Aventura amorosa - Un asunto para dos - Kelly Hunter - E-Book

Aventura amorosa - Un asunto para dos E-Book

KELLY HUNTER

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Beschreibung

Ómnibus Julia 459 Aventura amorosa Kelly Hunter Él era el hombre perfecto para una aventura amorosa. Charlotte Greenstone no tenía tiempo para los hombres, de modo que se inventó uno muy conveniente que, sin embargo, guardaba un parecido altamente inconveniente con el atractivo Greyson Tyler. Para proteger su humillante mentirijilla, Charlotte tuvo que rogarle a Grey que se hiciera pasar por su prometido. Cuando vio las impresionantes curvas de Charlotte, Grey no se pudo resistir a la tentación de hacer su propia y extravagante propuesta: Él fingiría ser su prometido con la condición de que los dos pudieran disfrutar de todos los beneficios de ser pareja. Un asunto para dos Mary Burton Áquel era un caso muy caliente. Hacía un año que la millonaria Kit Westgate Landover había desaparecido sin dejar rastro. Pero no se encontró su cadáver y el caso quedó cerrado. El sargento Kirkland sabía que la investigación se encontraba en un callejón sin salida, pero cuando la reportera Tara Mackey empezó a hacer nuevas preguntas, decidió reabrir el caso. Profesionalmente eran una pareja perfecta, pero personalmente, Tara se resistía a dejarse llevar por la atracción que había entre ellos. Alex Kirkland se movía en un mundo de dinero y poder… cosas en las que ella no confiaba. Y cada paso que daban hacia la verdad, y el uno hacia el otro, los acercaba un poco más al peligro.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 459 - agosto 2023

 

© 2011 Kelly Hunter

Aventura amorosa

Título original: With This Fling...

 

© 2008 Mary T. Burton

Un asunto para dos

Título original: Cold Case Cop

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1180-048-8

Índice

 

Créditos

Aventura amorosa

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Un asunto para dos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

CHARLOTTE Greenstone estaba pasando otra noche de vigilia junto a su madrina moribunda. La habitación del hospital había visto décadas de enfermedades y fallecimientos, pero Aurora Herschoval no se dejaba dominar por la tristeza; prefería recordar los buenos momentos de su vida, y hasta especulaba de forma bastante irónica sobre su incineración y sobre la posibilidad de que hubiera algo después de la muerte.

Pero aquella no había sido una de las mejores noches de su madrina. Le habían puesto morfina por el dolor y se había mostrado muy preocupada por el futuro de su ahijada. A Charlotte no le faltaban posesiones materiales, pero la preocupación de Aurora no carecía de fundamento en lo referente a la familia, a los amigos, a la cantidad de personas con las que podía contar cuando necesitara compañía y apoyo.

Charlotte sabía que su madrina tenía razón. Y se le había ocurrido la solución perfecta: un amante ficticio, hecho a su medida.

Un hombre muy apuesto.

Un hombre deliciosamente honorable.

Un hombre modesto pero con éxito.

Y en último lugar, aunque no en el menos importante, un hombre ausente.

Hasta entonces, su amante ficticio le había proporcionado muchas horas de diversión en la cama. Además, también había servido para tranquilizar a Aurora, porque su madrina pensaba que Thaddeus Jeremiah Gilbert Tyler era real y que cuidaría de ella cuando ya no estuviera a su lado.

Charlotte había creado todo un personaje. Un australiano con dinero, muy parecido a Sean Connery de joven, que recorría el mundo en una cruzada particular en favor de la ecología y de distintos proyectos de carácter humanitario. Sus compañeros de trabajo lo llamaban Tyler; su madre lo llamaba T.J.; su padre, simplemente hijo y ella, Gil.

Por si eso fuera poco, Charlotte se había tomado la molesta de añadir que Gil era hijo único. Como ella misma.

Y Aurora se lo había creído.

Sin embargo, su plan tuvo un fallo importante. Cuando Aurora le preguntó sobre su paradero, Charlotte respondió que en ese momento estaba en Papúa Nueva Guinea y que no tenía forma de comunicarse con ella, aunque había conseguido enviarle un mensaje a través de un indígena de la zona. En el supuesto mensaje, le decía que la amaba con locura y que ardía en deseos de conocer a Aurora porque había oído hablar mucho de sus éxitos como profesional, como coleccionista y como madrina de la propia Charlotte.

A su ahijada no le sorprendió que Aurora Herschoval quisiera conocer a Gil. La excéntrica mujer que se había convertido en la única familia de Charlotte desde el fallecimiento de sus progenitores, tenía tendencia a confundir a Gil con el padre de Charlotte. Y la confusión no se debía a la morfina que le inyectaban, sino al hecho de que su amante ficticio tenía muchas características de su difunto padre.

Definitivamente, no se podía negar que Thaddeus Jeremiah Gilbert Tyler era un personaje muy interesante. Un personaje que también rendía homenaje a Indiana Jones, el capitán Kirk y un par de piratas de la literatura.

Cómo no iba a extrañar su vitalidad, su sed de experiencias nuevas, su valentía, su pasión y el simple placer de su compañía, que le había ofrecido durante tantas noches. Gil era tan maravilloso que hasta había conseguido aplacar su dolor ante la desgracia que estaba a punto de ocurrir.

 

 

Aurora falleció cuando estaba previsto, dos meses después de que le diagnosticaran el cáncer; como le había dicho el médico.

Pero esta vez, el recuerdo de Gilbert no sirvió para refrenar las lágrimas de Charlotte. Lloró de puro alivio porque la muerte había puesto fin a los dolores de Aurora, y lloró de pura angustia porque Aurora había sido una madre y una amiga para ella.

Simplemente, lloró.

Naturalmente, Gilbert no pudo llegar a tiempo de conocer a la madrina de su amante. Estaba tan ansioso de verla que atajó por un territorio peligroso, donde quiso evitar el secuestro de unas jóvenes y murió en el intento. Las autoridades tenían pocas esperanzas de recuperar sus restos mortales. Se rumoreaba que se lo habían comido unos caníbales.

