Azaña, el mito sin máscaras - José María Marco - E-Book

Azaña, el mito sin máscaras E-Book

José María Marco

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Manuel Azaña llegó a ser la voz de la Segunda República y se ha convertido en uno de los mitos de referencia de la democracia española. ¿Merece ocupar el papel que se le ha querido atribuir? ¿Es Azaña ese demócrata capaz de suscitar y elaborar consensos nacionales alrededor de un proyecto pluralista y tolerante? Y a partir de ahí, ¿puede la Segunda República constituir el referente democrático de nuestra actual Monarquía parlamentaria? José María Marco, quien dedicó varios libros a su figura, vuelve ahora al personaje en Azaña, el mito sin máscaras. Aquí revela la dura crítica de Azaña al liberalismo del que él mismo procede, por formación y origen familiar. Aclara la superioridad que otorga a la República sobre la democracia y la idea de que la democracia sólo es válida si corrobora un régimen presidido por una coalición de izquierdas. Y pone de relieve la naturaleza revolucionaria del proyecto azañista, que se enfrentará a otras formas de concebir la revolución, en particular la de los nacionalistas, los socialistas, los anarquistas y los comunistas. Finalmente, analiza su literatura y su vocación de artista. Así es como sale a la luz un hombre atormentado, un nihilista producto de la crisis occidental de fin de siglo y que concibe su obra con el espíritu de un diletante. En la República que presidió sólo tenían cabida sus amigos, los únicos republicanos auténticos. Azaña sigue dividiendo a los españoles.

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José María Marco

Azaña, el mito sin máscaras

© El autor y Ediciones Encuentro S.A., 2021

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección Nuevo Ensayo, nº 92

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN EPUB: 978-84-1339-417-6

Depósito Legal: M-26811-2021

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

Preámbulo

I. Liberalismo

La República antiliberal

La crisis del liberalismo

Reformismo

Juan Valera. El adiós al liberalismo

Ajuste de cuentas

Lección de republicanismo

II. REPÚBlICA Y DEMOCRACIA

Francia. La patria republicana

El republicano sin patria

La República absoluta

La República absoluta. Prioridades

La republicanización de España

La España nueva

III. REVOLUCIÓN Y GUERRA CIVIL

La Revolución del 14 de abril

De la Revolución de Octubre a la del 18 de julio

La Revolución del 18 de julio

La contrarrevolución estalinista

IV. Arte y diletantismo

El culto al Yo

Tanteos de la vocación de artista

La confesión inacabable

La revolución diletante

El fondo de la nada

CRONOLOGÍa

BIBLIOGRAFÍA

Preámbulo

EL CONSENSO AZAÑISTA. LAS MÁSCARAS DEL MITO

El 7 de noviembre de 1990 se inauguró en el Palacio de Cristal del Parque del Retiro, en Madrid, una exposición sobre la vida y la obra de Manuel Azaña. Se conmemoraba el 50 aniversario de su fallecimiento en Montauban, Francia. A la entrada, un gran panel fotográfico recordaba a los visitantes que allí mismo, el 10 de mayo de 1936, los diputados a Cortes y un grupo de compromisarios de diversos partidos habían elegido a Azaña presidente de la República española. Entre estos últimos estaba, por el PSOE, José Tobarra Molina, abuelo materno del comisario de aquella exposición, responsable del catálogo y autor de este libro. Acudieron el ministro de Cultura, Jorge Semprún, y el alcalde Madrid, Agustín Rodríguez Sahagún. Entre los invitados al acto estaban muchos de los firmantes de los estudios y ensayos que acompañaban, en el catálogo, a una importante selección de textos inéditos de Azaña: José Prat, entonces senador por el PSOE y amigo de mi abuelo en tiempos de la República, Federico Jiménez Losantos, Santos Juliá, Manuel Aragón y Javier Tusell, entre otros.

La exposición había sido una empresa delicada. Intentaba exponer una vida y una obra discutidas, y no sólo por quienes no se identificaron en su momento con la República y tampoco lo hacían con el legado republicano, sino también por los muchos que, en el bando republicano, habían discrepado de la política y los escritos azañistas. Aunque entonces el asunto empezaba ya a caer en el olvido, en 1990 todavía había quien recordaba la hostilidad con que fue acogida entre muchos de los republicanos en el exilio La velada en Benicarló, con su dura crítica a la conducta de la guerra. La publicación de algunos fragmentos de las Memorias en plena Guerra Civil había levantado ampollas. Prevaleció la idea de presentar la humanidad del personaje y su extraordinaria complejidad, sin entrar en valoraciones, aunque en una exposición conmemorativa como aquella prevalecía, como es natural, el recuerdo elogioso. El fiel de la balanza siempre, también entonces, se ha inclinado del mismo lado.

La exposición, que luego viajó a Valencia y a La Coruña, fue complementada con otros actos celebrados en Alcalá de Henares. Resultó un gran éxito, sobre todo porque respondía a un espíritu todavía vigente en la sociedad española, el mismo que había hecho posible la Transición: apartar la historia de la política y no utilizar la primera como un arma en el debate público, por mucho que el debate siguiera las mismas pautas de dureza que ha tenido siempre, en todo lugar. El recuerdo de los desastres de la Guerra Civil, la voluntad de perdón y reconciliación, y la conciencia de que ninguno de los bandos —bandos del pasado, en cualquier caso— podía reivindicarse contra el otro, estaban en el fundamento de aquel equilibrio. No lo quebraron los intentos de hacer suyo el legado de Azaña por parte de políticos alejados de las posiciones de izquierda, como José María Aznar. Felipe González se mantuvo prudentemente apartado de las conmemoraciones del año 90.

Aquel equilibrio estaba destinado a romperse. El cambio vendría por el lado de la historiografía, porque nuevas publicaciones y nuevas investigaciones, correspondientes a nuevas necesidades, sacarían a la luz datos e interpretaciones distintas de las hasta entonces vigentes. Y también por el de la política, porque las preguntas que inevitablemente se iba a hacer una sociedad renovada acerca de los hechos ocurridos en los años 30 traerían aparejado un debate que acabaría cobrando carácter político. Se iba a poner a prueba, por tanto, el consenso fundador de la Transición. No era obligatorio, sin embargo, que ese consenso tuviera que verse afectado por los debates a los que daría lugar aquella renovación de la perspectiva histórica y de la visión que de su pasado tenía la sociedad española. No ocurrió así con los debates sobre la memoria en Francia o en Alemania en los años 70, cuando se revisó lo ocurrido en aquellos mismos años 30 y 40. Cambian las perspectivas, como es natural. No por eso tiene que cambiar el régimen que permite esos debates e incluso anima al surgimiento de nuevas posiciones en el interior de toda una sociedad ante su historia y ante sí misma.

En cuanto a la historia, en aquellos años 90 se fraguó un cambio de modelo que afectó a la manera en la que hasta entonces se había interpretado la historia de España desde finales del siglo XIX. Con La libertad traicionada, yo mismo puse en cuestión el papel modernizador y democratizador de las elites regeneradoras y, supuestamente, reformistas. También hubo quien volvió a poner en cuestión el relato y la valoración que de la República y de la Guerra Civil había consagrado la historiografía oficial.

