Atados al olvido - Helen Brooks - E-Book

Atados al olvido E-Book

Helen Brooks

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Beschreibung

Candy se puso a la defensiva cuando Quinn Ellington le sugirió que, si se casaban, ambos saldrían beneficiados. Sabía que su tío le había pedido a Quinn, su mejor amigo, que cuidara de ella mientras se recuperaba de un terrible accidente.... pero pedirle que se casara con él era ir demasiado lejos. Quinn le dijo que necesitaba una esposa, pero a Candy no le parecía un hombre que necesitara a nadie. Muchas mujeres habían intentado llevarlo al altar. ¿Qué razones ocultas habría detrás de su propuesta?

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Seitenzahl: 212

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Helen Brooks

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Atados al olvido, n.º 1187 - julio 2019

Título original: A Convenient Proposal

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-406-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CANDY se quedó mirando a su reflejo en el pequeño espejo del cuarto de baño del avión, causándole cierta sorpresa la imagen que la estaba mirando.

Cabello sedoso de un rojizo brillante cayéndole sobre los hombros, ojos de un vívido color azul zafiro y piel cremosa con unas pecas alrededor de su rectilínea nariz. No tenía más remedio que admitir que se parecía a ella. Pero no entendía cómo a la chica que le estaba mirando no se le notaba la amargura y el dolor que había tenido que soportar en los últimos meses.

Aunque, la verdad, siempre había sabido ocultar muy bien sus sentimientos. Aquel pensamiento la hizo levantar el mentón en gesto de desafío mientras una vocecilla interior le decía que no debía estar haciendo lo que estaba haciendo, que se debía haber quedado en Canadá, donde todo era más normal, que no tenía todavía fuerza suficiente como para empezar a emprender algo por sí misma.

–Candy Grey, eres una superviviente –se apartó el mechón de cabello que le caía por la frente mientras pronunciaba en alto las palabras. Apretó los puños al darse cuenta de que las manos le estaban temblando–. Lo eres –su mirada se enturbió–. Y lo vas a conseguir.

El futuro podría no ser el que ella se había imaginado hacía un año, pero qué más daba. No podía caer en la autocompasión y dejar que esos sentimientos la ahogaran. Emprendería una nueva vida, una vida en la que no tuviera que responder ante nadie. Una vida propia. Asintió con la cabeza como para autoafirmarse y estiró los hombros.

Volvió a acomodarse en el asiento de clase preferente, intentando olvidarse de los comentarios tan poco sutiles que había realizado el hombre que estaba sentado a su lado y se preparó para el aterrizaje en Heathrow. En cuanto lograra salir de la terminal, iría a recoger el coche que uno de los colegas de Xavier había alquilado para ella.

Pocos minutos después, estaba sentada en un Ford Fiesta de color azul, con el equipaje en el maletero y en el asiento de al lado del conductor.

Tuvo que hacer varios intentos antes de lograr salir de Londres, pero no por ello se puso nerviosa. Después de lo que había tenido que pasar durante los últimos meses, ¿qué importancia tenía perderse en aquella ciudad? Una de las cosas que había aprendido era a distinguir lo que era importante de lo que no lo era.

La autonomía era lo más importante. Ser capaz de elegir lo que quería hacer y cuándo lo quería hacer. Flexionó sus largas piernas al recordar los interminables meses que había pasado en la silla de ruedas y expulsó lentamente el aire a través de sus blancos dientes. Todavía se cansaba demasiado pronto y tenía que seguir haciendo los ejercicios de fisioterapia que le había recomendado el médico. Pero no le importaba, porque una vez más era dueña de su propio destino.

Además, todo podría haber acabado de forma distinta. El horroroso accidente que se había llevado a Harper, la podría haber dejado en la silla de ruedas para siempre. Había tenido mucha suerte.

Había tenido que luchar contra la depresión que la había acosado al principio. Había tenido que salir por sus propios medios del pozo en el que había caído.

Todo el mundo se había portado muy bien con ella. Y seguía portándose. Recordó con un poco de amargura la pena que habían sentido por ella. Sabía perfectamente los comentarios que habían hecho. El novio que había muerto en aquel accidente de automóvil, su lucha al salir del estado de coma y descubrir que era posible que nunca más pudiera volver a caminar. Todos comentaban que había sido algo terrible. No era de extrañar que estuviera tan deprimida y apática.

