Aurora en Nueva York (Aurora #3) - Douglas Kennedy - E-Book

Aurora en Nueva York (Aurora #3) E-Book

Douglas Kennedy

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Beschreibung

Aurora en Nueva York es la tercera entrega de la serie Las fabulosas aventuras de Aurora del aclamador escritor Douglas Kennedy y el ilustrador Jonn Sfar.  Aurora no se lo puede creer. Diane, su nueva profesora, ¡se la llevará de viaje a Nueva York! Allí conocerá a Bobby y se harán amigos en seguida. Pero poco después, este desaparece. ¡Alguien lo ha secuestrado! Parece que Aurora tendrá que desplegar sus habilidades detectivescas al otro lado del Atlántico. ¿Resolverá el misterio?

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AURORA EN NUEVA YORK

DOUGLAS KENNEDY · JOANN SFAR

Para Helene Strick y su hijo Tristan.

Para Cary y Terence Strick,su hijo Julien y su hija Eleanor.

D. K.

 

Hay días en los que todo va mal y piensas: ¿por qué tiene que ser tan dura la vida?¿Por qué la gente se complica tanto? Otros días, todo va bien y piensas: ¡mi sueño dorado puede hacerse realidad! Esa mañana, uno de mis grandes sueños se hizo realidad, pero, antes de decirte cuál es, tengo que «describir la situación», como dice papá (ya sabes que es escritor). Esta historia comienza precisamente con papá...

Acababa de pasar el fin de semana en su casa de París. Su novia, Chloë, se había marchado del piso hacía quince días. Aunque papá no me decía que estaba triste —no le gusta hablar de esas cosas—, vi que lo estaba. Chloë me caía muy bien, siempre era muy amable conmigo. En la pequeña habitación donde duermo cuando voy a casa de papá, Chloë había pintado un precioso mural con todas las estrellas del cielo.

Le parecía guay mi manera de hablar con otras personas, escribiendo en la tablet. Sé que mamá piensa que ahora debería conseguir hablar de verdad. Es lo mismo que pensaba Josiane, mi profesora. Y mi hermana, Émilie, que piensa en secreto: «¡Aurora no quiere hablar, y no es por su autismo, sino porque sabe que eso la hace especial!». Hace unos días le dije:

—¡Sabes que no hablo porque no puedo!

Ella negó con la cabeza y contestó:

—¡No quieres ser como los demás, porque eso querría decir que no eres única!

Se lo dije a papá en el tren de cercanías que nos llevaba a París.

—Tu hermana tiene catorce años —me explicó—. Cuando tienes catorce años, todo es complicado y difícil. Émilie piensa que, como usas la tablet para hablar con otras personas, eso te hace ser más original que ella. Pero ella también es muy especial, solo que no se da cuenta.

Papá siempre habla así. Ve las cosas de forma diferente a los demás. Y también vive de una manera diferente. Suele quedarse en pijama hasta después de comer. No hace la cama cada día. Habla solo a todas horas (sobre todo cuando se está inventando un nuevo personaje para uno de sus libros). Le encantan el queso y la comida rica. Nunca lo he visto enojado. Pronto cumplirá cuarenta años, como mamá. Creo que no hace suficiente ejercicio y eso me preocupa. Debería plantearse seriamente perder unos cuantos kilos. Como puedo ver lo que piensa, sé que en estos momentos le preocupan muchas cosas.

Pero cuando está conmigo, papá siempre parece contento. Durante el fin de semana hicimos muchas cosas divertidas. Tomamos el metro hasta los Jardines de Luxemburgo para ver el espectáculo de marionetas con la historia de los tres cerditos y el lobo feroz. Después, mientras tomábamos un helado y mirábamos a los patos en el estanque, le pregunté a papá si, al ser escritor, podía cambiar la historia para eliminar al lobo feroz:

—... porque siempre me ha dado miedo.

Papá se quedó pensando en lo que acababa de decirle antes de contestar:

—Pero si quitamos al lobo, ¿dónde está el problema? En un cuento siempre tiene que haber un problema.

—¡Ah, entiendo! Todas las historias necesitan un lobo feroz. Alguien que haga algo malo.

—O alguien que simplemente decida que ya no quiere estar contigo... —añadió papá.