El fallecimiento de Gil fue un golpe duro para Charlotte. Y aunque todo en él fuera ficticio, también se ganó sus lágrimas.

Se las ganó de verdad.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

QUÉ estás haciendo aquí, Charlotte?

La expresión de sorpresa del profesor Harold Mead no encajó bien con su tono paternal y tranquilizador. Pero en el profesor Mead había muchas cosas extrañas; por ejemplo, su visión personal de la historia del antiguo Egipto o su versión de la jornada laboral, que ascendía a setenta horas semanales.

Sin embargo, a Charlotte le extrañó que se sorprendiera. Ciertamente, eran las siete y media de la mañana de un lunes y ella nunca llegaba tan pronto; pero tenía todo el derecho del mundo a estar allí.

—¿Charlotte? —repitió.

—He venido a trabajar. O al menos, es la intención que tenía —respondió al fin—. ¿Hay algo malo en eso?

—No, en absoluto, pero no te esperábamos hoy. Como ayer enterraron a tu madrina, supusimos que te tomarías unas vacaciones para recuperarte.

Ella asintió. El profesor había tenido el detalle de asistir al entierro, aunque apenas conocía a Aurora.

—Supongo que fue una buena ceremonia —dijo con suavidad—. La celebración final de una vida bien vivida… Gracias por asistir.

—No hay de qué. Pero si necesitas unos días libres…

—No —dijo con rapidez—. Si es posible, preferiría quedarme. Me encuentro bien.

Charlotte le dedicó una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora, pero el profesor frunció el ceño. La conocía demasiado bien.

—En serio, estoy perfectamente —insistió—. Además, prefiero trabajar. Creo haber encontrado una pista sobre los fragmentos de cerámica que se encontraron en el yacimiento de Loess.

—Eso puede esperar. O se lo puedes pasar a otra persona… tal vez, al doctor Carlysle. ¿Sabes si está en el yacimiento? El doctor Steadfellow habla muy bien de él.

—Y yo estoy segura de que es un gran profesional, pero prefiero hacerlo yo.

El yacimiento de Loess era un descubrimiento de Charlotte y de su difunta madrina. De hecho, sólo habían permitido que Steadfellow se hiciera cargo con la condición de que ella formara parte del equipo de investigación. Pero el buen doctor se olvidó del acuerdo en cuanto Carlysle se unió al equipo.

—Harold, sé que Steadfellow y Carlysle pretenden quedarse con la investigación del yacimiento. Sé que son profesionales altamente cualificados, pero ésa no es la cuestión… habíamos acordado que yo participaría. Y me están apartando.

—Charlotte, sé razonable. Todo el mundo sabe que el descubrimiento fue tuyo. Nadie pone en duda tus derechos sobre el proyecto, pero ¿crees que éste es un momento oportuno para desafiar a tus colegas? Además, cabe la posibilidad de que sólo pretendan ayudarte; a fin de cuentas, saben que lo estás pasando mal.

Charlotte oyó las palabras del profesor e hizo un esfuerzo por creerlo a él y por creer que Steadfellow honraría su palabra y que reconocería su contribución al descubrimiento, pero no estaba segura. No podía pensar con claridad. Llevaba demasiadas noches sin dormir. La muerte de Aurora la había afectado mucho.

—Hablaré con Steadfellow. Y sobre Carlysle… bueno, ya se nos ocurrirá algo.

Mead sonrió.

—Excelente. Sabía que sabrías ser generosa en este asunto. Ya has publicado tres veces más que la mayoría de los arqueólogos a tu edad; estoy seguro de que uno de estos días te ofrecerán un contrato fijo.

—¿Aunque me consideren una enchufada?

—Charlotte… sé que tu madrina te ayudó mucho con sus contactos en el mundo de la arqueología; sé que el apellido de tu familia tiene peso en nuestro sector y también sé que las empresas privadas no habrían sido tan generosas con nosotros sin la intervención de Aurora. Pero tienes que cambiar de actitud. Tu madrina ha muerto y habrá gente que te observe con atención para saber si tus contactos han desaparecido con ella.

El profesor respiró hondo y la miró a los ojos antes de continuar.

—Eres una pieza esencial en este departamento, pero espero que aceptes el consejo de un viejo… perder el yacimiento de Loess sería el menor de tus problemas. Deberías considerar la posibilidad de dedicar una temporada al trabajo de campo y renovar tus contactos en persona. Si yo estuviera en tu lugar y quisiera volver a estar dentro del juego, saldría de esta oficina y regresaría a las excavaciones. Tu posición sería entonces inexpugnable.

Como Charlotte no dijo nada, Mead añadió:

—Pero si no lo deseas lo suficiente…

Charlotte callaba precisamente por eso, porque ya no sabía si lo deseaba lo suficiente. Y Mead estaba al tanto de sus dudas.

—Sé que no eres de las que hablan de su vida privada con sus compañeros de trabajo, pero me han contado lo que le pasó a tu novio. Es horrible.

Charlotte tuvo que hacer un esfuerzo para no quedarse boquiabierta. Aquello no tenía sentido; se suponía que Thaddeus Jeremiah Gilbert Tyler era un personaje ficticio que sólo existía en su mente y en la mente de la difunta Aurora.

—¿Qué te lo han contado? ¿Quién? ¿Cómo… ?

—Una de las enfermeras del hospital está casada con Thomas, del departamento de estadística. Cuando se enteró, nos lo contó a nosotros.

—Ah…

Charlotte se maldijo por haber cometido el error de dar muerte a su personaje en lugar de haber inventado una ruptura o cualquier otra cosa menos llamativa, que no hubiera despertado el interés de nadie.

Pero ya no tenía remedio.

—Con Aurora sabías que se iba a morir y tuviste la oportunidad de prepararte; pero lo de tu novio… No sé qué decir, Charlotte. Es algo verdaderamente terrible. Si necesitas descansar un poco, lo entenderemos de sobra.