Pero ella nunca les había manifestado sus verdaderos sentimientos y nunca se los diría.

El sonido estridente del claxon del coche que venía de frente la sacó de los amargos recuerdos. Aunque los otros conductores echaron la culpa al coche deportivo de color rojo que se había cruzado en su camino, el incidente la hizo volver a concentrarse en la conducción.

Aquel día de noviembre lucía el sol, pero hacía frío. Mientras el coche devoraba kilómetros, se fijó en que las ramas de los árboles estaban desprovistas de sus hojas.

Eran más de las tres cuando llegó al pequeño pueblo de Sussex. Llegó agotada. Miró la nota con las instrucciones que había pegado en el salpicadero del coche y las cumplió una a una. Salió de la carretera principal y entró en el camino por el que llegó a una casa aislada.

«Clínica Veterinaria».

Nunca dos palabras le habían sonado tan bien. Candy apagó el motor del coche, se recostó en su asiento y se pasó las manos por el pelo mientras se masajeaba el cuero cabelludo.

El trayecto había sido muy corto comparado con los que hacía en Canadá. Pero eran esos momentos los que la hacían recordar que todavía no se había recuperado del todo.

Tenía que ir a pedirle la llave a Quinn Ellington, que era la persona que llevaba la clínica, y seguir sus instrucciones. Nada complicado. Salió del coche, caminó hasta la puerta de roble, llamó al timbre y retrocedió unos pasos.

Transcurrieron los segundos y cuando se cumplió el minuto Candy llamó otra vez. Y otra. Al ver que nadie respondía, abrió la pesada puerta y entró en un inmenso vestíbulo, cuyas baldosas blancas y negras brillaron bajo el sol otoñal.

El vestíbulo estaba vacío, lo mismo que el área de recepción. Acababa de sentarse en una de las sillas de respaldo recto que había en la sala de espera cuando apareció una mujer de mediana edad.

–¿Eres Candy? ¿La sobrina de Xavier? –Candy solo logró asentir con la cabeza, porque antes de que pudiera responder, la mujer habló de nuevo–. Es que tenemos una urgencia. No puedo quedarme. En cuanto Quinn termine, vendrá a verte –la mujer cerró la puerta y todo volvió a estar en calma.

Muy bien. Candy se quedó mirando al vacío. No se había esperado un recibimiento con flores, pero bien podría haberle dicho «hola» o «¿cómo estás?».

Se quitó los zapatos y se puso las manos en los riñones antes de suspirar de cansancio y cerrar los ojos. Sería mejor relajarse mientras esperaba. De nada le iba a servir enfadarse. Apoyó la cabeza en la pared detrás de ella y a los pocos segundos se quedó dormida.

Cuando cinco minutos más tarde Quinn llegó a la recepción dispuesto a pedir disculpas, en vez de encontrarse con una iracunda mujer, se encontró con Candy. Profundamente dormida, con su cabello cobrizo alborotado, las gruesas pestañas contrastando con su cremosa piel que parecía transparente. Una cara encantadora y alarmantemente frágil.

Se quedó parado, entrecerró sus ojos de color ébano y se quedó mirándola durante unos cuantos segundos antes de consultar su reloj. Tan solo habían transcurrido cinco minutos y estaba profundamente dormida. Parecía que estaba agotada. Ahora entendía la razón por la que Xavier y Essie no habían querido que aquella chica hiciera el viaje sola desde Canadá. Pero según le había dicho Essie, la sobrina de Xavier era tan obstinada como su tío. Era algo genético.

No había esperado una chica tan guapa. La foto que le había enviado no le hacía justicia. Fue un pensamiento que intentó quitarse cuanto antes de la cabeza. Era la sobrina de Xavier y sabía que había pasado un verdadero infierno. El que fuera guapa o lo dejara de ser era irrelevante en aquellas circunstancias. Necesitaba paz y tranquilidad y que alguien la cuidara, aunque lo último había que hacerlo sin que ella se diera cuenta. Le había prometido a Xavier y a Essie que él se encargaría de ello. Como si fuera un padre.

