Atrapar a un billonario - Max Monroe - E-Book

Atrapar a un billonario E-Book

Max Monroe

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Beschreibung

Desinhibida. Sarcástica. Llena de confianza. Guapísima. Con una sólida carrera como fotógrafa, que le permite viajar por todo el mundo y capturar a los hombres más sexis del planeta desde detrás de la lente de su cámara, Cassie Phillips es una mujer que no puede ni quiere ser domesticada. Adicto a la adrenalina. Irónico. Billonario. Con un físico que incita al pecado. Casi 1,95 de altura. Musculoso. Una sonrisa perfecta. Thatcher Kelly es el tipo de hombre al que desean todas las mujeres. Sin duda, son las dos personas que menos esperarías ver juntas. Sin embargo, acaban uniéndose de la manera más inesperada, y lo suyo es demasiado ardiente para poder describirlo con palabras. Así que busca un ventilador para los sofocos y prepárate… Porque cuando los polos opuestos se atraen, las cosas pueden ser complicadas.

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Título original: Banking the Billionaire

Primera edición: junio de 2022

Copyright © 2016 by Max MonroePublished by arrangement with Bookcase Literary Agency

© de la traducción: María José Losada Rey, 2022

© de esta edición: 2022, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-19301-23-9BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®Fotografías de cubierta: Nestor Rizhniak/IM_photo/Shutterstock

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

Prólogo

1

2

3

4

5

6

7

8

9

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39

40

41

El grandioso epílogo

Agradecimientos

Contenido especial

A Cassie y Thatch: sois idiotas.

En nuestro descargo: nosotras también lo somos. Os queremos.

Prólogo

Thatch

Soy Thatcher Kelly.

Graduado por Harvard.

Asesor financiero de Brooks Media y sus filiales, así como de otras empresas incluidas en la lista Fortune 500.

¿Qué? ¿Te suena de algo? Pues es una mierda.

No puedo evitar que Kline sea mejor y me robe toda la gloria.

Patrimonio neto: 1 200 millones de dólares. Sí, de acuerdo, el perfecto Kline vale más que yo. Pero tengo las manos puestas en muchas más cosas. Cosas importantes.

Vale, quizá no sean importantes, pero son… mujeres. Tengo un montón de mujeres en mis manos.

Relájate, estoy de broma. Bueno, en general, siempre estoy de broma.

Como hombre de muchos talentos, tengo más intereses y ocupaciones de los que cabría esperar.

Soy adicto a la adrenalina.Saltos y caídas, inmersiones o escaladas… Orgasmos… Si algo consigue que me dé un vuelco el corazón y que este acabe en mi garganta surfeando una ola de placer seguido por el resto de mi cuerpo, yo me apunto.

Tengo la constitución sólida de un roble, pero prefiero hacer cualquier cosa antes que quedarme parado como uno.

Salir, hacer el salvaje, vivir la puta vida.

No es sorprendente que sea famoso por tener una larga lista de mujeres en mi haber. Francamente, no me voy a disculpar por ello. Todas han significado algo para mí; con independencia del tiempo que hayan formado parte de mi vida, ya sea largo o corto, cada una de ellas me ha enseñado algo sobre la vida o sobre mí mismo que no pienso olvidar.

Pero también he anhelado el tipo de monogamia de la que ha disfrutado mi amigo Kline durante la mayor parte de su existencia: conocer a una persona que se esfuerce en verte por dentro y por fuera, y que te cuide cuando no puedas ocuparte de ti mismo. El tipo de persona que quiere vivir la vida al máximo, pero contigo a su lado.

En resumen, soy ecléctico. Una mezcla confusa de bromas inapropiadas y sentimientos sinceros, y, aun así, puedes escarbar y escarbar, y seguirás estando a kilómetros del fondo de mi alma.

Al menos, ha sido así hasta que conocí a Cassie Phillips.

Está loca, es salvaje y siempre se mueve en el límite de lo inapropiado.

Pero te muestra su corazón tierno e indomable cuando le importas, y eso, precisamente, se ha convertido en mi objetivo: significar algo para la mujer que ya lo es todo para mí.

Porque, si eres un tipo que quiere mostrarse salvaje y comprometido al mismo tiempo, como yo, es mejor que sepas que va a ser un viaje lleno de baches.

Abróchense el cinturón de seguridad, señoras y señores.

Esta es nuestra historia.

1

Cassie

Cuando el sol empezaba a descender en el horizonte del mar y el cielo de Key West adquiría un tono entre rosado y naranja con los últimos rayos del día, hice unas últimas fotos antes de apartar la cámara de mi cara. Doce modelos muy guapos retozaban en la arena, con sus músculos mojados por el agua y sus cuerpos cubiertos únicamente con la colección de la línea de baño para el próximo verano de un prometedor diseñador neoyorquino llamado Fredrick La Hue.

Sí, ya veis, la mía es una vida muy dura.

—Muy bien, chicos, creo que podemos dar por terminada la jornada —anuncié; me puse en pie y me sacudí la arena de las rodillas—. Hoy habéis hecho todos un gran trabajo. Si tenéis sed, aunque sé que la mayoría ya estáis borrachos, nos vemos en Sloppy Joe’s. Las bebidas corren de mi cuenta. Invito a las copas.

Los modelos y el personal se pusieron a vitorearme, y yo sonreí.

—¡Doy por finalizada la sesión! —exclamé, lo que provocó un coro de sonoros gritos y vivas mientras me dirigía a la tienda de campaña para conectar la cámara al portátil.

Cientos de fotos se cargaron en la pantalla, y fue como si las miniaturas me pidieran que las abriera. Siguiendo aquella pequeña invitación, hice clic para seleccionarlas todas y las cargué en el editor. Apenas pude contener la emoción al ver en bruto algunas de las instantáneas que había conseguido capturar. Había sido un día muy largo, había trabajado desde el amanecer hasta el atardecer, pero sabía que, después de que aplicara la magia de la edición, a Fredrick se le iba a poner la piel de gallina con la multitud de fotos sexis que había para elegir.

Cogí una botella de agua de la mesa improvisada y, al volverme, me encontré con mi ayudante, Olivia, revisando las fotos en mi portátil. Levantó la vista y sonrió.

—Son fantásticas, Cass.

—Gracias. Creo que Frederick se va a poner muy contento al verlas. Le encanta ver un buen grupo de hombres desnudos. Pero ¿a quién no le gusta?

Olivia sonrió e hizo clic en otra foto.

Era mi asistente desde hacía unos años, y la relación de trabajo me había hecho sentir gran cariño por ella. No solo era una buena amiga, sino que me había sentido obligada a tomarla bajo mi tutela y enseñarle todo lo que sabía sobre fotografía. Ponía mucho interés y, con mi ayuda en los aspectos técnicos y su ética de trabajo, esperaba poder ayudarla a dar algún día el gran salto de asistente a fotógrafa.

Joshua, uno de mis maquilladores favoritos y un ligón patológico, se asomó por encima del hombro de Olivia y luego la apartó con un meneo de cadera. No tardó mucho en mirar mis fotos personales.

—Espera…, ¿qué es esto? No recuerdo esta sesión.

El álbum del equipo de rugby de Kline, Thatch y Wes llenaba la pantalla y brillaba como purpurina provocativa en las pupilas de Joshua. Sonreí al recordar que había hecho esas fotos unas semanas antes de la boda de Kline y Georgia. Nos habíamos pasado por el entrenamiento de los chicos antes de ir a cenar, y no hacía falta decir que unos hombres muy sexis jugando al rugby me habían hecho agradecer que hubiera llevado la cámara conmigo ese día.

