Cuentos adultos - José María Sánchez-Silva - E-Book

Cuentos adultos E-Book

José María Sánchez-Silva

0,0

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 641

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



JOSÉ MARÍA SÁNCHEZ-SILVA

COLECCIÓN OBRA FUNDAMENTAL

José María SÁNCHEZ-SILVA

CUENTOS ADULTOS

De la selección de las obras se ha encargado el propio autor

© Fundación Banco Santander

© José María Sánchez-Silva

Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

ISBN OBRA COMPLETA: 978-84-16950-85-0

ISBN: 978-84-16950-86-7

ÍNDICE

PrólogoNota introductoriaUn señor alto y gruesoMiedoPor una bromaTal vez mañanaAdelaidaLa señalEl jueves de las tíasFranciscoUn caso de suerteEl herejeMi primaEl tonto de la primaveraLa estatuaLa defensaEl subsecretarioPequeño DaríoViejos pueblosEl héroeLa facturaLas personas extrañasAdiós, JosefinaAmorLa noticiaLa libertadTres rosas rojasEl hombre del fracLa verdadCarlitosHasta mañanaPesinoeLa primera ruedaLa treguaFalso milagroJuan y JuanaAdán y el Señor DiosLos tontos están locos

PRÓLOGO

HACE UNOS POCOS años, un escritor de cuentos compareció ante el público. Como no sabía «hablar», sacó unas cuartillas escritas a máquina y empezó a leerlas. Leía en la triste situación de quien se creyera incapaz de decir nada más ya nunca. Mientras leía, el escritor de cuentos iba sintiendo en su piel ese desvío de la atención que se produce cuando alguien lee algo delante de muchos. Al público lo que le gusta es que le hablen y le miren a la cara. Para aquel escritor, el público, sin embargo, ya no era una colectividad de seres humanos, sino un solo ser humano con una sola cabeza, dos brazos, dos piernas y dos únicos, pero enormes y aterradores ojos fijos en él. Iba leyendo mecánicamente, pero en su interior se promovía un diálogo entre el público y él y esta era la situación más real y verdadera; mucho más real que la de estar leyendo unas cuartillas escritas a máquina.

Y el público, aquel señor, por así decir, le pedía que le hablase de los libros de cuentos. Y el escritor preguntaba:

—Pero, ¿me permitirá usted que hable antes de lo que es un cuento?

—Bueno, bueno —decía el público, pero como con ganas de que acabase pronto.

—Pues un cuento —decía el escritor—, según la definición académica al uso, «es la relación de un suceso falso». Ya comprenderá usted, señor público, que esta definición es muy sumaria y, en definitiva, entronca directamente con la definición del vulgo, que nos equipara a los escritores de cuentos, con otra intención más sutil, a los «cuentistas». A mí mismo, señor público, en una emisión de radio, me llamaron «maestro de la novela» y, cuando yo me sorprendí de tan lisonjera afirmación, se disculparon diciéndome que no me iban a llamar «maestro del cuento» cuando el cuento… Bueno, pues ya se sabe.

—Pero, entonces, ¿qué es un cuento? —volvió a preguntar el público.

—Un cuento es una casita de nada, pero complicada como una maquinaria de relojería y tan simple como una naranja.

—Quiero una naranja —dijo el público.

—No tengo —dijo el escritor. Para mí, señor público, un cuento es… Verá usted: si la novela es la historia de una crisis, el cuento es la crisis misma; si la novela se escribe bajo una luz duradera, el cuento se escribe bajo un relámpago; si la novela es una botella de vino, el cuento es un vaso de vino, pero un vaso que se va beber ahora mismo. En la novela no puede faltar nada; en el cuento no puede sobrar nada. ¿Comprende usted?

—No —dijo el público—. Pero no importa; yo lo que quiero es que usted me hable del libro de cuentos ahora.

—Bien —dijo el escritor, plegándose ante el peso de aquel enorme par de ojos—. Cuando en este país en que estamos, en el cual casi todo el mundo se guarda el secreto de no haber leído jamás el Quijote, se hablaba de un libro de cuentos, se entendía inmediatamente que los cuentos eran infantiles. En este país, aun hoy, se lee poco de todo, pero aún menos se leían entonces los cuentos; de los cuentos, se preferían los extranjeros, acaso porque, en principio, todo lo que le sucede a míster Williams tiene mucho más interés que lo que le ocurre a don Vicente, aunque luego, a la hora del patriotismo míster Williams sea un pobre desgraciado y don Vicente un héroe divinísimo.

—Diga usted algo más —dijo el público.

—Digo que en este país se escriben muy buenos cuentos para mayores, que no se leen, y muy malos para pequeños, que se leen muchísimo. Y digo que entre mayores y pequeños no hay tanta diferencia como se cree.

—Diga más —pidió el público.

—Pues digo que un cuento, lo mismo si es para niños que si es para mayores, debe tener como condición precisa la de interesar a los dos, aunque el pequeño no pueda leerlo por razones obvias.

—No sé qué es obvias —dijo el público, enfadado.

—Innecesaria quise decir. Un niño es algo muy importante; un niño es luego magistrado, rey o verdugo. Hay que tomar en serio a los niños sin que para ello sea preciso ponerse una barba postiza para reírse por debajo de ella sin que el niño lo note.

—Ahora diga algo de España —dijo el público, que estaba harto.

—Voy —respondió el escritor de cuentos—. Mire usted: en España, como en todo el mundo, se lucha por la comodidad material, como si esa comodidad por sí misma, convertida en fin, no fuese sino un peligro del cual es preciso huir como de la peste.

—No entiendo —dijo el público.

—Quiero decir —prosiguió el escritor de cuentos— que en España a todos nos gustaba leer sentaditos a la camilla, sin ruido, con una buena luz y una manta sobre las piernas, si era en invierno, o un botijo, si era verano, junto a la mesa. Y el cuento es un género para la incómoda vida espiritual de nuestro tiempo. Los cuentos son cortos, se leen en veinte minutos o así; se leen en las peluquerías, en las colas del autobús, etc. Pero los españoles no querían percatarse de que la vida en el mundo se había vuelto incómoda, como debe ser precisamente. Y los españoles leían unas novelas enormes, o escuchaban por la radio unas enormes historias, porque creían que en eso residía la comodidad.

—Me parece que está usted insultando a los españoles —dijo el público.

—Dios me libre, señor —dijo el escritor de cuentos, aunque sabía que el porvenir de cualquier escritor, español o extranjero, estaba principalmente en insultar a los españoles—. Al contrario, quiero decir que España es un país ideal para relatos, en el cual no gustan los relatos cortos, aunque ahora se va iniciando un ligero alivio entre la gente joven. La mucha historia crea mucha leyenda; la mucha imaginación es capaz de inventar no sólo muchas mentiras, sino también algunas verdades. Las muchas ganas de reír de España inventan a diario muchísimos chistes.

—Cuente usted un chiste —pidió el público.

—No se trata de eso —respondió el escritor, algo fatigado—. Y si no me manda usted otra cosa —solicitó— me gustaría terminar aquí.

—Puede usted retirarse —dijo el público—. Pero conste que yo he venido exclusivamente para matar el tiempo.

El escritor, después de hacer una pequeña inclinación, se sentó. Él también, por lo visto, había sido invitado a aquel acto para ayudar a asesinar el tiempo del público.