Se fijó otra vez en su precioso rostro, sus labios rojos entreabiertos, y el corazón le dio un vuelco antes de darse la vuelta, salir de la habitación y dirigirse hacia la cocina.

Marion estaba allí. Su regordete y amable rostro enrojecido y sudando.

–He hecho café.

–Está dormida –hizo un gesto en dirección a la puerta–. Pero gracias de todas maneras. Esperaré unos minutos y se lo llevaré en una bandeja. Gracias también por ayudarme. Nunca ocurre nada y precisamente hoy tiene que pasar.

Habían tenido que atender a un perro que había sufrido un accidente de automóvil. Quinn había enviado a sus dos ayudantes a atender otros animales y la enfermera estaba enferma con gripe, por lo que no había tenido más remedio que echar mano de la recepcionista para que le ayudara a hacer la operación que el perro necesitaba. Pero lo más importante era que todo había salido bien.

Marion estaba sonriendo.

–Pues será mejor que te limpies la sangre primero, porque si no vas a darle a la chica un susto de muerte.

Quinn se miró en el espejo de forma triangular que había sobre el fregadero y murmuró:

–Maldita sea –se limpió la sangre de la cara antes de quitarse de la frente un mechón de su negro pelo e intentar aplastarse el resto de sus rizos–. Tengo que cortarme el pelo.

–Llevo semanas diciéndote eso –le respondió Marion suspirando de forma maternal. El problema era que a Quinn le daba más o menos igual su aspecto, pensó ella. Teniendo en cuenta su atractivo, que lo hacía irresistible para todas las mujeres que conocía, era la persona más modesta que había conocido en su vida. Y ello le daba más poder de fascinación. El magnetismo que tenía era letal, pero él parecía no darse cuenta en absoluto. Lo cual era muy típico de Quinn. Como había comentado su hija de dieciocho años, cuando lo había conocido:

–Mamá, es pura dinamita.

–Pon en la bandeja algunas galletas, Marion –le dijo Quinn–. Está un poco delgada.

–No se te ocurra decírselo –le advirtió Marion poniendo cara de horror. Otro de los atributos de Quinn, no sabía si una virtud o no, era su tendencia a ser muy directo. No se andaba nunca con rodeos. Algo que era de agradecer, sobre todo cuando la tendencia general era que todo el mundo tratara de aparentar algo que no eran. Sin embargo, era la persona más compasiva que había conocido. Un enigma. Marion asintió con la cabeza. Así era Quinn.

Candy estaba todavía dormida cuando Quinn entró con la bandeja de café y unas galletas, pero en esa ocasión no se quedó pensando en su belleza y en su delgada figura, sino que la despertó.

Sin embargo, en los segundos que transcurrieron hasta que abrió los ojos pensó que no iba a ser tan fácil asumir el papel protector que le habían asignado. En la fotografía que había recibido de la boda de Essie, que había sido sacada bajo el azul sol del Caribe, no había tenido tan buen aspecto. Aunque en aquel tiempo todavía se estaba recuperando del accidente que había sufrido y estaba todavía en la silla de ruedas, recordó con pesar. Tenía que haber tenido eso en cuenta.

Candy se despertó poco a poco, como un niño soñoliento, humedeciéndose los labios con su rosada lengua. Aquel gesto provocó una respuesta en Quinn, en la que no quiso ni siquiera ponerse a pensar.

–¿Quiere café? –cuando Candy abrió sus ojos azules, Quinn mantuvo un tono de voz bajo y en calma, el mismo que utilizaba para dirigirse a los pacientes nerviosos–. Se ha quedado dormida esperándome –añadió con voz suave.

–¿Sí? –durante unos segundos su mirada estuvo perdida. Después, la enfocó en un par de ojos de color ébano en un rostro verdaderamente atractivo y se ruborizó. Se incorporó bruscamente y el movimiento hizo que sus recién curadas vertebras se resintieran–. ¡Oh! –exclamó.

–¿Se encuentra bien?

–Sí estoy bien. Me he asustado un poco, nada más.

Estaba claro que no quería preguntas sobre su salud. Una actitud un tanto fría. Quinn sonrió. Prefería esa actitud a la de las mujeres de aquel lugar que se relacionaban con él.

–¿Con leche o sin leche? –le preguntó.

