El peso de los secretos - Kelly Hunter - E-Book

El peso de los secretos E-Book

KELLY HUNTER

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Beschreibung

Ella mandaba en sus relaciones… Ruby Maguire estaba harta de que los hombres jugasen con ella. Solo necesitaba saber tres cosas sobre un potencial compañero de cama: su nombre, dónde estaría en una semana y qué deseaba de ella. Damon West sabía mucho sobre el subterfugio y los secretos, y nada sobre serle fiel a las mujeres. Pero Ruby exigía sinceridad entre ellos, así que Damon le dio todo lo que pudo: "Soy Damon West. Me marcharé en una semana. Y quiero que me toques". Al menos esa era la intención… pero algo le decía que una semana con Ruby podría ser inolvidable…

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Kelly Hunter. Todos los derechos reservados.

EL PESO DE LOS SECRETOS, N.º 1967 - Enero 2013

Título original: Flirting with Intent

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-2622-9

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

La Navidad era comercio y compras en exceso. La Navidad era familia y, a veces, era una farsa.

Si a eso se le añadía una billetera repleta y una ciudad bañada en luces de neón, el recuerdo de una Navidad en Hong Kong se quedaba grabado en la memoria para siempre. Ruby Maguire, hija de ricos y residente en Hong Kong desde hacía más de seis años, lo sabía por experiencia. Lo cual significaba que debería haber sido capaz de organizar con los ojos cerrados una Navidad espléndida para los hijos de uno de los banqueros de inversiones más importantes de Hong Kong.

Una visita a Disneyland Hong Kong o a Ocean Park. Un árbol de Navidad holográfico o tres. Más regalos de los que pudieran imaginar, una mezcla de farolillos navideños y falsos paisajes invernales y, si Papá Noel estaba de su parte, tal vez su guapo, encantador y superimportante padre haría su aparición y les alegraría el día.

Salvo que los hijos de West eran todos mayores ya y, a juzgar por la información que le había dado la asistente personal de Russell West, el hijo mayor era improbable que asistiera, su hija mayor estaba recuperándose de una lesión importante, su otra hija era un genio solitario, y el pequeño era o un criminal, o un gandul encantador o James Bond.

No sería buena idea llevarlos a Disneyland.

Así que en su lugar Ruby había llenado las salas del ático de Russell West con todo tipo de caprichos de clase alta. Orquídeas blancas de verdad. Flores de Pascua de seda. Velas blancas esperando ser encendidas y más peces de colores para el estanque cubierto de cristal. El estanque circulaba por debajo de la base de las escaleras y a lo largo del muro del patio interior hasta llegar a la pequeña terraza donde reinaban los pájaros cantores. Lo único que le faltaba a la escena era un grillo en una jaula de bambú. Para el australiano Russell West, tener un grillo de mascota era llevar la asimilación cultural demasiado lejos.

Era veintidós de diciembre y los tres vástagos de West llegarían al día siguiente. A su llegada encontrarían sus habitaciones inmaculadas, con toques festivos en los lugares más inesperados y reservas en uno de los mejores restaurantes de Hong Kong, en caso de que desearan cenar fuera.

Ruby no era ama de casa ni cocinera, aunque su trabajo actual a veces se extendía a eso. Prefería considerarse la contable social de Russell West; un puesto creado especialmente para ella, por pena, probablemente, pero había intentado ser útil, y la jugosa bonificación que Russell le había ofrecido demostraba que consideraba sus servicios valiosos.

Ella escribía los discursos de Russell para las cenas benéficas, le informaba sobre los cambios de estatus en la élite de Hong Kong, y básicamente organizaba su vida social de la manera más eficaz y menos estresante posible.

El último desafío de Ruby había sido comprar los regalos de Navidad para los hijos de los empleados de Russell; una misión de la que se había encargado con placer. Además, ahora Russell contaba con una base de datos actualizada con los nombres, cumpleaños e intereses de las parejas y de los hijos de sus empleados. Incluso había hecho una para las esposas y los hijos de sus principales contactos de negocios. Aún quedaba por ver si Russell utilizaría esa información.

Era típico de un genio de las finanzas no prestar ninguna atención a los pequeños detalles que ayudaban a cultivar relaciones de negocios sólidas en Hong Kong.

