El hombre que odié - Una novia de diseño - Kelly Hunter - E-Book

El hombre que odié - Una novia de diseño E-Book

KELLY HUNTER

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Beschreibung

Ómnibus Julia 462 El hombre que odié Kelly Hunter ¿Una aventura con el hombre al que odio con todo mi corazón? Tres razones para mantenerme alejada de Cole Rees... 1: Mi madre tuvo una tórrida aventura con su padre. ¿Os imagináis lo incómodo que resultaría eso de conocer a la familia? 2: Su arrogancia me irrita profundamente. Tal vez sea un guapo multimillonario, pero odio el hecho de que sea tan consciente de ello. 3: Cada vez que me toca, me consumen las llamas del deseo. Esto me resulta completamente aterrador. Una novia de diseño Teresa Hill ¿Se convertiría su representación teatral en una historia real? La diseñadora de vestidos de novia Chloe Allen lo tenía todo: su primera clienta famosa, su primer desfile en Nueva York, incluso estaba felizmente comprometida, eso sí, por tercera vez, aunque ¿quién llevaba la cuenta? Y de repente una pelea en la pasarela, para deleite de la prensa, reveló que su novio la engañaba. Para su profesión, ser considerada maldita para el amor era como una condena a muerte. Mientras las novias se afanaban en devolver los vestidos diseñados por Chloe, su segundo prometido acudió a su rescate. El financiero James Elliott no podía permitir que la integridad de Chloe, ni su inversión secreta en el negocio, peligraran…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 462 - noviembre 2023

© 2011 Kelly Hunter

El hombre que odié

Título original: The Man She Loves To Hate

© 2011 Teresa Hill

Una novia de diseño

Título original: His Bride by Design

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011 y 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1180-509-4

Índice

Créditos

El hombre que odié

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Una novia de diseño

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro...

Prólogo

HANNAH, espera! Jolie Tanner salió del jardín de su casa y cerró la puerta de la verja a sus espaldas. Entonces, echó a correr para alcanzar a su amiga. Normalmente, Hannah la llamaba cuando pasaba por su casa, o ella la esperaba en el escalón. No había reglas fijas, pero llevaban yendo juntas al colegio desde la guardería y, a menos que una de ellas estuviera enferma, la rutina se repetía día tras día. —¡Han! Sin embargo, Hannah no se detuvo. Ni siquiera se dio la vuelta. Siguió andando sin mirar atrás.

Aquel día la acompañaba Cole, lo que resultaba algo extraño. Cole era el hermano mayor de Hannah. Mayor, con sus diecisiete años, alto y fuerte y ya en el último año de instituto. Guapo y muy popular. Tenía el cabello negro, algo largo, piel olivácea y ojos verdes enmarcados por negras pestañas. Cole superaba a cualquier estrella de Hollywood con su físico. Hannah adoraba a su hermano. Y Jolie lo adoraba también, aunque su adoración había empezado a teñirse de un sentimiento que no era capaz de describir. Había empezado a notar que le faltaban las palabras cuando él estaba delante y no sabía ni dónde mirar ni lo que hacer. Hannah se había dado cuenta y había empezado a gastarle bromas a su amiga por las estúpidas reacciones que tenía cuando Cole estaba delante.

¿Era ésa la razón por la que Hannah no se volvía? Jolie sabía que Cole era demasiado mayor para ella, demasiado todo para ella. Además, él jamás la miraría de aquella manera. Era tan sólo una fase por la que estaba pasando. Eso era lo que su madre le había dicho cuando Jolie le había contado, más o menos, lo que le pasaba últimamente cuando estaba con Cole Rees. Rachel Tanner había sonreído y le había dicho que ya se le pasaría.

La atracción que sentía por Cole Rees no era nada por lo que debiera preocuparse. Era tan sólo una fase.

—Hannah, espera...

Tras colocarse más firmemente la mochila sobre el hombro, echó a correr para alcanzar a su amiga.

—Sigue andando —le dijo Cole.

—Pero, ¿qué le digo? —preguntó Hannah—. Cole, es mi mejor amiga. ¿Qué le digo?

—Nada.

—¿Crees que lo sabe?

—¿Y cómo voy a saberlo yo?

Cole ya no sabía nada. Había pensado que el matrimonio de sus padres era sólido. No era maravilloso, pero sí al menos sólido. Había pensado que su padre era un santo. La realidad lo había golpeado con dureza. Su padre llevaba más de un año teniendo una aventura con la madre de Jolie Tanner. Lo había admitido la noche anterior, después de una acalorada discusión, y quería divorciarse. Él y Hannah estaban arriba, en sus dormitorios, pero lo habían oído todo. Las acusaciones, la admisión y, luego, las lágrimas.

Hannah se volvió a mirar a su amiga y Cole siguió andando.

La pequeña Jolie Tanner era sólo una niña, pero ya era una belleza. Tenía el cabello del color del fuego y unos enormes ojos grises que parecían captarlo todo. Su madre era una de las mujeres más hermosas que Cole había visto y Jolie no le andaría a la zaga. Sólo necesitaba tiempo.

De repente, Jolie apareció junto a ellos en el sendero. Los grandes ojos grises le relucían y la coleta con la que llevaba recogido el rojizo cabello se movía como un muelle.

—Hannah, ¿has hecho los deberes para el examen?

Hannah no respondió. Suplicó a su hermano con la mirada de tal manera que él deseó estar en otra parte, en donde fuera menos allí.

Jolie había entrado y salido de su casa desde que era muy pequeña. No era pariente de Cole, pero formaba parte de su vida, una parte que había dado por sentada, una parte a la que había estado acostumbrado. Era la mejor amiga de Hannah. Divertida. Inquieta. Siempre escribiendo en una pequeña libreta que jamás le mostraba a nadie. Él le había preguntado en una ocasión que era lo que contenía. Hannah le había respondido que dibujos, por lo que, entonces, él había tenido que preguntarle lo evidente. ¿Qué clase de dibujos?

Hannah había respondido que eran dibujos de todas clases. Animales, personas, colores... Lo dibujaba todo.

A Cole aquella respuesta le había resultado fascinante. —Han —volvió a susurrar Jolie—. ¿Has hecho los deberes?

Hannah negó con la cabeza. Entonces, la bajó y siguió andando. La noche anterior no se habían podido hacer muchos deberes en la casa de los Rees.

Cole miró a Jolie y vio la expresión de asombro y sufrimiento en los ojos de la muchacha. Con tristeza, bajó la cabeza y siguió andando. Rápida. Silenciosamente. Tratando de fingir que la pequeña Jolie Tanner no avanzaba a su lado, tratando de mantener el paso con ellos y preguntándose qué demonios les ocurría.

Así fue como los tres llegaron al instituto. Cole odió cada paso que dieron.

Ocurría algo. Algo terrible. Hannah se negaba a hablarle. Cole no le había hecho ni caso y había desaparecido en cuanto llegaron al instituto. Jolie había esperado que, cuando él se marchara, su amiga pudiera tener más que decir.