—Gracias.

La voz de Charlotte sonó tan quebrada que el profesor retrocedió de repente, como si tuviera miedo de que rompiera a llorar. Pero no fue el único que se espantó ante esa perspectiva. Charlotte estaba tan sorprendida como él.

Lenta, muy lentamente, recobró la compostura. Echó los hombros hacia atrás, alzó la barbilla, sonrió y se recordó que era una Greenstone; todo lo que Aurora le había enseñado y dicho mil veces a lo largo de los años.

—Gracias, Harold. Agradezco sinceramente tu preocupación y tus consejos. Los agradezco de verdad, pero prefiero volver al trabajo.

 

 

Si Charlotte pensó que su conversación con Mead había resultado incómoda, se equivocó; a decir verdad, casi resultó agradable en comparación con la actitud de sus compañeros de trabajo, que la bombardearon con condolencias y palabras de pésame que, en muchos casos, ni siquiera sentían.

En cuanto pudo, se encerró en su despacho e intentó trabajar. Pero ni siquiera veía la pantalla del ordenador. Su sentimiento de pérdida era tan intenso y tan doloroso que no lograba concentrarse. Incluso pensó que debía resucitar a Gil e inventar después que la había abandonado o que ella lo había abandonado a él.

—¿Cómo te va? —preguntó una voz desde la puerta.

Era Millie, una buena amiga. Una amiga que merecía algo mejor que una historia completamente falsa.

—Tirando —respondió con una sonrisa débil—. Puedo asumir las condolencias por la muerte de Aurora, pero las de Gil me superan.

Millie se acercó y se sentó en el borde de la mesa.

—Bueno, ten en cuenta que la gente siente curiosidad… ¿Desde cuándo nos conocemos? ¿Desde hace dos años? Somos amigas, trabajamos juntas y no me habías dicho nada de ese hombre. Ni siquiera insinuaste que te hubieras comprometido. De hecho, no llevas anillo de compromiso.

—No era un asunto muy serio —respondió—. No era serio en absoluto.

—¿Cuánto tiempo llevabas con él?

—Una temporada. Gil era muy independiente, un aventurero… —afirmó, dejándose llevar por sus ensoñaciones—. Un hombre apasionado, lleno de vida, paciente…

—Y sexy.

—Sí, también.

Ella asintió.

—Empiezo a comprender que te gustara.

Charlotte sonrió con ironía.

—Bueno, ya da igual. Ha terminado.

—Qué extraño. Por tu forma de hablar, cualquiera diría que te sientes más aliviada que triste por su desaparición.

Charlotte decidió que debía cambiar de estrategia. Nadie entendería que sobrellevara tan bien la muerte del hombre que teóricamente había sido su novio.

—No, ni mucho menos.

—¿Tienes alguna fotografía suya?

—¿Cómo?

—Una fotografía. De tu prometido.

—Ah, sí, creo que tengo una en algún sitio… —mintió—. Pero no te preocupes por mí, Millie. Estoy bien. Digamos que exageré mi interés hacia Gil para que Aurora se sintiera mejor.

—Ah, comprendo… pero fuera como fuera vuestra relación, deberías concentrarte en los buenos tiempos que pasasteis juntos y olvidar el resto. Además, es natural que estés enfadada con él. A fin de cuentas, fue tan estúpido como para terminar de plato de unos caníbales. Debería haber sido más cuidadoso.

—No, no tengo derecho a estar enfadada. Es que han pasado tantas cosas últimamente…

—Lo sé. Y no deberías estar aquí. ¿Por qué no te marchas unos días de vacaciones, Charlotte? Ve a la playa, alquila una casa y descansa un poco. Concédete la oportunidad de llorar la pérdida de Aurora y de Gil.

Charlotte sacudió la cabeza.

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Porque necesito seguir ocupada. Porque necesito estar con gente, con las personas que conozco… aunque crean que soy una niña mimada que consiguió este trabajo por enchufe y que carece de las habilidades y de la inteligencia necesarias para ser arqueóloga.

—¿Quién ha dicho eso? —bramó Millie—. ¿Ha sido Mead? Maldito mal nacido…

Charlotte se sintió obligada a defender al profesor.

—No, Mead no ha dicho eso en absoluto. A decir verdad, ha sido extraordinariamente amable conmigo.

—No lo ha dicho, pero lo ha insinuado; ¿verdad? Lo conozco muy bien.

—Él no ha insinuado nada. Me temo que soy yo quien lo insinúa. Me siento muy insegura, Millie —le confesó—. Sólo sé que hoy necesito sentirme parte de una comunidad y que esta comunidad es la única que conozco. ¿Te parece extraño?

Millie sonrió con afecto.

—Ni mucho menos, Charlotte. Pero no te preocupes por eso; tendrás la comunidad que necesitas.

 

 

Millie Peters era una mujer de buen corazón. Durante el resto del día, hizo todo lo que estuvo en su mano para asegurarse de que Charlotte no se quedara sola. Al salir de trabajar, la mitad del departamento de arqueología se fue con ella al cine; y a la noche siguiente, Millie y su última conquista, Derek, la invitaron a cenar en un restaurante de la zona.

Derek, que trabajaba como constructor, había estudiado Geología e Historia en la universidad y ahora estaba estudiando Arqueología. Cuando entraron en el restaurante, Charlotte se acercó a la barra para pedir las bebidas y Derek y Millie se sentaron a una mesa.

—Creo que voy a pedir una chuleta de cerdo —dijo él.

—Si yo estuviera en tu lugar, me lo pensaría dos veces —dijo Millie—. Desde que esos indígenas se comieron al novio de Charlotte, no dejo de pensar en lo que se dice…

—¿A qué te refieres?

—A que la carne humana sabe a cerdo.

Derek miró a Millie con horror.

—Está bien. Entonces, tomaré pato.

—Buena elección. Deberías pedirlo estofado.