En cuanto a la elección de los regalos para sus propios hijos, ya fueran genios, holgazanes, estuvieran heridos o desaparecidos... eso también era trabajo de Ruby y tenía aproximadamente veinticuatro horas para realizarlo. Russell ni siquiera le había dado un rango de precio, y mucho menos alguna pista sobre qué tipo de regalos les gustarían más.

—Ni una pista —murmuró para sí misma tras dejar la caja de agua mineral con gas sobre la encimera de la cocina antes de abrir las puertas de cristal que daban a la terraza—. No me parece bien —sacó un par de guantes de plástico del armario de la terraza y se dirigió hacia la jaula de los pájaros.

Nada de pequeñas jaulas de bambú para aquellos pajarillos orientales, sino una enorme pajarera de bambú que recorría una pared entera del patio e incorporaba ramas y vegetación, zonas de alimentación y de anidación, y una bandeja higiénica cubierta de papel de periódico que Ruby cambiaba todos los días. Occidental, muy occidental, y fuente de entretenimiento para muchos de los conocidos de Russell, pero los pájaros cantaban con placer, y tanto ella como su jefe estaban orgullosos de la libertad de movimiento de que disfrutaban aquellos pequeños animalillos.

—Debería haber una regla que dijera que un padre debe comprar él mismo los regalos de Navidad para sus hijos —les dijo a los pájaros que se agarraron al lateral de la jaula para saludarla—. ¿Por qué es tan difícil?

—Me fastidia —dijo una voz masculina desde la cocina, Ruby miró a su alrededor y se le desencajaron los ojos ante la espléndida visión que se había presentado ante ella. Un desconocido de pelo negro y ojos azules estaba junto a las puertas de la terraza vestido solo con una toalla blanca alrededor de las caderas. Llevaba el pecho desnudo y tenía unos hombros impresionantes. No era algo que se viera todos lo días en el ático sesenta y uno.

—¿Quién eres tú? —preguntó ella mientras se incorporaba, con el papel de periódico manchado aún en la mano.

—Eso mismo me preguntaba yo —murmuró él con una sonrisa que a Ruby le hizo pensar en travesuras y en otra cosa que no debería estar pensando si aquel era uno de los hijos de Russell.

—Soy la organizadora social de Russell West —contestó ella, ignorando aquella sonrisa perezosa como pudo—. Y tú debes de ser uno de sus hijos. La cuestión es: ¿cuál? —preguntó mientras recorrió su cuerpo de nuevo con la mirada—. A uno no lo esperaba hasta mañana. Al otro no lo esperaba en absoluto.

—Podría ser el chico de la piscina.

—Sí, y no me cabe duda de que se te daría muy bien, pero aquí no hay piscina —Ruby siguió estudiándolo—. Uno pensaría que, a estas alturas, debería ser capaz de distinguir entre un agente de inteligencia especial y un canalla irresponsable, pero ¿sabes qué? —negó con la cabeza—. Podrías ser cualquiera de los dos.

—Nunca antes me habían dirigido un insulto envuelto tan hábilmente dentro de un cumplido —murmuró él sin dejar de mirarla a la cara—. Debes practicar.

—Entonces debes de ser Damon —supuso ella—. El hijo pequeño de Russell.

Ruby tiró el papel de periódico al cubo del mantillo, se quitó los guantes y le ofreció la mano.

—Soy Ruby Maguire. Yo me encargo de la Navidad de tu padre.

—Entiendo —Damon West tenía un apretón de manos agradable. Firme, pero no aplastante. Un hombre plenamente consciente de su propia fuerza—. ¿Y qué tal lo llevas?

—Así, así —contestó ella apartando la mano—. Tus hermanas llegan mañana por la tarde. Me temo que no hay noticias de tu hermano.

Ruby advirtió una sombra fugaz en el rostro de Damon West. Ella era hija única con un montón de hermanastros a los que tendía a evitar. La política familiar no era su fuerte y no tenía intención de inmiscuirse en las dinámicas familiares de los West.

—Imagino que ya te has acomodado —había media docena de dormitorios en el ático, cada uno con su propio cuarto de baño—. Ya has estado aquí antes, ¿no? No hace falta que te lo enseñe.

—Así es.

—¿Un café? —Ruby se dirigió hacia la cocina de cristal y acero inoxidable para lavarse las manos en el fregadero—. ¿Un té? ¿Algo frío? Supongo que es demasiado pronto para una copa, pero en el trópico nunca se sabe.

