Anturios en el salón - Juan R. Tramunt - E-Book

Anturios en el salón E-Book

Juan R. Tramunt

0,0
4,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Hay paraísos que son endebles. Casi se podría decir que son como trampas mortales para su población. Esto ocurre cuando, por sus características geográficas o políticas, la mayor parte del abastecimiento primordial debe importarse del exterior, lo que comporta que sus habitantes asuman, incluso sin saberlo, el riesgo que supondría la interrupción de ese flujo de víveres y enseres necesarios para la supervivencia. Si algo ocurriera que ocasionara tal colapso, las consecuencias afectarían, de manera trágica, a todos y cada uno de ellos. El autor sitúa la acción de esta novela en Canarias, cuya realidad es tal como se ha dicho, y lo hace con una reflexión cruda sobre el desarraigo, la migración, la desesperación y, en última instancia, la supervivencia.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Anturios en el salón

Juan R. Tramunt

 

 

 

 

Baile del Sol

A mi familia, a nuestra casa, a Agüimes y a su gente, al derecho de cada persona a vivir en paz.

1

Septiembre de 2021. Una fecha como otra cualquiera. Podía haber elegido otro mes entre los cuatro que tenían habilitados a lo largo del año. Y también podía haber elegido otro año entre los que, en aquel entonces, intuía que me quedaban de vida. Escogí aquella fecha con conocimiento de causa. Las fuerzas son un bien escaso que hay que administrar de la mejor forma posible mientras queden, y a partir de cierta edad uno empieza a tener conciencia de sus reservas. Para la mayoría de la gente de este país el mes de septiembre supone, desde tiempos inmemoriales, el regreso al trabajo después de las vacaciones, la vuelta a los estudios, a esa rutina diaria que nos facilita la vida por el simple hecho de hacerla previsible, mientras la va impregnando de un tono pardo que nos acompañará todo el año. Y así año tras año, a partir del mes de septiembre. Para mí, y para los que fueron mis convecinos, era el mes en que amainaban los vientos alisios que, con más o menos puntualidad, se encrespaban en junio azotando el sureste de la isla durante todo el verano. Si a esto le añadiéramos las habituales olas de calor que convertían el aire de la zona en una vaharada insoportable algunas semanas del estío, quizás se pudiera entender algo mejor la elección del mes.

Tampoco podía hacer grandes cosas en ese sentido. Para qué engañarnos. Me habían informado de que el siguiente barco no zarparía hasta diciembre, y no me veía con ánimos para esperar al invierno y enfrentarme entonces a las inexorables demoras e ingentes explicaciones que debería dar para justificar mi presencia en un barco de abastecimiento. Preferí dar esos pasos, esos lentos pasos, durante el verano, ya que, como siempre ha ocurrido, no bastarían el salvoconducto y la carta de autorización del delegado del gobierno en Cataluña; harían las llamadas pertinentes a superiores que, a su vez, extrañados de las características de mi viaje, hicieran las llamadas y consultas que consideraran necesarias a sus propios superiores. Todo ello con la ceremonia con que se hacen las cosas en este país cuando están implicados ejército y administración civil, para que al final se remita la decisión nuevamente al delegado del gobierno en Cataluña, que se sorprenderá por tener que volver a autorizar lo que ya daba por terminado, entonces manifestará su claro malestar por la ineptitud de los subordinados pero no podrá evitar dar pábulo a las dudas de estos, con lo que se tomará unos días para pensarse si realmente debería confirmar esa autorización que ya había firmado. Finalmente lo hará y empezará a circular nuevamente la orden, ahora en sentido contrario, hasta llegar al primero que la puso en duda. Si no hay extravíos o negligencias en algún eslabón de la cadena eso puede durar semanas. Como así ocurrió en el húmedo y pegajoso verano de la ciudad condal antes de embarcarme en el carguero Magenta, con rumbo sin escalas hasta Santa Cruz de La Palma, en las islas Canarias. Ocho días de navegación, la mitad de ellos con la escolta de una fragata de la armada además de un pelotón de soldados bien equipados y con caras de circunstancia paseando por la cubierta. Ocho días de los cuales tres son en el Mediterráneo y los cinco restantes en el océano, porque la ruta se hace con un rodeo enorme para enfilar la isla desde el oeste; por seguridad, decían; por los piratas, la radiación… Qué importancia tenía.

Una vez en La Palma, nueva espera. Pese a los papeles presentados, el delegado del gobierno en Canarias, en funciones de auténtico gobernador de ultramar desde que se decretó el estado de alerta máxima en el archipiélago, tardó tres días en dar su visto bueno. Después vendría la espera a que el barco a Gran Canaria estuviera listo para llevar el abastecimiento al retén de soldados que permanecía allí.

El barco para Gran Canaria era más pequeño. Transportaba el suministro necesario para una compañía de cien soldados que permanecía en la base naval de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. Correo, soldados de refresco, combustible, traslado de los enfermos… En esa única vía de comunicación con La Palma, y con la Península, fue en la que conseguí que me metieran, ya que el espacio aéreo y, por tanto, los aeropuertos, estaba declarado zona de exclusión aérea.

