El billonario - Max Monroe - E-Book

El billonario E-Book

Max Monroe

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Beschreibung

Georgia Cummings no tiene suerte con las citas, y no importa lo mucho que lo intente, no es capaz de encontrarle la gracia a ese extraño universo alternativo donde los hombres piensan que enviarle la foto de un pene es el equivalente a mantener una conversación para conocer a una mujer. Como vea un selfie de esos más, renunciará a escribir a los tíos para siempre. Kline Brooks parece el chico malo por excelencia: pelo oscuro, corto y bien peinado, músculos de acero y una sonrisa que te vuelve loca. Y por si eso no fuera suficiente, es billonario. Y el jefe de Georgia… Así que, dado que ella es su empleada, a él no se le ocurrirá nunca acercarse a ella. Ni ella debería hacerlo si tuviera dos dedos de frente. Pero ¿por qué Georgia no puede dejar de fantasear con él? Lástima que sus hormonas vayan por libre…

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Título original: Tapping the Billionaire

Primera edición: septiembre de 2021

Copyright © 2016 by Max MonroePublished by arrangement with Bookcase Literary Agency

© de la traducción: María José Losada Rey, 2021

© de esta edición: 2021, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-18491-51-1BIC: FRD

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®Fotografías de cubierta: Vadymvdrobot/Dell640/Depositphotos.com

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

Prólogo

1

2

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4

5

6

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8

9

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Epílogo

Agradecimientos

Contenido especial

Que te den, Leslie.

Aunque siempre te las arreglas para echarlo todo a perder, con esto no lo has conseguido.

Nota: Tú no eres la Leslie de la que estamos hablando. En serio.

No lo eres. Lo juramos. Es otra Leslie. Una que no conoces y de la que nunca has oído hablar. Palabra de honor.

Prólogo

Soy Kline Brooks.

Graduado por Harvard.

Presidente y ceo de Brooks Media.

Patrimonio neto: 3.500 millones de dólares.

Muy guapo. Y lo sé porque fui el rey del baile dos años seguidos.

Muy inteligente. ¿Una prueba? Puedo resolver el cubo de Rubik delante de tus narices con mis dedos mágicos.

Licenciado con matrícula en orgasmos femeninos. Con mis dedos, mi lengua o mi polla… puedo conseguir grites «¡Me corro!» antes de que te des cuenta de que te he quitado las bragas con los dientes. No hablo de «casiorgasmos» que te hacen emitir un gritito patético y un gemido a medias. No. Hablo de orgasmos que harán que se te encojan los dedos de los pies, que te harán arquear la espalda, que te dejarán la voz ronca, que te harán temblar de pies a cabeza y que te atravesarán tan fuerte que te quedarás hasta un poco inconsciente.

¿Estoy despertando tu interés?

¿Debo mencionar también que mi polla es de esas realmente dignas de un selfie? No me refiero a un miembro medio de quince centímetros. Estoy hablando de una herramienta grande. Gruesa. Suave. Y dura. En especial cuando le toca trabajar.

O tal vez lo único que he conseguido es avergonzarte. ¿Acaso piensas que soy como todos esos hombres sin clase que pululan por ahí y que son, sin más, una vergüenza para mi género?

El típico gilipollas que no llama al día siguiente. Los tíos que se especializan en llamadas nocturnas pero se niegan a tener una cita real. Sí, ya sabes exactamente de quiénes estoy hablando. Esos idiotas que consiguen que las mujeres piensen que quedarse solteras durante el resto de su vida es una alternativa mejor que lidiar con los líos que te encuentras en el mundo de las citas.

Pues bien, yo no soy ese tipo de hombre.

Digo lo que quiero decir y quiero decir lo que digo. No desvelo secretos de alcoba. Llamo al día siguiente. Y si me interesa una mujer, tengo una cita con ella. Le abro la puerta, le acerco la silla… Y nunca me convierto en un cabrón salido que envía fotos de su polla por mensaje, a menos que ella me lo pida, claro.

En resumen, soy un caballero. Prefiero la monogamia que tener las citas en serie y follar por todo Nueva York. Me he pasado los últimos años evitando a esas mujeres que la mayoría de los hombres etiquetaría como «cazafortunas», e incluso he tenido un par de novias. He ido a por el tipo de mujer que quiero, pero tengo que admitir que últimamente no me he esforzado mucho. Me he centrado en mi empresa, en convertirla en lo que es y en mantenerla a ese nivel, no solo para mí, sino para toda la gente que tanto trabaja para mí.

Hasta que conocí a Georgia Cummings.

Es fogosa, muy guapa, tiene una actitud descarada que exige la atención de todos los que están a su alrededor y su carácter vale mucho más que todo mi dinero.

No sé cómo la había pasado por alto.

No sé por qué he tardado tanto en verla de verdad, cuando lleva dos años justo delante de mí, porque es la directora de marketing de la empresa.

Tal vez sea porque necesito dejar de concentrarme tanto en el trabajo… O quizá sea porque Georgia no quería que yo la viera.

Sea cual sea el motivo, solo hizo falta una decisión improvisada para que esa extraordinaria mujer llenara mi mundo por completo.

No estaba preparado para ella.

Y os aseguro que no tenía ni idea de que me iba a mandar a tomar por culo.

Soy un buen tipo que cree en el amor lo suficiente como para haber hecho toda su fortuna creando una página de citas.

Ese soy yo.

Y esta es mi historia.

Bueno, nuestra historia.

1

Georgia

¡Mis ojos! ¡Dios mío, mis ojos!

Hay cosas en la vida que, una vez fijadas en las retinas, son casi imposibles de olvidar. Una gota de lejía…, ácido directo al lagrimal…, tres horas de gifs porno… Demonios, ni siquiera una lobotomía eliminaría ese tipo de imágenes.

Por desgracia para mí, me había topado no con una, ni con dos, sino con cuatro fotos capaces de convertir el día en inolvidable. Fotos de pollas, para ser más específica. Y digamos que la última noera digna de salir en una foto ni por asomo, o más bien ni por poco, si teníamos en cuenta el tamaño. Ese era el tipo de foto que haría que cualquier mujer se preguntara por qué. «¿Por qué? ¿Por qué alguien querría anunciar que es el dueño de eso?».

Era el gremlin de los miembros masculinos, y la única razón por la que la noche había ido a peor. Lo que se suponía que iba a ser una agradable velada viendo la televisión con mi mejor amiga y compañera de piso, Cassie, se había convertido en una pesadilla de vello púbico, pelotas arrugadas y un miembro que no era digno ni de un mendigo.

Aporreé el teclado para enviar la respuesta.

TapRoseNext (23:37): ¿Es tu pene? ¿De verdad? ¿De verdad?

TapNext era la última y mejor página de citas. Y se había convertido en una aplicación para que se conocieran hombres y mujeres sin pareja, para que charlaran y, con suerte, para que encontraran a su próxima cita. En general, era una alternativa mejor que pasar la noche en un bar o un club. Porque, para mí, todas esas noches tenían el mismo final: rechazar cortésmente la emocionante —modo sarcasmo «on»— oferta para ir con un tío cualquiera a su apartamento, sufrir una resaca infernal y soportar que tipos raros con nombres como Stanley o Milton me enviaran mensajes para mantener charlas nocturnas sobre sexo durante el mes siguiente. Mensajes que siempre ignoraba.