Sin embargo, Hannah ni la miraba.

—Hannah, ¿qué es lo que ocurre? —le preguntó Jolie—. Dime algo.

—Ya no puedo ser tu amiga —respondió ella con voz ahogada. Jolie se acercó un poco más y vio que estaba llorando.

—¿Cómo? —repuso Jolie. Los latidos del corazón se le habían acelerado—. ¿De qué estás hablando, Hannah?

Hannah se marchó corriendo sin responder en dirección a la clase. En el recreo, Sarah tampoco hablaba a Jolie.

A la hora de comer, ni una de las chicas con las que Jolie y Hannah solían juntarse le dirigía la palabra. Jolie no comprendía nada. Fue a buscar a Cole y, por fin, lo encontró saliendo de la biblioteca. Afortunadamente, iba solo. Él la vio y trató de darle esquinazo.

—Cole —dijo ella andando tan rápido como él—. A Hannah le pasa algo. No me habla. Está llorando, Cole. Está muy disgustada. ¿Qué es lo que está pasando? —añadió. Le colocó la mano sobre el brazo para detenerlo y se quedó atónita al ver que él lo apartaba violentamente—. Por favor... Yo sólo quiero saber qué es lo que pasa.

—Pregúntale a tu madre —replicó él con voz dura y defensiva—. Y no me toques.

Jolie se sonrojó vivamente y se colocó la mano a la espalda.

—No te tocaré. Lo siento. No quería hacerlo —susurró. Cuando él la miró, ella volvió a suplicar—. Por favor, Cole, yo sólo... Hannah me odia y no sé por qué. Hannah, Sara y ahora también Evie y Bree. Ni siquiera me hablan.

—¿Y a mí qué me importa? —repuso él por fin—. ¿Por qué tendrías que importarme lo más mínimo tú y tus problemas? Sólo quiero que te mantengas alejada de Hannah y de mí.

—¿Por qué? —susurró ella conteniendo los deseos de salir huyendo—. Cole, no sé qué es lo que pasa. Cole, por favor... ¿Qué es lo que he hecho mal?

Capítulo 1

Diez años más tarde...

Por lo que se refería al nivel de dificultad, era como si Jolie Tanner estuviera cargando con un cadáver. Sin embargo, no podía hacer nada más, por lo que tiró y tiró hasta que, por fin, consiguió colocar la caja sobre el trineo y atarla para que no se moviera. ¿Qué importaba que las cajas de cartón no estuvieran diseñadas para un tratamiento tan brusco? Aquélla no tenía elección.

Había llegado el momento de marcharse, pero Jolie se volvió hacia la cabaña. Sus pesadas botas de nieve se agarraron al resbaladizo escalón y, entonces, ella agarró la puerta y la cerró con llave. En la cabaña todo estaba en orden. Limpio, ordenado y completamente impersonal. Misión cumplida.

Se subió al asiento de su vehículo de nieve y se dirigió al teleférico. Entonces, al llegar allí, detuvo el vehículo y bajó de nuevo la caja del trineo. Hizo un gesto de dolor cuando no tuvo más remedio que volver a golpear duramente la caja. Después, volvió a montarse en el vehículo y se dirigió a la torre de control para aparcarlo en su sitio, al lado de la puerta.

El vehículo de nieve era de Hare. También lo era el pesado abrigo que él había insistido en que ella se pusiera antes de que le permitiera dirigirse a la cabaña. La radio que llevaba en el bolsillo le pertenecía a él también. Había cobrado vida hacía unos minutos para permitir que Hare, desde su puesto de jefe de pista, le dijera que se diera prisa porque el tiempo estaba empeorando, el último teleférico que bajaba de la montaña iba a salir en cinco minutos y esperaba que ella estuviera dentro.

Tras dejar todo en su sitio, desató el trineo y lo guardó en el compartimiento correspondiente. Hare insistía mucho en el orden a todos sus empleados. Si todo no estaba en su sitio, corrían el riesgo de que él los despidiera de Silverlake Mountain y que tuvieran que trabajar en los bares, restaurantes y albergues de esquí de Queenstown.

—¿Está hecho todo? —le preguntó Hare cuando ella entró en la sala de control y cerró la puerta.

—Todo hecho —respondió Jolie tras dejar las llaves del vehículo de nieve en el llavero que había al lado de la puerta y la radio en el cargador. Se sacó las llaves de la cabaña del bolsillo y se las ofreció a Hare. Que ella supiera, aquéllas no se colgaban en ningún sitio—. Mi madre me dijo que te diera éstas también.

Hare se limitó a frotarse uno de los brazos en vez de tomar las llaves, por lo que Jolie las dejó sobre la mesa. Francamente, no quería volver a verlas. Y no podía culpar a Hare porque le ocurriera lo mismo.

—Francamente, eso que hacían, jamás me pareció bien —musitó Hare.

—Sí, bueno, no eres el único.

Una verdad por otra y sólo porque se trataba de Hare. Todos los demás se encontraban con un silencio hostil y desafiante, un mecanismo de defensa que había desarrollado en su adolescencia.

—Pero ya ha terminado todo—añadió.

La muerte solía terminar con muchas cosas.

—¿Cómo está tu madre? —le preguntó Hare—. ¿Está en el entierro?

—No —respondió Jolie muy cansada—. Por supuesto que no. Ha ido a darse un paseo por las orillas del lago Wanaka. Creo que se va a despedir de él allí.

—¿Va a trabajar esta noche en el bar? —quiso saber Hare. Jolie asintió.

—Sí. Estás invitado a pasarte y a tomarte una copa en honor al muerto esta noche. Discretamente, por supuesto, pero paga la casa. Es la única manera de despedirse cuando uno no se puede despedir oficialmente.

—Ella lo quería mucho —dijo Hare—. Eso hay que admitirlo.

—Lo sé. Es que...

La amargura no le sentaba bien. Jolie trataba de evitarla a toda costa. Sin embargo, se había pasado toda una tarde retirando las pistas del paso de su madre por la vida de James Rees y recordando exactamente todas las cosas a las que su madre había renunciado por él y lo que había recibido a cambio.

—Lo sé.

No era culpa de Hare, sino del pésimo estado de ánimo de Jolie. No era culpa de Hare que él hubiera sido el desgraciado empleado encargado de cuidar a la joven Jolie aquella primera vez que Rachel Elizabeth Tanner había subido a la cabaña para estar con su amante casado. No era culpa de Hare que hubiera tenido que cargar con Jolie todas las veces subsiguientes, hasta que Jolie había sido lo suficientemente mayor como para no necesitar canguro.

Hare la había enseñado a esquiar, a amar la montaña y la había mantenido a salvo de todo a excepción de la amarga realidad. Nada hubiera podido mantenerla a salvo de eso.