—Es demasiado pronto —dijo Damon, y caminó hasta el otro lado de la encimera—. Un café estaría bien. Expreso, si puede ser.

—Puede ser.

—Entonces... Ruby, ¿vives aquí? —preguntó él de manera demasiado casual mientras ella encendía la cafetera y sacaba una taza del armario.

—Qué va. Nadie vive aquí, a no ser que cuente cuando tu padre duerme aquí de vez en cuando o cuando tiene invitados con frecuencia. Yo doy de comer a los pájaros y a los peces, riego las plantas, recojo la ropa de la tintorería, lleno el frigorífico, organizo el jardín y la casa y la preparo para los invitados.

—¿Este siempre ha sido tu tipo de trabajo?

—No. En otra vida fui una licenciada en Derecho especializada en el sistema legal corporativo, pero eso se fue por la borda cuando mi padre, banquero de inversiones, decidió irse a las islas Caimán en vez de a la cárcel. Fue una buena decisión por su parte. Las prisiones aquí no son muy agradables —Ruby abrió el frigorífico y sacó el cuenco del azúcar—. ¿Edulcorante?

—¿Eres la hija de Harry Maguire?

—Culpable —dejó el azúcar frente a él y se inclinó hacia delante con los hombros en la encimera, preguntándose qué tendría aquel hombre que le daba ganas de pincharle—. Nunca te habría tomado por alguien que lee la sección de finanzas.

—Cariño, que tu padre robara ochocientos setenta y dos millones de dólares y después desapareciera no solo llegó a la sección de finanzas. Es la estrella del crimen —Damon ladeó la cabeza en lo que a Ruby le pareció admiración reticente—. ¿Dónde está ahora?

—Esa es la pregunta de los ochocientos setenta y dos millones de dólares, Damon. Y, sinceramente, no tengo ni idea.

—¿No estabais unidos?

—Estábamos muy unidos —Ruby se quedó mirando la encimera y le contó la verdad—. Me crié en una familia de dos. Mi padre y yo, y un sinfín de niñeras, mayordomos, cocineros y tutores. Yo adoraba el suelo que él pisaba. Ahora no lo hago.

—¿Porque infringió la ley? ¿O porque te dejó atrás? —preguntó Damon West amablemente, Ruby lo miró, lo miró de verdad, y ya no vio a un canalla encantador. Vio a un hombre que sabía abrirse paso por los rincones más oscuros de la psique de una persona. Un hombre que parecía muy cómodo moviéndose en diferentes gamas de gris.

—La ley es algo muy escurridizo, Damon.

—Así es —Damon se apoyó también sobre la encimera.

Era difícil no quedarse mirando su boca, pero lo logró. Difícil no disfrutar de aquella mezcla tan potente de intensidad en su mirada y no preguntarse si se trasladaría también al dormitorio. Una mujer dada a las apuestas se habría decantado por el «sí».

—¿Tienes algún plan para hoy? —preguntó ella, pues era el momento de cambiar de tema.

—¿Qué estás sugiriendo?

—Oh, no lo sé. Tú. Yo —había captado toda su atención—. Comprar regalos de Navidad para tus hermanas.

Damon se apartó abruptamente y Ruby sonrió.

—Te pillé —susurró meciéndose suavemente antes de darse la vuelta hacia la cafetera para retirar su expreso y prepararse uno solo y largo para ella—. ¿Realmente crees que puedo permitirme hacerle proposiciones deshonestas al adorado hijo del único hombre en Hong Kong que me contrataría? Confía en mí, no soy tan insensata.

—No soy tan adorado.

—Sí lo eres, Damon. Tendrías que escuchar cómo habla de ti tu padre para darte cuenta de eso. Habla de ti con una mezcla de amor, frustración, orgullo y respeto. Y he de confesar una cosa: las dos primeras cosas son las que esperaría de cualquier padre, pero la última... el hecho de que uno de los hombres más influyentes del mundo te respete... Hace que me pregunte qué habrás hecho para ganártelo.

—Pues sigue preguntándotelo —murmuró él—. Estoy a favor de mantener la mente ejercitada. En cuanto a lo de ir de compras contigo, la respuesta es un sí reticente. Dame cinco minutos para vestirme.

—Buena idea. Tómate tu tiempo. Yo necesitaré unos quince para terminar aquí —Ruby le acercó la taza de café y los dedos de Damon la rozaron al levantarla. En esa ocasión el roce le produjo un intenso deseo, y Ruby frunció el ceño y apartó los dedos. ¿Qué diablos era eso?