Mi tarjeta de visita decía «Directora de Marketing. Brooks Media». Era un título importante para alguien que acababa de empezar su carrera, pero me lo había ganado. Trabajaba más que nadie en el departamento, y puede que también ayudara el hecho de que el hombre que ocupaba el puesto anterior al mío había sido despedido después de ser detenido por recoger a una prostituta en uno de los coches de la empresa. Por qué había llevado un coche de la empresa todavía me resultaba confuso. En serio, si hasta las prostitutas usan taxi en Nueva York…

Dado que Brooks Media era la propietaria de TapNext, era fácil entender por qué estaba bien informada y muy implicada en el éxito de la aplicación. Era un requisito cuando fui contratada: todos los empleados sin pareja tenían que crearse un perfil de TapNext. Se animaba a los empleados a utilizar la aplicación y a dar una opinión sincera sobre su experiencia. Los nombres que se correspondían con los perfiles se mantenían en secreto y bajo llave por el departamento de Recursos Humanos; era como si estuviéramos en una cárcel. Y las opiniones eran anónimas.

Traducción: «No te preocupes, TapRoseNext; tu jefe no sabe que has intentado hacer un juego de palabras con tu nick».

Al principio me pareció una forma extraña de trabajar, pero después de dos años en Brooks Media, descubrí que mi perfil de TapNext era la forma perfecta para investigar y encontrar ideas que luego podía aplicar en las promociones.

Mi móvil sonó anunciando un mensaje.

Bad_Ruck (23:38): …

¿Acababa de bannearme? ¿De verdad?

TapRoseNext (23:38): Activando alarma.

No habría una respuesta inmediata, pero tenía la potestad de desahogarme.

TapRoseNext (23:39): ¿Es que ya nadie sabe cómo iniciar una conversación? Dios…

Cassie suspiró a mi lado.

—¡Deja de tomarla con el teclado, Chorgie! Estoy intentando ver American Ninja Warrior y no me dejas oír nada.

La ignoré, todavía concentrada en encontrar la manera de borrar aquellas imágenes ofensivas de mi cerebro.

Se asomó por encima de mi hombro antes de que pudiera apartar el teléfono.

—Guau. Guau. Guau… ¿Has puesto mi foto en tu perfil?

Se veían unos muslos níveos con la piel perfecta; estaba inclinada y su cabeza morena asomaba por el espacio entre las piernas abiertas. No se le veía nada por poco.

—Es mi venganza, Cassie.

—¿Y qué he hecho yo para tener que cederte mi foto gratis?

Arqueé una ceja.

—¿Tengo que elegir solo una cosa?

—Adelante, ponme un ejemplo…

—En la universidad. En segundo. Te prohibí publicar aquellas fotos en Facebook, pero ¿me hiciste caso? Por supuesto que no.

Ella sonrió.

—Ahhh, sí. Me acuerdo de eso. Es que estabas muy guapa esa noche.

—Tenía la cabeza dentro del inodoro.

—Pero me mirabas con esos ojitos de cachorro desvalido. —Volvió a mirar mi móvil, clavando sus ojos de color gris oscuro en la diana fálica—. Santo cielo, ¿qué es eso? ¿Es la polla de Quasimodo?

Me levanté del sofá y empecé a pasearme frente al televisor.

—Hoy he recibido cuatro fotos de pollas, Cassie. Cuatro.

Ella arrugó la nariz.

—¿Y qué? ¿Esperabas cinco?

Mi expresión fue una combinación de asco y desconcierto.

—Ya sabes —explicó—: una para cada agujero y una para cada mano. —Acompañó las palabras con gestos fáciles de interpretar e igualmente gráficos—. Aunque no estoy segura de aceptar la del jorobado de Notre Dame. —Me miró a la cara y lanzó una carcajada—. Sé que no eres una mojigata, pero ahora mismo eres la viva imagen de una.

Gemí y cedí, volviendo a plantar el culo en el sofá antes de hundir la cara entre las manos.

—Supongo que es porque este perfil es para la investigación del trabajo. Tengo la injustificada sensación de que debería ser más profesional.

Negó con la cabeza y sonrió mientras apoyaba los pies, cubiertos con calcetines desparejados, en el brazo del sofá.

—Tengo que decirte que esa salchicha es jodidamente horrible. Pero, Georgie, tú trabajas para una empresa cuya especialidad es una aplicación para ligar, no trabajas para la Casa Blanca.

Tras un breve silencio, nos reímos al unísono al tiempo que yo arqueaba una ceja interrogativamente.

—¿Estás comparando TapNextcon la Casa Blanca?

—Tienes razón —aceptó ella—. Es una mala comparación. Probablemente haya másfotos de pollas en ella. —Una traviesa sonrisa de oreja a oreja inundó la cara de Cassie mientras cogía el mando a distancia.

—Cassie… —Le hice un gesto de advertencia, pero fue demasiado tarde. Ya estaba de pie encima de la mesita baja, y usaba el mando a distancia como micrófono.

Mi mejor amiga tenía la costumbre de hacer canciones en plan parodia de casi cualquier cosa cuando se sentía inspirada. Y no lo hacía de forma silenciosa. Ni hablar, el silencio no iba con Cassie. Cantaba como si fuera Adele actuando en los Grammys.

—Este tema se llama Con amor a la Casa Blanca —anunció Cassie.

Me quejé, pero en realidad estaba deseando ver qué se le ocurría. Me imaginaba a Kristen Wiig en Saturday Night Live en plan hilarante. Así era Cass.

—La pasante del vestido azul me abrió el pantalón…

—La pasante de la Casa Blanca fue como una explosión…

Estaba cantando con todo su corazón.

—La chica estaba loca por D…

Chasquidos de dedos. Empujes pélvicos. Movimientos de cabeza. Cassie no perdía el ritmo.

—Encontré la gloria, de rodillas…

Una estrofa y ya me había olvidado de la obscena foto de la polla. Pegué un salto desde el sofá y tiré de ella hacia el suelo. Ella gritó. Yo me reí. Y cinco minutos más tarde, Cassie estaba otra vez en la mesita mientras yo cantaba el resto de la ridícula canción.

—Cuéntame, puta… Cuéntame, puta…

Admítelo: hasta tú estás cantándola.

Esa misma noche, ya metida en la cama y a punto de alcanzar el celestial ciclo rem, sonó mi teléfono. Salí del país de los sueños gimiendo. Dios, había llegado el momento de hacer algunos cambios importantes en mi vida. Por ejemplo, cambiar la configuración de las alertas de mi perfil de TapNext en el móvil. O hacía eso o asesinaba a alguien, y soy el tipo de persona a la que le gusta meter un dedo del pie en el agua de la piscina para probarla en lugar de meterse de golpe.

Me froté la cara con una mano y me obligué a abrir los ojos antes de coger el móvil de la anticuada mesilla de noche. Apenas pude resistir el impulso de lanzarlo contra la pared y romperlo en un millón de pedacitos. Por suerte, mi raciocinio no estaba tan adormecido como el resto de mi ser, y se dio cuenta de la cantidad de trabajo que supondría una decisión tan impulsiva.

Limpiar los restos, comprar otro teléfono y transferir todos mis contactos, ¡oh, Dios!

Sí, al diablo con todo.

Bad_Ruck (2:09): No es mi polla.

¿No era su polla?

¿Qué coño le pasaba?

No. No. Eseno era el momento adecuado para lidiar con algo de ese tipo.

No pensaba responder.

Los laterales de la almohada salieron disparados hacia arriba por la fuerza con la que le golpeé con el puño para hacer el hueco perfecto para mi cara. Tenía mucho que hacer al día siguiente en el trabajo, y lidiar con Bad_Ruck, su inclinación a hacerse horribles selfies de la entrepierna y sus respuestas ininteligibles no entraba en mi agenda.

Me concentré en cerrar los ojos, confiando en que el sueño y yo estableceríamos una intensa relación hasta que saliera el sol a la mañana siguiente. Canalicé a Buda para encontrar mi zen interior, tarareando un mantra hacia la felicidad inconsciente. Se trataba de eso o de coger el vibrador y participar en un «ménage à moi».

Por fortuna, esa noche me volví a dormir con facilidad. No necesité ningún acto práctico.