Nada más terminar la frase, vi lo que estaba pensando: «¡Qué tonto soy! ¿Por qué se lo cuento a Aurora? No debería dejar que viera lo deprimido que estoy desde que Chloë y yo cortamos. ¿Por qué es tan complicado el amor?».

Quería decirle a papá que entendía sus problemas. Y también que, aunque estaba triste porque Chloë lo había dejado, estaba contenta porque no iba a tener un bebé con ella. Quiero ser su niña pequeña para siempre.

Pero eso suponía contarle el secreto que solo conocen mi profesora y mis amigos detectives: puedo leerles el pensamiento a las personas. Puedo ver detrás de sus ojos. Pensando en lo que me había dicho papá, comprendí que, si le contaba a alguien lo de mi poder mágico, sería como convertirme en el lobo feroz: todo el mundo se asustaría de mí. No porque fuera a soplar para derribar su casa, sino porque nuestros pensamientos son privados y no nos apetece compartirlos.

Así que no le dije nada. Seguimos tomándonos los helados mientras mirábamos a los patos nadar, con mamá pata comprobando con regularidad que sus patitos la seguían en fila. Como hacían los maestros con nosotros en el colegio. ¿Tenemos que aprender a ponernos en fila cuando somos pequeños?¿Forma parte de la vida? Se lo pregunté a papá mientras engullía su helado (le encanta el dulce y siempre come a toda velocidad cuando algo le gusta). Se quedó pensativo durante unos segundos.

—No olvides nunca, Aurora, que muchas personas, grandes y pequeñas, quieren que no te salgas de la fila. Pero te conozco y estoy seguro de una cosa: nunca te dejarás mangonear.

—Seguiré ayudando a la policía para que la gente no haga cosas malas. Después de todo, soy la ayudante del inspector Jouvet.

—Impedir que la gente haga cosas malas o resolver crímenes es muy diferente a decirle a alguien que no se salga de la fila.

—Se nota que eres escritor, papá.

—Y tú eres como yo, Aurora: una verdadera artista.

Sonreí de oreja a oreja. ¡Era la primera vez que alguien me decía que era un artista!

Esa noche fuimos a un cine muy grande en el distrito 9: el Max Linder Panorama. Tiene asientos de terciopelo rojo, un palco y la pantalla más grande que he visto en mi vida. Vimos una de las películas favoritas de papá: King Kong. Cuando entramos en la sala, papá me explicó que se trataba de la primera versión, la de 1933. ¡Tiene casi noventa años! ¡Y en blanco y negro! Ya había visto la película con papá. Me encanta, aunque creo que es una pena que la chica no pudiera salvar al gorila de las garras de los malos, que querían utilizarlo para ganar dinero. En el metro, mientras volvíamos a casa de papá, le pregunté por qué era una de sus películas favoritas.

—Porque es una de las primeras películas que vi con tu madre —contestó.

Cuando llegamos a casa, me preparó un delicioso chocolate a la taza. Luego me puse el pijama y me cepillé los dientes. Papá me arropó y me dio las buenas noches. Fue un día muy agradable, pero largo. Justo antes de dormirme, oí a papá hablando bajito por teléfono:

—Sí, a Aurora le ha encantado la película. Pero habría preferido que la viéramos todos juntos...

Luego todo se oscureció... hasta la mañana siguiente. Papá se levantó antes que yo. Había napolitanas de chocolate esperándome sobre la mesa de la cocina, con un gran tazón de chocolate caliente. Miré la tablet. ¡Casi las 10! Había dormido mucho. Papá ya se había duchado, él, que suele dormir hasta mucho después que yo los fines de semana que paso en su casa. También se había afeitado la barba que le había crecido desde que Chloë lo dejó. Se había puesto unos bonitos vaqueros negros y una hermosa camisa negra. Me di cuenta de que se había molestado en peinarse bien; ¡normalmente, siempre va despeinado!

—¡Así estás muy bien, papá! —dije mientras me sentaba a su lado a la mesa—. Me gustas mucho sin barba.

—A mí también me gusta más —contestó—. Tu madre y yo estuvimos hablando ayer y se le ocurrió una idea estupenda: voy a quedarme a cenar con vosotras esta noche.

¡Una comida todos juntos, como una familia de verdad! ¡Qué buena noticia!

—¡Genial, papá! Tengo muchas ganas de que mamá y tú seáis amigos.

—Nunca hemos dejado de serlo.

