Destinados a enamorarse - Kelly Hunter - E-Book

Destinados a enamorarse E-Book

KELLY HUNTER

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Beschreibung

Bianca 3033 Una conexión tan intensa … ¡era imposible de disimular! Cuando el helicóptero que pilotaba Reid Blake se estrelló en una zona desértica de Australia, una joven que se encontraba recogiendo plantas en la zona lo mantuvo con vida. En la oscuridad y en una situación desesperada, se creó una estrecha relación entre ambos, por lo que, cuando rescataron a Reid y ella desapareció, él no paró hasta encontrarla. Ari Cohen no se había olvidado de él, pero sabía por experiencia que los finales felices no existían. Al trabajar como ayudante en el baile anual que celebraba la familia de Reid, no se esperaba la emoción que le produjo que él la reconociera ni el maravilloso beso que se dieron. Pero ¿podría aquella prudente Cenicienta confiar en que él la siguiera deseando cuando el reloj diera las doce de la noche?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Kelly Hunter

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Destinados a enamorarse, n.º 3033 - septiembre 2023

Título original: Cinderella and the Outback Billionaire

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411802994

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

TIENES que irte.

Reid Blake levantó la vista de la pantalla del ordenador y miró a su hermano mayor con el ceño fruncido. Aunque Judah era imponente y su reputación hacía honor a su impresionante aspecto, a Reid no le intimidaron sus palabras.

–¿Por qué tengo que marcharme? Acabo de llegar. Y tu querida hija me ha invitado a merendar en el armario que hay debajo de las escaleras. Está haciendo magdalenas.

La expresión de Judah se suavizó ante la mención de su hija. Piper Blake tenía nueve años, era inteligente y graciosa, con el rostro de un ángel. Era un milagro que Judah le negara algo.

Judah, un lord inglés, a pesar de haberse criado en Australia, suspiró y se apoyó en el marco de la puerta. Se hallaban en la casa de la granja Jeddah Creek

–Si no te vas ahora mismo, será mejor que eches una lona a ese mosquito al que denominas helicóptero. Se avecina una tormenta de arena.

Reid suspiró al tiempo que separaba la silla del escritorio empujándola hacia atrás. La conexión a Internet allí no era buena y aquella era su última oportunidad de descargar los correos electrónicos de trabajo.

–¿Por qué cada vez que consigo librar unos días para ir a Cooper Crossing hace mal tiempo? ¿Acaso los dioses no piensan que me merezco un descanso? Lo creas o no, deseo un poco de soledad.

–Pues deja el ordenador y ve a buscarla.

–No puedo. Estoy esperando información sobre un nuevo prototipo de motor que mandé a comienzos de la semana pasada. No es fácil ser un genio de los motores, un adicto al trabajo y un playboy multimillonario y soltero. Es una pesadez.

–¿Has acabado?

–No sabes si lo que quieren de ti es tu dinero o tu amor; o posiblemente el nuevo prototipo de motor solar que va a revolucionar la aviación comercial. Te aseguro que estoy sufriendo una crisis existencial.

Su hermano lo miró sin inmutarse.

–No eres un playboy.

–Lo sabemos los dos, y probablemente las pocas mujeres con las que he tenido una relación seria, pero el resto de la humanidad piensa lo contrario.

–Hablando de las mujeres con las que has salido… Tu amigo Carrick Masterton me llamó el otro día porque quería localizarte para que fueras el padrino de su boda.

–Ya le he dicho que no.

No se debía salir con la hermana de tu mejor amigo. Reid había incumplido esa regla doce años antes con la esperanza de que Jenna fuera la mujer ideal. Sin embargo, tras seis meses de conversaciones íntimas, viajes y atenciones, Jenna vendió la información que había conseguido sobre él y se declaró ecologista. Dijo que era un capitalista defensor del libre mercado al que le importaba un pito el medio ambiente, además de menospreciar sus proezas sexuales y afirmar que carecía de sentimientos.

Todo ello le supuso la pérdida de varios negocios prometedores y la de un amigo.

–Jenna acudirá a la boda como dama de honor. Parece que está dispuesta a olvidar el pasado.

Judah enarcó una ceja con escepticismo.

–Eso está bien.

–Desde luego. ¿Hay algo más que quieras saber sobre mi vida?

Judah levantó las manos para apaciguarlo.

–No quiero entrometerme.

–Si Carrick vuelve a llamar, dile que no eres mi secretario.