Aparte de una pregunta retórica, pues reconocía el deseo cuando lo sentía, reconocía su mordedura y el caos que producía. La pregunta era: ¿cómo había dejado que ocurriera?

A ella. A Ruby Maguire, que llevaba toda su vida jugando mejor que los que jugaban con ella.

—¿Qué sucede? —preguntó él con una sonrisa perezosa—. ¿El café está demasiado caliente?

—Es una manera de verlo —contestó ella con un suspiro—. Por desgracia, voy a tener que prescindir del roce de ahora en adelante. Y del flirteo. Y de las preguntas. Lo siento, Damon. No puedo permitirme jugar contigo.

—¿Porque trabajas para mi padre? ¿Acaso tiene que enterarse?

—Damon, por favor. Me siento insultada por haber utilizado esa frase conmigo. Puede que tu padre no esté al corriente de la vida social de sus conocidos, ya que ese es mi trabajo, ¿pero en lo referente a las relaciones románticas de sus hijos? ¿Un hombre como tu padre? —Ruby le dirigió una mirada reprobadora mientras coronaba su café con un chorro de agua antes de llevárselo a los labios—. Siempre se entera.

Ruby Maguire era una monada, decidió Damon mientras se llevaba el café al dormitorio. Una mezcla de tentación y contradicción envuelta en papel de regalo, y lo mejor era que ella lo sabía.

Damon no podría haber deseado una distracción mejor.

Algo para no pensar en un hermano desaparecido, en una hermana herida y en una Navidad que iba a ser cualquier cosa menos festiva.

Tiró la toalla sobre la cama y rebuscó entre la colección de ropa que guardaba en casa de su padre. Una camisa de algodón blanca y un traje gris marengo de raya diplomática. Hecho a medida. El carísimo reloj deportivo que sus hermanas le habían regalado las Navidades pasadas. Ropa que encajaba en la casa de su padre y reflejaba su estatus; una tradición navideña según la cual Damon parecería ser el tipo de hijo que su padre esperaba ver y, a cambio, su padre no le haría preguntas sobre lo que había estado haciendo el resto del año.

¿Qué tipo de hombre habría sido el padre de Ruby Maguire antes de su descenso a los infiernos? Recordaba que era rico desde el principio. Proveniente de una familia de banqueros de Manhattan. Con influencias. Probablemente Harry Maguire no hubiera robado el dinero porque lo necesitara.

Tal vez se aburría.

Y tal vez Damon pecada de intuitivo, pero la deliciosa Ruby Maguire parecía también sobrecualificada para su actual puesto de recadera.

Ella estaba acostumbrada a tratar con los leones corporativos del mundo y a defenderse sola. Había subestimado su utilidad si pensaba que nadie salvo su padre la contrataría.

Lo cual hacía que Damon se sintiese mucho mejor por la campaña de seducción que pensaba lanzar sobre ella.

Ruby había prohibido las caricias, el flirteo y las preguntas, pero no había prohibido las miradas ni el olor.

Mal por ella.

La colección de colonias del armario de su cuarto de baño le ofrecía una amplia selección para elegir.

Se decantó por Gucci.

Se pasó los dedos por el pelo, se puso unos zapatos, metió la tarjeta en la cartera y la cartera en el bolsillo.

Damon West estaba listo para ir de compras.

La encontró en el patio, colocando un delicado Papá Noel de porcelana entre los helechos que rodeaban el estanque de los peces.

—Ya está —dijo ella mientras Damon se aproximaba—. El sitio perfecto para que Papá Noel disfrute de un poco de relajación.

Se puso en pie y se giró hacia él, pero no comentó nada sobre el traje. Probablemente no había esperado otra cosa.

Pero sí que respiró profundamente, cerró los ojos y sonrió. Tenía la sonrisa más libre que había visto nunca.

—Me encanta ese olor en un hombre —murmuró con aprobación—. Me trae buenos recuerdos.

—¿De un viejo novio?

—De mi abuelo.

Aquella mujer era malísima para el ego de un hombre. Damon sonrió. Le encantaban los desafíos.

