Aún no es tarde - Andreu Escrivà García - E-Book

Aún no es tarde E-Book

Andreu Escrivà García

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Beschreibung

El cambio climático es el mayor reto de la humanidad en el siglo XXI, pero... ¿entendemos qué implica realmente? Tomar conciencia de ello es poner en cuestión lo que sabemos y pensamos. Es hablar de cambio y de incertidumbre. Esta obra parte de la preocupación por el calentamiento global y los impactos que tendrá en nuestro día a día, pero también del hecho de que el conocimiento que tenemos es fragmentario, parcial y a menudo incorrecto. Es necesario que nos informemos y hablemos abiertamente: nos falta debate sobre el clima. Este libro nos ayuda a entender cómo se está transformando el mundo y cuál es nuestro papel en el cambio, al mismo tiempo que nos ofrece las múltiples soluciones que tenemos al alcance. Y lo hace combinando un mensaje esperanzador con advertencias realistas para que se impulsen acciones. Porque Aún no es tarde y un mundo mejor no es solo posible, sino imparable.

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Director de la colección:Fernando Sapiña

Coordinación:Soledat Rubio

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

© Del texto: Andreu Escrivà, 2018

© De la traducción del original en catalán: Soledat Rubio Candel, 2018

© De la presente edición:

Unitat de Cultura Científica

i de la Innovació de la Universitat de València

www.valencia.edu/cdciencia

[email protected]

Publicacions de la Universitat de València, 2018

www.uv.es/publicacions

[email protected]

Producción editorial: Maite Simón

Interior

Diseño: Inmaculada Mesa

Maquetación: Celso Hernández de la Figuera

Corrección: Communico-Letras y Píxeles S.L.

Cubierta

Diseño original: Enric Solbes

Grafismo: Celso Hernández de la Figuera

ISBN: 978-84-9134-334-9

Para María, quien me ha enseñado a derrotar los malos augurios, también a la hora de enfrentarme al cambio climático, y a buscar siempre el destello de optimismo que ha de iluminarlo todo.

El medio ambiente será, dicen, el tema dominante del siglo XXI. Y, sin embargo, no estamos preparados ni institucionalmente ni en nuestras ideas, ni quién sabe si en los propios mecanismos intelectuales de los que estamos dotados a nivel de especie, para afrontar los impresionantes retos globales que se nos presentan.

Jaume Terrades, 2010

Ecologia viscuda

El cambio climático es el principal reto al que nunca se ha encarado la sociedad humana. Pero es un reto que debemos confrontar, ya que la alternativa es un futuro desagradable y potencialmente no vivible. Mientras que está bastante claro que la inacción tendrá consecuencias desastrosas, es así mismo cierto que un esfuerzo coordinado de la humanidad para actuar en interés propio tiene un gran potencial de resultar un éxito.

Michael E. Mann y Lee R. Kump (2015)

Dire Predictions (2.a ed.)

ÍNDICE

PRÓLOGO, de Eugeni Alemany

INTRODUCCIÓN

UNA NOCHE SOLITARIA EN MEDIO DE LA ANTÁRTIDA

ESTE LIBRO SIRVE PARA DESPERTAR A STEFAN

1. EL CAMINO HACIA EL PALO DE HOCKEY

EL ECO DE TEOFRASTO

GRIETAS EN EL AIRE

EL VOLCÁN QUE LUCHABA CONTRA EL GIGANTE DE HIELO

LA SOMBRILLA DE HUMO Y CENIZA

1988, EL AÑO QUE CAMBIÓ EL MUNDO SIN QUE NADIE SE DIERA CUENTA

2. DE TAHÚRES Y TERMÓMETROS

LA ARMADURA INVISIBLE

El efecto invernadero.

El calentamiento global.

El cambio climático antropogénico.

El cambio global

LECCIONES DE CLIMAS PASADOS

CAMBIO CLIMÁTICO ANTROPOGÉNICO: ¿ESPEJISMO O REALIDAD?

Una peligrosa victoria en el juego de la cuerda.

¿Por qué es distinto ahora?

3. SERÁ UN VERANO QUE DURARÁ MIL AÑOS

CONVIVIR CON LA INCERTIDUMBRE

La serpiente que se muerde la cola.

El cambio climático desbocado y el punto de no retorno

UNA CONVERSACIÓN CON LA MUJER DEL TIEMPO DE 2066

El trasluz del futuro

¿CUÁLES SERÁN LOS IMPACTOS DEL CAMBIO CLIMÁTICO?

No es la salud del planeta, es la tuya.

«En mi país la lluvia no sabe llover».

Redibujando los mapas del mundo.

Avería en el motor.

Una peligrosa explosión de blanco en los océanos.

La sexta extinción.

La lucha para no perder el verde.

Un futuro difícil de cultivar.