Joshua señaló una foto de Thatcher. El alto y corpulento cuerpo de aquel hombretón atraía las miradas con sus líneas perfectamente definidas, y sus tonificados músculos ocupaban tanto espacio en la imagen que casi se salían de la pantalla; además, lo único que cubría ese cuerpo tan sexy eran unos pantalones cortos de licra. Aparecía con el pelo mojado por el sudor, de pie, con las manos en las caderas, sonriendo como el engreído hijo de puta que era.

—En serio —insistió Joshua—. ¿Quién es?

—Es Thatch.

—¿Thatch? ¿Se trata de una de esas palabras nuevas como «fleek»o «rachet»?

Negué con la cabeza y me reí.

—Se llama Thatch, Thatcher Kelly —expliqué. Me quedé mirando la foto—. Está bueno, ¿eh?

Suspiró.

—¿Está soltero?

La pregunta me pareció extraña durante una fracción de segundo, y luego la fugaz incertidumbre desapareció. Sonreí.

—Oh, sí, está solterísimo.

Es decir, estabasoltero. Así que, técnicamente, no estaba mintiendo. Solo estaba omitiendo el pequeño detalle de que no le gustaban los hombres.

—¿Me das su número? —me preguntó Joshua después de estar mirando la foto durante un tiempo inquietantemente largo.

No me lo pensé dos veces. Estábamos hablando de Thatch, y no iba a desaprovechar ninguna oportunidad para gastarle una broma.

—Dame tu teléfono.

Me lo entregó y yo añadí con gusto el número de Thatch a sus contactos. Decidí no pensar en por qué lo tenía memorizado.

—Mierda, necesito a ese hombre en mi vida —aseguró Joshua, sin dejar mirar la foto en la pantalla de mi ordenador antes de estudiar el número en su teléfono.

Ladeé la cabeza.

—Pensaba que estabas saliendo con alguien.

Joshua hizo una mueca.

—Estaba, pero, al parecer, soy demasiado pegajoso.

—Bueno, que se joda ese tipo. Parece gilipollas.

—Ya —murmuró—. Es gilipollas, pero estaba enamorado de él. Joder, todavía sigo enamorado de él. Ojalá mi corazón se diera cuenta de que es un memo y se olvidara de que existe.

Moví la cabeza en señal de simpatía, aunque no sintiera ninguna empatía por él.

—Amor, oh, el amor…, el amor es una putada, ¿verdad?

Joshua se rio.

—Sabias palabras de la chica que nunca establece lazos con nadie.

Sonreí.

—Tal vez soy inmune al amor.

Volvió a mirar su teléfono y entonces se le iluminaron los ojos.

—A la mierda, estoy a punto de llamar a este empotrador.

Antes de que tuviera la oportunidad de detenerlo —lo que probablemente no habría importado porque, sí, no me iba a perder eso— estaba tecleando el número de Thatch en la pantalla y poniendo el altavoz del teléfono.

Tres timbrazos más tarde, la profunda voz a la que mi libido respondía con gusto llenaba la habitación.

—Thatch al habla.

—¿Eres Thatcher Kelly? —preguntó Joshua con una sonrisa mientras clavaba los ojos en los míos.

Probablemente debí haberme sentido mal por arrojar a Josh a los proverbiales leones, pero, la verdad, era difícil no sentir una enfermiza cantidad de placer por lo que estaba a punto de suceder.

—Ese soy yo —respondió Thatch, con aquella actitud empresarial y dominante…, y muy caliente. Noté que mojaba las bragas.

«¡Oh, mierda! No te pongas tan contento —le dije a mi sexo—. Esta llamada telefónica es para reírse, no para deshacerse».

—Hola, Thatcher —ronroneó al teléfono el maquillador, convertido en una sirena sexual—. Me llamo Joshua, y tenemos una amiga en común.

—¿Y quién es esa amiga común? —preguntó Thatch con cautelosa curiosidad. Sabía que era una persona bastante reservada a pesar de su bulliciosa personalidad.

—Cassie Phillips.

Thatch soltó una carcajada, profunda y gutural, y mis pezones se erizaron.

—Ay, sí…, conozco a Cassie. —Al parecer, basándose en la falta de reacción general, yo era la única que sabía que quería darle a «conozco» el sentido bíblico. Y también era la única consciente de que nome conocía de esa manera.

—Resulta que me ha enseñado unas fotos que te ha hecho, y tengo que…

—¿Cassie tiene fotos mías?

—Oh, sí, cariño. Estás sin camisa, y no puedo negar que me interesas.

—¿Te intereso? —La voz de Thatch estaba llena de confusión.

—Sí. Mucho. Y, casualmente, Cass ha mencionado que no tienes pareja. Y, bueno, yo estoy en la misma situación. Creo que haríamos buenas migas. Así que me preguntaba si te gustaría tomar una copa algún día.

—¿Y Cassie te ha confirmado que eso me interesaría?

La mirada de Joshua se clavó en la mía, pero mantuvo la compostura al teléfono.

—No con tantas palabras, pero sí.

Una suave risa llegó por el auricular.

—Bueno, Joshua, es un placer hablar contigo, de verdad, aunque hay un pequeño problema.

—Ah… —Joshua parecía abatido—. ¿Cuál?

—Estoy bastante colado por unas buenas tetas. Y la dueña de esas maravillas místicas está colgada de mi polla.

—No estoy colgada de tu polla, Thatchie —intervine sin poder evitarlo, y Josh y Olivia clavaron los ojos en mí.

Joshua me miró con intensidad durante unos segundos y después me dio la espalda.

—Tú…, tú eres más puta que el amor —me dijo con una sonrisa de diversión al tiempo que me entregaba su teléfono—. Estás colgadísima de ese Thatchie, zorra —me susurró al oído—. Y no creas que me voy a olvidar de esta jugada. Me debes una, Phillips. Y bien gorda.

Me reí y negué con la cabeza.

—No, solo me gusta gastarle bromas. ¿Y qué insinúas que te debo?

—Un novio nuevo con una boa de veinticinco centímetros dentro de los pantalones.

—¿Veinticinco centímetros? —Abrí los ojos de par en par—. ¿Te cabe tanto?

—¡Oh, sí! Tengo una garganta profunda. —Joshua me guiñó un ojo—. Y repito que eres muy mentirosa. Quieres a ese empotrador malote entre los muslos —añadió en un susurro antes de dirigirse a la otra tienda para asearse.

Desconecté el teléfono del modo de altavoz y la profunda voz de Thatcher me llenó el oído.

—Sabes que no tienes que crear estas elaboradas bromas para escuchar mi voz, ¿verdad? Primero lo de la suscripción y ahora esto. Me parece demasiado esfuerzo superfluo cuando puedes llamarme en cualquier puto momento.

—Adiós, Thatcher —me despedí, fingiendo fastidio, aunque estuviera de todo menos molesta. Gracias a la foto y a la puta risa gutural de Thatch, me encontraba demasiado ocupada imaginándolo mientras hundía ese gran tren suyo en mi túnel.

—Sé buena, Cassie.

—Siempre soy buena.

Se rio.

—-Me cuesta creerlo. Dile a Joshua que le agradezco la llamada y la oferta. Y que, si no me gustaran las chicas, lo habría llevado a cenar, a tomar unas copas y luego a mi casa para follar con él.

—Qué bonita escena pintas… ¿Estás seguro de que no quieres darle una oportunidad? ¿Quién sabe? Tal vez te guste…

—¿Tú crees? —preguntó, siguiéndome el juego de forma impecable, aunque ambos sabíamos que cuando Thatcher Kelly se interesaba por alguien era inexorablemente una mujer.

—Permití que me besaras, así que cosas más raras han pasado.

—¿Llevas sujetador? —preguntó, bajando la voz unas octavas.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Que lleves o no sujetador siempre tiene que ver. Es un tema omnipresente.

Negué con la cabeza, pero me miré la camiseta.

—Esto no debería sorprenderte, pero no, no llevo.

Si había algo que le gustaba a Thatcher Kelly, eran mis tetas. Por lo que yo sabía, había creado un club de fans dedicado a ellas.

