Artículos periodísticos - José María Sánchez-Silva - E-Book

Artículos periodísticos E-Book

José María Sánchez-Silva

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José María Sánchez-Silva (Madrid, 1911-2002) fue famoso como escritor de obras destinadas al público infantil y juvenil, obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1957 y el Premio Andersen en 1968. Esta antología está formada por tres volúmenes. El primero reúne una serie de cuentos para adultos con un prólogo del propio autor y una nota introductoria escrita por el experto Emilio Pascual. En el segundo se recoge una selección de los artículos publicados a lo largo de sus cincuenta años de profesión periodística con una introducción a cargo de Enrique de Aguinaga. El tercero está dedicado a recopilar sus relatos infantiles y juveniles, incluyéndose entre ellos su famoso Marcelino pan y vino. El propio José María Sánchez-Silva realizó la selección de las obras que componen estos tres volúmenes.  

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Sánchez-Silva escribe su crónica a bordo de un tren japonés, que rueda sobre el país Nipón.

COLECCIÓN OBRA FUNDAMENTAL

José María SÁNCHEZ-SILVA

ARTÍCULOS PERIODÍSTICOS

De la selección de las obras se ha encargado el propio autor

© Fundación Banco Santander

© José María Sánchez-Silva

Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

ISBN OBRA COMPLETA: 978-84-16950-85-0

ISBN: 978-84-16950-88-1

ÍNDICE

INTRODUCCIÓNArticulación de José María Sánchez-Silva(1945-1947)Arenga a los muertosS.O.S. Salvemos nuestras almasCarta al DirectorHace falta un pobreFernández Flórez vuelve a los torosLa ciudad sin Manuel MachadoEn tono a Vázquez DíazW.S.M. y el honorVUELTA CICLISTA A ESPAÑA (1947)De Madrid a Tarragona, por MurciaEn la cual suena un pitoTriunfa un «rey morganático»Escaramuza en la CarrasquetaTambién los primeros son los últimosVista a la derechaDeportiva y tarraconenseDe Tarragona a San Sebastián, por PamplonaCésar y PompeyoTortas y pan pintadoCuando la marcha es fúnebre¡Qué bien se sube cuesta abajo!Bar en el entresueloDe San Sebastián a Gijón, por ReinosaDicen que vas a subirGigantes y cabezudosMañana será otro díaSuenan sin prisa unos zuecosDe Gijón a Madrid, por La CoruñaPrimer error belgaPrimer acierto belgaPequeñecesFrente a frenteLoa de los últimosLa meta, a quinientos metrosPérdidas y gananciasLA CRÓNICA DE VIAJE (1948)Sobre los piesAburrimientoLos pobres inglesesElogio del tráfico urbanoLos antípodasMientras silba la criadaLos ingleses y los animalesLa casa de los insectosComamos, alma, comamosDomingoEsta gloria es fea«Cassus belli»(1949-1952)Interior con naranjasMisa en familiaEl que velaPequeño canto a la Patria en un día cualquieraUna visita al maestro AfrodisioEl octavoLo que pesa un sableLa salaLa vida sigueDios en el armarioALMACÉN DE LOS CINCO SENTIDOSNacimiento y muerteEl dormitorioPrimavera con PasiónVerano, con fútbol y torosTres clases de consejos:A uno que se va a casarA uno que aprende a conducirA un viajero español, sobre lo que debe decir por el mundo«Tutti frutti»EL ARTÍCULO DE COSTUMBRES (1954)Carola habla solaEl oso NicolásLa calle nuevaLa guapa de mi calleNovios al balcónLa mujer de la VirgenSoledad y Compañía(1956-1970)La careta y la caraUn hombre como todosLa soledad sonoraEl desconocidoCarta de un niño a DiosCurso de veranoLa última puertaSobre la imagenSu ciudadLiquidación de sueñosAdiós, VenusTeoría del viaje oportunoNotas sobre la primaveraEl milagro de los ratonesNo debemos detenernos aquíUn minuto en HolandaLa hora de leer el periódicoUna sonrisa que se apagaApurar la tarde en casaSobre el fracasoLoa del SurLa piel de las palabrasRetrato de VajdaQuerida mujerUnos centímetros de soberaníaSobre el arte de «No ver a la viejecita»Los inventosAsunto públicoÚltima conversación con Ismael HerráizLa integraciónEl rechazoInfancia y ocio(1973-1995)La nueva LadyLa consentida¡Viva la gente… pero lejos!La novia asesinadaConclusión lógicaSaunas y masajesPremio al peorIsmael y la risa¿Cómo se siente usted ahora, señora Thatcher?Homenaje a una dedicatoria ejemplarLa trampa saduceaYa ves, SeñorCarta al cineCarta a mi mujerSobre esos huecosCarta a la lluviaAcerca del tabacoPemán en su sitioCarta a míReferenciasPublicaciones españolasPeriódicos extranjerosRevistas extranjerasLibros extranjeros

INTRODUCCIÓN

ARTICULACIÓN DE JOSÉ MARÍA SÁNCHEZ-SILVA

HAGO MEMORIA, INSISTO una vez, otra vez, y nada. Que no me sale un articulista mejor que José María Sánchez-Silva y García Morales (Madrid, 1911). Lo digo, por supuesto, para mi gusto, sin querer afectar a nadie y admitiendo que soy testigo interesado. Buena parte de los artículos de José María los leí antes de que se publicaran, en galeradas y en el estado de devoción personal en que, pasados tantos años, permanezco, al pie de su maestría.

Con paradas y repasos, la lectura de un artículo puede consumir cinco minutos. El resultado de lectura tan rápida tiene mucho que ver con el ánimo del lector en esos cinco minutos precisos. Y ese ánimo está impregnado por dos actitudes: la actitud previa respecto al escritor y la actitud respecto a la actualidad en que el artículo se inserta necesariamente.

Sin perjuicio del título y, por ende, de la materia, uno se dispone a leer un artículo desde la firma; uno se dispone a leer «un artículo de Sánchez-Silva», desde una predisposición. En cualquier caso, es «un artículo de Sánchez-Silva» y, sólo por eso, merece ser leído, hay que leerlo. El artículo no es una pieza exenta, sino que está articulado en un todo personal del cual emana. Venero a Sánchez-Silva por sus artículos, como se venera a los santos por sus peanas.

Pero es que, además, en mi caso, tal veneración arranca de una inmersión común en unas mismas circunstancias. No es lo mismo leer ahora «Arenga a los muertos», que haberlo leído con la tinta fresca el 29 de octubre de 19451. O leer ahora «Algo espera a la puerta de la oficina»2, que haberlo leído al día siguiente del asesinato de Gallostra. Y haberlos leído, mientras que el autor, que estaba a tu lado, podía convidarte a coñac: aquel coñac que, a los aprendices, nos sabía a licor de dioses; aquel coñac primario de la Redacción del diario Arriba, compartido por Ismael Herraiz, Rafael García Serrano, Antonio Valencia, José Antonio Pérez Torreblanca, Camilo José Cela, Eugenio Montes o Rafael Sánchez Mazas, a quienes también se llama articulistas.

En definición simple, articulista es quien escribe artículos. No es tan simple la definición de artículo, que tiene la dificultad de lo sintético. ¿Qué es el cuplé? se preguntan las cupletistas y salen por peteneras. Pues, anda, que la soleá. Como el cuplé y la soleá, el artículo, con todas sus variantes, está en gracia de síntesis y, por tanto, en gracia de brevedad. Cinco minutos, que no llegan a trescientas pulsaciones del corazón de un ciclista.

