I
Tengo más años, desde
hace cuatro, que los que exige Benvenuto
para la empresa. Así doy comienzo a
estos apuntamientos que más tarde han de
desenvolverse mayor y más detalladamente.
En la catedral
de León, de Nicaragua, en la América
Central, se encuentra la fe de bautismo
de Félix Rubén, hijo legítimo de Manuel
García y Rosa Sarmiento. En realidad, mi
nombre debía ser Félix Rubén García Sarmiento. ¿Cómo
llegó a usarse en mi familia el
apellido Darío? Según lo que algunos ancianos
de aquella ciudad de mi infancia me
han referido, un mi tatarabuelo tenía por
nombre Darío. En la pequeña población
conocíale todo el mundo por Don Darío; a sus
hijos e hijas por los Daríos, las Daríos.
Fué así desapareciendo el primer apellido, a
punto de que mi bisabuela paterna firmaba
ya Rita Darío; y ello, convertido en
patronímico llegó a adquirir valor legal,
pues mi padre, que era comerciante, realizó
todos sus negocios ya con el nombre de
Manuel Darío, y en la catedral a
que me he referido, en los cuadros
donados por mi tía Doña Rita Darío de
Alvarado, se ve escrito su nombre de tal
manera.
El matrimonio de
Manuel García—diré mejor de Manuel Darío—y Rosa
Sarmiento, fué un matrimonio de conveniencia,
hecho por la familia. Así no es de
extrañar que a los ocho meses más o
menos de esa unión forzada y sin afecto,
viniese la separación. Un mes después nacía yo
en un pueblecito, o más bien aldea,
de la provincia, o, como allá se
dice, departamento, de la Nueva Segovia, llamado
antaño Chocoyos y hoy Metapa.
II
Mi primer recuerdo—debo
haber sido a la sazón muy niño, pues se
me cargaba a horcajadas, en los
cuadriles, como se usa por aquellas
tierras—es el de un país montañoso: un
villorrio llamado San Marcos de Colón, en
tierras de Honduras, por la frontera
nicaragüense; una señora delgada, de vivos y
brillantes ojos negros—¿negros?... no lo puedo
afirmar seguramente..., mas así los veo ahora en
mi vago y como ensoñado recuerdo—blanca,
de tupidos cabellos obscuros, alerta,
risueña, bella. Esa era mi madre. La
acompañaba una criada india, y le enviaba de
su quinta legumbres y frutas, un viejo
compadre gordo, que era nombrado «el compadre
Guillén». La casa era primitiva, pobre,
sin ladrillos, en pleno campo. Un día yo
me perdí. Se me buscó por todas partes;
hasta el compadre Guillén montó en su
mula. Se me encontró, por fin, lejos de
la casa, tras unos matorrales, debajo de
las ubres de una vaca, entre mucho granado que
mascaba el jugo del yogol, fruto mucilaginoso
y pegajoso que da una palmera y del
cual se saca aceite en molinos de piedra
como los de España. Dan a las vacas el
fruto, cuyo hueso dejan limpio y seco, y
así producen leche que se distingue por su
exquisito sabor. Se me sacó de mi
bucólico refugio, se me dió unas
cuantas nalgadas y aquí mi recuerdo de
esa edad desaparece como una vista de
cinematógrafo.
Mi segundo recuerdo
de edad verdaderamente infantil es el de
unos fuegos artificiales, en la plaza de
la iglesia del Calvario, en León. Me
cargaba en sus brazos una fiel y excelente
mulata, la Serapia. Yo estaba ya en
poder de mi tía abuela materna, doña
Bernarda Sarmiento de Ramírez, cuyo
marido había ido a buscarme a Honduras. Era
él un militar bravo y patriota, de
los unionistas de Centro-América, con el
famoso caudillo general Máximo Jerez, y de
quien habla en sus Memorias el filibustero
yanqui William Walker. Le recuerdo: hombre alto,
buen jinete, algo moreno, de barbas muy negras. Le
llamaban «el bocón», seguramente por su
gran boca. Por él aprendí pocos años más
tarde a andar a caballo, conocí el hielo, los
cuentos pintados para niños, las manzanas de
California y el champaña de Francia.
Dios le haya dado un buen sitio en
alguno de sus paraísos. Yo me criaba
como hijo del coronel Ramírez y de su esposa
doña Bernarda. Cuando tuve uso de razón,
no sabía otra cosa. La imagen de mi
madre se había borrado por completo de mi
memoria. En mis libros de primeras
letras, alguno de los cuales he podido encontrar
en mi último viaje a Nicaragua, se
leía la conocida inscripción: Si este libro se
perdiese, como suele suceder,
suplico al que me
lo hallase me lo sepa devolver. y si no
sabe mi nombre aquí se lo voy a
poner:
Félix Rubén Ramírez
El coronel se llamaba
Félix, y me dieron su nombre en el
bautismo. Fué mi padrino el citado general
Jerez, célebre como hombre político y militar,
que murió de ministro en Washington,
y cuya estatua se encuentra en el
parque de León.
