En busca de la felicidad - Douglas Kennedy - E-Book

En busca de la felicidad E-Book

Douglas Kennedy

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Beschreibung

Una dramática historia sentimental ambientada en la Nueva York de los años 50, escrita por uno de los grandes autores estadounidenses. Nueva York, víspera de Acción de Gracias de 1945. La guerra ha terminado y la fiesta de Eric Smythe está en pleno auge. Todos sus amigos de Greenwich Village, en el corazón bohemio de Manhattan, están ahí. También su hermana Sara, una joven independiente y despierta que empieza a abrirse camino en la gran ciudad. La irrupción de Jack Malone, un periodista del ejército estadounidense recién vuelto de Alemania, marca el inicio de una vertiginosa historia de amor. Ambientado en la América de los años cincuenta, entre el dinámico optimismo de posguerra y la caza de brujas de McCarthy,  En busca de la felicidad  es un drama familiar forjado con lealtades contrapuestas, decisiones morales y destinos azarosos. Un relato épico e íntimo tremendamente conmovedor.  "Una delicia; Kennedy es un escritor exigente, hábil e ingenioso." Financial Times  "Inteligente, una oscura fábula moral que arrastra al lector hasta el final."  Mail on Sunday  "Si hace tiempo que no encuentras una novela que te enganche, lee En busca de la felicidad. Dejarás de buscar. "  Montse Serrano, librería +Bernat  "Felicidades, amigos, por recuperar  En busca de la felicidad . Es una gran novela. Ya era hora de que se hiciera. Ahora, ¡a recomendarla!"  Neus Ribatallada, librería Paideia

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Título original: The pursuit of happiness

© del texto: Douglas Kennedy, 2001

© de la traducción: Esther Roig, 2002

© de esta edición: Arpa y Alfil Editores, S. L.

www.arpaeditores.com

Primera edición: junio de 2018

ISBN: 978-84-16601-98-1

Diseño de cubierta: Enric Jardí

Maquetación: Estudi Purpurink

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación

puede ser reproducida, almacenada o transmitida

por ningún medio sin permiso del editor.

Douglas Kennedy

En busca de la felicidad

Traducción de Esther Roig

«No hacemos lo que debemos, hacemos lo que no debemos y contamos con que la suerte nos acompañe».

matthew arnold

Primera Parte

Kate

1

Cuando la vi por primera vez estaba de pie junto al ataúd de mi madre. Era una mujer de más de setenta años, alta y angulosa, con el pelo gris y fino recogido en un prieto moño en la nuca. Tenía el aspecto que me gustaría tener a mí si algún día alcanzo su edad. Mantenía la columna muy derecha, como negándose a dar tregua a la edad. Su estructura ósea era impecable. Su piel seguía siendo tersa. Si tenía arrugas, no le grababan la cara. Por el contrario, le daban carácter, gravedad. Todavía era guapa, de un modo discreto y aristocrático. No había duda de que, en una época bastante reciente, los hombres la encontraban hermosa.

Sin embargo, fueron sus ojos los que me llamaron la atención. De un azul grisáceo. Muy intensos y observadores. Ojos críticos, atentos, con apenas una pizca de melancolía. Pero, ¿quién no se pone melancólico en un funeral? ¿Quién no mira un ataúd viéndose a sí mismo en el interior? Dicen que los funerales son para los vivos. No puede ser más cierto. Porque no solo lloramos por los que se van. También lloramos por nosotros mismos. Por la brutal brevedad de la vida. Por su insignificancia infinita. Por la forma en que nos movemos a trompicones a través de ella, como forasteros sin mapa, equivocándonos en todos los cruces del camino.

Cuando la miré directamente a los ojos, ella apartó la mirada avergonzada, como si la hubiera descubierto observándome. Está claro que quien ha perdido a su ser más querido es siempre objeto de atención de todos en un funeral. Como la persona más cercana al difunto, se esperaba de mí que marcara el tono emocional de la ocasión. Si me mostraba histérica, no temerían abandonarse. Si sollozaba, se limitarían a sollozar también. Si conservaba la serenidad, mantendrían la compostura y se mostrarían disciplinados y correctos.

Yo me mostraba serena, muy correcta, y como yo la veintena de personas que habían acompañado a mi madre en «su último viaje», como decía el director de la funeraria, que soltó esta frase en medio de la conversación cuando me estaba diciendo lo que me costaría transportarla desde su «capilla de reposo» en Amsterdam con la 75, hasta este lugar «de descanso eterno», junto a la pista del aeropuerto de La Guardia en Flushing Meadows, Queens.

Después de que la mujer se diera la vuelta, oí el motor de un jet en pleno descenso y miré hacia el cielo invernal, frío y azul. Sin duda, varios miembros de la congregación reunida junto a la tumba pensaron que estaba contemplando los cielos como si me preguntara cuál sería el lugar de mi madre en la inmensidad celestial. Pero, en realidad, lo que hacía era comprobar qué clase de jet descendía. «Un US Air. Uno de los viejos 272 que todavía se usan para trayectos cortos. Seguramente un vuelo de Boston. O quizá uno de los que seguían hacia Washington...».

Es asombrosa la cantidad de trivialidades que pasan por la cabeza en los momentos más trascendentales de la vida.

—Mami, mami.

Mi hijo de siete años, Ethan, me tiraba del abrigo. Su voz se superpuso a la del sacerdote episcopaliano que estaba de pie detrás del ataúd, recitando solemnemente un pasaje de las Revelaciones:

Dios secará todas las lágrimas de sus ojos; y no habrá más muerte, ni aflicción.

No habrá más llanto, ni habrá más dolor; porque todas estas cosas han desaparecido.

Tragué saliva. Ni aflicción. Ni llanto. Ni dolor. No era esta la historia de la vida de mi madre.

—Mami, mami...

Ethan seguía tirando de mi manga, exigiendo mi atención. Me llevé un dedo a los labios acariciando su mata de pelo rubio despeinado.

—Ahora no, cariño —susurré.

—Tengo pipí.

Hice un esfuerzo para no sonreír.

—Papá te acompañará —dije, buscando con los ojos a mi marido.

Estaba de pie al otro lado del ataúd, dándoles la espalda a los demás. Me había sorprendido un poco verle en la capilla funeraria por la mañana. Desde que nos había dejado a Ethan y a mí, hacía cinco años, nuestro trato había sido, en el mejor de los casos, de tipo práctico; solo hablábamos de nuestro hijo y de las aburridas cuestiones económicas que obligan incluso a las parejas divorciadas que más se odian a contestarse las mutuas llamadas. Hacía tiempo que yo había cortado por lo sano sus intentos conciliadores. No sé muy bien por qué, pero nunca le había perdonado que nos abandonara de la noche a la mañana para irse con «ella», la belleza mediática, la «señora conductora» de News-Channel-4-New-York. Entonces Ethan solo tenía dos años y un mes.

Sin embargo, hay que saber encajar estos pequeños contratiempos, ¿o no? Especialmente teniendo en cuenta que Matt se ajusta tanto al estereotipo masculino. Pero algo sí puedo decir en favor de mi exmarido: se ha convertido en un padre atento y cariñoso. Y Ethan lo quiere muchísimo, como pudieron comprobar todos los que rodeaban la tumba, cuando pasó corriendo por delante del ataúd para abrazar a su padre. Matt lo levantó en brazos y vi que Ethan le pedía que lo acompañara al baño. Con una pequeña inclinación de cabeza dirigida a mí, Matt se lo llevó, cargado sobre un hombro, en busca del baño más cercano.

El sacerdote la emprendió entonces con un salmo habitual en los funerales, el 23:

Tú dispones para mí una mesa ante los ojos de mis enemigos;

unges mi cabeza con aceite; mi copa rebosa.