De camino a la estación de cercanías, papá compró un ramo de rosas y algo para el postre.

—No quiero llegar con las manos vacías —explicó.

—No tendrás las manos vacías: ¡estarás conmigo!

Cuando entramos en el piso, una hora después, vi que mamá lo había ordenado todo y había puesto la mesa para cuatro con los platos elegantes y las copas frágiles que le había regalado Nanou..., ¡las que solo saca en ocasiones especiales, como Navidad, un cumpleaños o esa noche! Mamá no se puso los vaqueros feos y la camiseta vieja que suele llevar los domingos. Llevaba una camisa y unos pantalones de lino negro y se había maquillado. Estaba muy guapa.

Mamá y papá se abrazaron con una gran sonrisa. Émilie estaba sentada en un rincón con su iPhone y auriculares en los oídos. Se los quitó y le preguntó a papá:

—¿Por qué vas tan elegante y aseado, para variar?

—¡Émilie! —gritó mamá—. ¡Puedes guardarte tus comentarios despectivos!

—Tú también vas elegante —contestó Emilie—. ¿Qué es lo que pasa?

—No pasa nada —dijo mamá—. Los dos hemos decidido celebrar una agradable comida familiar y vestirnos para la ocasión...

—Sí, claro —murmuró Émilie, y luego me susurró al oído—: ¿Sabes lo que pasa? Nuestros padres están raros.

—¡No tengo ni idea, pero me gusta! —escribí.

Mamá había preparado el plato favorito de papá: espaguetis a la carbonara. Papá buscó música en su móvil, que conectó al pequeño altavoz de la cocina. Siempre le ha gustado escuchar ese tipo de música: un pianista, un baterista y alguien que toca ese instrumento, que debe de medir el doble que yo, llamado contrabajo. Cuando la escucho, siempre marco el ritmo con el pie.

Émilie puso los ojos en blanco y suspiró.

—Tú y tu jazz, papá.

—El jazz está muy bien —intervino mamá.

—¡Es muy aburrido! —dijo Émilie.

—Cuando tenía catorce años, todo me parecía aburrido —replicó mamá.

—¿Y ahora todo te parece «interesante»?¿Como trabajar en un banco en Fontenay-sous-Bois, por ejemplo?

Mamá se puso pálida. Parecía dolida de verdad.

—¡Has dicho una cosa horrible! —escribí.

—¿Por qué? —contestó Émilie—. Solo digo la verdad.

—No, solo estás siendo desagradable —respondí—. Y sé por qué: porque Luc, en el instituto, te dijo el viernes que este fin de semana se iba a París con una chica de tu clase, Héloïse. Y no la soportas porque...

—¿Cómo sabes todo eso? —gritó mi hermana.

—No te pongas así, Émilie —dijo mamá.

Émilie se enfadó:

—¿Recuerdas el disgusto que te llevaste cuando te enteraste de que tu novio tenía mujer e hijos?

Papá abrió los ojos como platos.

—¡Émilie, no seas descarada!

—¡Mi hermana es una espía! —gritó Émilie—. Y vosotros dos intentáis subiros la moral haciendo como que somos la familia perfecta cuando, en realidad...

Sin terminar siquiera la frase, salió del salón como un tornado. Mamá estuvo a punto de salir corriendo tras ella, pero papá la agarró suavemente del brazo.

—Deja que se reponga sola. Vamos a tomar un poco más de champán.

Vi que mamá agachaba la cabeza para tragarse las lágrimas. Estaba pensando: «El día en que decidí divorciarme de su padre, cometí el peor error de mi vida. Mira cómo están mis hijas ahora...».

Quería decirle que no era culpa de nadie, que papá y ella eran unos padres estupendos y que, al contrario de lo que contaban otros niños del colegio, nuestros padres nunca hablaban mal del otro.

Papá agarró a mamá por los hombros y le susurró:

—Es una de esas cosas de la adolescencia. No es culpa tuya en absoluto. Voy a llevarle un plato de pasta. Se sentirá mejor después de comer.

Sirvió una ración de espaguetis a la carbonara en el plato de Émilie, nos dijo que empezáramos a comer antes de que se enfriase la pasta y desapareció por el pasillo. Mamá agachó la cabeza y suspiró:

—Se suponía que íbamos a pasar un buen rato juntos.

