Azúcar y canela - José Antonio Moreno - E-Book

Azúcar y canela E-Book

José Antonio Moreno

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Beschreibung

Erik Knudsen no puede negar que su vida no va por buen camino. Disfrutar de las poderosas y sensuales curvas de la meretriz Emma Brewton se ha convertido en su placer prohibido más dulce. Su inconsciencia le impide tomar las riendas de su vida hasta que un día su padre le pone las cartas sobre la mesa. Luchando contra sus propios sentimientos, Erik Knudsen embarca en el Life of the Sea rumbo a Brasil con un único propósito: dedicarse al cultivo de la cañamiel.  La travesía guarda para él una promesa de amor que desaparece repentinamente cuando Rachell McIntyre abandona su cama, poco antes de que el vapor atraque en Fortaleza. El corazón de Erik se resquebraja en mil pedazos. El trabajo en el campo es lo único que le ayuda a olvidar hasta que Phoebe Hazel, una hermosa mulata de piel tostada como la canela y dulce como la cañamiel, se cruza en su camino…

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Azúcar y Canela

Jose Antonio Moreno

Primera edición en digital: Septiembre 2016

Título Original: Azúcar y Canela

©Jose Antonio Moreno

©Editorial Romantic Ediciones, 2016

www.romantic-ediciones.com

Imagen de portada ©Stefano Cavoretto, Hywit Dimyadi

Diseño de portada y maquetación, Olalla Pons

ISBN: 978-84-945813-9-7

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

ÍNDICE

 

Contenido

Azúcar y Canela

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Parte Uno

LA HUÍDA

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Capítulo Diecinueve

Capítulo Veinte

Capítulo Veintiuno

Capítulo Veintidós

Capítulo Veintitrés

Capítulo Veinticuatro

Parte Dos

APOSTANDO

FUERTE

Capítulo Veinticinco

Capítulo Veintiséis

Capítulo Veintisiete

Capítulo Veintiocho

Capítulo Veintinueve

Capítulo Treinta

Capítulo Treinta y Uno

Capítulo Treinta y Dos

Capítulo Treinta y Tres

Capítulo Treinta y Cuatro

Capítulo Treinta y Cinco

Epílogo

AGRADECIMIENTOS

 

 

A mi familia…

Capítulo Uno

Otoño de 1.845

La luna se hundió tras las espesas nubes algodonadas recortadas en un cielo azul cetrino por los iridiscentes rayos de un sol temprano.

La dama de seductoras curvas y piel canela que se encontraba al otro lado de la cama, envuelta en un almizclado aroma a caña dulce y azúcar morena, se revolvió entre las sábanas haciendo que los bucles de su larguísimo cabello color rubio como la candelale hicieran cosquillas en el hombro.

Erik Knudsen se apoyó con el codo sobre el mullido colchón yla observó con ojos encendidos en deseo, tomando entre sus largos dedos un rizo. Se lo llevó a la boca recordándola escena vivida segundos antes.

Observó a Phoebe Haz el elevando el torso sumida en un sueño pasajero y notó cómo su entrepierna comenzaba a endurecerse de nuevo bajo la suavidad de la delicada tela de algodón de las sábanas.

A sus treinta y tres años, jamás hubiera podido imaginar tener como compañera a una mujer tan hermosa, y a la vez tan enigmática, como la que se encontraba a escasos milímetros de su cuerpo. Se sentía feliz; muy feliz. ¡Orgulloso tal vez! Nadie en su sano juicio podía decir lo contrario.

Se avecinaba tormenta, en un cielo que comenzaba a teñirse de tinta en una gama de colores que pasaban del naranja y amarillo azulado del alba a un gris oscuro, casi negro. Jamás le había gustado el mal tiempo. Salvo cuando Phoebe se abrazaba a él durante las tormentas.

Erik Knudsen recorrió suavemente con las yemas de los dedos la perfecta anatomía de Phoebe. La joven se estremeció soportando el escalofrío que nacía desde la parte baja de su espalda y recorría su curvatura hasta alcanzar la nuca. Sentir el contacto de aquellos dedos tórridos recorriéndole la piel la encendieron de deseo, obligándola a desperezarse de un aletargado sueño en el que se entremezclaban escenas inconexas vividas minutos antes.

Los ojos de un azul intenso como el mar infinito de ella se fundieron con el negro azabache de los de él.

La sábana sensualmente rozando sus senos le provocó una corriente eléctrica en el cuerpo, que ya hervía de deseo, obligándola a acercarse aún más a la imponente musculatura del pecho de Erik.

Él la envolvió con sus enormes brazos, dejándole casi sin respiración, y la atrapó entre sus muslos con la necesidad de sentir su cuerpo y su pelo, sus piernas, sus pechos y todos sus huesos lo más cerca posible de su piel mientras ella se encajaba entre sus piernas, en la posición correcta, acoplándose a la perfección como la pieza de un puzle.

Sus respiraciones se tornaron aceleradas cuando sus labios se encontraron. Lo que vino después fue motivo más de la agonía pasional que de lo casto y puro del amor.

La lengua de Erik jugueteó con fruición con la de Phoebe, encendiéndola poco a poco… poco a poco. Luego, le acarició los brazos, la espalda y después las caderas.

Ambos corazones se desbocaron con fuerza justo en el momento en el que él rompió el beso, casi sin aliento, expresándole con los ojos todo el deseo acumulado por y para ella.

Phoebe se inclinó para besarlo de nuevo. Y lo hizo con pasión, imponiendo su propio ritmo que él aceptó, aunque con cierto recelo. Recorrió con sus carnosos labios la curva de sus pectorales, jugueteando dolorosamente con el tenso botón de su pecho, hasta que él emitió un gemido ronco de placer que le indicó que iba por buen camino. Luego, bajó lentamente por su abdomen y rozó el nacimiento de su entrepierna. Estremecido, Erik se giró sobre el colchón, reteniéndola con su cuerpo, y arqueó ligeramente la espalda. Su miembro enhiesto se prolongó más, apuntándole como un dardo bajo el delicado algodón de las sábanas.

Se estaba volviendo loco de deseo.

Otra vez.

Cuando consiguió atrapar uno de los broncíneos senos de ella, lo saboreó con imperiosa necesidad, embriagado por el delicioso aroma a caña dulce y azúcar morena de su perfume.

