Antonio - Beatriz Bracher - E-Book

Antonio E-Book

Beatriz Bracher

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Beschreibung

En vísperas del nacimiento de su hijo, un hombre joven decide reconstruir la historia de su malogrado padre, quien murió años atrás asolado por la enfermedad y la pobreza después de un largo proceso de decadencia mental. Para ello recurre a las tres únicas personas vivas que podrían arrojar luz sobre esa biografía, marcada por un oscuro trauma familiar. Juntando las piezas de este rompecabezas de voces, descubrimos poco a poco una suerte de parábola mítica familiar capaz de tocar las zonas arcaicas del corazón humano. Gracias a una factura elegante y a un lenguaje que, abriéndose a los ritmos orales, se pierde en los meandros discursivos propios del género del testimonio, Antonio ofrece también un impresionante retrato de la burguesía de São Paulo. Asistimos al desfile de varias generaciones que, al ir sucediéndose a lo largo de la historia reciente del mundo occidental, revelan la disparidad de sus destinos, sus profundas grietas morales e intelectuales, así como la fatalidad de sus prejuicios. Poco a poco, la novela va conquistando al lector con su sutileza, su inteligencia y la potencia de un vórtice trágico que echa a andar toda la trama. Beatriz Bracher es una narradora brillante, delicada y astuta para controlar el equilibrio entre el énfasis y la dispersión. Con maestría logra amplificar y disparar en muchos sentidos la cualidad misteriosa de una historia tan fascinante como devastadora.

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LARGO RECORRIDO, 197

Beatriz Bracher

ANTONIO

TRADUCCIÓN DE JUAN CÁRDENAS

EDITORIAL PERIFÉRICA

PRIMERA EDICIÓN: marzo de 2024

TÍTULO ORIGINAL:Antonio

 

 

 

© Beatriz Bracher, 2007 c/o Agência Literária Riff Ltda.

© de la traducción, Juan Cárdenas, 2024

© de esta edición, Editorial Periférica, 2024. Cáceres

 

[email protected]

www.editorialperiferica.com

 

ISBN: 978-84-10171-04-6

 

La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

RAUL

Cuando le preguntaban por sus hermanos, Teo decía: «Somos cinco, pero uno de nosotros murió». Si el interlocutor fruncía el ceño, Teo movía la cabeza y aclaraba: yo no lo conocí; era el mayor y murió cuando apenas era un bebé.

Estudiamos juntos desde pequeños, me hice amigo de la familia, pasaba mucho tiempo en aquella casa. Cuando todos eran niños y adolescentes, la casa era muy alegre, muy diferente a la que tú conociste. Tu abuela Isabel, además de trabajar y ganar dinero dando clases en la facultad y en el colegio, se ocupaba de todo y ponía el desorden a raya. Xavier era editor, escritor, periodista y dramaturgo, así que imagino que el dinero del día a día venía más del trabajo de Bel y, por lo que sé, de los restos de una herencia. Vivían en Butantã, en una casa que había sido del padre de Xavier, tu bisabuelo médico. Cuando yo era pequeño, no había muchas casas en esa calle, aquélla debía de ser de las primeras. Tú estuviste allí, no sé si te acuerdas, cuando eras un niño. Había un jardín con árboles, salones de techos muy altos y mucha luz. Los muebles que se rompían se quedaban sin reparar, desaparecían; el vacío aumentaba y el interior de la casa fue haciéndose más grande con el paso de los años. Construíamos haciendas y ciudades de juguete en el parqué y nuestras creaciones duraban meses sin que nadie las apartara. Las piezas de madera que se soltaban las usábamos a modo de muros y puentes; transformábamos las grietas de alquitrán y serrín en despeñaderos. Después vino la época de jugar con monstruos de plástico y avioncitos de madera, la época del olor a pegamento y tinta. Nuestro futbolín debió de permanecer en pie hasta la demolición de la casa. Luego aparecieron unos almohadones en los que nos pasábamos las horas tumbados comiendo tostaditas de pan sueco con requesón. Nadia Comaneci en las Olimpiadas del 76 y Sônia Braga en Dancin’ Days. Las paredes estaban llenas de estanterías con libros, carpetas, recortes de periódicos y fotografías pegadas con celo. Aquel lugar tenía algo de búnker, a la vez que era el exacto reverso de un búnker, claro, con toda esa luz, el viento, los libros, la televisión, la guitarra, los bizcochos, como para sobrevivir allí años y años en caso de que estallara una guerra nuclear.