En cuanto a la política, en aquellos mismos años el centro derecha reivindicó su papel y su genealogía liberal y constitucional en la historia. La gran novedad llegó más tarde, entrado el nuevo siglo. Dio la señal de salida la promulgación de la Ley de Memoria Histórica, con la que un Partido Socialista, ajeno ya a las precauciones de quienes habían sido sus responsables hasta entonces, respondió a las nuevas y legítimas preguntas de los españoles. Lo hizo reintroduciendo la historia en la política, reivindicando la República como un experimento impecablemente democrático y restaurando la dinámica «amigo/enemigo» como forma de hacer política. El intento de evasión, un poco nihilista, de Mariano Rajoy no sirvió de nada y la situación ha empeorado después.

La figura de Manuel Azaña no iba a permanecer ajena a este cambio. Así se quebró el frágil equilibrio entre el respeto y la atención a la evidente complejidad de la figura —un equilibrio perceptible también en un monólogo sobre la figura en el que colaboré con José Luis Gómez, que lo interpretó de forma memorable—. Desde entonces, Azaña ha ido convirtiéndose en un santo laico. Él mismo evocó en su momento una santa trinidad formada por Pablo Iglesias, Giner de los Ríos y Pi y Margall. Hoy nadie recuerda a Pi y Margall, y es Azaña quien ha venido a sustituirlo en este panteón. Junto al socialismo (Iglesias) y a la estética y la pedagogía (Giner), Azaña viene a encarnar la democracia, democracia republicana, para mayor precisión.

En noviembre de 1978, los reyes Don Juan Carlos y Doña Sofía, de visita en México, hicieron algo excepcional: acudir al domicilio de la viuda de Manuel Azaña, Dolores de Rivas Cherif, para conocerla y saludarla. Era una forma de cerrar una herida personal, histórica y política, reconocer un legado nacional e incorporarlo, con la sencillez y la humanidad que están reservadas a los titulares de la Corona, a la Monarquía parlamentaria, la forma de la democracia liberal española.

El significado del testimonio gráfico de aquel encuentro ha ido cambiando con el tiempo. Entonces fue una prueba de reconciliación y continuidad en forma de reconocimiento. Ha acabado convertido en una legitimación a la inversa, como si Dolores de Rivas Cherif —que jamás debió de figurarse que llegaría a asumir un papel como este— legitimara con aquel gesto la reciente democracia liberal española. Una pirueta político-ideológica mediante la cual, borrados cuarenta años de historia, la Monarquía parlamentaria queda vinculada al recuerdo de la Segunda República representada por Manuel Azaña. Aún peor: la nueva construcción simbólica permite apartar la historia previa a Manuel Azaña. Como si la Monarquía parlamentaria española instaurada en 1978 quedara vinculada a la Segunda República y esta, a su vez, se hubiera encarnado en un país en el que hasta 1931 no había existido nada parecido a un régimen constitucional y liberal. En otras palabras, se establece una relación intrínseca entre Monarquía parlamentaria y República, y otra entre República y democracia liberal.

No cabe duda de que estas interpretaciones son lícitas y argumentables. No son indiscutibles, en cualquier caso, ni forman parte de los fundamentos históricos y políticos de la democracia española.

La relación entre República y democracia es más complicada de lo que a primera vista puede parecer. Todos sabemos que no siempre una república es una democracia y Azaña, que lo sabía tan bien como cualquier otro, se esforzó siempre por anteponer la primera a la segunda. Por razones que se explican en estas páginas, en Azaña la República prevalece sobre la democracia y esta sólo es válida si respalda la República y, más exactamente, la República de los republicanos, la República del propio Azaña. Y es que la República y la democracia también estuvieron representadas por personas, movimientos y partidos que tenían de ellas una idea muy distinta de la que representa Azaña: desde Lerroux hasta Alcalá-Zamora, sin excluir a quienes no se sentían republicanos, en buena medida porque los republicanos como Azaña se empeñaron en expulsarlos del régimen. Así les ocurrió a los simpatizantes, votantes y miembros de la CEDA.

Y si la República no es sinónimo de democracia, en particular en la concepción de Azaña, tampoco la Segunda República advino, como se dijo entonces, en el vacío de un país sin civilizar, a medias feudal y a medias norteafricano, por no echar mano de otros términos más crudos, y más racistas, que durante mucho tiempo se han utilizado para describir la contextura moral de los españoles. En España había una tradición constitucional y liberal, propiamente nacional, que se remontaba a 120 años atrás. Estaba consolidada y firmemente arraigada en la mentalidad y en las costumbres españolas. Y si la Monarquía constitucional entre 1902 y 1923 no consiguió la transición a una democracia plena, fue en buena medida, como Roberto Villa ha demostrado recientemente con su estudio sobre la revolución de 1917, por obra de aquellos mismos que en 1931 se proclamaron los únicos demócratas. No era una tarea fácil, en cualquier caso, y el fracaso de los españoles no es ni mucho menos el único de los que se produjeron en Europa.

Si se tiene en cuenta todo esto, se entenderá mejor lo discutible que es la vinculación de la Monarquía parlamentaria española de 1978 con la República. Lo lógico, y lo que no se ha hecho a pesar de algún esfuerzo coyuntural, era relacionarla también con la tradición liberal y constitucional española, intrínsecamente ligada a la Corona. Y lo lógico, y lo que tampoco se ha hecho, es exponer y explicar las virtudes y las ventajas que la Corona tiene, por razones políticas, ideológicas, culturales e históricas, para la preservación y la cohesión de la democracia liberal en nuestro país. Así que desde los años 70 venimos hablando de reyes republicanos y de una Monarquía republicana, como si eso fuera posible. Es una de las muchas fantasías absurdas que desde entonces pueblan el imaginario político e intelectual español.

El personaje de Manuel Azaña se presta particularmente bien a este artificio. En particular el Azaña de los grandes discursos de la Guerra Civil, como aquellos en los que proclama su rechazo a la idea misma de una victoria sobre compatriotas y en los que invoca una «patria eterna» que nos invita a «la paz, la piedad y el perdón». Igualmente está el Azaña de La velada en Benicarló, un coloquio sobre las causas y el desarrollo de la Guerra Civil, llevado a la escena por José Luis Gómez, esta vez en 1981. (Mi madre, María Tobarra, siempre aficionada a callejear por Madrid, se acercó a sacar las entradas al Teatro Bellas Artes, justo al lado del Congreso de los Diputados, un 23 de febrero de 1981. Cogió el autobús para volver a casa y cuando llegó contó que había poca gente por la calle).

Los discursos de guerra y La velada en Benicarló son textos importantes en nuestra historia y contribuyeron, tal y como su autor lo había pensado, a construir un mito: el de un Azaña que vendría a ser la encarnación misma de una República reformista, moderada y modernizadora. Pues bien, ni existía ese país casi primitivo inventado por la imaginación de los noventayochistas y los regeneracionistas, nutridos de romanticismo y nacionalismo, ni Azaña quiso representar nunca una República moderada. Es verdad que lo afirma así a partir de 1936, por motivos que se exponen en las siguientes páginas. No decía lo mismo, ni mucho menos, en años previos, cuando su República debía traer aparejadas destrucciones «que no puedan repararse jamás».