Ella sintió la garganta seca mientras las hábiles manos de él le separaban lentamente las rodillas y le acariciaban el sexo. Cerró los ojos y gimió hondo mientras recorría con las yemas de los dedos la espalda esculpida en acero de Erik y le clavaba las uñas en las nalgas, demandando con urgencia la embestida que nunca llegaba.

A pesar de que el calor invadía sus cuerpos, Erik Knudsen se concentró en su seno, marcando el ritmo. Lo amasó con fiereza y apretó el pezón con los dedos, con la fuerza suficiente para que le doliera un poco, algo que a ella pareció enloquecerle. Excitada, gimió agradecida, clavando otra vez las uñas en la escultural espalda cincelada en mármol de él, a la altura de la cintura.

Cuando él por fin la penetró, Phoebe tembló de placer. El calor hervía entre sus piernas y le quemaba por dentro. Cada vez que Erik embestía, dilatando sus pliegues, su temperatura corporal aumentaba unos grados y su garganta emitía pequeños grititos ahogados.

Poco después, enardecidos de pasión, se desplomaron exhaustos en el colchón, con las respiraciones agitadas y demasiado aturdidos para hacerse cualquier tipo de concesión.

―Mi fierecilla ―susurró él, mostrando las perlas alineadas de su boca―. Eres insaciable…

―Te amo…

Un trueno que descargaba toda su fuerza en el exterior, silenció las palabras de Phoebe. La lluvia comenzó a golpear el cristal estrepitosamente, mientras el negro cerrado se apoderaba del cielo.

Capítulo Dos

Phoebe estudió la posición del sol. Un cálido viento vespertino soplaba entre los pinos, las jacarandas y los alisos del jardín. La luz de noviembre se filtraba a través de las cortinas de lino del salón. La cafetera humeante llenó el aire con el aroma a café. Sirvió primero a Erik y después llenó su taza.

―¿Estás enfadada conmigo por no habértelo dicho? ―preguntó.

Apoyó la espalda en el respaldo de la silla de madera de pino y sostuvo la taza en la mano antes de empezar a hablar.

―No lo sé. Estoy confusa. Me dijiste que todo iba bien…

En ese momento, Erik pensó que la noche no podía ir peor.

―Y es verdad ―mantuvo él―. La situación ha cambiado mucho desde que nos mudamos aquí.

―Pero… ―dudó―. ¿Estás seguro de lo que vas a hacer?

La cara de preocupación de la mulata de tez color canela era todo un poema.

―Por supuesto, Phoebe. Estoy totalmente convencido ―admitió―. Creo que es la mejor decisión…

Se acercó a la brasileña, un tanto menuda para sus veintisiete años, y la abrazó con firmeza, sintiendo cómo sus cuerpos se fundían en un intenso y profundo abrazo sincero. Sintió la culpa golpeándole con fuerza el corazón.

―Está bien ―concluyó Phoebe con los ojos llenos de lágrimas―. Es tu decisión.

Las lágrimas resbalaron por sus mejillas infantiles. Desvió la cara, avergonzada. Erik le obligó a que le mirara a los ojos, unos ojos negros como la profundidad de la noche.

―Cariño. ―El dulce tono de su voz era más suave que el de la propia miel―. Nos veremos pronto. Te lo prometo.

El azul celeste de los ojos de Phoebe se cubrió de oscuridad y comenzó a llorar. Desconsolada, se apartó de él, rechazando su contacto y se sentó en el suelo.

―Phoebe… no, por favor… ―le suplicó. Ladeó la cabeza, intentando enfrentar la oscuridad de sus ojos con el azul de los de ella―. Te lo ruego. Por favor, no lo hagas más difícil…

Phoebe se quedó callada.

―Oh, Phoebe. Te quiero tanto, mi niña ―dijo Erik, que consiguió ponerse de rodillas y avanzó hacia ella arrastrando las piernas. Parecía más un penitente pidiendo clemencia que un enamorado―. Por favor, Phoebe…

Phoebe amaba a Erik Knudsen y le dolía separarse de él. De cabello castaño largo sobre los hombros, labios carnosos y barbilla prominente, todo en él refulgía sensualidad y magnetismo. Su delgada cintura destacaba en contraste con unos muslos torneados y un torso cincelado por el esfuerzo del trabajo en el campo. Su culo perfecto, duro, redondo y bien definido, invitaba a pellizcarlo.

Lo miró con fiereza, intentando memorizar cada rincón de su cuerpo.

―Erik yo…―susurró―. No sé si podré aguantar tanto tiempo alejada de ti.

―No seas tonta ―dijo él, acariciándole la barbilla―. Sé que eres muy fuerte…

―Lo sé ―admitió ella, temblorosa.

Phoebe contuvo la respiración intentando imbuirse del valor que creía estar perdiendo. Se lanzó sobre los anchos hombros de él y lloró amargamente.

A él, el amor por esa mujer lo llenaba. Sin embargo, debía partir cuanto antes o perdería el barco. El telegrama de Emma Brewton, recibido dos días antes, transmitía un mensaje muy claro: Glorya Knudsen, su madre, se estaba muriendo y… quería verle.

―A veces, te quiero tanto que me asusto ―susurró. Hinchó el pecho, buscando las fuerzas suficientes para apartarse de ella y se le cortó la respiración―. Te daría la luna si me la pidieras, Phoebe. Sabes que lo haría, ¿verdad?

―Todo lo que quiero eres tú, Erik… No necesito nada más.

Erik sintió que, de algún modo, su mujer siempre parecía saber exactamente qué era lo que él necesitaba. Pero lo que ella no sabía era que él ya tenía muy claro qué le hacía falta: a ella.

―Intentemos no hacer más difícil esto, amor mío ―le dijo.

―Para ti es muy fácil ―le reprochó. Tenía el corazón destrozado―. Soy yo la que se queda aquí sola…

―No seas injusta. Sabes que no me voy por gusto.

Phoebe se acercó a él, intentando ablandarle.

―¿Por qué no quieres que vaya contigo?

Eso fue un golpe bajo que Erik no se esperaba.

―El viaje es muy largo y no tenemos dinero suficiente como para soportar tres pasajes… ―Phoebe lo miró y la exasperación se hizo evidente en cada centímetro de su cuerpo―. Además, alguien se tiene que quedar al cuidado de todo esto.

―Ya.