Las cosas habían cambiado para Jolie después de que la aventura de James Rees con Rachel hubiera salido a la luz. Sus amigas habían dejado de serlo y ella jamás había aprendido a hacer amigas nuevas. Cuando los chicos comenzaron a fijarse en ella, había descubierto que sus anteriores amigas se convertían en celosas y furiosas enemigas que sabían exactamente golpearle donde más le dolía.

—¿Vas a quedarte en Queenstown durante un tiempo para ayudar a tu madre a sobreponerse a la nueva situación? —le preguntó Hare.

Jolie se encogió de hombros.

—Me puedo quedar un par de semanas. Luego, tendré que regresar a mi trabajo en Christchurch.

—He oído que has encontrado un trabajo de diseñadora allí.

—Así es.

Efectivamente, su testarudez y su talento la habían ayudado a conseguir un trabajo como diseñadora gráfica para una empresa de efectos especiales para películas. La testarudez y el talento la habían mantenido allí. La recompensa era que no tenía que enfrentarse a la realidad a diario. La realidad estaba demasiado valorada.

—¿Podrías hacerlo desde aquí?

—¿Y por qué iba a querer hacerlo desde aquí?

—No lo sé —dijo Hare rascándose la cabeza y frunciendo el ceño—. Podría ser diferente para ti ahora que James no está.

—No veo por qué. Hannah sigue aquí. Cole sigue aquí. La viuda de James sigue aquí. Y siguen siendo los dueños de la mitad de esta ciudad. Jamás han sentido la inclinación de hacer que nada le resulte fácil a un Tanner.

—No fue fácil para nadie —dijo Hare—. Podría ser un buen momento para olvidarse de las antiguas rencillas.

—Estás comportándote de un modo racional —comentó Jolie—. La interacción entre los Tanner y los Rees no es nunca racional.

—No tiene por qué ser así.

—Claro que sí —murmuró ella. Se abrió a Hare porque el hombretón siempre se había mostrado amable con ella y sabía más de la verdadera Jolie Tanner que la mayoría—. Hare, no quiero regresar a Queenstown. Lo único que he hecho aquí siempre es esconderme de otras personas. Ponerme máscaras para que la gente viera lo que esperara ver. Una chica que se encuentra completamente a gusto en un bar lleno de desconocidos. La desafiante hija de la amante de James Rees. Una sirena en mi propio derecho, completamente cómoda en mi papel. Todo máscaras. Por el contrario, en Christchurch... —añadió Jolie encogiéndose de hombros—. Allí, por fin he reunido el valor de quitarme la máscara para ser sólo yo.

—¿Estás haciendo amigos?

—No es eso. Todavía no, pero, al menos, no tengo enemigos. Eso ya es algo, ¿no te parece?

Jolie comprendió que lo había avergonzado. Y había dejado demasiado en evidencia. La situación no le resultaba cómoda. Había llegado el momento de escapar.

—¿Vas a enviar ese teleférico ya colina abajo?

—Estoy esperando a otro pasajero.

—¿A quién?

Las pistas de esquí llevaban cerradas desde la hora del almuerzo a causa del cambiante tiempo. Jolie se había imaginado que todos los esquiadores y todos los empleados habían bajado hacía mucho tiempo. Todos a excepción de Hare, que vivía en la montaña en una cabaña a medio kilómetro de distancia del complejo principal.

—Cole.

—¿Cole? ¿Qué Cole? —preguntó ella. Hare no respondió. Tampoco la miró a los ojos. El estómago de Jolie empezó a retorcerse de dolor—. ¿Me estás diciendo que Cole Rees está aquí arriba?

—Subió hace un par de horas. Está en el mirador.

—¿Haciendo qué?

Hare se encogió de hombros.

—Pero... ¿Cómo puede estar aquí? —preguntó ella. Había planeado su excursión en un momento del día en el que ningún miembro de la familia Rees estaría cerca de allí—. ¿Por qué no está en el entierro de su padre?

—No se lo he preguntado. Además, no estaba buscando conversación, Jolie. Estaba buscando soledad..

Cole Rees iba a bajar con ella de la montaña. Sólo Cole Rees, Jolie Tanner y una caja llena de pruebas de la relación que la madre de ella había tenido con el padre de él durante doce años.

—Genial —musitó ella—. Simplemente genial. ¿Podrías bajar otro teleférico para que él pudiera ir solo? El teleférico consistía de varias cabinas que realizaban un trayecto de subida y bajada de veinte minutos.

—No. Hay aviso de ventisca. Tienes suerte de que yo esté dispuesto a hacer bajar uno más —replicó. Entonces, miró a través del grueso cristal de la ventana de la cabina de control y asintió—. Hora de marcharnos, muchacha. Ahí está Cole.

Jolie miró en la misma dirección que Hare. Efectivamente, ahí estaba. Cole Rees. Bajaba por el sendero hacia el teleférico con el cabello negro revuelto por el viento y su hermoso rostro contraído por el empeoramiento del tiempo. Un hombre tan imprevisible y tan sexy que a ella le había provocado una extraña sensación en el vientre. Pero eso había sido antes de que Cole conjurara su odio por todo lo que estaba relacionado con los Tanner.

—Genial —susurró ella—. Simplemente genial.

Agarró un viejo sombrero de piel de oveja con orejeras del surtido de objetos perdidos que había detrás de la puerta y se lo puso encima del que llevaba puesto. Ya se encargaría ella de devolverlo. Añadió una gruesa bufanda negra y unas gafas de esquí mientras Hare la miraba completamente asombrado.

—Supongo que también te vas a llevar mi abrigo.

—Sí. Te lo devolveré mañana.

No por primera vez aquel día, Jolie dio gracias por haberse puesto su ropa de esquí más vieja. El mono unisex que se había comprado hacía años durante un breve periodo de tiempo en el que trató de ocultar su figura, su feminidad. Las botas de esquí eran negras, grandes, muy usadas. Botas que no tenían nada de fe

menino.

—El cabello —le dijo Hare.

—Es verdad.

Se quitó el gorro y las gafas y se retorció el cabello una y otra vez hasta poder colocarlo debajo del gorro de lana. Luego, se volvió a poner el que se había quitado y las gafas. Su cabello pelirrojo era un legado de su madre y resultaba muy distintivo. A los hombres les fascinaba. Los peluqueros querían conservarlo. Jolie no se quejaba del color de su melena, era cierto, pero, en aquellos momentos, lo quería escondido. Se bajó las orejeras del gorro de piel de oveja.

—¿Mejor?

—Pareces la prima esquimal de ET —dijo Hare—. Supongo que de eso se trata.

—Así es —afirmó ella mientras se colocaba las gafas sobre los ojos.

—O podrías ser tú misma.

—Eso no. Te presento a JT. La J es de Josh. Trabaja para ti.

—Vete —dijo Hare con una expresión de desaprobación. Entonces, cuando Jolie se inclinó para besarlo, se retiró hacia atrás—. ¡Eh, no me beses!

—Como quieras —replicó ella dándole un masculino manotazo en el brazo—. ¿Vas a ir al bar esta noche?