La política azañista de la Segunda República no es reformista, y es Azaña mismo el que se encarga de dejarlo claro una y otra vez. Sus reformas militares van destinadas a republicanizar el Ejército, no sólo a racionalizarlo, modernizarlo y alejarlo de la política. La política religiosa y educativa, inspirada la primera por el propio Azaña, no consiste sólo en la separación de la Iglesia y del Estado ni en la continuación del esfuerzo de alfabetización y de instrucción ya realizado durante años. Era una ambiciosa empresa de secularización de la sociedad española que exigía la supresión de la libertad de enseñanza y la asfixia económica de las órdenes religiosas. La República, por otra parte, recurrió a una ley promocionada por el propio Azaña, la Ley de Defensa de la República, que le permitió no respetar las garantías de derechos establecidos en la Constitución de 1931. Y la promulgación del Estatuto de Cataluña, el proyecto político más querido de Azaña, no se encaminaba a una descentralización, sino a una refundación de la nación española, que debía reanudar con una tradición de unidad nacional perdida con los Asturias. Desde entonces la historia de España había sido una «digresión monstruosa» a la que la República, convertida ahora en una empresa de restauraciones, se proponía poner un punto final definitivo para crear la única España auténtica. Para Azaña no existe más nación que la que él quería construir, y como no logró implantar esa nación imaginada de raíz literaria y nacionalista —España vacía, en el sentido estricto de la expresión—, la conclusión llega sola: la nación española no existe.

A pesar de las reivindicaciones que del diálogo y de la zona templada del espíritu hizo durante la Guerra Civil, nunca antes Azaña había concebido la República como un régimen pluralista y tolerante, como lo concibió, por ejemplo, Alejandro Lerroux. De hecho, esas formulaciones, destinadas a confeccionar un personaje nuevo, le permitieron soslayar cualquier crítica de sus posiciones previas. En Azaña, los culpables siempre son los demás (de derechas, de centro o de izquierdas, dicho sea de paso). Nunca el fracaso de sus acciones o de sus expectativas le lleva a variar el rumbo de su conducta. Veremos algunos grandes ejemplos en estas páginas. Quizás el más sobresaliente es el que sigue al resultado de las elecciones legislativas de noviembre de 1933, cuando su partido de Acción Republicana obtuvo cinco escaños (de 473) y él mismo salió de diputado gracias a que Indalecio Prieto lo incluyó en la lista del PSOE por Bilbao. Los votos demostraron que el apoyo de quien había creído encarnar la palabra y la razón de ser de la República republicana, era insignificante. Eso no importó: la República tenía que ser de izquierdas, y lo sería a costa de lo que fuera. También ese secuestro de la democracia forma parte del legado de Azaña.

La reacción de Azaña al resultado electoral fue solicitar al jefe del Estado que disolviera aquellas Cortes y convocara nuevas elecciones. En ningún momento se le ocurre la posibilidad de que sus decisiones hayan nacido de una equivocación. ¿Por qué? Porque Azaña, al revés de lo que se ha dicho y repetido hasta la saciedad, no plantea una propuesta de cambio moderada y dialogada, sino otra de orden mítico, que requiere una convulsión completa de la realidad política, social y cultural. Una revolución, que es lo que se propone hacer en 1931, como también pretenden estar haciéndolo los miembros de los partidos que le respaldan en las Cortes. Las elecciones de 1933 no constituyen por tanto un fracaso coyuntural en un proyecto entre cuyos fines está la consolidación de la democracia liberal bajo el régimen republicano. Lo que ha fracasado —mejor dicho, lo que se ha hecho fracasar— es la revolución puesta en marcha en 1930 y 1931. De ahí la justificación de la nueva revolución de octubre de 1934, esta vez ya declaradamente antirrepublicana, y las dificultades que tiene Azaña para adoptar una posición clara ante la revolución sindicalista de 1936 y ante el embrión de revolución comunista iniciada con Negrín, que él mismo había contribuido a llevar a la Presidencia del gobierno.

Cuando en España, en torno a 2010 y en plena crisis económica, se volvieron a escuchar expresiones como «nueva» y «vieja política» o «regeneración», muchos de los que las ponían en circulación no quisieron darse cuenta de que estaba de vuelta la mentalidad y la forma de pensar que precedieron al intento revolucionario de 1917, al de 1931 y al de 1934. Revoluciones frustradas, que había llegado el momento de completar al fin. La de 1931 representaba este impulso mejor que ninguna otra: por su índole supuestamente democrática y por la apariencia reformista. Su atractivo, aun así, seguía residiendo en su carácter revolucionario. Como tal, comportaba un aspecto innegociable en las revoluciones modernas. Lo que se dilucida en estas revoluciones, que arrasan lo anterior para construir algo nuevo, no es sólo un orden nuevo. Es el hecho mismo de la identidad: definir de nuevas la naturaleza de la ciudadanía y de la comunidad política que se quiere instaurar.

Es el proyecto que rige la vida política española desde 2004 y del que son elementos clave la cuestión de la Memoria histórica, la incorporación al gobierno de España de quienes aborrecen a la nación española y la tolerancia e incluso el respaldo al proyecto separatista de Cataluña. Como el mito Azaña ha alcanzado tal prestigio, hay quien acude a él para discutir esos mismos proyectos de Memoria histórica o las acciones del nacionalismo, separatista o no. Conviene recordar que Azaña mismo borra de la historia al liberalismo español. En cuanto al nacionalismo catalán, es cierto que Azaña le dice a Negrín, en 1939, que él no comparte su idea de aceptar la independencia de Cataluña. Olvida que él mismo aceptó esa misma hipótesis en 1930, en una famosa alocución en Barcelona.

En las siguientes páginas se intenta comprender cuál es el significado del cambio propuesto por Azaña con su Estatuto de Cataluña. Tenía un aspecto restaurador, porque se trataba de dar nueva vida a una nación española que se remonta, saltando por encima de esa «digresión» que fueron los siglos de la Monarquía de los Austrias y los Borbones, a los lejanos tiempos de la Reconquista, cuando se esbozó el proyecto de una España auténticamente nacional. También quería abrir paso a una España nueva. El proyecto fracasó a poco de nacer, en 1934. Estaba condenado desde el principio, como se podía prever tras lo ocurrido en Cataluña en 1931. Eso no impidió que en 1978 la democracia española lo volviera a hacer suyo, con la misma falacia a la que recurrió Azaña en 1930: la de que Cataluña es asunto, por no decir propiedad, de los nacionalistas. Y como era de esperar otra vez, el proyecto volvió a naufragar con el proceso independentista de Cataluña iniciado en 2012. El Estado de las autonomías no ha conseguido desactivar, ni por supuesto integrar, el nacionalismo, pero el prestigio del mito de Azaña es tal que sirve también para seguir defendiendo un Estado, en este aspecto, fallido.

A un tal prestigio contribuye decisivamente su palabra y su obra crítica y literaria. Azaña se encuentra en ese grupo muy selecto de políticos escritores que alcanzan una forma de excelencia en los dos campos. En España, Cánovas, Martínez de la Rosa, Jovellanos… don Juan Manuel añadiría él. Sus discursos, textos sometidos como pocos a la caducidad inherente al paso del tiempo, se siguen leyendo por su intensidad, su rotundidad y su teatralidad: no por casualidad Azaña ha sido objeto de varias realizaciones escénicas. La obra literaria y crítica apenas es leída fuera de los círculos de especialistas, pero le proporciona un aura intangible de icono cultural, quizás reforzada por las muchas y muy arduas dificultades que Azaña acumula frente a cualquier posible lector. Quedan las Memorias, un monumento de la literatura autobiográfica de todos los tiempos, con una reputación bien ganada de libelo sulfuroso. Todo el mundo las lee, aunque sólo sea por la documentación que aportan, pero no todo el mundo se enfrenta a ellas como lo que son: la crítica más feroz de la Segunda República (antes y después de 1936, si es que después del 19 de julio de ese año se puede seguir hablando de Segunda República), hecha por quien quiso encarnar la palabra y la razón, o la inteligencia, republicanas.