–Ya lo he hecho, pero me interesaba saber qué pensabas.

–Según ellos, soy mezquino porque sigo resentido, pero no podía hacer otra cosa con respecto a la invitación. Mi regalo de boda para Carrick y su novia son dos semanas de vacaciones con todos los gastos pagados en una isla de la barrera de coral. Mi secretaria se lo envió hace un par de días. Supongo que por eso Carrick ha llamado aquí.

–¿Los vas a mandar a nuestra isla?

–Claro que no. En cuanto llegasen subirían fotos a Internet de la casa en la playa. La novia de Carrick es influencer en redes sociales.

–Pues qué bien –dijo Judah en tono seco.

–Les he reservado las dos semanas en una isla que no tiene nada que ver con nosotros. Si van, les encantará. Pero estate atento a los titulares que hablen de mi excesiva generosidad, mi monstruosa falta de sensibilidad o de las dos cosas.

–Los enmarcaré y te los mandaré.

Ambo sonrieron.

–Lo cierto es que deseo que el matrimonio de mi amigo sea feliz. Lo deseo para él y, por supuesto, para mí.

Era lo más cerca que había estado, en años, de reconocer su soledad.

Judah suspiró y se agarró la nuca, lo que indicaba que le incomodaba el giro que había tomado la conversación.

–Entonces, ¿te quedas o te vas?

–Me voy en cuanto recoja las magdalenas y me despida de tu esposa y tu hija. ¿Te das cuenta de que les caigo mejor que a ti?

–Si me lo creyera, te mataría de un tiro.

–Eso es lo que dices, pero ¿lo harías?

Judah hizo una mueca.

–Dicen que la práctica hace al maestro.

Era un prueba de la sólida relación que había entre ellos, que les permitía hablar del incidente por el que Judah había pasado varios años en la cárcel cuando estaba en la veintena. Por otra parte, Reid sospechaba lo sucedido la noche del tiroteo, pero, por más que había intentado que Judah se lo contara, su hermano se había negado. Cuando era más joven, esa falta de confianza le había dolido. Ahora comprendía mejor lo que la gente debía y no debía saber.

–Se avecina una tormenta de arena –repitió Judah–. ¿No has dicho que te ibas?

Así era. No esperaría a comprobar en Internet la previsión del tiempo. Además, ya veía que la tormenta estaba llegando.

–Hasta dentro de una semana.

–La casa está preparada y aprovisionada para ti.

–No deberías haberte molestado.

–No lo he hecho. Gert vino la semana pasada.

Gert era el ama de llaves de Jeddah Creek. También trabajaba en otras dos granjas de la zona, el desértico y remoto interior de Australia. Se pasaba por cada una cada dos semanas.

–Pilota con cuidado.

Reid asintió mientras metía el portátil en la cartera. Llevaba pilotando helicópteros desde la adolescencia, y diseñándolos y construyéndolos desde los veintitantos. El helicóptero que lo esperaba tenía un motor revolucionario y doblaba la autonomía de vuelo de sus competidores.

–Siempre lo hago.

 

 

Veinte minutos después, tras una rápida revisión de la seguridad del aparato y de haberse comido dos magdalenas, Reid se dirigió al norte. No había más pasajeros. Estaba solo y más contento de lo que había estado en mucho tiempo.

Judah llevaba una vida recluida, lo que implicaba que Reid tenía que trabajar por los dos en las diversas empresas propiedad de ambos. Reid era el hermano sociable al que todos podían dirigirse sin temor. Nadie, ni siquiera Judah, sabía cuánto odiaba el escrutinio constante al que se veía sometido las veinticuatro horas del día ni que la fachada de playboy frívolo que se había construido comenzaba a pesarle, sobre todo porque, tras años de ocultar sus sentimientos a todo el mundo, ya no sabía cómo manifestarlos.

Los movimientos de sus empresas de ingeniería eran examinados por el mercado, por otras empresas de energías renovables y por un número cada vez mayor de grupos de presión. Los mercados subían y bajaban influenciados por sus palabras, lo cual le bastaba para desear volver a los buenos tiempos, cuando tenía diecisiete años, estaba solo y se ocupaba del ganado de la granja.

Sus padres acababan de morir y su hermano estaba en la cárcel por haber matado a un hombre.

En efecto, qué buenos tiempos.

Cuando su hermano salió de la cárcel, no había ningún adulto que se ocupara de ellos, por lo que compraron grandes extensiones de terreno en la región de Channel Country y se dedicaron a convertirlas en una reserva natural.

