Azul turquesa sobre negro azabache - Luis Fernández Vaciero - E-Book

Azul turquesa sobre negro azabache E-Book

Luis Fernández Vaciero

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Beschreibung

Akem y Nayah, dos jóvenes cameruneses, logran alcanzar la costa española a bordo de una patera. Piensan que han alcanzado la tierra prometida, pero la realidad pronto les desengaña: Akem no logra enviar dinero a su madre, gravemente enferma en Camerún. Y Nayah teme ser repatriada y encontrarse con el hombre al que fue vendida en matrimonio. La repentina muerte de una anciana a manos de un inmigrante no hará más que complicar las cosas. David quiere ayudarles —se siente en deuda con Akem—, aunque nadie sabe hasta qué punto influyen en su decisión los preciosos ojos de Nayah...

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Azul turquesa sobre negro azabache

Luis Fernández Vaciero

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2023 by LUIS FERNÁNDEZ VCIERO

© 2023 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid.

www.rialp.com

Preimpresión / eBook: produccioneditorial.com

ISBN (edición impresa): 978-84-321-6363-0

ISBN (edición digital): 978-84-321-6364-7

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A todas aquellas personas que se han visto obligadas a abandonar su hogar.

Índice

Portada

Portada interior

Créditos

Dedicatoria

Azul turquesa sobre negro azabache

Héroe o villano

Fortuna o muerte

Akem o David

Agradecimientos

Autor

1

Cádiz, España, 20 de agosto de 2019

MES Y MEDIO DESPUÉS DE SU LLEGADA en patera a la costa gaditana, el estado de ánimo de Akem y Nayah era cambiante, como el clima de Camerún durante la estación de lluvias. Todo había comenzado bien: estaban sanos y salvos, en contacto con gente dispuesta a ayudarles y con un mundo de posibilidades por delante. Sin embargo, al entusiasmo inicial pronto se sumó la incertidumbre, y a la incertidumbre, el desengaño.

—Yo pensaba que encontrar trabajo no sería un problema… —la mirada de Nayah se perdía en el horizonte—. De haberlo sabido, me lo hubiera pensado dos veces antes de marchar de casa.

Akem nunca la había oído hablar así, y recordar que cualquier día podían repatriarla, y alejarla de su lado, hizo que se le encogiera el corazón. Él también experimentaba una sensación parecida. Había dejado atrás su país y afrontado una infinidad de peligros en busca de esa vida cómoda y llena de posibilidades que aparecía en las películas. Y ¿con qué se había encontrado? Primero, la cárcel; segundo, un permiso de residencia que no acababa de llegar; tercero, la imposibilidad de conseguir dinero para curar a su madre; y, por si lo anterior fuera poco, el deterioro de su relación con la criatura más maravillosa de la tierra. La vida era injusta con él y, cuánto más lo pensaba, más se clavaba en su pecho una daga invisible.

La salud de su madre lo tenía en vilo. Semanas atrás —gracias a la generosidad de David— había enviado un puñado de euros a Camerún para que ella fuera al médico. Beza le insistía en que no mandara más, aunque era indudable que estaba contenta de haber acudido al centro de salud y deseaba volver a hacerlo.

—Me encuentro mejor que en mucho tiempo —le había confesado en su última conversación.

Akem había estallado de felicidad al oír aquellas palabras, una euforia que ahora le parecía ridícula. Tras el primer envío, conseguir dinero se había convertido en una obsesión que le estaba matando. Nayah y él habían tratado de que los contrataran como temporeros en alguna explotación agrícola y se habían dado de bruces con la realidad: todo estaba cubierto hasta pasado septiembre. A su paso se cerraba una puerta tras otra, así que ella comenzó a ofrecer por su cuenta servicios de manicura en el Piojito y otros mercadillos de los alrededores. En un golpe de suerte, Akem consiguió que lo ficharan para desinfectar un almacén y gastó sus mejores energías en aquella tarea. ¿Todo para qué? La cantidad que le dieron al concluir fue poco más que una limosna. Era un don nadie, un inmigrante ilegal, un bandido venido de tierras lejanas, y no estaba en condiciones de reclamar nada. La decepción fue grande.

Desde entonces, aceptaba cualquier tipo de ocupación remunerada, por inhumana que fuera, a excepción de algunos trabajos clandestinos, no fuese a tirar por la borda la posibilidad de conseguir el permiso de residencia. Trataba de calmarse a sí mismo con el pensamiento de que, arreglados los papeles, sería mucho más fácil acceder al mercado laboral y se esforzaba por mantener la compostura ante Nayah; sin embargo, a solas consigo mismo, se sentía una sombra perdida entre blancos. David había prometido ayudarle en septiembre, una vez solucionados algunos asuntos en Madrid, pero Akem no podía esperar tanto. Su madre debía realizar una nueva consulta en el plazo de pocos días y, como era costumbre en Camerún, tenía que pagar por adelantado. Además, estaba habituado a resolver sus propios problemas y no estaba dispuesto a fiar por completo en manos ajenas el éxito de una cuestión tan importante. Había pensado en la posibilidad de pedir dinero a María —su ángel de la guarda—, aunque pronto la rechazó: era una mujer que vivía con lo justo. ¡Ya hacía bastante con alojarle en su casa sin cobrar nada!

—No sé si hice bien en fugarme contigo.

La voz de Nayah le devolvió al momento presente y giró la cabeza para ver su rostro. Estaba muy seria. A causa de sus horarios infernales, se habían visto poco en las últimas semanas. Ella seguía siendo la razón más importante de su vida y le vino un fuerte impulso de volver a decirle cuánto la amaba. Se contuvo en el último instante, fiel a un propósito realizado tiempo atrás.