Hay, claro está, buenos estudios de la obra intelectual y de la literatura de Azaña. Aun así, quizás el mismo prestigio del mito Azaña, y su combinación de reputación literaria y visión de Estado, han contribuido a dejar en barbecho la cuestión de la relación entre literatura y política.

Son inseparables. Azaña escribe toda su obra literaria como una reflexión sobre el significado de su acción y su proyecto políticos. El jardín de los frailes es un ensayo autobiográfico convencional sobre una educación fallida en un colegio religioso, pero más aún que eso es la confesión de un fracaso, el suyo y de toda su generación, a la hora de articular una política capaz de responder a esa crisis que los españoles llamamos la crisis del 98. Fresdeval, una novela inacabada, es un ajuste de cuentas con el liberalismo y su propia familia. Y La velada en Benicarló es la constatación de un nuevo fracaso, después del fulgurante momento de triunfo revolucionario expresado en los discursos entre 1930 y 1936.

Quedan las Memorias, en una situación ambigua y un poco contradictoria, entre el documento y el autorretrato, y entre el triunfo y el oprobio. En realidad, si las Memorias son una obra maestra de la autobiografía, y la obra cumbre de su literatura, es porque vienen a ser la culminación de algo para lo que Azaña se había preparado toda su vida. Toda su literatura, incluida la oratoria, es autobiográfica. Garcés, uno de los grandes protagonistas de La velada en Benicarló, lleva el apellido del protagonista —Jerónimo Garcés— de la primera novela que Azaña intentó escribir a los 24 años, recluido en Alcalá de Henares. En los primeros meses de 1931, también enclaustrado después del fracaso del pronunciamiento y la huelga general revolucionaria de diciembre de 1930, volvió a intentar escribir otra novela, Fresdeval, sobre la historia de Alcalá de Henares y de su familia, obra que también, como casi todas las suyas, dejó inacabada.

La obra literaria de Azaña atestigua un esfuerzo mantenido durante años para componer y crear un personaje. Se expresa bajo el modo de la ficción, en la invención de un alter ego en los ensayos y, finalmente, en la encarnación de la virtud republicana. La creación del personaje no responde, sin embargo, como podría pensarse y ocurre en tantas ocasiones, a una cuestión de vanidad o de ambición. Si Azaña empieza a construir un personaje es para responder a una crisis de valores que le llevó, como a muchos europeos de aquellos años de cambio de siglo, en torno a 1900, a sacar las consecuencias del hundimiento de un mundo: el mundo del liberalismo constitucional, del positivismo, de la confianza en la capacidad, aunque fuera limitada, de la conciencia del ser humano para entender la realidad. Azaña, como tantos de sus contemporáneos, vive esa crisis de lleno, en primera persona. Desde esta perspectiva, está más próximo a los escritores y políticos de en torno a 1900 —la generación del 98— que a sus coetáneos, los de la llamada «generación del 14», que la dan por superada.

Azaña no la superó jamás, y si su obra política se resume en el esfuerzo por dar respuesta a la crisis del liberalismo abierta en 1898, su obra literaria, y en realidad su vida entera, como atestiguan sus diarios y sus Memorias, son el esfuerzo por encontrar un asidero, un punto fijo, en el nihilismo en el que le hunde aquel cataclismo moral. Juan Marichal, responsable de la primera edición de las Obras Completas, tomó prestado el título de aquel primer intento novelístico de Azaña —La vocación de Jerónimo Garcés— para el de su propio estudio de Azaña —La vocación de Manuel Azaña—. Sin embargo, no publicó la obra, tal vez por su carácter inacabado, o tal vez porque revelaba con demasiada claridad las fuentes espirituales e intelectuales de Azaña, que son las del nihilismo diletante que está en la raíz del nacionalismo antirrevolucionario francés. El futuro Azaña republicano quedó marcado por su fascinación, moral y estética, hacia los orígenes de esta ideología antimoderna de la que queda un rastro evidente en toda su obra. La revolución, en Azaña, tiene siempre algo de restauración.

De muy joven, Azaña emprendió un camino de introspección que le llevó, como a tantos otros europeos de su época, a enfrentarse a la desaparición de cualquier certeza. El Azaña que emprende esa aventura interior en busca de un «yo» auténtico transita, como tantos otros, por una inmersión en lo popular, en la España auténtica. Sin embargo, a diferencia de lo que les ocurre a muchos de ellos, no acaba de creerse el guión y de la crisis salió un hombre sin asidero fijo en la realidad, radicalmente escéptico y descreído. Como escribió un crítico acerca de Maurice Barrès, el escritor francés que fue la gran inspiración de Azaña, llegado a aquel punto sólo quedaban dos soluciones: la muerte —que en Azaña se trasluce en la obsesión por la disolución del sujeto en la nada— o la elaboración de una nueva religión, que en Azaña será un republicanismo teñido de nacionalismo, convertido en la única tabla de salvación. Así se entiende su dogmatismo y su intransigencia, tan arraigados, tan conscientemente cultivados. El republicanismo es una construcción entre ideológica y sentimental, que a toda costa debe ser preservada del contraste con la realidad. Está en juego la muy frágil identidad de un sujeto que se ha convertido en un personaje, en una máscara vacía.

Y que sabe que detrás de la máscara no hay nada, caso muy generalizado entre intelectuales y artistas de las primeras décadas del siglo XX. Por eso la obra maestra de Azaña es la creación de sí mismo y alcanza su culminación en las Memorias. Toda la obra de Azaña está centrada en esa creación, que es la que resume su verdadera ambición: no ya la de político, ni la de escritor, sino la de artista. Azaña triunfa cuando consigue imponerse como creador de una realidad nueva que encarna en su acción y su palabra. Las Memorias son el testimonio, efímero y centelleante, de ese momento.

El triunfo, por otro lado, no alivia la angustia provocada por la inestabilidad básica que amenaza a esa máscara siempre frágil, incluso cuando alcanza los mayores éxitos. Por eso su obra literaria, incluidos sus discursos, se sitúa siempre en el modo confesional, desde el primer borrador de novela, que termina pidiendo, o suplicando, una absolución, hasta el célebre «paz, piedad y perdón» del último discurso. Y al mismo tiempo que Azaña —o su personaje, pero a estas alturas no hay forma de distinguirlos— no deja de pedir perdón, también se deja arrastrar una y otra vez por una pulsión destructiva irreprimible e insaciable. Él mismo habla de su «rencor sin objeto», que lleva al deseo de cometer «una acción inmoral y bárbara», como le ocurre a uno de sus personajes que, como todos los importantes en su obra, es parte de él mismo, es decir de la fabulación en la que él mismo se ha convertido.

En el núcleo de esta inestabilidad, que es también afectiva y habrá quien relacione con una infancia triste, está un asunto del que se ha hablado a veces, y en su momento con grosería bestial, como es el de la posible homosexualidad de Azaña. Es un motivo no infrecuente en su obra literaria, como se comprobará en las páginas de este libro. Aunque no ocupe un papel central, va tratado con claridad, algo que responde a la introspección que Azaña emprende desde su juventud. Abrir la puerta a aquello que la conciencia no controla, como hace Azaña e hicieron tantos de sus contemporáneos, lleva a descubrimientos inesperados. Y en el mismo movimiento que aboca a la necesidad de enfrentarse al hecho del amor entre hombres, está también el de decirlo, o el de confesarlo, algo que podría haber hecho, a medias palabras que no lo son del todo, en una escena de El jardín de los frailes.