Oí que mi hermano Charlie sofocaba un sollozo. Estaba de pie detrás de la dispersa congregación. Estaba claro que había ganado el premio a la «mejor aparición sorpresa en un funeral», porque había llegado aquella mañana con el vuelo nocturno de Los Ángeles, pálido, agotado y muy avergonzado. Tardé unos instantes en reconocerlo porque no lo veía desde hacía siete años y porque el tiempo había ejercido su desagradable magia convirtiéndolo en un hombre de mediana edad. De acuerdo, yo también pertenecía a la mediana edad, pero Charlie —con sus cincuenta y cinco años, casi nueve más que yo— parecía realmente... Bueno, creo que maduro sería la palabra correcta, aunque cansado de la vida sería bastante más preciso. Había perdido casi todo el pelo y no estaba en forma. Su cara se había vuelto carnosa y floja. La cintura sobresalía, como un neumático, y hacía que su traje negro mal cortado pareciera como nunca un error de mal gusto. Llevaba la camisa blanca desabrochada. La corbata negra tenía manchas de comida. Su aspecto general delataba mala alimentación y cierto desencanto de la vida. Yo misma estaba del todo de acuerdo con esta última descripción..., me sorprendía lo mal que había envejecido, y que hubiera cruzado el continente para despedirse de una mujer con la que apenas había mantenido contacto verbal en los últimos treinta años.

—Kate —dijo, acercándose a mí en el vestíbulo de la capilla funeraria.

Vio la expresión atónita de mi cara.

—¿Charlie?

Tuvo un momento de vacilación al ir a abrazarme, lo pensó mejor y se limitó a cogerme las manos. Estuvimos un momento sin saber qué decirnos. Finalmente hablé yo:

—Esto es una sorpresa...

—Lo sé, lo sé —dijo, interrumpiéndome.

—¿Recibiste mis mensajes?

Asintió con la cabeza.

—Katie... lo siento.

De repente me solté de sus manos.

—No me des el pésame —dije, con una voz extrañamente calmada—. También era tu madre. ¿Recuerdas?

Palideció. Finalmente logró balbucear:

—No es justo.

Mi voz continuó muy calmada, muy controlada.

—Todos los días del último mes, cuando supo que se estaba muriendo, me preguntó si habías llamado. Al final tuve que mentirle, le dije que me llamabas diariamente para preguntar cómo estaba. O sea que no me hables de lo que es justo.

Mi hermano se quedó mirando fijamente el linóleo de la funeraria. Entonces se me acercaron dos amigas de mi madre. Mientras hacían los comentarios amables de rigor, Charlie tuvo ocasión de escapar. Cuando empezó el funeral, se sentó en el último banco de la capilla de la funeraria. Volví la cabeza para ver a las personas congregadas y lo descubrí mirándome. Desvió la vista, profundamente incómodo. Después del funeral, le busqué, porque quería darle la oportunidad de ir conmigo al cementerio en el denominado «coche de la familia». Pero no lo vi por ninguna parte. Así que fui a Queens con Ethan y la tía Meg. Era la hermana de mi padre, una profesional soltera de setenta y cuatro años que se había dedicado a destruir su hígado durante los últimos cuarenta. Me alegró ver que se había mantenido sobria para despedirse de su cuñada. Porque, en las pocas ocasiones en que practicaba la moderación, Meg era la mejor aliada que una podía desear. Sobre todo porque tenía una lengua tan afilada como una avispa enfurecida. Poco después de que la limusina saliera de la funeraria, el tema de conversación se centró en Charlie.

—Vaya —dijo Meg—, el schmuck1 pródigo ha vuelto.

—Y ha desaparecido inmediatamente —añadí.

—Estará en el cementerio —dijo.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho. Mientras tú te besuqueabas con todo el mundo después del funeral, le he visto en la puerta. «Si te esperas un momento —le he dicho—, vendrás con nosotras a Queens». Pero ha dejado muy claro que prefería ir en metro. Me parece que Charlie es el mismo gilipollas de siempre.

—Meg —dije, señalando a Ethan con la cabeza.

El niño estaba sentado a mi lado en la limusina, totalmente abstraído en un libro de los Power Rangers.

—No está escuchando las tonterías que digo. ¿Verdad que no, Ethan?

Ethan levantó la vista del tebeo.

—Sé lo que quiere decir gilipollas —contestó.

—Buen chico —dijo Meg, alborotándole el cabello.

—Lee tu tebeo, cariño —le dije.

—Es un niño listo —dijo Meg—. Lo has educado muy bien, Kate.

—¿Lo dices porque sabe palabrotas?

—Me gustan las chicas con autoestima, como tú.

—Esa soy yo: doña Autoestima.

—Al menos siempre has hecho lo correcto. Sobre todo con respecto a la familia.

—Sí, y ya ves adonde me ha llevado.

—Tu madre te quería muchísimo.

—Domingo sí, domingo no.

—Sé que era una mujer difícil...

—Más bien diría que imposible.

—Lo creas o no, este jovencito y tú lo erais todo para ella. Y quiero decir todo.

Me mordí el labio y me tragué un sollozo. Meg me cogió la mano.

—Créeme: padres e hijos acaban siempre pensando que son ellos los que han cargado con el trabajo más desagradecido. Nadie se siente muy feliz. Pero al menos tú no te sentirás culpable como el idiota de tu hermano.

—¿Sabes que la semana pasada le dejé tres mensajes diciéndole que solo le quedaban unos días de vida, y que tenía que venir a verla?

—¿No te llamó?

—No, pero su portavoz sí.

—¿Princesa?

—La misma.

Princesa era el apodo que le dábamos a Holly, la mujer totalmente insufrible, totalmente suburbana, que se había casado con Charlie en 1975 y le había convencido poco a poco, por una larga lista de razones falsas y egoístas, de que se apartara de su familia. Tampoco es que Charlie necesitara que lo animaran mucho. Desde el momento en que fui consciente de estas cosas, supe que, para ser madre e hijo, mamá y Charlie tenían una relación curiosamente fría, y que la causa de su antipatía era mi padre.

—Veinte pavos a que nuestro Charlie se desmorona junto a la tumba —dijo Meg.

—Ni hablar —contesté yo.

—Hace que no le veo... ¿Cuándo demonios nos visitó por última vez?

—Hace siete años.

—Exacto, hará unos siete años, pero le conozco bien. Créeme, siempre se ha compadecido de sí mismo. En cuanto le he visto hoy he pensado: el pobrecito Charlie sigue jugando a autocompadecerse. No solo esto, también se siente muy, pero que muy culpable. No tuvo coraje para hablar con su madre moribunda, y ahora intenta arreglarlo apareciendo a última hora en su funeral. Qué forma más penosa de comportarse.

—Pero no llorará. Está demasiado reprimido.

Meg me blandió un billete en la cara.

—Déjame ver tu dinero.

Busqué en el bolsillo de mi chaqueta y encontré dos billetes de diez. Los blandí frente a los ojos de Meg.

—Me divertirá quedarme con tus veinte dólares —le dije.

—No tanto como yo me voy a divertir viendo cómo llora ese lamentable cagueta.

Miré de reojo a Ethan, que seguía absorto en su tebeo de los Power Rangers, y después levanté los ojos al cielo.

—Perdona —dijo Meg—, se me escapó.

Sin levantar la vista del tebeo, Ethan intervino:

—Sé lo que significa cagueta.

Meg ganó la apuesta. Tras una última plegaria ante el ataúd, el sacerdote me tocó el hombro y me dio el pésame. Luego, uno por uno, los demás asistentes se acercaron a mí. Mientras pasaba por aquella hilera ritual de apretones de manos y abrazos, vi a aquella mujer, leyendo con mucha concentración la lápida contigua a la parcela de mi madre. Me la sabía de memoria:

John Joseph Malone22 de agosto de 1922 − 16 de abril de 1956

John Joseph Malone. También conocido como Jack Malone. También conocido como mi padre. Que desapareció de este mundo de repente cuando yo solo tenía dieciocho meses, pero cuya presencia siempre me ha pesado. Esto es lo que tienen los padres: pueden esfumarse físicamente de tu vida —incluso puede que no hayas llegado ni a conocerlos— pero nunca te liberas de ellos. Ese es su último legado: te guste o no, están siempre ahí. Y por mucho que trates de sacudírtelos, no te sueltan.