Al día siguiente, mientras me preparaba para ir a trabajar, decidí permitir que Bad_Ruck ocupara una parte de mi mente. Escupí la pasta de dientes en el lavabo, me enjuagué la boca con agua y cerré el grifo. Entré en la habitación con decisión, cogí el teléfono de la mesilla y le envié una respuesta al gremlin de la polla.

Chúpate esa, tío.

2

Kline

TapRoseNext (07:03): Entonces, ¿es la polla de otra persona? Peor. Alarma roja, alarma roja…

—Buenos días, señor Brooks.

—Buenos días, Frank —respondí, levantando la cabeza del drama que se desarrollaba en la pantalla de mi móvil el tiempo suficiente para encontrarme con los amables ojos de color ámbar de mi chófer antes de ocupar el suave asiento de cuero de la limusina.

Maldito Thatch…

Lo juro, de alguna manera Thatch conseguía que lo que ya era jodidamente irritante alcanzara un grado superior. Si no hubiera poseído la misma habilidad con el dinero, probablemente ya lo habría despedido. Lo habría tirado al fondo del mar con un bloque de hormigón atado a sus tobillos.

TapRoseNext tenía razón, por supuesto. Enviar una foto de la polla de otra persona eramucho peor que enviar una foto de la tuya.

En especial si es esta.

Sonó tres veces el tono de espera del teléfono antes de que un Thatch resacoso me respondiera con la voz cargada por el sueño.

—¿Sí…?

—¿Una polla, Thatch? ¿En serio? —pregunté al instante, pellizcándome el puente de la nariz para evitar el dolor de cabeza.

Ni siquiera el alcohol que todavía le quedaba en las venas pudo detener su respuesta en forma de risa.

Se le aclaró la garganta un poco más con cada carcajada, y cuando respondió, ya hablaba con claridad.

—Eres tú el que usa mi foto en su perfil, coleguita, así que lo más justo era que enviara el pene de gárgola.

Pene de gárgola. Joder, buena definición. Una protuberancia con forma de ala, una joroba y una coloración más que cuestionable justificaban esa descripción. Había dejado el teléfono encima la barra sin vigilarlo durante dos putos minutos y el muy gilipollas se las había arreglado para enviar una de las peores fotos del mundo a una pobre mujer que seguramente en ese momento ya se habría quedado ciega.

—Uso tu foto como venganza por la última putada que me hiciste.

—¿Cuál fue? —preguntó, demasiado divertido para tomarse nada en serio.

—No me acuerdo —admití, mirando los rascacielos por la ventanilla y negando con la cabeza—. No soy capaz de seguirte el ritmo.

—Entonces únete a mí, K. Disfruta un poco, por el amor de Dios.

El sol naciente brillaba en lo alto de la fachada acristalada de un edificio reflejando un arco iris justo en la ventanilla de la limusina.

—Ya lo hago —argumenté.

—Ya… —Se rio y se burló a la vez—. Saluda a Walter de mi parte.

Esa la forma que tenía Thatch de llamarme «vieja cacatúa».

—¡Oye, que te den! —solté indignado, para encontrarme con el silencio. Me aparté el teléfono de la oreja y descubrí que mi amigo había puesto fin a la llamada.

—Que le jodan… —murmuré, lo que de alguna manera llamó más la atención de Frank que cualquier grito.

—¿Señor?

—No es nada, Frank. —Hice una pausa momentánea mientras volvía a mirar por la ventana—. No conocerá a un asesino a sueldo, ¿verdad? —Miré hacia delante, preparado para su reacción.

—Mmm… —murmuró vacilante, pasando la vista de la carretera a mi reflejo en el espejo retrovisor—. No, señor.

Negué con la cabeza mientras sonreía, reprimiendo la risa que me hacía cosquillas en el fondo de la garganta.

—Vale. Mejor… —comenté, justo cuando parábamos junto a la acera, delante de las oficinas.

Accioné el tirador con la mano y empujé la puerta para abrirla con la punta del zapato.

—Señor Brooks… —protestó Frank, como de costumbre, mientras se salía de un salto a ayudarme. Yo todavía no era capaz de comprender esa idea suya de que su tiempo y el mío estaban mejor invertidos si yo esperaba a que rodeara el coche para hacer algo que mis pulgares oponibles y mi falta de parálisis convertían en algo asombrosamente sencillo.

Sonreí como respuesta antes de que él pudiera abrir la puerta, y busqué sus ojos en el espejo retrovisor antes de salir.

—Que tenga un buen día, Frank. Recójame a las seis.

Tras cerrar de un portazo, me abroché la chaqueta del traje al tiempo que avanzaba; con veinte sonoras zancadas, mis zapatos se comieron la explanada de hormigón que había frente al edificio en unos segundos.

Los neoyorquinos pasaban zumbando a mi alrededor, inmersos en esa vida maratoniana que había comenzado en el momento en que habían abierto los ojos. Esa era la personalidad de la ciudad: activa y elitista, y totalmente concentrada. Nadie tenía tiempo para los demás porque apenas tenían tiempo para sí mismos. Y, sin embargo, todos y cada uno de ellos seguían proclamando que era la «mejor ciudad del mundo» sin que nadie se lo cuestionara.

Cuando mi mano tocó el metal del picaporte, observé el vestíbulo del edificio Winthrop, sede de Brooks Media, y descubrí que los empleados de la recepción y los guardias de seguridad se apresuraban a parecer ocupados cuando no lo estaban.

Me mordí el labio para no reírme. Nunca había sido el tipo de jefe que gobernaba con puño de hierro, y ni una sola vez había pronunciado una palabra de microgestión a empleados leales como los que casi se pillaban los dedos con las grapadoras para parecer ocupados.

Pero ser el ceo de una empresa de ese tamaño y magnitud hacía que uno intimidara a sus trabajadores, fuera o no intencionadamente. Y, a veces, la carga de esas consecuencias imprevistas era más pesada que el oro.

—Buenos días, Paul.

Me saludó con la cabeza.

—Brian.

—Señor Brooks.

El botón del ascensor se iluminó antes de mi llegada —seguramente gracias a la ayuda de esos empleados entusiastas—, y el tintineo que indicaba que llegaba al vestíbulo precedió a la apertura de las brillantes puertas de espejo al menos en un segundo.

Entré rápidamente sin decir nada más, ofreciendo solo una sonrisa. Sabía que cualquier otra cosa que dijera provocaría estrés o ansiedad a pesar de mis esfuerzos por transmitir lo contrario. Había gente que nunca se sentía cómoda con su jefe. Lo mejor que podía hacer era reconocerlo, aceptarlo y respetarlo.

Apoyé las caderas en la pared trasera cuando las puertas se cerraron y metí las manos hasta el fondo en los bolsillos de los pantalones para no restregármelas repetidamente por la cara.

Rara vez bebía, así que no tenía resaca, pero las idioteces de Thatch, tanto en persona como online, me estaban llevando al agotamiento. Por supuesto que lo del pene de gárgola me parecía divertido —porque lo era—, peroen realidad era una de esas cosas que resultan más divertidas cuando no te pilla en medio.

De hecho, eso era lo más habitual con la mayor parte de las torturas de Thatch.

La dirección que estaban tomando mis pensamientos y el peso del móvil en la mano me hicieron sacarlo del bolsillo en contra de mi buen juicio.

Pasé el pulgar por encima del icono de la aplicación de TapNext.

Con un rápido clic tenía en mis manos la capacidad de empeorar una mala situación.

La pantalla parpadeó y la aplicación se cargó en cuanto mi pulgar hizo contacto.

Bad_Ruck (7:26): A pesar de lo que puedas pensar al ver el pene de gárgola, te prometo que no soy un acosador sexual.