El profesor de Periodismo está obligado a decir y repetir que el artículo lo es porque se articula y se articula, naturalmente, en un conjunto. El artejo de los insectos pertenece a la familia etimológica del artículo que, desde esta consideración, también ha sido definido como fragmento. Gonzalo Fernández de la Mora lo ha explicado así en el estudio, de obligada referencia, con que Prensa Española tuvo el acierto de presentar la antología de artículos publicados en ABC (1905-1955), en sus cincuenta primeros años3.

El artículo, nuestro artículo de cada día, es, sí, un fragmento que se articula en un todo, por supuesto, periodístico. Ahora bien, en ese todo se articulan, a la vez, noticias, reportajes, entrevistas, crónicas, editoriales y tantas otras provincias del continente periodístico; noticias, reportajes, entrevistas, crónicas, editoriales y demás, que, por consiguiente, tienen tanto mérito para llamarse «artículos» como el que tiene el artículo por antonomasia.

Tal particularización del género es sinécdoque habitual dentro y fuera del marco periodístico, donde, como es notorio, el término «suceso» se ha especializado en una clase determinada de sucesos, como si suceso no fuera todo lo que sucede y pasa, no sólo por comisarías de policía o parques de bomberos, sino también por la economía, la religión, la política, el deporte, el arte, la ciencia y, en suma, por el ancho mundo.

Como sinécdoque viva, el articulista Sánchez-Silva ha practicado, al mismo tiempo o sucesivamente, todas las suertes periodísticas, desde el reporterismo a la dirección, pasando, ¿cómo no?, por los talleres, aquellos talleres de linotipias calientes, botijos ennegrecidos y botellines de leche contra el cólico saturnino. De la crónica al editorial, del deporte a la política, él ha fregado todas las escaleras del periodismo y ha sido, empujado por su calidad, periodista destilado en articulista y no al contrario, como suele suceder en algunas tarjetas de visita que yo me sé.

No es Sánchez-Silva el articulista que llega al periódico con sus tres folios mecanografiados a doble espacio, sino el periodista que, en los viejos crisoles de la imprenta, donde tanta inteligencia se ha fundido, ha sublimado su articulismo ejemplar, articulado no sólo en la imago mundi del periodismo, sino también en la visión cósmica desde la que siempre, unas veces con humor, otras veces patéticamente, se pregunta por el sentido de la vida y su misterio.

Como resulta que, al escribir sobre Sánchez-Silva, siempre acabo descubriendo que lo que se me ocurre, no sólo se le había ocurrido a él, sino que él ya lo tiene escrito y, por supuesto, mejor escrito, repetiré sus palabras: «Cada escritor no tiene sino un solo tema. No escribe nada más que una cosa, aunque, claro, la expresa de diferentes maneras. Pero siempre es lo mismo»4.

Livingstone renovado, Sánchez-Silva se pregunta ¿qué pasa por el mundo? y se responde con artículos, que en el fondo siempre son artículos de fe, artículos de primera necesidad, en medio de tanto artículo superfluo. Por eso vuelvo al principio, sigo mirando y no encuentro mejor articulista. No es mi caso el de aquel director de un periódico (lo cuenta Eugenio d'Ors) que devolvió un artículo porque no era de actualidad. El artículo se titulaba «Dios».

Artículo, además de apartado numerado de una ley, de división de diccionario, de objeto de comercio, es, por definición de mis tiempos escolares, parte de la oración gramatical que suele acompañar al sustantivo con el que concuerda en género y número. Este artículo puede ser masculino, femenino y neutro, así como determinado o indeterminado. Algo de esto se refleja en el artículo periodístico, cuyo carácter de fragmento y cuya función articuladora, se instalan en el seno de una concordancia entre lo escrito y quien lo escribe, entre quien lo escribe y quien lo lee.

Es a aquel fondo, y no a la forma, a lo que me atengo, al perfilar el artículo periodístico y a lo que se atiene Sánchez-Silva al escribirlo e inscribirlo en un todo. Otros enriquecen la idea con perfiles más profesionales, como José María Pemán5, Raúl del Pozo6, Salvador Vallina7, Pilar Narvión8, César González-Ruano9, Antonio Gala10, Jaime Campmany11, Domingo Paniagua12, Rafael Florez13, Demetrio Castro Villacañas14, Ramón Sáez15, Eusebio García Luengo16, Miguel Pérez Ferrero17, Alfonso Sánchez18, Almudena Guzmán19, Eduardo Tijeras20, José María de Areilza21, Fanny Rubio22, Fernando Fernán-Gómez23 o Fernando Lázaro Carreter24.

Deliberadamente, para delimitar el artículo, no recurro a los tratadistas de la Redacción Periodística y sus géneros. Muchos de ellos son mis colegas universitarios, sus nombres son conocidos y sus libros se repiten en los repertorios bibliográficos de las tesis doctorales. Prescindo del lucimiento que me darían sus citas profesorales.

Los tratadistas son unos beneméritos entomólogos que trabajan en el recinto de las formas, como los atletas que sólo actúan en el gimnasio. Pero yo, que he sentado cátedra de antipreceptivismo y me intereso más por la última ratio, no puedo secundarles. ¿Cómo clasificaría el tratadista un artículo de Sánchez-Silva titulado «Apostillas a posta» y compuesto de treinta y tres versículos?25.

Frente a los cuadros sinópticos del preceptivismo clasificatorio, tan característico de los gimnasios periodísticos, me quedo con nuestro paternal Diccionario, que nos consiente todos los juegos, que nos permite todo género de maniobras especulativas. Realmente, no puede ser más cómoda la ambigüedad oceánica del Diccionario, cuando define el artículo periodístico: «Cualquiera de los escritos de mayor extensión que se insertan en los periódicos u otras publicaciones análogas»26.

En el son del maestro d'Ors —«formas que pesan y formas que vuelan»—, Fernández de la Mora distingue el cronista, que cuenta, y el articulista, que dice: «¿Me lo dices o me lo cuentas?» era un timito de otro tiempo. ¡Ay del articulista que «no dice nada» al lector! Pero, para poder decir, hay que tener que decir. El que dice sin tener que decir se queda en dicharachero, especie abundante en el género de los articulistas pródigos, que escriben como quien va a la oficina, como quien va a la fábrica.

El propio Sánchez-Silva ha recordado que su padre, que también fue periodista, solía decir que «como la Pardo Bazán escribían todas las criadas españolas». No hay que aclarar el alcance del dicho; pero, de verdad, Sánchez-Silva añadía: «Ya todo el mundo escribe bien… lo que pasa es que muchos no tienen nada que decir…»27.

En sentido estricto, cuando se pondera de alguien «lo bien que escribe», se pondera más el efecto que la causa. En sentido estricto, en cuanto que la escritura es expresión del pensamiento, habría que ponderar «lo bien que piensa». Habría, sí, que volver respetuosamente a los pupitres escolares con sus definiciones primarias: «Redactar es poner por escrito pensamientos acordados previamente». Tiene que haber un previo acuerdo mental.

Según la definición clásica, el peritus dicendi ha de ser previamente vir bonus. La pericia adquiere sentido desde la bondad. Sin este fundamento, la pericia quedaría reducida a mero artificio, que es lo que ocurre cuando un artículo es sólo literatura, que es lo que ocurre cuando un artículo es efecto sin causa. Hay un mercado de efectos, llamémosle efectismo; pero el artículo esencial es el que dice desde un pensamiento previo, desde una personalidad que está por encima del oficio de escribir artículos. «Brotó enseguida porque la tierra no era profunda; pero, luego que salió el sol, se quemó y se secó, porque no tenía raíces» alecciona la parábola del sembrador (Mateo, 13, 5-6).