Mientras Christine, mi vecina de arriba, me abrazaba, miré por encima de su hombro. Charlie caminaba hacia la tumba de nuestro padre. La mujer seguía allí. Pero en cuanto le vio acercarse —y evidentemente sabía quién era—, retrocedió, dejándole el paso abierto hacia el monumento de granito liso de mi padre. Charlie llevaba la cabeza baja y su paso era vacilante. Cuando llegó a la lápida, se apoyó en ella y se echó a llorar. Primero intentó disimular su malestar, pero enseguida perdió la batalla y empezó a llorar sin control. Me deshice con cuidado del abrazo de Christine. Instintivamente, quise correr a su lado, pero reprimí esta muestra de afecto fraternal, sobre todo porque no podía perdonar así como así el dolor que mi madre había sufrido en silencio por su ausencia todos aquellos años. Pero me acerqué despacio a él y le toqué ligeramente el brazo con la mano.

—¿Estás bien, Charlie? —pregunté con voz queda.

Charlie levantó la cabeza. Tenía la cara colorada como un tomate, los ojos húmedos de lágrimas. De pronto, se inclinó hacia mí y apoyó la cabeza en mi hombro, abrazándome como si yo fuera un salvavidas en un mar turbulento. Sus sollozos eran fuertes, desinhibidos. Me quedé un momento así, con los brazos colgando, sin saber qué hacer. Pero su pena era tan honda, tan total, tan ruidosa que, finalmente, tuve que consolarle con mis brazos.

Tardó un buen minuto en dominar su llanto. Miré más allá, observando a Ethan —que acababa de volver del baño—, a quien Matt impedía que corriera hacia mí. Guiñé un ojo a mi hijo y él me contestó con una de esas sonrisas de cien vatios que al instante te compensan de la tensión agotadora e interminable de la maternidad. Después miré a la izquierda de Ethan y volví a ver a la mujer. Estaba discretamente situada en una parcela contigua, observando cómo yo consolaba a Charlie. Antes de que se diera la vuelta —¡otra vez!—, percibí momentáneamente la intensidad de su mirada. Una intensidad que hizo que me preguntara: ¿de qué demonios nos conoce?

Volví a mirar a Ethan, pero él separó los labios con dos dedos y me sacó la lengua, una de las muecas de su repertorio cuando cree que me estoy poniendo demasiado seria. Tuve que reprimir una carcajada. Entonces volví a mirar hacia donde estaba la mujer. Pero ya no estaba allí, sino que caminaba sola por el sendero vacío de grava que llevaba a la puerta principal del cementerio.

Charlie tragó saliva intentando controlar sus sollozos. Decidí que ya era hora de dar por terminado el abrazo y me deshice suavemente de él.

—¿Estás mejor ahora? —le pregunté.

Él siguió con la cabeza baja.

—No —susurró. Luego añadió—: Debía, debía...

Se echó a llorar otra vez. Debía. La expresión más dura de autocontricción del lenguaje universal. Una palabra que pronunciamos constantemente a lo largo de esta farsa que llamamos vida. Pero Charlie tenía razón. Él debía. Ahora ya no podía hacer nada.

—Vuelve con nosotras a la ciudad —le dije—. Vamos a servir un piscolabis en el piso de mamá. Te acuerdas de dónde estaba, ¿no?

Me arrepentí enseguida del comentario, porque Charlie se echó a llorar otra vez.

—Ha sido una tontería —dije con voz queda—. Lo siento.

—No tanto como yo —dijo él entre sollozos—. No tanto...

Volvió a perder el dominio de sí mismo, y sus sollozos se hicieron descomunales.

Esta vez no le ofrecí consuelo, sino que le di la espalda; vi a Meg merodeando cerca, sin una expresión concreta, esperando por si podía ayudarme. Cuando la miré, señaló a Charlie con la cabeza y arqueó las cejas, como si me preguntara: «¿Quieres que te sustituya?». Pues claro. Entonces se acercó a su sobrino y le dijo:

—Venga, Charlie, vamos a dar un paseo.

Y se lo llevó cogiéndolo del brazo.

Matt dejó suelto a Ethan, que corrió hacia mí. Me incliné para levantarlo en brazos.

—¿Te sientes mejor? —pregunté.

—El baño era una pasada —dijo.

Volví a mirar la tumba de mi madre. El sacerdote seguía junto al ataúd. Detrás de él estaban los obreros del cementerio. Se mantenían a una discreta distancia de los demás, pero era evidente que esperaban que nos marcháramos para poder bajarla a las entrañas de Queens, sacar los elevadores, cerrar el agujero e irse a almorzar... o quizá a la bolera más cercana. La vida continúa, tanto si tú continúas como si no.

El sacerdote me dirigió una pequeña inclinación de cabeza, cuyo significado era: «Es hora de despedirse». De acuerdo, reverendo, como quiera. Démonos las manos y cantemos.

Ha llegado la hora de decirnos adiós...

m-i-c... Hasta pronto...

k-e-y... ¿Por qué? Porque te queremos...

m-o-u-s-e...

En una fracción de segundo, estaba de vuelta en el piso de la familia, en la Calle 84, entre Broadway y Amsterdam. Tenía seis años, primer curso en Brearley, miraba a Annette, a Frankie y a los demás Mosqueteros en aquel viejo televisor Zenith en blanco y negro, la pantalla redondeada y las antenas de conejo sobre el aparador de imitación caoba, y mamá se acercaba a mí con dos vasos que antes fueron de mermelada de uva Welch en la mano: Strawberry Kool-Aid para mí y una copa de Canadian Club para ella.

—¿Cómo les va a Mickey y sus amigos? —preguntó, tropezando con las palabras.

—Son mis amigos —dije.

Se dejó caer a mi lado en el sofá.

—¿Eres mi amiga, Katie?

No le hice caso. Pregunté:

—¿Dónde está Charlie?

Puso cara de ofendida.

—Con el señor Barclay —contestó, refiriéndose a una escuela de baile a la que se mandaba a los chicos preadolescentes como Charlie, una vez a la semana, contra su voluntad.

—Charlie odia el baile —dije.

—Tú qué sabes —dijo mi madre, bebiéndose la mitad de su copa.

—Le oí decírtelo —continué—. «Odio la escuela de baile. Te odio.»

—No dijo que me odiara.

—Lo dijo —insistí yo, y volví a concentrarme en los Mosqueteros.

Mamá se tragó el resto de la copa.

—No lo dijo.

Lo consideré un juego.

—Sí que lo dijo.

—No pudiste oírle...

La interrumpí:

—¿Por qué está en el cielo papá?

Se puso pálida. Aunque habíamos hablado de esto antes, ya hacía un año que no preguntaba por mi padre. Pero aquella tarde había llegado a casa con una invitación para una velada padre/hija de la escuela.

—¿Por qué tuvo que irse al cielo? —pregunté.

—Cariño, ya te lo he dicho, no quería irse al cielo. Pero se puso enfermo...

—¿Cuándo voy a conocerle?

Ahora su expresión era de desespero.

—Katie... Eres mi amiga, ¿verdad?

—Si me dejas conocer a mi padre.

Le oí sofocar un sollozo.

—Ojalá pudiera...

—Quiero que venga a la escuela conmigo...

—Dime que eres mi amiga, Katie.

—Trae a papá del cielo.

Su voz era débil, queda, apocada.

—No puedo, Katie, si...

Entonces se echó a llorar. Me abrazó. Escondió la cabeza en mi aún pequeño hombro y me dio un susto de muerte que me hizo salir de la habitación, aterrada.

Fue la única vez en que la vi borracha. Fue la única vez que lloró delante de mí. Fue la última vez que le pedí que trajera a mi papá del cielo.

«¿Eres mi amiga, Katie?»

Nunca respondí a su pregunta. Porque, a decir verdad, nunca supe la respuesta.

—¡Mami!

Ethan me apretaba la mano.

—¡Mami! ¡Quiero irme a casa!

Volví de golpe a Queens. Y a la visión del ataúd de mi madre.

—Vamos a despedirnos de la abuela primero —dije.

Tiré de Ethan, a sabiendas de que todos los ojos estaban puestos en nosotros. Nos acercamos al reluciente ataúd de teca. Ethan lo golpeó con el puño.

—Hola, abuela. Adiós, abuela.