La grieta climática.

Un escalofrío cósmico.

4. EL RELOJ IMPLACABLE

¿POR QUÉ HEMOS FRACASADO HASTA AHORA?

Un cerebro que se nos ha quedado antiguo.

No hemos entendido el problema.

El agujero educativo.

Sesgos que nos ocultan la realidad.

No hemos sabido hablar del problema.

La confianza nos ha dejado ciegos.

CONSENSO, ¿QUÉ CONSENSO?

CUMBRES CLIMÁTICAS: DE RÍO DE JANEIRO A PARÍS

Un camino de piedras japonés.

¿Será suficiente París?

LA BOMBA DE RELOJERÍA

5. AÚN NO ES TARDE: CÓMO PARAR EL CAMBIO CLIMÁTICO

PROHIBIDOS LOS TRUCOS DE MAGIA

UNA HOJA DE RUTA PARA EL SIGLO XXI

UN NUEVO RELATO PARA EL CAMBIO CLIMÁTICO

Del individuo al colectivo.

Construyendo nuevo liderazgo.

Enmarcando una fotografía de familia.

Una nueva narrativa.

Innovar en la comunicación.

Arte y clima.

Un tema más de conversación.

Derribar el muro.

UNA CIUDADANÍA MÁS ALLÁ DEL CONSUMIDOR RESPONSABLE

Recetas de cocina para un mundo descarbonizado.

¿Es una buena idea abandonar el papel?

Movernos hacia el futuro: el transporte que vendrá.

Más allá del consumidor, más allá del habitante.

JUSTICIA, ECONOMÍA Y EL RETORNO DEL PODER

¿Justicia climática?

Tasas, papeles y cómo dar significado al desarrollo sostenible.

PONGÁMONOS A DIETA (ENERGÉTICA)

Desacoplando el futuro.

Gracias y hasta nunca, combustibles fósiles.

Evitando el iceberg a bordo del Titanic.

EL ARMA OCULTA DEL PLANETA CONTRA EL CAMBIO CLIMÁTICO

De fuente a sumidero: el camino necesario de la restauración ambiental.

El suelo, un aliado a la sombra.

LA ILUSIÓN DE HACERNOS UN PLANETA A MEDIDA

Una sombrilla para la playa cósmica.

La aspiradora de carbono.

EDUCAR PARA UN FUTURO CAMBIANTE

Reescribir los libros de texto y educar para el futuro.

Y sí, también los adultos tenemos que ir a la escuela.

EPÍLOGO

NOTA SOBRE LAS FIGURAS, CITAS Y TRADUCCIONES

AGRADECIMIENTOS

BIBLIOGRAFÍA

LECTURAS ADICIONALES

ÍNDICE ANALÍTICO

PRÓLOGO

Imaginemos por un momento una de aquellas escenas teatralmente dramáticas de una peli muda de los años veinte. Con una locomotora, a toda velocidad, dirigiéndose hacia un puente de travesaños de madera sobre dos precipicios. Con unos pasajeros distraídos: la madre que canta una canción de cuna a su hijita, los jóvenes juguetones que le gastan una broma al revisor, el huraño hombre de negocios que lee las últimas noticias de la bolsa, la chica que toma té al fondo...

De repente, a pocos quilómetros de llegar al precipicio, aparecen unos enmascarados a caballo. Pretenden asaltar el tren y obligarlo a detenerse... ¡haciendo saltar el puente por los aires con dinamita! ¡¡¡Boom!!!

En eso, uno de los maquinistas lo ve. ¡Avisa al otro del peligro y acciona bruscamente la palanca de freno! Algunos pasajeros tropiezan. El hombre de negocios protesta al revisor. ¡El frenazo lo ha distraído de la lectura!

La locomotora, sin embargo, avanza con fuerza hacia el abismo. ¡Los dos maquinistas alertan a los de atrás! «¡Eh, desenganchad los vagones!», se desgañita un rótulo. Pero no los oyen. ¡Maldito cine mudo! Así que los dos maquinistas son los únicos testigos del destino fatal al que se dirigen.

Y ahora paremos la proyección. ¡Luces!

Bien, así ‒muy teatralizado, reconozco la deformación profesional‒ tiene que ser como más o menos se sienten los expertos en ciencias ambientales y cambio climático. Tienen los datos, tienen las pruebas, saben que nos dirigimos a pegarnos el trastazo del milenio... y no pueden hacer nada más que desgañitarse, como en el cine mudo.