Así lo veo yo, con la básica exigencia de no confundir las voces con los ecos, que en periodismo puede ser una exigencia contracorriente. Así lo ha visto, con precisión, Fernández de la Mora:

«Todo verdadero artículo es constitutivamente parte, fracción, fragmento. Y si no está virtualmente inserto en una concepción del mundo coherente o respaldado por una tabla de valoración inmutable, degenera en juego ideológico que será cierto o incierto según la perspectiva. Y son pocos los articulistas famosos que han escapado a la justa reacción popular de no ser tomados conceptualmente en serio; sólo los que tenían una visión panorámica y total de las cosas. De los demás apenas sobreviven la huella de su estilo y el recuerdo de sus mentales acrobacias»28.

Y así lo había visto Larra, madrugadoramente:

«Rehusamos lo que se llama en el día literatura entre nosotros; no queremos esa literatura reducida a las galas del decir… sino una literatura hija de la experiencia y de la historia, y faro, por tanto, del porvenir, estudiosa, analizadora, filosófica, profunda…»29.

Las usuales recopilaciones de artículos son jueces de aquel juicio. No todos los artículos resisten del mismo modo el paso del tiempo. Es la prueba de lo pasajero y de lo permanente, de lo somero y de lo profundo, de la forma y del fondo. Hay artículos que ganan con los años y artículos que no soportan una segunda lectura. Hay artículos con vocación de libro y artículos cuya utilidad es la del cucurucho de castañas asadas.

Fernández de la Mora no sólo justifica la recopilación de artículos para su integración en forma de libro, sino que, con fuerza de silogismo, establece que éste es el destino de los verdaderos artículos. Si se parte de la concepción del artículo como elemento de una articulación, como fragmento de un todo, es lógico que los artículos tiendan instintivamente a integrarse en su unidad original y así superen el enfrentamiento cualitativo y artificial de artículo y libro30: «Una buena parte de los actuales tratadistas son plagiarios de sus propios artículos»31.

Tanto coincido y participo en la tesis de Fernández de la Mora que, como estímulo para las Facultades de Ciencias de la Información, frente a las rutinas preceptivistas, como propuesta general para un periodismo esencial, suscribo, desde su fundamento, la observación final de su estudio sobre el artículo:

«El periodista que ha querido darse a sí mismo perennidad ha tratado de seguir con sus artículos la vieja táctica del paleontólogo: reagrupar, volver las partes a su unidad originaria. Y muchos ahí están —nuestras bibliotecas son testigo—, salvados de la fugacidad y hechos libro para siempre»32.

Pienso en los artículos enraizados y no en sus remedos, pienso en la antorcha más que en la bengala y, lo diré a mayor abundamiento, pienso en los artículos de José María Sánchez-Silva, que en este libro permanecen vivos como el rescoldo del brasero, bajo las cenizas del calendario. Pienso, claro está, en José María, amigo y maestro, en quien los artículos de este libro, todos sus artículos, tienen las raíces.

Apartado del periodismo diario, en 1957, cuando recibe el premio nacional de Literatura, José María dice públicamente aquello tan obvio y tan fundamental: antes que escribir, el escritor tiene que pensar. Lo dice quien, ya entonces, tanto había escrito, indígena de la Redacción, y lo dice con sus propios argumentos:

«Escribir me lleva poco tiempo y poco esfuerzo. En los años de juventud y periodismo, a fuerza de escribir mucho, siempre y con urgencia, adquiere uno eso que se llama "oficio". Pero cada día tengo más respeto y concedo mayor importancia y horas a lo que debe hacer un escritor, que es pensar. Ya puede decir Hemingway que en escribir El viejo y el mar quemó sólo unos días; no es cierto. En escribirlo, escribirlo, tal vez, sí; pero en el libro está toda la vida de Hemingway, toda su larga experiencia de pescador, muchas meditaciones de largos ocios…»33.

Como en todo, en el artículo, que es un microcosmos, está toda la vida de uno. No podía ocurrir de otro modo con los artículos y con la vida de Sánchez-Silva. El crítico Dámaso Santos divide los años de coñac y periodismo de Sánchez-Silva en dos planos: un mester de juglaría, en el que están todas las chispas de las urgencias, y un mester de clerecía, «a ritmos contados», en el que están «sus artículos para las grandes ocasiones»34.

Por supuesto, las grandes ocasiones de José María tienen más que ver con la vida que con el almanaque. ¿Cuáles son sus grandes ocasiones? Él mismo las descubre:

«Pienso algunas veces, cuando voy a escribir algo, si ese algo servirá o no a los demás, aunque sea en pequeña medida. Cuando llego a la conclusión negativa lo dejo. No lo dejo para siempre, pero lo pospongo. Porque una de mis ideas fijas de este tiempo es la de que no podemos perder el tiempo. Ignoro si esto se acerca o aleja del arte. Pero de veras que apenas sí tengo tiempo para aclarármelo a mí mismo»35.

En la gran ocasión del 11 de noviembre de 1959, cuando cumple cuarenta y ocho años, cuando celebra las bodas de plata con la literatura y el periodismo, cuando recibe el homenaje nacional y la Gran Cruz de la Orden de Cisneros, cuando Ramón Gómez de la Serna, Ramón el Grande, desde Buenos Aires, le escribe que «con la palanca de su pluma ha llegado a mover el mundo», José María Sánchez-Silva hace una recapitulación de su vida y eleva a definitivas sus importancias provisionales:

«Me importan cada vez más los otros, los demás. No es esta una actitud desinteresada: es que “los demás” soy yo, es que yo “estoy en” mi prójimo, es que, cuando me han ordenado amarle a él, sabían que ese amor me salvaría a mí principalmente. ¿Habéis notado que el infierno, una parte importante del infierno, está dentro de nosotros y se agranda o se achica con nuestra voluntad, con el buen o mal ejercicio de nuestra libertad? ¡Qué curiosa ingratitud la nuestra, qué infinita paradoja: es Dios solamente quien ha respetado al hombre!»36.

Desde estas raíces se explican las hojas del árbol de Sánchez-Silva, su tendencia a utilizar para sus artículos la forma de carta, de mensaje expresamente dirigido a otro. En la frondosidad de sus títulos, «el otro» es una presencia permanente, como destinatario particular y universal al mismo tiempo, en la llamativa variedad de sus cartas: «Carta de un niño a Dios»37, «Carta a las madres»38, «Carta a Arriba»39, «Carta abierta al general Casinello»40, «Carta a mi mujer»41, «Carta al cine»42, «Carta del amor hecho»43, «Carta a mí»44…

Para las generaciones de la guerra, «el otro» es el que está enfrente. Por eso, entre los artículos de Sánchez-Silva, tengo una devoción preferente por «Arenga a los muertos», que se puede catalogar como poema, que, por encima de las catalogaciones, considero artículo de prueba, artículo esencial, y que, a modo de reliquia, conservo en su papel original, quebradizo y reseco, impreso a toda plana, página señera de contraportada, doble que los formatos hoy habituales, como un bando mural, con una gran ilustración central y lujo de capitulares, en letra bodoni del cuerpo 14.

Hay que pensar que la arenga está escrita en una doble y numantina postguerra, española y mundial, de combatientes que apenas han tenido oportunidad de dejar de serlo, de victorias en alto, de gloriosos entierros, de «ellos y nosotros», de silencios profundos. Y José María invoca, no a «los mejores», sino a todos los muertos, al universo de los muertos, precisamente en Arriba, precisamente el Día de los Caídos.

Ahí están las raíces, ahí está la articulación de José María, ahí está «el artículo de las grandes ocasiones», ahí está el pensamiento hecho letra, ahí está el todo que justifica los fragmentos. Lo viví directamente, en la conexión de los cinco minutos estremecidos. Lo sigo viviendo, y por eso lo declaro con reconocimiento de causa.