Nunca vi ninguna foto del hermano muerto, y tu familia no daba la impresión de cargar con una muerte así en sus inicios. A Bel le gustaba contar historias de sus hijos pequeños y jamás hablaba del niño fallecido. Hasta llegué a pensar que se trataba de un cuento gótico de tu padre. Un día, cuando acababa la fase de los almohadones y la marihuana, me atreví a preguntar por aquel hermano. Tu padre dejó de arpegiar con la guitarra, se puso muy serio y me contó lo siguiente: «Hasta la semana pasada ni siquiera yo lo sabía con certeza. Había oído que mi padre siempre respondía: “Tengo cinco hijos, pero uno murió”. Y empecé a responder de la misma manera: “Somos cinco, pero uno murió”. Sabía que ese hijo había existido antes del matrimonio con mi madre, una cosa de juventud. Me parecía que había algo heroico en esa frase, al menos para nosotros, los supervivientes. Y algo también sobrenatural, porque él decía tengo, y no tuve; los cinco siguen presentes. Hace una semana estaba hablando con Helinho por teléfono y le dije entre risas: “Ahora somos cinco, pero uno murió”. Creo que lo dije por Rafa, que decidió no venir a jugar al futbolín hasta que no aprobara los exámenes de ingreso en la carrera de Medicina. Mi padre andaba por allí cerca, oyó mi comentario y me llamó para preguntarme por qué me burlaba de un asunto tan grave en un contexto ordinario. Ya conoces a mi padre, sabes cómo se pone cuando se toma algo muy a pecho».

No sé si te acuerdas de tu abuelo. Tu abuelo te adoraba. Xavier era una persona especial. Con él todo se convertía en chiste y provocación, hasta para hablar de sus fracasos. Siempre andaba inventándose nuevas maneras de ganar dinero con el teatro y la literatura. Una vez se le ocurrió hacer libros baratos para venderlos en puestos ambulantes y quioscos. Libros con sexo y suspense, mujeres sensuales en las cubiertas y «mensajes metafísicos entre líneas». Lo cierto es que no se vendían mal, eran graciosos y nada metafísicos, pero Xavier siempre se las arreglaba para perder dinero y endeudarse. También tuvo una época de musicales, teatro, circo itinerante y danza. Pagaba anuncios en los periódicos para promocionar un curso de teatro en el que se prohibía la presencia de profesionales. No quería saber nada de talleres de interpretación. Le gustaban los magos y las piruetas, el maquillaje, los disfraces y las plumas, y, por supuesto, la música: las fanfarrias, los solos de chelo, las tonadas campesinas, la samba cantada a capela y la música de los indios, con ese zapateo seco. Reunía a la gente en el garaje de la casa y montaba un espec­táculo ambulante con varios movimientos unidos por un hilo invisible. En los años setenta consiguió escenificar algunas de aquellas piezas. Se representaban en la calle a las seis de la tarde y pasaban por las paradas de autobús repletas de gente, por las puertas de las fábricas a la hora del cambio de turno. Quienes asistían al espectáculo formaban parte del hilo invisible, pero hasta el final no se daban cuenta. Yo fui una vez a una obra en la que Teo participaba como músico y me pareció impresionante, como un viento, como un sueño. Pese a que tenía cosas de teatro de revista, circo y saltimbanquis, el espectáculo se hacía dulce, casi un paisaje. Era todo lo opuesto al Teatro del Oprimido: era el teatro de la liberación, descomprimía las calles y el corazón del público. Nadie ganaba dinero con aquellas obras, mucho menos él, que siempre perdía hasta el último centavo. Por eso nunca renunció a su oficio de periodista y de crítico de arte en diarios y revistas. Trabajaba como un burro y a la vez sentía devoción por el ocio, siempre haciendo bromas pesadas que, conforme crecíamos, avergonzaban cada vez más a sus hijos.

Por eso, cuando se ponía serio, pero serio de verdad, no arrogante ni megalómano, sino grave, todos se quedaban espantados. Cambiaba de color, como si la sangre le corriera distinto por las venas; todos lo escuchaban en silencio, con ganas de salir corriendo. Y él, siempre tan elocuente, ahora balbuceaba.