—Al menos, yéndote de Ebolowa, conseguiste evitar esa maldita boda.

Ella lo miró fijamente y luego bajó la vista. Tras su horrible experiencia al llegar a Cádiz, había decidido arreglar las cosas de modo oficial y, a la vista del resultado de las gestiones para el permiso de residencia, empezaba a pensar que hubiera sido mejor seguir viviendo al margen de la ley.

—Me han dicho que lo más probable es que pronto me deporten —dijo en un susurro.

Akem sintió de nuevo un intenso dolor en el pecho. Trató de evadirse y soñó por un momento que le concedían la nacionalidad, como premio a su hazaña. Con esa excusa, tenía una oportunidad para volver a tratar el tema con Nayah sin que se sintiera molesta y, para su sorpresa, aceptaba casarse con él. Cuando volvió al mundo real, ella le miraba con un gesto de desilusión. Sus preciosos ojos azules, brillantes como torrentes de vida, emitían ahora un triste destello. ¿Por qué el mundo tenía que ser tan injusto?

En su habitación aquella noche, Akem analizó la situación. Se encontraba en una encrucijada: amaba a Nayah con toda su alma, pero si regresaba con ella a Camerún no conseguiría el dinero para curar a su madre. Lo peor de todo era que ni yéndose tenía asegurado su amor ni quedándose obtener el dinero. ¿Qué había hecho para merecer aquella asquerosa vida? En los momentos más difíciles de su viaje hacia Europa, se consolaba pensando que al llegar a la tierra prometida todo estaría resuelto. Ahora, en cambio, maldecía su ingenuidad. Pero de nada servía lamentarse. Pensó en el ejemplo de su difunto padre y concluyó que había que seguir luchando, y en aquel preciso instante hizo dos firmes propósitos: estar dispuesto a lo que fuera con tal de conseguir dinero y decirle a Nayah, claramente, de una vez por todas, que no podía vivir sin ella.

2

Madrid, España, 23 de agosto de 2019

EL CHALET SE ENCONTRABA en una de las zonas más exclusivas de Madrid. David aparcó delante del portón, sin atreverse a meter el coche dentro. Imaginaba que no tendría que pasarle —¡visitaba a su padre!— y, sin embargo, se sentía un completo extraño. Tocó el timbre y al cabo de pocos segundos la puerta se abrió de modo automático. Mientras avanzaba por el caminillo que atravesaba el césped recorrió el jardín de un vistazo: era extenso, con plantas cuidadas y setos bien recortados. Pegada a la casa había una enorme piscina iluminada y desde más cerca comprobó que, separado por una cristalera, había otro recinto climatizado en el interior. Se dirigió hacia el porche. Estaba a punto de llegar, cuando oyó una voz.

—Bienvenido. Me alegro de recibirte en mi casa —su padre había envejecido.

La decoración interior no era excesiva, los cuadros que colgaban de las paredes parecían buenos y, aunque Lucas vivía solo, era evidente que en aquella vivienda había una mano femenina. El salón tenía diversos ambientes y cómodos divanes para sentarse, en algunos rincones lucían porcelanas chinas y otras figuras de coleccionista.

—Siéntate. ¿Quieres un whisky?

Pasó la vista de corrido por las botellas del mueble bar. Todas eran de primera calidad. Hacía ya algunas horas que había comido y tenía el estómago vacío, pero pensó que no le vendría mal un poco de ayuda para afrontar aquella conversación.

—Entonces, ¿recuperado del accidente?

Todo iba mejor de lo esperado, sin las tensiones y encontronazos de otras veces, y David decidió ir al grano. Antes dio un largo sorbo de whisky.

—Me han despedido del banco.

Mientras esas palabras salían de su boca pensó, una vez más, que había defraudado a su padre. Pero Lucas no dijo nada. Sacó un cigarro de una cajetilla, lo encendió y aspiró una gran bocanada de humo.

—No te preocupes. Yo puedo ofrecerte trabajo.

David no había imaginado aquella reacción ni en sus mejores sueños y un rayo de esperanza alimentó sus ilusiones de comenzar a relacionarse con Lucas como un hijo con su padre.

—¿Y sabes por qué te han echado? —otra larga calada.

—No. Mi rendimiento era mejor que nunca.

—Entiendo… —se entretuvo observando las sinuosas formas que el humo del tabaco componía en el aire—. Hace diez días cambié mis depósitos a otro banco. Imaginaba que esto podría ocurrir…

Lo dijo sin malicia, aunque dio lo mismo. Sus palabras adquirieron cuerpo y golpearon sin piedad los oídos de David. De sopetón, había entendido lo del banco, y maldijo su estupidez por no haberlo imaginado antes.

—Te agradezco que me ofrezcas trabajo… no me interesa.

Ahora era Lucas el que no comprendía.

—Voy a trabajar con Akem y Nayah.

Aquellos nombres no le decían nada y en un principio se encogió de hombros. Su cara cambió tras conocer quiénes eran.

—¿Te has vuelto loco? ¿Y piensas que desperdiciando tu tiempo con un par de miserables negros estarás preparado algún día para que te confíe mis negocios?

—Al menos, con ellos no me perseguirá tu sombra y seré valorado por lo que soy.

Lucas le miró con sorpresa durante un breve instante y luego se echó a reír. David no estaba para bromas, y todos los rencores y afrentas del pasado volvieron a hacerse presentes.

—¿Por qué me desprecias? ¿Acaso me odias?

La pregunta resonó con toda su crudeza en el salón y vio reflejado en la cara de su padre que esas palabras habían hecho mella.