Me gustaría ayudar a que esto se comprenda, también desde la distancia. Hay tanta prisa, tanta simplificación. Se dicen tantas naderías, se cuentan tantas historias, como si la inteligencia no estuviera por encima de las censuras administrativas y de las lentejas de racionamiento, como si nadie pudiera librarse de esta especie de «mili» de castañas pilongas a que nos obligan, como si estuviera prohibido elevarse sobre el corro patatero, como si la teoría del «pensamiento único» se hubiera publicado en el Boletín Oficial del Estado. En el mismo año de la «Arenga», José María, braceando río arriba, había escrito otro artículo titulado «Salvemos nuestras almas»45.

Cuarenta años después, escribe sobre la dedicatoria de un libro46. No es frecuente en sus artículos tanto entusiasmo expreso: en la bibliografía de los antecedentes y consecuentes de la guerra, no hay otra dedicatoria mejor, ni siquiera comparable. «Yo la esculpiría en mármol». El libro, Funcionario republicano de Reforma Agraria y otros testimonios, es del editor de José María, de José Ruiz-Castillo, que lo dedica con estas palabras: «Para los amigos a los que se les hizo perder o ganar la guerra».

Se ve en sus artículos: Sánchez-Silva se afana en una permanente operación de salvamento, en una permanente salvación de sí mismo. Desde su infancia desarbolada, que ha contado sin recato, tan crudamente, José María se ha ido salvando paso a paso y, como él mismo dice, «ha ido fracasando con enorme éxito»47.

José María recuerda reiteradamente que fue «chico» en una peluquería de la calle de Recoletos; luego, recadero de una farmacia de la calle de Mesón de Paredes; luego pinche en un hotel de la Carrera de San Jerónimo; luego, ayudante en una sastrería de Cuatro Caminos; luego, interno en el asilo de El Pardo; luego, en un orfanato de Alcalá de Henares; luego, en el Colegio de la Paloma; luego temporero del Ayuntamiento, como taquimecanógrafo; luego, becario de la Escuela de Periodismo de El Debate; y luego, todo lo demás48.

Lo que está claro es que no quiere volver de «chico» de peluquería. «No he conocido a un solo hombre que quisiera volver a ser niño, si tal facultad fuese puesta a su alcance» dice, cuando el Ministro de Educación y Ciencia le condecora con la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio49. Y realmente, a poco que se piense, esta idea, como la del crecimiento en el fracaso, es también una idea universal, que Sánchez-Silva articula de modo ejemplar.

Otra idea articulada por Sánchez-Silva es la idea de la pobreza, sobre todo, de la pobreza de espíritu, de la pobreza de los poseedores del reino de los cielos (Mateo, 5,3). Pobres son «los tontos de agosto», que inventó en un artículo proverbial50. Pobres deberían ser los descubridores de la Luna, según propuso en el artículo que mereció el premio Mariano de Cavia51. En el fondo, la pobreza como redención:

«Ahora está de moda haber sido pobre. No está de moda ser pobre, claro; pero sí haberlo sido. A todos cuantos se envanecen de esta condición, por lo común involuntaria, les recordaré de una manera “profesional” que lo importante no es dar limosna, sino que se la den a uno cuando la pide, porque es en la generosidad ajena, justamente, donde uno aprende que el hombre en verdad existe»52.

Un día, «con profunda gratitud», escribe una carta a todos los maestros españoles:

«Un antiguo niño sin bachillerato ni universidad quiere daros hoy las gracias porque vosotros le abristeis todos los caminos que luego anduvo. Vosotros le enseñasteis a amar a Don Quijote, a conocer a Robinson, a maravillarse con Gulliver y con Andersen. ¡Gracias! Yo sé que sois pobres; pero vosotros debéis saber que sin ser pobres jamás podríais hacer la obra que hacéis»53.

Otra idea, o la misma, articulada por Sánchez-Silva es la idea del amor sin apellidos. El descubrimiento, que hace de niño, en los desmontes de las Vistillas, es una feroz novatada para toda la vida. Al niño le había parecido que un hombre y una mujer estaban luchando, en el suelo, en un hoyo nocturno54. Es brutal este comienzo pero también empezando así, se aprende a amar para siempre, porque el amor no se hace, porque el amor no sólo vive ya, sino que es la existencia misma y la razón de ser.

Otra idea, o la misma, articulada por Sánchez-Silva es la idea de Dios. Tenemos que volver a aprender, todos los días, que Dios está en todas partes, en todo Sánchez-Silva y en todos sus artículos. Aunque no hubiera escrito Marcelino, El hereje, Adán o Jesús creciente, en todos sus artículos rezuma. A los niños de los colegios municipales, en unas vacaciones de Navidad, se lo explicó:

«Los hombres creemos ser tan listos porque inventamos grandes cosas: el teléfono, la radio, el automóvil, la navegación aérea… Muy bien… Pero yo me digo: ¿y la cebolla? ¿Quién ha inventado la cebolla, la naranja, el clavel, la estrella, el caracol, la pantera, la lluvia, la montaña, el mar? ¡Caramba, tan listos como somos y todavía no podemos fabricar una simple patata! Por eso creo en Dios»55.

Donde hay logos (Juan, 1,1), los prólogos están hechos. Prologar a José María Sánchez-Silva es una redundancia porque te lo da todo dicho, de modo que el prologuista no tiene más que recordar. Mi fortuna es, justamente, lo mucho que puedo recordar con él, lo mucho, grande y pequeño, que podemos recordar juntos. Juntos podemos recordar como, allá por los años cuarenta, José María ganó el primer premio de un concurso de piropos con seis palabras dirigidas al paso de una bella imaginaria. El piropo no decía más que esto: «¡Vaya usted con Dios… pero vuelva!»56.

Ve con Dios, José María,… pero vuelve con tus artículos, que aquí están de vuelta, como las aves del poema, «con todo lo que perdí»57.

ENRIQUEDEAGUINAGA(*)

Estepona, 25 de julio de 1996

(1945-1947)

ARENGA A LOS MUERTOS

Pasan las nubes —esas que tanto conocen los enfermos— y parece como si borrasen algo nuestro cada día, blanda y casi gozosamente. Pero a veces, cuando hay un claro, alguna voz se levanta y se adentra en lo más alto, bárbara y estentórea; es una voz que al principio invoca, lamenta luego y arenga finalmente.

¡OH VOSOTROS, LOS cercanos al pie de Dios; los de la infinita ventura eterna, moradores de la luz inextinguible; los libertos del pecado cotidiano, los que gimen por algo verdadero y gozan verdaderamente!

Vosotros, los que andáis sin este cuerpo, sin esta lenta realidad endurecida por los dientes fríos de las cosas; los evadidos de la oscura risa de las sombras.

Los limpios, los sin prisa y los sin miedo; los que tocan, los que ven y los que oyen ya de un modo diferente y cierto; los que estaban, los que han vuelto al antiguo limo paterno, ¡oh vosotros, los muertos!

Los muertos de nuestra muerte y nuestra vida, los caídos gloriosamente levantados, los que yacen vencidos bajo el árbol o fundan, vencedores, las cosechas; los que dan tierra a nuestro paso virilmente acongojados; los muertos terriblemente desnudados, los furtivamente muertos, aparentes bajo un palmo de tierra apresurada; los muertos de la paz y de la guerra, los héroes, los mártires y los que caen por nada suavemente sobre sí desmoronados.

Los capitanes, los religiosos, los soldados, los falangistas, los monárquicos y los republicanos; los obreros, los estudiantes, los nobles y las pobres mujeres que tiemblan cantando mientras lavan.