Este es el personaje, extraordinariamente complejo, del que la democracia española nacida del consenso de 1978 ha acabado haciendo uno de sus símbolos. Un símbolo imposible, porque la figura de corcho y cartón piedra que se ha ido elaborando encaja mal con el abismo existencial y moral en el que se desarrolló su vida. Y también porque la conversión en un mito de un personaje como este divide, mucho más que une, a la sociedad española. Y cuanto más se insiste en su figura, peor será. Además de lo discutible de su acción y de su legado políticos, cada día resultará más evidente la esterilidad inherente al personaje, algo que él mismo conocía más y mejor que nadie.

Más interesante que esa trivialización resulta comprenderlo como lo que es: un hombre que se sumergió hasta el fondo en los problemas políticos, existenciales y morales de su época, y que propuso para su país soluciones que respondían más a su angustia existencial que a la realidad española. El fruto fue un gigantesco malentendido que contribuyó en su momento a una catástrofe y que ha condicionado y sigue condicionando la vida de España. Resulta extraordinario —y extraordinariamente europeo— que el símbolo de una revolución «modernizadora» sea, en nuestro país, un nihilista diletante, antimoderno y venido de los abismos de la crisis espiritual y política de fin de siglo.

Azaña suscitó un interés particular en algunas personas de mi generación. Pienso en particular en Federico Jiménez Losantos y su ensayo fundamental para mí, El desdén con el desdén, además de otros grandes textos posteriores. Yo mismo di por terminada aquella inclinación poco tiempo después de la inauguración de la exposición de 1990. Allí se cerraba un ciclo vital que había empezado con la llegada de los cuatro volúmenes de las Obras Completas al despacho de mi padre, José Marco, a finales de los años sesenta. Permanecieron intactos, con sus cubiertas moradas —en una familia de izquierdas, monárquica y anticomunista— hasta que los abrí y empecé a echarles una ojeada. Me fascinó la combinación de casticismo y referencias francesas, un estilo de intensidad inédita y un patriotismo español que articulaba con materiales nuevos —para mí— una forma de entender mi país que tampoco había imaginado hasta su lectura. Paradójicamente, aquello me abrió la vía para una lectura crítica de la historia política e intelectual de su tiempo: de ahí La libertad traicionada, la biografía de Giner de los Ríos y la puesta en cuestión del mito del krausismo y la Institución Libre de Enseñanza, así como el análisis del regeneracionismo como la forma española del nacionalismo. También la reflexión, que no dejaba de ser de orden personal, sobre el patriotismo.

Es esta aventura la que me ha devuelto, muchos años después, a Manuel Azaña. Ahora estaba mejor pertrechado para tratar de entender a este hombre enigmático y atormentado como pocos, hijo de un tiempo de negación, crisis y radicalización sin límites. Espero haber contribuido a explicarlo con este libro o, al menos, haber dado alguna pista para que otros continúen y rectifiquen, como sin duda será necesario, el trabajo.

I. LIBERALISMO

La República antiliberal

El 13 de octubre de 1931, Manuel Azaña pronunció en las Cortes el que se iba a convertir en uno de sus más célebres discursos. Estaba planteada la cuestión de la enseñanza y la prohibición de las órdenes religiosas —de todas las órdenes religiosas— en la Constitución. Los republicanos habían llegado al poder hacía pocos meses. En años anteriores, habían visto cómo se frustraban sus deseos de iniciar la secularización de la sociedad por medio del Estado. Lo planteaban como la instauración de la plena libertad religiosa en el país. Para hacerlo habría sido necesario modificar el artículo 11 de la Constitución de 1876, que establecía una situación de tolerancia de hecho y de derecho, aunque sin una formulación legal clara ni separación del Estado y la Iglesia. La proclamación de la Segunda República llegó bajo la sugestión de las políticas radicales francesas de treinta años antes y con el recuerdo de las polémicas españolas sobre limitación de las órdenes religiosas, en tiempos de Canalejas, otros veinte años atrás. Las soluciones que se proponían ahora tenían un carácter drástico. Iban más allá de la limitación del poder de la Iglesia católica en la esfera pública, ya muy mermado desde mediados del siglo XIX. Se trataba de acabar con las órdenes, prohibir la enseñanza religiosa y proceder a la secularización de la sociedad española.

En las Cortes, Azaña adelantó una solución propia, de apariencia más moderada que la ponencia socialista. Se extinguiría la Compañía de Jesús y en cuanto a las demás congregaciones, se les prohibiría el ejercicio de la industria, el comercio y, sobre todo, de la enseñanza. Las Cortes aceptaron lo que se llamó una propuesta de transacción. Con la prohibición de los jesuitas, las Cortes republicanas reanudaban la tradición inaugurada por el conde de Aranda bajo Carlos III, continuada por los liberales en 1835 y luego por los progresistas en 1868. En su discurso, Azaña deslizó dos veces un comentario según el cual aquello iba a «disgustar a los liberales»1. Estaba hablando de la prohibición de la enseñanza religiosa, y añadió en un tono militante y personal que no iba a permitir que la enseñanza continuara entregada a las órdenes religiosas. «Eso, jamás. Yo lo siento mucho; pero esta es la verdadera defensa de la República»2. Fue en este mismo discurso donde Azaña afirmó que «España ha dejado de ser católica», una frase que pretendía ser una constatación, la premisa de lo que enunció luego, y fue entendida —no sin razón, por la forma en que se enunció— como un programa3.

El discurso de Azaña, que logró la aprobación de su propuesta, le llevó al día siguiente, 14 de octubre, a la Presidencia del gobierno. La derecha republicana, representada por Alcalá-Zamora, hasta ahí presidente del Gobierno, no podía aceptar —al menos de momento— aquella Constitución hecha por la izquierda a su imagen y semejanza. Siete días después, el 21 de octubre, las Cortes aprobaron una nueva ley, esta vez la de Defensa de la República. En su artículo 1, consideraba un acto de agresión a la República los «actos de violencia contra personas, casas o propiedades, por motivos religiosos, políticos o sociales, o la incitación a cometerlos». También eran «actos de agresión a la República», «la incitación a resistir o a desobedecer las leyes o disposiciones legítimas de la Autoridad», «la difusión de noticias que puedan quebrantar el crédito o perturbar la paz o el orden público», «toda acción o expresión que redunde en menosprecio de las instituciones u organismos del Estado», la «apología del régimen monárquico o de las personas en que se pretenda vincular su representación, y el uso de emblemas, insignias o distintivos alusivos a uno y a otras»4. Eran medidas contradictorias con la tradición liberal española, que en tiempos de la Monarquía autorizaba toda clase de partidos, incluidos los republicanos. El texto facultaba al ministro de Gobernación para suspender las reuniones o manifestaciones públicas de carácter político, religioso o social, cuando por las circunstancias de su convocatoria fuera presumible que su celebración pudiera perturbar la paz pública. También le autorizaba a clausurar los Centros o Asociaciones que incitan, según su criterio, a la realización de actos comprendidos en el Artículo 1.

La ley suspendía derechos fundamentales y no podía continuar vigente una vez aprobada la Constitución. Por eso Azaña solicitó a las Cortes que fuera incluida como apéndice en el propio texto constitucional. Se producía así una circunstancia paradójica: con la Constitución, la República se disponía a ampliar los derechos de los españoles, pero para hacerlo el Gobierno y las Cortes republicanas se creían autorizados a suspender algunos de esos derechos, en particular los que atañían a la libertad de expresión (artículo 34 de la Constitución), la libertad de reunión y de manifestación (artículo 38) o el de asociación (artículo 39). La sanción, además, no correspondía a los jueces, sino al propio Gobierno, que tenía un margen de actuación lindante con lo arbitrario5. A pesar de la gravedad de las sanciones, no había, precisa el historiador Manuel Ballbé, «ninguna posibilidad de protección judicial»6.