Apreté el teléfono con el puño y me golpeé en la frente con él varias veces.

—Jodidamente brillante…

Debería haberlo dejado pasar. Seguir adelante. No conocía a esa mujer, por el amor de Dios, pero no podía evitarlo. No podía soportar que ni siquiera mi falso perfil en una aplicación de citas fuera recordado por eso.

Aquí descansa este hombre. Será recordado por ser un pesado acosador sexual en las redes sociales, además de por tener un desarrollo genital desafortunado.

El ascensor se detuvo en la decimoquinta planta y salí en cuanto se abrieron las puertas. La recepcionista me esperaba con un montón de mensajes; había sido avisada de mi llegada por el personal que trabajaba casi setenta metros más abajo. Un atuendo pulcro y conservador cubría su cuerpo de sesenta y ocho años, y algunas canas blancas destacaban en su moño oscuro. Sin embargo, su sonrisa era muy cordial; sus años, sus conocimientos y su experiencia servían para abrir los ojos de su joven jefe, de treinta y cuatro años. Cuando se trataba de la infraestructura y el funcionamiento interno de la oficina, era ella quien dirigía el espectáculo.

Curvó las comisuras de los labios, lo que hizo que aparecieran arruguitas en las esquinas de sus ojos.

—Buenos días, encantadora Meryl.

Chascó la lengua.

—Será mejor que encuentre otro bollito al que agasajar, señor Brooks. Puede que sea temprano, pero yo ya he cubierto mi ración diaria de azúcar.

—Dios mío. —Compuse una mueca de dolor al tiempo que me llevaba las manos al pecho para aliviar un dolor imaginario—. Eso duele. —Sonreí al tiempo que le guiñaba un ojo—. Y me llamo Kline. Llámame Kline, por el amor de Dios.

—Ya llevamos diez años manteniendo la misma conversación todos los días —refunfuñó.

—Hay una moraleja en alguna parte, Meryl, y creo que tiene que ver con doblegarse a mi voluntad. —Cogí los mensajes que sostenía en la mano y le di un suave codazo—. Soy constante y persistente.

—Yo también —replicó ella.

—No sé…

—¡Tienes cuatro mensajes urgentes de nuevos inversores potenciales en la parte de arriba del todo, y múltiples problemas informáticos también urgentes más abajo! —me gritó a la espalda mientras me alejaba.

Negué con la cabeza para mis adentros. Los posibles inversores siempre eran urgentes.

Hice una breve pausa para volverme a mirarla por encima del hombro.

—¿Por qué me has entregado tú los mensajes?

Ese tipo de cosas las hacía normalmente mi asistente personal.

—Porque sí —respondió ella, sin levantar la vista del escritorio—. Y porque Pam se ha quedado en casa; tiene al bebé enfermo.

Eché la cabeza hacia atrás en señal de comprensión y me mordí el labio para evitar que se me escapara una carcajada.

—Ah. Y todos sabemos que la única debilidad que tienes está reservada para los bebés.

—Exacto —confirmó sin reparos, mirándome por encima de la montura de las gafas al tiempo que me guiñaba un ojo.

Me giré para seguir avanzando hacia el despacho, pero ella no había terminado de hablar.

—Pero no te preocupes…

Mierda. Cualquier cosa que empezara con Meryl diciéndome que no me preocupara significaba que sí debía preocuparme. Y que debería preocuparme de verdad.

—Leslie la sustituirá mientras sea necesario.

Negué con la cabeza. No sabía si por incredulidad o por resentimiento, pero, fuera por lo que fuera, no pude detener el movimiento.

A Meryl comenzaron a brillarle los ojos.

—Y ya quela contrataste tú y todo eso, supuse que no te importaría tenerla directamente bajo tu ala durante un día.

Joder.

Dejé caer la cabeza hacia atrás con un breve gemido antes de resignarme a tener una jornada infernal y seguir mi camino.

Anduve hacia mi perdición poniendo un pie delante del otro, sabiendo que las únicas personas a las que podía echarles la culpa, aparte de mí mismo, eran los miembros de mi familia. Y ni siquiera podía culparlos a ellos. Yo era adulto, dueño de un negocio y líder de mi propia vida. Había sido mi elección contratar a Leslie, lo hubiera hecho por obligación o no.

Pero aun así…

Joder.

—Buenos días, señor Brooks —me saludó ella en cuanto doblé la esquina, y la última sílaba de mi nombre se convirtió en una risita.

Dios, va a ser horrible…

Tenía los ojos brillantes, los labios fruncidos y los antebrazos apretados contra los pechos. Su espeso pelo negro se esparcía alborotado alrededor de su cara, y varios rizos le caían sobre los hombros casi hasta sus afiladas uñas. Y me devoraba con los ojos sin descanso, con más intensidad a cada paso que daba.

Compuse una sonrisa y traté de que pareciera de verdad. Leslie era una persona muy agradable, pero carecía de todas las cualidades que yo buscaba tanto en una amante como en una amiga.

—Vamos, Leslie. —Le hice un gesto, apartando la vista de unos pechos inapropiadamente expuestos para una jornada laboral, y entré en mi despacho con una eficiencia que sabía que Cynthia, la jefa de Recursos Humanos, valoraría.

Como jefe que era, me habría gustado decirle que se cubriera. Pero sabía que no podría haberlo hecho sin abrir la puerta a una demanda por acoso sexual. Tales situaciones eran las más propicias para ese tipo de líos.

—Hoy te toca conmigo —proseguí, yendo directamente al escritorio y quitándome la chaqueta para colgarla en la percha que tenía a la espalda—. Ten… —dije al ver que no se movía ni hablaba, tendiéndole los mensajes de los posibles inversores que Meryl me había entregado hacía menos de cinco minutos—. Llévale esto a Dean y haz que efectúe algunas llamadas para enterarse. Él podrá programar unas llamadas para esta tarde con cualquiera que parezca que va en serio.

Un parpadeo forzado seguido de una mirada perdida.

Incluso moví los papeles en la mano, pero ella no respondió.

Ya: palabras más simples.

—Dile a Dean que llame a esta gente. Él sabrá si vale la pena que yo hable con ellos, y si es así, estaré libre para hacerlo esta tarde.

—¡Entendido! —dijo con un guiño, saltando de un tacón a otro. Luego se giró y salió de mi despacho casi corriendo.

No era vidente, pero cada vez tenía más claro algo: iba a tener que parar de camino a casa y comprar una botella de whisky para esa noche.

3

Georgia

Me lancé a través de las puertas del metro unos segundos antes de que se cerraran y me aplastaran. De acuerdo, tal vez parezca un poco dramático, pero si vivieras en Nueva York, entenderías la sensación que trato de transmitir.

El metro no esperaba a nadie. No le importaba si eres el próximo gran tiburón de Wall Street. Si no alcanzabas las puertas a tiempo, podías olvidarte de llegar a tu hora.

Me encantaba mi trabajo. Me encantaba la tarea que hacía una vez que conseguía llegar a tiempo, y eso era algo que ocurría pocas veces. Lo que más me costaba era levantarme de la cama. No era una persona madrugadora; mi cuerpo prefería despertarse libremente a su hora. Por lo tanto, apretaba el botón de repetición de la alarma una y otra vez. En consecuencia, cada día era una carrera contrarreloj, y esa jornada no fue una excepción.