«Fue entonces –prosiguió Teo– cuando me contó que él, mi padre, Xavier Kremz, había sido, antes que nada y para siempre, el padre de su hijo muerto, Benjamim dos Santos Kremz.» Sí, sí, exactamente tu nombre. Tu mismo nombre. Espera y te cuento: me acuerdo de todo lo que me dijeron, aunque no sé mucho. Tengo una memoria endiablada y creo que por eso mismo tengo éxito en mi trabajo, anuncios, jingles, guiones, un plagiador profesional; por eso también recordaba que tu nombre era el mismo de aquel hermano muerto, el nombre del certificado que acabas de ver. En aquella época no se me ocurrió jamás que tu madre podía ser la misma. Al fin y al cabo, dos Santos es un apellido bastante común. Lo impresionante es que lo que viste en los certificados, que tanto te afectó, los papeles que Leonor encontró y que fueron la razón de que te llamara, lo que te ha traído aquí, todo esto es verdad. O eso parece. Quiero decir: tu madre, Elenir, se casó con tu abuelo y tuvo con él un hijo que murió, el primer Benjamim. Un disparate del que me acabo de enterar yo también; Leonor me lo contó justo antes de viajar. Una cosa de veras muy loca. Para tu abuelo, Elenir era Lili, y para tu padre, Leninha.

Uno empieza a desenredar al menos una parte del nudo cuando mira en retrospectiva todo lo que pasó. Esa conversación de somos cinco tuvo lugar un poco antes de que tu padre resolviera viajar a Minas. Él estaba muy conmovido y hablaba del tema en voz muy baja. «Me dijo que nunca me había contado la historia de Benjamim porque no se trataba de un simple cuento, como sus proyectos o como las travesuras de los niños y las angustias de unos padres jóvenes. No, era la historia de cómo él, Xavier, volvió a la vida, un renacimiento a la vida adulta y verdadera, un parto en el que su hijo tuvo que morir.» Yo no lo entendí, o dije que no lo había entendido, y vi que Teo se quedó dándole vueltas a mis palabras. «Yo tampoco lo comprendí muy bien, y mi padre parecía arrepentido de habérmelo contado. Le pregunté a qué edad había muerto mi hermano. Él se conmovió al oír que yo llamaba hermano a su hijo muerto, los ojos se le humedecieron y a mí me dio vergüenza. Respondió que ni siquiera tenía un mes, que la madre era muy joven, que hubo dificultades en el parto, que se usaron mal los fórceps, que dañaron el cráneo del bebé, que quedó con muchos problemas y murió antes de cumplir un mes. Deduje que aquello lo seguía carcomiendo.» Nos quedamos en silencio. Teo no se emocionaba fácilmente, al contrario, menospreciaba a los sentimentales; el llorón del grupo era yo y a menudo tenía que sufrir su sarcasmo. Teo era muy exigente consigo mismo; siempre estaba en guardia contra la cursilería, pero necesitaba compartir con alguien lo que Xavier le había contado. Buscaba las palabras exactas.

«¿Sabes algo? Es como si mi padre me hubiera confiado un secreto que yo ya conocía. Como si mi padre hubiera levantado el velo para dejarme ver un rostro desconocido cuya presencia, no obstante, me era del todo familiar. Me habló sobre el amor, sobre la capacidad de estar realmente cerca de los demás, sólo que aquella vez no era ni teatro ni lección: era la realidad misma. Me habló de sus sentimientos y del rumbo que le habían marcado el nacimiento y la muerte de Benjamim. Me contó que la madre de ese hermano era una mujer especial, que después de todo lo sucedido no fue capaz de seguir en su despacho de abogados, que necesitaba empezar de nuevo. Él quería seguir hablando, cada vez menos locuaz, y yo aproveché para huir, me fui de inmediato. Por su modo de hablar, se diría que yo tenía algo que ver con aquel primer hijo, una cosa medio disparatada. Y empalagosa también. En aquel momento me dio rabia, no sé muy bien por qué. Si era tan importante, ¿por qué nunca me lo había contado? Y claro que es importante, quiero decir, un hermano muerto, nunca había pensado en eso, de verdad. Después me dio tristeza, como si el tal Benjamim acabara de morir unos pocos días atrás. No sé, siento que los otros hijos ocupamos su lugar y, para colmo, ni siquiera mencionábamos su nombre en casa. Y, sin embargo, en el corazón de mi padre parecía tener un peso mucho mayor que nosotros. Una cosa muy extraña. Siempre será el hermano más viejo y a la vez el bebé: está muerto y sigue vivo cada vez que nuestro padre nos mira.»