Los muertos por la fe, por la honra o por la Patria; los vilmente asesinados, los enfermos, los padres y los hermanos enfrentados; los niños repentinamente desasidos en el estupor del hambre o la granada.

Los engañados, los sobreaviso, los que llegaron tarde o demasiado pronto; los listos, los pobrecitos tontos, los de la checa y la trinchera; los blancos, los azules y los rojos y aquellos transeúntes que acudieron de súbito al encuentro con sus civiles rodilleras de oficina o sus toscos remiendos de suburbio.

Los caídos de pie y los de rodillas; los sentados, atónitos bajo el fuego fulminante; los aplastados, los que volaron en pedazos, los horadados limpiamente por un plomo certero; los que cuelgan del estribo del caballo, los enterrados honoríficamente y los putrefactos sobre el barro; los acuchillados, los sedientos y los asfixiados; los helados, los electrocutados y los disueltos en el aire, en el agua o en el polvo, ¡oh vosotros, los muertos!

¡Ay vosotros, en quienes se ha parado el dulce y tibio telar de la sangre! ¡Ay vosotros, los de las pupilas llenas de una luz sin movimiento; los agrupados, los reducidos, los que esperan en el atronador silencio!

¡Ay vosotros, los del espanto y la alegría; los de las sienes estiradas y las manos gloriosamente abiertas; los que sois ya de otra manera y nos dejáis crecer sobre la paz de vuestro inmenso corazón de tierra!

Los desprendidos, los inertes, los que calláis la espléndida verdad de que aún nos falta morir para ser algo, ¿acaso os ha esperado una estatura nueva, un nuevo color desconocido, otro tiempo diferente?

¡Ay vosotros, los que habitáis nuestra memoria de un modo escaso y geométrico —queridas manos, queridos rostros—, ¿podéis pensar que habéis dejado de dolernos?

¡Ay madres, hermanos, camaradas, ay, iguales que nosotros, prisioneros de un mismo número de vértebras, ¿estamos aún en vuestra segunda mente, sabéis distinguirnos todavía y llamarnos por los viejos nombres familiares?

¡Ay vosotros, los que estabais sentados a la misma mesa, los del pan y el vino de la Patria!, ¿es verdad que morir parece detenerse un poco para emprender la marcha decisiva, caer para alzarse nuevamente?

¡Ay vosotros, los de la muerte dada, recibida de la mano ciega de otros muertos de hoy y de mañana! Los que han visto su muerte personal, nominal de cada uno, temblando como un pájaro indeciso antes de extender las alas, ¿sabéis cómo guardamos el tesoro de vuestra ultimidad postrera, la huella impalpable de las palabras, de los gestos y las cosas penetradas del calor de vuestra carne? ¿Sabéis que nuestra honra descansa en la guarda denodada del reposo horizontal de vuestro polvo?

¡Ay vosotros, los que no estáis, los que soltásteis de repente el pecho que os apretaba el fusil, la pluma, la hoz silbante sobre las espigas dobladas; vosotros, los ausentes, los emigrados en el soplo de la muerte, los que habéis de volver un día a preguntarnos algo sin respuesta, los que resucitarán con su rostro verdadero y tomarán de donde se hallen los vigorosos trazos de sus huesos, los que estarán otra vez a nuestro lado, agobiados bajo el peso de la gloria próxima, escuchad ahora, oh vosotros, los muertos!

Aquí estamos otra vez, desnudos en el círculo de los cuchillos extraños que iluminan como lívidos relámpagos. Los pies sobre la ceniza y los corazones en alto, aquí estamos como un himno a solas levantado en el silencio de los que duermen.

Velamos por la honra y por el trigo, por el alma y el solar de los que vienen a heredar la antorcha de nuestra sangre. Sobre el blanco lecho duro de vuestra fosa pedimos imperiosamente paz, tiempo y levadura para la España que llega, que ya hunde su pisada en el umbral de la Historia.

Vencedores de nosotros mismos, no importan las flaquezas de los pocos, sino la ancha senda que abren los brazos vigorosos. Vosotros sois testigos aterradores, pero dueños todavía de un puñado de ceniza que tuvo alma, hechos y nombre; obreros somos de vuestra obra, y los huesos dispersos y la risa aventada de vuestra boca y la sangre evaporada pesan, transcurren y ríen por nuestra viva carne.

¡Orad, pues, también vosotros, los cercanos; alzad las manos modificadas, prorrumpid en esas otras palabras, reunid en un esfuerzo terrible la armadura incompleta de vuestra inextinta fuerza!

¡Erguíos entre raíces y piedras, levantad los ojos transparentes y fundad un grito nuevo en el vasto silencio de los astros!

¡Que un rumor profundo conmueva la noche y el día y ciña el mundo como un sonoro friso con obreros, con mujeres y con santos, con caballos y guerreros y pacíficas espadas que iluminen la vigilia!

¡Orad para que España levante al fin su sueño sin quimera; orad para que nada se hunda inútil en la nada; orad por los que oramos; orad por Europa y por el mundo ensordecido; orad por el triunfo del Signo que campea sobre el duelo incesante del hierro y el fuego!

¡Orad también en pie, oh vosotros, los españoles muertos!

1945

S.O.S., SALVEMOS NUESTRAS ALMAS

A FIN DE cuentas, cada uno quiere salvar lo que tiene. Unos tienen dinero, otros talento, aquéllos fama, éstos hambre, los de más allá simplemente tienen una corbatita clara; es igual: todos queremos salvar lo que tenemos, si es bueno como si es malo.

De la España sumida en el caos rojo, cada cual quería salvarse por algún enorme motivo cuando, en apariencia, el único motivo era el pequeño suceso de las propias vidas, apegadas como moluscos a la dura piedra de la existencia.

Sin embargo, los que trataron de salvar lo mejor sin contar con sí mismos, fueron los que se marcharon a buscar un puesto entre los suyos. Por su parte, los mejores colaboradores de la general salvación fueron aquellos que, salva el alma por el martirio, hallaron demasiado fatigoso el breve camino para sus muertas piernas de fusilados. Entre éstos y aquéllos quedan aún los que sufrían prisión o los que, encomendados de alguna empresa de interés nacional, camuflaban su actividad bajo cualquier roja bufanda cenetista o ugetista.

Cuentan los que estuvieron que a los primeros días del Alzamiento las carreteras negreaban de automóviles que huían sin norte, hacia la liberación algunos y otros hacia la muerte. Llámense como se llamen los que huyen y los que se quedan, es cierto que eran los menos los que entendían el momento de España. La Historia la sienten muy pocas gentes. Generalmente, los más, nos sentimos protagonizados por ella. Los más, vamos donde va Vicente, tras la gente.

A la hora de perder, como a la de ganar, lloran y ríen más quienes más tienen. Aquella oleada de terror que despertaban, de un lado la furia roja y de otro el avance de unas tropas cuyo objetivo final se conocía mal en las zonas desbarajustadas, ocasionó mucho daño a la moral. Quién, juró no colaborar más que con los autores de la «militarada»; quién otro, prometió solemnemente entregarse a ella en alma y vida. Posteriormente, uno y otro fueron perjuros, porque mientras el primero ayudaba a otras cosas, el otro restaba su apoyo de un modo paralelamente decidido.

De todos modos, el angustiado S.O.S. de los más —y de los que se ha venido llamando «los mejores», con alguna evidentísima infracción de las reglas del juego calificativo— tejió un techo de alarmados gritos sobre el suelo español. Aquéllos, ellos, querían ser salvados de la muerte, del martirio, de la prisión, del hambre, de la ruina y del agrio hedor de lo que, con la misma evidente infracción de la antedicha regla, se ha venido llamando «lo peor». A costa de salvarse, lo daban todo. Hubo quien «dio» su fortuna y sus hijos y luego, taumatúrgicamente, los quitó de donde los había dado; hay a quien si las promesas y los juramentos incumplidos se le trocasen dedos, pudiera contar cien en cada mano.