—Émilie se enfada por todo. Y necesita desahogarse. Pero no es culpa de nadie..., aunque a ella le gustaría que lo fuese.

—¿Cómo lo haces para ser tan buena?

—Es porque mis padres lo son.

—Hemos cometido muchos errores.

—Todo el mundo comete errores, ¿no?

Mamá y yo nos comimos la pasta. Entonces volvió papá.

—Émilie ya está mejor —dijo—. Ha llorado durante un buen rato. Luego se ha comido la pasta y hemos tenido una buena charla.

Mamá tomó la mano de papá.

—Eres un padre muy bueno.

Papá se encogió de hombros y vi que pensaba: «Todos los padres están convencidos de que lo hacen mal, incluso los que se esfuerzan por hacerlo bien».

—Podría estar más presente —contestó.

—Siempre estás ahí para Émilie y para mí —protesté.

—Solo que estoy en París casi siempre.

Se hizo el silencio. Mamá apretó la mano de papá. Parecía que querían estar los dos solos. Entonces papá se miró el reloj.

—Tengo que tomar el último tren —me explicó—. Probablemente no te veré hasta dentro de un par de semanas. Pero nos mandaremos mensajes varias veces al día, como siempre, ¿de acuerdo?

Me abrazó con fuerza. Me encanta cuando me envuelve con sus enormes brazos, me hace sentir segura.

Antes, mamá siempre le estaba reprochando algo a papá. Me he dado cuenta de que, desde que lo dejaron, ella se arrepiente de eso. Aunque nunca recoge la ropa del suelo y siempre deja los platos en el fregadero, se porta genial con mi hermana y conmigo. Y también sé que papá se pone triste cuando piensa en cómo acabaron las cosas con mamá. Lo he visto pensar: «Debería haber hecho la cama más a menudo cuando éramos una familia. Debería haber sido más responsable».

Pero la forma en la que se miraban no la había visto desde que era pequeña. Le di un beso a mamá, le dije que había puesto el despertador de la tablet a las siete y que la vería en el desayuno, y me fui a mi habitación con la esperanza de que, cuando me despertase a la mañana siguiente, papá siguiera allí.

Cuando me acosté, estuve pensando en darme una vuelta por Sésamo. Es el otro mundo donde vivo y donde paso el tiempo con mi amiga Alba. Para llegar allí, pongo una estrella en la pantalla de la tablet, me concentro, repito «Sésamo» varias veces y ya estoy allí.

Pero era tarde. Alba tiene once años, como yo, y también tiene que madrugar para ir al colegio. Aunque tenemos un pacto de mejores amigas —estar siempre ahí la una para la otra—, sé que por las noches prefiere que vaya solo si tengo un problema que resolver. Decidí cerrar los ojos y dormirme, pero oí que se abría la puerta de entrada, que papá y mamá se despedían y que la puerta se volvía a cerrar. Casi nunca estoy triste —¡es otro de mis poderes mágicos!—, pero reconozco que en ese momento sentí pena por ellos. Papá no estaría allí a la mañana siguiente.

Más tarde oí el despertador y vi luz por la ventana. Estaba amaneciendo. Tenía que estar en el colegio al cabo de poco menos de una hora. Me levanté de la cama y me vestí en un abrir y cerrar de ojos. Llamé a la puerta de la habitación de Émilie. No hubo respuesta. Volví a llamar. Seguía sin haber respuesta. Abrí la puerta. Su cama estaba vacía. ¡Qué raro!

Hace un tiempo, mamá me pidió si podía hacerle el favor de despertar a Émilie. Porque ahora mi hermana odia abrir los ojos, sobre todo los días de clase. Mamá me lo pidió porque sabía que me limitaría a sonreír cuando Émilie me dijera que nunca más iba a volver al instituto y que se iba a escapar a París, iba a conseguir trabajo en una tienda de cómics, iba a hacer sus propios cómics y no iba a volver nunca más a Fontenay-sous-Bois.

Mamá sabía que yo solo contestaría:

—¿Podemos desayunar primero?

Pero esa mañana Émilie no estaba dormida en la cama. Fui inmediatamente a la cocina. La puerta estaba cerrada. En cuanto la abrí, oí la voz de Émilie:

—Adivina quién decidió pasar la noche aquí.

