Bailando bajo la luna - Buscando a Nick - Amor y ley - Raeanne Thayne - E-Book

Bailando bajo la luna - Buscando a Nick - Amor y ley E-Book

Raeanne Thayne

0,0
6,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Bailando bajo la luna Raeanne Thayne La teniente Magdalena Cruz había vuelto a casa, pero su regreso no había sido como ella había imaginado. Lo único que deseaba era estar sola, pero el irritante y guapísimo doctor Jake Dalton se empeñaba en impedírselo... Lo único que quería Jake era convencerla de que era una mujer bella, atractiva y maravillosa… y debía ser suya para siempre. Buscando a Nick Janis Reams Hudson Hacía ya tiempo que el bombero neoyorquino Nick Carlucci se había retirado a la tranquilidad de Tribute, Texas, para escapar de sus demonios. No quería volver a recordar… ni a sentir. Pero entonces apareció la bella reportera Shannon Malloy y consiguió que volviera a hacer ambas cosas. Shannon no iba a permitir que Nick la evitara, para lo cual tendría que desvelar sus secretos, unos secretos que lo unirían a ella más de lo que jamás habría imaginado… Amor y ley Stella Bagwell Seth Ketchum se tomaba su trabajo de policía con la seriedad que el puesto requería. Por eso cuando volvió al rancho de su familia a investigar un asesinato, tenía la mente centrada en el trabajo… hasta que se encontró con Corinna Dawson, la mujer que lo tenía fascinado desde el instituto. Corinna había deseado vivir un amor verdadero, pero había acabado embarazada y con el corazón roto. Entonces, Seth apareció de nuevo en su vida y todo cambió…

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 640

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.Núñez de Balboa, 5628001 Madrid© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 400 - abril 2019

 

© 2006 RaeAnne Thayne

Bailando bajo la luna

Título original: Dancing in the Moonlight

 

© 2006 Janis Reams Hudson

Buscando a Nick

Título original: Finding Nick

 

© 2004 Stella Bagwell

Amor y ley

Título original: Her Texas Ranger

Publicadas originalmente por Silhouette® Books

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2006, 2006 y 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacio-nes son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticia-mente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, estable-cimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas pro-piedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-948-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Bailando bajo la luna

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Buscando a Nick

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Amor y ley

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

A PESAR de ser médico y de dedicarse a curar a los demás, trataba muy mal su propio cuerpo. Sin hacer caso al dolor, Jake Dalton hizo girar sus hombros para deshacerse de la tensión que le había causado el acabar de traer a un niño al mundo.

Había trabajado sin parar durante veintidós horas. Y mientras conducía de vuelta a casa a las dos de la madrugada se dio cuenta de que sólo podría dormir cuatro horas si quería volver al hospital de Idaho Falls al día siguiente para ver cómo estaban el recién nacido y su madre y regresar para abrir la clínica.

Eran los inconvenientes de ser médico rural. A veces le daba la sensación de que pasaba más tiempo al volante de su todoterreno recorriendo el camino que separaba su ciudad natal, Pine Gulch, del hospital más cercano, que estaba a cuarenta minutos en coche, que con los propios pacientes.

Había conducido por esa carretera tantas veces durante los dos últimos años, desde que había terminado la residencia y había abierto su propia clínica, que el coche debía de conocerse el camino de memoria. Para mantenerse despierto, llevaba la ventanilla abierta e iba escuchando a los Red Hot Chili Peppers a todo volumen.

Había dejado de llover hacía poco, pero el aire todavía olía dulce, a húmedo. Era la noche perfecta para sentarse al lado de la estufa con un buen libro y escuchar a Miles Davis. O, todavía mejor, para estar en la cama, entre sábanas de seda con una mujer mientras la lluvia golpeaba las ventanas.

Aunque hacía mucho que no disfrutaba de ningún placer. Lo cierto era que no tenía tiempo para hacer vida social. La mayor parte del tiempo no le importaba, pero de vez en cuando la soledad hacía que se sintiese deprimido.

En realidad no estaba solo, ya que durante todo el día estaba rodeado de enfermeras o pacientes.

Era al llegar a la casa de tres habitaciones que había comprado cuando volvió a Pine Gulch y encontrarla vacía, cuando se sentía solo.

En noches como ésa, se preguntaba cómo sería llegar a casa y que hubiese alguien esperándolo. Alguien cariñoso, que le quisiera. Era un pensamiento tentador, aunque agridulce, y no quería darle demasiadas vueltas.

No tenía derecho a quejarse. ¿Cuántos hombres tenían la oportunidad de hacer realidad su sueño? Siempre había aspirado a ser médico y trabajar en el lugar en el que había nacido y donde estaba su familia.

Además, después de asistir a Jenny Cochran en un parto que había durado dieciséis horas, aunque hubiese habido una mujer esperándolo en casa, sólo le apetecía comerse un sándwich y dormir un par de horas antes de tener que volver a ponerse en marcha para volver al hospital de Idaho Falls.

Estaba llegando a casa cuando vio que había un vehículo averiado más adelante. Por un momento, se sintió tentado a pasar de largo.

Pero tenía que parar. Estaba en Pine Gulch y allí todo el mundo se ayudaba. Además, ésa era una carretera rural que atravesaba un cañón y que iba a dar a las puertas de Cold Creek Land & Cattle Company, el rancho de su familia.

Así que la persona a la que se le había averiado el coche debía de estar perdida o dirigirse a una de las ocho o nueve casas que se encontraban al final del cañón, en un lugar llamado Cold Creek.

Dado que Jake conocía a todas las personas que vivían en aquellas casas, no podía dejar de ayudar a uno de sus vecinos.

El Subaru plateado con matrícula de Arizona no le era familiar. Al acercarse más se dio cuenta de que tenía una rueda pinchada y había una persona, una mujer, con un gato en las manos y sujetando una linterna con la boca.

Dejó de soñar con su cama. Tenía que ayudar a una mujer en apuros y como sólo era un pinchazo, podría arreglarlo en diez minutos y marcharse.

Salió del coche y dio gracias por llevar puesta la chaqueta, ya que el aire todavía frío del mes de abril corría a través del cañón.

—Hola. ¿Necesitas ayuda? —dijo Jake bajando del coche.

La mujer se protegió de la luz de los faros de su todoterreno, seguramente no veía quién se le acercaba.

—Casi he terminado —respondió la mujer—. Pero gracias por parar. Los faros de tu coche me serán de gran ayuda.

Nada más oír su voz, Jake se quedó helado y se olvidó de lo cansado que estaba. Conocía esa voz y a su dueña.

De pronto, entendió por qué las matrículas eran de Arizona y por qué el Subaru estaba en esa carretera.

Magdalena Cruz había vuelto a casa.

Era la última persona a la que se habría imaginado encontrarse en uno de sus viajes al hospital, especialmente a las dos de la madrugada en una lluviosa noche de abril, no obstante, le alegró verla.

Empezó a hacerse preguntas e intentó vislumbrarla en la oscuridad.

Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo, un pelo que él sabía que era oscuro y brillante, debajo de una gorra de béisbol. Sabía que su rostro era frágil y delicado y que estaría tan guapa como siempre.

No pudo evitar bajar la mirada hacia su cuerpo.

Vestía unos pantalones vaqueros y unas botas. Todo parecía completamente normal. Pero él sabía que no lo era y deseaba tomarla en sus brazos y abrazarla con fuerza.

No podía hacerlo, por supuesto. Incluso antes de que Magdalena hubiese empezado a odiarlos a él y a toda su familia, nunca habían tenido una relación que hubiese permitido que él la abrazase. Jake sintió en su pecho el dolor que causaban los sueños imposibles de alcanzar.

—¿Sabe tu madre que andas por ahí a estas horas?

La joven lo miró y él vio cómo le temblaban las manos y sujetaba la herramienta que tenía en ellas como si fuese un arma mientras intentaba averiguar de quién se trataba.

Dirigió la linterna hacia él y ahogó un suspiró. Jake sabía de antemano cuál sería su reacción al reconocerlo.

—Creo que no necesito ayuda —dijo fríamente en voz baja.

Lo que no quería era la ayuda de él, evidentemente.

Pero Jake decidió hacer como si no le afectase. Era demasiado tarde para comportarse de manera diplomática.

—La necesites o no, aquí la tienes.

—Estoy bien sola.

—Maggie, haz el favor…

—Vete a casa, Dalton. Lo tengo todo bajo control.

Volvió a ponerse en cuclillas, aunque tenía la pierna izquierda estirada a un lado. La posición debía de estar matándola, pensó Jake, que tenía que controlarse para evitar levantarla y darle un buen meneo antes de tomarla en sus brazos.

Maggie debía de estar tan cansada como él, quizás todavía más. Había pasado los últimos cinco meses en el Hospital Militar de Walter Reed, según le había contado su madre, Viviana, que era la mejor amiga de la madre de Jake. Habían tenido que operarla en numerosas ocasiones y había seguido una dura rehabilitación durante meses.

Jake dudaba que tuviese la suficiente fuerza, o estabilidad con la prótesis, para conducir siquiera, así que no quería ni pensar en lo que debía de suponer para ella cambiar una rueda. Pero sabía que prefería sufrir antes de permitir que uno de los Dalton, a los que tanto odiaba, la ayudase.

—Veo que sigues siendo tan cabezota como siempre.

—Y tú, un zopenco arrogante.

—Sí, me encanta conducir de noche, busco personas que estén con el coche averiado y me dedico a acosarlas. Haz el favor de esperar en mi coche mientras yo arreglo la rueda.

Maggie todavía tenía la linterna en la mano y parecía estar conteniéndose para no golpearlo con ella. Jake pensó divertido que debían de haberle enseñado algo de disciplina en el ejército y vio cómo la joven se apoyaba en el tronco de un árbol que había cerca e iluminaba hacia donde él estaba.

Jake tenía experiencia como médico y sabía que Magdalena Cruz se sentía mal. Le hubiese gustado hacerle cientos de preguntas mientras cambiaba la rueda, como qué medicación tomaba, qué terapia había seguido en Walter Reed, si estaba sufriendo el llamado dolor fantasma, pero como sabía que ella no le respondería, mantuvo la boca cerrada.

Sabía que sus preguntas la molestarían. Aunque eso no habría cambiado nada, llevaba casi dos décadas enfadada con él. Bueno, en realidad no era con él, sino con cualquiera que se apellidase Dalton.

—¿Sabe tu madre que estás de vuelta? —volvió a preguntarle Jake.

—No, quería darle una sorpresa.

—Pues se la vas a dar.

Podía imaginar la reacción de Viviana al levantarse de la cama y ver a su hija en casa. Al principio se quedaría atónita, y luego se sentiría feliz y llenaría a Maggie de besos.

No había madre más orgullosa de su hija que Viviana Cruz de la Primera Teniente Magdalena Cruz.

Y tenía motivos para estarlo.

Toda la ciudad estaba orgullosa de ella. En primer lugar, por haber ido a trabajar como enfermera militar en Afganistán, y después, por el heroico acto que casi le había costado la vida.

Jake terminó de arreglar la rueda y dejó la pinchada, el gato y las herramientas en el maletero del Subaru, que estaba lleno de maletas.

Se preguntó si la joven había vuelto para quedarse. Pronto lo sabría, las noticias corrían como la pólvora en Pine Gulch.

Estaba seguro de que cuando volviese de Idaho Falls por la mañana, en la clínica ya sabrían todos los detalles y estarían encantados de compartirlos con él.

—Ya está —anunció Jake cerrando el maletero—, pero será mejor que pongas una rueda nueva mañana.

—Lo haré —dijo Maggie irguiéndose.

Ccon la luz de los faros, Jake pudo ver en su atractivo rostro que estaba agotada.

—No me hacía falta tu ayuda —añadió ella después de un silencio—, pero… gracias de todos modos.

Jake se dio cuenta del esfuerzo que tenía que hacer para decir esas palabras y se contuvo para no sonreír. Ya era bastante duro para ella el haber tenido que aceptar su ayuda, no quería regodearse.

—De nada. Bienvenida a casa, teniente Cruz.

Jake no supo si le había oído, porque la joven ya había montado en el Subaru y lo estaba arrancando.

Se subió a su todoterreno y la siguió. Pasó por delante del camino que llevaba a su propia casa, pero siguió conduciendo hasta llegar a la entrada del Rancho de la Luna. Esperó a ver que Maggie llegaba bien, le dio las luces y se dio la vuelta.

A pesar de estar exhausto, Jake sabía que le iba a costar trabajo dormir de entonces en adelante. Tenía el presentimiento de que, con la vuelta de Magdalena Cruz, su corazón no volvería a ser el mismo.

 

 

Jake Dalton.

¿Cómo había podido tener la mala suerte de encontrárselo a él?

Mientras conducía hacia la granja que su padre había construido con sus propias manos, Maggie vio por el retrovisor cómo el todoterreno de su vecino daba media vuelta para dirigirse a la carretera de Cold Creek.

¿Por qué iba en dirección a la ciudad en vez de dirigirse al rancho de su familia? Qué más le daba. Lo que Jake Dalton hiciese o dejara de hacer no era su problema.

Aun así, odiaba que él hubiese ido en su ayuda. Se habría quedado allí tirada toda la noche antes de pedirle nada. Jake era como el resto de su familia: arrogante, inflexible y dispuesto a avasallar a cualquiera que se le pusiese delante.

Maggie suspiró. Tenía que reconocer que también era muy guapo.

Como el resto de sus hermanos, Jake siempre había sido guapo. Tenía el pelo oscuro y ondulado, los ojos de un azul intenso y los rasgos muy marcados, como su madre.

Maggie tenía que admitir que los años lo habían tratado bien. El joven que había gustado a todas las otras chicas años atrás se había convertido en un hombre muy atractivo.