–¿Qué?

–El café –su tono era paciente.

–Ah –Candy se sonrojó aún más. Su conducta era un tanto extraña y no sabía por qué. A lo mejor era porque aquel hombre era… Bien, no era como había esperado. Cuando Essie le había hablado de su compañero de trabajo, nunca le había descrito a un hombre tipo Pierce Brosnan.

–¿Cómo quiere el café?

–Con leche, por favor. Con dos cucharadas de azúcar.

Se quedó observándolo mientras le servía la taza y no tuvo más remedio que admitir que aquel hombre era todo un hombre. Alto, delgado, sensual. ¿Cómo no se lo habría contado Essie? Bien era verdad que la mujer de su tío solo tenía ojos para su marido. Y él para ella.

Como si le estuviera leyendo los pensamientos, Quinn comentó:

–¿Qué tal está Essie? Según he oído, está esperando un hijo –levantó la cabeza y le ofreció la taza de café.

Candy asintió.

–Sale de cuentas en junio.

Aquello se estaba poniendo cada vez más espinoso. ¿Habría sido ella siempre así, o le habría cambiado de alguna forma el accidente? Fuera como fuera, a Quinn le iba a resultar bastante difícil ser el amigo que Essie le había pedido que fuera para aquella chica.

Confirmando lo que estaba pensando, Candy le preguntó muy formalmente:

–Creo, señor Ellington, que usted tiene la llave de la casa de Essie.

¿Por qué le llamaba de usted?

–Quinn. Me llamo Quinn.

Candy parpadeó.

–Ha sido un viaje muy largo y estoy un poco cansada. ¿Me dices cómo puedo llegar a casa de Essie?

Le gustó su acento canadiense. Aunque tratara de mantener las distancias, como lo estaba haciendo, tenía un tono cálido y suave.

–Haré algo mejor. Yo ya he terminado y Jamie, que creo que lo conociste en la boda, y mi otro ayudante están a punto de volver. Te llevaré y te enseñaré cómo funciona la cocina y todo lo demás.

–No me gustaría ser una molestia –comentó Candy un poco nerviosa–. Además, Essie ya me lo ha explicado muy bien.

–Veo que es una chica muy concienzuda.

Por el tono que utilizó, estaba claro que no iba a desistir en la idea de acompañarla. Se quedó mirando sus ojos oscuros como la noche y dio unos sorbos de café.

Su tío Xavier, que había sido como una madre, un padre, una hermana y un hermano para ella, se había enamorado y casado con una colega veterinaria de aquel hombre el año pasado.

Xavier había comprado aquella clínica veterinaria cuando el propietario la había anunciado en el mercado, pero cuando se casó con Essie se la vendió a Quinn. ¿Se sentiría Quinn obligado para con ella por el hecho de haberle comprado la clínica a su tío? Porque era lo que menos le apetecía en aquellos momentos y estaba dispuesta a dejárselo claro cuanto antes.

–Señor Ell…, Quinn –rápidamente corrigió cuando lo miró a los ojos–. No sé lo que Essie le habrá contado, pero sé cuidar de mí misma –justo en ese momento se dio cuenta de la expresión en su mirada y supo que Essie le había pedido que cuidara de ella. Seguro que había sido idea de Xavier. ¿Cómo le habrían podido hacer algo así? Sabía que lo hacían con la mejor de las intenciones, pero no era algo que ella deseara–. Lo digo en serio –añadió en tono frío.

–¿Una galleta? –Quinn la observó y se dio cuenta de que la había pillado.

–No gracias.

–Son caseras –la animó–. Marion, aparte de recepcionista, es como una madre, y parece que se ha propuesto el que esté bien alimentado.

Candy se mordió el labio y lo miró entrecerrando sus vívidos ojos azules.

–Essie te ha pedido que cuides de mí, ¿no?

Era una mujer bastante directa. Eso le gustaba mucho. Era una cualidad muy rara en los tiempos que corrían. Podría esquivar la pregunta que le estaba haciendo, pero no podía al haber sido tan directa.

–Sí –era una respuesta también muy directa. Se acomodó en su silla, manteniéndole la mirada y con las piernas estiradas frente a él. Candy sintió un nudo en la garganta. Fue una sensación que no había sentido desde hacía mucho tiempo, una sensación que la asustó.

