Armas para la rabia - Marie-Pier Lafontaine - E-Book

Armas para la rabia E-Book

Marie-Pier Lafontaine

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Beschreibung

Imagino este ensayo como un combate. Quisiera escribir un ensayo-enojo, un ensayo-rabia. Que fuera recibido como una avalancha de golpes. Entre una frase y otra, habrá que visualizar energía desplegándose. Habrá que ver los músculos de mis muslos contrayéndose, mi centro de gravedad descendiendo y mis puños en posición de guardia. Habrá que entender por qué me esfuerzo por mantener mis hombros relajados y mis reflejos alertas, imaginar con precisión un codo que baja levemente, unas caderas que giran. Vean esa rotación, vean cómo esos huesos siguen el ímpetu del brazo y lo propulsan hacia su blanco. Entre cada palabra de cada una de las frases que componen este texto habrá que oír el ruido de un cuerpo pegándole a otro cuerpo. El martilleo de mi ira acaso no baste para que reviente la historia de mi familia. Entonces, será mejor guardar en la mente la imagen de unas vendas negras alrededor de mis articulaciones, que atenúan el filo, impiden que la piel se resquebraje, me protegen de una fractura en la muñeca. Que me permiten, sobre todo, embestir más fuerte.

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Acerca de Marie-Pier Lafontaine

Marie-Pier Lafontaine nació en 1988 y vive en Montreal. En 2020, su primer libro, >Chienne, fue finalista en Canadá de los Premios literarios Gouverneur général y CALQ (Consejo de las artes y las letras de Quebec). En Francia, ganó el premio Sade 2020. Armas para la rabia y Perra son sus primeras traducciones al castellano.

Página de legales

Lafontaine, Marie-PierArmas para la rabia / Marie-Pier Lafontaine. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: EGodot Argentina, 2023. Libro digital, EPUBArchivo Digital: descarga y online Traducción de: Agustina Blanco.

ISBN 978-987-8928-36-4

1. Literatura Canadiense. 2. Literatura Feminista. I. Blanco, Agustina, trad. II. Título.

CDD C820

ISBN edición impresa: 978- 987-8928-36-4

© Héliotrope, 2022

This edition is published by arrangement with Éditions Héliotrope in conjunction with its duly appointed agents Books And More Agency #BAM, Paris, France and The Ella Sher Agency, Barcelona, Spain. All rights reserved.

Título originalArmer la rageTraducción Agustina BlancoCorrección Loreana VargasDiseño de tapa e interiores Víctor MalumiánIlustración de Marie-Pier Lafontaine Max Amici

© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, noviembre de 2023.

Armas para la rabia.Por una literatura de combate

Marie-Pier Lafontaine

TraducciónAgustina Blanco

Índice

La agresión de más

Una literatura de combate

El perfil genético de la vergüenza

El derecho a la escritura

Algunos mitos sobre la escritura del trauma. A erradicar. De una buena vez por todas.

Agradecimientos

Algunas lecturas

Hitos

Tapa

Página de copyright

Página de título

Índice de contenido

Contenido inicial

Primer capítulo

Agradecimientos

Colofón

Notas al pie

Lista de páginas

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IMAGINO ESTE ENSAYO COMO un combate. Quisiera escribir un ensayo-enojo, un ensayo-rabia. Que fuera recibido como una avalancha de golpes. Entre una frase y otra, habrá que visualizar energía desplegándose. Habrá que ver los músculos de mis muslos contrayéndose, mi centro de gravedad descendiendo y mis puños en posición de guardia. Habrá que entender por qué me esfuerzo por mantener mis hombros relajados y mis reflejos alertas, imaginar con precisión un codo que baja levemente, unas caderas que giran. Vean esa rotación, vean cómo esos huesos siguen el ímpetu del brazo y lo propulsan hacia su blanco. Entre cada palabra de cada una de las frases que componen este texto habrá que oír el ruido de un cuerpo pegándole a otro cuerpo. El martilleo de mi ira acaso no baste para que reviente la historia de mi familia. Entonces, será mejor guardar en la mente la imagen de unas vendas negras alrededor de mis articulaciones, que atenúan el filo, impiden que la piel se resquebraje, me protegen de una fractura en la muñeca. Que me permiten, sobre todo, embestir más fuerte.