—Sí, me he puesto duro ante esa imagen. Te aseguro que estoy salido del todo.

—Envaina tu erección, Thatcher.

—Ven a ayudarme —me retó.

—Es una oferta encantadora, pero no estoy en Nueva York.

—¿Dónde estás?

—En Key West.

—¿Y cuándo vuelves a casa?

—Dentro de un par de días —respondí sin mentir.

—Llámame cuando vuelvas.

—Oh, ¿por qué? ¿Por qué debería hacerlo?

—Porque no puedes dejar de pensar en mí.

Miré hacia el mar azul, cada vez más oscuro. No podía negar que tenía algo de razón. Hacía casi dos meses, habíamos pasado una cantidad ingente de tiempo juntos mientras nos ocupábamos del gato de Kline y Georgia cuando ellos estaban de luna de miel en Bora Bora, follando como conejos.

La vigilancia se convirtió en una búsqueda cuando Walter desapareció durante unos días y, de alguna manera, durante esa debacle, Thatcher Kelly empezó a gustarme. Incluso había acabado llamándolo de vez en cuando o enviándole mensajes al azar solo para ver qué estaba haciendo.

Nada de eso era propio de mí, y empezaba a preguntarme si solo necesitaba sacármelo de la cabeza.

—No lo creo —respondí con tono escéptico—. Es decir, acabo de ver la nueva película de Superman, y desde entonces centro mis fantasías en Henry Cavill.

—Me van los juegos de rol, cariño. Incluso me pondré una capa en la polla si eso te gusta.

Vaya, esa sí era una escena apetecible.

—Pero ¿cómo iba a chupártela así?

—No lo harías. Estaría demasiado ocupado con tu coño. Dejaríamos la mamada para la segunda cita.

Dios, era el rey de la superación. Probablemente debería haberme molestado, pero no lo hacía. Me divertía demasiado bromear con él.

—¿Has estado otra vez buscando frases en Google para ligar? —me burlé.

—Tener una polla como la mía conlleva una gran responsabilidad, cariño.

Me reí.

—Dios, eso es horrible.

—Estoy seguro de que quieres que te bese otra vez.

Sí, me había besado. Una vez. Estaba bastante segura de que lo hizo para acallarme, pero no me dejó mal sabor de boca. Aunque me había cabreado que actuara como si ese beso fuera un juego para él. Normalmente, no era sensible a esas cosas, pero me había metido de lleno en el momento y él me había devuelto a la realidad de golpe. El muy cabrón.

—Voy a colgar ya.

Se rio.

—Vale, vale…. Llámame cuando estés de regreso.

—Lo consideraré.

—¿Lo considerarás? —repitió—. Bueno, joder, vamos mejorando; es una respuesta más positiva que la que me diste la última vez que te dije que lo hicieras.

Arqueé las cejas.

—¿Qué te dije la última vez?

—Que me darías una patada en la entrepierna.

—No te preocupes, T. Encontraré la manera de hacer ambas cosas.

Su profunda risa fue lo último que escuché antes de colgar.

Solo entonces me di cuenta de que había expresado mi intención de verlo. Porque, independientemente de lo que hubiera planeado, darle a alguien una patada en la entrepierna era algo que se hacía en persona.

2

Thatch

Habían sido los cuarenta años de matrimonio de mis padres y los treinta y cinco años de mi propia historia vital los que me habían llevado allí, de vuelta a mi pueblo natal, Frogsneck, Nueva York. Mis padres eran la viva imagen de todo lo que quería encontrar de compromiso en un matrimonio, y celebrar tantos años de su amor mutuo esa noche había sido una experiencia muy especial. Eran las mejores personas del mundo: cariñosos, leales e increíblemente sinceros.

Pero odiaba estar de regreso en el lugar donde había nacido porque nunca habían desaparecido las miradas que la gente nos lanzaba a mis padres y a mí, ni siquiera después de tantos años.

Era la máxima percepción de que «Uno es lo que uno hace». Por desgracia, lo que la gente pensaba que habías hecho, a veces, carecía de base real.

No debí haber ido al bar del pueblo después de la fiesta. Debí haber recordado el pasado y haber brindado por el futuro en la intimidad de la casa de mis padres, pero no lo hice.

Por eso, cuando la puerta se abrió para dejar a la vista a uno de mis recuerdos más negativos del instituto, tuve que enfrentarme a las consecuencias.

—Oye, Ryan, ¿has visto quién está aquí? —le preguntó Johnny Townsend a su amigo, Ryan Fondlan.

Había pasado tantos años de mi juventud despreciando a Johnny que incluso el sonido de su voz hacía que me hirviera la sangre en las venas. Esa era, probablemente, la razón de que no pudiera llevarme bien con John, el del equipo de rugby. Me refería al equipo en el que jugábamos Kline, Wes y yo durante la semana, que se llamaba Bad por culpa de ese ridículo apodo que nos habían puesto, los Bad Boys Millonarios. El equipo estaba patrocinado por el restaurante de Wes, Bad —sí, él también se aprovechaba de ese nombre estúpido—. Era un nombre horrible para un restaurante, pero os aseguro que Wes obtenía grandes beneficios de él. Aunque también era posible que ayudara que fuera dueño de un equipo de la nfl y que el restaurante tuviera como clientes a multitud de deportistas profesionales.

John formaba parte del equipo, el de rugby, y no podía negar que pasábamos mucho tiempo lanzándonos pullas el uno al otro. Joder. Quizá debía intentar no ser tan gilipollas en el próximo entrenamiento.

—Johnny… —Ryan intentó mediar, pero fue inútil.

Ryan siempre había sido el compinche bienintencionado de los modales insensibles de Johnny, y me dolía muchísimo verlos cantando la misma melodía después de tantos años. Una cosa era que los chicos se comportaran como chicos y otra muy distinta que los hombres actuaran como tales.

—Casi no puedo creer lo que ven mis ojos. ¿Un pez gordo como Thatcher Kelly en el Sticky Pickle? Qué raro… —dijo Johnny, tratando de picarme para que me levantara. Se había pasado toda la vida provocándome, desde que yo era un alumno de primero con sobrepeso tratando de sobrevivir al instituto. Aunque nunca me había sentido inseguro de mí mismo, él había intentado que así fuera por todos los medios. Las tornas habían cambiado dos años, treinta centímetros y veinticinco kilos de músculo después.

—Tranquilo, John —sugirió Ryan—. Siéntate y toma algo —le dijo antes de volverse hacia mí—. Hola, Thatch. —Ryan me saludó con una mueca mientras se sentaba en el taburete contiguo al mío, lo que hizo que se interpusiera entre Johnny y yo; un movimiento inteligente, sin duda. Sin embargo, eso no impidió que Johnny me mirara mientras Ryan hablaba—. ¿Cómo te van las cosas?

—Bastante bien —dije a Ryan con sinceridad, pero de forma breve para intentar que la interacción fuera lo menos amistosa posible. Le di un trago a mi cerveza. Si hubiera podido, no habría elegido la marca Coors, pero esa noche bajaba sin problemas.

—Hace tiempo que no vienes por aquí —continuó.

—Sí.

—¿Y cómo lo llevas?—preguntó.

—¿Cómo lo va a llevar? Bien, joder —se burló Johnny—. Se cree demasiado bueno para lugares como este.

Tensé la mandíbula, pero hice todo lo posible para ignorar a Johnny y me concentré en la conversación con Ryan.

—Todo va bien. Veo a quien quiero de forma regular. Mis padres vienen a visitarme y Frankie vive en la ciudad. —Me encogí de hombros.

—Frankie… —canturreó Johnny, burlándose en voz baja, y yo empecé a irritarme de verdad por primera vez en la noche.

—Cuidadito, ¿eh? —advertí, bajándome del taburete. El sonido al arrastrarlo por el suelo de madera atrajo la atención de varios clientes cercanos.