No hubo nadie que impidiera a Reid invertir mucho dinero en la investigación de energías renovables y de prototipos de motores aéreos que funcionaran con dicha energía; ni nadie que le advirtiera que grandes cantidades de dinero y poder y una importante posición social atraían más dinero, poder y responsabilidades, se estuviera o no preparado para afrontarlas.

Pero ambos estaban preparados. Reid se enorgullecía de lo que su hermano y él seguían logrando. Pero había días, y aquel era uno de ellos, que lo único que deseaba era verse rodeado por el azul del cielo y la tierra roja y los arbustos que veía debajo. Tras meses de duro trabajo, no había nada como estar en casa.

Dirigió el helicóptero hacia el norte prestando atención tanto a la dura belleza que lo rodeaba como al polvo que divisaba al oeste. Las tormentas de arena eran frecuentes, pero no era recomendable volar en medio de una. Si tenía que aterrizar, lo haría, aunque preferiría no tener que hacerlo y huir de ella.

Aumentó la velocidad al máximo y notó una sensación de júbilo. Volar había sido su primer amor y seguía siéndolo, seguido del sexo.

No lo comentaba, claro, pero seguía prefiriendo pilotar a tener relaciones sexuales.

Un multimillonario y un semental: así lo consideraban los medios y la gente se lo creía. Y aunque él bromeaba al respecto y se escudaba en ello para protegerse el corazón, esa descripción lo crispaba. Incluso antes de la desastrosa relación con Jenna, no había sido capaz de saber si una mujer se le acercaba porque de verdad le gustaba. Muchas lo hacían por su dinero o para servirse de su influencia para progresar política o profesionalmente o, como Jenna, para conseguir una atención mediática que no podían lograr por sí mismas.

Sus relaciones románticas llevaban mucho tiempo siendo una transacción.

¿Acaso era de extrañar que prefiriera volar a la intimidad sexual?

La pared de arena, y era una pared que se extendía hacia el norte hasta donde alcanzaba la vista, se iba aproximando.

–Tenemos que ir más deprisa –dijo mientras daba palmaditas a la consola frente a él.

 

 

Ari Cohen miró hacia atrás. La tormenta de arena se acercaba rápida y directamente hacia ella, lo que implicaba que debía recoger la tienda de campaña y meter sus cosas en la vieja camioneta a toda velocidad. Después tendría que buscar piedras para asegurar las ruedas y proteger el vehículo con cuerda y estacas para cercas clavadas en la arena. Solo entonces se sentiría segura, sentada en la cabina de la camioneta, esperando que la tormenta pasara.

Desde niña se había enfrentado a tormentas de arena, pero no de aquella magnitud. Recogió la tienda a toda prisa, mientras el viento le alborotaba el cabello castaño, y la metió en el asiento trasero de la camioneta, así como el hornillo de gas, pensando en la imprecisión de las previsiones meteorológicas en general y en el hecho de que a nadie le importaba el tiempo que hiciera allí, en medio de la nada.

Nadie vivía allí, salvo los ricos hermanos Blake, que probablemente ya poseerían buena parte del planeta Marte.

De pronto vio una mancha negra y plateada en el cielo, que resultó ser un pequeño helicóptero.

Si quienquiera que lo pilotara creía que podría ir más rápido que la tormenta se equivocaba.

–¡Estás loco! ¡Aterriza! –gritó, aunque sabía que nadie la oiría. Pero no podrían acusarla de no habérselo advertido.

Se le encogió el corazón al ver que el helicóptero se elevaba e inclinaba hacia la derecha. No quería presenciar la tragedia, sino subirse a la camioneta y soportar la tormenta lo mejor que pudiera. Sin embargo, no pudo apartar la vista de la lucha del helicóptero contra los elementos.

–¡Baja!

Como si la hubieran oído, el helicóptero se lanzó de cabeza hacia la tierra.

–¡Así no!

Se olvidó de las estacas y las cuerdas. Cuando el helicóptero aterrizara, no habría nadie más que ella para ir a ver si se podía rescatar a alguien.

No era médica ni enfermera.

No la atraía conducir hacia el desastre, pero…

¿Por qué siempre había un pero?

Había nacido y crecido allí, al borde del desierto y sabía lo que sucedía cuando no había nadie que pudiera ayudarte. Era una tierra inclemente.