La agresión de más

UNO DE LOS CONSEJOS que más me sacaba de quicio después de que un hombre me agarró el culo en el andén de una estación de subte en Montreal era que no tomara más el transporte público. Nunca más. El noviecito de aquel entonces, que se había negado a acompañarme a la comisaría (hay que entenderlo, se hubiera perdido su partido de vóley), me lo repetía sin mosquearse. Las colegas y amigas venían todas con sus recomendaciones: ir a la universidad en auto, comprar pimienta de Cayena, sujetar las llaves entre los dedos mientras estaba en viaje de un lado a otro, andar con una navaja en la mochila. Esas “soluciones” que intentaban ensartarme por la garganta se resumían a huir o portar un arma. Además de sobreentender que un próximo ataque era inevitable, dejaban al descubierto la desigualdad de fuerzas: sería necesario un cuchillo o algún objeto contundente para defenderme.

Huelga decir que el agresor, que por su parte era un hombre bajito y entrado en carnes, y escondía su erección detrás de un abrigo de cuero negro, tenía como única arma un sexo empinado y unas manos muy sueltas. Quizá también una sensación de urgencia. Excitado. Dispuesto a todo para que una mirada aterrada se pose en él, para que una mujer lo crea con el poder de retirarle su dignidad o su vida. ¡Marche la humillación de otra mujer! Deambular por la cloaca de sus fantasías seguramente ya no lo satisfacía. Afirmar su perversión a plena luz del día ya no podía esperar. Había que consumar el acto. Y fue él quien, al despertar el miedo hundido en mis entrañas, volvió a abrir el baúl de mis traumas de infancia. Un desconocido. Que no debía tener más de treinta años. Lo imaginé viviendo en el húmedo subsuelo de la casa de sus padres. Entre sombras y bichos. Estaba convencida de que se haría una paja pensando en su pelvis contra la mía, en su febrilidad cuando los dedos suyos se habían apartado de mis glúteos para desplazarse hasta mi entrepierna. Aquel ser iba a reactivar en mí un sentimiento de impotencia fundador y reprimido desde hacía años. Iba a cometer no la primera agresión, sino la agresión de más. Aquella que haría reventar los mecanismos de salvaguarda que me protegían de la realidad de la infancia. Porque de golpe la barba de ese hombre y la de mi padre se superpusieron. La conmoción fue radical. Y tal fractura en la materia misma del tiempo, por donde el sentido de mi identidad iba a desplomarse y por donde los peores recuerdos iban a resurgir, había sido provocada a puño limpio. A puño limpio. ¿Y era yo la que no debía salir de mi domicilio sin escudo ni armadura? Estaba rabiosa.

Quedé paralizada. Perdida entre el comienzo del manoseo y la comprensión de lo que estaba pasando. Podría haberme girado. Colocar las palmas de mis manos sobre su torso y empujarlo con toda la potencia de mis brazos. Podría haberle gritado que me dejara tranquila. Darle una patada, un puñetazo, un codazo. En la nariz, en el estómago, en las partes genitales. Alertar a algún guardia de seguridad. Buscar ayuda con la mirada. Arrojarle mi mochila. Insultarlo, escupirlo. Es cierto que no llevaba una navaja ni un nunchaku. Pero si hubiera sido el caso, ¿mi reacción habría sido distinta? Lo dudo. En Teoría King Kong, Virginie Despentes cuenta que tenía un cuchillo encima en el momento en que varios hombres se juntaron para violarla. La idea de sacar el arma y amenazarlos, o inclusive tajearles la cara, jamás se le pasó por la cabeza.