Y, Benjamim, déjame que te diga algo: lo más extraño es que una historia así, justo en aquella casa, no fuera conocida, comentada, destripada y machacada hasta los huesos, porque allí se hablaba de todo, todo se discutía, nada ni nadie estaba a salvo. Supongo también que era una creencia de la época, la creencia de que teníamos la obligación y el poder de eliminar los tabús, que la palabra tenía esa facultad. En casa de Teo todos tenían una opinión sobre cualquier tema y a veces las discusiones terminaban a gritos; otras veces se resolvían consultando la enciclopedia, el diccionario, los libros y en algunos casos concluían con un cierre intempestivo de Xavier que nadie comprendía del todo, sólo que a esas alturas ya estábamos hartos y no contestábamos. Tus tías Flora y Leonor eran las chicas más modernas que yo conocía. Creo que aquélla fue la primera casa donde vi que las parejas de los hijos se quedaban a pasar la noche y cualquiera podía fumar a sus anchas lo que le diera la gana. Había una efervescencia de ideas, una obligación de permanecer abierto al mundo, de someter todo a análisis, a la curiosidad y al gusto. Con toda esa carga de cultura y libertad, yo disfrutaba en calidad de simple visitante, con una casa bien amueblada a la que poder escapar llegado el momento.

Teo era el menor. Flora ya trabajaba. Henrique y Leonor estaban en la facultad y él, en el año de los exámenes de ingreso, no tenía la menor idea de qué hacer con su vida. Aprobar los exámenes no era el problema; en aquel entonces no era tan difícil como hoy y todos en la familia eran medio genios. La dificultad estaba en elegir qué hacer. Teo era el tipo más talentoso de nuestro grupo: escribía, dibujaba, componía música, tocaba instrumentos, hacía de todo y todo lo hacía bien. Desde la escuela primaria era muy bueno en matemáticas, varios niveles por encima de los otros alumnos, todo se le daba bien. Tal vez por eso mismo tenía tantas dudas y la verdad es que en el último año venía esforzándose por ser un mal alumno. Después de aquella conversación con su padre, parece que se le juntaron varios cables sueltos en la cabeza, cosas que tenía ya de antes con nuevas fantasías, y decidió que no iría a la universidad. Estaba harto de São Paulo y quería tomarse un tiempo para él, viajar, conocer las pampas del interior, cosas que, si bien hoy no tienen mucho sentido, entonces formaban parte de nuestras posibilidades.

ISABEL

No, Benjamim, no creo que tu padre se hubiera marchado al campo a buscar a tu madre. Fue una coincidencia. No conocí a Elenir, pero la imagino una mujer bonita, con un talante que tenía mucho que ver con la naturaleza de los Kremz. Tampoco creo que la intención de Teodoro fuera pagar por la pena de su padre, como quien purga un pecado, sobre todo porque nunca hubo pecado alguno. Cuando Xavier hablaba del año que pasó con Elenir sonaba a un amor ya superado, a cosa resuelta. La verdad es que no sé por qué se separaron. Conociendo a Xavier, estoy segura de que él no la abandonó, aunque él nunca contaba bien esa historia, al menos a mí. Digo que no la abandonó porque él discutió con sus padres, se fue de su casa, no aceptó ninguna ayuda, precisamente para estar con ella. Elenir era una muchacha sencilla que vivía en São Paulo sin sus padres; creo que por entonces tenía quince años. Muchos amigos se distanciaron de Xavier. Lo sé porque Haroldo me lo contó y porque el caso fue muy comentado en toda la ciudad. Haroldo fue compañero suyo en la São Francisco,1 de los pocos que siguieron siendo sus amigos. Creo que Haroldo conoció bien a tu madre. Mira cómo son las cosas: si hoy en día un joven de familia rica dejara embarazada a una chica pobre, los amigos lo condenarían en caso de que no se hiciera cargo de su hijo y no ayudara a la joven. En aquella época sucedía todo lo contrario. La familia y algunos amigos insistían en que ella «se diera maña», como se decía entonces, o que volviera a su ciudad con algo de dinero y listo, que no se hablara más del asunto. Xavier estaba enamorado de tu madre: no era sólo por responsabilidad. Ésa es la historia que él contaba.