Quedamos en que todos queríamos ser salvados y en que, íntima o públicamente, y a veces de ambos modos a la par, todos prometimos algo: vidas, haciendas, trabajo, obediencia, fe. Pero acaso no contáramos entonces —entonces, recordad, entonces— con una condición execrable que pudre a la larga todas o casi todas las buenas intenciones españolas. (¡Ah, si nosotros pudiéramos construir en piedra nuestras buenas y momentáneas intenciones patrióticas, políticas!).

Insensiblemente, protegidos por algo en lo que apenas si tantos y tantos hemos tomado parte como había que tomarla, hemos ido habituándonos a una vida relativamente fácil, relativamente segura, relativamente cómoda. (Recuérdese que lo relativo desaparece como determinante en el mundo moderno; que ahora los hechos, las cosas, son buenas o malas, a secas y fríamente.)

Los muertos están muertos y enterrados; rendiremos cuentas muy tarde, dentro de muchos años, cuando quizá ni ellos se acuerden; de momento, lo que importa es vivir. Y para conseguirlo, muchas veces hay que pasar por todo. No es por miedo —¡quién dijo miedo!—. Nosotros, o hemos estado en el frente con un fusil o en la cárcel con otro fusil muy cerca. No es por miedo, pues. Es por comodidad, por razones económicas, por… La verdad acaso sea que estamos un poco aburridos de que todo vaya bien. En fin de cuentas, hemos sido salvados. Franco ha sido un agente en manos del buen Dios, que se mira en nosotros y nos preserva de todo mal. El Ejército —«el Ejército somos nosotros»— estaba hecho de parientes nuestros y, en cuanto a nuestra fortuna personal, era nuestra, ganada con el sudor de nuestra frente o de la frente de nuestros padres.

Tenemos suerte, la hemos tenido siempre. No hicimos más que gritar. «¡Socorro!», y unos arcángeles con espadas bajaron y salvaron nuestras almas. Bueno, puede que no fuesen nuestras almas exactamente; pero nos salvaron. ¿Se lo debemos a alguien? ¿Hemos prometido algo que esté sin cumplir? ¡Bah! No se puede vivir siempre de supersticiones.

Si sucede algo, con lanzar otro S.O.S., ¡pues ya está!

1945

CARTA AL DIRECTOR

Señor Director de ARRIBA. Madrid

MI QUERIDO DIRECTOR: Hace algún tiempo se publicó en nuestra página literaria un artículo de Dionisio Ridruejo sobre dos libros catalanes: el de don José Pla y el de don Manuel Brunet. Recordará usted el hecho lamentable de que en nuestra tercera edición, la que va precisamente a Barcelona, este artículo fuese ilustrado con una fotografía de un don José Pla que no era exactamente el don José Pla en cuestión, sino otro. Fue un error que sólo su infinita paciencia, señor Director, pudo perdonar con la generosidad habitual. Imagino que usted debe conocer muy bien el funcionamiento misterioso de un periódico y las duras y cotidianas peleas de los Hados del Orden y del Caos en los propicios recintos del Archivo, la Platina o el Fotograbado.

Pues bien; ese error inexplicable de confundir un retrato de don José Pla con otro retrato de un don José Pla diferente, sólo tiene una levísima —usted sabe bien lo leve que es— disculpa: los dos señores se llamaban lo mismo, ninguno de los dos era personalmente conocido mío, y, lo que es peor, ni siquiera una ka o una uve doble —como en los casos de Sienkiewicz, Twain o Tito Schippa— pudo permitirnos una urgente y a todas luces conveniente identificación.

Este hecho, señor Director, ha provocado la risueña queja de uno de los dos señores Pla, en forma también de carta al Director, en un semanario barcelonés. Mi confusión ya no tuvo límites porque en dicha carta no se incluía una fotografía del verdadero señor Pla, o al menos del otro verdadero señor Pla. Pero hay —siempre habría de haberlo, diría usted con su precisión característica— varios datos que permiten, en efecto, establecer una cierta orientación. Verá usted. El señor Pla que escribe la carta no es el señor Pla cuyo retrato publicó nuestra malhadada página literaria, sino el señor Pla cuyo retrato debió publicarse. No conviene, señor Director, que nos perdamos juntos en esta jungla; es de reconocer que, en definitiva, cualquiera de los dos señores Pla hubiera estado en su perfecto derecho de escribir una risueña protesta. Pero llevo ya un rato esforzándome en explicarle que la risueña protesta es del señor cuyo retrato no apareció en nuestro periódico.

La carta del señor Pla (A) —vamos a ir por partes— contiene varios extremos que me interesa poner en su conocimiento. (Excuso decirle a usted que toda ella está bañada de una grave amabilidad.) Es el primero aquél en que dicho señor explica que leyó el mencionado artículo «por una rara casualidad», de donde yo deduzco, con su permiso, que hemos estado en un tris de salvarnos, pues ya es casualidad que una persona que al parecer lee poco las cosas que a ella se refieren haya ido a topar en tal mala ocasión con nuestra pobre página.

Lamento casi más que nada que en dicha carta el señor Pla (A) vierta ciertas opiniones estéticas sobre el retrato del señor Pla (B). Por ejemplo, dice: «¿Quién es este señor que aparece con una gran cabezota en el artículo?» Yo, señor Director, tengo un enorme respeto, como usted no ignora, por las cabezas ajenas, quién sabe si por la circunstancia de que la mía propia me parezca demasiado poco respetable. Pero no para aquí la cosa, sino que el señor Pla (B) —absolutamente inocente de todo esto, que nada tiene que ver con él y la única persona razonable molestada sin motivo— aparece en la mencionada carta como «otro tío». Usted sabe cuánto habría que hablar de esto de los «otros tíos». En definitiva, la debida realidad de la efigie aparecida en el artículo de Ridruejo es muy discutible. El señor Pla (A) salió en Barcelona con la cara del señor Pla (B); pero en Madrid y el resto de España, corregido el error, apareció la del auténtico señor Pla (A). De todos modos, usted sabe que cada uno tiene de la efigie de su prójimo el retrato que más le gusta. Por lo cual, y si acepta usted la argumentación un tanto endeble, el señor Pla que salió en Barcelona forzosamente había de ser diferente del que saliera en Madrid; al menos, señor Director, para nosotros, que somos admiradores de un solo señor Pla de los dos —y acaso de los tres—, siempre tenía que ser así.

Hay, finalmente, una dulcísima ironía en esta frase de la carta del señor Pla (A): «Usted que es partidario de un mundo en que las cosas funcionaran con una cierta formalidad…» ¡Ay, señor Director mío, la formalidad! ¿Qué sería entonces, si la formalidad consistiese en no trastrocar las efigies verdaderas por las reales y las reales por las ficticias, de muchos de nosotros, escritores intrascendentes y versátiles como yo mismo? ¿Qué sería, Dios santo, de esa vaga nube de chistosidad que agitamos en el aire con el mismo orgullo que algunos anticuados caballos de Pompas Fúnebres agitan su penacho?

Nada más, señor Director. Muy agradecidamente le saludo.

1945

HACE FALTA UN POBRE1

LA LUNA TIENTA poco a los descubridores de nuestro tiempo. Acaso sea porque está ya muy al alcance de la mano y se sepa que es técnicamente posible hacer llegar hasta ella un cohete que pueda regresar a la tierra. De todos modos, es extraño. ¿Nadie quiere descubrir la luna, poner el pie allí, dejar aunque sólo sea una pequeña efigie fotográfica de carnet?