No es que estuviera especialmente impaciente por llegar. El miedo siempre estaba conmigo. Sabía que lo que encontrara allí podría ser muy duro, y yo siempre he sido bastante vulnerable a las decepciones, pero había sido una decisión meditada en la soledad y sé que a Luisa no le habría disgustado. Al menos en sus últimos meses de vida siempre se lamentó de ir a morir tan lejos de casa. Los había pasado sumida en una silenciosa tristeza que los médicos se empeñaban en paliar a base de antidepresivos. Decían que era normal que padeciera lo que ellos llamaban el síndrome de Ulises, característico en quienes se ven sumidos en el desarraigo, y ponían como ejemplos a los miles de emigrantes que habían pasado por nuestro país desde hacía años. La mayoría venía voluntariamente y aun así, con el tiempo, a muchos se les descalabraban las emociones, sobre todo cuando las cosas no iban como se las habían imaginado en sus lugares de origen. En nuestro caso había sido un desalojo forzoso y con pocas esperanzas de regreso a medio plazo, y eso había sido demasiado para Luisa. Habíamos puesto muchas ilusiones en nuestra nueva casa. Como se suele decir, habíamos echado el resto en ella. Nos gastamos los ahorros y volcamos todo el amor que todavía podíamos irradiar en crearnos un hogar para vivir una madurez tranquila.

Después se precipitaron las cosas, nos evacuaron y fuimos a recalar en Barcelona. Al menos nos dejaron elegir. La mayoría de nuestros paisanos prefirieron el sur de la Península o los alrededores de Madrid. Como si la cercanía geográfica les mantuviera viva la esperanza de volver a casa. Otros, más jóvenes o más drásticos, hicieron como muchos canarios en los años difíciles de principios del siglo pasado que agarraron el portante y se fueron a América. Luisa y yo no pensábamos en que pudiéramos volver. Las promesas del gobierno no nos convencieron en ningún momento y salimos de casa con un par de maletas y muy pocas esperanzas. Ella nunca dijo nada al respecto, salvo cuando sintió que la vida se le escapaba y habló de la maldita distancia; de la tierra extraña que iba a abrazar su cuerpo; de lo lejos que estaría de nuestra hija. Fue en esos momentos cuando entendí que tenía que hacer algo y creo que aun me oyó cuando se lo prometí.

2

El rumbo del Magenta, una vez cruzaba el estrecho de Gibraltar y se despedía de la fragata de escolta, era enfilar hacia América a toda máquina, como si quisiera alejarse de una región hostil e infecta, dejando el archipiélago de Madeira al sur hasta pasar de largo el meridiano 20, para luego girar casi en redondo en dirección a la isla de La Palma. Esta era la única que mantenía buena parte de la población civil; las demás habían sido desalojadas. Algunas, las más occidentales, por recomendación; las otras, más cercanas al continente africano, por imposición. Los habitantes de las primeras que decidieron marcharse pudieron llevarse muchos enseres y bienes personales, o dejarlos con la seguridad, al menos, de que sus casas cerradas a cal y canto serían respetadas al mantenerse fuerzas policiales y ejército en las poblaciones. Aun así, cierto número de personas de las zonas rurales habían permanecido en las islas. Los que vivíamos en las más orientales recibimos la orden de abandonar el lugar. Aquellos que nos negamos fuimos obligados, por nuestro bien, dijeron, y no se nos permitía ir a las otras islas por el riesgo que suponía la aglomeración de gente, los desordenes que eso pudiera acarrear, y con la dificultad añadida de la falta de abastecimiento que se preveía. Tuvimos que ir a la Península. Cuesta imaginar, incluso para los que lo presenciamos, el exilio de más de un millón de habitantes de una tierra que no estaba en conflicto, o quizás siempre lo estuvo. Si bien es cierto que poco tuvo que hacer el gobierno para convencer a la mayoría de la población cuando empezaron a escasear los suministros. Dejaron de enviarlos. Así de simple. Y cuando se deja de enviar alimentos, combustible y pertrechos necesarios a una región que depende en más del noventa por ciento del abasto externo, la gente se tiene que ir. Al menos la gran mayoría, los más urbanitas, los que no tenían un pedazo de tierra con dos frutales, o incluso algún animal, con lo que poder ir tirando. Y se deja de enviar alimentos y bienes a una región cuando se la declara zona inhabitable, inservible para la vida humana, zona acechada por la muerte invisible. Si antaño eso eran las plagas o las catástrofes naturales, hoy solo podemos hablar de nuestra codicia, de odio al semejante, de depredación. De nada sirvieron los discursos que argumentaban que la cosa no iba con nosotros, que fuimos víctimas indirectas; «colaterales» dijeron con énfasis, usando terminología que propicia la impunidad; como si así las heridas fueran menos dolorosas, o si el desgarro por tener que abandonar tu casa, tu ciudad y tu vida fuera más llevadero, como si cupiera en la maleta junto a las cuatro cosas que tuvimos tiempo de elegir. «Un bulto mediano por persona», dejaron claro durante días en todos los noticieros y por los megáfonos instalados en los vehículos militares que recorrían todas y cada una de las ciudades y pueblos. Y aquellos que se arriesgaron a llevar algo más sufrieron encima la ignominia de ver cómo sus recuerdos, sus tesoros sentimentales, los trozos de sus vidas que, después de un triaje desgarrador, intentaron llevarse consigo, acababan en camiones con destino a vaya usted a saber dónde; quizás el vertedero, quizás una nave olvidada en algún rincón del puerto, mientras ellos fueron instados a subir al barco que les correspondía.