—No, no te odio —dijo en un susurro—. Sólo que he proyectado en ti mis propias ilusiones y he fracasado… al igual que con tu madre.

David no sabía cómo interpretar aquello. Su padre continuó.

—Si pudiera retroceder en el tiempo, volvería a empezar de cero para enmendar mis errores… Ahora ya es demasiado tarde.

Lucas lanzó un suspiro y por primera vez en su vida David sintió lástima por él. Su padre, sin embargo, se recompuso enseguida y volvió a la carga.

—¡No te juntes con negros! ¡Son gente despreciable que sólo busca aprovecharse de nosotros!

—Ya, claro, ¿acaso tienes idea de quiénes son? Déjame que te los presente y fórmate la opinión que quieras. Pero, por favor, ¡hazlo con conocimiento de causa!

—¡No pienso acercarme a ellos! ¡Y tampoco a ti, como te empeñes en seguir adelante! David, he aceptado muchas cosas en mi vida, pero nunca que mi hijo destruya la imagen que me he forjado con tantos años de esfuerzo. No estoy dispuesto a que manches mi apellido y haré todo lo posible por evitarlo.

David estaba a punto de explotar y se obligó a mantener la calma, sólo así cabía albergar una mínima esperanza de hacerle cambiar de parecer.

—Acuérdate de lo que Akem hizo por mí.

—¡Bah, tonterías! Busca tu dinero, al igual que esa tal Nayah. ¿No te das cuenta de que están muertos de hambre? Son una panda de salvajes, sin educación, capaces de las mayores barbaridades. Les interesas porque les puedes solucionar el futuro. Sólo por eso.

Cada comentario despectivo le sentaba como un puñetazo en el estómago y, cuanto más intentaba hacerle entrar en razón, más se radicalizaba. Sus prejuicios parecían cimentados sobre hormigón armado, así que decidió provocar una potente explosión.

—Esta gente es capaz de todo, cierto, ¡gracias a que existen racistas como tú!

Sus palabras no surtieron el efecto deseado y su padre mantuvo la calma:

—Muy bien. Trabaja con ellos, si es lo que deseas. Eso sí, olvídate de mí. Y atente a las consecuencias…

—¿Por qué es todo tan jodidamente difícil contigo? Soy tu hijo, ¿lo recuerdas?

Lucas lo miró a los ojos, primero con gran atención y luego con la vista perdida. Sentía que la decisión que tomara en aquel momento sería definitiva y en su interior se libró una breve pero intensa batalla.

—No tengo nada más que decir —dijo al fin.

David se levantó y salió de casa dando un portazo. Si algo tenía claro era que sería él quien decidiera su futuro. Y ya lo había hecho: se trasladaría a vivir a Cádiz y haría todo lo posible para que los cameruneses se quedaran en España.

3

Vejer de la Frontera, España, 27 de agosto de 2019

LA TERCERA VEZ QUERAÚLllamó por teléfono a María y no obtuvo respuesta, avisó a la Policía. Akem llevaba en Cádiz varios días y era muy extraño que ella no respondiera ni siquiera al fijo. Pensó en salir de casa, acercarse hasta donde vivía su amiga y comprobar de primera mano si le había ocurrido algo, pero tenía un fuerte resfriado y el cuerpo le dolía como si le hubieran dado una paliza. No debía olvidar que era un sujeto de alto riesgo y que sus pulmones, tras una larga vida de fumador, le obligaban a extremar las precauciones. En el Cuerpo, siempre se le había considerado un policía de una pieza, dispuesto a dar la vida por su gente, y bastó con explicar lo sucedido para que, quince minutos más tarde, una patrulla aparcara en las inmediaciones de la casa de María.

Los agentes forzaron la puerta al apagarse el eco del segundo timbrazo. Una joven pareja les sonreía desde el suelo, dentro de un portarretratos de plata, tan antiguo, al menos, como el papel amarillento de la foto. El agua de las flores, geranios blancos y rojos, ya casi no humedecía la alfombra. Avanzaron por el pasillo, pistolas en mano, escuchando bajo sus botas el crujido de diminutos trozos de cristal. Aroma rancio en el salón. Sobre un tresillo, embarullados, papeles del banco, postales, una vieja guía telefónica y un cable viejo; los muebles, sin cajones, fuera de sitio; la pantalla de una lámpara de pie, hecha pedazos en un extremo de la habitación; las cortinas, arrancadas; las persianas, bajadas. Alguien se había regodeado destrozando los cuadros. Era extraño que los vecinos no hubieran oído nada. En una de las habitaciones hallaron a la anciana: tenía el cabello alborotado y el vestido hecho jirones. Estaba tendida en el suelo, sin sentido, pero respiraba. Tras cerciorarse de que no había nadie más en el interior de la casa, llamaron a una ambulancia y, a los pocos minutos, la trasladaron en una UVI móvil al hospital.

Cuando Raúl recibió la llamada, intuyó enseguida que no había buenas noticias. Con un telegráfico mensaje, su amigo le explicó la secuencia de lo ocurrido. Todo apuntaba a un robo.

—Me lo temía. ¿Y tiene alguna lesión? 

—No sé más, sólo que ingresó con las constantes vitales muy débiles. Ahora mismo, tengo un equipo en su casa recogiendo huellas dactilares. Lo siento mucho... vamos a confiar en que no sea grave y se recupere pronto. Te mantendré informado.