José M.ª SÁNCHEZ-SILVA

NOTA INTRODUCTORIA

HACE TIEMPO, Y en otro lugar, escribí un breve apunte biográfico de José María Sánchez-Silva1, que me valió fama de sabio encantador. Cuando, maravillado Sancho de que el autor de la primera parte del Quijote hubiera contado cosas que pasó con su señor a solas, se hacía «cruces de espantado cómo las pudo saber el historiador que las escribió», don Quijote le respondió con mucho sosiego: «Yo te aseguro, Sancho, que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia; que a los tales no se les encubre nada de lo que quieren escribir» (II, 2). Mi caso fue mucho más modesto. Y, si es cierto que yo también conté algunas cosas que, de no ser inventadas, cabría hacerse cruces por la frente, baste saber que el sabio encantador no fue sino el propio autor, que encanta cuando narra como cuando escribe. Ecos de sus peripecias infantiles han quedado registradas en el cuento Amor, que figura en el presente volumen.

Pero no quiero llenar las escasas líneas de que dispongo con la historia de sus andanzas, sino con la andadura de sus historias. Sólo podrá ser una mirada leve, porque el volumen que el lector tiene en sus manos es tan rico de registros, matices y sugerencias, que no es fácil sustraerse a la tentación de engrosar el marco en perjuicio del cuadro. Me limitaré, pues, a llamar la atención sobre algunos de los motivos recurrentes, a riesgo de ensartar cita tras cita mediante ese pecaminoso sistema que Celso Serrano, con su peculiar agudeza, ha dado en llamar la «técnica del collar».

Quizá no sea ocioso advertir que se trata de un volumen de cuentos (salvo tal vez tres o cuatro textos que se mueven en esa imprecisa frontera que el propio autor ha trazado entre «los cuentos grandes» y «las novelas cortas»). Las definiciones del cuento son muchas, quizá porque no es algo fácilmente definible. Horacio Quiroga había dicho que «un cuento es una novela depurada de ripios», «una flecha que, cuidadosamente apuntada, parte del arco para ir a dar directamente en el blanco»: una vez le preguntaron cómo escribía los suyos e indicó: «No lo sé; sospecho que los construyo como aquel que fabricaba los cañones haciendo ante todo un largo agujero que, luego, rodeaba de bronce.» Sánchez-Silva lo ha definido también no sin cierto humor: «Un cuento es una casita de nada, pero complicada como una maquinaria de relojería y tan simple como una naranja» (Prólogo). Quizá el secreto del cuento resida en esa extraña mezcla de complicación y sencillez. En todo caso, como ha escrito José María Merino, «el cuento no es un género menor: es la sal de la literatura».

Cuentos, pues. Pequeñas piezas maestras, recorridas por personajes que se debaten entre el amor y la muerte, entre el miedo, la esperanza o la amargura; víctimas de alguna guerra, de un equívoco, del fracaso, o simplemente de los insospechados vericuetos del destino; personajes marginales o marginados, que acaban siendo de una rara lucidez y hasta sorprendentemente bellos.

Entre estos últimos, Sánchez-Silva se ha fijado con especial interés en los tontos y los locos. Una «novela corta» como Las personas extrañas gira en torno al mundo de un manicomio, donde el lector adivina el contraste establecido entre la loca cordura de los cuerdos y la cuerda locura de los locos. El microcosmos de Las personas extrañas es riquísimo. Ya nada más entrar en esta «novela corta» —como la llama el autor para distinguirla de los «cuentos largos»—, nos encontramos sumergidos de sopetón en un mundo extraño, un mundo habitado por «algunas mujeres, algunos hombres, ligeramente extraños, como fuera del tiempo». De pronto advertimos —¿con inquiedud?, ¿con alivio?— que se trata de una Residencia para enfermos nerviosos. La «población del establecimiento» está compuesta por un caballero vidriera, digno heredero del licenciado cervantino, sólo que éste se conforma con tener las piernas de cristal; uno «que tenía miedo y no lo podría explicar nunca»; otro «que se creía muerto y, sin embargo, protestaba en el comedor cuando no le permitían repetir la sopa»; otro, mucho más joven, que «decía carecer de estómago»; un curioso mudo, que, como otros se negaron a crecer, él se había negado a hablar: jamás lo hacía y, sin embargo, «todos sabían que podía hacerlo»; otro «afirmaba haber sido curado por Jesús en Galilea». Etcétera. Ya se ve: personas extrañas.

Sólo un niño como Zarín es capaz de deslizarse entre los perturbados «tranquilo y alegre, como entre los árboles gesticulantes de un parque imaginario». (No es el caso de recordar aquí la parábola del «rey sabio» que cuenta Jalil Gibrán en El loco: lo cierto es que la sabiduría de aquel rey cuerdo consistió en saber volverse loco a tiempo, cuando sus súbditos locos sospechaban del estado mental del rey, pues ya se sabe que en el país de los locos sólo está loco el cuerdo.) Sólo Zarín, en su inocencia, intuye o adivina la lógica interna de ese mundo incomprensible para los ojos miopes del adulto. Sólo él no cae en la trampa: «“No te fíes, es un loco”, le había dicho en cierta ocasión su madre; pero daba la casualidad de que Zarín opinaba lo contrario. Tenía pruebas de que confiar en Camilo era mucho mejor que hacerlo en sus compañeros de colegio, y en ocasiones, mejor que en sus propios padres.» Quizá esa facilidad para entenderse provenga de que los locos y los niños «tienen entre sí un enorme parentesco espiritual». Ellos tienen un sentido distinto del tiempo, de la duración, del valor de las cosas, de lo esencial y de lo accesorio. No es extraño que el común de los mortales se extrañe ante una visión tan insólita del mundo. Porque, en efecto, «la gente sólo sabe extrañarse», pero ellos «eran idealistas».

También Demetrio, el de Tal vez mañana, hablaba, razonaba, preguntaba como un niño. Sólo los niños son capaces de reír «sin motivo alguno, desde luego» (Francisco). Pero es que también Demetrio estaba aquejado de «una extraña locura. Una locura de cuerdo, claro». «¿No será la locura un sueño?», se pregunta la señorita Una en el mismo cuento.

«¿Estarán locos también los animales?2 ¿O simplemente soñarán con un sueño infinito?». El viejo Heráclito había dicho: «Muerte es cuanto vemos despiertos; cuanto durmiendo, sueño.» De hecho las personas extrañas son «todos los que están fuera… de todos los locos y todos los niños del mundo». Sólo que a esos extraños les causa extrañeza la peculiar forma de ser y estar en el mundo de los otros. Y así, a los verdaderos extraños, les parecerán extraños, por ejemplo, los dos hombres de Los tontos están locos: «eran dos pobrecitos tontos, según lo que de antiguo pensamos los que nos tenemos por listos; pero mejor fuera decir que eran dos felicísimos tontos»; uno era más tonto, «tal vez porque se lo merecía más». Este juego pirandelliano ofrece una combinación de espejos de sugerentes posibilidades. Sabemos, o creemos saber, que Pepe, el tonto de la primavera, con sus «ojos castaños muy bellos, muy suaves y como llenos también de amor», unos «ojos mansos, dulces, obedientes», no tiene conciencia de la conciencia que de su tontería tenemos los «listos»; pero, cuando lo emborrachaban, «algo parecía avisarle de que corría el peligro de volverse listo».