Me mordí el labio con fuerza. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Miré hacia la tumba de mi padre. «Ya está. Ya está. Huérfana, por fin.»

Sentí una mano firme en el hombro. Me volví. Era Matt. Me solté. Y lo vi claro de repente: éramos Ethan y yo, y nadie más.

El sacerdote me dirigió otra de sus miradas significativas. Vale, vale. Ya voy.

Puse la mano sobre el ataúd. Estaba frío, como una nevera. Aparté la mano. Para eso sirven los gestos majestuosos. Volví a morderme el labio y me esforcé por mantener el dominio de mí misma. Busqué a mi hijo y lo empujé hacia el coche.

Matt nos esperaba en la puerta. Dijo en voz baja:

—Katie, quería que supieras...

—No quiero saberlo.

—Solo quería decirte...

—¿Es que no me entiendes?

—Quieres escucharme, por favor...

Agarré el tirador de la puerta del coche.

—No, no te escucharé...

Ethan me tiró de la manga.

—Papá dice que va a llevarme a ver una película Imax. ¿Me dejas ir, mami?

Entonces me di cuenta de lo mal que estaba.

—Hemos preparado un refresco... —me oí decir.

—Ethan se lo pasará mejor en el cine, ¿no crees? —dijo Matt.

Sí, sin duda. Me tapé la cara con las manos. Y me sentí más cansada de lo que me había sentido en toda mi vida.

—¿Me dejas ir, mami, por favor?

Miré a Matt.

—¿A qué hora lo traerás a casa?

—Había pensado que podría quedarse esta noche con nosotros.

Me di cuenta de que se arrepentía al instante de haber utilizado aquel pronombre. Matt siguió hablando.

—Lo llevaré a la escuela mañana. Y se puede quedar un par de días, si lo prefieres...

—Entendido —dije, para terminar. Me agaché para abrazar a mi hijo y me oí decir—: ¿Eres mi amigo, Ethan?

Él me miró tímidamente, y luego me dio un beso rápido en la mejilla. Quería tomarme eso como una respuesta afirmativa, pero supe que me martirizaría la falta de una respuesta definitiva el resto del día... y de la noche. Y al mismo tiempo me preguntaba por qué le había hecho aquella pregunta tan tonta.

Matt estuvo a punto de tocarme el brazo, pero lo pensó mejor.

—Cuídate —dijo, y se llevó a Ethan.

Entonces sentí otra mano en mi hombro. Me la sacudí, como si fuera una mosca y le dije a quien estuviera detrás de mí:

—Ya no aguanto más muestras de simpatía.

—Pues no las aguantes.

Me tapé la cara con las manos.

—Perdona, Meg.

—Reza tres Ave Marías y sube al coche.

Obedecí. Meg subió detrás de mí.

—¿Dónde está Ethan? —preguntó.

—Se quedará todo el día con su padre.

—Bien —dijo ella—. Así puedo fumar.

Mientras buscaba los Merits en el bolsillo, golpeó el vidrio de separación con la otra mano. El chófer apretó un botón y el vidrio empezó a bajar.

—Por fin —dijo Meg, encendiendo un cigarrillo.

Soltó un enorme suspiro de placer al inhalar.

—¿Tienes que fumar? —pregunté.

—Sí, tengo que fumar.

—Te matará.

—No tenía ni idea.

La limusina salió al camino principal del cementerio. Meg tomó mi mano, apretó con sus delgados y varicosos dedos los míos.

—¿Cómo lo llevas, cariño? —preguntó.

—He estado mejor, Meg.

—Un par de horas más y todo este jaleo habrá terminado. Y entonces...

—Puedo desmoronarme.

Meg se encogió de hombros. Y me apretó la mano con fuerza.

—¿Dónde está Charlie? —pregunté.

—Volviendo a la ciudad, en metro.

—¿Por qué hace esa tontería?

—Es su forma de castigarse.

—Al verlo tan hundido me ha dado hasta pena. Con solo haber llamado estos últimos días podría haber arreglado las cosas con mamá.

—No —dijo Meg—. No habría arreglado nada.

Al acercarnos a la verja, volví a ver a aquella mujer. Caminaba muy decidida hacia la entrada del cementerio, moviéndose con agilidad para su edad. Meg también la vio.

—¿La conoces? —pregunté.

Su respuesta fue un encogimiento de hombros despreocupado.

—Estaba junto a la tumba de mamá —dije—. Y se ha quedado durante la ceremonia.

Otro encogimiento de hombros de Meg.

—Será una chalada que se divierte asistiendo a funerales —concluí. Ella nos miró al pasar, pero bajó los ojos rápidamente.

La limusina salió a la calle y dobló a la izquierda en dirección a Manhattan. Me recosté en el asiento, agotada. Estuvimos un rato en silencio. Luego Meg me dio un codazo.

—¿Qué? —dijo—. ¿Me das mis veinte dólares?

2

Después del cementerio, quince de los veinte acompañantes del duelo fueron a casa de mi madre. Estábamos un poco apretados porque mi madre había pasado los últimos veintiséis años de su vida en un pisito de un solo dormitorio en la Calle 84 con la avenida West End —e incluso en las pocas ocasiones en que recibía visitas, no recuerdo a más de cuatro personas en su casa al mismo tiempo.

Nunca me había gustado el piso. Era agobiante. Estaba mal distribuido. Su orientación al sudeste en el cuarto piso significaba que daba a un callejón, y apenas le tocaba el sol. La sala mediría unos tres por tres metros, había un dormitorio de las mismas dimensiones, un pequeño baño y una cocina de dos y medio por dos con las instalaciones antiguas y el suelo de linóleo gastado. Todo lo que había en el piso parecía viejo, cansado y muy necesitado de una puesta al día. Tres años antes, había convencido a mi madre para que lo pintara, pero, como en muchos pisos viejos del West Side, aquella nueva capa de emulsión brillante simplemente añadió otro barniz barato al yeso y a las molduras, que tenían un grosor de casi tres centímetros de décadas de mala pintura. La moqueta estaba deshilachada. Los muebles necesitaban restauración. Los pocos artículos de lujo de mi madre —un televisor, un aparato de aire acondicionado, un equipo de música de origen coreano— estaban tecnológicamente anticuados. En los últimos años, siempre que tenía un poco de dinero para gastar —que, si he de ser sincera, no era muy a menudo—, me ofrecía a cambiarle el televisor o a comprarle un microondas. Pero siempre lo rechazaba.

—Gástate el dinero en algo mejor —decía siempre.

—Eres mi madre —insistía yo.

—Gástatelo en Ethan, gástatelo en ti misma. Me las arreglo perfectamente con lo que tengo.

—Este aparato de aire acondicionado está asmático. Te vas a freír en julio.

—Tengo un ventilador.

—Mamá, quiero ayudarte.

—Ya lo sé, hija. Pero no necesito nada.

Ponía en las dos últimas palabras un énfasis tan puntilloso e irritante que yo comprendía que no valía la pena insistir. Aquel tema de conversación estaba cerrado.

Siempre se lo negaba todo a sí misma. No podía soportar la idea de convertirse en una carga. Y, siendo como era una WASP22 distinguida pero con un enorme amor propio, le amargaba la idea de ser candidata a la beneficencia. Porque, para ella, algo así representaba un fracaso personal; una falta de carácter.

Di una vuelta a la sala y vi unas cuantas fotos de familia enmarcadas sobre una mesita junto al sofá. Me acerqué y cogí una instantánea que conocía muy bien. Era de mi padre con el uniforme del ejército. La había hecho mi madre en la base inglesa donde se habían conocido en 1945. Él había sido su aventura en el extranjero, la única vez en su vida que había salido de Estados Unidos. Tras presentarse voluntaria en la Cruz Roja al terminar la universidad, había acabado trabajando de mecanógrafa en un puesto avanzado de la sede central del Mando Aliado en un suburbio de Londres. Allí conoció al deslumbrante Jack Malone de Brooklyn, muriéndose de aburrimiento tras cubrir la liberación de Alemania por parte de los aliados para el Stars and Stripes, el periódico del ejército americano. Tuvieron una aventura, cuyo resultado fue Charlie. Y de repente descubrieron que sus destinos estaban entrelazados.