María no contaba con familia cercana. Tampoco se caracterizaba por tener una intensa vida social y, tras la muerte de su marido, salía poco de casa. ¿Quién había podido entrar en aquella vivienda? Raúl había hecho pocas preguntas y al cabo de un rato se arrepintió. Vejer era un pueblo tranquilo y seguro, donde todos se conocían. No se trataba de un piso lujoso, ni ella era tenida por una mujer rica. Es cierto que el turismo extranjero había proliferado en los últimos años, pero se trataba de gente de buena posición social, con la vida resuelta. María tampoco solía prodigarse a la hora de abrir las puertas de su casa, salvo con algún que otro inmigrante en apuros, como Akem. ¡Akem! Un mal presentimiento atravesó su mente. Últimamente, había visto al camerunés más nervioso de lo habitual. ¿Y si hubiera sido él? Nunca había llegado a convencerle del todo aquel muchacho que, por cierto, ya había robado una vez en casa de María. Ella le quería como a un hijo y no aceptaba sus recomendaciones de prudencia, fruto —así le decía— de su deformación profesional. No tenía ninguna prueba al respecto, pero María le importaba demasiado y decidió informar de lo sucedido al teniente Forlán.

4

Cádiz, España, 27 de agosto de 2019

ERA UN MONOSÍLABO FÁCIL DE PRONUNCIAR. La solución a su mayor problema. Y, sin embargo, la garganta de Nayah se negaba a emitir esos fonemas. ¿Podía un español adinerado llegar a algo serio con una inmigrante sin papeles? David sabía perfectamente la desesperada situación en la que ella se encontraba y, de repente, le salía con aquello. ¿Qué pretendía? Permaneció en silencio mientras estudiaba su cara: mostraba la misma mirada atrevida del día en que se conocieron.

—¿Te casarías conmigo? —repitió él en perfecto francés, con un ligero temblor en la voz—. ¡Estoy locamente enamorado de ti y no quiero perderte por nada del mundo!

Nayah esbozó una tibia sonrisa. Se sentía halagada por la propuesta, aunque una densa niebla envolvía su mente. Aquella noche había vuelto a tener el maldito sueño: un hombre desconocido la estaba esperando, ella intentaba huir y corría, angustiada, sin conseguir moverse del sitio; luego aparecía su madre, que la agarraba con fuerza y la obligaba a ir con él. ¡Su madre! ¡Siempre su madre! Días atrás le había explicado que no conseguía el permiso de residencia y ella había insistido en que, después de haberse fugado de aquella manera, no podía regresar de vacío.

—Eres muy guapa... Cásate con un español —le había dicho.

Esa sugerencia, que resonaba con frecuencia en su interior, se había convertido ahora en una posibilidad real, pero Nayah veía las cosas de modo distinto y no comprendía que su madre no se diera cuenta. Había huido de Camerún por culpa de un matrimonio concertado a sus espaldas. ¿No era un mensaje lo bastante claro como para entender que la cuestión del amor no le resultaba indiferente? Aunque David era atractivo y se trataba de una oportunidad única, no las tenía todas consigo. Ella no era nadie y él no tenía por qué cumplir su palabra. ¿Por qué no habría de abandonarla a la primera de cambio? Además, ¿qué pasaría con Akem? Aún no se lo había dicho, pero, al fin, estaba convencida de que lo amaba. Últimamente, estaba raro y se había alejado de ella, pero ni siquiera esa distancia había conseguido que su luz se apagara, y sabía que, antes o después, Akem volvería.

Se detuvo en aquel punto del razonamiento y sacudió una vez más la cabeza. El amor, siempre el amor. ¿Qué importaba el amor si la repatriaban? David no tenía por qué engañarla. Al principio le había generado desconfianza, sí; ahora, en cambio, consideraba una suerte tenerle cerca. ¡Qué bien se había portado con la madre de Akem! No podía negar que le gustaba cada vez más y que tal vez llegara a enamorarse de él con locura…, pero era todo tan extraño. Unas chicas pasaron a su lado en medio de grandes risas y, por un momento, deseó haber nacido blanca como ellas. Había huido de un mundo en el que no estaba dispuesta a vivir, para llegar a otro que no la aceptaba y que, si lo hacía, daba la impresión de hacerlo por compasión. Pensó que, después de todo lo que había pasado y la cantidad de gente que había visto morir, debería sentirse afortunada por su situación, pero era precisamente su experiencia vital la que la había hecho desconfiada.

Alzó la vista y se topó, de nuevo, con la mirada ansiosa de David.

—Gracias por tus palabras. Tú también me gustas, aunque ahora estoy algo confusa. No lo tomes como un no… necesito que me des un poco de tiempo.

El móvil de Nayah comenzó a sonar. Era Akem.

—Han ingresado a María en el hospital —su voz llegaba entre sollozos.

—¡Dios mío, no!

—Es grave. Pienso ir esta tarde a Vejer.

Nayah habló un momento con David.

—David y yo vamos contigo.

5

Vejer de la Frontera, España, 30 de agosto de 2019

LA CEREMONIA FUE MUY SENCILLA. El sacerdote recitó unas oraciones y depositó la urna con las cenizas de María en el columbario de la iglesia de Vejer. Su espléndida torre gótica lucía orgullosa, recortada sobre un fondo celeste, bajo la intensa luz del mediodía. Raúl estaba visiblemente emocionado: nada sería igual a partir de ese momento. Aún se encontraba débil a consecuencia de la fiebre pasada días atrás y, sabedor de que la Policía Judicial iba a detener a Akem, esa misma tarde, como cómplice del asesinato, decidió volver a casa nada más terminar el acto. Todos lo despidieron con un cariñoso abrazo.

Estaban ya subidos en el coche para regresar a Cádiz, cuando David realizó una propuesta sorprendente.