Imagino que Elenir saltó del barco porque no pudo aguantar la tristeza de Xavier. Tu abuelo siempre fue un hombre de sentimientos muy intensos, difícil de contener hasta en su alegría. Soportar sentimientos así de fuertes no es nada fácil. Ella era muy joven, una muchacha común y corriente, huérfana de padre y madre. Tú, Benjamim, también naciste huérfano de madre, pero tuviste a tu padre y después a mí, tuviste una familia. Tu padre, a pesar de todo… No sería justo decir que él te abandonó porque lo cierto es que él se abandonó a sí mismo: a estas alturas ya deberías ser capaz de discernir la diferencia. Tal vez para un hijo eso sea justamente lo que resulta imperdonable; cuando tengas mi edad, cuando estés llamando a las puertas del purgatorio desde una habitación de hospital, quizá seas capaz de comprender mejor lo que pasó. Sólo puedo imaginar lo que debió de ser para Elenir. Es posible que, con quince años, buscara un padre de familia y estoy casi segura de que ése fue también el deseo de Xavier. Estoy diciendo una cosa muy banal en el fondo: él también buscaba en Elenir la familia que nunca tuvo. Tu bisabuela era una señora absolutamente correcta, inteligente, generosa, elegante y discreta. Y tu bisabuelo fue un gran científico, un famoso médico higienista, soñador de hospitales, deseoso de cuidar a la humanidad entera. Es muy probable que Xavier experimentara una especie de renacimiento después de todo ese asunto con Elenir, tras la muerte del pobre niño. Es una imagen plausible del pensamiento de Xavier y cuadra bien con la cabeza fantasiosa de Raul. Pobre niño. Tener que cargar con la condena de ser el padre de sus padres, tener que dar a luz a dos adultos: un peso demasiado grande para ese pedacito de ser humano.

Nosotros no sabíamos que tú eras hijo de Elenir. Cuando naciste y tu madre murió, Teodoro no nos contó nada. Apenas nos dijo que tu madre se llamaba Leninha y que trabajaba en el hospital donde lo internaron tras un acceso de malaria, o lo que fueran aquellas fiebres y delirios de los que sufría. Yo no sabía que estaba enfermo, en realidad no tenía ni idea de dónde andaba Teo. De vez en cuando escribía o llamaba por teléfono, decía que estaba recorriendo los caminos de Guimarães Rosa y poniéndose al día en los últimos estilos de guitarra. Eso fue al principio del todo. Luego dejó de llamar, escribía muy poco y desde lugares diferentes. En las primeras cartas parecía muy entusiasmado con su nueva vida. Decía que se acordaba mucho de Vanda, la niñera de todos ellos, que por allí se oían las mismas historias que se sabía desde pequeño, las mismas canciones de cuna. En las primeras vacaciones de verano Raul fue a visitarlo. Dijo que Teodoro estaba bien, muy alegre, que tenía el pelo corto y hablaba con acento mineiro, que tenía planes de sentar la cabeza allí. Nunca imaginé que con «sentar la cabeza» se refiriera a una familia. Tenía apenas dieciocho años. Raul no contó nada sobre el accidente en el barco ni de la desaparición de Teodoro.

Teo andaba un poco perdido cuando se fue de São Paulo. A mí hasta me pareció buena idea que se fuera de viaje, que encontrara su camino. Teodoro fue siempre el hijo que menos se parecía a su padre. Desde pequeño era muy organizado: tenía sus cosas en orden; era él quien me recordaba los horarios de las clases, la hora de un medicamento o cuándo cortarle las uñas. Supongo que ésa era su manera de sobrevivir siendo el menor. Con quince o dieciséis años empezó a dar clases particulares y a ganarse su propio dinero. Habríamos podido ayudarlo en aquel viaje, pero él nunca nos lo pidió. Decía que le iba muy bien, que le daban trabajo en las ciudades por las que pasaba y que todavía le quedaban ahorros. Debía de alimentarse muy mal, pero nunca fui capaz de preguntárselo, ni en las cartas ni en las pocas llamadas telefónicas; la verdad es que tampoco me obsesionaba con la comida y la salud de mis hijos. Teníamos esa idea, aun después de todo lo que sucedió: sigo creyendo que la libertad es lo más importante para la formación de cualquier persona, incluso la libertad de morir, porque sin ese riesgo no somos señores, sino esclavos. Crie a mis hijos así y tú lo sabes, Benjamim. Me gusta pensar que tu madre también era una persona libre, y bien harías en cultivar ese pensamiento, nieto mío, en lugar de todo ese miedo y esa rabia.

En fin, volviendo a la historia… Teodoro estaba entusiasmado con la música y con la gente con la que se iba encontrando en el viaje. En eso sí se parecía a Xavier: no tenía espíritu evangelizador. El converso era siempre él. Ahora eres mayor de lo que era tu padre cuando tú naciste. Hoy todo es diferente: cuesta explicar estas cosas y, para ser sincera, ya no sé si los idiotas éramos nosotros o vosotros, porque hoy en día son todos medio flojos, sin sal y sin sustancia. Nosotros creíamos que el mundo estaba a punto de transformarse y que nosotros éramos agentes de esa transformación. Hoy en día nos ven como unos imbéciles. En todo caso, es importante que tengas en cuenta la idiosincrasia de la época para entender lo que te digo.