Eso tiene que ser realmente frustrante. Querio decir que, a mí, personalmente, me pondría de muy mal genio. No sé ya si el hecho de no poder hacer nada o de ver que no puedo hacer nada porque nadie me hace caso. Pero no los culpo, ¿eh? A los científicos no se lo han puesto nunca fácil. Esa sí que es una constante de la Humanidad. Hace siglos quemaron a Miquel Servet por decir que la sangre circulaba y Galileo se salvó por los pelos por decir que el Sol era el centro del Universo. Así que, Andreu Escrivà, ya puedes dar las gracias de que no te hayamos empalado en medio de la plaza por decir que la temperatura ha subido más de un grado desde finales del siglo xix, y que a este ritmo, en unas cuantas décadas, se tendrán que redibujar los mapas de nuestras ciudades y pueblos costeros.

El libro que tenéis en las manos es más que un libro. Es, para mí, un manual de supervivencia. Porque va más allá de la exposición de hechos: incluye cosas que aún estamos a tiempo de hacer. Podemos accionar la palanca de freno. O, incluso, cambiar de vía.

Aquí encontraréis algunas críticas hacia la sociedad, pero también autocrítica hacia el colectivo científico y ecologista. A mí, si me lo permitís, también me gustaría hacer una al gremio al que pertenezco, el de los medios de comunicación. Es indiscutible la nula implicación para recriminar a las autoridades la poca atención que dedican al medio ambiente más allá de hablar del tiempo. Y mira que, cuando se empecinan, son capaces de todo. Cuando quieren hacer subir un partido político, lo suben. Y cuando quieren desinflarlo, lo dejan en los huesos.

Los medios de comunicación son capaces de las cosas más indignas, pero también de las que más nos enriquecen y dignifican como sociedad. Según un estudio, el 88 % de la población española reconoce no tener ningún problema con los homosexuales. Estamos por encima de Canadá o Dinamarca. Mal me estaría decirlo, pero aunque en su momento se los criticara por frívolos, a principios de los 2000 hubo un estallido de programas llamados «de testimonios» donde muchos de los invitados eran homosexuales y hablaban de sus experiencias con naturalidad. Lo sé porque trabajé en uno de estos programas en la antigua televisión valenciana. Esos diez años ‒en todo el Estado‒ de contenidos tan gayfriendly normalizaron la imagen de los gais. De hecho, personajes como Boris Izaguirre contribuyeron a darle glamur. En un país aún tan católico, la homofobia está mal vista. Y eso lo han conseguido, en gran parte, los medios de comunicación.

Es innegable que en los temas ambientales se esconden intereses económicos. Como también es innegable que si los periodistas individualmente quisieran, podrían contribuir a formar una sociedad menos consumista.

Y eso nos lleva a otro de los temas que Andreu también trata muy acertadamente. En esto del medio ambiente –como veréis en este libro‒ ha habido muy mala intención en hacer responsables a los ciudadanos de cosas de las que no somos responsables. Al menos, no directamente. «Ay, no cojas el coche, que se extinguirá una tribu del Amazonas». «Ay, si no tiras el envoltorio del paquete de pipas al contenedor correspondiente desaparecerá el oso polar». «Ay, ¿sabías que cada vez que subes a pie 30 pisos ayudas a salvar un árbol?». Mirad, no. Los colectivos medioambientales y los ecologistas, a veces, han centrado sus campañas en concienciar a los ciudadanos con ganchos más Disney que pragmáticos. Sinceramente, a mí, el oso polar, bien. Pero que haya mosquitos en pleno mes de noviembre ‒a mí siempre me pican‒ y que puedan trasmitir enfermedades tropicales en la ciudad donde vivo, quizá me produce más inquietud.

Esa no es la solución. La solución de que un fabricante de coches haya mentido en las emisiones de gases tóxicos de sus vehículos o las condiciones laborales en los países donde no se respetan los derechos humanos no depende de ti como individuo. Depende de los gobiernos a la hora de hacer cumplir la ley, sancionar debidamente cuando sea necesario o hacer leyes para evitar que haya abusos.

En este libro encontraréis esta y algunas otras reflexiones. Pero, sobre todo, esperanza. Aún no es tarde. Aún estamos a tiempo. Parece que sí hay cosas imposibles, pero no es cierto. Hace unos cien años era impensable que los niños no trabajasen en las minas de la Inglaterra victoriana y fuesen a la escuela. Hace unos cincuenta años, era impensable que los negros votasen en los Estados Unidos. Hace unos veinticinco años era impensable que hubiera políticos abiertamente homosexuales. Más aún... ¡hace solo cinco años era inimaginable que Donald Trump presidiera los Estados Unidos de América!

Está claro que aún existe la explotación infantil. Está claro que las minorías raciales aún tienen problemas en todo el mundo. Que los gais son agredidos y vejados. Pero es indiscutible que esas actitudes, hoy en día, son consideradas delitos en la mayoría de los países avanzados ‒que es hacia donde tenemos que ir–. Hay que hacer lo mismo con el medio ambiente. Que entre medios, científicos y sociedad consigamos crear conciencia colectiva de lo que es correcto y lo que no. Podemos conseguir que la sociedad se acostumbre a defender y proteger el medio ambiente porque, más allá de otras cuestiones morales o hasta sentimentales, sencillamente es útil, nos beneficia.