Ryan se interpuso de inmediato entre nosotros.

—Tiene una mala noche, Thatch. Se ha divorciado hace poco y su mujer ha conseguido hoy la custodia —susurró.

Me obligué a contenerme y me senté de nuevo antes de hacerle una señal al camarero para que me trajera la cuenta. Salir a tomar una copa relajada se había convertido en una tarea muy estresante.

—¿Y qué tal le va a Frankie? —preguntó Johnny, sin inmutarse. Hice todo lo posible para interiorizar la información de Ryan e ignorarlo; a ver si el camarero se daba prisa. Cuanto más rápido me fuera de allí, mejor.

—Cállate de una puta vez, tío —le aconsejó Ryan, interponiéndose entre nosotros. Nunca había sido de los que ponía la otra mejilla, pero, además, estaba cachas. Con mi metro noventa de altura y mis cien kilos de peso casi los doblaba en tamaño.

—Él tampoco viene por aquí —continuó Johnny—. Pero supongo que yo tampoco volvería si fuera él. Es un puto cerdo de mierda que se revuelve en su propia mierda, aferrado a los faldones del tipo que mató a su hermana solo para mantener su negocio a flote.

Johnny se levantó del taburete mientras a mí me hervía la sangre y pasó junto a Ryan para pararse frente a mí con una sonrisa babosa.

Su voz zalamera se convirtió en un susurro para clavarse en mí como un cuchillo.

—Dime, Thatch: ¿qué siente uno al librarse de una acusación de asesinato?

Vi cómo una gota de sangre manaba de la herida que me había hecho en el nudillo y caía al suelo de cemento. Por fin había noqueado al viejo Johnny con un golpe seco, pero allí estaba, en los fríos confines de hormigón de una celda de tres metros por dos.

A los ojos de la ley, ese único golpe no habría supuesto un gran problema, pero la pelea de bar que se produjo entre todos los demás clientes sí lo había sido. Me daba la impresión de que, en un viejo y tranquilo pueblo como ese, se buscaban oportunidades para divertirse en cualquier lugar, incluso en una improbable e infundada pelea de bar.

—¡Kelly! —gritó el sheriff Miller, arrancando mi mirada ensimismada del suelo—. ¡Dispones de una llamada telefónica!

Asentí con un cortés «Sí, señor» y me levanté para salir de la celda. El sheriff Miller me observó mientras uno de sus jóvenes ayudantes abría la puerta corredera. Sus ojos mostraban desprecio y, francamente, no podía culparlo. Le había causado problemas más que suficientes en los años anteriores a mi salida de Frogsneck y, después de media década, la primera noche que volvía pisar la población, volvía a montar líos.

Aun así, respetaba a mis padres, algo que no podía decirse de muchos de los mezquinos habitantes del pueblo, así que hice lo posible por apelar a ese sentimiento.

—Lo lamento, sheriff.

—Claro, claro —dijo entre risas—. Seguro que sí. Imagino que los trajes de marca no son un atuendo cómodo para la estancia en la cárcel.

Ignoré sus palabras y mantuve la calma. Fue el primero en apartar la mirada, lo que me hizo ganar, quizá, un parpadeo de respeto a regañadientes.

—No, señor. Lamento estar aquí y tenerlo ocupado en medio de la noche. No importa lo que dijeran, con treinta y cinco años cumplidos debería haber sido capaz de mantener la calma. Por eso me disculpo.

—Margo es un recuerdo muy doloroso, imagino —murmuró, demostrando que conocía las verdaderas razones que había detrás de mi ataque, a pesar de que no hubiera sido testigo. Eso era lo que lo convertía en un buen sheriff.

Mi novia del instituto, Margaret —Margo para casi todo el mundo—, había muerto durante un fin de semana que pasamos juntos. Yo había sido el único que había estado con ella cuando había ocurrido el horrible hecho. Un tema que ya tenía superado. No su muerte ni lo que había presenciado, sino los aspectos en los que había cambiado mi vida. No la tenía presente en todo lo que hacía y, sin duda, no me pasaba el tiempo preocupándome por algo de lo que no era responsable, pero, al parecer, algunas gentes de mente estrecha tenían mucho más tiempo libre que yo.

Sin embargo, haber sido acusado de algo tan terrible no se terminaba de asimilar nunca, y aún no había descubierto exactamente cómo evitar que me hiciera perder el control. Por eso solía mantenerme alejado.

No me gustaba nada que mi primer viaje de regreso al pueblo desde hacía años hubiera terminado de forma tan predecible.

—Sí, señor —respondí con sinceridad.

—Haz la llamada —ordenó, señalando el teléfono de pago.

Joder. Sin duda la tecnología no me estaba ayudando. No me sabía de memoria el número de nadie, salvo el de mis padres. Bueno, sabía uno. Me reí para mis adentros al recordar la razón por la que lo sabía.

—Los cuatro últimos dígitos corresponden a las letras de C-a-s-s —recordé que había dicho ella en la única llamada telefónica nocturna que mantuve con una Cassie bastante achispada—. ¿No te parece simplemente genial? —Era simplemente ridículo, eso era. No estaba sucediendo…

—Sheriff…

—¿Qué quieres? —repuso secamente. Fantástico. Habíamos tenido un momento de respeto mutuo, pero ya había pasado. ¡Joder!

—¿Podría dejarme mi móvil para mirar un número? Solo me sé uno de memoria y… —mentí.

—Entonces, úsalo, Kelly —me interrumpió.

Me encogí de hombros antes de seguir presionándolo.

—Lo siento, señor, pero ese número es el de mis padres y, francamente, prefiero quedarme aquí sentado toda la eternidad antes que arruinarles su aniversario de bodas.

—Vale… —aceptó, y yo respiré aliviado.

Pero mi alivio duró poco.

—No tienes llamada telefónica. Ve a sentarte.

Mierda. El ayudante abrió la puerta de nuevo y me hizo un gesto para que entrara. Cuando me acomodé en el frío banco, apoyé la cabeza en la dura pared que había detrás de mí con exasperación.

Iba a pudrirme allí. Al sheriff Miller no le importaba que me quedara en aquella celda para siempre. Así se hace, bocazas. Johnny me sonrió desde el otro lado de la celda hasta que se dio cuenta de que no había barrotes entre nosotros.

—¡Townsend! —gritó el sheriff Miller—. ¡Levántate! Tienes una llamada telefónica.

Johnny se levantó del banco y salió de la celda para acercarse al teléfono sin añadir nada. Cinco minutos antes, habría afirmado que yo era el más inteligente de los dos, pero ya no estaba tan seguro.

Cerré los ojos y deseé quedarme frito u olvidarme de todo, lo que llegara primero. Creía que me iba a pasar la noche pensando en una chica de ojos verdes, la que me había dado tantos disgustos esa noche, pero los iris que vi no ocupaban ese lugar en el círculo cromático. Eran de un azul brillante y feroz, y no los había visto en ningún otro lugar que no fueran mis fantasías desde hacía un mes. Sin embargo, había tenido una cantidad exorbitante de fantasías.

¡Oh, joder! La cárcel no erael lugar apropiado para empezar a tener fantasías.

Inspiré hondo, y un pensamiento se mezcló con el siguiente mientras caía en un sueño irregular.

—¡Kelly! —El grito del sheriff Miller me despertó de la siesta. Moví la cabeza para despejarme y miré a mi alrededor: la celda estaba vacía. Cuando mi mirada se posó en él, su expresión era divertida y se señalaba con dos de sus dedos fornidos.

Me puse delante de él, abrió la puerta y me hizo un gesto para que saliera y me acercara al teléfono.

—Espero que la siesta te haya ayudado a recordar algún número. Tienes un minuto para pensar y tres para llamar. Te sugiero que aproveches los cuatro.