Erik respiró hondo, apoyó las manos en las caderas sin darse cuenta y dijo:

―Cariño, vamos a ser sensatos ―carraspeó. Luego, hizo un gesto afirmativo con la cabeza y le miró fijamente a los ojos―.Mi madre se está muriendo ―afirmó―. No sé si cuando llegue a Escocia la encontraré con vida o me toparé con una tumba de mármol en el jardín de casa.

El tono apaciguado de su voz mostraba la entereza que ella había perdido hacía bastante rato.

―Pero…

Intentó interrumpirlo.

―Shhhh… Déjame hablar.

Erik parpadeó, le cogió de la mano y le obligó a sentarse en sus rodillas, como si de una niña pequeña se tratara.

―Sabes que no me marcharía si no fuera por… ―Sujetó su menuda barbilla con la mano y le obligó a mirarle a los ojos. Continuó hablando con tono alentador, mientras ella le acariciaba el antebrazo, duro como el mármol―. Estaré de regreso en cuatro meses. Máximo, cinco. Últimamente los barcos son cada vez más rápidos.

Phoebe asintió con la cabeza.

―Me gustaría marcharme sabiendo que tengo tu beneplácito. De lo contrario, me sentiré fatal por dejarte aquí sola y el viaje se me hará muy duro.

Phoebe flexionó las rodillas intentando encajar su cuerpo entre las piernas de él. Apoyó la cabeza en su hombro y le abrazó, en señal de disculpa.

―Lo siento mucho, Erik. ―Sus palabras sonaban sinceras―.Es muy doloroso saber que vas a estar mucho tiempo alejado cerca de…

Erik le obligó otra vez a mirarle a los ojos y sonrío con picardía.

―¿No estarás celosa, verdad?

―¡Ja!

Phoebe se levantó de un brinco y tropezó con la mesilla de madera, derramando el café de una de las dos tazas sobre el tapete. Erik fue tras ella y le agarró con fuerza del brazo.

―¿Se puede saber dónde vas, fierecilla? ―Rio a la vez que se acercaba a ella. Le besó con ternura los labios y sintió cómo el fuego le crecía desde lo más profundo de su estómago, con ardorosa pasión―. Mmm… mi fierecilla…

Phoebe intentó zafarse de su abrazo, pero las fuertes manos de Erik se lo impidieron. Su nublada mente percibió los rincones más ocultos de la silueta de su cara: su sonrisa era amable, compasiva, sabia, paciente y autoritaria. Embriagada por su belleza, movió los labios en silencio, balanceándose hacia delante y hacia atrás, justo la señal necesaria para que él comenzara a acercarse más.

―Me has vuelto a seducir, señor Knudsen, cuando ya te estaba olvidando…―le dijo, fundiéndose en un abrazo rápido y sincero.

―¡Qué mentirosilla estás hecha, Phoebe! ―Le levantó la barbilla con el dedo y la obligó a mirarle a los ojos―.Por nada en el mundo quiero que te olvides de una cosa…

Ella parpadeó, preparándose para una respuesta que ya conocía.

―Por muy lejos que esté, no quiero que se te olvide nunca lo mucho que te amo, Phoebe.

Su voz suave era autoritaria.

Phoebe irguió la espalda, apoyándose en su rígido hombro. Luego, se acercó a su boca y abrió sumisamente los labios. No había tiempo y necesitaba saborear cada rincón de su marido antes de la marcha.

Cinco minutos después, ambos salieron de la casa. Estar fuera, al relente de la noche, era como un paraíso comparado con el infierno que había dentro de ella.

Phoebe acompañó a Erik hasta la caballeriza y lo vio sacar a su pinto, un caballo de melena larga bien peinada.

El cielo nocturno semejaba un terciopelo negro tachonado de brillantes tras la fuerte tormenta. A lo lejos, la brisa mecía las copas de los árboles que coronaban la colina y se extendían hasta el jardín. El mugido del ganado y el aullido de un lobo, más allá, rasgaban el silencio de la noche.

―Phoebe…

El sonido de su voz varonil la distrajo de sus propios pensamientos.

―¿Sí? ―contestó como una autómata.

―Ha llegado la hora.

A nadie más que a él le costaba más separarse de su mujer. La amaba con locura y alejarse de ella era algo a lo que nunca se había acostumbrado.

―Lo sé…

Phoebe cruzó los brazos sobre el pecho intentando proporcionarse el calor que el cuerpo de él le había arrebatado.

―¡Cuídate mucho, amor! ―gritó él y espoleó a su pinto, obligándole a ir al trote―. No olvides lo mucho que te quiero, Phoebe. Te amo…

Su voz se perdió en la distancia.

Phoebe agitó la mano cuando la noche, que se había tornado nuevamente más oscura, ocultó la silueta de Erik. Al sentir que las frías gotas de lluvia le arañaban la cara, regresó al interior de la casa. Vacía, lloró amargamente, tirada sobre el sofá tapizado con motivos florales del salón.

Al cabo de unos minutos, las pesadas persianas de madera que impedían el paso de luz y la encerraban con su dolor comenzaron a golpear la fachada. Se había levantado un fuerte viento y el aire penetraba por las juntas de las ventanas, enfriando el ambiente.

El color rosa pálido de las paredes del salón, sombreadas de flores, parpadeaba a la luz de los últimos rescoldos de lumbre de la chimenea, creando una atmósfera lúgubre y sin vida cuando se quedó dormida.

Parte Uno

LA HUÍDA

Capítulo Tres

Primavera de 1.839

Erik Knudsen provenía de una familia adinerada de alta cuna del norte de Escocia, dedicada a la explotación maderera, que había emigrado hacia el sur en busca de nuevos horizontes huyendo de una plaga endémica que había mermado considerablemente su fortuna, y por qué no decirlo, su propia autoestima.

La familia se había asentado en Galloway en 1.828, un pequeño pueblecito al sudeste con un paisaje muy pintoresco, con tierras de labranza y pastizales salpicados aquí y allá con colinas solitarias y bosquecillos, que no tenía nada que envidiar al paisaje imponente de montañas escarpadas y grandes valles de las Tierras Altas del Norte, tras un largo y tedioso viaje en el que la señora Knudsen, de cincuenta y cinco años, había tenido que soportar una profunda y lastimera enfermedad que casi acaba con su vida.

Por aquel entonces, Erik, el primogénito de los Knudsen, contaba tan solo dieciséis años y ya se estaba cuestionando la posibilidad de emigrar a Brasil en busca de nuevos horizontes.