Un loco se pasea por Pequeño Darío, al lado de otro personaje que pertenece a la nómina de los fracasados, que es otra especie de heroísmo: el «heroísmo difícil de quien conoce sus propios límites». Y no falta el que se volvió loco después de pasar «una noche en la trinchera cegada bajo un cadáver» (Miedo). Traspasar los umbrales del miedo puede ser la puerta de la locura. De otra locura.

El miedo aparece en varios textos. Hay un miedo, como el de la señorita Una de Tal vez mañana, más bien psicológico, quizá procedentes de la inseguridad de estar en el mundo, o acaso en un determinado mundo. De hecho, ella, que «tiene miedo a menudo, prefiere el miedo muchas veces a la compañía. Teme que no la entiendan». Pero hay otro miedo físico, que adquiere connotaciones tangibles, magistralmente descritas por el autor. Es el miedo que da título a un cuento ambientado en la guerra civil. El contable de Miedo, que a sus setenta años llevaba ya «dos, tres, cuatro guerras» a sus espaldas, en sus «huesos descalcificados», tiene un miedo que «se sale del cuarto, resbala invisible y sin límites por las junturas de la puerta cerrada, y se sale a borbotones silenciosos por la ventana sin cristales ni madera». A través de tan gráfica descripción, el lector percibe el escalofrío que recorre al personaje.

El miedo, en este caso, viene asociado a la guerra, que de un modo u otro está presente en otros cuentos: en Francisco, en El héroe, con el problema racial subyacente; en Tres rosas rojas. En La noticia figuran las dos, la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial. Del protagonista de Pesinoe sabemos que «hizo una guerra». No sin cierto doloroso humorismo afloran ya los gérmenes de la guerra civil en un cuento tan divertido como La primera rueda: «…entonces no era España, sino un enorme solar donde igualmente se pudo fundar Francia si no se hubiese dado la folklórica circunstancia de que los dos únicos “españoles” que existían sobre lo que habría de ser la Península Ibérica se miraban ya con escasa simpatía».

El miedo, que casi siempre es temor a perder lo irreparable, suele tener relación con la muerte y el destino del hombre. En La señal, Federico, que al cumplir los treinta años anda «muy preocupado con el destino del hombre»3, se estremece cuando la sombra de una mariposa planea sobre la página que lee. También en esta ocasión el desasosiego se apodera del lector, que participa de la angustia del personaje, viéndolo debatirse en esa línea indecisa que separa la realidad del sueño, como Chuang-Tzu, aquel filósofo taoísta chino del año 300 a. C., que, tras haber soñado que era una mariposa, «al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu»4. Sólo que Federico acabará por comprobar su enajenamiento definitivo, es decir su salida de sí, su muerte. ¡Extraños vericuetos del destino! La estatua apunta el único destino inamovible. En cambio, el personaje de Por una broma, encuentra su amor a través del hilo quebrado de una broma y un equívoco5.

El amor es analizado en varios cuentos, a veces con su pequeña ironía, siempre con respeto y veneración. El amor es un estado de gracia, que hace ver la realidad de otra manera. «Estar enamorado es estar de otra manera… Cuando uno está enamorado, la prisa corriente desaparece. Cuando uno está enamorado y el amor es verdadero, incluso conviene una determinada pauta, un entrenamiento lento para el nuevo sistema de respirar, de mirar, de dormir… De repente, unos ojos se meten dentro de uno y comienzan a revolverlo todo» (El héroe). «Los novios son buenos y algo raros. Están como distraídos» (Amor). Por eso el amor convive difícilmente con la prosa de la vida, el egoísmo, la estrechez de miras. Gabriela, cuyo perfil surge entre las brumas de la memoria del personaje de La defensa, «nunca había entendido este amor mixto de ideal y practicismo, de violines compatibles con la avaricia de los contratos de arrendamiento». Cuando la vanidad o el engaño disfrazan «de amor lo que no podía serlo» todo se derrumba, porque falta, «esencialmente, la presencia de la libertad».

Una historia de amor especialmente bella es la de Pesinoe. En ella nos hallamos frente a un ser desarraigado que se enamora de un ser imposible. El lector asiste conmovido —y en el fondo preocupado— a la pasión de ese hombre ausente que parecía perdido ya para cualquier causa. Poco a poco él mismo comprueba la realidad de una revolución interior que tan improbable parecía: «No era fácil confundir aquel sentimiento, mezcla de ausencia y deseo. Era amor.» Desde el Cantar de los Cantares sabemos que «el amor es fuerte como la muerte»; desde Virgilio, que «el amor lo vence todo». Y así, aquel hombre alto y musculoso, que «no quería convivir, porque convivir no era ya colaborar con sus semejantes, sino ser cómplice suyo», quema literalmente las naves y se entrega sin condiciones. «Somos el mundo que amamos: no hay otro», dice la sirena. Las últimas líneas de este cuento hermosísimo y sobrecogedor dicen: «… seguían abrazados, los ojos muertos en los ojos muertos, abrazados y ciegos, abrazados inútilmente para siempre. Inútilmente. Para siempre». Hubiéramos preferido que desapareciera el adverbio.

Una de las características de la literatura de Sánchez-Silva en general es su sentido del humor. No busca provocar la carcajada (el autor desprecia lo que Juan Ramón hubiera llamado la «sonrisa que se pierde en risa»), sino teñir la narración de pequeñas ironías, suaves pinceladas de humor. El lector encontrará hallazgos verdaderamente felices, como ese señor gordo de Adelaida, que, desde el punto de vista de la chinche, es un «inmenso restaurante llovido del cielo»; o a propósito de su visita al «especialista de huesos», la ocurrencia de que parecería más lógico que le viera un «especialista en carnes». O ese «cuartito de estar, que seguramente se llamaba así porque jamás nadie estuvo en él» (Un caso de suerte). Adviértase en Los jueves de las tías los socarrones comentarios sobre «la profesión de sobrino». O, en fin, el hombre de talento de La factura, quizá heredero de Gum Cuarto cuando decidió adrede retrasar el invento de la rueda (La primera rueda). Leves toques de humor, que no faltan ni siquiera en un relato tan severo, tan misterioso, tan atormentado como El hereje.