Qué habrá sido de todos mis paisanos, de los vecinos, de todas aquellas personas a las que apenas dirigía una mirada, que ni tan siquiera saludaba aunque las viera con frecuencia, pero que siempre estaban ahí, formando parte del decorado de mi vida cotidiana y en las que solo he reparado cuando sé que ese decorado ya no volverá, porque alguien, con poder infinito sobre la vida y la muerte de los demás, decidió trasladarlo de sitio como si de una macabra compañía de feriantes se tratara, y con un bulto mediano por persona como único ajuar.

Luisa y yo elegimos Cataluña. Barcelona, concretamente. La conocíamos. Guardábamos buenos recuerdos de algunos años atrás, la universidad, años de juventud y proyectos; era una forma de recuperar algo del pasado en donde poder anclarnos de nuevo para no caer en la desesperación de la nada. Nosotros teníamos eso. Nos lo habían quitado todo, pero algo conservábamos, porque cuando te arrebatan todo te queda la memoria. Los demás paisanos se dispersaron por toda la geografía española, o más lejos incluso. Ignoro si se hicieron el mismo planteamiento de empezar de nuevo a partir de algunas vivencias lejanas, o si fueron a donde creyeron que les iría mejor por otros motivos. Nosotros volvíamos de nuevo a la gran ciudad forzados por las circunstancias, a la cosmópolis europea donde vivimos unos años enriquecedores mientras duraron, pero que con el tiempo se nos había vuelto agobiante por sus prisas y aglomeraciones. Fue cuando decidimos retornar a la entonces pequeña urbe de Las Palmas de Gran Canaria, en la que habíamos nacido, la de nuestras correrías infantiles, donde habíamos crecido y un día nos conocimos. Tal y como nos había pasado a nosotros, aquella ciudad también había crecido, y se llenó poco a poco de coches, bullicio y malos olores. Fue ahí, en ese momento, y con el paso inexorable del tiempo, cuando se hizo imperiosa la búsqueda de un ambiente más tranquilo. Después de unos años optamos por refugiarnos en la villa de Agüimes, tranquila y residencial, con notable aire de pueblo, a unos treinta kilómetros, esperando encontrar el sosiego que ya empezábamos a necesitar. Y cuando creíamos que habíamos alcanzado esa paz, los últimos acontecimientos nos habían devuelto a la vorágine de la metrópolis. Pudimos elegir una población más pequeña, más parecida a la que dejábamos atrás, pudimos ir a otra región, pero de entrada nos aferramos a lo conocido, y donde sabíamos que las miradas de los que nos rodeaban no escrutarían nuestra desgracia. Barcelona, como todas las grandes ciudades, es un lugar en donde no eres nadie, y a nadie interesas, si no dices nada. En algunas circunstancias ese es un estado de gracia.

Supimos de nuestros amigos por la red. Al menos pudimos hacernos una especie de mapa mental ubicando los lazos afectivos. Allá donde se establecieron rápidamente lanzaron la baliza por el ordenador para localizar a familiares y amigos, contar sus experiencias, desahogarse, maldecir y llorar. Y todos lloramos, por la separación, por lo que no pudimos traer en el exiguo equipaje que nos permitieron: «un bulto mediano por persona», por nuestras casas, nuestras mascotas. Y así fuimos viviendo las primeras semanas, los primeros meses, y los cinco años que han pasado desde aquellos días de locura.

En la cubierta del Magenta, con la brisa atlántica, fresca y olorosa como no hay otra acariciándome la cara, me preguntaba una y otra vez por qué regresaba si ya nada sería como antes. Aunque encontrara mi casa intacta, mi barrio, la isla que tan bien conocía… Si todo estuviera en su sitio no sería más que un espejismo pues, en realidad, nada estaría en su sitio. Faltaría la gente, faltaría la vida cotidiana, faltaría todo. Siempre tuve la sensación de que las islas eran lugares pequeños, limitados por la propia naturaleza, y que nosotros éramos muchos, y cada vez más, que llegaría el día en que ya no cabríamos; pero eran pensamientos que me duraban poco y se diluían entre el amanecer y la noche. Después del desalojo algunas islas quedaron vacías, no como antes de la colonización, sino vacías, con miles de casas, negocios, edificios… todos vacíos; carreteras y autopistas sin coches; los aeropuertos sin uso, la navegación prohibida, y todas esas barbaridades que nos han repetido los últimos años en las noticias. A ese lugar se me ocurrió regresar. En realidad no era un regreso ya que la idea de verme allí se me antojaba como una expedición a tierras ignotas, incluso peligrosas, pero me lo había prometido a mí mismo, por Luisa, por nuestra pequeña Ruth, por la sensación de incapacidad para seguir adelante que se había incrustado en mi pecho.