—¿Por qué no nos acercamos hasta el Faro de Trafalgar?

¡El Faro de Trafalgar! Ahí había comenzado todo. Parecía mentira que hubieran trascurrido apenas dos meses. Ninguno había regresado desde entonces y un hormigueo trepó por sus espaldas hasta la nuca.

—Vamos —dijo el camerunés en su español de marcado acento.

Llegaron a las inmediaciones del faro en veinticinco minutos y aparcaron en el mismo lugar de la fatídica noche. Nada más alcanzar la cima, David recorrió con la mirada la ladera del acantilado. La marea estaba baja y los escollos asomaban, desafiantes, por encima de la superficie del agua. Soplaba bastante viento y el día era muy claro, así que pudieron distinguir con nitidez el contorno de las montañas del norte de Marruecos. Akem miraba el mar con la vista perdida en el horizonte. También Nayah parecía hipnotizada mientras contemplaba Tánger y recordaba el momento en que había visto Europa, por primera vez, desde allí.

—Bajemos a la playa —propuso David.

Akem y él avanzaban más rápido y se distanciaron unos metros. Aun así, Nayah pudo verlo todo: una llamada de móvil, una breve conversación, un terrible puñetazo... Echó a correr hacia ellos.

Su rostro, azul turquesa sobre negro azabache, fue la última imagen que se proyectó en la retina de David. Después cayó desplomado. Akem lo observaba amenazante, con los músculos en tensión y el gesto severo, como un gladiador a la espera de dictamen.

—¡Quieto! ¡No lo hagas! —gritó Nayah. La brisa de la tarde acariciaba su piel, aunque sentía escalofríos a medida que se acercaba.

Tras empujar a Akem, se arrodilló y sujetó la cabeza de David entre sus manos. Había perdido el sentido y sangraba copiosamente.

Akem la miró y vio el terror en sus ojos. Sólo entonces fue consciente de la fiereza con que latía su corazón y, al observar su mano ensangrentada, comenzó a entrar en razón. ¿Qué acababa de hacer? La sirena de un coche de policía penetró en sus oídos como un estilete afilado y sintió un intenso dolor de cabeza. A través de la lejana bruma, contempló las montañas del norte de África y sus piernas flaquearon. Todo volvía a empezar.

Héroe o villano

1

Cádiz, España, 5 de julio de 2019

LA PRESIÓN AUMENTABA EN SU PECHO mientras caía por el acantilado. Agitaba los brazos con desesperación, en busca de algún saliente al que agarrarse, pero era ya demasiado tarde para evitar el choque. Cerró los ojos. De repente, despertó.

Luz blanquecina. Una maraña de cables. Dispositivos electrónicos. Dos cortinas le impedían ver el resto de la estancia.

—¿Dónde estoy?

La mujer llevaba el pelo envuelto en una red y la boca cubierta por una mascarilla. Al contemplarla creyó hallarse en ese tétrico rincón al que los sueños le llevaban en sus peores momentos.

—Buenos días. ¿Cómo te encuentras? —su voz sonó cálida.

—¿Quién es usted? ¿Dónde estoy?

—Tranquilo, todo va bien. Te han recogido en una playa cerca de Vejer y te han traído a este hospital en Cádiz. Has estado mucho tiempo inconsciente. Descansa.

David cerró los párpados, sin comprender, y se quedó en silencio. Su cerebro no estaba aún preparado para grandes esfuerzos y, a los pocos minutos, respiraba otra vez de modo profundo. Ese día lo pasó en cuidados intensivos, sumido en un extraño sopor durante el que le visitaron criaturas fantásticas con voz metálica y cuerpo deforme, que reían con desenfreno e interpretaban para él canciones de los noventa. El tratamiento desintoxicante al que estaba sometido iba dando resultado y sus constantes vitales eran cada vez más normales. Por la tarde dejaron que su madre pasara a verle.

—Hijo mío, menos mal que estás a salvo —susurró al lado de la cama.

Él parecía dormido y no contestó. Estaba más delgado y en mitad de su frente lucía un hematoma de intenso color rojizo. La sangre circulaba por dos tubos enganchados a su brazo izquierdo, mientras el derecho estaba aprisionado por el medidor de la tensión. Silvia se estremeció al verlo de aquella manera —la vida no podía ser tan injusta con alguien tan joven— y sus ojos grises comenzaron a llenarse de lágrimas, al recordar la última conversación que habían mantenido por teléfono.

—¡Perdóname! —dijo entre sollozos, mientras le acariciaba con suavidad—. ¡Perdóname!

David abrió los párpados, tenía la mirada perdida.

—¿Dónde estás? —su voz era de ultratumba.

—¿Quién hijo mío? Estoy aquí, soy tu madre.

—¿Dónde estás? No quiero volver a verte, ¡déjame, déjame!

Al oír aquellas palabras, su cuerpo tembló como si hubiera sido alcanzado por una descarga eléctrica, una repentina flojera se apoderó de ella y tuvo que apoyarse en la cama para evitar caer. La enfermera de guardia se acercó enseguida con una silla. Tras ayudarla, atendió a David.

—Tranquilo. No pasa nada, tranquilo —con un paño húmedo le refrescaba las mejillas—. Son episodios de alucinaciones. Es frecuente que ocurran en estos casos. ¿Y usted cómo se encuentra?

—Bien, gracias. Ha sido sólo un mareo.

— Lo siento, pero será mejor que deje solo a su hijo.

Aunque David había recuperado la paz exterior, su actividad mental seguía siendo intensa: su memoria rebuscaba en el baúl de los recuerdos y acabó por encapricharse con una vivencia de cuando tenía trece años.