¿Por qué no estaría gordo y calvo? En cualquier caso, y aunque no se tratase de Jake Dalton, el último hombre del planeta por el que ella se sentiría atraída, no tenía intención de sentir nada por nadie.

Se acercó a la casa de sus padres. Todas las luces estaban apagadas y reinaba el silencio. Era normal, eran más de las dos de la madrugada y su madre no sabía que iba a volver. Lo mejor habría sido pasar la noche en un hotel en Idaho Falls e ir a casa al día siguiente por la mañana.

Sabía que su madre dejaba una llave en algún sitio del porche, quizás pudiese entrar sin hacer ruido y despertarla ya por la mañana.

Tomó su bolso del asiento del copiloto e inició la complicada maniobra de salir del coche tal y como le habían enseñado en Walter Reed. Se colocó de lado en el asiento para echar todo el peso en su pierna derecha y no en la prótesis.

Le dolía mucho la pierna, pero no paró hasta que no hubo salido. Subió la docena de escaleras que llevaban al porche de dos en dos. La llave no estaba debajo de ninguna de las almohadas que había en las mecedoras, pero la encontró debajo de una maceta.

Intentando no hacer ruido, abrió la puerta y entró. La casa olía a café con canela y a tortillas de maíz y al perfume favorito de Viviana. Unos años antes habría olido también al de su padre, Abel. Se sintió como cuando tenía once años y llegaba a casa después del colegio, con un montón de cosas que contarles. Se sentía aliviada y segura, y necesitaba el cariño y las comodidades de su hogar.

Se quedó quieta unos segundos, recordando su infancia, hasta que se sintió exhausta y tuvo que agarrarse a la barandilla de la escalera que llevaba al piso de arriba.

Tenía que quitarse el aparato. La prótesis le rozaba la herida, odiaba la palabra muñón, aunque eso era en realidad.

Sólo había subido un par de escalones cuando se encendió la luz y oyó la expresión de sorpresa de su madre. Se dio media vuelta y la vio, llevaba puesto el camisón rosa que ella le había regalado para el día de la madre unos años antes.

—¿Lena? ¡Madre de Dios!

Viviana la abrazó con tanta fuerza que Maggie tuvo que dejar caer el bolso para no perder el equilibrio. Era bastante más baja que su hija, pero lo compensaba con su fuerte personalidad. La alegre y divertida mujer a la que Maggie adoraba estaba llorando y hablaba en una mezcla indescifrable de inglés y español.

Pero no importaba, Maggie estaba encantada de estar de vuelta y tuvo que reconocer que necesitaba desesperadamente el calor de los brazos de su madre.

Viviana había ido a Walter Reed cuando Maggie había llegado de Afganistán y se había quedado haciéndole compañía las dos primeras semanas, mientras ella intentaba hacerse a la idea de su nuevo estado. Viviana había estado allí durante la primera serie de largas operaciones que había sufrido su hija y había querido quedarse también durante la rehabilitación intensiva y las duras semanas de terapia física que llegaron después.

Pero Maggie, que era muy orgullosa, la había convencido para que volviese a su rancho en Pine Gulch.

Ya tenía treinta años. Podía enfrentarse al futuro sin tener a su mamá al lado.

—¿Qué es todo esto? —consiguió preguntar Viviana todavía llorando—. Me pareció oír un coche fuera y resulta que es mi preciosa hija. ¿Qué querías? ¿Matarme del susto a estas horas de la noche?

—Lo siento. Tenía que haber llamado para avisar.

—Ésta es tu casa. No hace falta que llames como si… como si fuese un hotel. Sabes que siempre eres bienvenida. ¿Pero qué haces aquí? Pensé que ibas a ir a Phoenix cuando salieses del hospital.

—No fue una decisión reflexionada. Recogí mi coche y todo lo que tenía en el apartamento y decidí volver a casa. Ya no hay nada que me ate a Phoenix.

Lo había habido antes de marcharse a Afganistán dieciocho meses antes. Tenía un trabajo que le encantaba, un buen círculo de amigos y un novio que pensaba que la adoraba, con el que iba a casarse.

Pero todo había cambiado en una milésima de segundo.

La expresión de Viviana se ensombreció. Pero, de pronto, se dio una palmada en la frente y exclamó:

—¿Qué hago teniéndote aquí de pie? Ven. Siéntate. Voy a prepararte algo para comer.

—No tengo hambre, mamá. Sólo necesito dormir.

—Sí. Sí. Ya hablaremos mañana —asintió Viviana retirándole un mechón de pelo que le caía sobre los ojos, tenía las manos frías—. Ven, dormirás en el piso de abajo, en mi habitación.

A Maggie le tentó la idea, no se sentía capaz de subir las escaleras. Pero tenía que ser fuerte.

—No, no te preocupes. Subiré a mi habitación.

—Lena…

—Mamá, estoy bien. Cómo voy a sacarte de tu propia cama.

—No me importa. ¿No crees que sería lo mejor?

Si Viviana hubiese tenido la suficiente fuerza, habría subido a su hija en brazos hasta su habitación.

Ésa era una de las razones por las que Maggie no había querido que su madre se quedase en Washington durante su recuperación. Y también era una de las cosas que más la preocupaban de volver a casa.

Viviana querría mimarla y protegerla y aunque una parte de Maggie quería dejar que lo hiciese, tenía que ser fuerte y no ceder.

Subir las escaleras era una tontería. Pero, de pronto, a ella le pareció importante.

—De verdad, mamá, prefiero dormir arriba.

—Es evidente que eres hija de tu padre —comentó Viviana—. Subiré tus cosas.

Maggie estaba demasiado cansada para discutir. Así que empezó a subir. Cuando llegó al último escalón temblaba y le faltaba el aliento. Pero consiguió llegar a su habitación, que estaba decorada en tonos lavanda y crema.

Eso mismo haría con el resto de su vida, avanzar pasito a pasito.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

SE despertó soñando que oía a niños gritar y explosiones y se encontró en su habitación, en la que las paredes eran de color lavanda y olía a hogar.

Los rayos del sol entraban a través de las cortinas de encaje y creaban delicadas figuras en el suelo. Maggie las observó mientras se olvidaba de sus pesadillas y del dolor de la pierna.

Los médicos de Walter Reed solían preguntarle si sentía más dolor antes de acostarse o nada más despertarse. Para ella no había mucha diferencia. Era un dolor constante, que la perseguía a todos lados, como una sombra.

Había querido pensar que el dolor era cada vez menor desde que la operaron, pero empezaba a sospechar que había sido demasiado optimista.

Suspiró. Prefería levantarse y disfrutar de la mañana a regodearse con sus desgracias.

La silla que utilizaba para la ducha seguía estando en el Subary y Maggie no se sentía dispuesta a bajar las escaleras para subirla a su habitación. Y, sobre todo, no quería pedirle a su madre que lo hiciese. La prótesis no podía mojarse y como todavía no era capaz de guardar el equilibrio sólo con una pierna, optó por un baño.