Como útil también es que leáis este libro. Que lo compartáis, que habléis de estos temas en la calle, en el trabajo, con los amigos... Os puedo asegurar que el pequeño gesto de ser conscientes, de poner el debate sobre la mesa y no rehuirlo, contribuirá a salvar muchos más árboles y osos polares que una firma en una campaña digital o sentiros culpables por no reciclar.

¡Aún no es tarde!

Eugeni Alemany

INTRODUCCIÓN

UNA NOCHE SOLITARIA EN MEDIO DE LA ANTÁRTIDA

En enero de 1983, Shigeru Chubachi, un investigador japonés, se encontraba en la Antártida, en la base que su país tenía allí. A pesar de ser un experto en el manejo del instrumental científico para medir el ozono estratosférico –el que forma la conocida como capa de ozono en la atmósfera, entre los 15 y 40 kilómetros de altitud–, el aparato parecía funcionar mal: detectaba unos valores del gas extremadamente bajos. Después de volver a calibrarlo vio que las medidas no cambiaban, así que las anotó disciplinadamente. Los datos recogidos y procesados fueron presentados en un simposio en Grecia en 1984 (Chubachi, 1984), donde poca gente le hizo caso. No fue hasta unos meses después, con la publicación de un estudio en la revista Nature (Farman et al., 1985) por parte de otros autores, cuando el agujero en la capa de ozono sobre la Antártida no comenzó a preocupar seriamente a la comunidad científica y, de rebote, a toda la sociedad.

Afortunadamente, y como es conocido, la historia acaba razonablemente bien: en 1987, y tan solo unos meses después del descubrimiento de la magnitud del problema, se firmó un acuerdo internacional, el Protocolo de Montreal, que regulaba la producción y comercio de las sustancias químicas responsables del agujero, los cfc (clorofluorocarbonos). Después de casi tres décadas, los primeros síntomas de recuperación duradera y sólida de la capa de ozono se han hecho evidentes (Solomon et al., 2016) durante 2016, y podemos respirar un poco más aliviados.

La pregunta es: ¿por qué fue tan rápida la adopción de medidas drásticas (ya se estaban adoptando algunas más relajadas desde finales de los años setenta), y por qué tuvieron éxito? Hay tres motivos clave:

1. Había un conocimiento previo de la materia. En 1974 Mario Molina y Frank S. Rowland ya demostraron que los CFC podrían ser catalizadores de la ruptura de la molécula de ozono (Molina y Rowland, 1974). Por eso, y junto a Paul Crutzen, recibieron el Premio Nobel de Química en 1995.

2. No hubo un movimiento de escépticos, ni tampoco ninguna campaña orquestada ante la eliminación de los cfc, más allá de las reticencias esperables de aquellas empresas que fabricaban los gases, que, no obstante, pudieron cambiar la producción a otras sustancias incluso más rentables (Maxwell y Briscoe, 1997). Además, el impacto era casi inmediato: si no llega a pararse la emisión de cfc, los humanos –y prácticamente todos los seres vivos– nos enfrentábamos a un planeta potencialmente inhabitable.

3. Podíamos señalar –simplificando, y como en una película de Disney– un único culpable, y por tanto simplemente eliminarlo de la ecuación. La solución no afectaba al consumidor, ni al modelo productivo de ninguna sociedad, ni a la geopolítica de ninguna región sensible. El camino estaba libre.

Hagamos una pausa. Es posible que pienses que he empezado por el ozono porque es la causa del calentamiento global, pero quizá te estés dando cuenta de que algo no cuadra. Si estamos solucionando el problema del agujero de la capa de ozono, ¿cómo es que el cambio climático, que es su consecuencia, empeora año tras año? Y la respuesta es tan sencilla como que no, no tienen nada que ver.

Si esto te rompe un poco los esquemas, no te avergüences: compartías la percepción del supuesto vínculo entre ambas problemáticas con cerca del 80 % de la población española (Meira et al., 2013), un porcentaje que es similar al de otros países desarrollados. La preocupación por el medio ambiente durante el siglo XX pasó por una serie de fases (higienismo, invierno nuclear, polución, destrucción de la capa de ozono o deforestación del Amazonas, entre otros) que han acabado mezclándose como si estuvieran en una coctelera, proyectán-dose desordenadamente sobre el cambio climático, el principal problema ambiental del siglo XXI. Pero tenemos que separar para poder comprender.