—¿Estofado? Sabes que lo prefiero asado —comentó con extrañeza—. Ah, ahora lo entiendo. No quieres que lo pida asado porque crees que esa tribu asó al tal Gil antes de comérselo. Pero es una tontería, Millie… además, es posible que lo cocieran.

—Tienes razón —murmuró—. Entonces, pide verduras.

Charlotte llegó a la mesa en ese momento. Aunque su amiga no lo imaginaba, había oído su conversación.

—¿Millie?

—¿Sí?

—Deja que el pobre Derek pida cerdo. Te aseguro que no me parecerá una metáfora de la muerte de Gil.

Derek la miró con humor y dijo:

—Sabía que tenías más sentido común que Millie.

Millie le dio un golpe con la carta del restaurante, molesta.

—¿Cómo era? —continuó Derek—. Tu prometido.

—Bueno, tenía una personalidad difícil de definir… pero si tuviera que resumir su carácter, diría que era muy apañado.

—¿Apañado? ¿En el sentido de que sabía arreglar enchufes? —ironizó Millie.

—Sí, supongo que habría sido capaz.

—Como todo el mundo —intervino Derek.

—No, no todo el mundo sabe hacer esas cosas.

—Y supongo que Gil también sería tan modesto como Derek —dijo Millie.

—¿Qué insinúas? Yo puedo ser muy modesto…

—No lo dudo en absoluto —comentó Charlotte, mientras miraba su camiseta desgastada y su pelo revuelto—. Gil también vestía como tú… era algo rústico y bastante informal. Siempre estaba preparado para cualquier cosa que pudiera surgir.

—La elegancia en el vestir está sobrevalorada —observó Derek—. Lo que importa es lo que está debajo de la ropa. Y ni tú ni nadie me vais a convencer de lo contrario.

—Ni te voy a convencer ni lo intentaría. Pero ya que mencionas lo que está debajo de la ropa, Gil tenía un cuerpo magnífico —bromeó Charlotte.

—A diferencia de otros —declaró Millie.

—Eh, nadie es perfecto —protestó Derek—. Sobre todo, a ojos de una mujer… Una mujer decidida y con motivos, tiene la habilidad de conseguir que las mejores virtudes de un hombre parezcan defectos. Y la mayoría de las veces, sus motivos pueden ser una cosa y su contraria.

—Vaya, vaya… —murmuró Charlotte—, por lo visto, has sufrido algún desengaño amoroso. Venga, cuéntanoslo.

—Nunca.

—Seguro que su madre fue demasiado crítica con él —se burló Millie.

—Soy huérfano. No llegué a conocer a mis padres. Me críe en una inclusa… y según la hermana Ramona, yo era el niño más feo del mundo.

—Eso explica muchas cosas —dijo Millie—. Aunque no explica cómo es posible que el niño más feo del mundo se convirtiera en un hombre tan atractivo. Bueno, si es que esos rasgos tan duros se pueden definir así.

—Gracias por el halago —dijo Derek.

—De nada.

Cuando pidieron la cena, Charlotte alzó su vaso y propuso un brindis.

—Por la maravillosa Aurora Herschoval —dijo—. Por la mejor madrina que una huérfana pudo tener.

—Y por Gil, ese hombre tan apañado —dijo Derek—. Porque en la otra vida, si es que la hay, demuestre tener más cerebro.

—¡Derek! —protestó Millie, horrorizada—. ¡No podemos brindar por eso!

—¿Por qué no? —preguntó Derek con expresión inocente—. Cariño, puede que fuera un hombre mañoso, atractivo, modesto y con el cuerpo del mismísimo Apolo, pero seamos sinceros… consiguió que se lo comieran.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

DURANTE las semanas siguientes, Charlotte se dedicó en cuerpo y alma al trabajo. Había considerado la posibilidad de dejar la oficina y volver al trabajo de campo, como había sugerido el profesor Harold Mead, pero no estaba segura de nada.

Sólo sabía que había heredado la fortuna de Aurora y su mansión del puerto de Sidney. Y que seguía atrapada en la historia ficticia de su amante muerto.

Se preguntó si sería demasiado tarde para confesar la verdad a Millie y al resto de sus compañeros. Pero no se atrevía. Una revelación como ésa, destrozaría su imagen profesional y personal. Se diría que era una niña mimada sin sentido de la responsabilidad; se diría que era una enchufada que había conseguido el puesto por los contactos de su madrina; incluso se diría que estaba loca.

—¡Charlotte!

Al oír la voz, se sobresaltó.

—¿Qué? ¿Cómo?

Era Millie.

—¿Qué ocurre? No me has oído entrar ni has oído que te llamaba.

—Lo siento… estaba pensando.

Millie frunció el ceño, preocupada. Tenía la impresión de que, últimamente, su amiga pensaba demasiado.

—¿Qué querías? —preguntó Charlotte.

Millie dudó un momento. Parecía incómoda.

—Cuando lo sepas, me vas a matar… —dijo con ansiedad.

—Oh, vaya.

—Sólo intentaba ayudarte.

—¿Ayudarme?

—Verás… envié un mensaje de correo electrónico al Research Institute de Papúa Nueva Guinea para ver si tenían una fotografía de Gil. Quería dártela para que te sintieras mejor; pensé que te gustaría tener algo tangible de él. Y como supuse que no me darían nada si firmaba con mi nombre, firmé con el tuyo.

Charlotte la miró con espanto.

—¿Y qué ha pasado?

—Una de las secretarias me respondió y me dijo que intentaría encontrarla. Después, preguntó si quería que la enviara a tu dirección de la universidad y yo dije que sí.

—¿Y?

—Que acaba de llegar una caja con membrete de Papúa Nueva Guinea. Sospecho que son los efectos personales de Gil.

Charlotte parpadeó.

—¿Sus efectos personales?

Millie asintió.

—Te prometo que sólo le pedí una fotografía; ni siquiera insinué que quisieras sus cosas… Además, no se me habría ocurrido. Supuse que Gil tendría familia y que se las enviarían a sus padres.

—Ya —dijo, atónita.

—Tú tienes la dirección de sus padres, ¿verdad?