Seis de la tarde. Nadie más en casa. Al día siguiente, tenía examen, pero el FIFA le apasionaba. Echaría solo una partida.

—David, ¿qué tal? ¿Todo bien?

No había oído la puerta de la calle y pegó un respingo.

—Sí, mamá.

—¿No te habrás pasado toda la tarde con la videoconsola?

Miró el reloj. Las nueve de la noche. Aunque segundos antes encarnaba a un delantero imparable, de repente se sintió pequeño y abrumado. Recogió la Play y fue a su habitación, se sentó delante del escritorio y abrió el libro de Sociales. Su cabeza estaba demasiado acelerada como para concentrarse. ¡Menuda jugada acababa de hacer por la banda izquierda en la piel de Seedorf! Qué pena que no hubieran estado allí sus amigos. Debería haberlo grabado, para mostrar a todos a qué nivel estaba. Volvió a mirar el libro e intentó leer el primer párrafo. Imposible. ¿Por qué estudiar tenía que ser tan rollo? Total, no era para tanto: su padre tenía dinero, seguro que podría montarle algún negocio. Sin pensarlo dos veces, se levantó de la silla y se tumbó encima de la cama. Cogió el mp3, se puso los cascos y comenzó a escuchar música. La puerta de la habitación se abrió cuando comenzaba a sonar la segunda canción. En un acto reflejo se quitó los auriculares. Era su padre.

—¿Qué haces ahí tirado? ¿No tienes que estudiar?

Su tono inquisidor no era de enfado, como en otras ocasiones, y David respiró tranquilo.

—Sí, acabo de dejarlo.

—Tu madre sale esta noche. Si vienes, podemos cenar juntos.

La mesa estaba puesta y se sentó en el lugar habitual. Su padre cogió una botella de vino, se sirvió un vaso y, tras probar un sorbo, asintió complacido.

—Tengo algunos problemas que me absorben en el trabajo. Por eso nos vemos poco.

David no supo qué decir. No sabía explicar por qué, pero se sentía incómodo. La relación con su padre no solía incluir momentos para las confidencias y, ahora que estaban sentados frente a frente, sin interferencias, hubiera preferido coger su plato e ir a ver la tele. Lucas, sin embargo, parecía disfrutar y su rostro adoptó, de repente, un aire soñador.

—Hijo, todo lo que estoy levantando, podrá ser tuyo algún día. Por eso es tan importante que te formes bien.

David no quería ser un nuevo disgusto para sus padres y asentía sin atreverse a alzar la mirada. ¡Claro que quería formarse bien y responder a las expectativas!, solo que no se veía capaz. Necesitaba hablar con alguien, expresar con claridad que no lograba estudiar y que le hacía falta ayuda; y estaba a punto de hacerlo cuando, de improviso, entró su madre. Traía un vaso de agua en la mano que dejó encima de la mesa.

—¿Está buena la cena?

No esperó a la respuesta.

—Podéis dejar fuera lo que no entre en el lavaplatos… ya lo limpiará la asistenta.

Acto seguido, salió.

Lucas se quedó serio, con gesto pensativo. De vuelta en la habitación, David intentó concentrarse en el libro. Por lo menos ahora le resultaba un poco más fácil dominar su cabeza y consiguió leer un par de páginas sin interrupción. El sueño comenzaba a invadirle. Fue entonces cuando miró cuánta materia entraba en el examen. ¡Buf, imposible estudiarlo todo! Tal vez si se levantara pronto, fuese más fácil. Sí, seguro que sí. Se puso el pijama y se acostó. Desde la cama oyó la discusión.

—No te ocupas del chico, y así le va.

—Pues si tanto te importa, ven tú las tardes a vigilarlo.

—Alguien tiene que traer dinero a esta casa, ¿lo recuerdas? O piensas que podemos vivir con tu mierda de sueldo. Si de mí dependiera, otro gallo cantaría.

—Claro. Me gustaría ver de qué ibas a ser capaz, pasados los primeros quince minutos... Y ahora déjame, que me esperan mis amigas.

No acertaba a distinguir con claridad todo lo que decían, sí lo suficiente como para darse cuenta de que discutían, una vez más, por su culpa. Un grito de su madre y un fuerte portazo. La voz de Lucas, que maldecía en voz alta, desde el salón. Silencio. De nuevo, la voz de su padre, esta vez suave: hablaba por teléfono con una mujer.

—Esta noche no puedo ir a verte. Te prometo que lo haré pronto.

Su estómago se comprimió y, avergonzado, cubrió la cabeza con la almohada.

Alertada por los pitidos que señalaban la cadencia de las pulsaciones, la enfermera volvió a acercarse. David tenía la cara empapada en sudor.

2

APENAS SALIÓ DE LA UCI, Silvia buscó un baño. Apoyó distraída el bolso encima del lavabo, alzó la vista y se descubrió con sorpresa en el espejo. Había contemplado su imagen varias veces ese día, pero se miró con ojos nuevos, escrutadora, libre de juicios pasados, y dejó que las impresiones fabricaran una nueva impronta de sí misma. Su cara estaba surcada por rastros de lágrimas que, como ríos de lava, habían salido al exterior, abrasando todo lo que encontraban en su camino, y allí, sola ante su propio reflejo, se sintió frágil y desvalida. Fue tan solo un instante. Después de bastante tiempo iba a encontrarse con Lucas y aquel pensamiento devolvió a su orgullo la energía que necesitaba. Pasados los cincuenta con creces, seguía siendo una mujer atractiva. Se retocó el rímel, se pintó los labios y, tras cepillar su media melena, se ordenó a sí misma recuperar la compostura antes de regresar al pasillo del hospital. Caminaba ya con el aplomo de una actriz por la alfombra roja, cuando un médico la asaltó.