Entonces vi a papá sentado con mamá a la mesa donde antes desayunábamos juntos. Me sorprendió verlo allí. Estaba segura de haberlo oído salir la noche anterior. Estaba a punto de escribir «Has vuelto» en la tablet, pero comprendí que, fuera lo que fuese lo que había pasado por la noche después de que papá se marchase, algo lo había traído de vuelta con nosotras.

Allí estaba, sentado junto a mamá, agarrándola de la mano. Mamá, al igual que papá, sonreía ligeramente.

—Tenemos que daros una noticia —dijo mamá—. Papá y yo hemos decidido volver a estar juntos. Papá se mudará con nosotras esta semana.

Me dieron ganas de gritar, pero, como no me sale ningún sonido cuando intento hablar, me limité a escribir:

—¡Es la mejor noticia del mundo!

Me volví hacia mi hermana y escribí:

—¡Somos una familia de nuevo!

Émilie mordió el cruasán, puso los ojos en blanco y suspiró:

— ¡Ya estamos otra vez con el cuento de hadas!

Hoy es un gran día por otra razón: ¡tengo una nueva profesora particular! Se llama Diane. Mi antigua profesora, Josiane, va a mudarse a Limoges con su novio, Léon, y va a tener un bebé dentro de tres meses. Ha sido mi profesora durante cuatro años. Cuando empezó a ocuparse de mí, yo no me comunicaba con nadie. No sabía hablar. Ni escribir. Me llevaron de un hospital a otro, a consultorios donde me hicieron todo tipo de pruebas con médicos y supuestos expertos en autismo, y eso era lo que me impedía expresarme. Todos les dijeron lo mismo a papá y mamá: que no tenía solución. Que nunca podría comunicarme con los demás. Que siempre estaría «encerrada», aislada del resto del mundo. Recuerdo lo tristes que estaban mamá y papá cuando el último «experto» que me examinó les dijo eso. Poco después, decidieron separarse y Émilie dijo que no querían seguir viviendo juntos por culpa de mi autismo. Mamá y papá me aseguraron que no se habían separado porque yo no supiera hablar, y también que, aunque ya no fuéramos una familia, seguirían estando unidos por nosotras.

Entonces mamá decidió mudarse a Fontenay-sous- Bois. Allí encontró a Josiane. Josiane no solo se convirtió enseguida en mi amiga, sino que también lo cambió todo en mi vida. Ella fue quien insistió en que empezase a hablar con la tablet. ¡Iba a poder escribir lo que pensaba, lo que quería decir! Me costó un poco encontrar la forma de expresar mis pensamientos con palabras, pero Josiane no paraba de animarme. Y un buen día, efectivamente, lo conseguí. Recuerdo que mamá volvió del banco y nos vio a Josiane y a mí sentadas a la mesa de la cocina. Josiane le dijo que teníamos una sorpresa para ella y yo levanté la tablet, donde le preguntaba a mamá cómo le había ido el día.

—Oh, en el banco todos los días son parecidos —contestó mamá.

Luego escribí:

—Pero siempre cuentas historias geniales sobre tus clientes. Como ese señor Bouquet, que la semana pasada quería pedirle dinero prestado a tu banco para abrir un salón de tatuajes para perros.

Mamá se echó a llorar de repente.

—¿Lloras porque no te gusta la idea de que tatúen a un perro? —pregunté—. ¡A mí tampoco! ¡Me alegro de que no le prestases el dinero!

Mamá se secó las lágrimas.

—¡Lloro porque por fin podemos hablar entre nosotras! ¡Podemos comunicarnos de verdad! Puedes decirme lo que piensas. Pensaba que este día no llegaría nunca.

Sonreí y contesté:

—¡Bueno, ha sido gracias a Josiane! Me ha animado mucho. ¡Ahora voy a hacer todo lo posible para aprender a hablar cuanto antes!

Cuatro años con Josiane. La veía cuatro veces por semana. Los otros tres días, cuando no estaba conmigo, me enviaba mensajes para que siguiera practicando. Me dijo que podía hacer cualquier cosa si me lo proponía. Y que el autismo no era una discapacidad, sino una forma diferente de ver el mundo. Es la única persona (además de los inspectores de policía que me enseñaron a resolver casos criminales) que sabe que puedo leer el pensamiento. Siempre me decía que debía usar mi poder mágico para ayudar a la gente..., igual que me permite ser amable con las personas que no lo son con los demás.