Charlie se acercó. Miró la fotografía que yo tenía en la mano.

—¿Quieres llevártela? —pregunté.

Negó con la cabeza.

—Tengo una copia en casa —dijo—. Es mi foto de papá preferida.

—Pues me la llevaré yo. No tengo muchas fotos de él.

Nos quedamos un momento en silencio, sin saber qué decir. Charlie se mordía nerviosamente el labio inferior.

—¿Estás mejor? —pregunté.

—Sí, mejor —dijo, esquivando mis ojos como siempre—. ¿Tú vas aguantando?

—¿Yo? Claro —respondí, intentando simular que no daba importancia al hecho de acabar de enterrar a nuestra madre.

—Tu hijo es muy guapo. ¿Aquel era tu ex?

—Sí, ese es el hombre encantador. ¿No le conocías?

Charlie meneó la cabeza.

—Ah, sí, me olvidaba, te perdiste la boda. Y Matt estaba fuera la última vez que viniste. En 1994, ¿verdad?

Charlie ignoró la pregunta y me hizo otra:

—Sigue siendo alguien en las noticias de la tele, ¿verdad?

—Ahora es alguien muy importante. Como su nueva esposa.

—Sí, mamá me contó lo del divorcio.

—¿En serio? —dije, sorprendida—. ¿Cuándo te lo contó? ¿Durante vuestra llamada anual en 1995?

—Hablábamos un poco más a menudo.

—Perdona, no me acordaba. También la llamabas en Navidad. O sea que fue durante una de tus dos llamadas anuales cuando te enteraste de que Matt me había dejado.

—Me supo muy mal.

—Vamos, es agua pasada. Lo he superado.

Otro silencio incómodo.

—El piso está como siempre —dijo él, echando un vistazo.

—Mamá no pretendía salir en las páginas de House and Garden —dije—. La verdad es que, aunque hubiera querido hacer reformas, iba muy justa de dinero. Por suerte el piso era de renta antigua, o no hubiera podido continuar aquí.

—¿Cuánto le costaba cada mes?

—Mil ochocientos, que no está mal para el barrio. Pero a ella le costaba pagarlo.

—¿No heredó algo del tío Ray?

Ray era el hermano rico de mamá, un abogado importante establecido en Boston que mantenía una distancia prudencial con su hermana. Por lo que sabía, mi madre nunca tuvo muy buena relación con él cuando eran jóvenes y se distanciaron aún más después de que Ray y su esposa, Edith, dieran rienda suelta a su reprobación hacia el irlandés de Brooklyn con quien se había casado. Pero Ray vivía de acuerdo con el código WASP del comportamiento correcto. De modo que, tras la muerte prematura de mi padre, acudió en ayuda de su hermana ofreciéndose a pagar la educación de sus dos hijos. El hecho de que Ray y Edith no tuvieran hijos —y que mamá fuera la única hermana de Ray— seguramente le hizo más fácil pagar una factura tan abultada durante tantos años; sin embargo, ya de niños, Charlie y yo vimos con claridad que nuestro tío no quería tener nada que ver con nosotros. Nunca le vimos. Mamá no le vio nunca. Cada uno recibía un bono de ahorro de veinte dólares por Navidad. Cuando Charlie estaba estudiando en la Universidad de Boston, Ray no le invitó ni una sola vez a su casa de Beacon Hill. Conmigo hicieron lo mismo mientras estaba estudiando en Smith y bajaba a Boston una vez al mes. Mamá nos explicó su frialdad diciendo: «Las familias pueden ser muy raras». De todos modos, las cosas como son, gracias a él, Charlie y yo fuimos a escuelas y universidades privadas. No obstante, desde que me gradué en Smith en el 76, mi madre no volvió a ver dinero de su hermano y fue mal de fondos el resto de su vida. Cuando Ray murió en el 98, yo esperaba que mamá recibiera algo de dinero —teniendo en cuenta sobre todo que Edith había precedido a su marido muriéndose tres años antes—. Pero no heredó nada.

—No me digas que mamá no te dijo que Ray no le había dejado nada —dije.

—Solo me dijo que había muerto.

—Eso sería durante tu llamada de 1998, supongo.

Charlie se miró las puntas de los zapatos.

—Sí, exacto —dijo en voz contrita—. Pero no tenía ni idea de que la hubiese dejado al margen de la herencia de esta manera.

—Ray se lo dejó todo a la enfermera que le había cuidado desde que Edith se fue a la gran iglesia episcopaliana del cielo. Pobre mamá, siempre se quedaba sin nada.

—¿Cómo lograba llegar a final de mes?

—Tenía una pequeña pensión de la escuela. Además de la seguridad social... y ya está. Yo la quería ayudar, aunque, por supuesto, no me dejaba. Y podía permitírmelo.

—¿Sigues en la misma agencia?

—Qué remedio.

—Pero ahora eres ejecutiva senior, ¿verdad?

—Redactora de publicidad senior, nada más.

—Suena bastante bien.

—Me pagan bastante bien. De todos modos, en mi ramo se dice que un redactor de publicidad feliz es una contradicción. En cualquier caso, me entretiene y me gano la vida. Ojalá mamá me hubiera dejado ayudarla, pero estaba empeñada en no querer nada de mí. Desde mi punto de vista, o bien organizaba partidas de canasta ilegales o tenía un negocio de chicas de tapadillo.

—¿Vas a vaciar el piso? —preguntó Charlie.

—No pienso mantenerlo como un museo, eso seguro. —Lo miré directamente, y le dije—: ¿Sabes que no te incluyó en su testamento?

—Bueno, no me sorprende.

—No es que haya mucho que heredar. Poco antes de morir me dijo que tenía un pequeño seguro de vida y unas acciones. Unos cincuenta mil como máximo. Lástima que no te pusieras en contacto con ella hace seis meses. Créeme, no tenía ganas de dejarte fuera, y estuvo esperando hasta el último momento que hicieras esa llamada. Cuando le dijeron que su cáncer era terminal, te escribió, ¿verdad?

—En la carta no mencionaba que se estuviera muriendo —dijo.

—Ah, eso habría cambiado las cosas, claro.

Otra de sus miradas esquivas por encima de mi hombro. Mi voz siguió siendo ecuánime.

—No contestaste a su carta, ni respondiste a los mensajes que te dejé cuando solo le quedaban unos días. Lo cual, qué quieres que te diga, fue una tontería, estratégicamente hablando. Porque de haber dado la cara en Nueva York, ahora te partirías esos cincuenta mil conmigo.

—Nunca habría aceptado mi parte...

—Sí, claro. Princesa habría insistido...

—No llames así a Holly.

—¿Por qué no? Es la lady Macbeth de la historia.

—Kate, me estoy esforzando por...

—¿Por hacer qué? ¿Curar las heridas? ¿Cerrar el asunto?

—Mira, mi problema nunca fue contigo.

—Qué ilusión. Lástima que mamá no esté para verlo. Siempre tuvo ideas románticas y anticuadas sobre personas que se reconcilian, y quizá volver a ver a sus nietos de la costa Oeste.

—Quería llamar...

—Quería no sirve. Quería no significa una mierda.

Mi voz había subido un decibelio o dos. De repente me di cuenta de que la sala se había vaciado. Charlie también se dio cuenta; me susurró:

—Por favor, Kate... No quiero volver a casa con tan mal...

—Charlie, ¿se puede saber qué esperabas? ¿Una reconciliación instantánea? ¿Un campo de sueños? Donde las dan las toman, chico.

Noté una mano firme en mi brazo. La tía Meg.

—Un buen sermón, Kate —dijo—. Estoy segura de que Charlie ha entendido tu punto de vista.

Respiré hondo para calmarme y asentí:

—Sí, me parece que sí.

—Charlie —dijo Meg—, ¿por qué no vas a la cocina a prepararte algo para beber?

Charlie hizo lo que le ordenaba. Meg había separado a los niños peleones.

—¿Estás bien ahora? —preguntó Meg.

—No —dije—. No estoy bien en absoluto.