Después se vistió, se ajustó la prótesis y se dirigió hacia las escaleras para ir a buscar a su madre.

La cocina estaba desierta, pero Viviana le había dejado unos panecillos pegajosos para desayunar y una nota: Tengo que trabajar esta mañana. Te veré a la hora de la comida.

Maggie frunció el ceño, sorprendida. Había dado por hecho que su madre no se movería de casa el primer día que ella estaba allí.

La joven se metió una rama de canela en la boca, se sirvió un café y salió fuera. Aspiró hondo el aire dulce y claro de la mañana.

No había nada comparado con una mañana de primavera en las Montañas Rocosas.

Los árboles frutales estaban cubiertos de capullos blancos que desprendían un olor dulce y las flores rojas, amarillas y rosas cubrían el suelo.

En primavera, el Rancho de la Luna era el lugar más maravilloso de la tierra. ¿Cómo había sido Maggie capaz de olvidarlo a lo largo de los años? Se quedó un buen rato observando los pájaros y el movimiento de las hojas de los álamos con el viento.

Se sintió en paz por primera vez desde hacía meses. Bajó las escaleras para buscar a Viviana pero no la encontró ni al lado de la casa ni detrás, donde estaba la huerta.

Maggie volvió a fruncir el ceño, no podía evitar sentirse abandonada. Su madre se podía haber quedado allí por lo menos a desayunar con ella el primer día.

Daba igual. No necesitaba que nadie la entretuviese. Le vendría bien un poco de soledad y reflexión, decidió mientras se dirigía a la mecedora que había en el patio de ladrillos.

Se sentó con su café dispuesta a disfrutar de la mañana y del sol ella sola.

El rancho no era grande, sólo tenía ochocientos acres. Desde donde estaba, podía ver el prado en el que pastaba la media docena de caballos que tenía su madre, e incluso el terreno mucho más extenso por el que pululaban doscientas cabezas de ganado.

La lluvia de la noche anterior había hecho que el arroyo estuviese muy alto y Maggie rezó por que no se desbordase, a pesar de que el rancho había sido diseñado para soportar las aguas durante los años de más lluvia.

El único edificio que podría estar en peligro si se desbordaba el arroyo era el cenador que su padre y ella habían construido para su madre el verano que Maggie tenía diez años.

Observó las tejas rojas del tejado que brillaban con la luz del sol y las mangas de viento de colores que ondeaban con la brisa y sonrió. Maggie y su padre habían intentado regalarle a su madre un trocito de México. Un lugar en el que Viviana pudiese esconderse cuando echase de menos a su familia.

Después del accidente de tráfico que se había llevado a Abel, tanto Maggie como Viviana se habían refugiado a menudo en ese lugar, por separado. Ella siempre había sentido con más fuerza la presencia de su padre en ese lugar, en el refugio que había construido para su querida esposa.

Maggie se preguntó si su madre seguiría yendo allí.

Al pensar en Abel y en los acontecimientos que llevaron a su muerte cuando ella tenía sólo dieciséis años, se acordó de los Dalton y de su empresa, la Cold Creek Land & Cattle Company, que estaba justo al otro lado del arroyo.

Era culpa de los Dalton que su padre se hubiese cavado su propia tumba desde que ella era adolescente. Durante el día soñaba con conseguir que el Luna diese beneficios y por las noches trabajaba en una fábrica.

Abel nunca habría trabajado tan duro si no hubiese sido por Hank Dalton, que había sido un mentiroso y un ladrón.

Dalton debía haber ido a la cárcel por haberse aprovechado de la inocencia de su padre y del hecho de que no hablase inglés a la perfección. Abel había pagado al Cold Creek miles de dólares para obtener unos derechos de riego que habían resultado ser inútiles. Tenía que haber llevado a ese cerdo a juicio o, al menos, haber dejado de pagarle.

Pero su padre había insistido en devolverle a Hank Dalton todo el dinero que le debía y después de varios años sin sacar mucho del rancho, había tenido que trabajar en dos sitios para saldar la deuda.

Maggie casi no había visto a su padre desde que tenía once años hasta su muerte, cinco años más tarde. Una noche, después de haber trabajado todo el día, se había quedado dormido al volante mientras volvía a casa.

Su camioneta había dado seis vueltas de campana y había terminado en la cuneta. Su padre, que había sido un hombre bueno y generoso, había muerto en el acto.

Para ella era evidente quién tenía la culpa. Los Dalton habían matado a su padre.

Bebió un trago de café y movió la pierna, que le dolía.

Se preguntó si había sitio en su vida para viejos rencores. Ya tenía bastante con sus problemas presentes como para regodearse con las desgracias pasadas.

No veía razón por la que no pudiera simplemente apartarse del camino de los Dalton y que cada uno hiciese su vida.

Espontáneamente le vino a la mente la imagen de Jake Dalton, alto y sexy, y suspiró. Sería el primero al que debería evitar. Para ella siempre había sido el más difícil de entender y con el que más cosas tenía en común, ya que los dos trabajaban en la Medicina.

Por diferentes razones, siempre había habido una especie de vínculo extraño entre ellos. Lo mejor que podía hacer Maggie mientras estaba en casa era ignorarlo.

De repente, la imagen de un tractor la sacó de sus pensamientos.

Estiró el cuello, esperando ver al hermano soltero de su padre, el tío Guillermo, que trabajaba en el rancho desde que había muerto su padre. Pero se quedó anonadada al ver a su madre en la cabina.

En el Oeste, las mujeres de los rancheros eran duras, y Viviana era más dura que ninguna. No obstante, Maggie no había esperado verla conduciendo el tractor.

Viviana la saludó con la mano alegremente. El tractor se detuvo y un momento después bajó su madre de un salto, se movía con tal energía que nadie hubiera dicho que tenía cincuenta y cinco años.

—¡Lena! ¿Qué tal estás esta mañana?

—Mejor.

—Debes descansar después del largo viaje. No pensé que fueses a levantarte tan temprano. ¡Deberías volverte a la cama!

Maggie ya imaginaba que su madre iba a preocuparse por ella y decidió aceptarlo con buen talante.

—Fue un largo viaje y quizás me esforcé un poco más de la cuenta. Pero te prometo que esta mañana me encuentro mejor.

—Bien. Bien. El aire limpio del Luna te limpiará la sangre. Ya lo verás.

Maggie sonrió y señaló el tractor.

—¿Mamá, por qué estás tú sembrando? ¿Dónde está el tío Guillermo?

Viviana cambió de expresión y se dio la vuelta.

—¿A que mis flores están preciosas este año? Ha llovido mucho, por eso hay tantos capullos. Pensé que morirían muchas con las heladas de la semana pasada, pero las tapé con mantas y han sobrevivido. Son fuertes, como mi hija.

—No cambies de tema, mamá. ¿Por qué no está sembrando el tío Guillermo? ¿Está enfermo?

—No puedo decírtelo. Hace días que no lo veo.