—¿Cómo? Sí, sí, claro…

—¿Qué quieres que haga con la caja? ¿La subo a tu despacho o la llevo a tu coche? Ahora mismo está en la escalera de la planta baja.

Charlotte volvió a parpadear.

—Será mejor que le eche un vistazo.

Durante el corto trayecto hasta la planta baja, Charlotte intentó calmar su inquietud. Aquello era absurdo. No podían ser los efectos personales de su amante. Gil no existía. Era pura invención.

Al ver la caja, soltó una risita nerviosa.

—Bueno, ¿dónde quieres que la ponga? —preguntó Millie.

—Pensándolo bien, debería llevarla a mi despacho. Pero parece pesada y en este edificio no hay ascensor… ¿cómo la vamos a subir?

—No te preocupes por eso. Iré a buscar a Derek.

Charlotte, que no podía apartar la vista de la caja, murmuró:

—Gracias, Millie.

 

 

Al cabo de un rato, la caja estaba en el despacho de Charlotte. Pero ni Millie ni Derek se quedaron para ver su contenido; de hecho, huyeron a toda velocidad.

Al principio, Charlotte intentó resistirse a la tentación de abrirla. Lo intentó y fracasó, porque necesitaba saber qué efectos personales podía haber encontrado el Research Institute de Papúa Nueva Guinea.

Alcanzó unas tijeras, cortó la cuerda que la cerraba y la abrió.

Lo primero que vio fue un traje de hombre; un traje tan elegante como caro, de los que no se arrugaban nunca y no había que llevar a la tintorería. Era grande y de color marfil.

Lo segundo, fue un sombrero estilo Indiana Jones. Tenía tan mal aspecto como si una manada de elefantes lo hubiera aplastado y después lo hubieran arrastrado por un camino.

A continuación, descubrió unos vaqueros desgastados, varios calcetines gordos y unas botas de cuero.

Bajo la ropa había libros de botánica, periódicos, varias carpetas con informes de todo tipo y un ordenador portátil, además de algunos dispositivos USB y un reloj de pared que no tenía la hora correcta.

No encontró ninguna fotografía; pero encontró una placa en el fondo de la caja, la típica placa que se ponía en las puertas. Estaba a nombre del doctor G. Tyler y era de fondo blanco y letras negras.

Charlotte retrocedió, se pasó una mano por el pelo y miró los objetos que acababa de sacar. No necesitaba ser un genio de la Arqueología para saber lo que le habían enviado. Eran los objetos del despacho de un hombre.

 

 

No debía dejarse llevar por el pánico.

Obviamente, alguien había cometido un error y le había enviado las pertenencias de un tal G. Tyler, quien sin duda alguna se llevaría un disgusto cuando regresara a su despacho y descubriera que habían terminado en manos de una tal Charlotte Greenstone.

Pero las pertenencias se podían devolver. Sólo tenía que meterlas otra vez en la caja y enviárselas de vuelta con una nota de disculpa por el error.

Ya se disponía a encender el ordenador portátil para buscar su dirección de correo y advertirle de lo sucedido, cuando pensó que aquel hombre podía estar muerto.

—No, yo no deseé tu muerte, sino la de Gil… —murmuró—. Por favor, no te mueras. Te prometo que te devolveré tus cosas. Y si ya te has muerto, te prometo que se las enviaré a tu familia y que…

Justo entonces, cayó en la cuenta de algo espantoso. Vivo o muerto, G. Tyler también podía estar casado y tener hijos. Si se llegaba a conocer la historia que ella había inventado para tranquilizar a su madrina, la gente pensaría que aquel hombre perfectamente inocente había estado engañando a su mujer.

—No te preocupes —añadió, desesperada—. Lo aclararé todo. Te prometo que lo solucionaré. Te lo prometo.

 

 

Greyson Tyler podía ser un hombre razonable. Comprendía lo que costaba trabajar in situ en yacimientos lejanos, así que toleraba cierto grado de ineficacia y presionaba a la gente o les concedía libertad de acción según las circunstancias.

Además, Greyson Tyler era un hombre paciente. Trabajaba de forma metódica, sin desesperarse, y al final conseguía lo que quería. Siempre obtenía resultados. De un modo u otro.

Sabía que había tentado a la suerte cuando guardó sus cosas en una caja para que las enviaran a Australia. Tendría que haberla llevado personalmente a la oficina de Correos, pero había encargado la tarea a Mariah, la última de una larga lista de secretarias temporales.

Mariah no era puntual, pero tenía talento para su trabajo. Hasta era posible que algún día se convirtiera en una administrativa medianamente decente.

Greyson le dejó una nota con todos los detalles que necesitaba para enviar la caja y se marchó a trabajar a uno de los bosques del río.

Tremendo error.

Mariah había llevado la caja a la oficina de Correos que le había indicado, pero aseguraba que no le había dejado la dirección de destino. Y cuando recibió un mensaje de su prometida, donde le pedía una fotografía de él, pensó que el problema estaba resuelto y le envió la caja con sus pertenencias.

Sólo había un problema: que ni él estaba saliendo con nadie ni se había comprometido con nadie.

Pero Greyson tampoco perdió la calma en ese caso. Pidió a Mariah la dirección de su supuesta prometida y llamó por teléfono a la Universidad de Sydney, donde le dieron el número de su despacho.

Por lo visto, se llamaba Charlotte Greenstone y era profesora adjunta del departamento de Arqueología.

Greyson estaba dispuesto a ser amable con ella. Suponía que Greenstone tendría un novio que se apellidaba como él y que todo había sido un error lamentable. Sólo quería que le devolviera sus cosas. Y si no habían llegado aún, las recogería él mismo cuando volviera a Australia.

A fin de cuentas, acababa de terminar su investigación. Después de tres años de trabajo, estaba a punto de subirse un avión y volver a Sidney. De hecho, su vuelo despegaba al día siguiente.