¡Joder!

Todavía aturdido por el sueño y la frustración, no perdí el tiempo, salí de la celda y fui directo al teléfono. Tenía la sensación de que, si desaprovechaba aquella, no tendría una tercera oportunidad. La parte práctica de mi mente sabía que el sheriff no podía retenerme allí para siempre solo porque no recordara ningún número de teléfono, pero, después de una noche infernal, me lo parecía. Intenté forzar mi cerebro, ser lo suficientemente hombre para llamar a mis padres, pero el esfuerzo resultó infructuoso. Todo el tiempo que pasara evitando hacer la llamada no era más que un retraso para salir de allí, y ese era el último día que podía permitirme pasar envuelto en olor a pis.

3

Cassie

Un estridente timbre en la distancia resonó en mis oídos. Me revolví, medio dormida, y me giré para mirar el reloj de la mesilla de noche. Los números de color rojo indicaban que eran las dos y media de la mañana.

—Joder… —murmuré sin dirigirme a nadie en particular, tirando del edredón para cubrirme de nuevo la cabeza y formar una cueva.

Pero el teléfono seguía sonando, vibrando en la mesita de noche, y se burlaba de mi cerebro privado de sueño. Adoraba mi sueño. Lo… adoraba… Mientras la mayoría de las mujeres soñaban con que Henry Cavill follaba con ellas hasta el olvido con la capa de Superman golpeándoles la cara, yo dividía mi tiempo de sueño entre Henry Cavill, Channing Tatum y dormir profundamente en mi cama, y durante ese tiempo los hombres no formaban parte de mis fantasías. Así que solo podía suponer que quien me llamaba debía de haber perdido un miembro o debía de estar literalmente en llamas, porque cualquiera que me conociera sabía que nodebía interrumpir mis horas de sueño.

Después de maldecir durante unos segundos, aparté las mantas, con los ojos aún cerrados y las manos torpes —lo que hizo que me cayera al suelo—, cogí el teléfono y me lo puse en la oreja.

—Georgia —solté, segura de que era ella—, te juro por Dios que, si eres tú, le daré una patada tan fuerte en los huevos a tu marido que no podrá pasarse las noches follando contigo.

Una risa inundó el receptor, pero no era una risa femenina. Era profunda y gutural, cien por cien masculina.

Al ver que ninguna palabra sustituía a la risa, suspiré y me tapé la cabeza con el edredón.

—En serio, amigo. Si no me dices quién coño eres y por qué me llamas, vamos a tener serios problemas.

—¿Qué tipo de problemas? —preguntó, con evidente diversión en su voz.

—El tipo de problemas que hace que mis pies entren en contacto con tu culo —respondí.

Volvió a reírse.

—Tal vez me guste ese tipo de perversión.

—Muy bien, psicópata de mierda —dije, en tono de irritación—. No me importa qué tipo de cosas te exciten. No me importaría que disfrutaras frotándote la polla con queso crema. Lo que sí me importa es que me llames a las dos de la mañana.

—Cassie —respondió, aunque seguía pareciendo irritantemente divertido por joderme el sueño—. Soy Thatch.

—¿Thatch? No conozco a ningún Thatch —mentí. Sabía que era él y, más aún, lo había sabido antes de que lo dijera. Esa voz había estado rondando dentro de mi cerebro desde hacía tiempo. El maldito Thatcher Kelly se había colado en mis pensamientos y se había quedado ahí para siempre, como un puto parásito.

Con suerte, si seguía fingiendo confusión, iba a dejar que volviera a dormirme.

Se rio otra vez.

—Soy el hombre en el que piensas cada vez que te has metido el dedo en ese coño perfecto durante el último mes. ¿Recuerdas? Estuvimos juntos en una boda. Te ayudé a encontrar a Walter después de que lo perdieras. Incluso me llamaste desde Key West porque me echabas mucho de menos.

—No me suena nada de eso.

Y yo no había perdido al maldito gato. Lo había hecho él.

—Incluso te dejé sentir mi polla. La cual, por cierto, te fascinó.

—No me gustó nada sentir tu polla —repliqué—. No fue nada memorable si nos ceñimos a la realidad.

—¿Qué tamaño tiene?

Estuve a punto de responder.

—¿Por qué me haces tantas preguntas?

Volvió a reírse.

Sí, haberle puesto el apodo de «Hombretón» había sido todo un acierto, ¿no?

Pero, en serio, si volvía a reírse, iba a añadir «Matar a Thatch» a la lista de tareas pendientes para el lunes por la mañana.

—¿Por qué me has llamado? ¿No podías haber esperado a que, no sé, saliera el sol y no estuviera durmiendo?

—Lo siento —respondió, aclarándose la garganta. Su respiración era ahogada, como si se estuviera moviendo—. Pero esto no podía esperar. Estoy en un aprieto y me vendría muy bien tu ayuda.

—¿Mi ayuda? —pregunté, sentándome en la cama—. ¿Ahora mismo?

—Sí… —Empezó a decir algo más, pero se interrumpió cuando alguien gritó al fondo.

—¡Se han acabado tus tres minutos, Kelly!

Fruncí el ceño.

—¿Dónde estás? —pregunté, suspicaz—. ¿Y quién ha gritado?

—Oh, es el sheriff Miller —respondió, en un tono despreocupado. Casi podía imaginarlo encogiéndose de hombros mientras lo decía.

—¿El sheriff Miller? —repetí sus palabras, haciéndome una idea bastante clara de hacia dónde se dirigía la conversación. Es decir, todavía estaba medio dormida, pero no hacía falta ser un genio para deducir los detalles básicos—. Dime que no me estás llamando desde donde creo que me estás llamando.

—Sí, respecto a eso… —Se interrumpió, inseguro—. ¿Has estado alguna vez en el norte del estado?

—Por el amor de Dios, Thatch —murmuré, frotándome la irritación del sueño de los ojos.

—Escucha, Cass, sé que soy como un grano en el culo y…

—Un grano, no sé, pero la patada te la voy a dar yo —refunfuñé, con la voz espesa por el sueño y la exasperación.

Thatch siguió hablando, sin inmutarse.

—… pero parece que me han arrestado esta noche y esperaba que pudieras venir a pagar la fianza —dijo, justo cuando una voz robótica le avisó de que el tiempo asignado para la llamada iba a terminarse pronto.

—¿Parece que te han arrestado? —contesté—. Estás arrestado, cabrón.

—¿Lo harás? —preguntó, y me pareció demasiado esperanzado.

—¿Y qué pasa con Kline? ¿O con Wes? ¿O con algún miembro de tu puta familia? ¿Cómo coño he acabado siendo el puto objeto de tu única llamada?

—Empiezo a darme cuenta de que «puta» es tu palabra favorita.

—¿Qué? —¿De qué estaba hablando?

Volvió a reírse y me dieron ganas de meter la mano en el teléfono y estrangularlo.

Adelante, anoto que a eso de las 2:35 de la madrugada «Matar a Thatch» pasa al primer puesto de la lista de tareas pendientes para el lunes.

—Lo dices mucho. En todas sus variantes.

—¿Y? —espeté al ver que no me daba más detalles.

—Me encanta, cariño. —Adiviné la sonrisa en su voz.

—¿Estás intentando ligar conmigo en la misma conversación en la que me acabas de pedir que pague tu fianza para salir de la cárcel?

—Eso depende.

Suspiré y me apoyé en el cabecero.

—¿De qué?

—Si digo que sí, ¿vas a colgarme?

—He estado a punto de colgar desde que contesté.

—¡Eh, Thatcher! —Una voz fuerte y retumbante sonó de fondo. Supuse que era el sheriff Miller. Era la llamada más extraña que había recibido un sábado por la noche. Y eso decía mucho viniendo de mí.

—Entonces, ¿crees que puedes ayudarme?

—Me vas a deber una muy grande.