Teodoro, pese a ser el menor, era el más adulto de mis hijos; yo confiaba en él y nunca temí por su futuro. Si él creía que podía quedarse viajando por los llanos del interior a mí no me cabía duda de que así debía ser. Y, si tu madre hubiera sobrevivido, no veo razones para dudar de que ella habría sido la persona indicada para él. Ser joven, viajar, encontrar el amor de la vida, formar una familia, tener hijos y punto: eso es la vida, de hecho, la mejor parte de la vida. Tú lo estás viviendo ahora y sabes que es así. Tu mujer está embarazada, sois una pareja de enamorados, estáis pensando en el nombre de vuestro hijo, imaginando qué cara tendrá. ¿Le vais a poner Antonio? Sí, me gusta. Un nombre serio, abierto. Dices que tu madre era mucho mayor, más de cuarenta. ¿Y qué? Ellos se querían, ¿no? La locura de Teodoro vino mucho después. No fue la locura lo que lo condujo a vivir con tu madre, no creo. Xavier también era un tipo fuera de lo normal. Conmigo fue capaz de llevar una vida productiva, criar a cuatro hijos, hacer feliz a mucha gente.

Xavier siempre fue un niño, toda la vida. ¿Recuerdas cuando venías a pasar las vacaciones aquí, con tres o cuatro años? Él ya tenía el enfisema muy avanzado y al final fue todo muy doloroso. Tuvimos que vender la casa; probamos con tratamientos caros, pero ya no había remedio. Imagino que por eso tu padre decidió traerte: quería que su padre conociera a su hijo. Sabía que eso haría muy feliz a Xavier. Y sin duda fuiste un rayo de luz para tu abuelo, una puesta de sol, más bien. Le bastaba con verte o con oír tu voz para que su demacrado rostro se le iluminara. A esas alturas ya había nacido Fábio, el hijo de Henrique, pero para tu abuelo eras un nieto diferente. En las últimas vacaciones debías de tener unos cuatro años; era un junio especialmente seco y él ya no tenía fuerzas para caminatas muy largas. Un día tu padre y tu primo te llevaron al zoológico y Xavier insistió en acompañarlos. Y la verdad es que cuando estaba cerca de ti se sentía mejor. Pero era sólo un deseo, por supuesto, la ilusión de tener algo de vida restante para compartir contigo. Recuerdo que volvió exhausto de aquel paseo y tonto de felicidad. Me di cuenta de que eso no le hacía bien y le pedí a Teo que se marchara y te llevara con él, porque tu abuelo no iba a resistir aquel trote. Murió una semana después y Teodoro ni siquiera vino al entierro.

Tal vez Xavier supiera quién eras tú y eso lo ayudó a morir en paz. Pero tampoco estoy segura. No. Esto no es una de esas bonitas novelas de enredos donde tu madre es la heroína y a mí me toca asumir el papel de la tonta que ayuda a su amado a sanar las heridas. No, no es así, Benjamim. Esta es la historia de nuestras vidas y la historia todavía no acaba, no se va a acabar. Crear ese lugar para tu madre, el relato de tu padre y tu abuelo, como si no hubiera sucedido nada entre un Benjamim y otro, como si la vida en ese intervalo no hubiera sido sino un agujero, un lapsus, un vacío entre un amor perdido y el reencuentro de ese amor… No, no es así. Podrá tener sentido, pero es un sentido muy pobre, no somos literatura, querido Benjamim. Mucho amor, esperma, sangre, risas, odios, muertes, enfermedades, catarros, gases, baños, remedios, médicos, escuelas, exámenes, guitarra, inglés, natación, ballet, empleadas, niñeras, uñas cortadas, cepillos de dientes, golpes, yodo, piojos, cataplasmas, mercromina, llantos, velorios, vacaciones, playa, caballos, caídas, alegrías, trabajo, salarios, herencias, mucho, mucho tiempo transcurrió entre un encuentro y el otro. Y tú también eres todo eso que pasó entre medias. Algo mucho más complicado que una simple historia de amor.