3

Quién lo iba a pensar. Supongo que esa pregunta queda reservada para nosotros, los ciudadanos de a pie, los votantes de toda esa pléyade de rostros sonrientes que cuelgan de las farolas. Los que nos creemos toda la sarta de mentiras que repiten en los períodos electorales omitiendo arteramente que lo único que ansían es el puro poder. Los que confiamos a otros nuestra seguridad, que no es otra cosa que nuestras vidas y las de aquellos que nos importan. Quién se paró a pensar alguna vez que esa encomienda siempre trae consigo unas consecuencias, un precio, y el pago es siempre algo parecido a esto que estamos viviendo.

No sabré nunca qué harían en estos casos aquellos que tenían la obligación de velar por la seguridad de los ciudadanos: el político que da su autorización, el empresario que aporta los fondos necesarios para financiarlo, el técnico que presenta planos y cálculos, los operarios que manejan todo eso. Cuando todo se conjuga para que se llegue a instalar una central nuclear a pocos kilómetros de distancia, como una espada de Damocles sobre los habitantes de Canarias, y que nadie se sonroje por ello.

Después de las experiencias de Chernovil y Fukushima, después de que en nuestro país se decretara la moratoria sobre las centrales nucleares por los riesgos que comportan esas instalaciones, por la dificultad para almacenar los residuos, por el deterioro del entorno, por todas esas cosas que nos cacarean desde los medios… Después de tantos años de concienciación sobre sus inconvenientes y peligros, las construimos en otro país sin pensar en esas mismas consecuencias. Lo que importa es construirla, sin considerar ni por asomo todos los argumentos que impulsaron la moratoria en nuestra geografía. Sin pensar en los habitantes de ese otro lugar y, en nuestro caso, sin haber pensado en una región limítrofe, con ciertas características geológicas y una densa población residente, que además pertenece al país que ha aprobado la moratoria contra las centrales nucleares, al país que lleva años debatiendo los riesgos, sopesando las consecuencias de lo que ocurrió en Ucrania y Japón, llegando a la conclusión de que no merece la pena tanta angustia cerca de tu casa. Pues a esa región hermana, o hermanastra diría yo, le plantas una bomba de relojería a pocos kilómetros. «¿Conque no la querías? —parece que puedo oírlos—. Pues ahí la tienes. En un sitio en donde nadie se atreve a protestar porque lo desaparecen, donde nadie lo puede impedir, ni pueden impedir que yo y los míos saquemos tajada».

A quién se le ocurrió. Una central nuclear en una zona que, políticamente hablando, estaba en plena ebullición. ¿Ningún sesudo intuyó que pudiera traer consigo tanta tragedia? ¿Ningún iluminado vislumbró siquiera que se convertiría rápidamente en un objetivo militar o del terrorismo?

Supongo que estas cosas se ven siempre a toro pasado, pero esa licencia me la puedo permitir yo, que no soy nadie y encima proclive a que me echen de mi casa con lo puesto; pero un gobernante debería hacer gala de cierta clarividencia si quiere responsabilizarse de la vida de sus ciudadanos, si no, tiene que dedicarse a otra cosa porque es un peligro público.

El paso de España por el continente africano como país colonizador fue la deshonra de toda nuestra clase política desde que recuperamos la democracia, y eso fue lo que encendió la mecha del polvorín que dejamos atrás.

Cuando uno lo ha perdido todo, como fue mi caso, empieza a preguntarse por qué ocurren las cosas. Y cinco años después ve que una serie de decisiones políticas en las cuales no solo no ha tenido nada que ver, sino que además estaba cabalmente en contra, han ido acumulando una inmensa tensión a pocos kilómetros de distancia.

Me agradó comprobar que el capitán de la guarnición destacada en Las Palmas compartía la misma opinión que yo. Quizás estuviera haciendo el paripé con el loco que había llegado de la Península para adentrarse en terreno declarado inhóspito, pero dejaba entrever cierta amargura en sus palabras cuando hablaba del asunto, y eso me bastaba para creer en su buena fe. Tres días de espera para que le confirmaran por radio los pormenores de mi salvoconducto dieron para muchas conversaciones en el espacio limitado de un cuartel, aunque hay que reconocer que la base naval tenía unas instalaciones amplias y confortables. No en vano, en los años de crecimiento urbanístico y social de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, el ayuntamiento siempre las quiso y los militares se resistieron a cederlas.