Encontré asiento frente a un tipo de treinta y tantos años que tenía la nariz enterrada en un libro. Me pareció un hombre muy atractivo, con los ojos muy brillantes, una camisa de franela roja, cabeza prominente y unos pómulos que harían que los del David de Miguel Ángel parecieran suaves. Iba leyendo Sex, Drugs, and Cocoa Puffs: A Low Culture Manifesto, de Chuck Klosterman. Conocía bien ese libro. Me había empapado con él mientras me sacaba la licenciatura en la Universidad de Nueva York. Era una bomba llena de referencias a la cultura pop y reflexiones sobre casi todo lo que importaba a los jóvenes. El mundo real, el porno, los gatitos, La guerra de las galaxias… Lo que fuera. Klosterman lo comentaba todo. Su ingeniosa visión de la cultura estadounidense era irónica en un sentido existencial. Pero lo cierto era que no examinaba ninguno de los temas en profundidad, y esa era la razón por la que el ensayo me había dejado un regusto amargo.

Traducción: el tipo era un hipster de libro. Aunque me pareciera increíblemente guapo, probablemente acabaría mudándose a Portland el año siguiente. Pero no descarté la idea de ver su magnífico rostro en una de mis cuentas de Instagram favoritas, Macizos_leyendo. Porque ¿a quién no le gusta ver a un tipo tan sexy concentrado en un libro?

Mi actividad como mirona llegó a su fin cuando anunciaron mi parada. La sede de Brooks Media estaba situada en la prestigiosa Quinta Avenida, en el centro del Midtown. Esa parte de Manhattan que es el distrito comercial de la ciudad, e incluso del país. Podías pensar en cualquier empresa de éxito y probablemente tenía allí una sucursal. Y, por suerte para mí, el apartamento en el que vivía estaba en Chelsea y quedaba a solo diez o quince minutos en metro.

Lo que hace inexplicable por qué llego veinte minutos tarde.

Las aceras estaban abarrotadas de gente, y pasé entre algunos turistas que se habían detenido a mirar los mapas. Había también vendedores ambulantes pegados a las fachadas, y un tipo se libró por los pelos de que lo atropellara una bicicleta pegando un brinco, mientras el conductor se lo quedaba mirando por encima del hombro.

Era un día cualquiera en Nueva York, y resultaba encantador.

Adoraba mi ciudad. Me gustaba el flujo de gente y sus muchas excentricidades, los tacones que repiqueteaban en el suelo de hormigón en dirección a las boutiques de lujo de la Quinta Avenida, los mocasines que tomaban rumbo hacia el distrito financiero, los taxis que no paraban de tocar la bocina, los camiones de reparto descargando todo tipo de mercancías con estrépito y rápidas maniobras… Eran la canción y la danza de Nueva York; todo el mundo tenía una misión al empezar el día. Y nada los podía detener.

Cuando entré en el edificio Winthrop, el amplio vestíbulo me recibió con sus magníficos pilares de mármol y sus amplias cristaleras. Resultaba impresionante. El espacio dedicado a los despachos del personal era igual de exquisito, con pasillos anchos, suelos de piedra natural y la cantidad perfecta de luz, que llegaba a través de los grandes ventanales y las claraboyas. No cabía duda de que Brooks Media había invertido mucho dinero en ese inmueble de primera categoría. Y era impresionante.

—Buenos días, Paul. Buenos días, Brian —saludé a los guardias de seguridad de recepción.

—Vaya, vaya, hola, guapa. —Paul sonrió—. Parece que alguien sigue teniendo problemas para llegar a su hora.

—Oh, cállate, Paul. No todos podemos tener tan buen aspecto como tú por la mañana sin dedicarle un poco de tiempo. —Sonreí al tiempo que movía las pestañas.

Brian se rio.

—Te tiene pillado, amigo.

—Ojalá me tuviera pillado —repuso Paul—. Vamos, Georgia, deja que te invite a cenar.

—Llevamos dos años manteniendo la misma conversación al menos una vez a la semana, Paul. ¡Mi respuesta no va a cambiar! —grité por encima del hombro mientras me dirigía al ascensor.

—¡Cambiará! —gritó—. ¡Algún día cambiará!

Sonó el timbre del ascensor y entré en él diciendo adiós a Paul con la mano antes de que se cerraran las puertas.

Era un tipo adorable: cuarentón, trabajador y más dulce que la miel. Pero yo no mezclaba los negocios con el placer. Y Paul, el de la seguridad, no era mi tipo. Sin embargo, algún día Paul conocería a la mujer adecuada para lavarle los calcetines y prepararle su salsa de queso favorita. Él la tomaría con cerveza bien fría mientras veía el fútbol el lunes por la noche. Ese hombre necesitaba a una mujer que fuera tan buena en la cocina como en el dormitorio. Yo sabía hacer el mejor sesenta y nueve del mundo, pero era una inútil en cuanto a comidas caseras. Poseer un talento digno de un chef nunca figuraría en mi currículum. De hecho, utilizaba el horno para guardar los zapatos.

—Vaya, mira quién está aquí… ¿Otra elegante entrada tardía, Georgie? —Dean me guiñó un ojo cuando me lo crucé en el pasillo.

Mierda. Mis llegadas estaban empezando a parecer el paseo de la vergüenza. Necesitaba ponerme a organizar mi vida seriamente.

—Solo intentaba impresionarte con mi nueva falda con forma en A —dije por encima del hombro, moviendo un poco las caderas—. Es vintage. Vera Wang. ¿Qué te parece, pastelito? —¿Debo mencionar que encontré la falda en una tienda de segunda mano en el SoHo? Las tiendas de marca eran geniales, pero me negaba a pagar los precios de los diseñadores.

—Alguien está a tope esta mañana. Sigue adelante con toda esa maldad, pequeña diva —se burló, chasqueando los dedos. Dean era una de mis personas favoritas en la oficina: resultaba divertidísimo, extravagantemente gay y muy inteligente. ¿Qué más podía pedir una chica?

Se giró en mi dirección hasta detenerse en seco.

—¿Almorzamos juntos hoy?

Me detuve en la entrada de mi oficina.

—Mataría por un sándwich de ensalada de pollo del bar de enfrente.

Dean sonrió.

—No es necesario matar a nadie. Lo cogeremos para llevar.

—Perfecto. ¿En mi despacho a la una menos cuarto?

Me lanzó un beso.

—Tenemos una cita, pastelito.

Un día más en la oficina, dubidú, dubidá. Ese era mi mantra, aunque hubiera preferido quedarme envuelta en el edredón y dormir hasta el mediodía. Algunos días ser adulta suponía demasiada responsabilidad. Levantarse para trabajar. Peinarse. Pagar las facturas. Era una lista interminable de cosas y poco tiempo para hacerlas. La lucha era real, amigos míos.

Sin embargo, pagar un alquiler en Chelsea no era como abonar un pícnic dominical en Central Park. Un apartamento de dos dormitorios con ascensor y portero era caro. En resumen, teníaque comportarme como una adulta. No había peros que valieran.

Así que me acoplé a la agenda diaria y me puse a revisar correos electrónicos y a hacer llamadas de seguimiento a algunos clientes potenciales. El éxito de la aplicación TapNext se había disparado a lo largo del último año, por lo que había desarrollado una campaña publicitaria para atraer a varias empresas que querían anunciarse en los banners de la aplicación. Y esas imágenes en la barra de desplazamiento se habían convertido en algo muy lucrativo para la empresa. Las empresas no solo nos pagaban una buena cuota de publicidad, sino que también aceptaban algún tipo de promoción para Brooks Media. Les rascábamos la espalda y nos daban un masaje de cuerpo entero. Aunque no sirviera para nada en la cocina, era muypersuasiva en una sala de juntas.

—Toc, toc. —Leslie anunció su llegada con unos golpes en la puerta.

Su curvilínea figura se adentró en mi despacho, aparentemente ajena al hecho de que yo estaba en medio de una conferencia telefónica con Sure Romance.

—Georgia, tienes que firmar algunas tarjetas de cumpleaños para gente de la oficina —continuó, lanzando un montón de felicitaciones sobre mi escritorio. Estas se desparramaron por encima de mi portátil, impidiendo que mis ocupados dedos avanzaran en el contrato que estaba redactando.