—Te daré lo que quieras, cariño.

—¿Dónde estás? —Lo puse en el altavoz y abrí Google Maps, dispuesta a buscar por gps la ubicación del convicto.

—Al norte del estado, en un pueblo llamado Frogsneck —respondió, y procedió a darme la dirección. Incluso me dijo que fuera en su Range Rover; que lo único lo que tenía que hacer era ir a buscarlo a su apartamento.

—Oh, por el amor de Dios —murmuré después de ver que el viaje duraría unos noventa minutos—. Vete preparándote, gilipollas, porque estoy a punto de ponerme muy creativa para que me pagues este favor.

Esperaba oír su risa, pero, cuando miré el teléfono, su llamada ya se había interrumpido. Dejé el móvil en la mesilla de noche y me levanté de la cama.

—Menudo idiota… —me dije a mí misma mientras rebuscaba en el armario, tratando de encontrar algo medio decente que ponerme que me resultara cómodo para el viaje.

Me decidí por unas zapatillas deportivas, unos pantalones de yoga y una camiseta que decía «Solo quiero beber vino y acariciar mi…» y el dibujo de un conejito en la parte inferior. Me encantaba masturbarme, así que la camiseta no mentía.

Me recogí los mechones oscuros en un moño desordenado y di por terminado cualquier arreglo personal. Me negaba a perder tiempo y energía maquillándome porque el innombrable no se merecía ese tipo de preparación después de despertarme en medio de la noche.

Mientras entraba en la cocina y cogía mi bolso, decidí que no quería ir a recogerlo en su coche. De ninguna manera, era un gesto demasiado generoso por mi parte.

Estuve a punto de llamar a Georgia para ver si Kline me prestaba el Ford Focus que ella había elegido, pero me detuve al pensar que Thatch me había llamado a mí y no a su mejor amigo. Era extraño, sin duda, pero algo en mi interior me decía que había una razón para ello. Fuera cual fuera, iba a mantener la boca cerrada hasta que Thatch me dijera lo contrario.

Esto me dejaba con una sola opción. Zipcar.

Yo no era suscriptora de sus servicios, pero Tony, mi vecino de enfrente, sí, y me debía un favor enorme por haberle brindado una sesión de fotos eróticas como regalo de aniversario cuando hizo cinco años con su novia, Francesca.

No era ningún secreto que yo era una fotógrafa de éxito, y como me mostraba muy abierta con respecto a todo lo sexual y erótico, no era la primera vez que alguien me pedía que hiciera una sesión de ese tipo. Siendo sincera, mi carrera me había llevado a muchas situaciones en las que he fotografiado a hombres semidesnudos. Era, sin duda, una ventaja, y había conocido a muchos hombres fantásticoshaciendo lo que hacía.

Pero ese favor enorme no estaba relacionado con la logística real de la sesión.

El favor había sido porque no me había avisado del escenario en el que iba a moverse con su novia. Así que imaginad un montón de posturitas y muchas guarradas con la lengua. No es necesario que diga que podía haber prescindido de tener que ver su erección durante los sesenta minutos que duró la sesión. Y como todavía no le había enseñado las pruebas finales, sabía que era muy posible que consiguiera que Tony me dejara usar su suscripción de Zipcar.

Después de una rápida llamada telefónica, me planté ante su puerta y tuve un déjà vu de la caliente sesión fotográfica: Francesca estaba literalmente con las tetas al aire y solo un par de pantalones cortos cubrían su curvilínea figura. Tony permanecía de pie detrás de ella, manoseándole el culo a pesar de la cara de sueño.

Si no hubiera sabido que estaba en el edificio donde se encontraba mi apartamento, habría pensado que acababa de toparme con un rodaje de porno suave. No tenía ningún deseo de ser una mirona, así que le arranqué a Francesca el carnet de ZipCar de la mano y le ofrecí una sincera disculpa por haberlos despertado en medio de la noche; a continuación, me alejé diciendo que tenía prisa.

Porque así era. Necesitaba irme de allí antes de que Tony empezara a acariciarla.

—No te preocupes, amiga. Me alegro de que hayamos podido ayudarte —dijo antes de que fueran de nuevo al interior de su apartamento, probablemente para juguetear hasta que alguno se desmayara o quedara exhausto.

Cuando llegué a la acera, llamé a un taxi y le dije al conductor que se dirigiera a la nave de Zipcar, que estaba a unas veinte manzanas de mi apartamento. Le di una buena propina al taxista cuando llegamos, menos de diez minutos después, a pesar de que eso fuera más bien fruto de la hora y no de su pericia al volante.

En otro momento, habría ido andando, pero me imaginé que, teniendo como misión sacar a Thatch de la cárcel, debía llegar lo antes posible. Y una mujer como yo no debería pasearse sola por Manhattan en plena madrugada a no ser que buscara que la asaltaran.

Zipcar era un concepto bastante sencillo. Cualquier persona que pagara una suscripción mensual podía ir a una nave de Zipcar y, al acercar el carnet al parabrisas del vehículo de su elección, disfrutaba de acceso instantáneo al mismo.

Eché un vistazo al aparcamiento, analizando mis opciones.

Jeep Cherokee… No, demasiado espacioso.

Chevy Malibú… Bah. No me gusta el color verde.

Una carrocería de color rojo brilló bajo la luz de la luna, y mis ojos hicieron lo propio cuando los posé en aquella opción final.

—Oh, sí. Ese… —murmuré, victoriosa, para mis adentros.

Tras unos minutos, me dirigía a Frogsneck con una enorme sonrisa dibujada en mis ladinos labios.

Sí, Thatch iba a pensárselo dos veces la próxima vez que decidiera despertarmeenmitad de la noche para que fuera a pagarle la fianza.

4

Thatch

Cassie se había presentado en el ayuntamiento de Frogsneck poco más de dos horas después de que la hubiera llamado. El sheriff Miller se había puesto a ligar con ella descaradamente mientras rellenaba el papeleo para sacarme de la cárcel solo con su buena fe.

«Las mujeres guapas no pagan», había dicho el sheriff, y, por supuesto, ella se lo había tragado.

Lo que no hizo fue dirigirme a mí ni una palabra, sino que prefirió esperar fuera mientras el sheriff Miller me abría la celda. A pesar de que no me había dicho nada, sus ojos resultaron muy elocuentes y mostraron una alegría contenida que apuntaba claramente a que todo mi calvario le había parecido más divertido que otra cosa.

El sol directo me deslumbró al asomarse por el horizonte y bajé la vista, por lo que presencié cómo su sombra se acercaba a uno de los coches más pequeños jamás creados por el hombre. Me detuve al final de la acera y alcé la mirada por encima de las tres plazas de aparcamiento vacías que nos separaban.

—Tienesque estar de coña. Si me meto en esa puta cosa, me voy a comer las rodillas cada vez que frenes.

—Lo sé —soltó alegremente al tiempo que se giraba ciento ochenta grados para mirar el pequeño Fiat rojo. Luego me observó por encima del hombro y arrugó la nariz mientras una sonrisa de oreja a oreja hacía que uno de sus ojos azules quedara más arriba que el otro—. Avísame si te atragantas. Quizáme detenga e intente despejar tus vías respiratorias.

Me rasqué la barbilla con ambas manos, negué con la cabeza y me reí.

—Imagino que estás tratando de decirme que no te ha gustado que te haya llamado de madrugada. —Arqueé una ceja y me acerqué a ella—. O, al menos, que no te ha gustado el viaje y las demás circunstancias que han acompañado nuestra conversación.

—Eres muy perspicaz —murmuró cuando me acerqué lo suficiente como para ver, por primera vez en el día, la pequeña peca que tenía justo debajo de la oreja derecha. No era tan grande ni evidente como el lunar que lucía Cindy Crawford, pero me había fijado en ella más de una vez. Quizá porque pasaba más tiempo mirándola a ella que a cualquier otra persona.