—Es fácil que te caiga bien la gente que se porta bien contigo —me explicó cuando hace unos meses me acosaban Anaïs y su pandilla—. Lo mejor que puedes hacer, y lo más difícil, es mostrar compasión (es una palabra grande, pero muy acertada) hacia los que te tratan mal. Porque, casi siempre, los acosadores tienen mucho miedo por dentro y se sienten muy solos. Sobre todo en su casa. Suelen tener padres que los maltratan, o que les hacen saber que no los quieren de verdad. Por eso se vuelven contra los demás, para ocultar su dolor por el rechazo.

Josiane me ha enseñado muchas cosas. Aparte de Alba, en Sésamo, siempre ha sido mi mejor amiga. Y tengo que despedirme de ella, aunque no para siempre. No se va a ir a la otra punta del mundo, como Nueva Zelanda o Nueva Caledonia (¡dos lugares que me encantaría conocer, porque parecen alejados de todo, en medio de un gran océano!). Mamá me explicó que Limoges solo estaba a unas horas en tren de París. Josiane me dijo que cuando Léon y ella encontraran casa y naciera el bebé, me iría a pasar un fin de semana con ellos.

Sonreí cuando Josiane me lo dijo. Nunca he viajado sola en tren. ¡Me hace mucha ilusión! Pero que Josiane ya no sea mi profesora... es un gran cambio. Aunque me gusta mucho la sustituta que me ha encontrado. Diane es joven: solo tiene veintidós años. Y no se parece a nadie que conozca. Papá dijo que hay una expresión que resume muy bien a Diane: es «de otro planeta». Me pareció una expresión muy bonita. Así es Diane. Es bajita, rubia y lleva el pelo largo. Y viste con un mono. ¡Exactamente igual que yo! El día que vino con Josiane a conocernos a mamá, a papá y a mí, me llevó aparte y me dijo:

—Cuando yo tenía tu edad (la mitad de la que tengo ahora), todo el mundo me decía que era muy rara. Siempre se estaban metiendo conmigo en el colegio. Eran unas chicas como las que te acosaban a ti, según me contó Josiane, hasta que conseguiste liberar a la líder de la banda de sus horribles tíos.

—Ya no me molestan.

—¡Claro que no! Porque les has demostrado que podías resolver una investigación y liberar a una persona secuestrada en un desván. Casi ninguna niña de once años hace cosas tan heroicas...

—No soy una heroína.

—¡Eres demasiado modesta! Sé que en la policía te estiman mucho. Josiane me ha contado que tienes un poder que solo conocen ella y la policía. No quiero que me lo cuentes si no te apetece, pero solo quiero hacerte una pregunta: ¿tienes un lugar secreto al que vas cuando el mundo te resulta demasiado cruel?

Miré a Diane con los ojos como platos.

—¿Cómo sabes lo de Sésamo?

—Ah, ¿Sésamo es tu lugar secreto?

—¿También sabes cómo se llama?

—¡Me lo acabas de decir tú!

—Es verdad —contesté sonriendo—. Pero, aun así, ¿cómo sabes...?

—¿Cómo sé que vas a ese reino mágico? Durante años yo también tenía conversaciones con un amigo secreto en un lugar secreto. Pero si te lo cuento, pensarás que estoy loca. ¡Nadie puede confesar que el Conejo de Pascua ha sido su mejor amigo y consejero durante años!

—¿Conoces al Conejo de Pascua? ¡Qué genial! Siempre he querido conocerlo. Sobre todo porque Émilie, mi hermana, también lo conocía. Pero luego creció y decidió que estaba loco.

—Yo también crecí y decidí que necesitaba tener otros amigos. Pero nunca pensé que Louis estuviera loco.

—¿Se llama Louis?¿Como casi todos los reyes de Francia?

—Es el rey de todos los conejos. Además, es muy inteligente. Cuando me sentía muy sola (y todo el mundo decía que era «rara», sobre todo mis padres), Louis me decía que era estupendo ser diferente, ¡y también rara! Decía que a todos los artistas los llaman así en algún momento de su vida. Y que la gente dice eso porque se siente incómoda cuando conoce a alguien que es original.

—¡Es un conejo superinteligente! ¿Tuviste una profesora como Josiane?