Y quien estuviera en aquel helicóptero iba a necesitar ayuda.

Lanzó una maldición al poner en marcha la camioneta. ¿Quién le aseguraba que el vehículo no sería derribado por el viento? De todos modos, arrancó y se dirigió al norte. Aún tenía visibilidad y veía el helicóptero peleando contra el viento. Todavía no había caído, pero cada vez estaba más bajo.

«No te rindas», deseó mentalmente a quien lo estuviera pilotando.

 

 

En todos los años que Reid llevaba pilotando, nunca había visto un tiempo como aquel. Todo sentimiento de superioridad o de seguridad por el hecho de ser un hombre lo había abandonado. Lo único que le importaba era aterrizar. Podía morir. La eficacia de los motores era inútil ante la fuerza de los elementos.

Hacía tiempo que no veía la tierra. Ninguno de los instrumentos funcionaba.

No sabía dónde estaba el cielo, pero se esforzó en adivinarlo para seguir bajando.

No podía ser el final.

Si sobrevivía, daría prioridad al sexo, en vez de a volar. «Lo prometo».

Si sobrevivía…

 

 

Fue un milagro que Ari encontrara el lugar en que se había estrellado. Frente a ella se hallaba el pequeño helicóptero, con el morro enterrado en la arena y la cola hacia arriba. Quién sabe dónde estarían los rotores. No había nadie entre los restos.

Si el ocupante había salido disparado, ¿dónde habría aterrizado?

No lo sabía.

Apagó el motor de la camioneta, que tal vez no volviera arrancar, después del infierno del que había escapado, pero ya pensaría en eso más tarde. Dentro de la camioneta, no había arena en el aire; fuera podía morir.

Pero había alguien fuera. No sabía si habría muerto y, si estaba vivo, no duraría mucho, a no ser que buscara refugio o que alguien se lo proporcionara; o sea, ella.

Agarró una correa de nailon destinada a sujetar cargamento, no a personas y se ató un extremo a la cintura. Se puso las gafas de sol y un pañuelo en la cabeza. Lamentó no tener gafas de buceo, porque le habrían venido muy bien.

Se bajó de la camioneta e inclinándose contra el viento ató el otro extremo de la correa al parachoques. La correa tenía, como mucho, treinta metros de longitud. Si no encontraba a nadie, cuando no pudiera seguir avanzando, probaría en otra dirección.

–Sigue luchando –murmuró–. Te siento –era verdad. Otro milagro, sin duda–. Voy a buscarte. No te rindas.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

RESPIRABA. No veía nada, pero respiraba y no estaba solo.

–¿Quién anda ahí? –preguntó con voz pastosa. El dolor de cabeza era espantoso, pero pudo articular las palabras.

–Puede hablar –la voz le sonó un poco histérica a Reid, pero en su vida se había sentido tan agradecido por estar acompañado–. ¿Había alguien más en el helicóptero con usted?

–No.

La mujer exhaló ruidosamente.

–Eso está muy bien.

–¿Dónde estamos? –seguía articulando con dificultad.

–En una tienda de campaña cerca de donde se estrelló el helicóptero. No sabía si era buena idea moverlo, así que he traído la tienda. Hay una tormenta de arena. Aquí no se está bien, pero fuera se está mucho peor.

–No veo.

–Está oscuro por la arena.

–No, no veo.

Silencio.

–¡Diga algo! –dijo Reid extendiendo la mano hacia la voz y aferrándose a un brazo desnudo, a una piel cálida y viva–. No veo –notó la mano de ella que le agarraba la suya intentando calmarlo.

–Seguro que se ha dado un golpe en la cabeza.

Era evidente, pero no estaba solo y seguía respirando, por lo que debía estar agradecido.

–¿Va a quedarse? –era fundamental que la bonita y asustada voz no desapareciera.

–Sí, ahora no puedo marcharme. Es imposible salir.

–No veo –repitió abrumado.

–Ya lo he oído –se llevó la mano de él a los labios, que le parecieron suaves y cálidos–. Lo he encontrado, pero no puedo ayudarlo.

Reid creyó que iba a volver a desmayarse de dolor.

–«Quédese», rogó mentalmente. «No quiero morir solo».

–No creo que vaya a morirse. Su pulso es fuerte –dijo ella con voz ronca, a causa del polvo, pero hermosa.

¿Cómo le había adivinado el pensamiento?

–Está hablando en voz alta.

Él rio, pero se dio cuenta de que reírse o moverse no era buena idea.