Levanté un dedo, señalando el bluetooth que llevaba en la oreja.

—¿Georgia? ¿Hola, Georgia? —repitió ella, dando varios golpes en el suelo con la punta de su zapato de tacón de aguja con rápidos e impacientes movimientos.

Leslie era una horrible pesadilla que solo tenía respuestas tontas, poca capacidad de gestión del tiempo y unos tops que revelaban demasiado escote. Y era nueva en la empresa. Pero, por el amor de Dios, ¿tan difícil era que se diera cuenta de que estaba en medio de una conversación importante?

—Lo siento mucho, ¿puede esperar un segundo? —le pregunté con amabilidad a Martin, el director de marketing de Sure Romance.

—¿Sabes qué, Georgia? Dentro de tres minutos tengo otra reunión. ¿Qué tal si haces los cambios que consideres en el contrato y los envías al departamento legal? Podemos hablar de nuevo el viernes para revisarlo todo y encontrar un punto medio en el que ambos nos quedemos satisfechos.

Maldición…

Ese, amigos míos, era un ejemplo perfecto de cómo perder el mando en una negociación.

—Claro que sí, Martin. Y ya que el señor Brooks quiere estar presente en la llamada del viernes, tendremos que programar una videoconferencia. —Mi jefe no sabía nada de esa llamada, y yo me estaba marcando un farol delante de Martin. Mis habilidades de persuasión eran de primera, pero había una razón por la que Kline Brooks era presidente y ceo de su propia empresa: podía convencer a un esquimal para que comprara hielo.

—Ah, vale… —Martin se aclaró la garganta—. Mientras tanto, intentaré que el departamento legal revise todo el contrato en las veinticuatro próximas horas. Cuanto antes podamos firmar este acuerdo, mejor.

Traducción: «Me gustaría evitar una videoconferencia con tu jefe».

—Perfecto. Esperaré noticias tuyas. —Puse fin a la llamada y usé todas mis fuerzas para esbozar una sonrisa neutra mientras miraba a Leslie.

—Así que, como te decía, tienes que firmar esto… —repitió ella, todavía en Babia.

Dios, ahora ni siquiera me importaba si le ponía cara de sapo. Joder, quería ponerle cara de sapo a esa chica. Leslie llevaba poco y menos en la empresa, y ya no quería volver a verla.

—De acuerdo, Leslie. Dame un segundo y te los firmaré todos para que puedas seguir con tu tarea diaria —respondí con una sonrisa falsa. Quería echarle una bronca; quería hacerle saber hasta qué punto su interrupción podía haber fastidiado un negocio importante, pero habría sido inútil. Mis palabras habrían atravesado el enorme agujero que tenía en la cabeza.

Cogí el bolígrafo y garabateé frases a medias sobre celebraciones, cumpleaños felices y días memorables.

Cinco tarjetas más tarde, se las devolví a Leslie y la mandé a pastar.

Llevaba veinte correos electrónicos antes de que otra interrupción se asomara a mi puerta.

Kline Brooks. Era el tipo de hombre con el que tenían fantasías todas las mujeres. La quintaesencia del millonario malote, de pelo corto y oscuro, músculos trabajados y una sonrisa de infarto.

Solo que no era así de verdad.

Sus sonrisas eran auténticas, y daba órdenes con delicadeza. Era muy reservado, por lo que había podido ver, y no parecía acostarse con nadie. A pesar de su buena apariencia y sus millones, todavía no había aparecido en PageSix como «Playboy de Nueva York». Nunca lo había visto mirar dos veces con actitud descarada a un empleado —ya fuera hombre o mujer—. Era un misterio qué se escondía bajo todo ese comportamiento discreto, y no había ninguna posibilidad de que lo descubriera.

Siendo su empleada, no me tocaría ni con un palo de tres metros. Sinceramente, ni siquiera estaba segura de que supiera que tenía vagina. Me trataba como a un igual, y parecía valorar de verdad mi opinión sobre todo lo relacionado con los negocios y el marketing. Sus ojos nunca se desviaban a mis tetas. Su boca nunca lucía una sonrisa diabólica.

Además, yo mantenía la firme creencia de que los negocios y el placer bien podían ser como aceite y agua. Kline era un negocio, simple y llanamente.

Además, no era el tipo de hombre que me gustaba.

Y sí, prácticamente puedo ver la palabra «millonario» parpadeando delante de tus ojos hambrientos de dinero y sentir que pierdes el juicio con densas nubes llenas de desprecio. Pero esto no tiene que ver con él. Al menos de verdad.

A pesar de mi inexperiencia en las relaciones, me conocía lo suficiente como para saber que me gustaban las personas directas, tanto en las conversaciones como en los juegos de palabras. Y no estaba dispuesta a conformarme con menos, aunque viniera de la mano de un montón de dinero.

Dios, tenía que existir un término medio entre los blandengues como Kline y los pervertidos como Bad_Ruck, ¿no?

—Buenos días, Georgia —me saludó con esa sonrisa tan profesional y a la vez tan sexy que tenía—. Solo quería comprobar cómo va el contrato de Sure Romance.

—Aunque haya tenido que amenazar a Martin con tu presencia en una videoconferencia, creo que saldaremos el trato con un millón más de lo previsto.

—Buen trabajo. Mantenme al tanto de los progresos y apechugaré si necesitas apoyo.

Mi mente se dirigió directamente a la palabra «apechugar». Sabía que el jefe no se refería a mis tetas, ni a las tetas en general, pero no pude evitar que mis pensamientos tomaran ese rumbo.

Dudaba que Kline Brooks hubiera pensado alguna vez en mis pechos.

Habría sido raro, ¿verdad?

No cabía ni una posibilidad de que me viera de esa manera. Y, por supuesto, yo tampoco pensaba en él así. Y no me dolía que no me mirara, bueno, ni a mí ni a otras mujeres. Estaba segura de que para él resultaba fácil, y yo sabía que no debía fijarme en él.

No negaré que mis ojos agradecían que no llevara un peinado extraño, le salieran pelos de la nariz o tuviera los labios cortados. Pero Kline Brooks representaba negocios, noplacer. Él no me tocaría, y yo no lo tocaría a él.

—¿Georgia? —preguntó, sacándome de mi incoherente monólogo interior.

Mierda.

—Lo siento. —Me arranqué esos pensamientos incómodos de la cabeza—. Sin duda, te mantendré al tanto del contrato de Sure Romance, Brooks. Estoy segura de que estará preparado para la firma a finales de esta semana.

—Me alegro de oírlo. —Dio dos golpecitos en el marco de la puerta con los nudillos—. Gracias.

Y, dicho eso, vi a través de las paredes de cristal de mi despacho que Kline Brooks recorría el pasillo con determinación. Conocía bien esa expresión. O bien estaba a punto de almorzar o llegaba dos minutos tarde a una reunión.

Antes de que pudiera reanudar la tarea de responder a los demás correos electrónicos de la mañana, entró Dean en mi despacho, con una sonrisa retadora en la cara.

—¿Tienes un minuto, pastelito?

—Por supuesto. —Cerré el portátil, prestándole toda mi atención.

Dejó caer su culo cubierto con un pantalón Prada en el asiento de cuero frente a mi escritorio mientras seguía sonriendo como el puto Gato de Cheshire al deslizar una tarjeta de Hallmark por encima mi portátil.

Arqueé una ceja.

—¿Por qué sonríes así? Es espeluznante, amigo.

—Bueno, Tetitas McGee ha dejado esta tarjeta encima de mi escritorio —canturreó—. Por supuesto, fue después de que prácticamente me pusiera el escote en las narices. —La amplia sonrisa se convirtió en irritación—. Esa chica tiene el peor radar gay que he visto nunca.