Cuando analicé su aspecto en beneficio de algo más que mi ansiosa polla, me di cuenta de que parecía algo desaliñada, como si hubiera saltado de la cama y se hubiera dirigido directamente allí. No lo había pensado antes, pero, haciendo un rápido cálculo del tiempo que llevaba el viaje, supe que eso era lo que debía haber hecho.

Desplacé la mirada desde la parte superior de su cabeza, donde se amontonaba aquel pelo indomable suyo, hacia abajo, para buscar sus ojos, y traté de transmitirle lo agradecido que me sentía con dos sencillas palabras.

—Lo siento.

Sus cejas, salvajes y expresivas, se alzaron de nuevo, transmitiéndome sus dudas.

—Lo siento mucho, en serio —dije a la defensiva. No me gustaba admitir aquella vergonzosa verdad, pero se lo debía—. Un tío que conozco desde el instituto me dijo algunas cosas que debería haber ignorado, pero no lo hice, y no sabía a quién más llamar. Es el aniversario de bodas de mis padres y, aunque no lo fuera, no iba a llamarlos a ellos.

—¿Y Kline? —sugirió, bajando la vista. Se fijó en mi mano por primera vez, y se le pusieron los ojos como platos al ver mis nudillos ensangrentados.

Puse los ojos en blanco intentando evitar confesar que su número era el único que recordaba. Las alocadas ideas de Cassie Phillips no necesitaban esa clase de aliento o poder.

—La última vez que llamé a Kline en mitad de la noche me dijo que me amputaría mi apéndice más querido. Aunque le saco más de diez centímetros y veinte kilos, es un tipo inteligente, maldita sea. Encontraría la manera de conseguirlo.

—¿Y Wes? —insistió.

Negué con la cabeza.

—Está en la Costa Oeste. Un viaje para fichar figuras emergentes o algo así.

Todo su cuerpo pareció entonarse y, por primera vez, me fijé en su camiseta. Una creación completamente ridícula de una empresa en la que tenía una participación del cuarenta por ciento. Tuve que reprimir una sonrisa.

—¿Dónde? —preguntó.

—¿Qué? —Me sentí confundido. Lo que ella decía no tenía lógica, pero para ser sincero, no estaba, precisamente, prestándole atención a la conversación.

—Quién, cómo, por qué… —divagó frustrada—. Dónde…, en qué universidad, idiota…

Parecía un examen, pero era capaz de no dejarme entrar en el coche si no le daba la respuesta correcta. Y, por mucho que me hubiera quejado al respecto, quería entrar en aquel maldito Fiat.

—¿No lo sé? —Aventuré con cautela rascándome la cabeza. Sin duda, necesitaba una ducha—. Creo que iba a un par de ellas.

Resopló, abrió de golpe la puerta del conductor, subió al coche y cerró con un portazo que me dejó atónito.

Tardé tres segundos en ponerme en movimiento; entonces corrí hacia el coche, lo rodeé, abrí la puerta de un tirón y metí mi enorme cuerpo en el interior lo más rápido que pude, doblándome como si fuera una especie de origami. No me cabía duda de que esa loca era capaz de largarse sin mí después de haber llegado hasta allí.

—¿Qué he hecho mal? —pregunté al notar que ella ni siquiera me miraba. No era un experto en el tema, pero había visto a una mujer cabreada un par de veces. Cada vez que ocurría, me esforzaba por registrar la información pertinente para poder evitar tal cosa en la siguiente ocasión. Por desgracia, aún no había establecido un patrón.

—¡Me has llamado en mitad de la noche y me has convencido para que viniera hasta el norte del estado de Nueva York! —espetó.

—No —aclaré—. Eso ya lo tenía asimilado. Me refiero a en qué metí la pata cuando hemos mencionado a Wes.

—¿Yo le habría pegado? —preguntó ella.

Por desgracia, no era capaz de seguirle la conversación ese día. Era como si habláramos todo el rato de dos temas completamente diferentes.

—¿A quién? ¿A Wes?

—¡No! ¡Al capullo que te golpeó! ¿Yo le habría pegado?

No pude evitar reírme mientras me la imaginaba. Cassie no era ni mucho menos un peso pesado, pero me imaginaba que, aun así, Johnny habría acabado en el suelo.

—Mucho antes que yo.

Asintió, decidida.

—Entonces, estás perdonado. —Salió de la plaza con facilidad e hizo las maniobras precisas para salir del aparcamiento en la dirección en la que había venido.

Curvé levemente los labios ante el regalo de su perdón. No me molesté en decirle que no lo había pedido.

—Ahora solo quiero volver a Nueva York y meterme en la cama. Me quedan unas ocho horas de sueño.

—Mmm… —murmuré encogiéndome un poco—. En realidad, necesito que me lleves al bar.

—¿Al bar? —El coche se desvió a un lado cuando ella apartó los ojos de la carretera para mirarme. Tuve que luchar contra el impulso de sujetarme a la endeble asa de encima de la puerta.

—El escenario de la pelea —le expliqué con una risa un poco áspera y autodespreciativa—. He dejado allí el coche que tengo en casa de mis padres y tengo que guardarlo en el garaje.

Se quejó, pero al final giró donde yo le señalé y no añadió nada más. Avanzamos en silencio durante dos minutos antes de que ella quitara una mano del volante y se la pasara por el pelo. Empezó a bostezar, pero hizo lo posible para contenerse. El resultado fue un gesto facial muy poco atractivo que hizo que me vibrara el pecho.

—¿Cansada?

Asintió durante cinco segundos al menos antes de hablar.

—Sí. Ya deberías saberlo, pero, en caso de que no te hayas enterado todavía, el sueño y yo somos amigos íntimos. ¿Sabes eso que hace la gente en broma de ofrecer a su primogénito?

Asentí y luego me di cuenta de que era difícil que ella me viera.

—Sí.

—Bien, pues, cuando tenga hijos, los entregaré a cambio de poder dormir.

Me reí.

—Por lo que he oído, tener hijos es prácticamente sinónimo de no dormir.

—Joder. Así que tal vez no pueda tener hijos…

—No. Solo tienes que tenerlos con alguien que no pueda soportar estar sin ellos. Así será un intercambio.

Sus ojos sorprendidos buscaron los míos, y el coche volvió a desviarse. Evité señalarlo, no fuera a ser peor, pero me ofrecí a hacer lo único posible en ese momento.

—¿Quieres que conduzca yo?

Negó con la cabeza y volvió a bostezar. Esta vez, el bostezo ganó la partida.

—¿Así que anoche fue el aniversario de bodas de tus padres?

—Sí. Cuarenta años juntos.

—¿Muchas mujeres solitarias en la fiesta? —se burló.

Había un punto de sangre seca en la tela de mis pantalones e intenté limpiarla aunque sabía que no iba a salir. Mi mente se quedó aletargada mientras procesaba su pregunta, pero la respuesta me sorprendió un poco cuando por fin lo conseguí. Bien podía no haber habido mujeres en la fiesta dado lo poco que me había fijado en ellas.

—No fue exactamente animada, pero mis padres disfrutaron, y eso es lo único que me importa.

—Y supongo que una llamada de su hijo desde la cárcel habría interrumpido su disfrute.

Me reí, porque no se imaginaba cuánto.

—Sí, ya los he hecho sufrir lo suficiente para toda una vida.

Cuando nos acercamos al aparcamiento del bar, le indiqué que se desviara.

—Es ahí.

Se echó hacia delante para ver mejor por el parabrisas y soltó una carcajada.

—¿Sticky Pickle? —El enorme letrero clavado en la tierra que se elevaba unos seis metros declaraba, precisamente, que el lugar se llamaba «El pepinillo pegajoso» en inglés.

Sonreí.

—Sí.