—¿Listo para irnos? —preguntó después, y él asintió y observó en silencio mientras ella se dirigía a por su bolso sin que sus bailarinas hicieran un solo ruido sobre el suelo de mármol. Curiosa elección de calzado para llevar con unos pantalones grises hechos a medida y una camiseta de seda fucsia sin mangas con una pieza bordada en la pechera que parecía de alta costura, pero todo cobró sentido cuando abrió el armario de los abrigos junto a la puerta y se cambió las bailarinas por unas sandalias negras de tiras con tacones de aguja—. No soporto los tacones altos en suelos de mármol —explicó—. Es ese ruido tan molesto. ¿Dónde está la elegancia? Por no hablar de la posibilidad de retirarte sin que te vean ni te oigan. Es una habilidad muy útil en algunas ocasiones. Aunque no he tenido que usarla nunca aquí. Tu padre no es un mujeriego —volvió a conectar la alarma antes de cerrar el armario—. Es agradable para variar.

—¿El tuyo sí lo era? —preguntó él mientras la acompañaba al rellano y cerraba tras ellos.

—Oh, sí. No era más que un juego. Todo, desde robarle la mujer a otro hombre hasta robarles grandes cantidades de dinero a otras personas. Todo era un juego.

—¿Qué pintaba tu madre en todo eso?

—Mi madre vive felizmente en Texas con su marido magnate del petróleo número tres. Él tampoco es un mujeriego, ahora que lo pienso. Ya son dos.

—¿Y él no te daría un trabajo si se lo pidieras?

—Probablemente, pero no quiero trabajar para la familia, Damon. Nunca he querido y nunca querré.

—¿Otra regla?

—Eso es más bien un rasgo de supervivencia. Trabaja para la familia y, antes de darte cuenta, estarán intentando controlar tu vida —entraron en el ascensor y Ruby pulsó el botón para bajar al vestíbulo—. ¿De qué dinero dispone la tarjeta de crédito de tu padre en lo referente a comprar regalos de Navidad para sus hijos? —preguntó—. Porque resulta que la llevo conmigo.

—Una vez nos compró un avión —dijo Damon—. Pero tuvimos que compartirlo.

—Pobrecito —murmuró ella con otra de esas sonrisas despreocupadas que le hacían pensar en un niño en una tienda de caramelos—. No creo que pueda conseguir un avión o dos con tan poco tiempo, pero no me importa ir de compras con los jeques si esa es la norma. Vamos entonces al Landmark.

El centro comercial Landmark estaba pegado al hotel oriental Landmark, lo que significaba aparcacoches e indulgencia desenfrenada. El medio de transporte de Ruby, un Audi R5 negro con acabado perla, encajaría a la perfección.

—¿Es tuyo? —preguntó él.

—¿Eso era una pregunta? —dijo Ruby—. Creí que habíamos prohibido las preguntas personales.

—Tú acabas de hacerme una.

—Yo he preguntado por el coste de los regalos de Navidad para tu familia. Eso son negocios.

—No, eso es totalmente personal. Yo en cambio solo te he preguntado si el coche era tuyo. Podría ser de la empresa. Podría ser de mi padre, aunque lo dudo. A él le gustan más los turismos.

—Es mío. Yo lo elegí y yo lo pagué. ¿Contento?

—Sí. Y apruebo tu elección. Casi compensa tu elección de accesorios para el pelo. ¿Qué es eso que llevas en la cabeza? —Ruby se lo había puesto en el coche y él llevaba mirándolo desde entonces.

—Es una cinta para el pelo. Evita que se me meta en la cara y, lo que es más, hará que nos tomen en serio cuando compremos donde vamos a comprar. Ya lo verás.

—Ruby, es una cinta de piel de leopardo con un lazo rosa.

—No, es alta costura.

—Tengo otra pregunta.

—Te preguntas de dónde sale el dinero.

—¿Tanto se me nota?

—No, pero es la primera pregunta que hacen todos. Federales, abogados, desconocidos... Todo el mundo quiere saber si me estoy gastando el dinero robado de mi padre. Pues no. El dinero es legal. Tengo un fondo fiduciario cortesía de mi difunta abuela.

—Así que en realidad no necesitas trabajar para mi padre. Podría intentar ganarme tu afecto sin sentirme mal.

—No, seguirías sintiéndote culpable; eso si conoces el término. Mi abuela no alentaba la holgazanería. El fondo está estipulado de manera que, por cada dólar que yo gano, me dan dos. Más si participo en algún acto benéfico, cosa que hago.

—¿Y qué le habría parecido a tu abuela el coche?