Azaña se había mostrado reticente cuando se planteó el proyecto, en verano de 1931. Sin embargo, en cuanto llegó a la Presidencia del gobierno lo convirtió en un asunto personal. Según cuenta en las Memorias, él mismo es el autor del texto, que le fue dictando a un funcionario7. Luego hace de la ley cuestión de confianza. Más tarde, para justificar que siga vigente a pesar de las críticas, insistirá en lo peligrosas que resultaban las posibles reacciones a la política republicana, en particular a las reformas militares8. El nombre de la ley se inspira en una ley alemana de 1922, pero también en el Gobierno de defensa de la República que encabezó Pierre Waldeck-Rousseau en Francia, en pleno affaire Dreyfus, cuando un caso de antisemitismo flagrante en el Ejército suscitó una oleada de indignación en la opinión pública. La Tercera República francesa se había considerado a sí misma un régimen militante, pero la libertad de opinión formaba parte de sus fundamentos sagrados, tanto como el sufragio universal. La Segunda República española no se iba a mostrar tan exigente consigo misma.

La Ley de Defensa de la República, tramitada de urgencia a finales de octubre de 1931, contó con un amplio respaldo de las Cortes, del que no faltaron Ortega ni su grupo de intelectuales, la llamada Agrupación al Servicio de la República. Entre quienes se opusieron estuvieron Indalecio Prieto, Melquíades Álvarez, Santiago Alba, que manifestó que no creía en «las leyes de excepción»,9 el republicano federal Eduardo Barriobrero, que habló de lo «monstruoso» del proyecto»10 y el diputado radical Rafael Salazar Alonso, que planteó el problema con claridad al sugerir que aunque el gobierno podía legítimamente aspirar a defender el régimen, el instrumento del que se había dotado era peligroso. Para la historiadora Mary Vincent se trataba de una medida de represión preventiva del gobierno en contra de la movilización de la oposición no republicana, pero no ajena a la democracia11.

La Ley de Defensa de la República se aplicó, efectivamente, contra movimientos anarquistas, pero también para impedir los mítines de Gil Robles y de miembros de Acción Popular, y contra periódicos de oposición, tal y como han demostrado Manuel Álvarez Tardío y Roberto Villa, así como Carmen Martínez Pineda12. Ballbé, entre otros muchos casos de multas y deportaciones —entre otras a Guinea y al Sahara—, cita el de un tal R.R.V., castigado por el ministro de Gobernación a seis meses de confinamiento en un pueblo de Granada por haber pronunciado un discurso, en Zaragoza, «en el cual deslizó frases de menosprecio e injurias para las Cortes Constituyentes»13. La Ley se mantuvo vigente hasta agosto de 1933 y fue esta norma de excepción la que rigió el orden público y las libertades durante los dos primeros años de la República, prácticamente toda la duración del «bienio azañista», que terminó a mediados de septiembre de ese mismo año. Azaña sabía lo que estaba haciendo y en un célebre discurso en las Cortes se jactó de haber «tenido en mis manos un poder como pocos lo habrán tenido en este país en los tiempos modernos, porque he tenido un Parlamento adicto hasta el entusiasmo (…) porque he tenido casi los plenos poderes, y sin casi, mientras no se votó la Constitución, y ¿sabe Su Señoría [a Lerroux] en qué he empleado ese poder? Pues lo he empleado en poner el pie encima a los enemigos de la República, y cuando alguno ha levantado la cabeza más arriba de la suela de mi zapato, en ponerle el zapato encima»14.

En julio de 1933, las Cortes ratificaron una Ley de Orden Público que sustituyó a la de Defensa de la República. La suavizó y atenuó su carácter de excepcionalidad al exigir un refrendo parlamentario a las medidas que se tomaran en su nombre, en particular los tres estados de excepción —prevención, alarma y guerra—. Quizás la conciencia de lo peligrosas que resultaban estas medidas para la oposición contribuye a explicar que Azaña, cuando la izquierda pierda las elecciones después de un bienio de republicanización, se dirija al presidente de la República para encontrar una forma de anularlas. La Ley de Defensa de la República no sirvió para institucionalizar el nuevo régimen ni, según indicó Manuel Ballbé, para construir una administración civil poderosa y competente15. El socialista Juan Simeón Vidarte se declaró luego arrepentido de haberla votado: sólo sirvió para «dar palos de ciego»16. No lo fueron del todo.

Uno de los puntos más debatidos durante la discusión de la Constitución en las Cortes fue la definición de España. La Constitución vigente en 1931 era la monárquica y liberal de 1876. Se había suspendido, aunque no abrogado, en 1923, cuando el golpe de Estado de Primo de Rivera, y fue restablecida en 1930. La Constitución de 1876 había sorteado el asunto de la definición de España, dejando claro que España es Nación, Patria y Monarquía constitucional: el título del texto era «Constitución de la Monarquía española». Las Cortes republicanas, en cambio, se decidieron por una definición: España sería «una República democrática de trabajadores». Se añadió que se trataba de «trabajadores de toda clase», una expresión que reunía, sin acabar de sintetizarlas, propuestas de socialistas y radicales socialistas, así como otra de Alcalá-Zamora. En sus Memorias, Azaña apunta con sorna: «Se trata de saber si somos una República de trabajadores, o qué. Lo más oportuno sería decir que somos una República de trasnochadores»17. Es posible que también lo de los «trabajadores de toda clase» viniera de Francia: Jules Ferry, uno de los fundadores de la Tercera República francesa, afirmó que la burguesía era «la élite de los trabajadores de todas clases»18.

Azaña pensaba que entre las misiones primordiales de la República estaba la incorporación de los socialistas a la vida política española. Esa, la integración y la colaboración con el PSOE, era una de las claves del éxito de la República. Respondía a las ya veteranas preocupaciones del nuevo liberalismo de principios de siglo, cuando la cuestión social empezó a sustituir —en parte— a la cuestión de la libertad individual en las preocupaciones públicas. Y era coherente con una idea de fondo de ese mismo liberalismo, que hacía de una forma de solidarismo, ajeno a cualquier forma de marxismo, su continuidad lógica e histórica. Bien es verdad que Azaña no tiene en cuenta que si el PSOE no se había integrado en la vida parlamentaria de la Monarquía constitucional era por su vocación sindicalista y antidemocrática, que —en buena lógica— no le había impedido colaborar con la dictadura de Primo de Rivera.

Aquello de que España era una República de «trabajadores de toda clase» reflejaba esas preocupaciones, pero también las distorsionaba. El trabajador sustituía al ciudadano y la afirmación de clase a la de ciudadanía. Por su imprecisión, el añadido «de toda clase» revelaba, más que despejaba, la inspiración clasista del socialismo. Y por si fuera poco, insinuaba la promesa de una generosa política económica que los gobiernos de la República, y más en particular Azaña, atenido a la ortodoxia clásica que quería un Estado frugal, no iban a poner en marcha. «Estoy decidido a ser ‘avaro’», escribe, en uno de sus varios apuntes que aclaran esta intención19. Tal vez recordaba a Maquiavelo, que tanto elogió a Fernando de Aragón por no mostrarse liberal20. En realidad, ponía el acento en las contradicciones en las que Azaña, que se sitúa desde muy pronto enfrente del liberalismo y crítico hasta lo destructivo con su legado, se enredaría en su intento por republicanizar España. No logró, ni buscó, un consenso constitucional, y en vez de seguir una política pactada, se vio obligado a gobernar a fuerza de imposiciones y amenazas de dimisión.