—Si mejora el tiempo, lo que no creo que ocurra. Dile a tu madre que bajaré para que me invite a esa copa mañana por la mañana.

—Lo haré.

—Y dile que siento mucho su pérdida. Espero que se lo digas bien.

—Se lo diré bien —prometió Jolie, con un nudo en la garganta. Hare comprendía muy bien la posición en la que había quedado su madre. Rachel Tanner, dueña de un bar que, se decía, había sido regalo de James Rees, no recibiría mucha compasión de nadie por la muerte de James. Tendría que lamentarse de la pérdida de su amante en solitario silencio—. Practicaré antes.

Hare volvió a hacer un gesto de reprobación con los ojos. Entonces, se puso a mirar por la ventana de la torre en dirección al cielo.

—Kia waimarie, pequeña. Buena suerte. Mantén la cabeza baja. Y cierra la puerta cuando te marches.

Hare esperó hasta que Jolie salió para frotarse el brazo que tanto le dolía y dejar escapar un suspiro. La muchacha no se equivocaba en lo de querer evitar a Cole Rees precisamente aquel día, pero que pudiera hacerlo era un asunto completamente diferente. Lo más probable era que, en algún momento del descenso, Cole Rees se diera cuenta de quién era. Lo más probable era que empezara a atar cabos.

Hare daba trabajo a adolescentes si tenían la experiencia y la constancia que él estaba buscando, pero no los contrataba tan jóvenes. Nunca.

Tampoco tenían sus empleados la piel de alabastro, delicada mandíbula y, si un hombre podía apartar la mirada de aquellos labios, algo que a algunos les resultaba imposible, sus ojos, del color de las nubes que traen la nieve, la delatarían. Nadie tenía unos ojos como los de las mujeres Tanner. No de ese color. Ni con la expresión de desafío que acechaba en las profundidades. Una sensual mezcla de orgullo y vulnerabilidad. Un hombre podría perderse en aquellos ojos y no volver a salir a la superficie, como si se hubiera visto arrastrado por una sirena. Hare había visto como algo así ocurría y había visto el destrozo que había causado.

—Baja los ojos, muchacha —susurró—. Dale a ese muchacho una oportunidad.

Cole Rees bajó la cabeza y apretó el paso para dirigirse al teleférico. El tiempo era tan malo e imprevisible como su estado de ánimo. Sus sentimientos eran una terrible mezcla de tristeza y lamento, de ira y de desafío. No había podido soportar quedarse hasta el final del entierro de su padre. La sentida pena de su madre había acicateado su furia. Las súplicas de su hermana para que él no empeorara las cosas sólo habían conseguido empujarlo con más insistencia a marcharse antes de que maldijera a su padre para que se pudriera en el infierno durante toda la eternidad.

Eso ya no se habría podido arreglar. Su madre, el pilar de la sociedad, se habría desmoronado por completo. Hannah, su hermana, era más fuerte. Hannah le habría hecho pagar muy caro el hecho de haber sometido a la familia a más escándalos. Sólo los cotillas se habrían sentido satisfechos, pero no por mucho tiempo. No lo estarían nunca.

Le hubiera gustado tener una mujer con la que consolarse y, efectivamente, allí había más que suficientes. Sin embargo, hasta aquél pequeño consuelo apestaba al legado de su padre. Falta de consideración, impulsividad y apetitos no saciados fácilmente. Tal vez Cole había dejado de sufrir de falta de consideración hacía unos años y tal vez él hacía todo lo posible para controlar su impulsividad, pero de lo último era culpable sin remisión.

En lo que se refería a las mujeres y a las relaciones sexuales, no se satisfacía fácilmente. En lo que se refería al indiscriminado uso que podría hacer del cuerpo de una mujer aquella noche y las pocas posibilidades que ella tenía de despertar sus sentimientos, bueno... Ninguna mujer se merecía algo así. Era mejor para todos simplemente practicar lo que su difunto padre jamás había practicado y quedarse sin sexo.

Su madre había organizado una copa de despedida para después del entierro, pero él no tenía intención alguna de aparecer por allí. Había preferido ir a la montaña para honrar la memoria de su padre a su modo.

El teleférico era una novedad en la montaña sobre la que él había estado a favor. Había reemplazado al anticuado telesilla y había doblado los beneficios de Silverlake de la noche a la mañana. El deporte del esquí había cambiado. Lo de enfrentarse a los elementos y esforzarse físicamente por subir la ladera de la montaña ya no formaba parte de la experiencia. Todo había cambiado para centrarse en la comodidad.

Miró hacia las ventanas de la torre de control y saludó al jefe de la pista de su padre con la mano. Nadie sabía por qué Hare no había estado en el entierro, pero el corpulento maorí siempre había regido su vida por leyes propias.

No obstante, siempre había sido leal a James Rees.

Un muchacho muy abrigado salió de la torre y se dirigió hacia el teleférico, en el que entró detrás de él. Cuando los dos estuvieron dentro, cerró las puertas.

Cole se sacudió la nieve del abrigo y se pasó la mano por el cabello. No iba vestido para subir a la montaña. Bajo el pesado abrigo de lana, iba vestido para un entierro. La única concesión que le había hecho a la montaña había sido cambiarse los zapatos de vestir por unas botas de nieve. No había sido suficiente para un tiempo tan malo.

Se fijó en el muchacho. Resultaba algo menudo para ser uno de los trabajadores de Hare. Él solía contratarlos más corpulentos. Dejando el cerebro al margen, la fuerza bruta era siempre muy necesaria en la montaña y todos los que trabajaban allí lo sabían. El muchacho tenía los pies separados, las rodillas ligeramente dobladas. Por su aspecto, parecía uno de esos muchachos que practican el snowboard. Hardcore, a juzgar por las prendas tan poco conjuntadas. Nada de prendas de marca. Aquel muchacho parecía más interesado en la emoción de subir una montaña y otra y otra más. No tenía nada que demostrar a nadie más que a sí mismo.

Cole lo envidiaba.

Lo que él tenía que hacer en los próximos seis meses era demostrar a los banqueros y a los accionistas que él era tan bueno como su padre en lo que se refería a la dirección de los negocios familiares. Como si no lo hubieran criado desde la cuna para alcanzar aquella posición, aprendiendo desde abajo a las órdenes de su padre.

A James Rees se le había comunicado que se estaba muriendo hacía dos años. Desde aquel momento, había empezado a traspasar los poderes de la dirección de Rees a Cole. Le había enseñado con el ejemplo. Lo que hacer, lo que no hacer y cómo recuperarse. Había hecho que Cole lo admirara en muchos sentidos. Había conseguido que Cole se preocupara por el negocio que tenía bajo su control y por la gente que trabajaba para él.

James Rees siempre había ido dos pasos por delante en cualquier cosa, excepto en lo que se refería a pensar que su esposa, tan de buena familia, y su bella y sensual amante pudieran coexistir pacíficamente en aquella ciudad.