–No… No puedo…

–Está hablando y está vivo. Es una buena señal.

Reid le estrechó la mano y ella lo imitó, antes de que la oscuridad volviera a apoderarse de él.

 

 

Cuando Reid recobró el conocimiento, no estaba solo. Su salvadora se había acurrucado a su lado, una presencia cálida y una suave respiración contra su hombro. Lo agarraba de la muñeca como si se hubiera quedado dormida tomándole el pulso. El viento ya no zarandeaba la tienda, pero el aire seguía siendo pesado y los rodeaba un silencio anormal.

Reid movió los dedos de los pies y las piernas. También los de las manos y los brazos. Pensaba y respiraba.

Pero seguía sin ver.

–¿Cuánto tiempo ha pasado?

Ella se había movido mientras él comprobaba el estado de sus miembros. Supo que se había despertado.

–Un poco.

–No parece que haga tanto viento.

–Creo que se debe a que la tienda está medio enterrada en la arena. Noto el peso en el cuerpo. Usted está en el lado bueno.

Ella se incorporó y él supuso que lo había hecho apoyándose en el codo, porque el resto de su cuerpo seguía pegado al suyo. Intentó imaginarse el aspecto de aquella mujer, sin conseguirlo.

¿Estaría casada?

–Si no vuelvo a soltarla la mano, ¿le importaría a alguien?

–A mí, llegado a cierto punto. Creo que a nadie más.

–¿Cuántos años tiene?

–Veintitrés.

–¿Es guapa?

–¿Acaso importa? –lo reprendió ella.

–¿Eso es un no?

–Oiga, está atrapado conmigo en una tienda de campaña en medio del desierto y de una tormenta de arena. Estoy a punto de darle de beber y comer y no puede verme. ¿De verdad le importa mi aspecto?

Dicho así…

–Tutéame. Me llamo Reid.

–Sé quién eres –levantó la mano de la muñeca de él y se apartó.

–¡Espera! –lo invadió el pánico.

–Ahora vuelvo –le puso la mano en el pecho y se lo apretó–. Mi camioneta no está lejos. Aunque no la vea, estoy atada a ella, así que la encontraré –llevó la mano de Reid a su cintura y él notó la correa de nailon–. Lo único que tengo que hacer es seguir la correa.

–¿Cómo vas a volver?

–¿Acaso no te he encontrado? He vuelto a por la tienda, te he vuelto a encontrar y he instalado la tienda a tu alrededor. En la camioneta tengo pastillas para aliviarte el dolor. ¿Te parece que merece la pena que vaya a por ellas?

–Ve a por ellas.

–Suéltame la mano.

No estaba dispuesto a hacerlo.

–Quédate.

–¿En serio?

–Es peligroso que salgas. No deberías irte.

–¿Y los analgésicos? Creo que los necesitas.

–¿Cómo es que estás aquí, en medio de la nada? Aquí no vive nadie ni nadie pasa por aquí. ¿Eres real?

–Soy una intrusa, no estoy casada ni soy guapa en el sentido convencional de la palabra. Tengo los ojos demasiado separados, el cuello muy largo, la nariz desviada porque me la rompí de pequeña y soy delgada. No soy excesivamente inteligente y la gente me considera muy tímida, por lo que no me tiene en consideración. Sin embargo, soy real.

–Me parece muy bien.

Ella rio y su risa le pareció maravillosa.

–¿Lo ves? Empiezas a hablar con sensatez, lo cual es buena señal. Eres capaz de seguir la conversación, tienes el pulso bien y respiras con normalidad. No soy médica, pero me parecen buenas señales. Eres un hombre fuerte.

–Así es –notó que iba a volver a desmayarse.

–¡Reid!

No pudo evitarlo.

Ni siquiera aferrándose a la mano de ella.

 

 

Ari abrió la tienda y salió. La preocupación por Reid había superado el deseo de seguir en la tienda. Ya no llevaba el pañuelo, porque lo había enrollado en la cabeza de él para detener la hemorragia, pero se levantó la camiseta para taparse la nariz y la boca y no respirar arena. En la camioneta tenía un botiquín y agua para varios días, aunque esperaba que los rescataran antes.

Sabía que el herido era multimillonario. Seguro que en el helicóptero o en sus efectos personales habría un dispositivo de rastreo, por lo que sabrían dónde se hallaba e irían a buscarlo en cuanto pasara la tormenta.