—Oh, pobre Dean, que es tan sexy que hasta las mujeres se le echan encima… —me burlé.

—Bueno, estás a punto de deberle un gran favor al pobre Dean. —Señaló con la cabeza la tarjeta—. Adelante, léela, loca. Creo que querrás hacer algunos cambios.

¿Eh?

Miré el anverso y leí las palabras. Era, a todas luces, una tarjeta de pésame. Alguien en la oficina debía de haber sufrido una muerte en la familia. La abrí y leí las reflexivas respuestas de todos.

«Siento mucho tu pérdida, Mary.

Patty».

«Estás en mis pensamientos y oraciones.

Meryl».

«Por favor, haznos saber si hay algo que podamos hacer.

Gary».

Mis compañeros de trabajo eran muy amables. Eso era evidente.

«Os enviamos mucho amor y nuestras oraciones en este momento difícil.

Laura».

«¡Felicidades! ¡Felicidades! ¡Que tengáis un gran día de celebración!

Georgia».

Oh, mierda.

Volví a leerlo para asegurarme de que mis ojos no me jugaban una mala pasada.

Mierda.

Mierda.

Mierda.

Aquella felicitaciónno era tan feliz cuando se escribía en el centro de una tarjeta de pésame.

—Maldita Leslie —escupí—. Me lanzó un montón de tarjetas en el escritorio y dijo que eran tarjetas de cumpleaños.

Dean procedió a reír sin control. Sus carcajadas resonaron en mi oficina.

Lo fulminé con la mirada.

—No tiene gracia.

—Oh, claro que sí. Has escrito una felicitación enuna tarjeta de pésame —resopló.

En serio, que te den, Leslie. Que te den donde más duele…

Estaba convencida de que podía culparla de todo lo malo de mi vida.

¿Había perdido las llaves? ¡Maldita seas, Leslie!

¿Se me había escapado el metro? Vete a la mierda, Leslie.

¿Otra horrible foto de una polla en la pantalla del teléfono? Qué imbécil eres, Leslie…

Suspiré.

—Ni siquiera sé cómo puedo arreglarlo.

—¿Borrándolo? —sugirió, sin dejar de reírse como un lunático.

—Por favor… —Le hice un gesto con la mano—. Venga, sigue riéndote a mi costa.

—Te aseguro que ha sido, literalmente, lo mejor del día. Cuando lo he leído, casi me he caído de la silla de tanto reír. Seguro que todo el mundo me ha oído. Incluso Meryl me ha mirado mal.

—Me alegra saber que le he alegrado el día de trabajo a alguien.

Sonrió, se levantó y me arrebató la tarjeta de mis incompetentes manos.

—Vamos a tirar la tarjeta. Haré que Meryl envíe flores a casa de Mary de parte de toda la oficina.

Solté un suspiro de alivio.

—Apoyo ese plan. Incluso aportaré cincuenta dólares.

—Perfecto.

—Oye, vas a tirar esa tarjeta, ¿verdad? —pregunté antes de que saliera por la puerta de mi despacho.

Solo respondió encogiéndose de hombros con unas cuantas carcajadas más.

Dean era un liante. Si no lo hubiera querido tanto, le habría dado una buena patada en ese culito cubierto por ropa de marca.

A medida que su risa se desvanecía, el molesto crescendo que me indicaba que había recibido un mensaje en el teléfono sonaba cada vez más alto.

Lo detuve rápidamente, sabiendo que, si no lo leía en ese momento, no me acordaría hasta el final del día.

Cassie: Acabo de ver cómo la policía arresta a dos tipos por follar contra una pared en Broadway.

Como no sabía qué responder, dije lo único que se me ocurrió.

Yo: Bueno, es el distrito de los teatros.

Salí de los mensajes y, antes de bloquear la pantalla, me fijé en la pequeña notificación roja de la aplicación TapNext. El mensaje que Bad_Ruck me había enviado por la mañana prometía una normalidad sexual a pesar de sus indiscreciones. Había que hacer una tregua.

TapRoseNext (12:14): Disculpa incómoda aceptada.

Su respuesta llegó dos minutos después.

Bad_Ruck (12:16): Gracias a Dios. Aunque, para ser justos, tu nombre de perfil realmente no hace nada para desalentar el mal comportamiento.

4

Kline

TapRoseNext (12:19): Agg. No me lo recuerdes. Se lo debo sobre todo a una botella de vino y a un mal consejo de mi compañera de piso.

Me reí para mis adentros y luego miré el reloj, obligada a comprobar la hora, aunque la pantalla del teléfono me la indicaba perfectamente.

El sándwich de pastrami y ternera en pan de centeno del deli de la esquina me llamaba con unos gritos que se hacían más fuertes cada minuto que pasaba, pero cada acción del día parecía moverse como si estuviera recubierta de melaza.

—¿De qué te ríes? —preguntó Thatch desde la pantalla que tenía delante.

Casi me había olvidado de que estaba en videollamada con él.

—De tu careto —contesté, tomando la firme decisión de que no tener más conversaciones con TapRoseNext.

—¿De mi hermosa cara? No puede ser. Es mi principal fuente de dinero.

—Pareces el mayor idiota del planeta en este momento. ¿Podemos trabajar, por favor? Me gustaría almorzar en algún momento de este siglo.

—Tú y tu delicado estómago…

—No es tan jodidamente delicado —argumenté malhumorado. Pero tampoco podía echarme la culpa de mi acritud: al fin y al cabo, tenía hambre—. Es un estómago masculino, y necesita comida regularmente. No hay nada malo en ello.

—De acuerdo. Y ahora estás justificando tus síntomas del síndrome premenstrual…

—¿Sí, Leslie? —interrumpí a Thatch cuando ella empujó la puerta de mi despacho.

—Acabo de trasladar todas tus reuniones de la mañana a la tarde —ronroneó, sonriéndome como si debiera alabarla cuando había sido ella la que le había dicho a Dean que programara las llamadas de los inversores para la mañana en lugar de para la tarde, lo que me había obligado a cambiar la agenda.

—Gracias —solté con los dientes apretados. Ver la expresión de Thatch en la pantalla que tenía delante me impidió poner los ojos en blanco. Su «operación Loba hambrienta de pollas»era superior a mis fuerzas.

—Puedes dejar el nuevo horario junto a la puerta e ir a comer —ordené, esperando que entendiera de forma telepática lo que intentaba comunicarle: «Vete».

Se rio.

No. La vida no era fácil.

Las baldosas del suelo de mi oficina se convirtieron en una pasarela cuando la cruzó con dramáticos pasos con aquellos zapatos diseñados para amplificar el movimiento de las caderas y provocar la atención de los hombres.

Y con cualquier otro habría provocado alguna respuesta dentro de sus pantalones y descentrado su atención.

Yo, sin embargo, estaba demasiado ocupado corrigiendo sus errores y tratando de poner fin a una videoconferencia para poder ir a tomar mi maldito almuerzo.

Unas tetas llenaron de repente mi campo de visión, y casi tuve que echar la cabeza hacia atrás en mi silla para no comérmelas por accidente.

Y no, no tenía tantahambre. Pero hubiera podido disponer de ellas.

—Aquí tienes.

—Vale, gracias —dije, rechazándola y desviando la mirada todo lo posible. No era una batalla de voluntades, sino, más bien, estrictamente un juego de proximidad.

El día que estuviera dispuesto a enredarme con esa clase de tías sería el día en que se me pudriría la polla y mi despacho ardería hasta los cimientos. Estaba seguro de ello.

A pesar de todo, no pensaba seguir siendo tan flexible con las sugerencias de mi madre. Leslie tenía que desaparecer a principios de la próxima semana. Pronto, pero no lo suficiente como para poder evitar la conversación al respecto en una cena familiar.