Yo me temo que este desvío obedezca a otras causas.

En tiempos de Luis XIV se proyectó construir un anteojo de tres kilómetros de largo para ver a los habitantes de la luna. Nosotros, hoy, pudiéramos construir un anteojo tan largo que nos sirviese para estrechar la mano, si la tienen, de esos habitantes. El hombre, presuntuoso de por sí, sabe que ha alcanzado ya veintidós kilómetros de altura en vertical y cuarenta con sus globos-sonda. Sabe que el supertelescopio de Monte Palomar permite distinguir en la luna objetos de nueve metros de largo, es decir, los mismísimos tranvías de la luna. Pero, en cambio opina, cada día con mayor fuerza, que en la luna no hay habitantes.

¿No será esto de los habitantes porque no se sabe bien qué cosa es un habitante? A simple vista, parece que un habitante es un señor de uno a dos metros de estatura, cubierto casi completamente por un paño vegetal, que calza su más alta extremidad con un gracioso perinolo y pide invariablemente agua de Vichy. Pero un habitante puede ser algo más y algo menos que eso. Un habitante puede ser un pequeño perro, una minúscula pulga, un microbio invisible, una simple idea. ¿Nada de esto habrá en la luna?

Cyrano de Bergerac —el bueno, el de plata— decía que la luna era la plancha con que Diana sacaba brillo a la pechera de Apolo. Mi amigo Samuel Ros, mucho más modesto, decía que la luna es el espejo de los ángeles. Yo también lo creo así. Los ángeles, entre recado y recado de Dios, se miran seguramente en la luna, furtivos y bellos. Pero…

Pero el verdadero motivo de la existencia de la luna es el pobre. La luna está hecha del todo para los pobres. La luna será descubierta, hollada y fertilizada por un pobre, por un auténtico pobre de solemnidad. Si no, la luna nunca volverá a servir para nada.

Resulta, pese a todas las supersticiones de los hombres y de los pueblos ricos, que son los pueblos y los hombres decididamente pobres los que han realizado casi todo lo que hoy parece milagroso. Con un navegante medio loco, unos doblones escasos y unos maderos de la provincia de Huelva, se descubrió América. Este record, imbatido hasta ahora, trata de ser superado con el radar y los cohetes. Hay que tener cuidado de que este nuevo descubrimiento no incurra en el signo frecuentemente estéril de la riqueza. A la luna puede muy bien llegar antes el pueblo más rico, el que posea mejor aviación, más radar y más bombas atómicas. Pero… (A este propósito, Rafael Sánchez Mazas pensó durante cinco minutos escribir un cuento que consistiera en la llegada a la luna de una expedición norteamericana, recibida allí con el inmenso entusiasmo de otra expedición norteamericana llegada unas horas antes.)

Mientras surge el héroe de las indescifrables zonas de la multitud anónima, yo me permito aconsejar a los presuntos candidatos que estudien y adopten como única y verdadera profesión la profesión de la pobreza. Cristo nació pobre, San Francisco vivió de limosna, Colón fue un genio a crédito, Cervantes murió convencido de que el queso era un postre, Edison vendió periódicos y Walt Whitmann fue carpintero. Descubrir la luna podrá descubrirla un hombre, un pueblo rico; pero hacer fecundo el descubrimiento sólo podrá conseguirlo un pueblo, un hombre pobre de gran solemnidad.

Porque, como dice otro amigo mío bastante leído, la pobreza aligera tanto como apesadumbra la riqueza. Para descubrir la luna, pues, hay que estar bien ligero y casi volátil. Y para estar bien ligero y casi volátil hace falta ser pobre.

Hace falta un pobre para descubrir la luna.

1946

FERNÁNDEZ FLÓREZ VUELVE A LOS TOROS

DE LAS TRES cosas de que dicen entender los españoles —política, mujeres y toros— sólo dos admiten enmienda. Una de estas dos ha elegido Fernández Flórez para echar su cuarto a espadas: los toros. Ese terrible alegato ilustrado que se llama El toro, el torero y el gato está aún fresco de tinta y de risa. Herreros, el gran dibujante humorístico, ha plagado el libro no sólo de toros, de toreros y de gatos, sino de barbas y de señores pequeñitos. No hace falta decir más, pues, para dejar dicho que el libro es una pura delicia.

La Historia del Toreo, pese a lo que pueda callar José María de Cossío, tiene un nuevo, un grandioso reformador. Para sí mismo, y aún para mí, Fernández Flórez es un Lutero; para José María de Cossío, por cuya memoria tantos reformadores pasan, con toda seguridad, no subirá de un Juan Huss. Fernández Flórez ha ido a los toros, según confiesa hipócritamente, una veintena de veces. La fiesta le parece aburrida, pero no del todo cruel. La prueba está en que él mismo propone que los caballos de los picadores sean previamente rellenos de confetti y palomitas mensajeras, para evitar el espectáculo bochornoso de la intimidad intestinal; otra prueba, la da cuando apunta que tal vez no estuviese mal ponerle banderillas de fuego a los caballos. Pero vayamos al libro.

El toro, para el autor, es un animal estúpido que se presta a todos los engaños y embiste contra un trapo colorado en vez de hacerlo contra el tío antipático que le burla. El torero, por su parte, lucha con evidentes ventajas y Fernández Flórez propone que, al menos, cuando esté desanimado, salgan al ruedo unos señores gordos con cencerro —que ni en hipótesis nos atrevemos a llamar mansos— y persuadan al diestro de que debe ir con ellos al café. El gato, en cambio, seduce por completo al humorista. Gustándole, como le gusta sobre todas, la «suerte» del «salto de barrera», supone que el gato va a proporcionar en esta especialidad verdaderas tardes de gloria. Al parecer, esta intromisión del gato en la fiesta nacional no es tan desconocida como en principio pudiera y debiera suponerse. Fernández Flórez mismo presenció en una plaza portuguesa la lidia ocasional de un minino. Esto lo creemos a pies juntos, lo mismo que la noticia de esta noche sobre el buey que interrumpió un emocionado partido de fútbol. En Portugal suceden a menudo pequeñas cosas sorprendentes.

No cabe la menor duda de que si a un señor cualquiera le fuese dado cambiar de lugar el estanque de El Retiro, o influir sobre las fases de la luna, o trastrocar los paisajes aburridos, ese señor sería feliz. Por lo común, las personas que se atreven a declarar sus ambiciones más ocultas, suelen conformarse con decir que les gustaría conducir un tranvía o regar la plaza de Oriente. Fernández Flórez intenta reformar las corridas de toros introduciendo, entre otras novedades, la lidia de gatos; pero no quedamos suficientemente convencidos de si esto será una añagaza de aficionado para protestar veladamente del tamaño de los toros, del sueldo de los toreros o del carácter pronunciadamente personalista de los empresarios.

Así como al gran escritor gallego le divierte imaginar una corrida de toros con determinadas innovaciones, así me divierte a mí imaginar al gran escritor gallego abonado a un tendido bajo, con sombrero calañés, cigarro puro y botita de media caña. Acaso Fernández Flórez sea mucho más aficionado a los toros de lo que él mismo supone.

«Porque yo de lo único que entiendo —viene a decir en alguna parte de su libro— es de toros». Y lo dice así, naturalmente para que no le creamos. Pero, en realidad, le creemos, en cierto modo: para reformar cualquier cosa hace falta entender algo de ella. Esto nos hace suponer que, sin tardar mucho, veremos a Wenceslao Fernández Flórez sacar por segunda vez desde la presidencia un pañuelo de color. Acaso tome una precaución para defraudar nuestro vaticinio y ella sea la de acudir al ruedo vestido de Julio Camba. Pero será igual.