Sus tres hermanos menores, de quince, trece y once años, todavía mostraban la típica inocencia infantil de unos mozuelos que no pensaban en otra cosa que en hacer trastadas y reír la gracia.

Peter, el de quince, comenzaba a mostrar cierta madurez respecto a la falta de raciocinio de Karl, de trece, y a la insensatez de Jason, de once, aunque de vez en cuando continuaba haciendo alguna de las suyas provocando que su padre, Jonathan Knudsen, se enfadara y se arrepintiera de no haber metido en cintura a sus hijos.

Por descontado, Glorya, su madre, mostraba la misma reacción, aunque agradecía la jovialidad que mostraban sus pequeños y no le daba tanta importancia a las meteduras de pata derivadas de sus trastadas.

A su llegada, Erik se había enterado que varios oriundos de Galloway habían emigrado a Brasil y hecho fortuna con la explotación de la caña de azúcar.

Leyó mucho acerca de tan singular producto. Descubrió que la caña de azúcar originariamente era de origen asiático y que la expansión musulmana había permitido su cultivo dentro del continente europeo, concretamente en el sur de España, en Málaga y Motril. Posteriormente, se había extendido a las islas Canarias y por ende, tras la conquista americana, a Cuba, Brasil, México, Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela.

Desde entonces, Erik había asumido que algún día Brasil iba a ser su destino. El viaje al país latinoamericano no llegó hasta muchos años después…

Con veintisiete años, el futuro de Erik Knudsen se mostraba un tanto incierto. Pasaba las noches apostando en las mesas de juego, bebiendo sin parar y despilfarrando una fortuna familiar, que si bien no era minúscula, no pasaba por su mejor momento.

Una mañana, cuando Jonathan Knudsen se disponía a salir de caza con algunos de sus mejores amigos, encontró a Erik borracho junto a la verja de la mansión Knudsen. Eran las diez y media. Hacía más de cinco horas que había amanecido.

―¡Erik!

La voz rotunda de Jonathan Knudsen le desperezó momentáneamente del sopor producido por el alcohol.

―¿Sí, padre? ―inquirió. Trastabilló al intentar ponerse de pie y volvió a caer al suelo―. ¡Hip!

Jonathan Knudsen observó el lamentable estado de su hijo. Olía a sudor, apestaba a alcohol y tenía la bragueta abierta.

―¡Levántate, por lo que más quieras, Erik! ―le instigó, apretando la mandíbula con fuerza y hablando entre los dientes―. ¡Vamos!

El joven volvió a agarrarse a los barrotes de la cancela, intentando conseguir la fuerza suficiente como para erguirse ante su padre. A pesar de ello, no lo logró.

Hacía mucho tiempo que Jonathan Knudsen no se avergonzaba tanto de su hijo. ¿Cómo un hombre del talante de Erik podía echar a perder su vida de aquella manera?

―Padre…―hipó. Cerró los párpados, embriagado por la falta de sueño. Alargando las palabras con la media lengua que le daba el alcohol, añadió―: Lo siento muchoooo…

―¡Te he dicho que te levantes! ―gritó furioso, propinándole un puntapié en la bota

Erik entornó los ojos, ajustando la entrada de luz y se llevó las manos a la cara, desperezándose. Luego, se colocó de rodillas con movimientos lentos, sintiendo cómo la cabeza le daba vueltas y le martilleaba con fuerza, y gateó como un bebé arrastrándose por la tierra húmeda.

―Padre, se lo ruego ―suplicó, masajeándose las sienes. Mareado, se apoyó en los hierros de la puerta―. No levante la voz. Me duele mucho la cabeza.

Jonathan Knudsen le agarró con fuerza del codo, evitando una caída que sin duda podría tener consecuencias desagradables, y le acompañó hasta el porche, una amplia estancia donde Glorya pasaba largas horas sentada en una mecedora de madera pesadísima y antiquísima que había pertenecido a su bisabuela. La encontraron allí, moviendo levemente el grandioso sillón con el pie, mientras bordaba con esmero una servilleta a punto de cruz.

―¿Qué ha sucedido, Jonathan? ―le preguntó con preocupación, dejando el quehacer en el costurero, sobre la mesita de mimbre que tenía a su derecha―. ¿No os habréis vuelto a pelear…?

―¡Nada que no se arregle con una buena paliza! ―El tono de su voz sonó tosco.

―Erik, ¿me puedes decir qué ha ocurrido? ―le preguntó a su hijo, retirándole un mechón de pelo de la cara.

―Tranquila madre, ¡hip!... No ha sucedido… ¡hip!... Nada…

Le hizo gracia lo que decía y soltó una carcajada, más por el efecto del alcohol que por lo gracioso de la situación.

―Está borracho como una cuba ―apuntó su padre. Seguía sujetándole por el brazo, con unas manos anchas que de seguir apretando, le habrían amputado el miembro que tanta falta le hacía para llevar la copa a la boca―. Esto lo voy a solucionar ya. ¡De raíz!

―¿Qué vas a hacer, Jonathan? ―preguntó Glorya Knudsen. Le temblaban las manos.

―Nada. No te preocupes…

Jonathan Knudsen observó la reacción de su mujer. Era preciosa e incluso a sus sesenta y seis años seguía manteniendo la belleza de antaño. Pero la sobreprotección que ejercía con sus hijos era demasiada. Ninguno de los cuatro se convertiría en un hombre de provecho si él no ponía las cartas sobre la mesa. Estaba harto de haraganes. ¡Definitivamente! Harto de que sus hijos malgastaran su dinero en las mesas de juego, emborrachándose y entreteniéndose entre las piernas de las mujerzuelas del Garolyn.

―¡Esto se va a terminar ahora mismo!―espetó, zarandeando a Erik. El joven trastabilló cuando el tacón de la bota se le quedó enganchado en el barro, pero no por eso su padre dejó de caminar.

Su padre le estrechaba el brazo con tal fuerza que Erik sintió cómo se le cortaba la circulación a la altura del codo. Trató de liberarse, pero Jonathan aumentó la intensidad de su apretón.

―¡Jonathan, por favor! ―le apremió Glorya, con la falda del vestido levantada para no tropezar―. Déjalo en paz…

Jonathan Knudsen oyó su propia respiración sofocada y la de su mujer tras ellos. Había perdido toda la serenidad que le caracterizaba y desoyó por primera vez los consejos de Glorya que agitaba débilmente las manos, al tiempo que un sonido ronco brotaba de su tensa garganta:

―¡Jonathan…! ¡Jonathan…!