El contingente de soldados que ahora estaba allí acuartelado disfrutaba de bastante tiempo libre. Aparte de los pertinentes turnos de guardia y otros servicios menores, las patrullas exteriores y la estiba y desestiba del barco de La Palma cuando llegaba, el resto del tiempo lo mataban haciendo deporte o paseando en la colindante playa de las Alcaravaneras. La playa de mi infancia, de mis primeros castillos de arena, de las «guirreas» de bolas, con aquella arena fina y pegajosa. Pude contarles a los soldados que quisieron escucharme que en aquellas aguas de la bahía de la Luz en otro tiempo abundaban los centollos y que, en mi juventud, con gafas, tubo y aletas, los chicos del barrio los sacábamos a docenas; les hablé de los buques que habían embarrancado en la orilla después de romper sus amarras en noches de temporal: el Dumbo, el Kalipateira…, les hablé de la roca de las dos hermanas… Les hablé hasta percibir en sus miradas la condescendencia que se les brinda a los locos charlatanes, así que opté por dejar que todos los recuerdos rebotaran en las paredes interiores de mi cabeza y no dejarlos salir. A ellos nada les unía a aquel lugar. Estaban de misión, como los que en su día fueron a Kosovo, Bosnia o Afganistán. Todo lo demás sonaba a monserga. Sin embargo a mí cualquier cosa me desataba una oleada de imágenes pretéritas y un afán desmesurado a verlas de nuevo, esperando en lo profundo de mi corazón que me devolvieran mi vida, mi pasado, mi historia.

Desde la base, que con la expansión de la ciudad en la primera mitad del siglo xx se había quedado en el centro de la misma por tener acceso directo a la bahía de la Luz, se podían observar algunos de los edificios de los alrededores, la antaño populosa avenida de Mesa y López, los centros comerciales de la zona… Había vivido toda mi infancia y juventud muy cerca de allí; de adulto había recorrido sus calles cientos de veces; cada rincón, cada palmera, cada desperfecto en el pavimento, en alguna esquina… estaba inventariado en los recovecos de mi cerebro en forma de imágenes que aparecen y desaparecen cuando nos encontramos nuevamente con ellas. Las modificamos según la nueva información, el nuevo aspecto… y creemos que la olvidamos hasta que la vemos de nuevo por casualidad o buscada a posta. En aquellos momentos, en el cuartel, una necesidad casi obsesiva me impulsaba a querer acercarme a todo lo que se agolpaba en mi pensamiento para comprobar que seguía allí y nutrirme de los recuerdos que ello me avivara. Algo despiadado me oprimía el pecho impidiéndome respirar. Llegué a sentirme tan mal en algún momento que el capitán lo interpretó como síntomas de mi enfermedad y no sabía muy bien si compadecerme o tratarme de loco por elegir pasar los últimos meses de vida en aquellos parajes.

La documentación que obraba en su poder, y que había circulado por los diferentes estamentos previos, incluía un informe médico que determinaba, jerga médica aparte, que padecía un cáncer pancreático inoperable, y en el que de forma explícita, porque yo así lo había pedido, se me pronosticaba una expectativa de vida de pocos meses. Esa había sido la baza más importante a la hora de concederme el permiso absolutamente extraordinario y bajo cuerda para morir en casa. Se me concedía la última voluntad de volver a mi tierra a morir, ya que después del fallecimiento de Luisa no quedaba nadie más de la familia a quien poder acudir. No sé qué pensarán algún día todos los que tuvieron algo que ver con la concesión de ese permiso cuando se enteren de que dicho informe era falso, así como el diagnóstico de tal enfermedad. Al menos en aquel momento. Si fuera supersticioso habría tocado madera al decir estas palabras, pero a estas alturas todas esas majaderías me importaban poco. Pensarían, tal vez, que me habían mandado a la muerte, o que de alguna manera me había suicidado mediante la añagaza de fingir mi enfermedad para adentrarme en una zona peligrosa.

Quizás sientan que alguien les ha tomado el pelo, pero seguramente se confortarían pensando en que menuda estupidez estaba siendo mí situación. Si me pusiera en el lugar de ellos quizás también pensara igual. Dudo que ellos hagan el más mínimo esfuerzo en tratar de entender lo que puede significar para mí estar en casa, cerca de mi hija, de mis cosas, de mis recuerdos.

4

Al capitán le agradaba conversar con alguien que no estuviera influido por la disciplina militar, además, aunque nunca me dijo nada al respecto, estoy seguro de que en aquellos momentos estaba intrigado con mi situación. En todo caso, yo era alguien diferente con quien poder tener un rato de charla, ya que el tiempo que pasaba allí con sus hombres hacía que las caras y los temas de charla se volvieran recurrentes y tediosos. La tropa estaba sometida a relevos obligatorios cada seis meses, venían soldados de refresco y se iban los ya conocidos, pero la jerarquía le dificultaba el acercamiento a sus hombres, principalmente porque estaban en situación de alerta máxima por considerarse la región zona de guerra. Los mandos tenían la opción de alargar la estancia para acumular méritos, y, salvo algún caso, todos estaban por la labor de conseguir lo máximo.