En lo que se refería a eso, James Rees había sido un estúpido. Cole comprendía perfectamente lo que su padre había visto en Rachel Tanner. No había estado entonces tan ciego como lo estaba en aquellos momentos. Una sensualidad latente que afectaba con fuerza a un hombre. Un descarado conocimiento sobre cómo satisfacer esos deseos, un conocimiento del que la puritana y bien educada madre había carecido por completo.

Lo que James Rees deseaba, lo poseía. Podría haberse salido con la suya si lo hubiera dejado tan sólo en eso. Si sólo lo hubiera hecho una vez. O dos.

Sin embargo, lo había tenido que tener todo sin importarle el dolor que les causaba a los que le rodeaban.

El teleférico comenzó a moverse suavemente mientras aún estaba bajo la protección de las paredes y del tejado de la terminal. Entonces, el viento comenzó a azotarla. La nieve empezó a cubrir las ventanas y el descenso se hizo mucho más movido. Tanto Cole como el muchacho miraron automáticamente al cable para asegurarse de que todo estaba en orden.

El muchacho miró hacia el intercomunicador que había en la pared, como si estuviera valorando la necesidad de ponerse en contacto con Hare. Cole también lo miró.

—Según la predicción meteorológica, el frente aún está bastante alejado —dijo el muchacho por fin. Su voz apenas resultaba audible bajo la bufanda.

Cole asintió. Había visto cómo se acercaba la tormenta desde el mirador. Decidió que, debido a su compostura y conversación, el muchacho debía ser algo mayor de lo que había pensado en un principio. No servía de nada tratar de juzgar la edad del muchacho por el rostro, dado que lo único que se le veía era la boca.

Y menuda boca.

Cole apartó la mirada. Rápidamente.

¿Qué demonios le ocurría?

Otro golpe de viento sacudió el teleférico y lo hizo zarandearse de un lado a otro. Esto provocó que tanto él como el muchacho volvieran a levantar la mirada hacia el cable que los sujetaba. Una vez más, el muchacho miró hacia el interfono.

Una vez más, Cole estudió lo poco que podía ver del rostro del muchacho bajo el gorro, las gafas y la bufanda. Entonces, turbado, apartó la mirada.

El viento amainó un poco y el teleférico dejó de moverse de un lado a otro. Parecía que ya no había nada de lo que preocuparse.

Ya sólo quedaban once minutos para que terminara el trayecto. Además, no servía de nada mirar por la ventana. La visibilidad era cero. Por lo tanto, para no mirar al muchacho, sólo podía mirar a la caja.

El muchacho parecía inquieto. Cuando se movió, Cole contuvo la necesidad de mirarlo y mantuvo los ojos pegados a la caja.

Diez minutos.

El teleférico comenzó a ascender suavemente a medida que se acercaba a la primera de las siete torres de conexión. Cole sintió que el cabello de la nuca se le erizaba. El muchacho lo estaba estudiando a él en aquellos momentos. Lo sentía.

Y la reacción de Cole fue de puro deseo. El corazón comenzó a latirle con fuerza. Seguramente Hare había disminuido la velocidad por el viento y por el hecho de que se estuvieran acercando a la torre. Sin embargo, el teleférico comenzó a detenerse hasta que se quedó inmóvil, balanceándose en el viento.

Cole se agarró a la barra y se dirigió al interfono. Igual que el muchacho, si era verdad que trabajaba con Hare, había trabajado en los remontes de aquella montaña. Sabía lo que había que hacer.

—Hare, ¿estás ahí?

Hare no respondió y tampoco la operadora que, supuestamente, se ocupaba de dirigir la estación base. Mala señal. El muchacho no dijo nada. Se limitó a mirar a Cole a través de aquellas malditas gafas de esquiar y a morderse el labio inferior. Cole tensó los suyos.

—Hare —repitió—, ¿me oyes?

Cuando siguió sin recibir respuesta, colocó de malos modos el interfono de nuevo en su lugar y se sacó el teléfono móvil del bolsillo del abrigo. No tenía cobertura. No era que lo hubiera esperado. Las ventiscas producían ese efecto.

Maldita sea.

El muchacho también se sacó el teléfono móvil del bolsillo y comenzó a apretar botones con la mano enguantada.

—Yo tampoco tengo cobertura —murmuró. —Volveré a llamar a Hare dentro de un minuto — dijo Cole.

Le dio diez. Diez minutos de tenso silencio, acompañados por una fascinación hacia aquel muchacho que Cole ni siquiera quería intentar definir.

—Alguien debería haberse puesto ya en contacto con nosotros.

Lo que el muchacho no había dicho era que el hecho de que Hare no siguiera el protocolo significaba con toda probabilidad que estaba teniendo problemas en la torre de control. Lo mismo se podía decir de la base. Debía de haber alguien allí abajo, porque, si no, el teleférico no habría funcionado.

—El interfono funciona, por lo que probaré otros canales. Tal vez logre contactar con alguien.

No encontraron a nadie más.

Pasaron otros cinco minutos. Otra ráfaga de viento azotó el teleférico, con mucha más fuerza que antes. Las manos del muchacho se agarraron con fuerza al pasamanos y miró al cable que los sostenía. La bufanda se le cayó del rostro y dejó al descubierto una piel blanca como el marfil y una mandíbula que, con toda seguridad, jamás había visto una cuchilla.

¿Piel blanca como el marfil? ¿En un muchacho?

—¿Cuántos años tienes? —le preguntó antes de que pudiera contenerse—. ¿Catorce? ¿Quince? —Más. —¿Cuántos más? —Bastantes más. ¿Bastantes más? ¿Qué clase de respuesta era ésa? —Diecinueve —dijo el muchacho rápidamente,

como si le hubiera leído el pensamiento a Cole.

—¿De verdad? —replicó. El muchacho se encogió de hombros.

Cole estaba empezando a pensar que había más abrigo, sombrero y bufanda que muchacho. De diecinueve nada. Miró de nuevo al muchacho como si estuviera buscando... ¿qué exactamente? ¿Respuestas? ¿Una razón para su fascinación? Jamás se había sentido inclinado hacia los de su propio sexo y no tenía intención de empezar en aquel momento.

Fueron pasando los minutos, aunque no en silencio. El rugido del viento y la tensión del cable se encargaban de eso. Sin embargo, no se produjo más conversación. Y la radio que los comunicaba con el mundo exterior se mantuvo sumida en un ominoso silencio.

Cole miró el reloj y luego miró al muchacho. Se preguntó por qué no se quitaba las gafas. Después de todo, no parecía probable que fueran a abandonar el teleférico en un futuro cercano.

—¿Vives en la ciudad? —le preguntó Cole.

El muchacho asintió.

—¿Vives solo? Es decir, ¿hay alguien que pueda darse cuenta de que no estás y dar la señal de alarma? —aclaró. No se trataba de una frase de las que se utilizaban para flirtear con una persona, pero, por si acaso, sintió la necesidad de aclararlo.