Ante la imposibilidad de mantener el ritmo de la carrera, Glorya Knudsen se dejó caer de rodillas en el jardín con un fuerte dolor en el pecho. Ya nada importaba, salvo llenar los pulmones de aire.

Desconsolada, se llevó las manos a la cara y, a través de los dedos, observó cómo se alejaban los dos hombres, a cada cual más imponente. Ambos accedieron en aquel herrumbroso almacén en el que ella tenía terminantemente prohibida la entrada.

Años atrás, durante la mudanza, el maldito polvo de la madera que transportaban en los carromatos se había colado por nariz, debilitando considerablemente la capacidad de sus pulmones.

―¡Jonathan…! ―gritó por última vez a sabiendas que su marido no la podía escuchar. Sintió cómo se le mojaba el costado con el húmedo verdín cuando se desplomó completamente, pero ya nada importaba…

Varios minutos más tarde, que a ella le parecieron horas, apareció Peter.

―¡Madre! ―Gritó, limpiándole el barro de la cara con las yemas de los dedos, encalladas por el duro trabajo en el aserradero―. Madre, ¿qué ocurre?

Glorya señaló el almacén y sintió cómo las palabras se ahogaban en la garganta.

―Dígame, madre ―le apremió―. ¿Qué hace usted aquí tirada en el suelo?

Escucharon el estruendoso chasquido de un madero a lo lejos.

―¡Jason! ―vociferó Peter.

Jason, que fumaba en el porche apoyado sobre una de las imponentes columnas blancas, aplastó el cigarro con la punta de la bota y comenzó a correr.

―¿Qué le ocurre, madre? ―le preguntó, ayudando a Peter a levantarla del suelo.

―¡Corre!

Jason se dirigió hacia donde apuntaba el dedo de su madre, siguiendo el rastro de los ruidos.

Comenzó a llover de repente y la mañana se tornó oscura como la noche, a pesar de que horas antes un sol grandioso primaveral se había asomado a lo lejos, bañando la atmósfera con una cálida temperatura que comenzaba a desaparecer.

La escena con la que se encontró Jason en el almacén le revolvió las tripas. Su padre, al que últimamente se le estaba agriando demasiado el carácter, tenía la cabeza de Erik sumergida en uno de los barreños de agua en los que humedecían la madera. Su hermano manoteaba desesperado en el aire intentando zafarse de la rigidez del brazo de su progenitor.

―¡Padre!

El vozarrón de Jason sonó ronco, amortiguado por el exceso de material.

―¡Lárgate, Jason! ―le ordenó Jonathan con los ojos encendidos de rabia.

Jason dudó en acercarse a su padre que mostraba una entereza y una rotundidad de la que adolecía habitualmente.

Jonathan Knudsen sacó la mano de debajo del agua y la cabeza de Erik salió al punto, abriendo la boca ampliamente buscando el aire que le faltaba a sus adoloridos pulmones. Se retiró el pelo de la cara de un manotazo. Al cabo de unos segundos, volvió a sentir la humedad helada en torno a su cabeza.

―¡Padre, por Dios! Lo va usted a matar…

El señor Knudsen desoyó la súplica de su hijo y mantuvo la cabeza de Erik bajo el agua durante un par de minutos.

―¡Cállate, Jason! ―espetó descontrolado, apuntándole con el dedo inquisidor―. ¡No te metas o de lo contrario tú serás el siguiente!

Jason se acercó a los dos fornidos hombretones que forcejeaban en un campo de batalla improvisado y empujó a su padre a un lado, liberando a su hermano mayor de una muerte casi segura. Cuando Jonathan Knudsen cayó desestabilizado sobre un fardo de paja, Jason ayudó a Erik a sacar la cabeza del agua.

―¿Qué haces? ―bramó su padre intentando recuperar la compostura―. ¡Cómo te atreves!

Jason no le contestó. Dando la espalda a su padre que yacía en el suelo absorto en su propia rabia, se arrodilló junto a Erik para evaluar su respiración.

―¡Erik! ―Asustado, Jason lo zarandeó agarrándolo de la pechera de la camisa y le dio un par de tortazos en la cara―. ¿Estás bien?

Levantando amenazadoramente un pequeño madero, Jonathan Knudsen vociferó:

―¡Panda de haraganes!

―¡Padre, no!

Jonathan Knudsen volvió la cabeza de cabellos plateados hacia la puerta entreabierta del almacén y soltó una risotada. Sus ojos brillaron divertidos al observar a otro de sus hijos que se mostraba desafiante.

―¿Tú también quieres recibir tu merecido, Peter? ―le retó―. No se te ocurra ponerme a prueba, te lo advierto…

El joven de largas piernas y delgadas caderas se acercó al grupo en dos zancadas y retiró el garrote a su padre con hábiles manos.

―Padre, esta no es solución. ―El negro intenso y brillante de su mirada se cruzó con la oscuridad apagada de los ojos de su padre―. ¡Tranquilícese!

En el exterior se oían truenos prometedores, pero no llovía. El aire primaveral penetraba por las rendijas de la madera de la fachada y el interior del almacén era sofocantemente agobiante.

Peter percibió cómo la camisa se le adhería al cuerpo en un segundo, marcándole una musculatura perfecta cincelada por horas de intenso trabajo. Estaba temblando por el esfuerzo que tenía que hacer para mantenerse allí de pie, desafiando a un Jonathan Knudsen encolerizado.

Luego, observó a Jason que, arrodillado, sujetaba la cabeza mojada de Erik.

Poco a poco, con intensa concentración y resolución, Jonathan Knudsen recuperó la compostura. Era un hombre alto y delgado y, con la soltura de un atleta, en tres zancadas salió despavorido del almacén, dando un portazo que hizo crujir toda la estructura de madera.

―¿Se puede saber qué ha sucedido? ―inquirió Peter que observaba a Jason encendido. Nunca jamás había tratado a su padre con tanto desdén como en ese momento. Y eso, lo sabía bien, le traería duras consecuencias en un futuro no muy lejano.

―No tengo ni idea ―contestó el menor de los hermanos.

Erik abrió ligeramente los párpados en dos delgadas líneas, ajustando la entrada de luz. La cabeza le martillaba con fuerza.