El capitán intentaba ser agradable en las charlas que me dispensaba en las sobremesas de las tres comidas reglamentarias. A mí se me alargaba demasiado aquella convivencia, pero intentaba corresponder. Compartíamos mesa además con dos tenientes, unos de ellos médico, y los tres sargentos que formaban su equipo de mando más directo, quienes mantuvieron en todo momento una elegante aunque extraña discreción hacia mí; platicaban de los asuntos del día durante la comida y aprovechaban esos momentos para darse las órdenes oportunas que trasmitirían a la tropa al terminar de comer. Después, cada uno se iba a lo suyo y el capitán me invitaba a un café en su despacho. Llevaba poco más de un año en aquel destino y se jactaba de que su antecesor había pedido el relevo al poco de llegar por no soportar tanto aislamiento. Él, sin embargo, lo estaba llevando bastante bien, aunque con esporádicas y breves estancias en Santa Cruz de La Palma, «para comer en algún restaurante y hablar con alguna chica» —decía—. Se había impuesto una rutina que le satisfacía y, como todos en el ejército, se limitaba a esperar el fin de su periodo de destino para volver a la Península y recibir el ascenso a comandante. Lectura, gimnasio y supervisar a sus subordinados, que se encargaban de que todo funcionara a la perfección dentro de las limitaciones a las que estaban sometidos, era su trabajo; algunas veces acompañaba a las patrullas que recorrían parte de la geografía de la isla, para tener una visión de primera mano del territorio a su mando, y poco más. Después, al final del día, redactaba el parte que se enviaba al mando superior en La Palma, y toque de silencio hasta el día siguiente.

Le habían gustado las narraciones de mis gestas de adolescente en las aguas de la bahía capturando centollos. Se había propuesto ponerlas en práctica algún día, y bromeaba alardeando de que así mejoraría la dieta del cuartel. Hacía gala de cierto discurso chulesco presumiendo de sus logros en escalada, paracaidismo de altura, inmersiones… Tantas cosas que a uno le daba igual creérselas como ponerlas en duda. Cuando le pregunté si echaba de menos su tierra, su familia, me contestó muy profesionalmente argumentando que quien elige la carrera militar tiene que estar mentalizado para este tipo de situaciones, y que, por tanto, debe ser capaz de controlar los accesos de sentimentalismo: «Los recuerdos se llevan en el petate, allá a donde te envíen, por tanto tienen que ser pocos, pequeños y estar bien empaquetados».

Me confesó, empero, que había aceptado esta misión con ánimo de olvidarse de todo después de un divorcio áspero. No habían tenido hijos y se había afianzado más a su carrera, lo que intuí, aunque nunca lo mencionara, pudo haber sido el motivo original de la ruptura. Quien elige la vía militar como profesión debe estar dispuesto a hacer ese ejercicio de templanza, es cierto, como también lo es que quien se casa con un militar, sin serlo a su vez, debe estar dispuesto a renunciar a una vida normal, posiblemente también a un trabajo estable, a largas ausencias, sin mencionar el inherente riesgo que supone la carrera de armas.

Ahora estaba al mando de un destacamento en una región que, si en otro tiempo fue destino turístico habitual y primera elección para la luna de miel de muchos españoles, ahora se había convertido en un área de alto riesgo por contaminación radiactiva después de un fatídico atentado en la central nuclear de Sidi Ifni. Desde entonces, cuando el siroco enfilaba hacia el Atlántico cubriendo la atmósfera del archipiélago de la incómoda pero familiar calima lo hacía arrastrando partículas de cesio 137, alcanzando niveles altamente peligrosos, según decían los medios, en Lanzarote y en Fuerteventura. Cuando le pregunté sobre la situación en Gran Canaria intentó darme cifras elevadas, supongo que en un intento proteccionista para que desistiera de quedarme y decidiese volver a la seguridad de la Península, en vez de dejarme a mi suerte por aquí; pero yo conocía bien la geografía de mi tierra, y si el cesio radiactivo hubiera llegado a esta isla no tenía mucho sentido que aquel destacamento de soldados estuviera allí tan campante, patrullando en algunas zonas sin protección y en la costa más oriental de la isla y, por tanto, la más proclive a recibir primero los vientos africanos. Fue entonces cuando en un exceso de confianza me dijo que solo se había detectado algo de radiación en algunas zonas de Lanzarote y La Graciosa, no así en la cercana Fuerteventura y nada en la que estábamos, pero que se consideró prudente decretar la evacuación ante el riesgo real de una expansión de la contaminación.