—Yo no contaría con eso. Mi... mi compañera de piso está fuera de la ciudad esta tarde y luego trabaja esta noche. Yo entro y salgo a mi aire.

Cole suspiró y se metió las manos en los bolsillos del abrigo. Y él que se había imaginado a la mamá del muchacho esperándole para cenar y preocupándose cuando no se presentara. Tal vez el muchacho tenía diecinueve años después de todo.

—¿Y usted? —le preguntó el muchacho—. ¿Lo esperan en algún sitio?

—Sí.

—Entonces, ¿lo echarán de menos?

—Lo dudo —musitó. Si su madre y su hermana lo echaban de menos, seguramente lo que sentirían sería alivio—. Yo no contaría con que nadie se alarmara por mi ausencia. Digámoslo así.

Más silencio, interrumpido sólo por el rugido del viento contra el exterior del teleférico.

—Al menos, estamos a cubierto —añadió él. Una pena que estuvieran a cincuenta metros sobre el suelo, colgados de un cable y en medio de la ventisca—. ¿Qué hay en la caja? ¿Algo que podamos utilizar?

—¿A qué se refiere? —preguntó el muchacho. De repente, pareció asustado y alarmado.

—La caja —repitió él—. ¿Qué hay en la caja? ¿Algo que podamos utilizar?

—¿Cómo qué? —preguntó el muchacho. Su voz volvía a sonar ronca y ahogada. El rostro quedaba prácticamente escondido entre las gafas, la bufanda y el gorro.

—Comida o mantas —dijo Cole—. Si Dios fuera bueno, también habría whisky.

—No tengo whisky —musitó el muchacho—. Son sólo cosas mías. Principalmente tonterías. Hoy he terminado en la montaña.

—¿Media temporada?

El muchacho asintió.

—¿Te han despedido?

—No.

—¿Tienes un trabajo mejor?

—Sí.

—¿Cerca de aquí?

Era parte del trabajo de Cole ocuparse del funcionamiento de las pistas de esquí. Era la única parte del imperio empresarial sobre el que James había mantenido un férreo control y, por lo tanto, el único de sus negocios sobre el que Cole no tenía mucha información. Si había problemas con los empleados de la montaña o si los trabajadores se marchaban a trabajar en otras pistas, él necesitaba saberlo.

—En Christchurch.

No había pistas de esquí en Christchurch.

—¿De qué es el trabajo?

—De esto no.

Es decir, el muchacho no era lo que él había pensado, un adicto al snowboard que iba de pista en pista en busca de nieve.

La conversación volvió a detenerse. El muchacho terminó por sentarse en la caja y se sacó el teléfono del bolsillo. A juzgar por el modo en el que frunció los labios, seguía sin cobertura. No había otra cosa que hacer más que esperar.

—¿Estás seguro de que en esa caja no hay nada que podamos utilizar? —volvió a preguntar Cole. Llevaban allí más de una hora y cada vez tenían más frío—. Incluso la basura puede tener utilidad.

—Esta basura no —replicó el muchacho—. Confíe en mí. No hay nada en esta caja que usted quiera ver.

—¿Crees que con esa frase vas a conseguir que yo sienta menos curiosidad por saber lo que hay en esa caja? —preguntó Cole—. Te aseguro que no es así.

El muchacho se encogió de hombros y se negó a responder. Cole lo estudió una vez más y se preguntó qué podría haber en aquella caja para que el muchacho se mostrara tan poco inclinado a abrirla en su presencia.

—Mira, muchacho. Supón que hay algo en esa caja que no debiera estar ahí. Una barra de chocolate o cincuenta. Un ordenador que no usa nadie. Material de esquí que no te pertenece. ¿De verdad crees que, dadas las circunstancias, me va a importar?

—¿Tan seguro está de que no le va a importar dado que, en teoría, yo le estaría robando a su familia? —replicó el muchacho. Se metió de nuevo el teléfono en el bolsillo—. De todos modos, no hay nada robado en la caja. Es sólo basura.

—Si es sólo basura —murmuró Cole—, ¿por qué la proteges de ese modo? Entonces —añadió, cuando vio que el chico se negaba a responder—, ¿sabes quién soy?

El muchacho asintió.

—¿Y debería yo saber quién eres tú?

—No.

—Porque me resultas familiar.

—No lo soy.

—Creciste en Queenstown, ¿verdad? —dijo Cole. El muchacho ni siquiera lo miró a los ojos y, por alguna razón, esto le escoció a Cole. ¿De verdad era el hecho de mirar a una persona a los ojos pedir demasiado?

—Usted no me conoce —afirmó el muchacho—. No necesita conocerme.

—Dado que estamos atrapados aquí, no estoy de acuerdo. ¿Te ha enseñado alguien a observar las buenas maneras? ¿Te han enseñado a presentarte?

—No.

—Pues ya va siendo hora de que aprendas. Mi nombre es Cole Rees. Cole para la mayoría, aunque si lo prefieres puedes llamarme Rees. Respondo a los dos nombres. Ahora te toca a ti.

—Josh —dijo el muchacho de mala gana.

—Es habitual proporcionar un apellido.

—De donde yo vengo, no.

—Está bien —repuso Cole. Al menos, le había sacado algo al joven Josh. Debía hacer que el muchacho se relajara antes de buscar más información. En realidad, podía sacar el expediente del muchacho en cuanto salieran de aquel teleférico. En aquellos momentos, quería algo más que información. Quería ver los ojos del muchacho—. ¿Te vas a quitar en algún momento esas gafas, Josh?

—No estaba pensando hacerlo —le espetó el muchacho. La curva de sus labios hizo que Cole contuviera el aliento. El muchacho levantó la barbilla, pero no se quitó las gafas. La actitud del muchacho cambió ligeramente, atrayendo la mirada de Cole y confundiéndolo aún más.

—Rees, si quieres que me desnude, sólo tienes que decirlo —murmuró el muchacho—, aunque, si observamos las buenas maneras, tal vez deberías invitarme a una copa primero.

Capítulo 2

JOLIE no debería haber dicho eso. A cincuenta metros de altura y sin escapatoria posible. Acababa de desafiar la identidad sexual de un hombre que llevaba amando, y abandonando, a las mujeres desde su adolescencia.

Se decía que Cole Rees sabía exactamente cómo satisfacer a una mujer. Que podía aguantar toda la noche cuando lo deseaba. Por otro lado, mantener el interés de Cole durante más de una noche había resultado hasta el momento imposible para cualquier mujer. Jamás se había escuchado rumor alguno de que Cole prefiriera a los hombres, pero, desde que pronunció aquellas palabras, parecía que el teleférico se había quedado sin aire. El modo en el que le brillaron los ojos y en cómo su mirada se detuvo sobre los labios de Jolie, antes de apartarse precipitadamente, había estado cargado de sensualidad.

¿Qué podía ser peor, la furia de Cole o su aquiescencia?

Cuando él volvió a mirarla, lo que Jolie vio en aquellos ojos verdes, hizo que se sintiera como si el suelo se le desmoronara bajo los pies. Entonces, bajó la mirada y se preparó físicamente para la respuesta de él.