Si he iniciado estas páginas por el agujero de la capa de ozono es porque es una historia de éxito, en la que se emprenden las acciones correctas, debidamente informadas por la evidencia científica. Es un relato diametralmente opuesto al que vivimos ahora, con un calentamiento global que, si hemos de afrontar con valentía, será modificando todo aquello que nos rodea, todo aquello que somos, y donde el escenario político y económico es adverso, si no directamente hostil.

Por decirlo de otra manera, el agujero en la capa de ozono es como una alergia alimentaria: eliminando el alimento que la causa (los CFC) solucionamos el problema. ¡Fácil! El cambio climático, sin embargo, es como un sobrepeso debido a un estilo de vida que parecía hacernos las cosas más fáciles, pero nos estaba perjudicando. Al mismo tiempo que nos provoca una cardiopatía, afecta también a los huesos y nos hace más propensos a decenas de enfermedades. La receta, en este caso, es muy distinta: ni solo con ejercicio ni solo con dieta nos pondremos en forma, ni mucho menos seremos capaces con la única ayuda de la medicación. Y en cualquier caso, no podremos hacerlo tampoco tan rápidamente como quisiéramos, porque podría haber consecuencias negativas. Y no podemos hacer trampa: ¿computaríamos como una pérdida de peso saludable la amputación de una pierna? Pesaríamos menos, pero al mismo tiempo estaríamos aún peor.

Por eso, el acto más revolucionario, y el punto de inicio de cualquier activismo, es informarse y conocer a qué nos enfrentamos, para poder así trazar estrategias efectivas y evitar acciones equivocadas, como cortarse un brazo –¡y venderlo como una victoria!–.

Tomar conciencia de lo que supone el cambio climático es, esencialmente, poner en cuestión aquello que sabemos y pensamos. Es hablar de transformaciones y de incertidumbre. Y de formularnos, ahora sí, las preguntas adecuadas.

Escribir un libro sobre cambio climático es todo un reto. Lo es por múltiples motivos, pero fundamentalmente por uno: implica, en definitiva, escribir de todo. De los hábitos cotidianos, de las convicciones políticas, de aquello que te gusta comer, de la tecnología que necesitas, de las percepciones sobre la meteorología, del paisaje que te rodea, de cómo te mueves o de las vacaciones que planificas durante once meses al año. El cambio climático es el problema del siglo XXI, y esta frontera difusa que impregna nuestro día a día (le afecta globalmente pero es difícil captar su impacto a corto plazo) es también su maldición. A diferencia de otras cuestiones científicas, no se inscribe en ninguna esfera; más bien al contrario, constituye una que engloba la totalidad de la actividad humana.

Escribir un texto sobre la materia, aunque sea con voluntad de resumen acelerado, es doblemente complicado. La vertiente científica («¿qué es el cambio climático y cuáles son las previsiones de impactos para los próximos años?») es la que se nos presenta como inevitable, pero la tecnológica («¿qué soluciones tenemos a nuestro alcance y cómo de factible es aplicarlas?»), la social («¿cómo afecta el cambio climático a las desigualdades y el funcionamiento de nuestra sociedad?») e incluso la ética, que enlaza con el concepto de justicia climática, o la psicológica («¿por qué no hemos hecho nada hasta ahora?»), son otros de los aspectos que no solo no podemos menospreciar, sino que resultan esenciales para entender la magnitud del desafío.

El presente libro está escrito tomando como base una evidencia científica reflejada en numerosos estudios y encuestas: existe una preocupación por lo que significa el calentamiento global, pero el conocimiento que la sociedad tiene sobre este es fragmentario, parcial y, a menudo, incorrecto. Eso provoca, en gran medida, que no se tomen las acciones necesarias: si no somos conscientes del hecho de que nosotros causamos el problema, ¿cómo hemos de saber que le debemos dar solución?

Por eso mismo es ineludible dedicar buena parte del texto a explicar qué es el cambio climático y por qué representa un problema radicalmente diferente del resto de retos a los cuales se ha enfrentado la humanidad, incluyendo el agujero de la capa de ozono o los desastres nucleares como Chernóbil. Pero eso no es suficiente. Escribir sobre el cambio climático es ya imposible desde una posición de seguridad, con una escritura mecánica y aséptica. Es responsabilidad de los científicos y divulgadores transmitir la ciencia con la máxima claridad y rigor posibles, y también dar las claves necesarias para que la ciudadanía se empodere y sea capaz de servirse de este conocimiento. La divulgación no es un onanismo público, sino un acto de generosidad hacia la sociedad.

La oceanógrafa Sarah Myhre escribía en el periódico inglés The Guardian (Myhre, 2016) animando a los científicos a preguntarse qué podrían escribir, qué podrían decir, a quién podrían hablar y si su voz se oía realmente. Y concluía:

Esto no es una llamada política para abogar por una agenda ambiental o verde, es sobre liderazgo cultural y la toma de decisiones con base científica ante un cambio y una crisis sin precedentes.