Todo este material aparece aderezado con una gran sabiduría literaria. El lector avisado se topará continuamente con metáforas u observaciones ingeniosas a fuer de sencillas, tomadas del ámbito de lo cotidiano. Por ejemplo: «…su cara, dividida en dos zonas, luminosa una y oscura otra, semejaba esas muestras de las farmacias que intentan representar el dolor y el bienestar de un mismo rostro» (La señal). «…cierra los ojos muy apretados, como los niños que fingen no mirar» (Miedo). A veces una gradación particularmente acertada confiere a la metáfora un tono de intensidad insospechado: «La vida se presentaba difícil algo así como un objeto concreto —una ventana, un ovillo de hilo, un verso—, pero escurridizo e inasible» (Un caso de suerte). O el pequeño apunte que resume un estado de ánimo: «Las seis, esa hora estúpida por excelencia» (Ib.). O la osadía de la comparación: «Y a mí me parecía una "peque" indigna de recoger mis palabras del suelo, como el chico de la peluquería recoge los fragmentos capilares inservibles de la clientela» (Ib.). «Algunas pecas medio desvanecidas rodeaban sus ojos y seguían, como las débiles huellas de una caravana en el desierto, la línea de las aletas de su nariz» (La defensa). O la evocación de un ambiente determinado: «Las luces, aunque sabiamente rebajadas, dotaban a los árboles, en la noche oscura, de una fantástica vida submarina». En ocasiones, el adjetivo inesperado y eficaz, que por serlo no mata y sí da vida: «El aire confuso y avergonzado de las habitaciones en mudanza» (Pequeño Darío). La «canicie amarilla» que da la edad a las fotos (Mi prima). O definiciones imaginativas, con su inevitable caricia de humor, que las hacen tiernamente inolvidables: «Ya se sabe que las madres son hermosas cuevas floridas con una dulce aspirina dentro», dice el narrador en ese delicadísimo cuento que es Adiós, Josefina, y que merecería él solo un amplio comentario6. O agudas reflexiones sobre el estilo, como aquella de Adelaida: «Leí otra enorme página en la cual podían contarse los adverbios por racimos. Estaba un tanto desasosegado con los adverbios. Casi me picaban.» O gráficas sinestesias: «Camilo arrancaba unos sonidos agrios a su instrumento» (Las personas extrañas). O descripciones cinematográficas, como la del encendido del gas en Tres rosas rojas: «Se iluminó primero mi nariz, luego los lentes, y después, poco a poco, el clavo, el retrato de nuestra hermana, el cuadro de la Cena, el techo». Y, en fin, la habilidad especial para crear principios insólitos y concluir con finales sorprendentes: «Una cabra es siempre una cabra» (Miedo). «Pero corrigió la firma de todos modos: Rosita» (Un caso de suerte). Aquí habría que añadir La verdad, con la sorpresa impensada de que sea el propio Pilato el que quiera robar el cuerpo de Jesús. Mención aparte merece Un caso de suerte, éste con un final digno de Roald Dahl. Todo ello es índice de una cuidada carpintería, de una meditada labor de arquitectura.

No quiero acabar sin dedicar un recuerdo especial a Adán y el Señor Dios. Es éste un cuento en la línea temática de Marcelino Pan y Vino, cuya simetría explicita el autor en su prólogo: si Marcelino era un «cántico a la figura de la madre», y «en aquel relato ella era “el personaje ausente”», Adán y el Señor Dios representa «la necesidad de hacer algo semejante con la figura del padre». También la línea estilística es paralela, y si carece de sorpresa final, pues ya el autor se encarga en el prólogo de decirnos dónde acaba exactamente, mantiene esa calidez narrativa, esa sonora entonación épicolírica reflejada en los numerosos endecasílabos sembrados en la prosa.

Ya desde la primera línea de la Metafísica de Aristóteles sabíamos que «todos los hombres por naturaleza desean saber. Señal de ello es el amor a las sensaciones». Tomás de Aquino lo corroboró afirmando que de la curiosidad surgió el principio de la filosofía. Ahora Sánchez-Silva matiza diciéndonos que «de la ansiedad del hombre por ver y saber nació la primera oración de este mundo». Porque acaso orar sea otra manera de filosofar. Por lo demás, páginas más adelante el propio Señor Dios se encarga de definirle al hombre lo que significa ser racional: «Quiere decir que así como los animales saben algunas cosas, ignoran, en cambio, que las saben, mientras que tú sabes mucho más y además sabes que lo sabes.»

Muchas otras cosas tiene este cuento largo dignas de ser reseñadas. El asombro de la primera noche de Adán y el agradecimiento consiguiente por el hermano sol, que también había cantado, aunque con otro acento, Blanco White en un célebre soneto; la colaboración de Adán en el nombre de las piezas que componen el inmenso retablo de la creación; el descubrimiento progresivo de las cosas más elementales, como siglos después haría el hijo del hombre en un poema de Borges: «el sabor de la miel y de la manzana, el agua en la garganta de la sed, el olor de la lluvia, el rumor de unos pasos sobre la hierba…». Porque, en fin, en fin, Adán, aquejado de una imperceptible soledad, buscaba sin saberlo la compañía de su Creador, el cual aparecía suavemente «en el susurrante seno del viento y otras veces en las lejanas pisadas de seres ignorados». Idéntica experiencia tendría siglos después el profeta Elías. Esperaba el profeta el paso de Yahvé, cuando «vino un huracán tan violento, que descuajaba los montes y hacía trizas las peñas…; pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento vino un terremoto; pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto vino un fuego; pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego se oyó un brisa tenue; al sentirla, Elías se tapó el rostro con el manto, salió afuera y se puso en pie a la entrada de la cueva», porque Yahvé venía con el rumor suave de la brisa (1 Reyes 19, 11-13). Y es que, según Rabindranath Tagore, el poder de Dios no está en la tormenta, sino en el céfiro. Como el poder de la literatura acaso no se halle en la longitud, sino en la esencia. Non multa, sed multum. El lector tiene en sus manos una colección de frasquitos que contienen esencia de literatura.

Emilio PASCUAL

UN SEÑOR ALTO Y GRUESO

HOY, AL LLEGAR a casa, me ha dicho Paula:

—Ha estado esta mañana un señor alto y grueso preguntando por usted. Le dije que usted no estaba y me respondió que volvería por la tarde.

Me extrañó. Yo no tengo amigos y no recibo a nadie en casa. Vivo como un oso solitario que supiese leer. La vieja criada —mejor ama de llaves— es para mí como un mueble más, como un utensilio tal vez no muy necesario pero que tiene todo el poder de nuestra costumbre a su presencia.

No tengo ocultaciones. Mi padre, al morir, me dejó en herencia una modesta fortuna en metálico y su biblioteca, una de las mejores de la ciudad. Apenas si trato con mis semejantes. No los necesito, aunque tampoco por eso los desprecio. Pero la verdad es que no me hace falta. La criada, que me vio nacer, me ahorra casi todas las palabras y, sobre todo, cualquier contacto con los demás. Sabe mis costumbres, adivina mis deseos y obedece sin equivocarse cada uno de mis gestos.

Leo mucho, paseo un poco y pienso bastante. Lo primero lo suelo hacer al despertar mientras mi vieja Paula prepara el desayuno; otro poco por la tarde y ya después de cenar, hasta muy avanzada la madrugada. Lo segundo, antes de comer y después de ponerse el sol. En cuanto a pensar se refiere, por desgracia, me veo obligado a hacerlo durante todo el día y parte de la noche. Creo que este es mi único gran vicio.

Suelo contemplar mi vida desde fuera, como si fuese la vida de otro. Y entonces me entristezco. Estoy absolutamente convencido de ser un ente raro y hasta un poco misterioso para mis pacíficos convecinos. No dudo que piensen mal de mí ni me extrañaría que deseasen mi desaparición. Sé que soy, o seré, una de esas ridículas víctimas de insólitas costumbres que se crean para las novelas de asunto detectivesco. Sin embargo, dentro de mi soledad, encerrado en ella y sirviéndose ella, precisamente, de espejo de mi vida, vivo satisfecho. Los hombres siempre me parecieron malvados, estúpidos o vanos la mayor parte. En cuanto a las mujeres, confieso que no las conozco; pero me las figuro —por mi vieja Paula, huérfana de todo afecto como yo— muy aburridas.