Me acompañó al sofá. Se sentó a mi lado y me dijo, como si conspirara conmigo:

—Deja en paz al chico. He tenido una charla con él en la cocina. Al parecer ha tenido serios problemas.

—¿Qué problemas?

—Se quedó sin trabajo hace cuatro meses. Fitzgibbon fue absorbida por una multinacional holandesa y lo primero que hicieron fue echar a la mitad de los comerciales de California.

Fitzgibbon era el gigante farmacéutico en que había trabajado Charlie los últimos veinte años. Charlie había empezado como representante en San Fernando Valley y había ido ascendiendo hasta el cargo de director regional de ventas del condado de Orange. Y ahora...

—¿Hasta qué punto son graves sus problemas? —pregunté.

—Digamos que tuvo que pedir dinero prestado a un amigo para comprar el billete y venir.

—¡Por Dios!

—Y con dos hijos en la universidad. Económicamente hablando, las cosas están llegando a un punto crítico. Tiene el ánimo por los suelos.

De repente sentí una punzada de remordimiento. El muy tonto. Nada parecía salirle bien a Charlie. Tenía un instinto infalible para meter la pata.

—Por lo que deduzco, en relación, la parte conyugal tampoco está en buena forma. Porque Princesa no se está portando como una esposa muy comprensiva...

Meg dejó de hablar de repente y me dio un codazo rápido. Charlie había vuelto a la sala con la gabardina en la mano. Me puse de pie.

—¿Por qué llevas el abrigo? —le pregunté.

—Tengo que ir al aeropuerto.

—Pero si has llegado hace apenas dos horas.

—Mañana a primera hora tengo una cita importante —añadió tímidamente—. Una entrevista de trabajo. Acabo de perder el que tenía.

Capté la mirada de Meg implorándome no delatar que conociera el estado de desempleo de Charlie. Es sorprendente cómo la vida familiar es una telaraña creciente de pequeñas confidencias y peticiones de «por favor, no digas a tu hermano que te lo he dicho».

—Lo lamento, Charlie —dije—. Perdona lo que te he dicho antes. Tengo un mal día y...

Charlie me hizo callar inclinándose y dándome un rápido beso en la mejilla.

—Llamémonos, ¿vale?

—Eso solo depende de ti, Charlie.

Mi hermano no respondió a este comentario. Se encogió de hombros tristemente y se fue hacia la puerta. Cuando llegó, se volvió hacia mí. Intercambiamos una mirada. Solo duró un microsegundo, pero lo decía todo: «Por favor, perdóname».

En aquel microsegundo, sentí una oleada de pena por mi hermano. Parecía tan abotargado y maltratado por la vida; tan atrapado en un rincón como un ciervo enfrentado a unos faros encendidos. La vida no había sido buena con él, y ahora irradiaba desilusión. Yo misma podía comprender su desilusión. Porque, si no fuera por la gloriosa excepción de mi hijo, yo no era precisamente un anuncio ambulante de realización personal.

—Adiós, Katie —se despidió Charlie.

Abrió la puerta del piso. Le di la espalda y me dirigí al baño. Cuando salí, dos minutos después, me alegré al ver que ya se había ido.

Tanto como me alegré de ver que los demás empezaban a despedirse. Había un par de vecinos de mi madre y algunos amigos de toda la vida: mujeres cada vez más frágiles de más de setenta años, intentando charlar de minucias y parecer lo bastante animadas para no pensar demasiado en que, uno por uno, todos sus contemporáneos iban desapareciendo.

A las tres se habían ido todos excepto Meg y Rozella, la gruesa y alegre dominicana de mediana edad que había contratado, hacía dos años, para hacer la limpieza del piso de mamá dos veces por semana. Acabó haciendo de enfermera todo el día cuando mi madre se dio ella misma el alta de Sloan-Kettering.

—No pienso morirme en una habitación beige con lámparas fluorescentes —me dijo la mañana en que el oncólogo la informó de que su cáncer era terminal.

Me oí decir a mí misma:

—No te estás muriendo, mamá.

Me tendió una mano y dijo:

—No se puede luchar contra el que manda, cariño.

—El médico dijo que podía tardar meses...

Su voz siguió siendo tranquila y curiosamente serena:

—Al principio. Ahora mismo, yo diría que tres semanas a lo sumo. Lo que, francamente, es más de lo que esperaba...

—¿Por qué siempre, siempre, tienes que ver las cosas por el lado bueno, mamá? —«Dios mío, ¿qué estoy diciendo?» Le apreté con fuerza la mano—. No quería decir esto. Es que...

Ella me miró inquisitivamente.

—Nunca me has llegado a entender, ¿verdad? —preguntó.

Antes de que pudiera negarlo, aunque fuera débilmente, ella se incorporó y apretó el timbre que tenía junto a su cama.

—Le pediré a la enfermera que me ayude a vestirme y a guardar mis cosas. Si no te importa esperar quince minutos...

—Yo te ayudaré a vestirte, mamá.

—No es necesario, cariño.

—Pero si quiero hacerlo.

—Ve a tomarte un café, anda. Me ayudará la enfermera.

—¿Por qué no me dejas...? —Sin darme cuenta, estaba hablando como una adolescente melindrosa.

Mi madre se limitó a sonreír, consciente de que me había ganado por jaque y mate.

—Sal un rato, hija. Pero no tardes más de quince minutos, porque si no me voy antes de mediodía, me cobrarán otro día por la habitación.

—¿Qué más da?

Le habría gritado: «El seguro pagará la factura». Pero sabía lo que me contestaría: «De todos modos no está bien aprovecharse de una compañía de seguros buena y fiable como esta». Y entonces yo me preguntaría —por enésima vez— por qué nunca podía ganarla en una discusión.

—Nunca me has llegado a entender, ¿verdad?

En cambio ella sí me conocía bien, maldita sea. Como siempre, daba en el blanco. Nunca la había entendido. Nunca había entendido cómo podía mantenerse tan ecuánime ante tantas desilusiones, tantas adversidades. Por las pocas pistas que había dejado —y por lo que me había contado Charlie cuando todavía hablábamos—, tenía la sensación de que su matrimonio no había sido demasiado feliz. Su esposo había muerto joven. No le había dejado dinero. Su único hijo se había apartado de la familia. Y su única hija era la personificación del descontento y no podía comprender por qué su madre no se pasaba el día gritando y protestando por las muchas decepciones de la vida. Ni por qué, al final de su vida, lo aceptaba todo con tanta tranquilidad y consideraba de mal gusto enfadarse por la proximidad de la muerte. Pero así había sido siempre su entereza. Nunca mostraba la mano, nunca ponía de manifiesto la tristeza inherente que evidentemente acechaba bajo su capa de estoicismo.

Pero no se equivocaba en el calendario de su enfermedad. No duró meses. Duró menos de dos semanas. Contraté a Rozella para que estuviera a su lado las veinticuatro horas del día y me sentí culpable por no permanecer con ella todo ese tiempo. Pero me estaban volviendo loca en el trabajo con un nuevo cliente y tenía que cuidar de Ethan —como soy testaruda, no quería pedir favores a Matt. Así que solo podía pasar tres horas al día con mamá.

El final fue rápido. Rozella me despertó a las cuatro de la mañana el martes pasado y me dijo simplemente:

—Ven enseguida.

Por suerte tenía preparado un plan de urgencia para este momento con una nueva amiga llamada Christine, que vivía dos pisos más arriba en mi finca y era miembro del Club de Madres Divorciadas. Aunque Ethan protestó todo lo que pudo, lo saqué de la cama y se lo llevé a Christine, que lo puso a dormir inmediatamente en el sofá, se quedó con la ropa del niño y prometió dejarlo en Allan-Stevenson por la mañana.

Después bajé corriendo, le dije al portero que me buscara un taxi y le prometí al taxista una propina de cinco dólares si me dejaba en la esquina de la 84 con West End, al otro lado de la ciudad, en quince minutos.

Lo hizo en diez. Gracias a Dios, porque mamá murió cinco minutos después de que yo cruzara la puerta.

Encontré a Rozella a los pies de la cama, sollozando discretamente. Me abrazó y susurró:

—Está y no está.