HAROLDO

Fue en 1949, no, en el 50, en el último año de facultad. Tu abuelo era el mejor alumno de nuestra cohorte de la São Francisco, presidente del Onze de Agosto –el órgano de representación estudiantil de la Facultad de Derecho–, político carismático, poeta con tablas, un tipo con ambiciones filosóficas, ya empezaba a cortejar a tu abuela. Isabel Belmiro era lo más de lo más. Una muchacha moderna que leía de todo, tenías ideas muy avanzadas, frecuentaba los bares con los compañeros y era de buena familia. Es mentira que ella no conociera a Elenir. La conoció, claro que sí, pero ella prefiere disimularlo. O no quiso conocerla, algo más acorde con el refinamiento de mi querida amiga. Sucede que Xavier era muy enamoradizo, fue así toda la vida. Se enamoraba de cualquier cosa, de una esquina, del detalle de un edificio, del lóbulo de la oreja de un anciano: así de excéntrico era. Siempre lo fue. Isabel era exuberante, reinaba en todos los círculos con sus ademanes masculinos y su labia de intelectual francesa. Literalmente, se los llevaba a todos de calle. No en el sentido en que te lo estás imaginando, no me refiero a eso: ahí también radicaba parte de su encanto. No era una mujer fácil, sino arisca y generosa. Hoy por hoy es así, sigue siendo la misma. Un poco más lenta, claro, setenta y cinco años no es cualquier cosa, pero sigue siendo la mujer independiente que era entonces.

Dices que quieres saber sobre Elenir. Fue Isabel quien me llamó por teléfono para explicarme, porque, siendo francos, yo no sabía nada. ¡Qué cosa!, ¿eh? ¡Madre mía! O sea: tú eres el hijo que Elenir tuvo con el loco del hijo menor de Xavier. La misma Elenir que hundió a mi amigo en 1950. ¿Cuándo naciste tú? En el 79. Claro, ella debía de tener unos quince o dieciséis cuando conoció a Xavier. Yo a tu padre lo conocí cuando él era apenas un niño y luego lo volví a ver cuando, carcomido por la enfermedad, ya había enloquecido y le hacía la vida imposible a mi amiga Isabel.

La verdad, no frecuenté mucho a Isabel y Xavier después de su matrimonio: la vida nos llevó por caminos diferentes. Después de Elenir, Xavier cambió completamente el rumbo, se volvió un terremoto. Como éramos muy amigos, nos veíamos con cierta asiduidad, pero nuestras familias nunca se hicieron muy íntimas. Yo me dediqué al Derecho, me hice abogado, profesor en la São Francisco, tengo mi despacho, me casé con Fernanda y criamos a una familia más convencional en comparación con la de Isabel y Xavier. Pese a todo, continuamos siendo amigos hasta el final. Me acuerdo de una vez en que lo visité, todavía en la casa vieja; había tenido algún tipo de crisis y estaba en cama. Creo que eso fue antes de que tú nacieras. Echaba de menos a su hijo, aunque decía que no, pues cada uno debe seguir su propio camino, pero era evidente que lo extrañaba. Al fin y al cabo, era un hombre muy hogareño, muy ligado a la familia. Creo que no llevó bien que la casa empezara a quedarse vacía. En aquella visita, me acuerdo, me enseñó un retrato de Teodoro. La misma cara de Xavier cuando éramos estudiantes. Los mismos hombros, la misma mirada, el color de la piel, todo igual. Tu madre debió de llevarse un buen susto.

Elenir era una criatura inteligente, alta y muy delgada: parecía una muñeca. Lo recuerdo bien. El pelo, liso y oscuro, largo y abundante como el de una muchachita; la piel, morena; los ojos, almendrados y verdes. Debía de tener sangre indígena. Tenía la piel aceituna y todo en ella dibujaba un ángulo agudo, los codos, las rodillas, la barbilla. No era una belleza que llamara la atención, pero una vez que la descubrías era difícil dejar de admirarla. Lo que Xavier sintió por ella fue amor a primera vista. Pero a Xavier le ocurría eso con todo y ella no supo entenderlo de la misma manera. Elenir era inteligente, pero no era de aquí. Es más, no sé de qué planeta venía Elenir. Con quince años cursaba la enseñanza media y era rápida con los razonamientos complejos, pero en las cosas más elementales de la sociedad parecía medio tonta. No se trataba de la timidez del campesino ni de un pudor de beata, no. La muchacha no era tímida, sino seria de un modo muy raro para una mujer.