Por todo ello, sólo el anuncio de la visita que me acecha esta tarde no me va a permitir almorzar tranquilo.

Hace dos horas que he almorzado. Como antes pensé, no he podido hacerlo con la acostumbrada complacencia. Me ha faltado… mi soledad. Sin embargo, creo como ayer que esta empecatada costumbre de escribirlo todo me va a costar un grave disgusto cualquier día.

—¿Quién será? ¿Qué querrá de mí? —me he preguntado todo el tiempo. Después de comer, enganchada aún la pregunta en el entendimiento, me he puesto a leer una obreja ridícula de teatro. Es malísima. Apenas si he logrado entender tres frases seguidas. Más tarde he contemplado uno por uno, detenidamente, antiguos retratos familiares que, como ventanas hacia lo que fue, penden de todas las paredes de mi casa. La mayor parte de estos señores y señoras me son desconocidos. Todos ellos han muerto ya. El que menos tiempo hace es mi padre, que fue enterrado allá por los confines del 85.

También me he cansado de contemplar retratos. Entonces he ordenado a Paula que, plumero en mano, repase bien todos los rincones, no sea que el visitante vaya a encontrar demasiado polvo en la guarida de este oso viejo. Yo mismo, minuciosamente, he arreglado mi saloncito-biblioteca, donde pienso recibirle. He quitado una por una todas las motitas de tabaco que negreaban sobre la mesa. He escogido dos o tres antiguas revistas ilustradas, pues tal vez mi hartura de soledad me obligue a hacerme esperar por una especie de vana coquetería. Si así no fuese, el desconocido no tardaría en conocer mi poca sociabilidad. He colocado las sillas de un modo que me ha hecho sonreír; quizá tengan ahora una postura algo afectada, pero así me ha parecido mejor para fingir una convivencia que no existe. Y he mullido, con un celo insospechado, todos los cojines. Hasta he reñido a Paula por un solo roto que he podido apreciar en un visillo. La pobre ha llorado en silencio. No tiene costumbre de que la regañen. Una vez que he creído todo en condiciones he ido al despacho y he hojeado una Historia de Italia que tiene muchos grabados. Para hacer tiempo.

Reconozco que estoy nervioso, agitado, fuera de mí. Lo he notado, entre otras cosas, en mi pitillera. Nunca fumo después de comer más que un solo cigarrillo y acabo de comprobar que hoy ya llevo fumados tres. Por más que trato de recordar no puedo ni imaginarme al visitante. ¿Alto y grueso? No sé. Me hubieran servido para lo mismo unas señas completamente opuestas. Yo no conozco a nadie. Lo que no es una razón —he pensado inmediatamente— para que alguien pueda conocerme a mí. No frecuento ningún centro de reunión, ni siquiera al aire libre. Mis paseos —deliciosas caminatas sonambúlicas— discurren por los sitios más solitarios. Vivo en la misma casa hace más de veinte años y de mis cuentas en general se encarga la vieja Paula, a quien instruí pacientemente durante mucho tiempo para que me sustituyese con plenos poderes en los empachosos asuntos civiles. Incluso al Banco, a cobrar el trimestre, va ella siempre.

¿Un señor alto y grueso? No me lo explico. Alguna vez que ha pasado por aquí un viejo conocido de mi ciudad natal me he negado a recibirlo o he procurado no saludarle al encontrarlo en mi camino. Así me he evitado enojosas amistades.

La verdad es que me encuentro cada vez más nervioso. Haré una visita a mis pájaros, que habitan en la parte posterior de la casa.

Me he asomado al balcón. Ya azulea la tarde por encima de las callejas murmurantes. Han transcurrido otras dos horas y no ha venido nadie. Ya va esto siendo una pesadilla fea. Aburrido de mis pájaros, que siempre pían lo mismo, me he puesto a revolver un baúl que contiene recuerdos de mi padre. Una medalla mohosa, ganada gloriosamente en un combate, trajo a mi imaginación unos minutos de alivio. Pero bien pronto surgió en mí aquel empecatado señor alto y grueso que me invadía con su personalidad desconocida. ¿Sería aquél…? ¿Pero qué fantasma marchito estaba yo resucitando ahora? ¡Si aquél murió en tal año y entre tales circunstancias! ¿A que iba yo a desempolvar a los tres difuntos que conocía? De repente me fui hacia Paula, que estremecida dejó de recoser unas medias color de caramelo.

—Prepara café para dos —la dije rápidamente, como sin querer oír mis palabras.

Paula se levantó sobresaltada y echó a andar hacia la cocina muy de prisa, con la inevitable precipitación del que no sabe lo que va a hacer. Y era natural. A ella le estaba prohibido el café y yo estaba solo en casa. Debió de pensar que me había vuelto loco. ¿A quién iba a invitar yo? ¿Al señor que no había venido? Me dio pena ver el destartalado movimiento de sus caderas. ¡Pobre vieja! ¿Pobre vieja? No; en fin de cuentas hace siempre lo que quiere.

—¿Café para dos? —preguntó aún, desde la cocina, la vieja Paula. Su voz me fue desconocida. Parecía como si, de pronto, ante aquellas palabras, me hubiesen entrado por los oídos, con ellas, unos deseos irrefrenables de revivir, de convivir, de vivir.

—¡Sí! —grité.

Acababa de comprender que ya, sin saber bien por qué, quería a mi desconocido visitante. Andando de prisa hacia mi despacho, pude oír un suspiro de mi vieja Paula, casi ahogado por el sonido metálico de los cacharros.

Son las diez de la noche. Estoy en el salón-biblioteca. Dos tazas de café frío ya, una frente a la otra, semejan dos ojos negros, profundos, estáticos. Sobre la mesa, miran atónitos al techo, sin verlo seguramente. No sé por qué pienso que así deben de estar los míos.

Ya se me iba a olvidar decir que el señor alto y grueso no ha venido.

Madrid, 1934

MIEDO

UNA CABRA ES siempre una cabra. Pero un hospital no siempre es un hospital. Así este de C. que levanta su fábrica inexpresiva cerca de la costa levantina. No tiene ventanas. Ni agua. En él se carece de alimentos, de medicinas, de aparatos, de ropas… Sin embargo, ¿es inaudito que exista un médico-director, un administrador, dos chauffeurs, un cocinero, un contable, varias enfermeras? No: es la administración marxista.

Aún no han llegado los primeros enfermos. Se les espera. Tienen que venir. No pueden faltar. Si no llegasen nunca, ¿qué haría el director, qué pintarían allí el contable, los chauffeurs?

El director del hospital es un hombre bajo, seco, parco. Tiene el pelo canoso y larga la nariz. Es valenciano. Es tisiólogo. Ha llegado hace poco. Come con buen apetito, no habla apenas y suele dar largos paseos.

Cuando este hombre ha visto la total desnudez del hospital, la inadecuación absoluta, ha reunido al personal. Y le ha preguntado:

—¿Esto es un hospital?

—Sí, señor.

—¿Yo soy un médico?

—Sí, señor.

—¿Están ustedes conformes?

—Sí, señor.

Luego, indiferente, ha pedido al coro que le indicase su habitación y ha encargado agua caliente para afeitarse.