Fue una amable manera de decir que había entrado en coma. Si he de ser sincera, para mí fue un alivio, porque en el fondo me aterrorizaba esta escena con mi madre moribunda. Tener que decir algo correcto y definitivo. Porque no hay nada correcto ni definitivo que decir. En todo caso ya no podía oírme, así que cualquier declaración melodramática de amor filial habría sido solo para mí. En un momento decisivo como este, las palabras no valen nada. Y no podían aliviar mi sensación de culpabilidad.

De modo que me senté en la cama y cogí la mano todavía caliente de mi madre, la apreté con fuerza e intenté rememorar el primer recuerdo suyo, y de repente vi a una mujer joven y animada agarrándome la mano, a mis cuatro años, en el parque de juegos de Riverside Park, y pensé que no era un recuerdo significativo o crucial, simplemente algo corriente, y que entonces ella era quince años más joven que yo ahora, y cómo olvidamos aquellos paseos por el parque, y las visitas de urgencia al pediatra con amigdalitis, y cuando me recogía en la escuela o pateábamos toda la ciudad para comprar zapatos o ropa o acudir a reuniones de las Girl Scouts, y todas las demás minucias que representan la paternidad, y cómo mi madre siempre estaba encima de mí, y cómo nunca fui capaz de darme cuenta, y cómo me molestaba necesitarla tanto, y deseaba poder hacerla feliz, y cómo, cuando tenía cuatro años, siempre se columpiaba conmigo, se sentaba en un columpio junto al mío y se columpiaba, y cómo, de repente, allí estábamos, madre e hija elevándonos hacia el cielo, un día de otoño de 1959 bajo un sol brillante, y yo estaba segura de mi mundo, de ser amada, y mi madre reía y...

Mi madre aspiró tres veces. Después se hizo el silencio. Tal vez siguiera allí quince minutos, agarrándole la mano, sintiendo el frío gradual en sus dedos. Al final, Rozella me obligó a levantarme, con suavidad, y me sostuvo. Ella tenía lágrimas en los ojos, yo no. Quizá estuviera demasiado paralizada para llorar.

Rozella se inclinó y le cerró los ojos a mi madre. Se santiguó y rezó un Ave María. Yo seguí un ritual diferente: fui a la sala, me serví una buena cantidad de whisky, me lo tragué, cogí el teléfono y marqué el 911.

—¿De qué urgencia se trata? —preguntó el telefonista.

—No es una urgencia —dije—. Solo es una muerte.

—¿Qué clase de muerte?

—Natural. —Pero podría haber añadido: «Una muerte muy tranquila. Digna. Estoica. Sin quejas».

Mi madre había muerto como había vivido.

Me quedé junto a la cama, escuchando cómo Rozella fregaba los platos del piscolabis. Hacía solo tres días mamá estaba allí. De repente recordé algo que me había dicho un tal Dave Schroeder. Era un periodista freelance, listo como el hambre, muy viajado, pero a los cuarenta años todavía se esforzaba por hacerse un nombre. Había salido con él un par de veces. Me dejó cuando me negué a acostarme con él en la segunda cita. Si hubiera esperado a la tercera, podría haber tenido suerte. Pero, en fin... me contó una buena anécdota: tras estar en Berlín la noche en que derrumbaron el muro, había vuelto allí un año después y había descubierto que la monstruosa estructura —la muralla manchada de sangre que definía tan bien la Guerra Fría— había desaparecido totalmente de la vista. Incluso el famoso puesto de control Charlie se había desmantelado, y la vieja Misión Comercial búlgara del lado oriental del puesto había sido sustituida por una tienda de Benetton.

«Fue como si aquel hecho tan terrible, aquel hito crucial de la historia del siglo XX, no hubiera existido —había dicho Dave—. Y me dio en qué pensar: en el momento en que terminamos una discusión hacemos desaparecer el recuerdo de aquella discusión. Es un rasgo humano fundamental: sanear el pasado para seguir adelante.»

Volví a contemplar la cama de mi madre. Y recordé las sábanas manchadas, las almohadas sucias, la forma en que se aferraba al colchón hasta que la morfina la aliviaba. Ahora estaba pulcramente preparada, con las sábanas limpias y una colcha recién salida de la tintorería. La idea de que hubiera muerto allí mismo ya parecía surrealista, imposible. Dentro de una semana —cuando Rozella y yo hubiéramos vaciado el piso, y alguna organización de caridad se hubiera llevado los muebles que pensaba desechar— ¿qué prueba tangible quedaría del paso de mi madre por el planeta? Un puñado de posesiones materiales —su anillo de compromiso, un par de broches—, algunas fotografías y...

Nada más, exceptuando, claro, el lugar que siempre ocuparía en mi mente. Un lugar que ahora compartía con el padre que nunca conocí.

Y cuando Charlie y yo muramos... ping. Será el final de Dorothy y Jack Malone. Su impacto en la vida se borraría sin más. También mi huella permanecerá en Ethan. Mientras viva...

Me estremecí, y de repente sentí frío, y necesidad de otro escocés. Entré en la cocina. Rozella estaba ante el fregadero, terminando con los platos. Meg estaba sentada ante la mesita de fórmica de la cocina, con un cigarrillo en una salsera —mi madre no tenía ceniceros en casa— y una botella de escocés junto a un vaso medio lleno.

—No pongas esa cara —dijo Meg—. Me ofrecí a Rozella para ayudar.

—Estaba pensando más bien en el cigarrillo —apunté.

—A mí no me importa —terció Rozella.

—Mamá no soportaba el humo —dije.

Agarré una silla, me senté, cogí el paquete de Merits de Meg, saqué un cigarrillo y lo encendí. Meg me miró estupefacta.

—¿Debería llamar a Reuters? —preguntó—. ¿O a la CNN?

Me reí al mismo tiempo que exhalaba el humo.

—Me fumo un par al año. En ocasiones especiales. Como cuando Matt me dijo que se iba. O cuando mamá me llamó en abril para decirme que tenía que ir al hospital a hacerse unas pruebas, pero estaba segura de que no sería nada...

Meg me sirvió un whisky generoso y empujó el vaso hacia mí.

—De un trago, hija.

Obedecí.

—¿Por qué no se va con su tía? —apuntó Rozella—. Ya termino yo.

—Me quedaré —dije.

—Vaya tontería —dijo Meg—. Además, ayer me llegó el cheque de la pensión y me siento eufórica y con ganas de atiborrarme de colesterol... Un filete, por ejemplo. ¿Quieres que reserve mesa en Smith y Wollensky? ¿Has probado los martinis que sirven allí? Son del tamaño de una pecera.

—Ahórrate el dinero. Me quedo aquí a pasar la noche.

Meg y Rozella intercambiaron una mirada preocupada.

—¿Qué quieres decir con «pasar la noche»? —preguntó Meg.

—Que pienso dormir aquí esta noche.

—No debería hacerlo —dijo Rozella.

—He aquí la afirmación más moderada del año —añadió Meg.

—Estoy decidida. Me quedo a dormir.

—Pues si tú te quedas, yo también —dijo Meg.

—No, ni hablar. Quiero estar sola.

—Eso es una tontería —dijo Meg.

—Escuche a su tía, por favor —intervino Rozella—. Estar aquí sola esta noche... no es una buena idea.

—Me las arreglaré.

—No estés tan segura —dijo Meg.

Pero no pensaba dejarme convencer. Pagué a Rozella (no quería aceptar una propina, pero le metí un billete de cien dólares en la mano y no le permití que me lo devolviera), y finalmente conseguí levantar a la tía Meg de la mesa de la cocina hacia las cinco. Las dos estábamos un poco achispadas porque habíamos hecho un mano a mano con el escocés... y había perdido la cuenta después del cuarto.

—Sabes qué te digo, Katie —dijo, mientras la ayudaba a ponerse el abrigo—, creo que eres una masoquista.

—Gracias por ser tan comprensiva con mis fallos.

—Ya sabes de qué te hablo. Lo último que deberías hacer esta noche es quedarte sola en el piso de tu madre muerta. Pero eso es precisamente lo que vas a hacer. Y no sé qué pensar.