—¿Por qué no?

Su madre no respondió y se puso a quitar flores marchitas.

—¡Mamá!

—Ya no trabaja aquí. Le dije que se fuese y que no volviese.

—¿Qué?

—Lo despedí, sí. Aunque él dijo que iba a marcharse de todos modos porque no le pagaba lo suficiente. Fui yo quien dio el primer paso. Lo despedí.

—¿Por qué? ¡Guillermo adora este lugar! El Luna le pertenece tanto como a nosotros. El rancho también es suyo. ¡No puedes despedirlo!

—¿Así que tú también piensas que estoy loca?

—Yo no he dicho eso. ¿Guillermo te dijo que estabas loca?

Su madre y su tío siempre se habían llevado bien. Las dos se habían apoyado en Guillermo después de la muerte de Abel y era él quién había llevado el rancho desde entonces. Maggie no podía imaginarse qué habría hecho su tío para que su madre lo echase de allí, o qué podría haber dicho ella para que él se marchase.

—Esto no tiene sentido, mamá. ¿Qué está pasando?

—Tengo mis razones y es algo entre tu tío y yo. No puedo decirte nada más.

Su madre quiso zanjar el tema, pero Maggie no estaba dispuesta a desistir tan pronto.

—¡Pero mamá, tú sola no puedes ocuparte de todo! Son demasiadas cosas.

—No te preocupes por mí. Voy a poner un anuncio en el periódico. Encontraré a alguien que me ayude.

—¿Cómo no voy a preocuparme? ¿Y si hablo con Guillermo e intento arreglar las cosas?

—¡No! Quiero que te quedes al margen de esto. No puedes arreglar nada. Contrataré a alguien, pero por ahora puedo yo con todo.

—Mamá…

—No, Magdalena. No hay más de que hablar.

Maggie era tan obstinada como su madre.

—De acuerdo. Pero yo te ayudaré hasta que contrates a alguien.

—¡De eso nada!

Viviana se puso a vociferar y a decirle a su hija por qué no le permitiría que trabajase en el rancho de la Luna.

Maggie escuchó los argumentos de su madre con toda tranquilidad, hasta que su madre se calmó.

—Por favor, mamá, no discutas conmigo —respondió Maggie con firmeza—. Necesitas ayuda y yo tengo que ocupar mi tiempo con algo. Trabajar contigo será la solución perfecta a los problemas de ambas.

Su madre abrió la boca para volver a negarse, pero Maggie levantó una mano para detenerla.

—Por favor, mamá. Los médicos dicen que tengo que estar activa para fortalecer la pierna y yo odio sentirme como una inútil. Quiero ayudarte.

—Deberías descansar. Se supone que has venido a casa para eso.

Maggie tenía sus razones para volver a casa, pero no quería agobiar a su madre, sobre todo en esos momentos, en los que necesitaba probarse a ella misma que todavía podía hacer muchas cosas.

—Tendré cuidado, mamá —añadió Maggie—. Te lo prometo. Pero voy a ayudarte.

Viviana estudió a su hija.

—Eres como tu padre —comentó sacudiendo la cabeza—. Él también se salía siempre con la suya.

Maggie no sabía por qué se sentía tan contenta ante la idea de hacer un trabajo duro y físico. Debería estar muerta de miedo y preocupada por si no era capaz de hacerlo, pero sentía todo lo contrario.

Todo lo que le había dicho a su madre, lo había dicho de corazón: necesitaba ocuparse con algo y el trabajo en el rancho le parecía lo más adecuado para dejar de compadecerse de su situación.

 

 

—No me extraña que el niño no duerma.

Jake terminó de examinar a su sobrino de tres años en la alegre cocina de Cold Creek. El pequeño salió corriendo sin esperar siquiera a que su tío le diese un caramelo.

—¿Cuál es el veredicto? —preguntó su cuñada Caroline preocupada.

—Tiene una otitis. No es demasiado grave, pero lo suficiente como para molestarlo por la noche. Te haré una receta de amoxicilina y con eso debería de ser suficiente.

—Gracias por venir tan rápidamente, en especial después de un día tan duro. Podíamos haber esperado uno o dos días, pero Wade no ha querido. Piensa que no tienes nada mejor que hacer que pasarte el día atendiendo a sus hijos.

—Y tiene razón. Es lo mejor que puedo hacer.

—Si es verdad, me parece muy triste.

—¿Por qué? —preguntó Jake—. ¿Por qué me encanta venir a ver a mis sobrinos?

—No. Porque necesitas hacer algo que no sea trabajar. No pienso darte una charla, pero si fueses mi cliente te ayudaría a buscar algún entretenimiento para tu tiempo libre.

Caroline escribía libros de autoayuda y era una especie de terapeuta. Se había casado con su hermano mayor, Wade, hacía dieciocho meses, y había aceptado el reto de cuidar a sus tres hijos en Cold Creek.

Había hecho algunos cambios asombrosos en el rancho. Aunque la casa seguía estando llena de cosas y desordenada, también había mucho amor y risas. A Jake le gustaba ir allí, aunque al ver lo feliz que era su hermano él todavía se sentía más solo.

—No tengo tiempo libre —respondió mientras guardaba el otoscopio.

—Eso es lo que quería decir. O sacas tiempo para ti o vas a acabar quemándote. Hazme caso.

—Sí. Sí.

—Yo estuve en la misma situación que tú, Jake. Ahora te ríes, pero ya verás dentro de unos años, cuando te despiertes un día y te sientas incapaz de volver a tratar a un paciente.

—Me encanta mi profesión. Y eso no va a cambiar por el momento.

—Sé que te encanta y que eres un buen médico. Pero necesitas algo más en tu vida. Necesitas, al menos, una mujer. ¿Cuándo fue la última vez que saliste con una?

—Ya tengo bastante con Marjorie, lo que me faltaba era que mi cuñada me viniese también con la misma cantinela.

—¿Qué pasa con tu hermanastra?

—Dile que me deje tranquilo.

Los dos rieron, ya que en realidad Caroline no era sólo su cuñada, sino también su hermanastra. Además de estar casada con su hermano, su padre, Quinn, estaba casado con la madre de Wade y Jake, Marjorie. Y la feliz pareja vivía en la casa que Marjorie tenía en Pine Gulch.

—Me he enterado de que nuestra heroína local está de vuelta. ¿Por qué no le pides salir a Magdalena Cruz?

Jake oyó un ruido en la cocina y se volvió, era su hermano menor, Seth, que estaba apoyado en el marco de la puerta.

—¿A Maggie? Eso nunca. Seguro que se reiría de él si se lo pidiese.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Caroline—. ¿Por qué no iba a salir con Jake? Todas las mujeres de Pine Gulch lo adoran.

—Eso no es verdad —se defendió Jake, que se había ruborizado—. Seth es el Romeo de la familia. Ha roto muchos corazones en el valle.

—¿Entre ellos el de Magdalena Cruz? —continuó Caroline.