Y eso mismo pretende ser este libro: una herramienta para entender cómo está cambiando el mundo que nos rodea y cuál es nuestro papel en ese cambio, pero también en las posibles soluciones.

ESTE LIBRO SIRVE PARA DESPERTAR A STEFAN

A veces tengo este sueño. Mientras doy un pa[blc]seo por el campo, descubro una granja en llamas. Los niños piden ayuda desde las ventanas de arriba. Así que llamo a los bomberos. Pero no vienen, porque algún loco no hace más que decirles que es una falsa alarma. La situación es cada vez más y más desesperada, pero no puedo convencer a los bomberos para que vengan. No puedo despertarme de esta pesadilla.

Estas líneas no están sacadas de un estudio psicológico sobre sueños: es la forma en que Stefan Rahmstorf, un notable investigador del Instituto de Potsdam de Investigación de los Impactos Climáticos, define qué es para él investigar sobre cambio climático.1 Lo hace en la web Is this how you feel? (‘¿Es así como te sientes?’), un portal que recoge decenas de testimonios de científicos de todo el mundo. Allí hablan, sin tapujos, sobre qué significa para ellos investigar en un campo que con frecuencia ofrece resultados aterradores. A la agonía propia de quien descubre que algo va mal se le suma la opresión de saberse portadores de malas noticias que, además, no siempre son bien entendidas o correctamente asimiladas. En el caso del cambio climático, la torre de marfil en la que se suele visualizar a muchos científicos no es tal; se parece más a una jaula recubierta de espejos, donde los descubrimientos son insoslayables y la comunicación con el exterior refractaria.

El problema clave de la comunicación del cambio climático reside en cómo transmitir la urgencia de actuar ya sin parecer desesperado; en cómo combinar un mensaje esperanzador con advertencias realistas que impulsen acciones. George Marshall, que hace años que se dedica a repensar la comunicación del cambio climático, lo resume así (Marshall, 2007):

Imagina que alguien viniera con una nueva y brillante campaña antitabaco. Mostraría imágenes explícitas de gente muriéndose de cáncer de pulmón acompañadas del eslogan: «Es fácil estar sano: fuma un cigarro menos al mes».

Sin duda el escenario que plantea Marshall es incluso un punto cómico, pero... ¿quizá no estamos haciendo lo mismo en las campañas de lucha contra el cambio climático que consisten en separar envases y cambiar las bombillas en casa? ¿Realmente podemos cambiar algo a escala individual, o es una forma de apaciguar los remordimientos de conciencia? En definitiva: ¿existe alguna estrategia viable más allá de los buenos gestos ambientales?

Si la respuesta a la última pregunta fuese no, no hubiese escrito este libro porque, sencillamente, no sería necesario. ¿Para qué, si tendríamos suficiente con una lista genérica con medidas de ahorro energético? Pero la respuesta, afortunadamente, es afirmativa. Porque lo que nos hace falta no es que nos pongan deberes para hacer en casa, sino cambiar de escuela.

Escribo este libro porque aún tenemos tiempo de despertar a Stefan de su pesadilla, aún tenemos tiempo de salvar a los niños de la granja, del incendio y de la indiferencia. Aún tenemos tiempo de salvarnos el futuro.

Aún no es tarde.

 

1.La carta de Rahmstorf puede encontrarse en: <http://www.isthishowyoufeel.com/this-is-how-scientists-feel.html>.

1

EL CAMINO HACIA EL PALO DE HOCKEY

Los hombres discuten. La naturaleza actúa.

Voltaire

EL ECO DE TEOFRASTO

Que el clima cambia se sabe desde hace siglos, pero la capacidad de observación necesaria no es una cuestión intrascendente: es necesario saber discernir la variabilidad de los fenómenos meteorológicos para apreciar las tendencias. Teofrasto, un filósofo griego que vivió entre los siglos IV y III a. C., fue un fabuloso observador del medio natural. Discípulo de Platón y Aristóteles, fue el primero que intentó una sistematización de la clasificación de las plantas. En un lugar secundario –su producción es vastísima y el abanico de temas tratados, como era común en la época, enorme– aparece una mención al cambio climático por culpa de la acción humana. Como explica el historiador y geógrafo Clarence Glacken en su monumental tratado sobre la naturaleza y la cultura en el pensamiento occidental (Glacken, 1996), Teofrasto apreció un cambio climático a pequeña escala en Larisa, Tesalia. Después que se drenara una zona a menudo encharcada, evitando la acumulación del agua, el filósofo detectó heladas más frecuentes, que hicieron sufrir a las oliveras y a las viñas circundantes. En otro ejemplo, en Aenos, el área se volvió más cálida al desviar el río para que pasara cerca.