Antes de padecer un trauma, la realidad parece sostenernos, mantenernos en un lugar preciso dentro de la marcha del mundo. La realidad enmarca nuestra vida con balizas estancas y escrupulosamente definidas. Y mientras nos creemos en plena posesión de lo real y consideramos impermeables las fronteras entre el interior y el exterior, resulta que una persona (o varias) decide forzar la entrada de nuestro cuerpo, decide, desde lo alto de su exceso de odio, agarrarnos el sexo, dominarnos, humillarnos, destruirnos. La parte imprevisible e inesperada del acontecimiento violento franquea nuestras barreras defensivas de modo tan súbito y con una fuerza tan vivaz, tan brutal, que se torna difícil responder al peligro de manera efectiva. La imposibilidad (real o imaginaria) de huir o evitar la amenaza desorganiza el circuito autodefensivo que habitualmente, en situación de peligro, estimula al sistema nervioso simpático y provoca un brote de adrenalina. Ahora bien, durante el trauma, hay una entrada forzada: el mundo del otro cruza mi mundo interior. Sin advertencia, sin mediación ni preaviso. Tal desgarro del envoltorio psíquico causado por aquello del ataque que cae bajo la órbita de lo inaudito neutraliza nuestra capacidad para reaccionar, nos saca de nosotros mismos, nos captura. Cualquier agresión sexual —la penetración no consentida de una parte del cuerpo, pero también los manoseos, el froteurismo, el stealthing (quitarse el preservativo sin el consentimiento del otro), los actos exhibicionistas y demás— destituye al yo de sus poderes de acción y reacción. Ordena un exilio. La intrusión en une de lo extremo, de una furia misógina, ese encuentro patológico nos hurta nuestra potencia para actuar. Nos retrotrae a un estadio primitivo, a ese tiempo que precede al sí, en el cual nuestra identidad aún no estaba constituida. Los especialistas del trauma psíquico lo llaman asombro traumático. Una fuga inmóvil. Un estado de shock. Una estupefacción y la imposibilidad de sacar el cuchillo del bolsillo, de salir corriendo, de responder en el acto a un suceso amenazante.

La agresión sexual es una bomba que lanzan dentro de nuestras trayectorias personales. Su deflagración trastoca absolutamente todos nuestros puntos de referencia. Y se horadan las representaciones simbólicas mediante las cuales se filtran y conforman nuestros vínculos con el otro, con el humano. La comprensión de aquello que está ocurriendo, en el momento mismo en que está ocurriendo, se escabulle por esa brecha. ¿Porque cómo aprehender que un padre, un amigo, un desconocido, un vecino, un cuñado, una esposa, un colega, un tío, un grupo quiera colocarnos bajo su gobernanza? Nuestra manera de circular por el mundo y habitarlo se verá radicalmente transformada y viciada por esto. El instante de la confrontación sensorial, por tanto de la violación, deviene entonces en el punto de origen de una nueva realidad. Hasta ahí llega el desbarajuste resultante.

En resumidas cuentas, los estudios sobre el trauma nos enseñan que es el estupor lo que hace que nos inmovilicemos ante los dedos, la botella de cerveza o la erección del asaltante. La sobrecarga emotiva invalidaría nuestros métodos individualizados de reacción. La pérdida de control sería total. Como en el momento del episodio del subte yo aún no había leído ningún ensayo teórico sobre el trauma, el hecho de haber quedado petrificada, de no haberme defendido en el instante en que un petiso de pelo oscuro transgredía los límites de mi intimidad me pareció aterrador. Había nacido con un defecto de existencia. Durante las semanas que siguieron a la agresión, la anomalía congénita que estaba convencida de padecer extendía sus sombras sobre todas las esferas de mi vida. ¿Cómo dormir sin instinto de supervivencia? Si mi organismo sufría apnea del sueño, ninguna alarma interior me iba a despertar. ¿Cómo defenderme contra un ladrón o una intrusa sin instinto de supervivencia? Debía comprobar que la cerradura de la puerta de entrada estuviera efectivamente trabada. Varias veces por noche. ¿Cómo salir sola? ¿Cómo circular entre la masa durante un recital? ¿Pedirle a un colega que me alcance hasta algún sitio? ¿Sentirme segura en medio de una fiesta alcoholizada? ¿Confiar en el padre de mi novio? ¿Cómo iba a poder negarme a una relación sexual si estaba desprovista de cualquier reflejo de autopreservación? En mí había una extraña que deseaba mi fin, y yo debía luchar contra ella. El miedo se había vuelto una suerte de solución de compromiso entre ella y yo. Un manto que alejaba la muerte. Que me protegía de una nueva agresión. La hipervigilancia atendía igual propósito. Cuando estaba en el andén del subte, me dedicaba a calcular la distancia entre los cuerpos. Conocía la ubicación de las puertas de salida de emergencia de cada lugar que visitaba. Controlaba incesantemente que nadie me siguiera por la vereda. Me aseguraba de no dejar que un hombre estuviera demasiado cerca de mí en la fila de espera del banco, en el almacén, en el mostrador de un restaurante. El mundo se encogía. Un oscuro velo persistía en rodear mis pensamientos y obstruir la luz. El recuerdo fragmentado de aquel frío día de octubre irrumpía sin tregua, perforando la madera de los días más triviales. El influjo de la amenaza se prolongaba hasta el hueco de la vida diaria. Y esto obstaculizaba mi deseo de olvido, de hacer de cuenta que nada había sucedido.