—Dios mío, Thatcher. No solo no puedes olvidarte de tu erección, sino que ahora la tienes pringada. ¿Será este su final? —preguntó ella entre carcajadas; dos mechones de pelo se soltaron de la coleta y cayeron alrededor de sus ojos risueños. Parecía que los ojos se habían vuelto una extensión de su boca. Un movimiento involuntario de su lengua hizo brillar la zona central de sus labios.

Mi polla dio un brinco a modo de respuesta.

Oh, Dios…

Mientras observaba cada uno de sus movimientos con total fascinación, lo único que podía hacer era responderle con sinceridad. ¿Cómo iba a desaparecer mi erección con ella cerca?

—Ni de coña.

Después de dejar el Chevy Nova SS del 64 con neumáticos tuteados en casa de mis padres, volvimos a ponernos en marcha. Me habría gustado que entrara y presentárselos, pero bastó una mirada autocrítica a su camiseta y que iba a ser una visita de madrugada para que se negara.

«De ninguna manera voy a conocer a tus padres con una camiseta que habla de acariciar a mi conejito antes de que tengas el placer de hacerlo tú»,había dicho. Lo que me había llevado a preguntarme si eso significaba que cabía la posibilidad de que ocurriera pronto, pero decidí no decir nada al respecto.

Prefería que cayera en mi trampa sin darse cuenta.

Y, al final, había tomado la decisión correcta. Después de una noche más excitante de lo que estaban acostumbrados, mis padres seguían en la cama. Un par de besos rápidos y una despedida de disculpa desde la cama me hicieron comprobar que no se habían enterado de los dramáticos hechos que me habían ocurrido esa noche.

—Gracias, Dios —volvió a gemir Cassie mientras cruzábamos el río Hudson por el puente Tappan Zee.

En cualquier otro momento, en cualquier otro lugar, su gemido probablemente habría hecho que mi polla se moviera salvajemente al compás de sus tetas. Pero no en ese instante.

Sufría un serio calambre en el muslo izquierdo y las rodillas estaban a punto de pegarse de forma permanente a mi pecho, y, aun así, mientras miraba el reloj, supe que no me quedaba otra opción que engañar a mi preciosa conductora para que hiciera otra parada en aquel diminuto coche de payaso.

Después de pasar una noche en el calabozo, podía y quería ignorar casi todo menos eso. Había una niña de ojos grandes y un corazón aún más grande esperándome, y tenía que estar muerto o moribundo para romper un compromiso con ella.

—¿Cass?

—¿Qué? —espetó. De sus ojos parecía manar la encarnación de la raíz de todo el mal del mundo.

Me hundí los dientes en el labio inferior para no reírme y miré por la ventanilla del copiloto para disimular la sonrisa.

—Sé que no estás precisamente contenta conmigo ahora mismo…

—Me subestimas… —subrayó.

—Pero creo que me ha dado un calambre en la polla. Quizá no te guste precisamente la mía, pero te gustan en general, ¿no?

Entrecerró los ojos al considerar mis palabras. Quizá quisiera ignorarme por completo, pero Cassie no podía negar que le gustaban las pollas.

—¿Qué quiere tu erección ahora, Thatcher? —preguntó con suspicacia.

Ya no disimulé la risa mientras le daba una versión aproximada de la verdad, pero la adorné con una multitud de guiños y carantoñas en un intento por distraerla.

—Oh, cariño, puedo asegurarte que quiere muchas muchas cosas, y que un gran número de ellas te conciernen. Pero, en realidad, no me estaba insinuando, no estaba tratando de insultar tu inteligencia y no te estaba pidiendo que tus tetas le hagan compañía a mi erección.

—No lo entiendo. ¿Qué más hay en ti? —se burló, y yo me reí. Porque, por primera vez, quizá de la persona menos esperada, no había sonado como si lo dijera en serio. Parecía que no creía que mi inteligencia solo estuviera en la cabeza de mi polla, que aquel divagar sobre las tetas y las referencias a mi erección eran solo una fachada para todo lo que había debajo. Era como si ella pudiera verlo sin necesidad de presionarme o animarme, y eso no era lo normal. La mayoría de la gente solo conocía una capa superficial de los demás. Se conformaba con las características más atrevidas de una primera impresión porque eran perezosos, y arrastraban esas expectativas y prejuicios durante toda la relación. Tal vez, parte de aquel apetito de Cassie por las nuevas experiencias la hacía profundizar más que al resto.

—Por favor —le rogué, viendo que la salida que debía tomar se acercaba en la distancia—, sal por aquí y llévame al veinticuatro horas que hay a un par de manzanas.

—No sé a dónde voy… —dijo, y la interrumpí rápidamente para que no tuviera tiempo de pensarlo demasiado.

—Yo sí. Voy por ahí siempre. Te indicaré el camino y todos saldremos ganando. Yo podré estirar las piernas y te compraré una bolsa de Cheetos por las molestias.

—Y un refresco light.

Bingo. Había encontrado una debilidad momentánea en sus defensas.

—De acuerdo —acepté—. Y un refresco.

—¡Light! —me corrigió ella.

—Sí. Light. Te lo prometo. Siempre y cuando la pérdida de peso no afecte a tus tetas.

Sonrió y negó con la cabeza.

—Lo siento, colega. Pero las tetas son siempre las primeras afectadas.

Refresco normal,pensé. Sin duda, compraré uno normal.

—Gira a la derecha —le indiqué mientras superábamos la cuesta de la salida para llegar al cruce.

A medida que nos acercábamos a la señal de stop, esperé que el coche frenara, pero no lo hizo. Cassie se incorporó al tráfico a una velocidad de vértigo sin pisar el freno a pesar de mis gritos.

—¡Santo Dios! ¿Es que eres una puta loca o qué? ¿Por qué coño no has parado ahí? —grité, mirando por encima del hombro mientras me sujetaba al asa de encima de la puerta sin pizca de vergüenza.

—Ah. ¿Querías que me detuviera? —preguntó ella con aire inocente—. No dijiste que frenara. Solo que girara a la derecha.

¡Santo cielo, está loca!

—¿Y frenar no estaba implícito en la señal de stop?

Su rostro adoptó un aire a lo Gru, como de genio malvado.

—Tal vez así, la próxima vez seas un poco más específico y mucho más educado.

—Joder, estás como una cabra.

—Mmmm… —tarareó. El rojo de su uña casi me hipnotizó mientras avanzaba y retrocedía frente a mi cara. Dado que las únicas opciones parecían ser ceder o morir, en realidad, no había ninguna opción.

—Joder, estás como una cabra —repetí—. ¿Te crees por encima del bien y del mal?

—Claro.

—Me das miedo —dije, señalándola con el dedo índice—. Y eso es decir mucho.

Se encogió de hombros. No tenía nada que añadir. Absolutamente nada. No me habría sorprendido que hubiera puesto el coche sobre dos ruedas para demostrármelo.

Al acercarnos al siguiente cruce, consideré cómo decírselo.

—¿Has oído la historia de Wei Wang?

—No —respondió ella. Lo cual no fue una sorpresa, ya que me la estaba inventando.

—Bueno, todos los Wangs tenían como tradición cargar a la derecha, no sé si sabes lo que quiero decir…

—Estás hablando de pollas.

—Pero no Wei. Haciendo honor a su nombre, cargaba a la izquierda —me apresuré a decir mientras nos acercábamos a la bifurcación del camino.

—¿Eh?

—A la izquierda, gira a la izquierda, es mi próxima indicación, cautivadora Cassie —respondí a toda velocidad mientras nos dirigíamos al cruce.

—¿Qué coño…? —preguntó, pero hizo lo que le había dicho. Lo hizo a gran velocidad y muy posiblemente puso el coche sobre dos ruedas, pero lo consiguió.

—¿No querías indicaciones específicas?

—Esa no ha sido específica, sino completamente enrevesada y ridícula.