El administrador es grande, gordo, peludo. Su frente estrecha está constantemente fruncida en amenaza y sus manos rojas, enormes, subrayan el gesto como dos mazos. Un alma huraña se asoma a sus ojillos emboscadas en las cejas caídas. Vive aquí con su cuñada y una hija de ella que también es cuñada de su hijo, dicen.

Pero también dicen que los enfermos no han de tardar. Y tardan. Todos los días, de mañanita, el director y el administrador, en compañía de algunas enfermeras, se acercan al pueblo. Van a esperar el camión. Ahora, con la guerra, siempre se espera un camión. Para unos es un camión de víveres, para otros un camión de noticias. Aquí, ellos, esperan un camión de tuberculosos. Es igual.

El contable no sale apenas. Es ya viejo. Tiene cerca de setenta años y dos, tres, cuatro guerras encorvan sus huesos descalificados. Tiene el pelo blanco y los ojos azules, de niño. Es pulcro y miedoso como un gato y ya, a menudo, le tiemblan los dedos como hojas de otoño. Habla dulcemente y se acobarda de todo. Por cualquier cosa sonríe con amabilidad. Es un contable pequeñito, pequeñito. Y sin corbata.

A la atardecida, regresan del pueblo separados y silenciosos los que se fueron. Vienen hoscos, sin enfermos, sin heridos. Alguien, a la puerta, como a su pesar, dice suspirando:

—¡Mañana será otro día!

Y luego cenan todos juntos. Sólo ocupan una fila de cuatro mesas de mármol. Se sientan en bancos, a un extremo el director y al otro el administrador, cabe la cuñada. Enfrentados comen el hijo y la hija, los chauffeurs, las enfermeras, el cocinero, el intranquilo contable. Se mastica, se gritan obscenidades, se blasfema. Al contable se le ve, por momentos, desaparecer en su plato. Cada palabra fuerte le aplasta más. Sonríe a todos; a todos, sin que se la exijan, da la razón con gesto humilde y comprensivo. Si le miran se pone colorado como un colegial y sus ojos azules piden claramente perdón mientras su cabeza blanca, invariablemente, mecaniza hasta la continuidad un movimiento afirmativo. Si no le miran, se encoge, se encoge y come de prisa, con las manos muy cerca de la cabeza y la cabeza del plato. Se encuentra atrozmente desplazado. No comprende la guerra de aquí. Está asustado. El pobre hombre debe de ser «de derechas».

Cuando termina de comer, el contable observa a todos con disimulo. Si no hay algazara que distraiga a los comensales, espera. Si la discusión o los gritos lo permiten, se levanta despacio, con recelo, y se retira silenciosamente. Si alguien le sorprende, enrojece, sonríe y, levantando a la altura del hombro su puñito infantil medio cerrado, medio abierto, balbucea inclinándose ceremoniosamente:

—Salud, compañeros…

Al mediodía, el paisaje es áspero y ardiente. El hospital se levanta sobre la calva del cerro. Desde sus ventanas sin terminar se columbra la línea marina. Abajo, protegidos apenas del sol, sestean los hombres tirados en el suelo, con la cabeza oculta por los brazos, por las gorras, por los periódicos viejos. Parecen fusilados.

La guerra aquí es apenas una tormenta lejana. De tarde en tarde, truena ligeramente hacia la parte de Cartagena. Entonces la gente del hospital recuerda, con las gaviotas en fuga, el combate. Porque eso sí, la guerra también palpita aquí; a golpes espaciados, pero profundos.

Mas el sol sigue, el mar sigue, la guerra sigue. Todo sigue, menos el viejo contable cuya maquinaria se ha detenido hace unos días. Ya tiene un enfermo el hospital: al contable se le ha fundido una biela. Sin saber cómo, una tarde salió y sólo al día siguiente fue notada la falta de su leve presencia de pájaro. Le buscaron. Estaba junto al mar, sentado en una playita como una sartén mirando sin ver y sonriendo al horizonte bajísimo. —¿Rezaba?—. Cuando le pusieron la mano encima se levantó eléctricamente, inundado de terror, para caer después de rodillas sobre la arena, con el puñito a la altura de la clavícula, diciendo débilmente:

—Salud, compañeros…

Luego, suave, casi plácidamente, se fue desmoronando sobre sí mismo hasta quedar arrugado en el suelo como un traje vacío. Le llevaron en brazos. Le acostaron. Cuando se interrogó al director, expuso:

—Nada. No tiene nada.

Ahora hay enfermos en el hospital. Casi cien. Soldados rojos todos. Han subido poco a poco, en grupos, a días. Traen hambre, fiebre, piojos. Arrastran sus maletas, sus fardos hasta el edificio. Cuando llegan sacan un papel sucio y lo exhiben con un orgullo triste: es la baja. El director los mira y dice:

—«Suban». El comedor se ha llenado. Ahora se grita más, se blasfema más, se escupe más. El director se ha vertido como un vaso sobre un mantel: no tiene autoridad. Si acaso, los que mandan allí algo son el administrador, la cuñada del administrador, el hijo del administrador, la cuñada del hijo del administrador. El grande hombre deja ver a veces la culata enorme de un Colt anticuado.

Hay caras de enfermos, voces de enfermos, olores de enfermos. Hay ojos brillantes, hay labios blancos, hay pómulos que arden. Se come.

El contable se sienta en medio sitio, come la mitad de su ración, tiene fuera la mitad de su vida. Porque quiere pensar que no piensa. Está oprimido a babor por un mozallón gigantesco que deja escapar por el cuello sucio de la camisa su abundante vegetación pectoral. Por estribor le ciñe una enfermera baja y gorda, blanda y todavía joven que se entiende con el gigante, evidentemente borracho.

Alguien, de repente, rompe a hablar a voces. Pero en la mesa de enfrente el administrador acaba de besar con ferocidad en los labios brillantes de grasa a una chica que pasaba a su lado y una carcajada general ha estallado como un bombazo en el comedor lleno de moscas.

El contable también se ríe, pero con una risa distinta, tan lastimosa, que le tiemblan los labios como si tiritase de fiebres palúdicas. Cerca de él come un loco. Los ataques le vienen a veces cuando oye la guerra cerca. Pasó una noche en la trinchera cegada bajo un cadáver. Es su único tema, esté o no en su juicio. Lo cuenta y recuerda, segundo por segundo, la agonía del otro:

—Cuando acabó —dice— creí que era yo el muerto.

Y enseña su cabeza rapada, que le encaneció aquella noche.

La conversación se ha generalizado. Se habla de la guerra. El contable se escurre como un chico de su banco y emprende la retirada como todos los días, sonriendo, diciendo que sí con la cabeza. Cuando va a salir, el loco le detiene por una manga:

—¿Dónde vas?

El viejo se estremece y como si hubiera sido cogido en una travesura, se sienta otra vez balbuceando, sin dejar de sonreír. El loco se dirige a él con una voz remota, con una voz que nace en la oscura lejanía de sus ojos:

—Aquella noche estaba de malas…

Y en su lengua, con sus imágenes desniveladas, de pesadilla, le repite por centésima vez cómo había ido cayendo la tarde en su posición, punteada de disparos. Cómo el día entero había sido un presagio de nubecillas blancas de schrapnells, de fuego de ametralladoras cantando por ráfagas, de tanteos de baterías ligeras… El loco, al llegar al instante anterior de cegarse su trinchera, se ponía en pie durante su narración y gritaba. Porque al tiempo de empezar un Bullman remoto sus guiñas precursores, la artillería gruesa se había ido destapando. Fogonazos simultáneos y opuestos habían rasgado la oscuridad y los morteros, las ametralladoras pesadas y la fusilería empezaban su dura canción de muerte. Temblaba la tierra y en el aire, de vez en vez, se incendiaba una bengala, bailoteando un momento su luz sobre los cascos de acero y las bayonetas. El loco gritaba entonces, como aquella noche:

—¡Virgen santa!