Fuí algo niño prodigio.
A los tres años sabía leer, según se
me ha contado. El coronel Ramírez murió y
mi educación quedó únicamente a cargo de
mi tía abuela. Fué mermando el
bienestar de la viuda y llegó la
escasez, si no la pobreza. La casa era
una vieja construcción, a la manera
colonial: cuartos
seguidos, un largo
corredor, un patio con su pozo, árboles.
Rememoro un gran «jícaro», bajo cuyas ramas
leía; y un granado que aun existe; y
otra árbol que da unas flores de un perfume que
yo llamaría oriental si no fuese
de aquel pródigo trópico y que se llaman
«mapolas».
La casa era para mí
temerosa por las noches. Anidaban
lechuzas en los aleros. Me contaban
cuentos de ánimas en pena y aparecidos, los
dos únicos sirvientes: la Serapia y el
indio Goyo. Vivía aún la madre de mi tía
abuela, una anciana, toda blanca por los años,
y atacada de un temblor continuo. Ella
también me infundía miedos, me hablaba de
un fraile sin cabeza, de una mano peluda, que
perseguía, como una araña... Se me
mostraba, no lejos de mi casa, la
ventana por donde, a la Juana Catina, mujer muy
pecadora y loca de su cuerpo, se
la habían llevado los demonios. Una noche, la
mujer gritó desusadamente; los vecinos se
asomaron atemorizados, y alcanzaron a ver
a la Juana Catina, por el aire, llevada
por los diablos, que hacían un gran
ruido y dejaban un hedor a azufre.
Oía contar la
aparición del difunto obispo García, al obispo
Viteri. Se trataba de un documento perdido en
un ya antiguo proceso de la curia. Una
noche, el obispo Viteri hizo despertar a
sus pajes, se dirigió a la catedral,
hizo abrir la sala del capítulo, se
encerró en ella, dejó fuera a sus familiares,
pero éstos vieron, por el ojo de la
llave, que su ilustrísima estaba en
conversación con su finado antecesor. Cuando
salió, «mandó tocar vacante»; todos creían en la
ciudad que hubiese fallecido. La sorpresa que
hubo al otro día fué que el documento
perdido se había encontrado. Y así se me
nutría el espíritu con otras cuantas
tradiciones y consejas y sucedidos
semejantes. De allí mi horror a las
tinieblas nocturnas, y el tormento de
ciertas pesadillas inenarrables.
Quedaba mi casa cerca
de la iglesia de San Francisco, donde
había existido un antiguo convento. Allí iba mi
tía abuela a misa primera, cuando apenas
aparecía el primer resplandor del alba, al
canto de los gallos. Cuando en el barrio
había un moribundo, tocaban en las campanas
de esa iglesia el pausado toque de agonía,
que llenaba mi pueril alma de terrores.
Los domingos llegaban
a casa a jugar el fusilico viejos
amigos, entre ellos un platero y un cura.
Pasaba el tiempo. Yo crecía. Por las noches
había tertulia en la puerta de la calle, una
calle mal empedrada de redondos y
puntiagudos cantos. Llegaban hombres de política
y se hablaba de revoluciones. La señora
me acariciaba en su regazo. La
conversación y la noche cerraban mis
párpados. Pasaba el «vendedor de arena»...
Me iba deslizando. Quedaba dormido, sobre el
ruedo de la maternal falda, como un
gozquejo. En esa época aparecieron en mí
fenómenos posiblemente congestivos. Cuando se
me había llevado a la cama, despertaba y
volvía a dormirme. Alrededor del lecho
mil círculos coloreados y concéntricos,
kaleidoscópicos, enlazados y con movimientos
centrífugos y centríp tos, como los que forma la
lintern mágica, creaban una visión extraña y para
mí dolorosa. El central punto rojo se
hundía, hasta incalculables hípnicas distancias, y
volvía a acercarse; y su ir y
venir era para mí como un martirio
inexplicable. Hasta que, de repente, desaparecía
la decoración de colores, se hundía el
punto rojo y se apagaba, al ruido de
una seca y para mí saludable
explosión. Sentía una gran calma, un gran
alivio, el sueño seguía tranquilo. Por las
mañanas, mi almohada estaba llena de
sangre, de una copiosa hemorragia nasal.
III
Se me hacía ir a
una escuela pública. Aun vive el buen
maestro, que era entonces bastante joven, con
fama de poeta, el licenciado Felipe Ibarra.