En cuanto a las medidas de política religiosa, la primera, la de la prohibición de los jesuitas, parecía salvar a las demás. Entre ellas estaban algunas órdenes religiosas que despertaban la ternura oratoria de un Azaña que se había criado en una casa paredaña a un convento de Carmelitas Descalzas y próxima a otro de Bernardas, que a su vez delimitaba, y sigue delimitando hoy en día, una plaza recoleta donde jugó de niño y que recordaba luego como el escenario de un paraíso perdido21. La nota personal se combinaba aquí con otra estética, que deja entrever la sensibilidad —y la melancolía— que gustaba manifestar Azaña ante «las cosas bellas que pierden su carácter tradicional»22. Lo respetable de la intención y de las emociones no debe hacer olvidar el elemento de arbitrariedad que introduce el criterio estético, que concede a quien lo utiliza una autoridad de la que carece un Estado moderno, liberal por definición.

Azaña, en cualquier caso, no manifestó ninguno de esos delicados estados de ánimo cuando, el 10 de mayo de 1931, menos de un mes después de proclamada la República, empezaron las quemas de conventos y establecimientos religiosos, entre ellos la gran biblioteca de una universidad católica madrileña. Continuaron durante dos días en varias ciudades de Andalucía y Levante, tras haberse impuesto el criterio de Azaña, tal y como relata Miguel Maura en sus memorias. Como es bien sabido, Maura atribuye a Azaña una frase con la que este evitó la represión de los ataques: «Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano»23.Azaña lo corrobora indirectamente al contar que, cuando se hubo despejado la Puerta del Sol, le preguntó a Maura cuál «sería nuestra situación y la de la República si hubiese ahí tendidos unos cuantos muertos»24. La República recién nacida no podía contrariar el impulso que la había traído, ni se podía enfrentar a ese pueblo en trance de emancipación al que quería representar y dar voz.

Probablemente, Azaña intentaba ganar tiempo y evitar un peligro cierto para el nuevo régimen. Pero hay algo más, que revelan las medidas adoptadas de inmediato por el Gobierno, como fue cerrar el ABC y El Debate y detener a varios dirigentes monárquicos puestos luego en libertad con gran escándalo de las izquierdas. Paradójicamente, la quema de conventos sirvió para justificar la aceleración de la política laicista del Gobierno que argumentó —por boca de Alcalá-Zamora, para más contradicción— que debía responder a la demanda anticlerical de la sociedad española25. En vez de intentar llegar a un pacto con la Iglesia y defender la libertad, la propiedad y el patrimonio cultural y artístico, el gobierno republicano se apresuró a convocar elecciones y acelerar así la vía que culminó en el debate del artículo 26 de la Constitución y la famosa declaración de Azaña de que España había dejado de ser católica. En este ambiente, el eslogan cobraba un sentido inequívoco.

En este punto la militancia era tal que introducía una exigencia, la de sustituir la enseñanza religiosa e implantar una enseñanza pública laica, que el régimen republicano no estaba capacitado para cumplir. Azaña lo sabía y cuando llegó la hora de promulgar la Ley de Congregaciones, que desarrollaba el precepto constitucional, intentará evitar que se cierre prematuramente una enseñanza religiosa que el Estado no estaba en condiciones de sustituir26. La pulsión anticlerical y la ideología anticatólica predominaban sobre cualquier otra consideración, incluso las de orden práctico. No es de extrañar, en esas circunstancias, que Azaña no fuera percibido nunca como un político liberal. Republicano, sí, y símbolo de una manera de entender el nuevo régimen. Pero también como un político de inclinaciones autoritarias. «(…) yo no soy caudillo de nada», le discute al director de El Sol durante una conversación27. De Rafael Salazar Alonso, el diputado radical que se opuso a la Ley de Defensa de la República y que había dicho de él que era «un dictador, como Mussolini», escribe por toda refutación que tiene la «estampa de un peluquero cursi»28. Manuel Pedregal, antiguo compañero suyo del Partido Reformista, apunta en una entrevista que es «frío e inflexible»: «estos antiguos reformistas —escribe Azaña— no tienen (…) remedio»29. Ernesto Giménez Caballero, a la búsqueda de un caudillo para el país, fantaseará con Azaña de cirujano de hierro en tiempos de masas, o multitudes30. Y a Negrín y Araquistaín, que se le acercan para sondearle acerca del posible relevo de Alcalá-Zamora en la Presidencia del gobierno y acaban hablándole de «una dictadura bajo formas y apariencias democráticas», les contesta que «Primo de Rivera ha desacreditado el sistema de dictadura»31. A todos, salvo a estos últimos, les opone su desprecio, sobre el que volveremos. Azaña no responde a la ansiedad y las preocupaciones que así se manifiestan. El desdén sugiere la queja, o la indignación, de quien no acaba de ser entendido en plenitud.

La crisis del liberalismo

En los últimos años del siglo XIX, cuando el liberalismo había alcanzado todo su esplendor, las masas irrumpen en la vida social y política. Es el síntoma de un cambio que sella el final de la vida comunitaria del pueblo —el pueblo como unidad espontánea, con sus propias leyes y costumbres— y destruye los equilibrios entre el pasado y el movimiento de la historia, entre la libertad y el orden, entre el progreso y el respeto a las tradiciones, entre la razón y aquello que no es susceptible de racionalización, que habían alcanzado los regímenes liberales. Así empieza a abrirse paso una sociedad sin vertebración orgánica, compuesta de elementos de conducta imprevisible. Estos nuevos sujetos políticos no responden a criterios de racionalidad y son susceptibles como nunca a las emociones y a la sugestión. También tienen un doble rostro, a un tiempo conservador y potencialmente revolucionario, y se muestran capaces de los crímenes más horrendos y de los sacrificios más sublimes. Sobre todo, desean hallar un jefe, un caudillo que las conduzca y les dé órdenes. Ese es el problema que las masas, o las multitudes, plantean al liberalismo32. Lo que era un éxito extraordinario, plasmado en regímenes como la Monarquía constitucional inglesa, la española o la Tercera República en Francia, capaces de anclar la modernidad en la tradición y fundamentar un futuro de progresiva democratización en terreno firme, empieza, si no a desmoronarse, sí a mostrar fallos inesperados. Uno de ellos, y de entre los más importantes, es este. En contra de lo previsto, el liberalismo no instaura la nueva edad dorada del individuo racional y responsable. Tampoco significaba el triunfo del pueblo que debía haber sido el sustrato de la nación soberana. Al contrario, en el interior mismo del liberalismo se estaban abriendo paso fuerzas difíciles de entender, ajenas al mismo tiempo al individuo y al pueblo. Son las masas, o las multitudes, que encarnan una de las grandes novedades sociales y políticas y la principal amenaza contra el liberalismo que las ha visto nacer.

El pensamiento político clásico había desconfiado de las multitudes, volubles, caprichosas, sujetas a la manipulación, dispuestas, cuando no ansiosas, por sucumbir a la tiranía. Era sin embargo una amenaza exterior, y sólo por accidente hacían su aparición en escena. Ahora han usurpado el protagonismo, ponen en cuestión las reglas que organizan la función e incluso pretenden dictar el argumento. Antes incluso de que se ponga en marcha el proceso de democratización, el proyecto liberal de racionalidad y autonomía se enfrenta a esta realidad en la que el nuevo sujeto político —o antipolítico— ignora cualquier noción de autonomía y racionalidad, la desprecia y hace gala de ello. Es lo que el francés Gustave Le Bon describió en un estudio influyente, La psicología de las masas, publicado en 1895. Contemporáneos de Le Bon fueron Gabriel Tarde, el sociólogo francés que analizó este fenómeno que era también una forma de aceleración de la historia, y Scipio Sighele, sociólogo y criminólogo italiano que se interesó por la cuestión crucial de la responsabilidad criminal de las muchedumbres.