En este libro, Fernández Flórez obtiene un humor más fácil, menos intelectual y apoyado en la suave melancolía de otras veces. En definitiva, y bien claro está que para un lector de mis pocas luces, mucho más gracioso que otros suyos y, también, algo menos tocado por esos dedos mágicos del gran Fernández Flórez que tan a menudo mantienen suspensa el ánima del lector entre la risa y el llanto.

No es esta una ocasión pintiparada para hablar de la obra de Fernández Flórez como escritor o como periodista, pero sí, tal vez, para recordar que la primera está decidida con «Volvoreta» y la segunda con las «Acotaciones de un oyente». Últimamente, con su «Bosque animado», el maestro gallego ha acrecentado, para la gran Historia de la Literatura Universal, ese puñado de líneas que algunos aficionados le escamotean en sus historietas.

1947

LA CIUDAD SIN MANUEL MACHADO

El sol ahora se va y el barrio queda enteramente pobre.

M. MACHADO

¿SE ACHICA EL mundo cada vez que un hombre desaparece? Con Manuel Machado se nos ha ido a todos algo más que un hombre: se nos ha ido un pedazo de nuestra ciudad, un pedazo de nuestra vida. No sé qué luz le prestaba don Manuel a las cosas; pero sí sé qué sombra ha venido a sucederle ahora. La representación del mundo, para mí, está casi toda en estas calles amadas y desiguales de mi ciudad. Sé ya que nunca más me encontraré con don Manuel Machado; que su presencia no va a proyectar, en mi pequeño mundo íntimo, todo lo que proyectaba. ¿Dónde se terminan los hombres como Machado? ¿En las puntas de las uñas, en la contera del bastón? Yo me sentía siempre inmerso en su espacio cordial y luminoso, aunque estuviese muy lejos. Andando por cualquier calle, al entrar en una taberna, sin pensar en ello, estaba siempre seguro de que «podría» encontrarle.

«¡Maldito lobo invierno, que te llevas los viejos y los débiles!» dijo él un invierno, en que no tenía nada que temer. Don Manuel, entre parisién y gitano, tenía el paso corto y fatigosa la respiración cuando le conocí. No me acuerdo de casi nada más. Tal vez fuese más bien vestido como un funcionario, acaso llevase bastón. Hay personas de cuyo resplandor jamás he conseguido otra cosa que una levísima apoyatura para mi propia visión interna. He hablado muchas veces con él y he estado a su lado en frecuentes ocasiones. Al principio, recuerdo, no acababa de conocerme, y cuando me acercaba a saludarle se le enfriaban un poco la voz y la mirada, empeñada su voluntad en encontrar mi nombre perdido y oscuro entre muchos. Ahora el corazón navegará un tiempo a palo seco bajo la tormenta y se descolocarán algunas de nuestras ideas. Pero luego, pronto, Manuel Machado regresará ileso a nosotros y ya no se nos morirá más.

«¿Cómo sale usted con estos días, don Manuel?» le preguntaba yo el invierno pasado, ante la misma ventanilla donde veníamos cobrando nuestras respectivas colaboraciones. «¿Es que aquí no son capaces de mandarle a casa lo que le deben?». Machado respondía bondadosamente: «No es eso, no; también necesito yo estirar las piernas». Ver allí, y en otros sitios, a don Manuel era, sin embargo, una gran alegría, un buen aprendizaje para los jóvenes. Formar tras él en cualquier «cola» administrativa nos confería no sé qué noble y riguroso espaldarazo. La vida, en efecto, se veía, era dura y había que aligerar de peso el alma para hacerla marinera.

Cuando se supo la muerte de Marquina llamé a don Manuel a su casa. Se había acostado ya. La noticia le había cogido en la calle y a poco sufre un serio accidente. Hablé con su señora. Quería yo un soneto de Machado para este periódico y aquella ocasión. La señora me dijo: «Está muy impresionado; no se lo va a poder escribir». Insistí, haciéndome fuerza a mí mismo. Don Manuel me mandó decir que no podría hacerlo. Sin embargo —¡querido don Manuel Machado!— el soneto llegó a su hora al periódico. No me había confundido ni un instante: había sabido llamar a una puerta que en don Manuel nunca se cerró.

Tiempo después hablé por teléfono con él. Deseaba entonces su firma para la convocatoria del homenaje a unos compañeros. Don Manuel acababa de llegar a casa y se estaba quitando el abrigo, me explicaron. «No me encuentro nada bien», me dijo. «Creo que me he enfriado otra vez. Disponga usted de mi firma. Con toda el alma; ya sabe usted como les quiero. Ahora me voy a acostar». Esa fue nuestra última conversación y posiblemente la última conversación telefónica de Machado.

El lunes, ya en el cementerio, desde el fondo de un taxi vi pasar la carroza fúnebre muy cerca. Pude observar que entre la tapa y la caja se abría una estrecha rendija, a cuyo través columbré durante una segunda la luz fría y sucia de la tarde. Seguramente por esa rendija, con algunas leves gotas de lluvia, llegaban adentro nuestras palabras, las palabras ateridas de sus amigos. Casi era como otras veces: don Manuel, distraído, distraído ya de nosotros para siempre, escucharía indistinta nuestra voz, tejida como un rasgueo en torno a su perpetua «soleá».

El pueblo no estuvo. ¿Era popular Manuel Machado? No sé. Allí estuvimos los amigos, los compañeros. Pero ¿había cantado el poeta alguna vez para nosotros? No quiero saber nunca qué Cármenes, qué Rosarios ni qué Angustias faltaron, con flores vivas en las manos. Como si hubiera doblado repentinamente una campana en la tarde de luto, la tristeza se agudizó.

No sé nada de la obra de Manuel Machado; pero aunque supiera no tendría corazón para decir ahora a los que no estuvieron si fue o no un poeta modernista, ni si el 98 le cae lejos o cerca. Le he leído y le he oído alguna pequeña parte, como todos. Me queda «una nada de vinillos flojos», como dijo Pemán; pero una nada inimitable e insustituible, una nada henchida de la gracia y de la angustia a que aludió una vez inspiradamente Luis Rosales. Los versos de Machado eran buenos, pero no más que él.

Entre la gracia y la angustia, amigos, nos vamos quedando solos. Tal vez seamos un día viejos y vayamos a una ventanilla con otros escritores jóvenes. Puede que para ellos estén llenas entonces la ciudad y la calle; para nosotros, casi irremediablemente, se habrá quedado vacía. De momento, «el sol ahora se va y el barrio queda enteramente pobre».

1947

EN TORNO A VÁZQUEZ DÍAZ

POR ORDEN CRONOLÓGICO, hay tres motivos recientes que justifican, si no estuviera ya todo justificado por la persona y por la obra, el hecho de que el periodista irrumpa hoy, en la tranquila mañana del domingo, con esta figura de aparente contradicción que es la figura de Daniel Vázquez Díaz. Es el primero de ellos, el envío de un cuadro suyo a la Olimpiada de Londres. Se trata de un cuadro de grandes dimensiones cuyo tema es un esquiador con fondo de abetos; este cuadro va a representar a España en la sección artística de los Juegos próximos. Es el segundo motivo la desviación, por un voto, que la Medalla de Honor de la Nacional de Bellas Artes ha sufrido de la persona y de la obra de Vázquez Díaz. Y es el tercero el de la terminación de un retrato ecuestre del Jefe del Estado que Vázquez Díaz destina a la Diputación de Guipúzcoa. Son tres motivos que así, reunidos por la casualidad y referidos solamente a la obra del pintor, traen aquí pie suficiente para consideraciones artísticas, políticas y deportivas que son del caso.