adolescencia que es el arte a la madurez que es la creación; se trata de pasar de la acción adolescente —el adolescente, que imita una idea preconcebida y artificial de hombre, se piensa más varonil cuanto más activo— a la inacción adulta, a la aceptación adulta de su quieto, intenso, esencial, original poder creador. Ese paso —tanto en la vida física del hombre como en la vida espiritual del artista— no es fácil; veremos, pues, con demasiada frecuencia, que el adolescente, en vez de saltar con decisión a hombre, se encharca en un infantilismo senil, y que el artista da vueltas y vueltas regodeándose en un barro vicioso, enrarecido, sin salida. Pero el adulto real y verdadero, como el creador predestinado, siente muy bien que necesita irse, renunciar, sobrepasar; irse de algo, de algo precioso, valioso; renunciar a algo muy suyo; sobrepasar algo que enamora, que aprisiona.

En Velázquez, ese gesto de despego es, diríamos, tan apagadamente musical, regulado por un tempo tan apacible, que casi no se nota, ni se oye, ni se ve; es como si se saliera poco a poco del arte sin sentir; como si se levantara y arrancara del voluptuoso barrizal del arte, no con violencia o decisión heroica a la manera de Miguel Ángel o de Tolstói, sino muy tierna y silenciosamente; como si se fuera de allí —de ese lugar malsano, palúdico, que es el arte—, no escapando por pies, ni siquiera en forma de vuelo, sino por un milagroso acto simple y solemne de ascensión.