Usaba, naturalmente, conforme con la pedagogía
singular de entonces, la palmeta,
y, en casos especiales, la flagelación en las
desnudas posaderas. Allí se enseñaba la
cartilla, el Catón cristiano, las «cuatro
reglas», otras primarias nociones. Después
tuve otro maestro, que me inculcaba
vagas nociones de aritmética, geografía, cosas de
gramática, religión. Pero quien primeramente
me enseñó el alfabeto, mi primer maestro, fué
una mujer, doña Jacoba Tellería, quien
estimulaba mi aplicación con sabrosos
pestiños, bizcotelas y alfajores que
ella misma hacía, con muy buen gusto de
golosinas y con manos de monja. La maestra
no me castigó sino una vez, en que
me encontrara, ¡a esa edad. Dios mío! en
compañía de una precoz chicuela,
iniciando, indoctos e imposibles Dafnis y
Cloe, y, según el verso de Góngora,
«las bellaquerías, detrás de la puerta.»
IV
EN un viejo armario
encontré los primeros libros que leyera.
Eran un
Quijote, las obras de
Moratín, Las Mil y una noches, la
Biblia, los Oficios, de Cicerón, la Corina, de
Madame Staël, un tomo de comedias
clásicas españolas, y una novela terrorífica, de
ya no recuerdo qué autor, La Caverna
de Strossi. Extraña y ardua mezcla de
cosas para la cabeza de un niño.
V
A qué edad escribí mis
prim ros versos? No lo recuerdo
precisamente, pero ello fué harto temprano. Por
la puerta de mi casa—en las Cuatro
Esquinas —pasaban las procesiones de la
Semana Santa, una Semana Santa famosa: «Semana Santa en
León y Corpus en Guatemala»—; y las
calles se adornaban con arcos de ramas verdes,
palmas de cocotero, flores de corozo, matas de
plátanos o bananos, disecadas aves de
colores, papel de China picado con mucha
labor; y sobre el suelo se dibujaban
alfombras que se coloreaban, expresamente, con
serrín de rojo brasil o cedro, o
amarillo «mora»; con trigo reventado, con
hojas, con flores, con desgranada flor de
«coyol». Del centro de uno de los
arcos, en la esquina de mi casa, pendía una
granada dorada. Cuando pasaba la procesión del
Señor del Triunfo, el Domingo de Ramos, la
granada se abría y caía una lluvia de
versos. Yo era el autor de ellos. No he
podido recordar ninguno... pero si sé
que eran versos, versos brotados instintivamente. Yo
nunca aprendí a hacer versos. Ello fué en
mi orgánico, natural, nacido. Acontecía que se
usaba entonces—y creo que aun persiste—la
costumbre de imprimir y repartir, en
los entierros, «epitafios», en que los deudos
lamentan los fallecimientos, en verso por
lo general. Los que sabían mi rítmico
don, llegaban a encargarme pusiese su
duelo en estrofas.
A todo esto, el
recuerdo de mi madre había desaparecido. Mi
madre era aquella señora que me había
acogido. Mi «padre» había muerto, el coronel
Ramírez. A tal sazón llegó a vivir con
nosotros, y a criarse junto conmigo,
una lejana prima, rubia, bastante bella, de
quien he hablado en mi cuento Palomas blancas y
garzas morenas. Ella fué quien despertara
en mí los primeros deseos sensuales. Por
cierto que, muchos años después, madre y
posiblemente abuela, me hizo cargos: «¿Por qué has
dado a entender que llegamos a
cosas de amor, si eso no es
verdad?»—«¡Ay! le contesté, ¡es cierto! Eso no
es verdad, ¡y lo siento! ¿No hubiera sido
mejor que fuera verdad y que ambos nos
hubiéramos encontrado en el mejor de los
despertamientos, en la más ardiente de
las adolescencias y en las primaveras
del más encendido de los trópicos?...»
Mi familia se componía
entonces de mi tía doña Rita Darío de
Alvarado, a quien su hermano Manuel García, esto
es Manuel Darío, único que tenía en tal
ocasión dinero, había hecho donación de sus
bienes ¡ah, malhaya! para que se casase con
el cónsul de Costa Rica; mi tía Josefa,
vivaz, parlera, muy amante de la crinolina,
medio tocada, quien una vez—el día de la
muerte de su madre —apareció calzada con zapatos
rojos, y a las observaciones y reproches
que se le hicieron, contestó que «Las
perdices y las palomitas de
Castilla...» ¡Cuando digo que era medio tocada! Mi
tía Sara, casada con un norteamericano, muy
hermosa, y cuya hija mayor ¡oh, Eros! un
día, por sorpresa, en un aposento a
donde yo entrara descuidado, me dió la
ilusión de una Anadiómena... Y «mi tío Manuel».