La observé mientras caminaba, contando los segundos y rezando para que Thatch esperara hasta que ella saliera de la habitación.

—Jo-der…

—Thatch… —intenté interrumpirlo, reconociendo su tono por experiencia y sabiendo que aquello solo nos llevaría a una situación peor.

—¿Dónde diablos la tenías escondida?

—No digas ni una palabra más —le advertí, justo cuando Leslie cerró por fin la puerta.

—Que me folle ya salvajemente, Kline. ¿Has visto las tetas que tiene? En serio, hazle saber que puede envolverme con ellas y montarme como una marioneta cuando quiera.

Cogí un bolígrafo y fingí que hacía garabatos en un papel.

—Montar… te… como… una… marioneta. Entendido.

Las musculosas cuerdas de su garganta se flexionaron con un ladrido de risa, y el reconocimiento de aquel absurdo brilló en sus ojos.

—Muy bien, entendido. —Levantó las manos y guiñó un ojo, trazando con los dedos unas comillas de aire, en tono burlón—: Negocios.

No perdí el tiempo insistiendo.

—Tengo dos reuniones con inversores en Los Ángeles…

—Y quieres que esté presente.

—Sí.

Se sentó de nuevo en la silla de cuero y cruzó sus fornidos brazos.

—De acuerdo.

—Ni siquiera sabes cuándo son —señalé. Me acerqué y cogí el ratón para volver a comprobar la hora, pero no esperó.

—Para ti, mi amor, ningún momento es malo. —Me lanzó un beso.

—No sé por qué te aguanto —aseguré, sentándome de nuevo y pasándome una mano por el pelo.

—Personalmente, creo que es porque te gusta que te recuerden el buen espécimen masculino que nunca llegarás a ser —fue su respuesta inmediata.

Negué con la cabeza y sonreí, sabiendo que nunca sería el monstruo de casi dos metros que era él, aunque tampoco quería. Mi metro ochenta y cinco, más delgado pero no menos fibroso, no me había fallado todavía.

—Nos vemos en Los Ángeles mañana por la noche, Adonis.

—De eso nada. Nos vemos aquí, en el aeropuerto, para que me cojas de la mano durante…

Levantando el dedo corazón en señal de saludo, pulsé el botón para finalizar la llamada.

La capacidad de Thatch para recuperarse de una noche de fiesta era casi impredecible. Yo necesitaba más de cuatro horas de sueño, y si bebía era por alguna razón que no fuera estar borracho como una cuba.

Mi mejor amigo y contable podía pasar varias noches seguidas sin dormir, y, al parecer, aguantar el alcohol había sido prácticamente su primer hito en la infancia.

Sin embargo, no solíamos salir juntos por la noche. Mi tendencia a ser «carcamal», según Thatch, y su inclinación a quedar con todas las mujeres disponibles en Manhattan echaban a perder las oportunidades.

No era que no disfrutara de las noches de fiesta o de la compañía de una mujer hermosa. Me encantaban las mujeres. Me gustaba todo lo relacionado con ellas. Pero no me iba la idea de acostarme con una chica que había conocido en un bar bajo el influjo del alcohol. No me gustaba jugar a la ruleta rusa del sexo, y cuando me acostaba con alguien, quería poder recordar su sabor.

Sonó el teléfono de mi escritorio como si la llamada hubiera entrado directamente sin que Leslie que me hubiera avisado; debía de estar comiendo. Normalmente, Pam pasaba las llamadas al buzón de voz cuando se ausentaba de su mesa, las clasificaba y se las devolvía a quienes merecían la pena cuando regresaba.

Cada timbrazo hacía mucho más obvio que ella no estaba y se había visto sustituida por una seductora inexperta con labios de pato.

—Brooks —respondí, acercándome el teléfono a la oreja.

—Soy yo —saludó Thatch—. Me había olvidado de preguntarte algo. ¿Tenemos entrenamiento de Bad esta noche?

Reprimí un gemido. Me había olvidado del entrenamiento de rugby.

Eso no impediría que le rompiera las pelotas.

—Sí, cabecita loca. Tenemos entrenamiento todos los lunes por la noche.

—Ya, pero al ser temporada de fútbol americano y todo eso, se me ha ocurrido que tal vez Wes estaba demasiado ocupado haciendo de cheerleader o algo así como para venir.

Wes era el tercer miembro de nuestro trío de solteros, y propietario de los Mavericks de Nueva York. Nos burlábamos de él sin cesar, pero en realidad era genialconocer al dueño de un equipo de la nfl. Con un poco de persuasión siempre conseguíamos las entradas que queríamos y podíamos ver a los jugadores al salir del campo.

—No me ofendo, a todo esto. El cabecita loca te va a dar lo tuyo en el entrenamiento.

—La mayoría de los partidos de los Mavericks son el domingo. Ya sabes, como el que me convenciste de ir a ver ayer. Te veré en el entrenamiento de esta noche —dije, negándome a mantener otra conversación ridícula.

—Cielos, diva. Relájate un poco…

Me pellizqué el puente de la nariz.

—¿Sabes?, me obligas a decir «joder»muchas más veces de lo que jamás soñé en un ambiente de negocios.

Su respuesta fue una risa seca.

—Solo es uno de mis muchos talentos, K. La mayor parte de ellos implican un encendedor, cuarenta cervezas y mi polla…

Terminé la llamada antes de que acabara perdiendo la paciencia.

Dios. ¿Este tipo es de verdad mi mejor amigo?

En resumen, sí, erami mejor amigo. Y no lo cambiaría a pesar de la capacidad que poseía para producirme migrañas. Nunca me faltaría entretenimiento, eso era seguro. Pero mi paciencia se había agotado por ese día. Así de simple.

Me levanté con rapidez antes de que me interrumpieran de nuevo, tiré del extremo delgado de la corbata para deshacer el nudo, me la arranqué del cuello y la colgué en la percha junto a la chaqueta.

Dejé caer las llaves con estruendo en el bolsillo y me metí la billetera en el de atrás.

Recorrí el camino inverso al que había realizado varias horas antes, pasé por delante de Meryl saludándola con la cabeza y salí del edificio sin tener que hacer otra cosa que sonreír amablemente a los empleados con los que me cruzaba.

El sol casi me cegó cuando empujé la puerta principal, y los sonidos de la activa hora del almuerzo otoñal resonaron en mis oídos acostumbrados al silencio de la oficina. Las bocinas sonaban, los taxistas gritaban, y las palomas salieron disparadas cuando un niño pequeño corrió gritando en medio de ellas.

Me desabroché los botones de las mangas de la camisa mientras caminaba, remangándomelas para dejar al descubierto mis antebrazos y disfrutar de aquel clima espectacular y cálido, y me desvanecí entre la multitud de mujeres con zapatos de tacón y hombres de traje. Un veranillo anticipado, porque un calor árido como el del desierto se instalaba en lo más profundo de los huesos e irradiaba hacia fuera.

Podía ver el sol y la ciudad desde los ventanales de mi oficina, pero la hora de comer era prácticamente la única oportunidad que tenía de sentirlo.

Y esa era la verdadera raíz de mi mal humor, suponía. Trabajaba duro de sol a sol, y una simple hora en mitad del día era lo que me ayudaba a mantener la cabeza feliz sobre los hombros tensos.

—¡Kline! —me llamó el dueño de mi bar favorito cuando traspasé la puerta.

—¡Hola, Tony! —respondí, abriéndome paso entre la multitud que se encontraba de pie para estrecharle la mano por encima del mostrador.

—Aquí, aquí —instó, intentando hacer sitio en la barra en el único asiento vacío del lugar.

—De eso nada —negué con una sonrisa y un movimiento de cabeza—. Esperaré mesa como todo el mundo. Hoy me vendrá bien ese tiempo extra para despejarme.