—Le habría encantado el coche —dijo Ruby, salió del aparcamiento y se lanzó al tráfico de Hong Kong con una seguridad nacida de la insensatez—. Hay una opción de masaje incorporada al asiento, por si necesitas relajarte —murmuró mientras atravesaba tres carriles de coches para tomar la siguiente salida a la derecha.

—Estoy bien —contestó él, pero para cuando llegaron al centro comercial ya se había reencontrado con sus plegarias y había descubierto que Ruby Maguire estaba completamente loca o deseaba morir en un accidente de tráfico.

El centro comercial no ayudó a calmar los nervios de Damon.

—Sabes lo que vas buscando, ¿verdad? —preguntó con cierta desesperación al ver la miríada de tiendas que rodeaban el patio central.

—No —contestó Ruby alegremente—. No tengo ni idea. Por eso estás aquí. Puedes empezar diciéndome si tus hermanas son muy chicas en lo referente a regalos o son más prácticas. ¿Debería pensar en bolsos para Poppy o en pases de temporada para el Royal Ballet? Vive en Londres, ¿verdad?

—Sí. Y me decanto por las entradas. Comprar entradas por Internet significaría que no tendríamos que entrar en ninguna de esas tiendas. Problema resuelto.

—O podríamos meter las entradas en el bolso —murmuró Ruby—. O en el bolsillo de un abrigo de terciopelo negro. ¿Tienes sus medidas? —Damon negó con la cabeza y ella suspiró con impaciencia—. Vamos, Damon. Estás conmigo en esto. Sin duda alguien de tu estatura podrá adivinar la talla de un vestido. No vamos a encargar nada hecho a medida en esta época. Tendrá que estar listo para llevar.

—En ese caso, Poppy mide un metro setenta y está demasiado delgada para su propio bien. Una talla diez, australiana.

—Gracias. Sabía que podías hacerlo. ¿Y qué me dices de Lena?

—Lena es un poco más alta y ha pasado los seis últimos meses en una silla de ruedas. Actualmente está más delgada aún que Poppy. Espero que no le dure.

—¿Entonces talla ocho? ¿O diez?

—Sí —contestó él, y se ganó una mirada de reproche—. La diez mejor. Dale algo a lo que aspirar.

—¿Y qué talla soy yo?

Bien por Ruby por darle permiso para contemplar su delicioso cuerpo.

—Brazos por encima de la cabeza y date la vuelta —ordenó él.

—Qué gracioso —Ruby entornó sus ojos color miel y se llevó las manos a las caderas. Damon la siguió con la mirada. Su cintura era estrecha, pero sí que tenía caderas. Por no mencionar su trasero y sus pechos voluptuosos. Tenía la melena castaña apartada de la cara, cortesía de aquella ridícula cinta, y su enorme bolso de cuero completaba el aire general de abundancia.

Curvas abundantes, actitud abundante y desafío abundante. Damon sonrió con apreciación.

—Entre una diez y una doce, Ruby, aunque imagino que tu ropa está hecha a medida. Das esa impresión. ¿Cómo voy hasta ahora?

—Eres un verdadero experto en el cuerpo femenino. Qué afortunada. Ahora dime qué tipo de ropa les gusta llevar a tus hermanas.

Damon miró hacia arriba otra vez, hacia los pisos repletos de tiendas. Parecían tiendas muy espaciosas. Y probablemente no habría tantas por piso.

—A Poppy le gustan las capas. Lena odia los vestidos. A ninguna de las dos les gusta el color.

—Es una pena —murmuró ella—. ¿Les gustan las joyas?

—Tienen joyas.

—Estoy dando por hecho que tienen de todo —respondió Ruby secamente—. Vamos, Damon —añadió señalando el escaparate más cercano—. A nadie se le da la neutralidad mejor que a los franceses.

Damon se preparó y la siguió al interior de la tienda.

Pocos minutos más tarde decidió que no era su cinta de pelo lo que les consiguió el mejor servicio, sino su actitud. No rebuscaba en las baldas ella, sino que describía lo que deseaba y dejaba que los empleados buscasen el producto. Después dividía los artículos entre los descartados y los que quería considerar. Había asientos, y Damon se aprovechó de ellos. También algo de beber, oferta que declinó.

Tres dependientas y una teniente con curvas. Dos regalos que comprar. Cinco minutos como máximo.

Se equivocaba.