Cuando llegara a la ciudad, recogería la caja, iría al catamarán que lo esperaba en el río Hawkesbury, al norte de Sidney, encontraría una caleta tranquila donde poder echar el ancla y se dedicaría a analizar los datos del yacimiento.

Su catamarán era muy marinero y tenía todo lo que Greyson necesitaba.

Por fin, descolgó el auricular del teléfono y marcó el número de Charlotte Greenstone. Saltó un contestador y una voz cálida y sorprendentemente juvenil le pidió que dejara un mensaje y anunció que le devolvería la llamada cuando volviera.

Sabía que en Sidney eran las seis y media de un viernes por la tarde. Había grandes posibilidades de que la profesora adjunta se hubiera marchado a casa y no oyera el mensaje hasta el lunes. Pero para entonces, él ya estaría en Sidney.

Por suerte, Greenstone se había tomado la molestia de incluir su teléfono móvil al final del mensaje del contestador. Greyson apuntó el número y la llamó inmediatamente. No se quería arriesgar a que devolviera sus cosas durante el fin de semana.

Esta vez, la profesora contestó en persona. Tenía una voz suave y aterciopelada. La clase de voz que podía estremecer a un hombre y recordarle el tiempo que había transcurrido desde la última vez que había hecho el amor.

Carraspeó y se intentó recordar que, por muy juvenil que fuera su voz, Charlotte Greenstone debía tener la edad de su madre. En Australia, el cargo de profesor adjunto no se conseguía en dos días.

—¿Profesora Greenstone? Soy Grey Tyler; el doctor Grey Tyler. La llamo desde Papúa Nueva Guinea.

Ella se quedó sin habla.

—No nos conocemos —continuó él—, pero espero que me pueda ayudar.

Greyson le habló con toda la calidez de la que era capaz. Su madre habría estado orgullosa de él. E indudablemente, Charlotte Greenstone quedaría impresionada.

—Me alojo en Port Moresby, pero paso mucho tiempo en el interior porque soy botánico —explicó—. Acabo de volver y me han dicho que le han enviado mis pertenencias por error.

—Sí —dijo ella—. Es verdad… sus pertenencias han llegado hoy mismo, doctor Tyler. ¿No ha recibido mi mensaje de correo electrónico?

—¿Su mensaje?

—Le escribí esta mañana. Supongo que el portátil de la caja es suyo, pero supuse que recogería el correo en otro ordenador y lo encendí para buscar su dirección.

—¿Ha usado mi ordenador? ¿Cómo es posible? No se puede utilizar sin saber la contraseña, y se supone que es un sistema de máxima seguridad.

—Cuando me salió la pantalla de la contraseña, pedí ayuda a uno de nuestros informáticos. Tiene mucho talento —respondió ella—. Pero no se preocupe; sólo accedimos al programa de correo para conseguir su dirección.

—No me lo puedo creer. Ha usado mi ordenador… —insistió él, perplejo.

—Doctor Tyler, ¿por qué no me dice adónde quiere que le envíe la caja? —preguntó ella, impaciente.

—A ninguna parte; no la envíe a ninguna parte. Pasaré a recogerla el lunes.

Por algún motivo, a Charlotte Greenstone no le hizo ninguna gracia que Grey Tyler pasara por su despacho.

—¿Qué ha dicho?

—Lo que ha oído. Que pasaré el lunes por la mañana.

—No, no, eso no es posible. El lunes por la mañana no me viene bien.

—Pues dígame cuándo le viene bien. Necesito mis pertenencias, profesora. Tengo mucho trabajo que hacer.

—¿Estará en Sydney el domingo?

—Sí, supongo que sí.

—Entonces, mañana pasaré por la oficina y llevaré la caja a mi domicilio. Puede pasar a buscarla el domingo; pero si prefiere que se la envíe a alguna parte, no hay problema. ¿Le parece bien?

Greyson pensó que era una mujer muy resuelta.

—Me parece perfecto. Pasaré a recogerla.

Charlotte le dio su dirección y quedaron a una hora.

Cuando colgó el teléfono, Greyson seguía escuchando el sonido de su voz. Un sonido que no pudo olvidar.

 

 

—No te agobies —se dijo Charlotte a sí misma por enésima vez.

Era la mañana del domingo y estaba en la mansión de Aurora porque aquella era la dirección que le había dado a Grey Tyler.

Por los informes de la caja, Greyson Tyler era un botánico especializado en el control del consumo de agua. Sus carpetas estaban llenas de trabajos que no se había molestado en enviar a las publicaciones del sector. Y eran trabajos de una enorme calidad.

Charlotte supuso que alguna vez, en algún momento del pasado, habría leído uno de sus artículos y se habría quedado inconscientemente con su nombre. Eso explicaría la casualidad de haber elegido Tyler como apellido de su personaje imaginario, aunque cambiando Greyson por Gilbert. Al fin y al cabo, Greyson era un nombre con demasiado carácter para ser un amante, ficticio o real.

Pero eso carecía de importancia. En poco tiempo, la caja habría desaparecido y con ella también desaparecería el personaje de Gil. No volvería a cometer el error de inventarse un novio en toda su vida.

—Lo juro —dijo en voz alta.

Por fin, llamaron a la puerta. El timbre sonó dos horas después de lo que esperaba, pero no le importó en absoluto. Por un lado, la mansión de Aurora estaba impecable, sin una mota de polvo; por otro, el doctor Greyson Tyler le había evitado el horror de presentarse el lunes por la mañana en su oficina y condenarla a la humillación de confesar que su supuesto novio, Gil Tyler, era una invención.

Abrió la puerta y se encontró mirando un pecho increíblemente ancho y fuerte. Sorprendida, alzó la cabeza lentamente y lo miró a la cara.

Era una cara de facciones duras, ni demasiado juvenil ni demasiado madura. Unas cejas negras enmarcaban dos ojos de color café cortado, pero con poca leche. Su cabello estaba entre el color de las cejas y el de los ojos. Tenía una estructura craneal casi perfecta, y una boca tan bonita que no se habría cansado de mirarla.