—Perdone. ¿Es usted familiar de David Antúnez?

—Sí. Soy su madre.

—¿Podemos hablar un momento? Su marido ha llegado hace unos minutos. Me gustaría charlar a solas con los dos.

Silvia hizo una mueca de desagrado y, sin fuerzas para corregirle, asintió. Justo antes de entrar en la sala, el médico se volvió para hablar con un compañero y ella avanzó sola. Para su sorpresa, Lucas se puso en pie. Había perdido algo de pelo y le notó menos ágil de movimientos, aunque conservaba ese porte elegante que en otra época la había seducido.

—Hola Silvia.

—¿Qué tal estás, Lucas? —dijo mientras le asaltaba una fuerte curiosidad por saber qué impresión le estaría causando ella—. Lamento que tengamos que reencontrarnos en circunstancias como estas.

Enseguida apareció el doctor. Cuarenta años, buena presencia. Saludó con educación y comenzó a hablar en un tono pausado.

—¿Saben qué le ha ocurrido a su hijo?

Los dos se lanzaron a responder al mismo tiempo y, en contra de lo esperado, Lucas cedió la palabra.

—Me llamaron ayer, a media mañana, para decirme que habían encontrado a David, inconsciente, en una playa, con un fuerte golpe en la cabeza. Los análisis han revelado consumo de drogas y alcohol. Ha reaccionado bien al tratamiento y se encuentra fuera de peligro. Además, tiene un esguince de tobillo y varias contusiones por el cuerpo.

—Excelente. Es difícil resumir con tanta precisión y en tan pocas palabras su cuadro clínico.

Tras aquel cumplido, el doctor se extendió un poco más. Tendrían que mantenerle algo de tiempo en observación y comprobar que no sufría otras lesiones, era menos grave de lo que parecía, y en unos días, una semana a lo sumo, podría volver a casa. Lucas manifestó alegría ante la noticia y, a continuación, puso encima de la mesa las cuestiones que le intrigaban.

—¿Se sabe qué hacía en esa playa? ¿Cómo llegó hasta allí? ¿Le acompañaba alguien?

—Yo no tengo más datos. Pueden preguntarle a la Guardia Civil, que luego hablará con ustedes.

Silvia dio un respingo al oír aquello.

—Se trata de un trámite habitual —añadió el doctor, tratando de quitar hierro al asunto—. ¿Alguna duda más acerca de la salud de su hijo?

Ante su silencio, se levantó.

—Esperen aquí, por favor.

Ni siquiera una situación como aquella fue capaz de derribar, aunque fuera por unos momentos, el muro que les separaba. Él se disculpó e hizo una llamada. Ella se puso a escribir whatsapps de modo compulsivo.

Forlán y Velázquez aparecieron al cabo de unos minutos. Su aire de profesionales curtidos provocó en ellos sensaciones encontradas: era una garantía que alguien con ese perfil se encargase de una investigación relacionada con su hijo, pero su aspecto solemne resultaba, al mismo tiempo, inquietante.

—Sentimos molestarles en circunstancias tan poco agradables. Que sepan que lo hacemos por el bien de su hijo —Forlán acariciaba con la mano derecha el extremo de su bigote canoso.

Lucas abrió los ojos, expectante de lo que seguiría a semejante preludio.

—En la playa donde lo encontramos había otra persona inconsciente. Un joven negro. ¿Saben qué tipo de relación puede tener con él? ¿Tal vez un socio? ¿Negocios en África?

—Mire agente, David tiene su propia vida —Lucas hizo una breve pausa y dirigió una fugaz mirada a su exmujer—. Yo no lo veo mucho, pero le puedo asegurar que mi hijo no se relaciona con ese tipo de gente.

Silvia lo confirmó, desconcertada. El agente volvió a la carga: si se acordaban de algo que pudiera estar relacionado, debían comunicárselo. Cuando David se encontrara en mejores condiciones, hablarían con él; hasta entonces cualquier ayuda, por pequeña que pudiera parecer, les sería muy útil. Lucas escuchaba todo con gran atención. No le gustaba que en aquel suceso estuviese mezclado un negro.

—Oiga, pero ese misterioso hombre que apareció junto a David en la playa, ¿está vivo?

Ante la respuesta afirmativa, preguntó si habían podido interrogarlo. Los guardias civiles se miraron: la entrevista podía complicarse y Forlán tiró de veteranía.

—Los dos fueron trasladados a un hospital en Vejer de la Frontera para hacerles un primer reconocimiento —explicó con tranquilidad—. Tras la exploración se vio oportuno derivar a David a Cádiz. El joven de color, al presentar un cuadro de menor gravedad, quedó allí ingresado. Ahora mismo desconocemos su paradero: hace unas horas se ha fugado del hospital y lo estamos buscando —concluyó en tono aséptico.

—¡Maldita sea! Fugado. Me lo temía. Seguro que se trata de un inmigrante ilegal. Apuesto lo que sea a que esa escoria intentó robar a mi hijo —dijo Lucas mientras Silvia se revolvía incómoda en el asiento.

En la cabeza de Velázquez estaba la imagen del puñal que asomaba entre las andrajosas ropas de aquel hombre y todo apuntaba a que habían forcejeado. Aun así, intervino para echar un capote al jefe y utilizó esa sonrisa pacificadora que tan buenos resultados le daba.