—Tuve una muy buena que se llamaba Astrid. Era sueca, pero vivía en Francia, y era muy dura conmigo. De pequeña hablaba de una forma muy rara: repetía todas las palabras. También me costaba mucho entender el tiempo o el orden de las cosas. Si mi madre me decía que íbamos a dar un paseo en bici y luego a comer pizza, me ponía a gritar preguntándole por qué no podíamos comer pizza primero. Me explicaba que eran las ocho de la mañana y que no podíamos comer pizza hasta la hora de la comida. Yo me ponía a llorar y le decía que no me dejaba comer pizza. Ella también se ponía a llorar y decía que no era fácil estar conmigo y que, aunque me quería, le resultaba muy difícil convivir con mi autismo.

Le apoyé la mano en el hombro.

—Seguro que estás muy triste porque Josiane se va —prosiguió—. Yo también me puse muy triste cuando Astrid me dijo que se volvía a Suecia porque había encontrado trabajo allí y quería volver a su país. Cuando tienes once años, no puedes imaginarte que alguien ya no vaya a estar en tu vida. Con veintidós años estoy empezando a entender que hay gente que entra en tu vida y luego se va. Aún me da mucho miedo. Nos apoyamos en los demás para no sentirnos solas.

Cuando Josiane llegó al colegio esa mañana, por una vez reconocí que estaba triste de verdad. Josiane estaba aún más triste. Estábamos delante de la puerta, en medio de los alumnos que entraban corriendo. Cuando se inclinó hacia mí para abrazarme y despedirse, se echó a llorar y me abrazó aún más fuerte.

—Nunca olvides que, aunque ahora no vaya a verte todos los días, sigo estando contigo. Eres mi estrella. Y sé que algún día hablarás de verdad.

Sonreí y asentí con la cabeza porque (¡tengo que ser sincera!) sabía que quería que se lo prometiera. Es lo que sueña para mí.

Me giré para asegurarme de que Diane no estaba detrás de nosotras y escribí rápidamente:

—Mi nueva profe me parece muy guay. ¿Crees que puedo confiarle mi secreto?

—Cuando la conozcas mejor y creas que es el momento de revelarle tu poder mágico, entonces sí, creo que sabe guardar un secreto.

Josiane se incorporó y se secó los ojos.

—Nunca es fácil decir adiós, así que...

Me dio un último abrazo y echó a andar hacia la calle. Al salir por la puerta del colegio, se volvió y me dijo adiós con la mano. Vi que pensaba: «Ahora sí que necesito un café».

Noté una mano apoyada en mi hombro. Diane.

—Ha sido un momento difícil, ¿verdad? Estoy segura de que Josiane se muere de ganas de tomarse un café.

Me quedé mirando a Diane.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Lo adivino. Pero no tengo un poder mágico como el tuyo.

Entonces comprendí que, aunque mi nueva profesora no podía ver detrás de los ojos de la gente, como yo, sí sabía hacer que revelasen cosas sobre sí mismos. Es muy inteligente, pero también muy astuta.

Papá ha trasladado algunas de sus cosas a nuestra casa. Le encantan los libros (faltaría más: ¡es escritor!) y tiene casi mil. Mamá le dio permiso para que montase unas estanterías en el salón. Fue a comprar un metro y una escalerilla y midió una pared entera haciendo marcas con un lápiz. Volvió con tablas de madera, escuadras y un taladro. Cuando mamá llegó de trabajar, vio todo lo que tenía amontonado en el salón y frunció los labios: es su manera de demostrar que está molesta. Papá se dio cuenta de la mueca y enseguida la tranquilizó diciéndole que las estanterías estarían colocadas al día siguiente.

—¿Puedes pintarlas de blanco primero, por favor?

—Píntalas de negro —murmuró Émilie—. Negro como el color de mi alma.

—¿Por qué es negra tu alma? —preguntó mamá.

—¡Porque vivo en Fontenay-sous-Bois!

Papá se echó a reír. Mamá se enfadó.

—Hay mucha gente que soñaría con vivir en un lugar tan bonito.

—¿Bonito? —le soltó Émilie—. Tienes una visión muy rara de las cosas.

—Yo estoy muy contento de estar aquí —dijo papá, agarrando la mano de mamá.

—¡No me extraña, teniendo en cuenta el vertedero en el que vives! —exclamó Émilie en un tono irónico.

—A lo mejor deberías irte un rato a tu habitación —contestó papá.