Sin embargo, mantuvo la compostura. Dio un paso atrás y sonrió.

—He venido a ver a la profesora Greenstone.

Su voz era tan atractiva como todo lo demás. Una voz profunda y ligeramente seca. Una voz capaz de hacer soñar a cualquier mujer.

—Sí, soy yo. Y usted es el doctor Tyler, supongo…

—En efecto —declaró él, entrecerrando los ojos—. Es muy joven para ser profesora adjunta en una universidad.

—Mis padres eran arqueólogos. Además, me crié con mi madrina, que también era arqueóloga… Antes de cumplir seis años, ya lo sabía todo sobre mi profesión —explicó—. Crecí en yacimientos remotos, comiendo en mesas de campaña cubiertas de mapas.

—Una infancia muy interesante —comentó.

—A mí me lo pareció —dijo en voz baja.

Mientras hablaban, Charlotte pensó que su cara le sonaba mucho y se preguntó dónde la habría visto. Quizás, en una revista especializada en los científicos más atractivos del universo.

Y entonces, se acordó.

Un día, mientras acompañaba a Aurora en la habitación del hospital, alcanzó un ejemplar de la revista New Scientist y le echó un vistazo. Uno de los artículos hablaba de Greyson Tyler e incluía una fotografía suya como soporte gráfico.

Al final resultaba que Gil Tyler, su personaje ficticio, no era producto de su imaginación. Lo había creado a partir de las virtudes de su propio padre y de la descripción física del doctor Greyson.

—Su caja está en el vestíbulo —dijo ella mientras abría la puerta de par en par—. La he cerrado con celofán, pero si quiere abrirla para comprobar que están todas sus pertenencias, lo entenderé de sobra.

El buen doctor entró en la casa y miró la caja.

—Bueno, quería decir que la caja contiene todo lo que contenía cuando la enviaron a mi despacho. Si falta algo, le aseguro que no ha sido cosa mía —puntualizó ella—. Lamento terriblemente lo sucedido.

Greyson Tyler la observó con detenimiento y se metió una mano en el bolsillo de los pantalones, tensando la tela sobre ciertas partes que Charlotte no pudo dejar de admirar. Cuando cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo, apartó la vista.

—Me han dicho que su prometido está en Papúa Nueva Guinea y que se apellida igual que yo —dijo él.

Greyson sacó un papel del bolsillo y se lo dio. Era una copia impresa del mensaje de correo electrónico que Millie había enviado a Papúa en su nombre.

—Sé que el mundo es un pañuelo, sobre todo para los científicos —continuó Greyson—. Pero me tomé la molestia de investigar un poco y no he encontrado ninguna referencia a Gilbert Tyler. Su nombre no aparece en los archivos.

—Oh, bueno, es más complicado de lo que parece… Incluso ese mensaje lo es. Lo envió Millie, una de mis colegas, en mi nombre; lo hizo con la mejor de sus intenciones, pero sin informarme antes. Ella no podía saber que la información que tenía sobre mi prometido era ligeramente incorrecta.

—¿Hasta qué punto era ligeramente incorrecta?

—Bueno, en una escala de uno a diez, donde el uno sería la verdad absoluta y el diez una mentira tan gigantesca como piadosa…

—¿Sí?

—Diez.

—Comprendo —dijo—. ¿Y por qué mintió?

Charlotte pasó a su lado, salió al exterior y se detuvo en el pórtico de la mansión, donde admiró los jardines.

—Mi madrina se estaba muriendo —declaró con una voz sorprendentemente firme—. Aurora era mi única familia. Sabía que me quedaría sola cuando ella muriera y estaba muy preocupada, así que me inventé un prometido inexistente. Un botánico que trabajaba en Papúa Nueva Guinea y que se llamaba Thaddeus Jeremiah Gilbert Tyler.

—¿Thaddeus? ¿Se inventó un novio ficticio y lo llamó Thaddeus?

—Bueno, tenga en cuenta que se me ocurrió a las tres de la madrugada… no pensaba con mucha claridad.

—No, ya veo que no. Pero siga, por favor.

—Aurora duró un mes más. Y Gil pasó a ser una referencia habitual en nuestras conversaciones.

—¿Gil?

—Sí, Thaddeus —contestó—. Tiene razón con lo del nombre… era tan rimbombante que cambié un poco la historia. Le dije que nadie lo llamaba Thaddeus; salvo su madre, claro, cuando estaba enfadada con él. Pero yo lo llamaba Gil.

—Continúe.

—No hay mucho más que decir —murmuró, sacudiendo la cabeza—. Aurora falleció y dos días más tarde me libre de mi amante ficticio por el procedimiento de decir que también había muerto. Desgraciadamente, uno de mis compañeros de trabajo se enteró y aumentó el tamaño de la bola de nieve… Ahora, la gente cree que he perdido a mi madrina y a mi prometido al mismo tiempo. Millie escribió a Papúa para pedir una foto de Gil, pensando que querría tener un recuerdo suyo.

—¿Y entonces?

—Alguien de Papúa me envió una caja con sus pertenencias. Eso es todo —contestó Charlotte—. Pero le aseguro que normalmente no soy tan…

—¿Loca? ¿Irresponsable?

—Como ya he dicho, todas sus pertenencias están en la caja —murmuró ella—. Si quiere, le pagaré por las molestias de venir a Sidney y le reembolsaré el precio de su billete de avión. En cuanto a la historia, mañana mismo hablaré con mi jefe y mis colegas de trabajo y les diré la verdad. No se preocupe, su reputación no sufrirá daño alguno por mi culpa. Sólo espero que no esté casado…

—No lo estoy.

—Excelente.

A Greyson le habían contado historias aún más absurdas que la de Charlotte, pero no sabía si disculparla y mostrarse amable con ella o estrangularla allí mismo.

—Perdóneme un momento —dijo él.

Se acercó a la caja, arrancó el celofán y la abrió. A continuación, sacó la ropa y la tiró a un lado como si no tuviera importancia para él.