—Solo quiero estar un rato sola. Aquí. Antes de que vacíe el piso. ¿No puedes entenderlo?

—Claro que sí. También entiendo la flagelación.

—Hablas igual que Matt. Siempre decía que soy una experta en infelicidad.

—A hacer puñetas ese trepa infame. Sobre todo teniendo en cuenta que él ha demostrado bastante experiencia en crear infelicidad.

—A lo mejor tiene razón. Siempre pienso...

Perdí el hilo, no demasiado deseosa de acabar la frase. Pero Meg insistió:

—Anda, dilo.

—No lo sé. A veces pienso que lo hago todo al revés.

Meg miró al techo con desesperación.

—Bienvenida a la raza humana, cariño.

—Tú ya me entiendes.

—No... La verdad es que no. Eres muy buena en tu campo, tienes un chico estupendo...

—El mejor.

Meg se mordió el labio y una momentánea expresión de tristeza cruzó su rostro. Aunque casi nunca hablaba de ello, yo sabía que no haber tenido hijos siempre había sido un inconfesado motivo de aflicción para ella. Y recordé lo que me había dicho cuando me quedé embarazada:

—Créeme. Aunque nunca me haya comprometido del todo, nunca me han faltado los hombres. Y la inmensa mayoría de ellos no sirven para nada, son unos idiotas sin agallas que corren como desesperados cuando descubren que eres una mujer independiente. De hecho, lo único bueno que puede darte un hombre es un hijo.

—Entonces, ¿por qué no tuviste ninguno?

—Porque en los años cincuenta y sesenta, cuando podría haberlo hecho, la idea de una familia monoparental era tan socialmente aceptable como apoyar el programa espacial ruso. Una madre soltera era automáticamente una descastada, y yo no tenía agallas para enfrentarme a eso. Supongo que en el fondo soy una cobarde.

—Creo que lo último que pensaría de ti es que eres una cobarde. La verdad es que, pensándolo bien, la cobarde de la familia soy yo...

—Te has casado. Vas a tener un hijo. En mi opinión, eres valiente.

Después de esto cambió de conversación. Nunca más hablamos de su falta de hijos. En realidad, los únicos momentos en que bajaba la guardia sobre el tema eran como este, cuando la mención de Ethan desencadenaba un instante de tristeza, que se desvanecía en un segundo neoyorquino.

—Sí, señora, es el mejor —dijo—. Y, vale, el matrimonio te dejó hecha polvo. Pero mira lo que has sacado de él.

—Ya lo sé...

—Entonces, ¿por qué lo ves todo tan negro?

Porque... oh, señor... No sé cómo empezar a explicar estas emociones, tan ambiguas pero tan avasalladoras, una frustración difusa contigo misma y con el lugar donde te ha tocado vivir.

Pero estaba demasiado cansada —o demasiado bebida— para entrar en el tema. Me limité a asentir con la cabeza y decir:

—Tienes razón, Meg.

—Lástima que tu madre no fuera católica. Serías una penitente estupenda.

La acompañé abajo. Al cruzar el vestíbulo, Meg me cogió del brazo y se apoyó en mí. El portero llamó un taxi. Abrió la puerta y yo ayudé a Meg a subir.

—Espero que ese escocés te deje fuera de combate —dijo—, porque no me hace ninguna gracia que estés allí sola, cavilando, cavilando, cavilando...

—No hay nada malo en pensar.

—Es peligroso para tu salud. —Me apretó la mano.— Llámame mañana... cuando salgas de la «zona gris». ¿Prometido?

—Sí, te lo prometo.

Me miró a los ojos.

—Eres mi niña —dijo.

Volví arriba. Creo que me quedé un minuto frente a la puerta del piso antes de recuperar el valor. Después entré.

Dentro, el silencio era apabullante. Mi primer pensamiento fue: «Sal corriendo». Pero me obligué a entrar en la cocina y ordenar los últimos platos. Fregué la mesa de fórmica un par de veces, y después repasé todas las superficies de la cocina. Encontré un producto de limpieza y le di un buen repaso al fregadero. Luego, con un aerosol para el polvo, froté todos los muebles del piso. Entré en el cuarto de baño e intenté no fijarme en el papel pintado despegado y las grandes manchas de humedad del techo. Cogí el cepillo del inodoro y me puse manos a la obra. Después pasé a la bañera y la froté durante unos buenos quince minutos, pero no pude quitar las manchas incrustadas de óxido alrededor del desagüe. El fregadero estaba aún más oxidado. Debía llevar otro cuarto de hora fregando como una loca... sin pensar que llevaba puesto el traje negro y caro —un conjunto de Armani, carísimo y absurdamente chic, que me había regalado Matt hacía cinco años por Navidad, y que después supe que fue porque se había sentido culpable, ya que la «sorpresa número dos» me la dio Matt el 2 de enero al anunciarme que estaba enamorado de una tal Blair Bentley, y había decidido poner fin a nuestro matrimonio de inmediato.

Finalmente, me cansé del papel de fregona y me apoyé en el fregadero, con la blusa blanca mojada y la cara perlada de sudor. En el piso de mi madre la calefacción siempre estaba puesta como una sauna, y de repente sentí la necesidad de ducharme. Abrí el armario del baño para ver qué jabones y champús podía utilizar. Me encontré frente a diez frascos de Valium, una docena de dosis de morfina, bolsas de agujas hipodérmicas, cajas de enemas y el largo y delgado catéter que Rozella tenía que insertar en la uretra de mi madre para extraerle la orina. Después me fijé en los paquetes de pañales para adultos escondidos en un rincón de su tocador, sobre un plástico protector para la cama. Me puse a pensar en que alguien, en algún lugar, fabrica y comercializa todo aquello. Y, vaya, seguro que el valor de las acciones siempre está en alza. Porque, si una cosa es segura en la vida es esta: si vives lo suficiente, acabarás con un pañal. Incluso si no tienes tanta suerte y, pongamos por caso, contraes un cáncer de útero a los cuarenta, lo más probable es que, en los últimos días de tu drama terminal, también acabes con un pañal. Y...

Sin darme cuenta estaba haciendo lo que había jurado durante todo el día que no haría.

No recuerdo cuánto rato lloré, no podía con mi alma. Mis frenos emocionales se habían liberado por fin. Me había rendido al ímpetu sin control de la aflicción. Un diluvio inacabable de angustia y culpabilidad. La angustia, porque ahora estaba yo sola en aquel mundo grande y desagradable. Y la culpabilidad, porque había pasado la mayor parte de mi vida adulta intentando esquivar los achuchones de mi madre. Ahora que la había esquivado para siempre, no comprendía qué pasaba entre nosotras dos.

Me agarré con fuerza al lavabo. Sentía el estómago revuelto. Caí de rodillas y alcancé la taza justo a tiempo. Escocés. Más escocés. Y un exceso de bilis.

Me puse de pie tambaleante, con un hilo marrón de saliva resbalando desde los labios hasta el único traje negro bueno que tenía. Volví al lavabo, abrí el grifo del agua fría y me enjuagué la boca. Cogí una botella de elixir del tocador, de una marca que solo compran las señoras mayores, le quité el tapón de plástico, me puse en la boca medio vaso de aquel líquido astringente con sabor a canela para hacer gárgaras, me volví a enjuagar bien y lo escupí en el lavabo. Después me metí en el dormitorio, dejando la ropa por el camino.

Cuando llegué a la cama de mi madre, solo llevaba el sostén y las medias. Busqué en la cómoda una camiseta, pero enseguida me acordé de que mi madre no era precisamente una clienta de Gap. Me conformé con un jersey viejo de color crema y cuello marinero, muy de la cosecha del partido Harvard-Yale de otoño del 42. Me quité la ropa interior y me puse el jersey, tirando de él hasta taparme las rodillas. De su interior cayeron bolas de naftalina y la lana picaba, pero me daba igual. Aparté la colcha y me metí en la cama. A pesar de la calefacción tipo Florida del piso, las sábanas me parecieron aterradoramente frías. Agarré una almohada y la apreté contra mí, como si fuera la única cosa del mundo que pudiera servirme de lastre.