—En absoluto. Maggie odia a todos los Dalton. Siempre nos ha odiado —le explicó Seth.

—¿Por qué? Es cierto que podéis ser un poco pesados cuando estáis todos juntos, pero individualmente sois inofensivos.

—No has conocido a papá.

Las palabras de Seth no estaban exentas de resentimiento. Un sentimiento que Jake y todos sus hermanos sentían hacia su padre.

—Yo no conozco los detalles —dijo Jake—. Ni siquiera sé si los conocen sus viudas, pero parece ser que Hank engañó a Abel, el marido de Viviana Cruz en un negocio que tenían juntos. Abel perdió mucho dinero y tuvo que conseguir dos trabajos para devolverle un préstamo a papá. Se mató en un accidente de coche cuando volvía a casa una noche, después de su segundo trabajo, y Maggie nos culpa de ello.

—Pobrecita —comentó Caroline.

—Maggie se fue de aquí para estudiar en la universidad poco después de que muriese su padre. Es enfermera. Las pocas veces que ha venido a ver a su madre en todos estos años ha intentado evitarnos.

—Así que lo sentimos, Carrie, pero no vas a poder emparejarnos con ella —rió Seth mientras mordisqueaba una galleta.

Caroline pareció decepcionada, aunque se quedó pensativa.

—Qué pena. Porque tal y como habla de ella vuestra madre, parece ser una mujer hecha y derecha.

Mientras salía del rancho, Jake pensó en Maggie. La conversación que había tenido con su cuñada hacía que no se la pudiese quitar de la cabeza.

Maggie no sabía lo importante que su propia tragedia había sido para él.

Si no hubiese sido por ella, Jake quizás nunca habría sido médico. A pesar de que a veces pensaba que siempre había tenido la vocación, había tres acontecimientos en su vida que le habían hecho tomar la decisión. Y Maggie estaba implicada en los tres.

A pesar de que el Rancho de la Luna estaba al lado del suyo, Jake no se había fijado en Maggie durante su juventud. Era tres años menor que él, de la edad de Seth, y por si fuera poco, una chica.

La veía todos los días, porque iban al colegio en el mismo autobús y lo esperaban en la misma parada, que había construido su padre, un hombre duro y malhumorado. Todo lo contrario que Abel Cruz, que era muy cariñoso y adoraba a su hija. Jake recordó la envidia que sentía cuando los veía juntos.

Maggie siempre había formado parte de su vida, pero él no se había dado cuenta realmente hasta un día muy frío. Él debía de tener once o doce años.

Seth respiraba con dificultad de camino a la parada del autobús. Jake no le había prestado atención pero mientras esperaban, había tenido un ataque de asma.

Wade, el hermano mayor, no estaba allí para hacerse cargo de la situación, ya que lo estaban operando de apendicitis y Marjorie estaba con él en el hospital.

Jake sabía que no había nadie en Cold Creek y que Maggie y él tendrían que ocuparse de Seth.

Él no había sabido qué hacer. Pero Maggie, que debía de tener ocho años, había mantenido la calma, había sacado el inhalador de Seth de su mochila y había colocado la medicina en la cámara.

—Voy a buscar a mi mamá. Quédate con él y que se tranquilice —le había ordenado a Jake con su voz de niña pequeña.

Seth había sufrido ataques de asma desde que era pequeño, y Jake los había presenciado en numerosas ocasiones, pero nunca se había ocupado de él antes.

El inhalador cumplió con su cometido y su hermano volvió a respirar con normalidad. Jake pensó en lo milagrosa que podía ser la medicina.

Viviana Cruz había llegado poco después y los había llevado a la consulta del doctor Whitaker.

Esa había sido la primera experiencia que más tarde lo llevaría a ser médico.

La segunda había tenido lugar aproximadamente un año después.

Maggie y Seth solían jugar juntos al béisbol mientras esperaban el autobús. Jake, por su parte, leía un libro y no les prestaba atención. Seth le había tirado la pelota a Maggie y le había hecho daño en la muñeca. Era evidente que estaba rota, pero Maggie no había llorado, se había limitado a mirar a Jake mientras él intentaba tranquilizarla y la acompañaba a casa.

Le costó más trabajo pensar en el tercer incidente, pero se obligó a hacerlo.

Él debía de tener quince años, así que Maggie y Seth tendrían doce. Por entonces, Maggie ya odiaba todo lo relacionado con los Dalton. Esperaban el autobús en silencio y ella se esforzaba por ignorarlos.

Aquella tarde parecía igual que las demás. Los tres habían bajado del autobús en el mismo lugar y cada uno se había dirigido hacia su casa. Seth y él habían andado un poco cuando vieron un tractor en uno de los campos y a alguien que se caía de él.

Los tres corrieron hacia el tractor. Jake sabía a quién iba a encontrarse en el suelo, a su padre, al que amaba y odiaba al mismo tiempo.

Hank no se movía, ni respiraba, y tenía las manos agarrotadas contra el pecho.

En aquella ocasión, Jake había asumido el mando inmediatamente. Había enviado a Seth a casa, a que llamase una ambulancia. Y él había evaluado la situación con los escasos conocimientos que tenía de primeros auxilios.

—Sé hacer la reanimación cardiopulmonar —se ofreció Maggie.

Durante los siguientes quince minutos los dos habían trabajado sin descanso. Jake había apretado a su padre en el pecho mientras Maggie le hacía el boca a boca. Jake no se había planteado en ese momento lo fuerte que tenía que ser una niña que luchaba así por salvar la vida de un hombre al que odiaba.

Jake siempre tendría en su memoria esos agónicos minutos, mientras esperaban a que llegase la ambulancia.

Cuando llegaron los paramédicos y se hicieron cargo de su padre, Jake ya sabía que Hank no sobreviviría.

Recordaba que se había quedado allí de pie, agotado y aturdido y que había sentido cómo Maggie lo agarraba de la mano. A pesar de que odiaba a su familia, a pesar de todo, lo había reconfortado cuando más lo necesitaba.

Ya por entonces le había parecido conmovedor.

Y todavía se lo parecía.

Quizás fue en ese momento cuando empezó a sentir algo por ella. Pero Maggie no quería tener nada que ver con su familia y Jake la comprendía.

Suspiró al llegar a la carretera principal que llevaba a la ciudad. Cerca del límite del Rancho de la Luna vio un caballo ensillado con las riendas colgando.

¿Qué haría un caballo allí solo? Entonces se dio cuenta de que no estaba solo, Maggie estaba sentada cerca del arroyo con la pierna izquierda estirada.

A pesar de la distancia, se dio cuenta de que a la joven le dolía la pierna. Paró el motor, salió del coche y atravesó el campo.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

SIEMPRE se había considerado un hombre sereno. No se ponía nervioso ni se enfadaba por nada.

Pero mientras se dirigía hacia donde estaba Magdalena Cruz, sintió que perdía el control.

Al acercarse, la vio mejor. Jake apretó los dientes con frustración y se sintió triste por todo lo que había tenido que sufrir.