Y, como siempre, alguien se lo llevaba a rastras, lívido, sudando, con la boca desencajada como un muerto por asfixia. Esta vez, cuando el loco llegó al paroxismo, el viejo aprovechó la ocasión y salió del comedor como un gato.

El contable, mientras sube la escalera, no recuerda por qué se llama Carda. Señor García le llamaban antes, recuerda sólo. Le duele algo así como un hijo o un padre que no se sabe dónde está y este dolor se le sitúa en alguna parte que no radica en su cuerpo ni en su alma. Sus pensamientos son cortos, interrumpidos, como si fuesen luces cortadas por el cuchillo tenaz de una sombra espesa y pesada que le taladra las sienes. Sube alucinado, como siempre, la escalera. Escucha sus pasos con un terror silencioso que le levanta las raíces del pelo. Le parecen los pasos de otro que viene a sus espaldas, que llega, que se echa encima ya… Entonces se detiene. Pero los pasos siguen sonando, pasan junto a él y los oye delante: es su corazón, que sube la escalera mientras a él le clava los pies el terror.

Lleva aquí unas semanas. Huyó de Cartagena y un día el hambre lo empujó a la cuneta sin sentido. Alguien lo cargó como un saco en un camión y lo trajo al Sanatorio. Allí le preguntaron quién era, qué era y de dónde venía. Pero él dijo simplemente:

—Me llamo Gómez. Soy contable. Vengo de una fábrica que ha parado por la guerra.

Y, por lo visto, una luz extraña, de miedo demente, le cruzó por los ojos azules. Los que le interrogaban creyeron que era hambre. Pero, no; es que el señor García, jardinero de los frailes, no había mentido nunca.

La luz del descansillo, mientras sube, le da en las costillas como una mano temblorosa y blanda que empuja o atrae sin fuerza. Pero su sombra va creciendo en la pared de enfrente hasta ser monstruosa. A él le parece que algo enorme le espera allí en acecho para aplastarle aunque invariablemente, cuando vence el tramo la sombra gira con él y él la siente seguirle calladamente. Entonces es cuando oye los pasos que no son suyos.

Tiene un cuarto arriba. En el cuarto, sin instalación eléctrica, arde una vela que tiene ya ahumado el techo con un gran círculo negro mate, que parece un extraño agujero hacia afuera. Cuando la enciende bailan en las paredes la cama y las sillas. El mismo, al andar, llena la estancia de sombras alargadas como las de un pulpo inmenso que luchase en el fondo de un mar de impalpables aguas amarillentas.

El miedo del señor García se sale del cuarto, resbala invisible y sin límites por las junturas de la puerta cerrada y se sale a borbotones silenciosos por la ventana sin cristales ni maderas. A veces, oye ruido en la parte posterior del edificio y se asoma a ella para agradecer sin palabras la consoladora compañía de la voz humana. Entonces, cuando no hay luna, la vela tras él dibuja afuera una cabezota gigantesca sobre la tierra, subiendo y bajando sin cesar como dentro del marco siniestro de una guillotina indecisa. Parece una gran boca oscura que avanza y retrocede ansiosamente para aprisionar algo de una dentellada.

El contable empieza a desnudarse. Entre los escasos dientes le sale el resuello de una frase interminable: el señor García reza, como quien sueña un sueño incontenible, en alta voz. Cuando se acuesta, cierra los ojos muy apretados como los niños que fingen no mirar. De cuando en cuando, los faros de algún estruendoso camión que sigue la carretera le meten de golpe en el cuarto todos los árboles del contorno que bailan un momento ante sus ojos desencajados una zarabanda fantasmagórica.

Él no sabe cuándo ni de dónde va a venir el golpe; pero lo espera siempre con una congoja que le abombaría el pecho si no lo tuviese cóncavo de cuidar la huerta arrasada del convento. De pronto, la puerta se abre de golpe y espanta a un murciélago adormilado que huye entrecortadamente, chillando. Ha sido el aire, pero la verdad es que muy bien puede agazaparse tras el aire lo que él espera. Se levanta. Lleva un calzón largo, amarillo, que parece cortado en su misma piel, sobre el propio esqueleto. Cierra la puerta y regresa. Abajo suena algazara. Salen del comedor y alguno canta una copla irreverente con voz atiplada. De repente, suena un tiro. El señor García se santigua de lejos, como ha aprendido a hacerlo de su miedo, en un gesto rápido y corto que se aproxima a una bendición hacia adentro.

Pero al tiro ha sucedido abajo una estruendosa carcajada.

El Colt del administrador es bueno y escupe sin equivocarse. En medio del corro se revuelca aún un gato rayado, herido de refilón en la cabeza. Las risotadas enloquecen al animal, que se mueve miserablemente como una alimaña deforme y pesada. Uno lo coge del rabo y el bicho tuerce la cabeza hacia él con esa mirada valiente y sin rabia con que miran los animales moribundos. Van a rematarle cuando alguien propone que baje Gómez a terminar la obra. Conocen su miedo permanente y aún es pronto para dejar de reír a costa de quien oculta algo.

—¡Gómez, compañero Gómez! —gritan.

A la ventana se asoma la cara demudada del contable. No acierta a enterarse de nada, pero asegura con gestos dislocados que está desnudo, que va a vestirse, que baja en seguida.

El gato sigue arrastrándose en una extraña marcha hacia atrás en la que todo el cuerpo aparece erguido excepto la cabeza, que arrastra dejando una mancha oscura a su paso. Cuando baja el contable, el corro se ha abierto un poco. Viene medio desnudo, con el faldón asomando una cuarta por abajo y un escapulario escarlata que sale del cuello hacia la espalda por encima de la chaqueta. Entre las risas y las manotadas del grupo, el administrador alarga su Colt al señor García, que lo recoge con el gesto maquinal de un autómata. Hay guiñas y varios índices extendidos le señalan la espalda. Son días en los que nada pasa desapercibido.

—Acaba eso, compañero —le dicen apuntando al gato.

Hay un momento de silencio. A la luz de las velas, las caras vinosas del grupo proyectan sus ojos hinchados sobre la espalda curvada del viejo. El contable mira, de soslayo, a los árboles prodigiosamente altos, que parecen sostener con sus manos el cielo oscuro, salpicado de estrellas lejanísimas. Y mira al animalejo que se arrastra penosamente. Le parece el gato de su convento. Tiembla como un azogado y la mano le sostiene apenas el peso del revólver.

—Apunta y aprieta el gatillo de una vez —le vocifera una mujer que soporta al loco abrazado a su cintura.

Algunos han sacado sus pistolas a la luz de las velas y el grupo se abre más delante del señor García. El contable levanta apenas el brazo izquierdo, con su puño cerrado epilépticamente. Le brilla la frente de sudor y los ojos se le paran como si de pronto hubiese pensado que soñaba. En tanto, el gato se ha detenido sin fuerzas y las patas traseras se le han doblado hacia fuera como a un caballo agonizante.