Para describir el fenómeno, Ortega acuñaría más adelante una expresión célebre, la de la rebelión de las masas y Freud acabaría ocupándose del asunto en un ensayo de título idéntico al de Le Bon, publicado cuando ya los totalitarismos estaban barriendo Europa. Freud aplica a la comprensión de las masas las leyes que rigen el inconsciente, ese poder interno, desconocido, que mueve a los individuos —y a las multitudes— sin que ni los unos ni las otras tengan control alguno sobre él: el triángulo familiar, en su caso; la historia del pueblo al que pertenece el individuo —«lo que llamamos la voz de los muertos», escribe Le Bon— en el caso del francés33. En el terreno del pensamiento, Bergson había desechado la inteligencia como instrumento para aprehender la realidad y había vuelto a abrir la vía de la intuición, que emprenderán grandes artistas, muchos de ellos atentamente leídos por Azaña, empeñados en explorar un continente inédito. Los nacionalistas, en particular los nacionalistas franceses, descubrirán aquí el fundamento de una nueva política: una política auténtica, la que echa raíces en ese sustrato desconocido, sub-consciente hasta entonces y que el liberalismo esteriliza y falsifica. El objetivo de esta política nueva: sacar a la luz la patria auténtica, y emanciparla de esa forma de parasitismo que es el liberalismo34.

Fue en 1900 cuando Azaña presentó en la Universidad Central de Madrid, en un caserón de la calle San Bernardo del que siempre guardó un mal recuerdo, su tesis doctoral sobre La responsabilidad de las multitudes. Estamos todavía lejos del cataclismo que se avecina. Se está fraguando, aun así, una sociedad distinta en la que los principios y los comportamientos sancionados por el liberalismo dejarán de tener sentido, al menos en apariencia. El diagnóstico de fondo, a cargo de Nietzsche, ya estaba hecho. Le Bon fue uno de los grandes divulgadores del fenómeno en su dimensión social y política, y el que mejor lo resumió a la opinión pública y a los futuros políticos, de Hitler a Mussolini, que sabrán aprovecharlo. Le Bon no se empeñó en una descripción apocalíptica, como aquellas que se harían pronto en literatura, en arte y en sociología. Sí que supo establecer, en cambio, los criterios que permitirán entender cómo los individuos, cuando pasan a formar parte de una muchedumbre, pierden —gustosamente, además— su capacidad de raciocinio y de discriminación moral.

En su minúscula contribución al debate, de apenas unas cuantas cuartillas, Azaña demuestra su conocimiento de la bibliografía sobre el asunto, desde Le Bon, claro está, a los teóricos del derecho como Sighele, quien llegó a sostener que «el libre albedrío es una ilusión de la conciencia»35. También arriesga una opinión inequívoca. Ni la sugestión, ni la tendencia imitativa ni el contagio moral —los mecanismos por los que el individuo se funde en la masa, según Le Bon— son elementos suficientes para exonerar de su responsabilidad a la masa ni a los individuos que la componen. Sin duda —continúa diciendo Azaña—, influyen en la conducta del ser humano, pero no son capaces de llevarle al delito. La responsabilidad personal, es decir la libertad, la capacidad de elegir, nunca queda anulada del todo. La afirmación es rotunda y expresa la confianza del joven Azaña en la vigencia de los principios liberales.

Poco después, en 1902, Azaña leyó un nuevo trabajo ante la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Lo dedicó a otro asunto palpitante, el de las asociaciones religiosas y la libertad de asociación. Los republicanos radicales franceses habían puesto en marcha la campaña definitiva para la separación del Estado y la Iglesia, con repercusiones inmediatas en cuanto a la enseñanza religiosa, apartada de la pública, y también en la construcción de una sociedad laica, la «humanidad sin Dios ni rey» que había deseado Jules Ferry en 188336. Aquí en España, son los años de la clerofobia virulenta de los panfletos de José Nakens, de las acusaciones contra los frailes de Filipinas, de la educación en el librepensamiento de Ferrer y Guardia y del anti jesuitismo militante retratado en la Electra de Galdós, basada en el caso judicial de la señorita Ubao, convertido en una cause célèbre, y estrenada con éxito escandaloso en 1901. La oleada culminará en 1909 con la quema de edificios religiosos de la Semana Trágica barcelonesa, signo inequívoco de hasta dónde podía llegar su violencia37. Continuará, más atenuada, hasta 1913, con los últimos ecos de la «ley del candado» con la que Canalejas quiso reducir la influencia de las congregaciones. Azaña alude a esa atmósfera cuando le cuenta a un amigo suyo que en la Academia «ahora estamos resolviendo eso del clericalismo y de la reacción y todas las noches se pide carne de cura»38. Su trabajo, ajeno a cualquier postulado radical, se centra en un punto aparentemente técnico: el debate sobre la posibilidad de exigir a las órdenes religiosas el cumplimiento de la Ley de Asociaciones de 1887, la misma que había hecho posible la legalización del PSOE y de la UGT. Claro que la cuestión encubre apenas la reflexión sobre la naturaleza y la función de las asociaciones religiosas y, más profundamente, la novedad —con respecto al liberalismo vigente— de que la asociación empezaba a organizar la sociedad civil más allá del individuo exento, considerado hasta entonces la clave de bóveda del régimen liberal.

En esto último, Azaña adopta una perspectiva «avanzada», por decirlo con un término de la época. Insiste, en consecuencia, en la necesidad de la libertad de asociación y llega a decir que «se vive asociándose»39. Aquel gran individualista que siempre fue Azaña hace de la libertad de asociación un instrumento fundamental para transformar al «proletario de hoy» en ciudadano, un apunte que desarrollará más tarde en su programa republicano. En cuanto a la adecuación de las asociaciones a la ley de 1887, Azaña se declara partidario de poner las menores trabas posibles al desarrollo del asociacionismo, y critica a los demócratas más avanzados, es decir, a los republicanos y a los herederos del progresismo, que piden una legislación específica para las asociaciones religiosas. Con ello, hacen «traición a sus propios pensamientos y olvidan sus predicaciones»40. Azaña no entra en el debate de fondo acerca del nuevo lugar de las «asociaciones» religiosas, en trance de ser consideradas una realidad jurídica más, con independencia de su relevancia moral. Se declara partidario de la separación de la Iglesia y el Estado, pero también pretende que se limite el alcance del Estado a la garantía de la libertad de asociación, sin que le sea lícito entrar a juzgar las creencias. La argumentación, extendida entre el republicanismo liberal, se encuentra en las posiciones que Waldeck-Rousseau mantuvo por esos años, y que Azaña sin duda conocía de sus lecturas en el Ateneo. Por ejemplo: «La asociación no se me aparece como una concesión de orden político: me parece el ejercicio natural, primordial, libre, de la actividad humana»41.

Y en esta línea liberal, que recuerda a la de La responsabilidad de las multitudes, afirma que no se puede coartar la libertad de enseñanza. «Más que un principio filosófico, es una garantía, una prenda de paz en la que se afianzan la libertad de conciencia y la dignidad de los ciudadanos»42