No me quedó muy claro si fue un exceso de confianza o la sinceridad que se le tiene a alguien de quien se sabe que no lo volverás a ver. En mi caso él suponía que moriría pronto, que cuando abandonara aquella base y me dirigiera a mi casa me llevaría conmigo esa información y no podría trasmitirla a mis vecinos y paisanos, para que supieran que la situación que estaban viviendo ahora en el destierro se basaba en un por si acaso, en aquello del más vale prevenir…; y que los cinco años en otra tierra, con muchas familias en barracas prefabricadas o en pisos de bajo alquiler pendientes siempre de las lentas gestiones del gobierno, con el único derecho de haberte traído a cuestas un bulto mediano de tu vida, había sido una decisión tomada en un despacho de Madrid en un exceso de celo. Según decían los informativos, el cesio radiactivo tardaría treinta años en desaparecer. Me preguntaba si alguien tendría arrestos para organizar el retorno entonces. Si realmente iban a esperar esos treinta años teniendo en cuenta que la radiación detectada solo afectaba a un par de islas. Me preguntaba si España, que había colaborado con la construcción de la central nuclear que nos ha fastidiado la vida a todos, estaría colaborando con la limpieza de los restos de la central, o se habría lavado las manos y se limitaba a esperar esos treinta años. Por lo pronto Luisa ya no podría volver hiciera lo que hiciese el gobierno y mi generación estaría vieja y diezmada.

Tampoco veía yo muy claro que aquel capitán tuviese que tener tantas prerrogativas con mi vida. Ya me habían zarandeado bastante hasta ese momento como para concederle algo más allá que abrirme el portalón de la base y dejarme marchar. Estaba claro que era un simple mandado, pero cuando se es el único representante de la ley y el orden en toda la isla algo de prepotencia anida entre las cejas del más pintado.

Hubo un momento en que consiguió preocuparme. Recuerdo sus palabras porque me hicieron dudar de mis intenciones de volver a casa.

—¿Sabe lo que se puede encontrar ahí fuera? —me espetó una tarde en los jardines de la base—. Usted cree que esta tierra y esta ciudad, incluso la villa a la que usted quiere dirigirse, son como antes. Piense que no contará con servicios médicos, no hay electricidad, no hay supermercados ni gasolineras, y el género que quedó en los establecimientos y almacenes está bajo la ley marcial… No sé cuanto tiempo le queda de vida y créame que siento su situación, pero fuera de estas paredes está usted en peligro. No podrá dedicarse a pasear tranquilamente mientras espera su fin, y nosotros no podremos ocuparnos de usted ya que seguimos un programa rígido de patrullas. Lo más cerca que tendrá a mis hombres será el pelotón que custodia la torre de control del aeropuerto, el resto permanece aquí, acuartelado todo el tiempo que no está de misión. Ya lo ha visto usted.

Según me contó —en aquel momento recuerdo que pensé que podría ser una bravata más para intimidarme—, durante la evacuación de la población, a falta de vehículos para transportarlos, condujeron a los presos de la prisión caminando desde el recinto hasta el puerto en filas escoltadas para ser embarcados. Treinta kilómetros a pie. Muchos de ellos se escaparon por el camino y, en aquel entonces, nadie hizo nada por capturarlos. Huyeron hacia el interior de la isla ocupando algunas viviendas de los pueblos más alejados y resistiendo con lo que conseguían saquear. Después, con el tiempo, unos pocos se habían entregado y otros fueron capturados por las patrullas y enviados a La Palma.

—No hemos visto a nadie en la localidad adonde se dirige usted —me dijo en aquel entonces—, lo cual hace pensar que los que quedaron se han instalado más bien en el centro y oeste de la isla, lo más lejos posible de nosotros y del riesgo de contaminación. Tenemos información de la clase de sujetos que son y quiero que sepa que la mayoría son peligrosos. Mis hombres tienen órdenes de no andarse con miramientos, así que si se cruza con una de mis patrullas no oponga resistencia y lleve siempre un pañuelo rojo en el cuello. Servirá para identificarlo en la distancia.

—¿Y si me encuentro con alguno de los fugados? —dije con cierta amargura irónica.

—En ese caso vuelva a preguntarse por qué está usted aquí.

Porque quiero ir a mi casa de donde ustedes me arrancaron, malditos. Recuerdo cómo retumbaron en mi cabeza aquellas palabras para no proferirlas en la cara de aquel pequeño e insignificante dios omnipotente. Los sentimientos se confundían en mi interior. Había regresado a mi tierra superando mil obstáculos burocráticos, faltaba poco para encontrarme nuevamente entre las paredes de mi casa, cerca de mi pequeña Ruth, y me sorprendían algunos accesos de odio hacia quien tenía delante, aunque en nada era responsable de mi situación. Es más, me advertía de lo que pudiera encontrarme. Me esforcé en sosegarme para poder prestar atención a sus recomendaciones.

Explicó también que durante los días previos al desalojo de la isla se había recomendado a la población que llevase a sus mascotas a los dispensarios de veterinaria para que fueran sacrificadas, ya que era absolutamente imposible llevarlas consigo; pero que la inmensa mayoría de la población había optado por abandonarlas. Eso lo recordaba yo muy bien porque nosotros dejamos en libertad a nuestro viejo y castrado gato. El problema eran los perros; perros de caza, de guarda, perros grandes que deambulaban por las calles y los campos, al principio confundidos y errantes, después famélicos y desmandados, que se fueron agrupando en manadas asilvestradas que devoraban a los más pequeños y que, atosigados por el hambre y la sed, se lanzaron al monte a por el ganado, que también había sido liberado ante la imposibilidad de transportarlo. Esas jaurías aun estaban por ahí, y aunque sus soldados abrían fuego contra ellas cuando las encontraban, se habían vuelto esquivas y audaces como sus antepasados. El capitán me advirtió que no pensara en términos de animales domésticos, ya que se habían convertido en auténticos licaones que merodeaban por toda la isla.