Ella se había quitado la prótesis y tenía la pernera de los vaqueros remangada, dejando a la vista la amputación, que estaba enrojecida.

Maggie tenía los hombros echados hacia atrás y la barbilla levantada, como si estuviese luchando contra el dolor. Jake no iba a decepcionarla.

—¿No te han enseñado a tener sentido común en el ejército? —inquirió.

Ella lo miró y se bajó rápidamente la pernera del pantalón para taparse la herida, a Jake casi se le partió el corazón.

—Estás en una propiedad privada, Dalton. Que yo sepa estas tierras pertenecen al Rancho de la Luna.

—Acabas de salir de una rehabilitación y no deberías excederte.

Maggie agarró la prótesis como si quisiera volver a ponérsela, pero Jake se la arrebató de las manos.

—Estate quieta o vas a hacerte todavía más daño.

Jake quería echar un vistazo a su pierna, pero sabía que tenía que respetar unos límites y que Maggie no le dejaría que la ayudase.

—¿Cuánto tiempo hace que llevas esta prótesis?

—Un par de semanas —respondió ella a regañadientes.

—¿Y no te advirtieron que tardarías un tiempo en acostumbrarte a ella? No puedes correr una maratón el día después de habértela puesto por primera vez.

—No tenía pensado correr una maratón —replicó Maggie—. Sólo estaba comprobando el estado de la valla. Anoche se escaparon un par de vacas y estamos intentando averiguar por dónde salieron.

—Hace dos días que estás aquí y quieres asumir el mando. ¿Por qué no se ocupa de eso Guillermo?

—A ti qué te importa.

—Maggie.

—Guillermo ya no trabaja aquí —admitió ella suspirando.

—¿Desde cuándo?

—Parece ser que mi madre se ha peleado con él. No sé si lo ha echado o si ha sido él quién se ha marchado.

Jake sabía que Guillermo Cruz se había ocupado del rancho de su hermano a raíz de su muerte. A él le parecía que el hombre trabajaba duro y se dedicaba al rancho en cuerpo y alma. Wade sentía un gran respeto por él a pesar de que su hermano no era de los que daban su visto bueno a todo el mundo.

—En cualquier caso, ya no trabaja aquí. Sólo estamos mamá y yo, hasta que contrate a alguien.

Jake no podía seguir conteniéndose. Aunque sabía cuál sería la reacción de Maggie, sujetó la prótesis que ella intentaba volver a colocarse.

—No tienes por qué esconderme nada.

—¡No te estoy escondiendo nada! —respondió ella sonrojándose.

—Soy médico. ¿Recuerdas? ¿Te importaría dejarme ver tu pierna, por favor?

—Sólo está un poco irritada. No tienes por qué preocuparte.

Jake se cruzó de brazos.

—Puedes elegir: o me dejas ver la pierna o te llevo al hospital en Idaho Falls para que te examinen allí.

—Inténtalo si te atreves, Dalton.

Como Jake sabía que una discusión no conduciría a ninguna parte, moderó su tono de voz e intentó ser conciliador.

—¿No crees que es una locura hacerte daño a ti misma? Tardarás una semana o dos en poder ver a un especialista y yo estoy aquí en este momento, ofreciéndome a ayudarte. No necesitas pedir cita.

Maggie lo miró desafiante y cuando Jake creía que iba a descargar contra él todo su mal genio la oyó suspirar. La joven miró hacia otro sitio y soltó la prótesis.

Jake examinó la amputación. Era evidente que estaba irritada, aunque en Walter Reed le habían dejado el muñón bien redondeado, para que la prótesis encajase bien.

Maggie le dejó aproximadamente un minuto y medio antes de volver a bajarse la pernera del pantalón con brusquedad.

—¿Ya estás contento?

—No. Si fueses mi paciente, te recomendaría que pusieses la pierna en alto, que alquilases un montón de películas y que descansases unos días y disfrutases de la compañía de tu madre.

—Qué pena que no sea tu paciente.

—¿No vas a seguir mis consejos?

Maggie guardó silencio un momento y luego sacudió la cabeza.

—No puedo. Mi madre necesita ayuda. No puede hacer sola todo el trabajo del rancho.

—¿No has dicho que iba a contratar a alguien?

—Sí, pero no creo que haya muchos hombres trabajadores y competentes esperando a que alguien los contrate.

Maggie parecía frágil a la luz del atardecer y a Jake le hubiese gustado llevársela a casa y cuidar de ella.

—Tiene que haber algún chico que busque trabajo para el verano.

—Quizás, pero nos llevará un tiempo encontrarlo. ¿Qué sugieres que hagamos mientras tanto? No podemos dejar que se amontone el trabajo. No sé cómo funcionan las cosas en Cold Creek, pero el Rancho de la Luna no se mantiene solo.

Jake barajó varias posibilidades. Quizás Wade podría subcontratar a alguien de Cold Creek o él mismo podría ir a ver si encontraba a alguien que estuviese dispuesto a hacer el trabajo.

Sabía que Maggie no estaría de acuerdo con ninguna de las opciones, pero tenía que hacer algo. No soportaba la idea de verla trabajar a ella cuando hacía tan poco tiempo que había salido del hospital.

—Yo puedo ayudaros.

Maggie lo miró durante treinta segundos, con el arroyo corriendo a su espalda y el viento despeinándola, antes de echarse a reír.

Había merecido la pena, al menos la había hecho reír.

—¿Qué es tan divertido?

—Estoy segura de que no hace falta que se lo explique, doctor Dalton. Quizás debería usted pensar un poco antes de ofrecerse voluntario.

—No hace falta. Quiero ayudaros.

—¿Y la gente de Pine Gulch tendría que ir a Jakeson o a Idaho Falls al médico para que tú puedas trabajar el campo?

—Tengo las tardes y la mayor parte de los fines de semana libres. Puedo ayudaros cuando no esté trabajando en la clínica, al menos con las tareas más duras.

Maggie siguió observándolo y algo en su expresión debió de convencerla de que hablaba en serio.

—Estoy segura de que tienes algo mejor que hacer con tu tiempo libre.

—De eso nada.

—Eso es muy triste, doctor. Pero vas a tener que buscarte otro entretenimiento, porque mi respuesta sigue siendo no.

—¿Y ya está?

Jake se sentía decepcionado. Se dio cuenta de que estaba desesperado por encontrar una excusa para pasar más tiempo con ella.

Si Maggie se daba cuenta de que su ofrecimiento tenía que ver con la atracción que sentía por ella, le echaría del Rancho de la Luna a punta de pistola.

—Pues sí, ya está. Ahora, si me perdonas, tengo que volver al trabajo.

Intentó volver a ponerse la prótesis, pero Jake la detuvo. Tenía que idear algo rápidamente para convencerla.

—¿Y si hacemos un trato? ¿Quizás así te sería más fácil aceptar mi ayuda?

—¿Qué tipo de trato?