Resulta evidente que no tenemos medidas instrumentales de aquel entonces, y que el cambio en las temperaturas es a pequeña escala, además de poder deberse a una serie de factores diversos. Pero es innegable no solo la habilidad de Teofrasto de descubrir cambios, sino de saber ligarlos con los cambios provocados por los seres humanos (que además tienen lógica, teniendo en cuenta el papel del agua como amortiguador térmico) y no, pongamos por caso, atribuirlos sencillamente a los dioses o a la variabilidad natural.

Por desgracia, el legado de Teofrasto, que ejerció una influencia muy destacada como pensador en la Grecia clásica, no tuvo continuidad respecto a sus teorías sobre los cambios climáticos provocados por los humanos. Si bien es cierto que hay destellos aquí y allá que recogen algunas de las ideas enunciadas por el griego, lo hacen sin voluntad de sumar evidencias o construir un corpus teórico; son, de momento, observaciones y nada más.

El estallido se produce a finales del siglo XVIII y principios del XIX. De una Tierra estática hemos pasado a un planeta dinámico, donde se acumulan las capas de sedimentos y donde las montañas son consideradas cada vez más antiguas. La noción misma del cambio, que es contraria al relato casi unánime de todas las religiones acerca de la creación del mundo por parte de Dios, es ya revolucionaria; no digamos, pues, la de la mutación por culpa de los humanos. Desde las evidencias de variaciones del nivel del mar (que ni que decir tiene que se trataron de atribuir al diluvio universal) hasta las marcas de los glaciares que se habían retirado después de la última edad de hielo, que se empezaba a entrever. ¿Qué había pasado? ¿Qué cataclismo debía haber sucedido para que el mundo hubiera estado cubierto de nieve hace miles de años? ¿Cómo encajaba esto con el relato bíblico?

Que el clima podía cambiar más allá de variaciones puntuales en zonas restringidas, como las que anotaba Teofrasto, comenzaba a ser visto como una realidad. Una de las primeras hipótesis consistentes y defendidas por un amplio sector de la comunidad científica fue la del enfriamiento de la Tierra. Como se comprobó que a medida que se excavaba y se profundizaba en las minas aumentaba la temperatura, se llegó a la conclusión de que el planeta emanaba calor desde el núcleo. Esto encajaba con los hallazgos de fósiles de animales propios de climas cálidos en zonas que entonces se encontraban bajo un clima frío y riguroso: antes el calor terrestre habría mantenido unas condiciones casi tropicales, y cuando esta calefacción natural fue menguando, el hielo habría ganado terreno. Uno de los defensores de esta teoría fue el conde de Buffon, un destacado naturalista, así como Adolphe Brogniart o Joseph Fourier. Brogniart, además, elucubraba sobe la posibilidad de una atmósfera distinta en épocas anteriores, una visión innovadora.

Sin embargo, las evidencias cada vez más contundentes sobre la existencia de edades de hielo pretéritas chocaban frontalmente con las tesis de Buffon o, ya en las postrimerías del siglo XIX, de William Thomson, más conocido como Lord Kelvin, quien también defendía el enfriamiento gradual del planeta. En 1837, el biólogo y geólogo Louis Agassiz, convencido por el geólogo Jean de Charpentier de la importancia del tema (Bowler, 1998), defendió públicamente que la Tierra había estado sometida a una edad de hielo pasada, y en 1840 publicó sus Estudios sobre los glaciares (Agassiz, 1840). El texto provocó un encendido debate, que derivó hacia el intento de explicar las variaciones climáticas que, de eso ya no había dudas, había sufrido el planeta.

Pero lo importante, sin embargo, es que a mitad del siglo XIX se había roto definitivamente la cosmovisión del mundo como un lugar estable, sin casi variaciones en sus características físicas. La publicación en 1859 del libro de Charles Darwin sobre la evolución, El origen de las especies, marcó definitivamente el final de la época en la que se podía dar por hecho que el pasado era un lugar plácido donde se reflejaba el presente.

No está exento de cierta gracia que fuera justo en aquel momento, cuando se agotaba la primera edición del libro de Darwin, cuando el clima comenzaba a cambiar una vez más. No lo hizo, sin embargo, a un ritmo propio de las edades geológicas. Más bien al contrario, el cambio que estaba iniciándose se podría medir, por primera vez en la historia de nuestro planeta, en generaciones humanas.

GRIETAS EN EL AIRE

La ciencia básica es aquella que, demasiadas veces, no aparece en los informativos y los periódicos. Los descubrimientos que tienen lugar en su ámbito no tienen una utilidad práctica inmediata, y en algunos casos, esta no llega nunca, o lo hace después de muchos años.