—¡Apagar las velas! —grita una voz impaciente.

Es el momento en que el señor García despierta y su voz alterada exhala una frase que remonta el brevísimo silencio como un sollozo:

—¡Salud, compañeros!…

Pero ya es tarde para todo. En la oscuridad suena una descarga irregular, en dos tiempos formados por las detonaciones peculiares de los pequeños calibres diversos.

A la luz de un encendedor automático, el señor García parece haberse caído de bruces e irse a levantar de un momento a otro. Han encendido una vela y ahora se ve bien que el contable tenía agujereado el escapulario en el centro, a la altura del corazón. Cerca, el gato se ha aplastado del todo contra la gruesa arena. Un tiro casual le ha alcanzado otra vez en la cabeza y a las luces inciertas que van confluyendo sobre él, puede apreciarse que un ojo verde le ha saltado de la órbita. Es que alguien ha disparado de buena fe.

Sin embargo, ahora los árboles parecen colmillos clavados en el azul infinito y una grande y sobrehumana cólera se levanta como un huracán por todo cuanto se extiende bajo la capa centelleante del cielo.

POR UNA BROMA

«AMIGA MÍA: NO sé si al buscar mi nombre al pie de esta larga carta habrá recordado usted quién soy o, mejor dicho, quién fui. Pero si usted se toma la molestia de empezar a leer creo que en su memoria despertará, por lo menos, el timbre lejano de mi voz.

Hace ya diez años que le debo a usted una explicación y, aunque muchas veces en el transcurso de estos dos lustros estuve tentado de cumplir mi propósito, nunca lo llevé a cabo hasta hoy.

Soy un hombre tímido, amiga mía, y me cuesta un gran esfuerzo obedecer al primer impulso, que ya me nace muchas veces unido a una grande y como subterránea necesidad de retroceder. Sin embargo, espero que esta vez podré vencer mis menguados ánimos y con ello esta carta llegará a sus manos, por fin, después de haber estado pensada —y aun escrita— casi una vez por cada uno de los diez largos años que han ido separando su voz de la mía.

Quiero confesarle, para terminar de una vez este a modo de enojoso preámbulo, que soy un hombre absolutamente serio y a mi entender honrado y que al realizar esta antigua aspiración mía, ya casi obsesiva, no pretendo con ello cosa alguna que no esté por completo dentro de los más severos principios morales y sociales. La prueba está en que dirijo esta carta a su nombre sin haber iniciado ni la más simple indagación sobre su actual estado o forma de vida.

Me basta, amiga mía, con que usted viva aún, acontecimiento que sabré si me devuelve el sobre a las señas que al final de mi carta le dejo escritas.

Y ahora caigo, después de llenar casi un gran pliego con mi modesta cursiva comercial, en que no la he suministrado aún un solo dato que me identifique; soy, como usted habrá leído ya, Agustín Muñoz. Y Agustín Muñoz, señorita, señora mía, estuvo enamorado de usted y usted lo supo. ¿Recuerda ahora?

Trabajaba yo en la Central del Banco de Colonias. Todas las tardes a la misma hora, llamaba a Valencia para dar las cotizaciones por teléfono a nuestra importante Sucursal de aquella Plaza. Y todas las tardes, a la misma hora, hablaba con usted que entonces —y no sé si ahora también— era usted telefonista. ¿Se acuerda ya de Agustín?

¿Ha olvidado usted nuestras breves conversaciones, siempre serias y ligeramente aburridas por mi parte? ¿Recuerda cómo fueron variando insensiblemente nuestros temas? ¿Desde el «¿ha llovido ahí?» Aquí diluvió toda la tarde» hasta el «Tiene usted una voz muy simpática» ¡cuántas veces tuve que abonar en Caja el exceso de minutos marcados para la conferencia! Y hasta que un día la dije bajísimo: «La quiero» no supe nunca lo que era ahogarse de amor y de azoramiento.

Iba cambiando mi vida al pulso del hilo telefónico. Un día confesé mi amor a varios compañeros del Banco. Otro, ya hacia el final, se lo dije a mi madre. Recuerdo que ella —la pobre ya no está conmigo— me preguntó cómo se llamaba usted. Y luego, en el terreno de las tiernas confidencias, me preguntó además que cuál era su edad, que cómo era usted. Esto me lo preguntaban también los compañeros. Yo podía responder sólo con el nombre de usted, que me temblaba siempre en los labios, con la cifra de sus años… Porque lo demás no lo sabía. ¡Si usted me hubiera enviado antes su fotografía!

Y yo contaba ingenuamente, con la inocente bobería que entonces me caracterizaba y aun ahora no me ha abandonado del todo, cuántos detalles conocía de usted: cómo se llamaban sus padres, la calle donde usted vivía, el nombre de sus hermanas…

Un día, perdóneme usted, permití que mi mejor amigo escuchase nuestra conversación. Quería demostrarle que su voz era la voz más bella del mundo y, claro, también que usted correspondía a mis sentimientos. Por cierto que él lo reconoció así durante algún tiempo.

Hasta que otro día, ese día estelar de mi vida que fue víspera de nuestra última conversación…

Ya le he dicho a usted, querida amiga, cuáles eran las constantes de mi carácter. Realmente, desde el colegio a la casa de mi madre viuda, con quien vivía sólo, y de allí a mi empleo del Banco de Colonias, poco podía yo haber aprendido de la vida. Pero reconozco una vez más que mi candor y mi timidez, acentuadas por el amor primero, hicieron de mí un objeto fácil a la burla.

Porque yo, señorita, la amaba a usted con todas las fuerzas de mi alma. Y me hubiese casado con usted —como alguna vez llegué a insinuarle— si no hubiera sido por… por una broma, amiga mía; por una simple, por una pequeña broma.

Una tarde no se puso usted al teléfono. Pregunté a la señorita telefonista que le sustituía y me dijo vagamente que no se había usted presentado en el cuadro y que tal vez estuviese usted enferma.

Pasé una mala noche, se lo aseguro. Hasta mi madre, cuando me besó después de cenar, notó que me ardía la frente y me interrogó. Le dije lo que había y ella, sonriendo benévolamente, me aconsejó:

—Escribe, hombre, a ver qué es.

—No merece la pena, mamá —repuse—, porque mañana mismo sabré por teléfono lo que ha ocurrido.

En efecto; «mañana»…

A poco de llegar a la oficina por la tarde noté cierto ambiente extraño, lo recuerdo perfectamente. Pero entonces no podía yo, preocupado como estaba, entrar en sospecha alguna. El caso es que cuando mi jefe me llamó a su despacho estando ya muy próxima la hora de mi diaria conferencia con la Sucursal valenciana y me encargó un servicio urgente fuera del Banco, no pude pensar sino en conseguir que otro me sustituyese en el cumplimiento de la orden. Y al recibir la respuesta de que esto era imposible, sólo conservé la mínima serenidad necesaria para rogar a mi mejor amigo que se enterase él de si a usted le sucedía algo. Por otra parte, mis salidas del Banco eran frecuentes, quizá por el riguroso concepto que de mi formalidad y prontitud tenían formado mis superiores.