—Lo siento, muchacho —gruñó él—, no eres mi tipo. Entonces, el silencio se apoderó de ellos, un silencio pesado y asfixiante.

—Prueba de nuevo la radio —sugirió ella, para cambiar de conversación. Él lo hizo, pero no respondió nadie.

Cole volvió a quedar en silencio y éste pareció extenderse hasta la eternidad. Se metió las manos en los bolsillos del abrigo y se miró los zapatos, lo que le permitió a Jolie estudiar su rostro. No había en él imperfección alguna. Todo ocupaba el lugar que exigía la belleza masculina, con una boca que sugería sensualidad y risas.

Sin embargo, él no sonreía en aquellos momentos, pero, al menos, había dejado de insistir sobre lo de la caja o sobre el hecho de que se quitara las gafas. Este hecho hizo que Jolie pensara en las cosas que tenía en la caja y que, efectivamente, tenían un uso en aquellos momentos. Manoplas, para empezar. Seguramente serían demasiado pequeñas para él, pero por lo menos podría utilizar las fundas impermeables de las manoplas. La caja también contenía las infusiones de hierbas que a su madre tanto le gustaban y también las provisiones que había encontrado y que harían que cualquiera se preguntara qué era lo que hacía James Rees en su cabaña de la montaña. Galletas de almendras, bombones de Godiva...

También había encontrado objetos personales como el champú de Rachel y su suavizante. Crema hidratante que olía a jazmín y a sándalo, cepillos y pasta de dientes... Objetos muy femeninos.

Además, estaba la colcha.

—Es negra y azul, con la textura de un Van Gogh y es tan suave —le había contado Rachel a su hija, con una sonrisa que le había partido el corazón—. Es como tumbarse en un trozo de cielo de medianoche.

Jolie no había preguntado de dónde había salido y Rachel no había dicho nada. Era suficiente para ella que Rachel hubiera querido recogerla. Estaba segura de que había sido un regalo de su amante, posiblemente el único regalo que su madre había aceptado nunca. Rachel Tanner no era una prostituta, a pesar de lo que pensara la gente.

Los siguientes veinte minutos parecieron horas. El tiempo fue empeorando. Empezó a nevar con más fuerza y el viento arreciaba sin parar. Ya iba siendo hora de que los sacaran de allí, pero no parecía muy probable que aquello fuera a ocurrir en un futuro cercano. Si Hare tenía problemas mecánicos, lo más probable era que el teleférico no se moviera hasta el día siguiente como muy pronto y eso asumiendo que los mecánicos pudieran subir a la montaña al día siguiente con la cantidad de nieve recién caída que había sobre el suelo. Por supuesto, la nieve era muy bienvenida para las pistas de esquí, pero tanta nieve en tan poco tiempo no podía significar nada bueno para nadie.

En cuanto al rescate, eso tendría que esperar hasta que el tiempo mejorara. El teleférico era cerrado, por lo que no sufrían las inclemencias del tiempo. No parecía probable que la jaula fuera a caerse al suelo a pesar de los constantes balanceos. Por lo tanto, el peligro más inmediato para ambos era el frío.

Jodie se sentía bien. Tenía más capas de las que necesitaba en aquel momento en particular. Cole Rees, no.

Ella frunció el ceño y se levantó de la caja. Entonces, rasgó la cinta. Los guantes estaban cerca de la parte superior y la colcha en el fondo de la caja, protegida por un plástico. Tal vez terminaran necesitándola, pero no estaba dispuesta a admitir que la necesitaban en aquel momento.

—Toma —le dijo cuando encontró las manoplas. Se las ofreció.

Cole estudió las manoplas.

—¿No tienes nada de hombre?

—No, pero las cubiertas impermeables deben de estar por aquí, en alguna parte —respondió ella, mientras rebuscaba en la caja. Se las ofreció también—. Podrían dar un poco de sí.

Cole tomó las dos cosas. Las manoplas eran demasiado pequeñas para él, pero, a pesar de todo, se las puso. O tenía mucho frío o el puro sentido de la supervivencia lo empujaba a utilizar lo que fuera para mantenerse caliente. Los forros le venían mejor. Jolie asintió para darle su aprobación.

Cole sonrió.

—¿Qué más tienes?

—Galletas —dijo ella mostrándole el paquete—. Y chocolate —añadió, sacando también la caja de lady Godiva. Cole entornó la mirada—. Regalo de despedida —explicó ella, improvisando—. Sin embargo, creo que están pasados de fecha.

—Me alegra saberlo —comentó él con una deliciosa y profunda voz—. Espero que tengas whisky. Aunque también podría estar pasado de fecha.

—No. No hay whisky —replicó ella. Lo había dejado en la cabaña, porque ésa era bebida de hombres.

Sin embargo, sí que tenía champán. Una botella de Dom de doscientos dólares. Dejó las galletas y la sacó, pero inmediatamente cambió de opinión y la volvió a guardar antes de que él se diera cuenta. Entonces, sacó de nuevo las galletas. Abrió la caja y sacó dos antes de entregársela a Cole. Él las aceptó sin comentario alguno y se comió un puñado sin decir nada. Jolie trató de no mirar el modo en el que se le movía la boca al masticar. Su rostro, su cabello, tenían el aspecto de alguien que acaba de levantarse de la cama.

Pensar lo que Cole sería capaz de hacer en una cama fue una idea muy mala. Jolie tuvo que apartar la mirada y rodearse con los brazos mientras rezaba para que el teleférico empezara a moverse de nuevo muy pronto.

—¿Más? —le preguntó él de repente. Jolie se sobresaltó y lo miró. Entonces, vio que él le ofrecía la caja de galletas.

—No, gracias.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste?

—A mediodía. ¿Y tú? —preguntó ella, al ver que Cole se había comido muchas galletas muy rápido. —Ayer. —Pues come más —replicó ella. Cole tomó un par de galletas más y luego retorció

la bolsa para cerrarla. A continuación, se acercó a la caja y las dejó caer dentro. Miró. Vio productos de aseo, infusiones. No realizó comentario alguno.

—¿Tienes frío? —preguntó Jolie.

—Un poco —respondió él mientras retiraba la condensación de la ventana con la manga del abrigo y miraba hacia el exterior—. ¿Y tú?

—No —contestó ella.

Probablemente porque tenía las prendas repetidas. Podría darle uno de sus gorros. Tal vez tendría que hacerlo, pero aún no.

Se sentó sobre el suelo y volvió a comprobar el teléfono móvil, no para ver si tenía cobertura sino para consultar la hora. Las cinco y dieciocho. Aún no había oscurecido.

De repente, un crujido ahogado restalló en el aire, la clase de sonido que nadie que viva en una montaña quiere escuchar nunca.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó ella mientras se ponía precipitadamente de pie sin ningún tipo de dignidad. Entonces, se puso a limpiar la ventana—. ¿Puedes verla?