Joseph Fourier, matemático y físico francés, pasó a la posteridad por sus trabajos sobre la transferencia de calor (de ahí viene la ley de Fourier) y series trigonométricas convergentes. Pero es posible que de aquí a unos años sea preciso destacar otro hito en su currículum: haber sido uno de los primeros científicos que propuso una relación entre la composición de los gases de la atmósfera y la temperatura terrestre (Fourier, 1824). Más aún: fue capaz de reconocer que, sin la capa gaseosa, la Tierra tendría una temperatura muy distinta, ya que esta ayudaba a retener parte de la energía que llegaba del Sol. Su texto en los Annales de Chimie et de Physique de 1824 comenzaba así:

La cuestión de las temperaturas terrestres, una de las más notables y más difíciles de toda la filosofía natural, se compone de elementos suficientemente diversos que deben ser considerados desde un punto de vista general.

¿Por qué era el clima como era? ¿En qué medida influían los gases? ¿Podía la actividad humana cambiar esta composición y, consecuentemente, cambiar el clima? El trabajo de Fourier abría la puerta a preguntas que aún no nos habíamos hecho, y lo hacía apenas cincuenta años después de que James Watt construyera la primera máquina de vapor moderna.

Eunice Foote fue la primera científica en relacionar de forma directa el ácido carbónico (como entonces se llamaba al dióxido de carbono) y el aumento de temperatura de la atmósfera. Pero el trabajo de Foote fue, como el de tantas otras mujeres, obviado y silenciado en un mundo eminentemente masculino. John Tyndall, filósofo natural inglés y experimentado alpinista, fue uno de esos hombres que pasó a la posteridad sin compartirla con Foote, a pesar de que el trabajo de esta era tres años anterior.

Tyndall no dejaba de pensar en la cuestión de la antigua edad del hielo, y cómo podía explicarse esta. Se había especulado con las propiedades de algunos gases, que podrían retener calor, pero durante mucho tiempo no se dispuso de ninguna evidencia experimental. Más de treinta años después de la publicación de las ideas de Fourier, y sin conocer (aparentemente) el trabajo de Foote, Tyndall encontró un camino hacia la respuesta. De las anotaciones en su diario sobre los experimentos que demostraban las propiedades de absorción de calor (radiación infrarroja) hasta la presentación de los resultados en la Royal Institution tan solo pasaron unas pocas semanas (Hulme, 2009). Allí, delante del príncipe Alberto, explicó cómo el dióxido de carbono, el metano o el vapor de agua absorben mucha más energía que el oxígeno o el nitrógeno cuando se exponen a radiación térmica. Tyndall acababa de describir lo que hoy en día se conoce como efecto invernadero, la piedra angular de la ciencia del cambio climático. Y lo hizo en 1859, cuando Darwin ultimaba su manuscrito, y el mundo acechaba una revolución que no se imaginaba y que removería sus fundamentos más profundos: el ser humano era una más de entre los millones de especies que poblaban el planeta. Más de un siglo después, sin embargo, la investigación de Tyndall nos llevaría a reconsiderar esta concepción, porque ¿qué especie es capaz de modificar el mundo hasta tal punto? Bien pocas, sin duda.

Si la ciencia del cambio climático fuera una película policíaca, el detective que señala al culpable y averigua sus pasos la noche del crimen podría muy bien ser Svante Arrhenius, un científico sueco fascinado (sí, también) por las edades de hielo prehistóricas. Arrhenius consideraba que el dióxido de carbono era la clave, y realizó distintos cálculos (Arrhenius, 1896) que, pese a ciertas imprecisiones y la falta de conocimientos de la época, resultan inesperadamente ajustados hoy en día. Doblando la cantidad de dióxido de carbono que había en la atmósfera en aquel momento, predijo Arrhenius, la temperatura global subiría entre 5 y 6 ºC de media. Esta previsión coincide con algunos de los escenarios planteados por el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC en adelante), y nos dice que hace más de cien años que teníamos señales sobre nuestra capacidad de alterar el clima.

Arrhenius calculó primero el enfriamiento que sufriría Europa si redujéramos a la mitad los gases de efecto invernadero (GEI) conocidos entonces, para lo que obtuvo un descenso de las temperaturas de entre 4 y 5 ºC. Fue su colega Arvid Högbom, que tenía mucha experiencia a la hora de estimar los ciclos de CO2 en el ámbito natural, quien le planteó calcular el gas emitido por las fábricas. Y fue entonces cuando se tuvo, por primera vez, la percepción clara de que estábamos añadiendo gases a la atmósfera a un ritmo comparable al de los procesos geológicos. Era, eso sí, una nota al margen del artículo publicado en 1896; una anotación despreocupada, hasta ligeramente optimista –después de todo, Arrhenius era sueco y unos pocos grados más de temperatura no representaban un escenario hostil, sino todo lo contrario–.

El siglo XIX