—No les vamos a negar que la hipótesis de que su hijo sufriera un intento de robo es, en estos momentos, la que más fuerza tiene, pero es pronto para sacar conclusiones definitivas. Aún quedan muchos cabos sueltos y no podemos descartar otras.

—Pues entérense bien —insistió Lucas—. No me cabe la menor duda de que ese jodido negro tuvo la culpa de todo.

Forlán no estaba dispuesto a escuchar más impertinencias y, tras pedir disculpas por las molestias causadas, se puso de pie y dio por terminada la reunión. Apenas salieron los agentes, Lucas y Silvia se miraron en silencio. Él dudaba si invitarla a un café. Ella rompió la tensión de ese breve instante.

—Te tengo que dejar.

Acababa de comprobar que su exmarido seguía igual de arrogante y maleducado que cuando vivían juntos, y le pareció volver a verlo en casa, fuera de sí, con su actitud amenazante. ¡Qué horrible etapa! Un día ella no aguantó más, cogió sus cosas y se largó. Meses antes había conocido a otra persona y se fue a vivir con él. La primera sensación tras la ruptura había sido liberadora; sin embargo, ahora que echaba la vista atrás, hubiese deseado no haber llegado al extremo de hacer saltar todo por los aires. Estaba convencida de que la culpa de que aquello no hubiera funcionado la tenía Lucas, pero consideraba que su fracaso matrimonial, como cualquier fracaso, no era deseable para nadie. No se arrepentía de su comportamiento con él y sí, en cambio, con su hijo: durante el tiempo que mantuvo aquella nueva relación, le prestó poca atención y David nunca se lo perdonó. Su aparición en circunstancias tan extrañas sobre la arena de aquella playa alimentaba en ella la creencia de que no había sido una buena madre. ¿Cómo había terminado así? ¿Desde cuándo consumía drogas? Hacía mucho tiempo que la trataba de modo frío y distante. ¡Ojalá recuperara su confianza para poder ayudarle!

3

LA MEJORÍA SE CONSOLIDÓ A LO LARGO de la mañana siguiente. Salvo algunos momentos de enajenación, en los que desconectaba de la realidad y vagaba por el mundo de los sueños, David estaba despierto la mayor parte del tiempo. Los recuerdos llegaban por entregas y las preguntas se agolpaban. Al igual que en las películas de terror, su mente disparaba flashes que iluminaban sólo una parte de lo sucedido y le hacían permanecer en tensión ante lo que pudiera aparecer a continuación. ¿Qué había ocurrido exactamente? ¿De dónde había salido aquel hombre y qué pretendía? ¿Le había ayudado o era tan solo una creación de su delirante mundo imaginario? Y, si lo había hecho, ¿con qué intención?

Su experiencia le llevaba a descartar que una persona hubiera actuado de aquella manera sin tener alguna intención oculta y, por más que lo intentara, no encontraba una explicación lógica. A lo largo de su vida se había sentido solo. Estaba convencido de que importar, lo que se dice importar, no importaba a nadie. Sólo en una ocasión había tenido dudas con su abuela, pero era difícil saber si ella estaba en su sano juicio. ¿Y en cuanto a los amigos? Recordó el reciente desencuentro con Ana y Roberto y, una vez más, le invadió una profunda sensación de hastío. Todas las personas que había conocido —él, por supuesto, no era una excepción— buscaban por encima de todo su propio interés, así que no entendía por qué su mente se empeñaba en crear un personaje distinto.

La enfermera acababa de decirle que su madre estaba alojada en un hotel de la ciudad. Su padre también había estado allí, antes de regresar a Madrid para una reunión de negocios inaplazable. Mejor así. Cerró los ojos e intentó relajarse. Su cabeza era, de nuevo, una olla de recuerdos en ebullición y volvió a verse a sí mismo en plena adolescencia.

Como broche a la semana pasada juntos, su padre le llevaría a cenar a una hamburguesería que estaba de moda, sólo que antes había una contrapartida: visitar a la abuela. Abuela era, para él, sinónimo de vieja cascarrabias que ha perdido la cabeza.

Cuando la divisó al fondo del pasillo, caminaba despacio, acompañada por una enfermera que la cogía del brazo. Se acercó a ella con desgana y dejó que le besara.

—Y tu madre, ¿cómo es que no ha venido?

Nunca recordaba que Lucas y Silvia se habían divorciado. Al principio, David no sabía qué responder, pero pronto experimentó en primera persona que la necesidad crea el órgano.

—Está bien, abuela, sólo que hoy tenía mucho jaleo.

Ella asintió y miró a Lucas.

—Bueno, qué, ¿vas a contarme algo?

—Mamá, ya sabes cómo es mi vida: trabajo, trabajo y más trabajo.

—Ya, claro. No descuides a la familia, ¿eh?

Al cabo de cuarenta y cinco minutos, agotados los temas de conversación, dejaron de nuevo a la abuela en manos del personal de la residencia.

—Antes de ir a cenar pasaremos por casa, para que recojas tus cosas —dijo Lucas mientras arrancaba el BMW.

Después del divorcio, su padre había vendido su antiguo piso y se había mudado a un chalet en una zona residencial. David sintió perder de vista el lugar donde había pasado su infancia: veía preferible vivir con recuerdos, aunque no fueran idílicos, a vivir vacío, y sufría al pensar que aquello contribuiría a borrar de su memoria con mayor rapidez esos años de vida. Aparcaron justo delante de la puerta, David bajó del coche y subió hasta su habitación. Al regresar, descubrió a su padre, besándose con una mujer.

—¡Qué casualidad! David, mira quién está por aquí. Te presento a Elena. Es mi novia.

—Así que tú eres David. Me alegro de conocerte.