Se refería a la avalancha.

—Todavía no —respondió él. Se acercó a la parte del teleférico que quedaba más cerca de la cima y miró hacia arriba.

—Tal vez sólo haya sido un árbol que se partía...

En ese momento, la montaña volvió a gruñir y el teleférico se meneó salvajemente. La caja se cayó. El té cayó y la botella de champán rodó por el suelo.

Cole lanzó una maldición mientras que Jolie se abalanzaba sobre la botella y la volvía a meter en la caja. Entonces, la cerró encajando las tapas. Inmediatamente, Cole la agarró por el brazo y la levantó hacia él al tiempo que los dos observaban cómo una gran parte de la montaña que quedaba a su derecha comenzaba a moverse.

—No estamos en su camino —murmuró él—. Mira.

Efectivamente, así era, pero el miedo no desaparecía. Jolie cerró los ojos y se aferró al pasamanos que flanqueaba la puerta del teleférico. Sentía que Cole estaba a sus espaldas, pero sin llegar a tocarla. Quería dar un paso atrás y refugiarse en él y no sólo porque lo deseara. Simplemente, necesitaba el contacto.

—Mira —dijo él de nuevo en voz muy baja.

—No, gracias.

—Jamás volverás a ver esto, al menos desde este ángulo.

—Espero que eso sea una promesa —replicó ella.

Como el teleférico había dejado de moverse, ella miró. Contuvo el aliento ante la terrible belleza de la tierra deslizándose bajo sus pies, agrietándose y desgajándose.

Asustada, miró a Rees. Él sonrió, algo que ella jamás hubiera deseado. Había llegado el momento de marcharse, pero, ¿adónde podía ir? Los equipos de mantenimiento estarían registrando la montaña durante días. Comprobarían las torres de la estructura y todo lo demás y eso que sólo se había producido una única avalancha. ¿Y si había más?

Sin importarle que tuviera que rozar a Rees para poder llegar a la caja y tomar la botella de champán, se dio la vuelta. Tras arrodillarse, empezó a quitar el corcho. Todos los años que había pasado en un bar le dieron su recompensa cuando no tardó en sacarlo. Tras dejar que saliera la espuma, se colocó la botella contra la boca.

—Bueno, ésa es una manera de beberlo —dijo Rees secamente antes de agacharse junto a ella y agarrar la botella para apartársela de los labios, lo que hizo con una eficacia increíble—. Hay otras.

—Así se bebe muy bien. ¿Acaso te importa? Estás interrumpiendo mi pánico —dijo señalando la botella.

—Lo sé.

Y por la mirada que había en aquellos maravillosos ojos verdes, iba a seguir interrumpiéndolo. Dio un trago a la botella y Jolie contempló hipnotizada cómo los músculos de la garganta se ponían a funcionar. No bebió mucho, pero cuando terminó de hacerlo, Jolie estaba sedienta.

—El alcohol y la hipotermia no van bien juntos — dijo, con más amabilidad de la que le habría creído posible.

—No tengo hipotermia —musitó ella—. Todavía. Estoy en estado de shock. El alcohol es bueno para el estado de shock.

—Es cierto —replicó él. Entonces, le extendió la botella para que la tomara—. Discutes como una chica. También bebes como una chica.

Jolie se quedó completamente inmóvil. No sabía si agarrar la botella que él le ofrecía y confirmar sus sospechas o no hacerlo con el mismo resultado. Al final, decidió tomar la botella y beber. Ya no le importaba lo que él pudiera sospechar. Sus prioridades habían cambiado. Era lo que tenía ver la muerte muy de cerca.

—Mira, no estoy diciendo que esta situación sea ideal, pero, por el momento, estamos bastante a salvo —dijo él con voz tranquilizadora mientras le quitaba la botella de nuevo—. Tenemos un refugio, comida. Champán —añadió con una sonrisa—. Y teléfonos que funcionarán en cuanto pase la ventisca. No estamos lejos de la estación de arriba. Vendrán a recogernos desde allí.

Tal vez sería así. Tal vez Cole Rees y ella pudieran aguantar hasta entonces si permanecían en calma, pensaban con la cabeza y compartían el calor corporal y hacían todo lo que se suponía que la gente hacía cuando se quedaban atrapados en el frío.

—Eh —susurró él.

Las gafas de Jolie se estaban empañando. Tal vez eran las lágrimas.

—Chica... porque eres una chica —añadió—. De eso estoy seguro. Tranquilízate. No te dejes llevar por el pánico. Todo va a salir bien.

Jolie agradeció las palabras. Entonces, la montaña volvió a moverse y, en aquella ocasión, el teleférico hizo lo mismo.

Bajó y bajó, como si fuera a cámara lenta, aún unido al cable. El acoplamiento no les había fallado. Había sido otra cosa.

El cuerpo de Jolie no quería hacer lo que el teleférico estaba haciendo. Su cuerpo quería mantenerse arriba. Cole dio un paso hacia ella y la rodeó con sus brazos. Entonces, la apretó contra el suelo. En aquel momento, el teleférico caía ya a toda velocidad.

—Agárrate fuerte —musitó.

Ella obedeció. Lo abrazó con fuerza y le colocó la mejilla contra el pecho. Olía tan bien... Incluso con el miedo olía bien. Sintió un pequeño consuelo al ver que Cole se había equivocado en lo de no correr un peligro inminente y que ella había tenido todo el derecho del mundo a sentir pánico.

Entonces, la montaña se estrelló contra ellos. El mundo quedó a oscuras. El hecho de tener razón no producía consuelo alguno.

Jolie se despertó. Sintió una gran incomodidad. Y dolor. Recobró la conciencia lentamente, recordando a retazos todo lo que había ocurrido antes. El descenso. La avalancha. Cole Rees. Estaba tumbado en el suelo debajo de ella. Inconsciente pero aún respirando. Alrededor de ambos, los restos de un teleférico destrozado y medio enterrado en nieve suelta.

Nieve suelta. No era la nieve de una avalancha, que los habría rodeado como si fuera cemento.

Cole respiraba, por lo que ella se levantó suavemente de él tanto por su bien como por el suyo propio. Las piernas y los brazos le funcionaban, pero tenía mucho frío. Cole parecía estar peor. Sin sombrero, sin ropa apropiada para la nieve, tenía el rostro muy pálido a excepción de la sangre que le manaba lentamente de un corte en la frente y que manchaba el suelo debajo de él. Incluso la sangre tenía un aspecto frío.

Jolie se quitó el guante y le tocó el rostro. Descubrió que el tacto era completamente helado.

No le resultó fácil quitarse las gafas y el gorro de piel de oveja y colocárselo a él. Volvió a ponerse las gafas y le colocó las palmas de las manos sobre las mejillas, rezando para que el calor le llegara a tiempo.

—Cole, despierta —dijo. Él se rebulló un poco y abrió los ojos—. Cole, mírame.

Cole lo intentó. Lo intentó con todas sus ganas.