5

Las palabras del capitán me habían dejado atónito. Supongo que era lo que él esperaba, y se alejó para continuar con sus obligaciones vespertinas, mientras yo me quedaba con la mirada perdida en la ahora inmóvil bahía de la Luz. Imagino que en el fondo deseaba que yo le manifestara en algún momento mi determinación a dar media vuelta, tomar el barco nuevamente para La Palma y, de allí, regresar a la Península. Yo mismo le atribuía esos pensamientos y me sentía ofendido por ellos, lo cual acrecentaba mi confusión y mis ganas de salir de allí de una vez. Tenía claro, y suponía que él también, con lo cual seguía proyectando mis inquietudes, que desde que yo saliera de las instalaciones dejaría de ser una preocupación para nadie; pero supongo que lo que en realidad pasaba es que él daba por hecho que tendría una preocupación más entre sus obligaciones. Sabía que mucha gente, y de rango, estaba al corriente de mi presencia allí. No había arribado en una patera, ni por haberme equivocado de dirección, ni era un militar como él que viniera en alguna misión a aquella tierra ahora inhóspita a su custodia; era un civil que volvía a esa misma tierra con una autorización del delegado del gobierno en Cataluña y corroborado por el de Canarias, con un visado y varios documentos firmados y sellados por una cohorte de funcionarios y jefes militares; que venía solo, sin ninguna misión especial ni estudio o comprobaciones que hacer. Nadie más, de los cientos de miles que habían sido obligados a partir, tuvo en aquellos años ese privilegio.

El capitán debió hacer un gran esfuerzo para no caer en preguntas que consideraba confidenciales y mantuvo su postura marcial todo el tiempo. Supuse que se sentía mejor dándome a entender con su silencio que yo estaba loco en vez de dudar sobre mi caso.

Por otro lado, me agradó también comprobar que, cavilaciones personales aparte, coincidíamos en que aquella situación en la que estaba sumido el archipiélago canario se había ido gestando, lenta pero inexorablemente, en el norte de África, en la mayoría de los países islámicos, y que había bastado para que ocurrieran aquellos hechos como una reacción en cadena imparable. En lo único que no coincidíamos, y más bien por las travesuras de la memoria, era en el orden en que acontecieron, aunque ambos aceptábamos su relevancia en el resultado final.

Me dijo que su padre, militar también, había estado destinado con las tropas destacadas en el Sáhara Occidental cuando la entrega de los territorios a Marruecos. Obviar en aquellos trascendentales momentos la opción de un proceso de independencia, mostrando desprecio hacia un pueblo con el que se había convivido durante un siglo, quizás fue el principio de todo. Ya de niño le había oído decir que aquello traería graves consecuencias en el futuro, y desde ahí partía el joven capitán para justificar lo que ahora vivíamos en el archipiélago. Los años de represión alauita sobre la población saharaui, y sobre la comunidad bereber en su propio territorio, el brutal desmantelamiento del campamento de la dignidad Gdeim Izik cerca de El Aaiún, la inmolación del joven Mohamed Bouazizi y las revueltas posteriores en Túnez, las protestas en la plaza de Tahrir, en El Cairo, levantamientos y manifestaciones en Libia, Siria y Yemen, la sublevación de los saharauis, el bombardeo de los campamentos de Tinduf por parte de Marruecos en un error garrafal de la diplomacia francesa, la posterior declaración de guerra de Argelia a Marruecos… toda una reacción en cadena que se autoalimentaba en los sentimientos enfrentados de los diferentes grupos étnicos, las diferentes culturas, las distintas concepciones de la libertad.

Cuando se generalizaron los disturbios en la cercana región del Magreb, y las escaramuzas de grupos armados dieron paso a la guerra abierta y al renacer de la conciencia tribal, los objetivos principales fueron las fuentes de energía. Eso lo sabíamos todos. No solo los ciudadanos de a pie y los políticos locales, también los nacionales, los diplomáticos. Una central nuclear era algo impensable en esa región; sin embargo, la necesidad de un rey caduco de dar golpes de efecto que mantuvieran la admiración de sus siervos, junto a la falta de escrúpulos de algunos países y empresarios a la hora de ceder tecnología a países menos desarrollados a cambio de bienes y subordinación, trajeron consigo la construcción de un monstruo levantado con tecnología rusa e inversiones españolas. El primer proyecto la situaba entre Safi y Essaouira, pero pronto se desechó por la cercanía a Marrakech. Entonces la establecieron más al sur, entre Agadir y Sidi Ifni, con lo cual quedaba a pocos kilómetros de Canarias. La idea era, por lo visto, garantizar el suministro de energía a todo el sur de Marruecos y a la futura industrialización de los territorios ocupados del Sáhara Occidental. Esa era la idea, lo que quedó al final fue la desgracia para muchos.