―Chicos… os lo ruego. ―Esbozó una mueca y se llevó los dedos a las sienes―. Hablad más bajo.

―¿Se puede saber qué has hecho esta vez? Has enfadado mucho a padre ―dijo Jason, algo más tranquilo―. Es la primera vez que lo veo así.

Erik se sentó irguiendo la espalda y apoyándola sobre unos grandes sacos de serrín. El estridente vozarrón de Peter volvió a retumbar.

―Algo muy fuerte tienes que haber hecho ―rio―. De lo contrario, padre no se hubiera puesto así.

La mañana se convirtió casi en noche líquida. Las nubes cubrieron el celeste del cielo y la lluvia torrencial que comenzó a golpear la estructura de la edificación mitigó el sonido de su voz.

―He pasado la noche en el salón de juego ―indicó―. ¿Qué tiene eso de malo?

―Depende ―aseguró Peter, elevando aún más la voz para ser escuchado.

―Por favor os lo pido ―suplicó Erik, masajeándose las sienes por segunda vez―. No levantéis tanto la voz... Me duele muchísimo la cabeza…

Jason y Peter soltaron una risotada que retumbó en la cabeza de Erik.

―Entonces, ya sabemos a qué se debe el enfado de padre ―admitió Jason colocándose junto a Peter.

―Parece mentira que no conozcas a padre ―le reprendió el segundo de los hermanos―. Sabes que no quiere que malgastemos el tiempo en el juego…

―¡Bah!

Dio un manotazo al aire quitando importancia al asunto.

―A ver si uno no va a poder salir una noche a tomar unas copas y a…

―Sí, sí, sí…

―¡Qué! ―El retintín de Jason le exasperaba―. ¿Qué insinúas, mocoso?

―¡Ya está bien! ―sentenció Peter―. ¡Apestas a alcohol, Erik!

Erik Knudsen esbozó una sonrisa de oreja a oreja.

―Deduzco por tu bragueta que has sacado el pajarito a pasear ―sugirió Jason.

―¡Sí! ―hipó―. Hay muchas jovencitas nuevas de cabello largo y rojizo deseando satisfacer las necesidades de cualquier hombre en el Garolyn―admitió, al recordar la rica composición del cuerpo de Inka bañado en litros y litros de alcohol. Guiñándole un ojo con picardía, musitó al percibir el bulto que comenzaba a formársele entre las piernas―: Mmm… Incluso las más oscuras…

―No vas a cambiar nunca ―le reprochó Peter―. ¡Siempre pensando en lo mismo!

―¿Acaso tú no tienes necesidades? ¡Hip!

―¡Vamos! ―bufó Jason ayudándole a ponerse en pie―. Madre está muy preocupada y seguro que la actitud de padre no ayudará a que se tranquilice.

Capítulo Cuatro

Fueron días, noches, semanas de intensa lluvia. Se tornaron grises los cielos azules primaverales y el sol se escondió tras las nubes que a diario soltaban el mismo aguacero obstinado, turbio, como un muro, imposible de franquear.

Erik y su padre sostuvieron la contienda y se enfrentaron en un cruel combate verbal durante días, noches y semanas, encerrados en la obstinación. Glorya sufría en la soledad de su dormitorio.

Los gallos cantaban y las campanas de la iglesia repicaban, desparramando por el aire el tañido de las seis de la mañana, cuando una mañana Glorya encontró la alcoba de su primogénito vacía.

Abrumada, Glorya Knudsen se miró en el espejo y el reflejo le ofreció la imagen de una mujer menuda y morena, de piel clara y con cara redonda como una manzana. Algunos surcos estaban apareciendo en su mejilla, como si la manzana se hubiera guardado demasiado tiempo y estuviera comenzando a ajarse. Tenía unos ojos azul claro, penetrantes y dulces.

Definitivamente, sus hijos no habían heredado aquellos ojos, que habían salido a su padre, tercos como mulas y con dos luceros negros como el azabache en mitad de la cara.

Se envolvió los hombros y el pecho con un grueso pañolón de lana de vivas tonalidades rosáceas, sintiendo cómo los flecos le hacían cosquillas en el antebrazo. Luego, lloró amargamente.

Erik salió despacio de la casa, con las botas en una mano para no hacer el menor ruido y portando sus enseres personales en la otra, dentro de una minúscula maleta de piel. Oteó la planta baja de la vivienda por última vez antes de cerrar la puerta.

Quería con locura a su madre, a la que tenía el mayor de los respetos, y admiraba profusamente a su padre, al que, y a pesar de las circunstancias, no le guardaba ningún rencor.

No lo odiaba. ¡En absoluto!

En cierto modo le agradecía que lo hubiera tratado de aquel modo. Había sido el punto y aparte a una situación que lo venía descarrilando de una vida honrada desde hacía algún tiempo. Había tomado una decisión y se juró a sí mismo llevarla a buen término, aunque ello fuera lo último que hiciera en la vida.

Cerró la puerta tras de sí y se colocó las botas antes de comenzar a alejarse de la casa por el sendero angosto e iluminado por los primeros rayos del alba.

Se recreó en el camino, bordeado por la derecha por matorrales silvestres de lento crecimiento y a la izquierda con un alto y pulcramente recortado seto tras el que crecían las rosas amarillas y las violetas que su madre cultivaba con esmero y cuidaba casi a diario.

Los arbustos amortiguaban el sonido de sus pasos. Pasó junto a la fuente, que comenzaba a funcionar. La grava crujió bajo sus pies al abrir el imponente portón de hierro.

Erik se volvió por última vez hacia la casa, una hermosa mansión solariega al final del recto camino, y le pareció ver a su madre apostada tras el cristal de su dormitorio despidiéndole en la distancia.

―Hasta siempre…―susurró y notó cómo se le hacía un nudo en la garganta.

Caminó hasta el pueblo y alquiló un caballo, un poderoso podenco sobre el que cabalgó durante tres días y tres noches seguidas.

Al mediodía del cuarto día, exhausto, con las piernas y la espalda adolorida y lleno de polvo, Erik Knudsen se sentó junto a un arroyo. Bebió su agua pura y encendió un fuego. Luego, comió un par de manzanas silvestres que acababa de robar unas yardas más atrás en uno de los cientos de huertos frutales que había encontrado a su paso.