Todos sus trabajos y sus investigaciones estaban en las carpetas, donde las había dejado. También estaban el ordenador portátil, sus libros y publicaciones de referencia y los dispositivos.

—¿Falta algo? —preguntó ella, angustiada.

Por su tono de voz, Grey supo que la profesora adjunta Charlotte Greenstone comprendía su preocupación ante la posibilidad de haber perdido parte de su trabajo.

—No, no falta nada —respondió en voz baja—. De hecho, acabo de decidir que no la voy a estrangular.

—Es un hombre muy generoso…

—Lo sé.

—Y humilde.

—No se exceda con los halagos —le advirtió, a sabiendas de que su comentario había sido irónico.

—Iré a buscar más celofán a la biblioteca.

Grey no se sorprendió por el comentario; una mansión tan grande como ésa debía de tener biblioteca, sala de billar, sala de música, una pista de tenis, una piscina y un gimnasio por lo menos. Pero era obvio que no podía haber comprado esa casa con el sueldo de profesora de la universidad. Y tampoco podía ser una novelista famosa, porque ninguna novelista habría llamado Thaddeus a su amante imaginario.

Sólo quedaba una opción. La había heredado.

—No se preocupe por eso; si quiere preocuparse, piense en cómo van a reaccionar sus compañeros de trabajo cuando sepan que su prometido era un personaje ficticio. ¿Es consciente de que puede dañar gravemente su reputación personal y profesional? Si es que tenía una reputación, claro.

Charlotte lo miró con ira, pero se mordió la lengua.

Grey pensó que tenía carácter. A decir verdad, no había nada frágil en aquel cuerpo esbelto y de curvas generosas, ni en su cabello negro y rizado que se había recogido en una coleta, ni en su cara preciosa y de piel clara, ni en sus ojos grandes de pestañas enormes, ni en su boca de libertina.

—¿Seguro que es arqueóloga?

—Por supuesto que lo soy; pero si tenía intención de compararme con la protagonista de cierta película llamada Tomb Raider, ahórrese la molestia —le advirtió—. Me lo han dicho muchas veces.

Greyson no dijo nada. Se limitó a levantar la caja.

—¿Necesita algo más antes de marcharse? —preguntó ella—. Si quiere algo de beber para el camino o una indicación sobre la forma de llegar a alguna parte…

—¿Cómo murió?

—¿Qué?

—Su prometido imaginario. ¿Cómo murió? —repitió.

—De forma heroica —respondió, sin querer entrar en detalles escabrosos—. Es lo menos que podía hacer.

—¿Le han dicho alguna vez que su concepto de la realidad es algo extravagante?

—¿Le parece extraño en una arqueóloga? —ironizó ella—. Yo diría que eso forma parte de mi trabajo.

Él sonrió por primera vez. Y a Charlotte le pareció una sonrisa tan atractiva, seductora y tan intensa que llegó a la conclusión de que Greyson Tyler era un hombre mucho más peligroso que Gil.

—Bueno, si no quiere nada más… —añadió, nerviosa.

—Me avisará si recibe más cosas mías, ¿verdad?

—Por supuesto.

Los ojos de Grey se clavaron brevemente en los labios de Charlotte. Ya no brillaban con humor, sino con un calor profundo.

—¿Se va a quedar mucho tiempo en Sidney? —preguntó ella—. ¿Puede darme un número de teléfono o una dirección donde lo pueda encontrar, llegado el caso?

—Sí, me voy a quedar una temporada. Y sí, tengo un número de teléfono y una dirección —respondió—. Pero este asunto en el que se ha visto envuelta…

—¿Qué asunto?

—El del prometido imaginario, desde luego. El de la mentira que siguió creciendo.

—Ah, ese asunto.

—Hay una forma de solucionar el problema sin necesidad de que confiese la verdad. Usted quedaría en deuda conmigo, pero sería poca cosa en comparación… Además, también se me ocurre una forma relativamente inocua de que me pague el favor.

—¿Qué me está sugiriendo?

—La resurrección.

—¿Cómo?

—Usted no es la única persona que tiene un ex prometido por ahí. Pero a diferencia del suyo, la mía es real, sigue viva y se lleva muy bien con mis padres desde su infancia; en cierto sentido, es la hija que mi madre no llegó a tener.

—¿Quién rompió el compromiso? ¿Usted? ¿O ella?

—Yo.

—¿Por qué? ¿Es que le partió el corazón?

Él la miró con escepticismo.

—¿Tengo aspecto de que me hayan partido el corazón?

—No sabría decir. No lo conozco lo suficiente, señor Tyler.

—Pues no hay mucho que contar. Nuestro compromiso fue un error desde el principio. Sarah busca un hombre convencional, uno que tenga domicilio fijo y que esté dispuesto a sentar la cabeza.

—Comprendo.

—Como tal vez imagine, ese hombre no soy yo. Y dudo que lo pueda llegar a ser. Pero Sarah y mis padres se han confabulado para que retomemos nuestra relación donde la dejamos.

—Pues niéguese. Es un hombre adulto, no un niño.

—Ya me he negado, pero no me creen. No quieren creerme… y me estoy quedando sin formas amables de rechazarlos —explicó—. Usted y yo nos podríamos ayudar mucho.

—¿Cómo?

—Necesito que una mujer me acompañe a la barbacoa familiar del fin de semana que viene. Preferiblemente, una mujer que comparta mi forma de vida y que me aprecie por lo que soy y por lo que le puedo dar de verdad… un espíritu libre que me ayude a convencer a Sarah y a mis padres de que a veces hay que olvidar y seguir adelante. A cambio de su colaboración, yo me convertiría en su prometido imaginario. Así no tendría que admitir que ha mentido.

Charlotte dudó. Era una idea conveniente para los dos, pero no le gustó nada. Tendría que enfrentarse a la ex de Greyson y fingirse enamorada de él.

—¿Está seguro de que no pueden arreglar sus diferencias con una simple conversación en privado? No sé, quizás debería ser menos amable con ella.