–Pues no tienes por qué preocuparte –le dijo en tono neutro a la vez que se levantaba–. No soy una niña y no me gusta que me traten así.

Estaba claro que no era una niña, pensó Quinn.

–¿Es que tienes algo en contra de la gente que quiere ayudar a los demás?

No se movió, su voz todavía en calma y relajada, pero con un cierto tono de masculinidad que ella no había notado antes. Un tono con cierta autoridad, ante el cual ella se dio cuenta de que su comentario había sido un tanto estúpido.

–No, claro que no –le respondió–. Si eso es lo que quieren. Pero yo no quiero que nadie me cuide.

–¿Y no crees que es comprensible que Xavier no quiera que Essie se preocupe por ti en un momento tan delicado de su embarazo? –le preguntó Quinn con voz sedosa.

Buena pregunta. Se quedó mirándolo, sus ojos abiertos de forma desmesurada por la sorpresa que había provocado en ella. En tan solo unos segundos la había acusado de ser infantil, egoísta y desagradecida sin siquiera pronunciar aquellas palabras. Aquel hombre era mucho más de lo que se veía a simple vista, como ella había sospechado nada más verlo.

–Les llamaré de vez en cuando –le respondió ella en tono desafiante.

–Muy amable por tu parte –replicó en tono sarcástico–. Siéntate y termínate el café –casi le ordenó.

–Preferiría marcharme, si me das la llave, por favor –Candy no sabía por qué se estaba comportando de aquella manera. Ni siquiera el tono de su voz era el que acostumbraba a ser. Nunca había sido una persona petulante.

–Siéntate –fue casi un ladrido en aquella ocasión. Lo obedeció, pensando con cierto tono de humor que la profesión de aquel hombre le iba como anillo al dedo. Ningún animal lo desobedecería si utilizaba aquel tono. Lo único que podía hacer era seguirle la corriente, si quería conseguir la llave. En cuanto la consiguiera, no volvería a poner los ojos encima de aquel tipo.

–Gracias –Quinn no supo si estaba más enfadado consigo mismo o con aquella mujer que tenía frente a él que parecía un ángel, pero con un temperamento fuera de control. Pero era familia de Essie y estaba recuperándose de un accidente del que poca gente salía viva, estaba sola y no conocía a nadie allí. Además, había prometido cuidar de ella. Lo había prometido. Hacía años que no había perdido los estribos de aquella manera. ¿Por qué los había perdido en esos momentos? Suspiró hondo y la miró a los ojos.

–Bébete el café, te ayudará a despejarte y llegar en coche hasta la casa.

Y encima la estaba tachando de conductora inepta. Candy frunció el ceño, sus ojos azules despidiendo chispas. Pero se terminó el café y se comió la galleta que Quinn había colocado en el platito. Estaba deliciosa.

–¿Ya? –Quinn se levantó mientras se lo preguntaba. En ese momento se dio cuenta de que era un hombre alto, muy alto. La sacaba por lo menos quince centímetros. Se fijó en que necesitaba un corte de pelo. Candy abrió los ojos de forma desmesurada al darse cuenta de aquel pensamiento y lo desechó con firmeza. A ella le daba igual que el pelo le llegara a los pies.

–Te espero fuera.

No sabía cómo terminar aquel encuentro. No le apetecía darle las gracias por el café, ni tampoco se atrevía a pedirle la llave otra vez. Pero al oír su propuesta se dio cuenta de que lo estaba mirando con cara de sorpresa. Parecía decidido a acompañarla a la casa. Prefirió tragarse la respuesta que casi le había llegado hasta los labios. Pasó a su lado y abrió la puerta de la calle.

Se quedó en los escalones durante unos segundos y respiró hondo el frío aire inglés, antes de dirigirse a su Ford Fiesta y abrir la puerta.

Cuando se metió en el coche, arrancó el motor y esperó. Minutos más tarde, un elegante Aston Martin salía por la puerta del garaje de la casa.

Candy esbozó una sonrisa. Aquel era el típico coche ante el que todas las mujeres se quedaban bobas mirando. Seguro que Quinn se lo había comprado por eso.