Porque don Manuel Darío figuraba como mi
tío. Y mi verdadero padre, para mí, y
tal como se me había enseñado, era
el otro, el que me había criado desde los
primeros años, el que había muerto, el
coronel Ramírez. No sé por qué, siempre tuve un
desap go, una vaga inquietud separador con
mi
«tío Manuel». La voz
de la sangre... ¡qué flácida patraña
romántica! La paternidad única es la costumbre
del cariño y del cuidado. El que
sufre, lucha y se desvela por un niño, aunque no
lo haya engendrado, ese es su
padre.
Mi tía Rita era
la adinerada de la familia. Mi
padre, que, como he dicho, pasaba como mi
tío, vivía en casa de su hermana, la
cual era propietaria de haciendas de ganado
y de ingenios de caña de azúcar. La
vida en casa de mi tía Rita me
ha dejado un recuerdo verdaderamente singular
e imborrable. Esta señora, que era muy
religiosa, casada con don Pedro Alvarado,
cónsul de Costa Rica, tenía, como los antiguos
reyes, dos bufones, enanos, arrugados, feos,
velazquescos, hombre y mujer. El se llamaba el
capitán Vilches, y la mujer era su
madre; pero eran iguales, completamente, en
tamaño, en fealdad, y me inspiraban miedo e
inquietud. Hacían retratos de cera,
monicacos deformes, y el «capitán», que
decía ser también sacerdote, pronunciaba sermones que
hacían reir, pero que yo oía con gran
malestar, como si fuesen cosas de
brujos.
Los domingos se
daban bailes de niños, y aunque mi primo
Pedro, señor de la casa, era el más rico y
un excelente pianista en tan corta
edad, ya, con mi pobreza y todo, solía
ganarme las mejores sonrisas de las muchachas,
por el asunto de los versos. ¡Fidelina,
Rafaela, Julia, Mercedes, Narcisa, María,
Victoria, Gertrudis! recuerdos, recuerdos
suaves.
A veces los tíos
disponían viajes al campo, a la hacienda.
Ibamos en pesadas carretas, tiradas por bueyes,
cubiertas con toldo de cuero crudo. En el
viaje se cantaban canciones. Y en
amontonamiento inocente, íbamos a bañarnos al
río de la hacienda, que estaba a
poca distancia, todos, muchachos y muchachas,
cubiertos con toscos camisones. Otras veces
eran los viajes a la orilla del mar, en
la costa de Poneloya, en donde estaba
la fabulosa peña del Tigre. Ibamos en las
mismas carretas de ruedas rechinantes, los
hombres mayores a caballo; y al pasar un
río, en pleno bosque, se hacía alto, se
encendía fuego, se sacaban los pollos asados, los
huevos duros, el aguardiente de caña y la
bebida nacional, llamada «tiste», hecha de
cacao y maíz, y se batía en jícaras con
molinillo de madera. Los hombres se
alegraban, cantaban al son de la guitarra
y disparaban los tiros al aire y
daban los gritos usuales, estentóreos y
alternativos, muy diferentes del chivateo
araucano. Se llegaba al punto terminal y
se vivía por algunos días bajo enramadas
hechas con hojas, juncos y cañas verdes, para
resguardarse del tórrido sol. Iban las mujeres por
un lado, los hombres por el otro, a bañarse
en el mar, y era corriente el
encontrar de súbito, por un recodo el
espectáculo de cien Venus Anadiómenas en las
ondas. Las familias se juntaban por las
noches y se pasaba el tiempo bajo
aquellos cielos profundos, llenos de estrellas
prodigiosas, jugando juegos de prendas,
corriendo tras los cangrejos, o
persiguiendo a las grandes tortugas llamadas
paslamas, cuyos huevos se sacan cavando en los
nidos que dejan en la arena.
Yo me apartaba
frecuentemente de los regocijos, y me
iba, solitario, con mi carácter ya triste y
meditabundo desde entonces, a mirar cosas,
en el cielo, en el mar. Una vez vi una
escena horrible, que me quedó grabada en
la memoria. Cerca de una yunta de bueyes, a
orillas de un pantano, dos carreteros
que se peleaban echaron mano al machete,
pesado y filoso, arma que sirve para partir la
caña de azúcar, y comenzaron a
esgrimirlo; y de pronto vi algo que
saltó por el aire. Eran, juntos, el machete y la
mano de uno de ellos.
Por las tardes y
las noches paseaban, a caballo o a
pie, vociferando, hombres borrachos. Los soldados,
descalzos y vestidos de azul, se
los llevaban presos. Cuando la luna iba
menguando, retornaban las familias a la
ciudad.
VI