Una vez satisfecho su estómago, se desnudó con parsimoniosa lentitud, desentumeciendo los músculos, y se introdujo en la fría corriente de agua. Erik nadó durante veinte minutos, el tiempo suficiente para empezar a dejar de notar la circulación de la sangre en sus pies. Luego, se enjabonó el cuerpo con la pastilla que había tomado prestada de la alacena y por primera vez en mucho tiempo se dio cuenta de lo pronunciado de sus músculos que parecían estar cincelados en mármol.

Mientras se rascaba el cuello, allí donde la barba comenzaba a picarle más de la cuenta, estudió la nube de polvo y tierra que desdibujaba el sendero. Gateando, salió del agua y se tambaleó hacia la gran masa oscura del suelo, percibiendo cómo sus pies se hundían en unos centímetros de agua lodosa. Finalmente, con la ayuda de la fuerza de brazos y piernas, consiguió salir de allí.

Erik se cubrió con las dos manos cuando el caballo redujo la marcha y se acercó a la orilla del río. Sobre el animal, vio a una joven muchacha con un cesto de comida en una mano. Sujetaba las riendas con la otra, evitando que el animal virara hacia atrás. Al cabo de unos segundos, cuando las patas se le hundieron en el barro, el caballo relinchó molesto alzando sus patas delanteras, lo que provocó que a la joven se le resbalara el cesto de las manos. Una docena de manzanas silvestres cayeron al suelo y rodaron a sus anchas hasta tropezar con la espesura de un seto ortigado.

Mostrando sus posaderas blancas, Erik se calzó el pantalón interior.

―Buenos días ―saludó, un tanto ruborizada.

Su voz aterciopelada erizó la piel de la espalda de Erik.

Nadie diría que la joven que se encontraba allí, subida a un hermoso corcel de pelaje oscuro, era bonita, pero su rostro rebosaba fortaleza. Tenía una frente ancha, grandes ojos castaño claro muy luminosos y unos sugerentes senos. Montaba a horcajadas, lo que denotaba que no provenía de alta cuna, y sus anchas caderas envolvían a la perfección el lomo del animal. Su cabello negro zaíno recogido en una trenza refulgía bajo la capucha de su capa de terciopelo rojo, algo deshilachada.

―Buenos días ―contestó él mirándola con escepticismo. A ella se le endurecieron las facciones del rostro.

La joven dejó caer la mano sobre la cincha de su montadura y, con un minúsculo revólver que extrajo de la bota, le apuntó directamente al pecho.

Por un instante, Erik percibió cómo se le petrificaban los músculos de la cara. Luego, no pudo hacer otra cosa más que sonreír al observar cómo a ella le temblaba la mano.

―Entrégueme todo el dinero que tenga encima…―le instó pronunciando las palabras con un elevado tono de voz con el que pretendía asustarle.

―No irá a dispararme, ¿verdad?

Alzó una ceja con suspicacia.

―Por si acaso, no me tiente ―contestó.

La joven permaneció con el brazo estirado y el dedo índice sobre el gatillo, mientras con el pulgar tembloroso intentaba cargar el pistón.

Erik esbozó una sonrisa sutil. Luego, observó fijamente aquellos rasgados y felinos ojos femeninos que escrutaban cada rincón de su anatomía con desesperada atención. Imbuyéndose del valor suficiente para dar un paso al frente, tragó saliva y sujetó por la brida al animal.

―Suelte el caballo o le cortaré la cabeza.

Asustado, el animal retrocedió varios metros, fustigado por los taconazos sobre el lomo de su dueña, hasta que sus patas traseras tropezaron con el tronco de un árbol caído.

―Entrégueme todas sus pertenencias, señor ―advirtió cargando el revólver que apuntaba directamente a su cabeza.

Se hizo un silencio mortal.

―Cuidado ―sugirió alzando las manos―. No haga ninguna tontería.

―Haga lo que le digo y nadie saldrá malparado ―dijo con un tono demasiado tranquilo. Enarcó las cejas y su rostro se transformó, mostrando unos dientes demasiado amarillentos que le afeaban aún más la cara.

El rostro de Erik palideció. Observó con asombro la expresión de ira y desprecio de la mujer que le apuntaba a la frente. Un hondo escalofrío le recorrió la espalda hasta la parte baja de la nuca. Se le erizó el vello de los brazos y sintió frío. Definitivamente, aquello no era una broma.

―Entrégueme lo que le pido o no respondo, señor.

El caballo avanzó hacia él, obligándole a retroceder. Nuevamente, los pies se le hundieron en el barro.

―¡Ya! ―gritó ella, asustando al caballo.

Erik Knudsen trastabilló y se golpeó la espalda con una piedra. Aturdido, escuchó los cascos del corcel en la distancia.

Al cabo de unos minutos, doblado por el fuerte dolor de riñones que lo había mantenido con la mayor parte del cuerpo bajo la fría agua del río, intentó ponerse en pie. Desafortunadamente, resbaló de nuevo y se golpeó la cabeza. Estuvo inconsciente durante unas horas.

―Buen caballo. ―Golpeó su hocico y obligó al corcel a reducir la marcha de manera perceptible. Salió al camino, alejándose de la orilla del río―. ¡Uff! Ha sido una locura, pero al final ha dado resultado.

Sujetó las bridas del animal y avanzó caminando por el sendero pedregoso a cuyos márgenes se acumulaban setos y arbustos de un millar de especies, separándolo del abigarrado bosque de altísimos árboles que se extendían, cuales columnas, hasta casi alcanzar un cielo azul cetrino.

―Confiemos en que esto sea suficiente y nos permita tomar el vapor.

Sopesó con ambas manos las dos bolsas de monedas de oro y plata que acababa de extraer de la diminuta maleta del hombre del bosque.

―¡Sí! ―exclamó, acariciando el hocico del animal―. Vamos a hacer las Américas.

Aoslos, el caballo negro zaíno, relinchó, mostrando su enorme dentadura. Tenía las orejas echadas hacia atrás y los ollares palpitantes. Caminaba al trote, por el sendero, haciendo que su dueña sintiera la dureza de su lomo golpearle la entrepierna.

Kathleen Cooper llevaba un par de días persiguiendo al hombre al que había encañonado en el río. El día anterior lo había observado en la oscuridad de la noche, escondida tras unos matorrales de zarzamora, mientras el joven dormitaba unas horas al abrigo de un olmo.

Conocía aquel bosque a la perfección. Todos y cada uno de sus rincones habían constituido su hogar en los últimos tres años, cuando por circunstancias de la vida se viera abocada a un futuro incierto por culpa de un marido maltratador que en más de una ocasión le había puesto morada la cara.