Xavier estaba terminando la carrera y hacía prácticas en un despacho de la calle Riachuelo; siempre iba de corbata, un hombre muy vistoso. Ya sabes, basta evocar a tu padre, uno de esos tipos que llaman la atención de las mujeres. Sin embargo, no era un donjuán. Por supuesto, andábamos con chicas, pero era otra cosa. Quiero decir que Xavier era un muchacho respetuoso, solamente le gustaba juguetear un poco y, si se presentaba la oportunidad, robaba un beso, una caricia inocente, nada serio. Elenir no advirtió eso. ¿Comprendes lo que sucedió? Es difícil hablar contigo. En primer lugar, porque eres hijo de ella y porque, aparte de eso, cada vez que le cuento cosas de mi juventud a un joven de hoy siento que tengo que estar pidiendo disculpas todo el tiempo, excusándome quién sabe por qué. No sé qué clase de vírgenes vestales son las que parimos. Que sea así con las jovencitas, vale, pero con mis nietos es la misma cantinela. Ya nadie se acuesta con la empleada, con la hija de la lavandera, con las maestritas de escuela. A vosotros todo eso os suena abyecto. Una panda de dandis petulantes: eso es lo que sois. Será carne fácil, es cierto, será vulgar, pero es la verdad. Hoy en día, pobre de la muchacha que no se vaya a la cama con el primer novio. Ni siquiera hace falta que sea su novio. Para no ir más lejos, mira cómo andan las chicas en este club, mira la ropa: es una provocación y ellas ceden, no hace falta ser el novio. A todas luces, no me refiero a un viejo como yo, está claro, ahí ya no es tan fácil. En fin, ya sabes qué quiero decir. En Río debe de ser todavía más fácil. No solía ser así y todo era, déjame decirte, más divertido.

Eres hijo de Elenir, pero eres un Kremz, un hombre, no un niño grande. Si viniste a buscarme es porque quieres saber. En todo caso, lo que ocurrió no tuvo nada que ver con eso. Tu madre no era lavandera ni empleada. Como te decía, ella parecía recién llegada de otro planeta. ¿Alguna vez conociste a tus abuelos maternos o a tus tíos? No. Pues es lo que trato de decirte. Creo que Elenir era hija de algún señor del interior y probablemente, después de la muerte de su madre, terminara aquí viviendo de favor, estudiando en un colegio de monjas para niñas pobres. Era inteligente y muy despierta, fue persistente y, cuando Xavier la conoció, tenía planes de terminar el bachillerato y entrar a la Facultad de Medicina. Óyeme bien, era alguien de verdad muy peculiar, nada de Pedagogía, Enfermería o Letras, no: quería estudiar Medicina. Vivía en una residencia de estudiantes y trabajaba a medio tiempo de asistente en el despacho en el que tu abuelo era becario. No sé cómo empezaría la cosa. Puedo imaginar a Xavier coqueteando con la chica, llevándole caramelos un día, una cinta para el pelo al día siguiente. Los imagino tomando un café después de un juicio. Sé que a Elenir le gustaba leer y que él le regaló algunos libros de poesía, quizá hasta leyeran juntos. Pasó como suele suceder, no hay mucho misterio. No sé qué planes tenía Xavier, que no era ningún idiota, así que dudo que quisiera llevar las cosas más lejos. Estaba encantado con ella, es cierto, pero era una fascinación juvenil, lo sé porque éramos muy amigos; a veces iba a buscarlo al despacho y así fue como pude darme cuenta de lo que estaba pasando. Yo era un poco bala perdida y mi amigo lo sabía, éramos muy compinches. En cuanto vi a la chica me puse a desplegar mis encantos. Por la reacción de Xavier me di cuenta de lo que sucedía y supe así que la cosa era más seria de lo que él mismo suponía.

El caso es que Xavier dejó de salir con los amigos; ya no iba a los lugares de siempre. Abandonó el órgano de representación estudiantil con la excusa de que tenía que estudiar para los exámenes finales y ya no le quedaba tiempo libre. Consiguió un puesto fijo en el despacho y estaba hasta arriba de trabajo. Pero yo sabía que no era sólo eso. Como te decía, él siempre fue un tipo raro. Los amigos cercanos, sin embargo, nos dimos cuenta de que aquello no era una más de sus tantas rarezas. Su humor oscilaba: una mañana podía despedirse de toda la facultad prodigando besos y abrazos, muerto de risa y, por la tarde ese mismo día, meterse en una pelea fea, hasta el punto de acabar con la nariz sangrando. Luego comenzó a agobiarse, casi no dormía, decía que era por el trabajo. La verdad es que ya había decidido casarse y estaba ahorrando dinero.