¿Pero por qué pensaba tan mal de él? Quinn la saludó con la mano cuando detuvo el coche al lado de su Ford Fiesta. ¡Tenía todo el derecho del mundo a tener el coche que le apeteciera!

A Harper también le habían gustado los coches potentes. Mientras iba detrás de él por la carretera principal se dio cuenta de que su mente ya sabía la respuesta antes de haber formulado la pregunta. Se mordió el labio. No, no podía cortar a todos los hombres por el mismo patrón. Seguro que en la vida había hombres buenos, corrientes y normales, que eran capaces de permanecer fieles toda sus vida. Lo pensó sin mucha convicción y frunció el ceño.

Qué más daba. No estaba dispuesta a comprometerse otra vez. Apretó los labios, estiró la espalda y siguió a Quinn por la carretera que parecía sacada de una postal de la campiña inglesa.

Pasaron al lado de varias casas con magníficos jardines y a los pocos kilómetros estaban en una carretera más estrecha que atravesaba campos verdes.

Candy estaba pensando que aquel camino era muy estrecho, en caso de que viniera un coche en el sentido contrario, cuando vio que Quinn encendía el intermitente, reducía la velocidad y aparcaba en un trozo de terreno en el que entraban solo dos coches.

–Oh, Essie… –comentó Candy, como si la esposa de Xavier estuviera en el coche con ella, al fijarse con asombro en la casa.

Una casa pequeña pero que parecía sacada de un cuento de hadas. Parecía que tenía mucho terreno en la parte de atrás. Seguro que en primavera toda aquella extensión se llenaba de miles de flores de colores. Incluso en aquella época del año, en la que solo se veían las siluetas de las ramas de los árboles contra un cielo dorado, la vista le quitaba la respiración a uno. Ya entendía la razón por la que Essie había conservado aquella casa, a pesar de que Xavier tenía una en Londres. Si fuera de ella, no la vendería. De ninguna manera.

Y podría quedarse allí todo el tiempo que quisiera. Essie se lo había expresado con mucha claridad.

–Meses, un año, dos años, para siempre… –le había dicho la mujer de Xavier cuando le había ofrecido la casa–. Como si fuera tuya, Candy. Es el sitio perfecto para que reanudes tus sesiones de pintura y a mí me apetece mucho que alguien viva allí. Xavier contrató a una señora para que vaya de vez en cuando a limpiar. También hay un jardinero. Aparte de esas dos personas, no verás a nadie más por allí.

Las últimas palabras se le habían quedado grabadas en la mente. Abrió la puerta del coche y miró a Quinn, que estaba sosteniendo la puerta del jardín para que ella entrara.

–Entra y echa un vistazo mientras yo saco las maletas –le dijo sin siquiera sonreír.

–No te preocupes, yo puedo…

–Y después desaparezco de tu vista –le interrumpió–. ¿De acuerdo?

Debía haberle dicho que su intención no había sido decirle que se fuera. Sobre todo porque la estaba tratando con mucha cortesía y educación. Pero no lo hizo. Candy levantó el mentón, asintió con la cabeza y se dirigió hacia la puerta. Tuvo que pasar a su lado para entrar y cuando lo hizo olió su perfume, una mezcla de deliciosa loción para después del afeitado y limón. Su cuerpo se estremeció.

Caminó con decisión hasta la puerta de la casa. Quinn metió la llave en la cerradura y la abrió. Intentó tranquilizarse pensando que en solo unos minutos se quedaría otra vez sola. Se quitaría los zapatos de sus doloridos pies, se daría un baño y se metería en la cama. Era lo único que le apetecía. Todo lo demás podría esperar a la mañana siguiente. Nunca se había sentido tan agotada en su vida.

El interior de la casa era tan bonito como el exterior, o más. Los suelos de madera, los techos con las vigas vistas, las paredes pintadas de blanco con un par de cuadros… Era el sitio perfecto.

Del salón salía una escalera por la que se subía al dormitorio y el minúsculo cuarto de baño. No había muchos muebles. Tan solo un sofá de color rojo y dos sillas, una estantería para poner los libros, una mesa y dos banquetas al lado de una barra que separaba la pequeña cocina del salón.

No había televisión, ni microondas. Tampoco frigorífico, ni lavadora. Solo el fogón.