Kath, como solía llamarle Edward cuando la borrachera todavía no se había apoderado de él, llevaba sus escasas posesiones en un bolsillo de su cabalgadura. Estaba cansada.

Aoslos, por su parte, también necesitaba reposo, después de la agotadora carrera que los había alejado varias millas del río. Las delgadas patas del animal parecían hechas para la carrera, pero su edad avanzada empezaba a causarle serios problemas. No le quedaba más remedio que darle un respiro, o de lo contrario, el pobre caballo no sería capaz de terminar el viaje y se vería obligada a realizar el último trecho hasta Maryport a pie. Por descontado, no estaba dispuesta a ello.

Mientras caminaba buscando un recoveco dentro del bosque donde pasar la noche, le sobrevino una arcada. Vomitó, doblada por la cintura, obligándose a extraer toda la bilis ―y la culpa― que se le había acumulado en la garganta. Como una muñeca desmadejada, se dejó caer en el suelo y lloró amargamente.

Media hora más tarde, Kathleen consiguió tranquilizarse un poco, lo suficiente como para comenzar a buscar comida. El estómago le rugía con fuerza.

Capítulo Cinco

 

Erik permaneció inconsciente varias horas. Para cuando se despertó, la noche se había vuelto cerrada y un millar de estrellas brillaban como luceros en la inmensidad del cielo, oscuro como la boca de un lobo.

Se arrastró cuanto pudo y salió del agua. La humedad y el relente de la noche le hicieron temblar hasta que sus dientes castañearon de puro frío.

Buscó su pequeña maleta y no la encontró.

Nada de lo que él llevaba, apareció.

Ni siquiera su caballo.

Maldijo en alto y chilló con toda la fuerza de sus debilitados pulmones. Luego, se sujetó la cabeza que acababa de darle una punzada y se dejó caer de nuevo sobre la hojarasca, preso del pánico.

Oyó el aullido de un lobo a escasos metros de distancia y el corazón le palpitó con fuerza, desbocado, intentando rebasar las costillas y la piel de sus pectorales.

―¡Mierda! ―maldijo, sabiéndose acorralado.

Haciendo acopio de sus últimas fuerzas, se puso de pie y caminó sobre la tierra húmeda y las hojas secas, clavándose en más de una ocasión alguna piedra pequeña en la suave y delicada piel de las plantas de los pies.

Alcanzó rápidamente el sendero, que le condujo hasta una hondonada. Torció bruscamente y empezó a ascender de nuevo, apretando el paso hasta salir un momento después al camino principal.

Erik Knudsen caminó tembloroso, sin rumbo fijo. La primavera no estaba siendo muy calurosa y los vestigios del invierno todavía se hacían notar.

Creyó escuchar los cascos de un corcel repiqueteando en el suelo a paso lento. De primera mano, sintió ganas de salir al paso y asaltar al jinete. Necesitaba encarecidamente llegar a algún sitio donde le pudieran curar las heridas. El estómago le rugía con fuerza demandando comida. Su cuerpo desnudo necesitaba abrigo o de lo contrario moriría de una pulmonía.

Hizo acopio de valor y, levantando las manos, salió al encuentro del caballo. Gritó todo lo fuerte que le permitió su garganta reseca, temiendo que el animal se le abalanzara asustado.

―¡Socooooorrroooo! ¡Ayudaaaaaa! ¡Aquí, señor, estoy aquí!

Durante unos breves instantes, Erik miró fijamente al jinete que mantenía en marcha al corcel.

―Por favor, señor ―suplicó Erik―. ¡Ayúdeme! Necesito ir a Maryport.

El hombre lo miró con actitud interrogante.

―Lo siento, amigo. No voy en esa dirección. Cuídese.

Azuzó al caballo y retomó el ritmo de la carrera, apartándose de aquel misterioso personaje que deambulaba descalzo en la noche envuelto únicamente en unos calzones de algodón, que alguna vez, habían sido blancos.

 

 

Rowan obligó al caballo a volverse, espoleándole con fuerza, hasta alcanzar al joven que se había sentado en el borde del sendero al abrigo de un olmo. Dios no le perdonaría abandonar a un alma perdida en medio del camino.

Encontró al joven sujetándose la cabeza con fuerza. Rowan pudo observar que tenía un corte profundo que le sangraba profusamente.

―Agradezca haber encontrado un buen cristiano…―insinuó, mostrando unos dientes demasiado grandes para una boca tan pequeña.

La sonrisa de desprecio de Erik se convirtió en una mueca y palideció. Permaneció sentado en medio del angosto sendero, mirando como hipnotizado al inmenso animal que tenía a escasos metros de distancia.

―Me llamo Rowan… Rowan Davidson. ¿Qué le ha sucedido, joven?

Erik puso su ancha mano sobre el rugoso tronco y se arrodilló al instante junto al árbol. Sintió latir su corazón con regularidad y fuerza, calmándose así sus peores temores, cuando el viejo que tenía delante le volvió a hablar.

―¿Se encuentra usted bien? Nunca le había visto por aquí…

Erik observó que Rowan Davidson era un hombre que podía tener unos sesenta años, de figura noble y arrogante, alto de estatura y un tanto obeso, de pelo blanco, frente tersa, sin señal de arrugas en las sienes a pesar de la edad y rostro más bien pálido, quizás más por el efecto de la luz de la luna que por la ominosa realidad.

―¿Qué le ha ocurrido? ―inquirió, arrepintiéndose por momentos de no haber proseguido su marcha. Estaba perdiendo un tiempo muy valioso.

Erik sopesó el argumento de su respuesta. Finalmente, preguntó:

―¿Va usted a Maryport, señor?

El viejo hizo una mueca con la boca, con la mirada flemática y la sangre fría. Iba cubierto con una chaqueta deshilachada y lucía un breve nacimiento de una barba que le oscurecía el rostro, dándole un aire adusto.

―Ya le dije antes que no, lo siento. ―Levantó el sombrero y apretó las rodillas contra el lomo del animal. Erik maldijo por lo bajo. Estirando las palabras, Rowan Davidson añadió―: Si no puedo ayudarle en nada más… Buenas noches.

―¡Espere…!―empezó a decir Erik.

―¿Por qué debería hacer tal cosa? ―contestó Rowan con tono tajante.