—Un día a cambio de un día. Yo te ofrezco mis sábados para trabajar en el rancho.

—¿Y qué quieres a cambio?

—Un día tuyo.

 

 

¿Por qué no la dejaba en paz?

Maggie suspiró e intentó entender qué quería su vecino. ¿Acaso no la había humillado ya lo suficiente al insistir en mirarle la pierna?

—¿Y para qué quieres un día mío?

—Necesito una traductora. Los miércoles recibo a familias de granjeros y hay muchos que no hablan inglés, y mi español es limitado. Estoy buscando a alguien que tenga conocimientos de Medicina.

—No.

—Venga, Maggie. Eres enfermera y bilingüe, la persona perfecta.

—Ex enfermera. Me he retirado.

—¿Te has retirado? ¿Por qué?

Maggie tenía muchas razones, pero la más evidente estaba delante de sus ojos. ¿Quién iba a querer a una enfermera coja? No podía mantenerse en pie durante mucho tiempo, sufría dolores fantasma y había perdido parte del respeto por las instituciones médicas durante los últimos cinco meses.

Tenía que dejar ese mundo atrás.

Cuando trabajaba de civil, le había encantado trabajar en una consulta de pediatría. Admiraba a los médicos con los que había trabajado y su devoción con los niños.

¿Cómo iba a volver a ese mundo? No estaba preparada, ni física ni psicológicamente. Era parte del pasado y tenía que aceptarlo.

—No tengo por qué contártelo. Que yo recuerde, no eras mi mejor amigo cuando me marché de aquí.

Maggie quería que la dejase sola, pero no sabía qué más hacer para conseguirlo, quizás si se enfadase de verdad lo conseguiría, pero no se sentía con fuerzas en ese momento.

—Bueno, en cualquier caso, que me ayudes con la traducción un día por semana no te sacará de tu retiro. Y esa gente necesita a alguien que les explique las cosas en un lenguaje que puedan entender. Yo hago todo lo que puedo, pero sé que muchas veces los pacientes se marchan de la consulta con más preguntas que respuestas.

—No me interesa —repitió Maggie con firmeza.

—Tú decides —dijo Jake encogiéndose de hombros.

Se puso en pie y se sacudió los pantalones.

—Estoy seguro de que sabes cuáles son los riesgos de llevar la prótesis demasiado tiempo. Si fuese tu médico y, como tú bien has dicho, no lo soy, te recomendaría que no volvieses a ponértela durante el resto del día.

—No puedo montar a caballo sin ella.

—Si quieres puedo llevarte al rancho. Podemos atar el caballo a la parte de atrás de mi todoterreno.

Maggie se odió por sentirse tentada a aceptar la ayuda que le estaban ofreciendo. Tenía que rechazarla.

—Muchas gracias, pero me pondré la prótesis para llegar a casa y luego me la quitaré para el resto del día.

—Eres más tozuda que las mulas, teniente Cruz. ¿Me permites por lo menos que te ayude a montar?

Maggie no tenía elección. En el establo, se había subido a una plataforma que utilizaba Viviana para montar. Aun así, había sido todo un reto, que había superado en privado.

Pero allí no tenía con qué ayudarse, a no ser que convenciese al caballo para que fuese hasta donde ella estaba y se estuviese quieto mientras ella intentaba subir.

Jake le ofreció la mano para ayudarla a levantarse.

—Venga, no vas a morirte por decir que sí.

—De acuerdo. Gracias. Pero espera un momento, si no me pongo la prótesis no podré desmontar luego.

—Puedo ayudarte también a eso. Iré en coche y te esperaré en el establo.

«Déjame en paz, por Dios», pensó ella.

—No será necesario.

Maggie se esforzó en ignorar el dolor y se colocó la prótesis. Luego intentó caminar hacia el caballo con naturalidad. Pensaba que Jake sólo la ayudaría a darse impulso para montar, pero la tomó en brazos sin ningún esfuerzo.

Durante un segundo, Maggie pudo comprobar lo increíblemente bien que olía Jake, a una mezcla de suavizante, jabón y aftershave que le recordó el olor de la montaña después de una tormenta de verano.

Maggie no podía creer que se sintiese tan segura en los brazos de un hombre, aunque ese hombre fuese Jake Dalton.

Le latía el corazón tan fuerte que tuvo que controlarse para no traicionarse.

Jake la sentó en la silla, con cuidado de no hacerle daño en la pierna y se separó del caballo.

—Gracias —murmuró ella.

—De nada. Te espero en el establo para ayudarte a desmontar.

—No será necesario. Mi padre hizo construir una especie de plataforma para que mi madre, que no es muy alta, pudiese montar y desmontar con facilidad. También es muy útil para los que estamos lisiados.

Antes de que Jake pudiese contestar, Maggie ya estaba alejándose.

Viviana se pondría furiosa con ella si se enteraba de lo grosera que había sido con el vecino. Pero su madre no estaba allí y, de todos modos, siempre había estado ciega con respecto a los Dalton.

Como Marjorie era su mejor amiga, no se daba cuenta de que los hombres de esa familia eran unos arrogantes y unos manipuladores.

Cuando llegó al establo diez minutos después, no la sorprendió que el más manipulador de todos los Dalton estuviese esperándola para ayudarla.

Llevaba puestas las gafas de sol, que escondían la expresión de su rostro, pero Maggie estaba segura de que le había molestado que se marchase tan bruscamente.

—Te dije que no necesitaba tu ayuda.

—Pensé que a lo mejor necesitabas público.

—Márchate, Dalton.

Pero él ignoró su orden, se cruzó de brazos y se apoyó en la plataforma sonriendo.

Maggie quería bajar bien, para borrar así la sonrisa de su cara. Levantó la pierna derecha, se preparó para el dolor que iba a sentir y se concentró en echar todo el peso en la pierna buena y no en la prótesis. Pero antes de saltar, Jake la agarró.

Maggie no entendía cómo había podido ser tan rápido. Pero la sujetaba contra su cuerpo mientras la ayudaba a poyarse en la plataforma. Podía sentir su calor y se avergonzó de que una parte de ella se muriese de ganas de abrazarlo.

Él no la soltó hasta que no se encontró en suelo firme. Maggie se separó de él todo lo rápido que pudo.

—Considera ésta tu buena acción del día.

—Me ofrecería a desensillarte el caballo, pero me parece que no aceptarías.

—Eres muy inteligente.

—Pon la pierna en alto lo antes posible. ¿Me lo prometes?

—Sí. Sí.

Maggie se dio la vuelta y sintió como él la miraba durante unos segundos. Luego lo oyó marcharse, pero no volvió la cabeza hasta que dejó de oír el sonido del motor de su todoterreno.

Odiaba que él le hubiese visto el muñón, que ella hubiese sido tan vulnerable, que él no hubiese aceptado un no por respuesta, como el resto de su familia.

Pero lo que más odiaba era que en el fondo la atraía. ¿Cómo era posible? Todavía se le hacía un nudo en el estómago cuando pensaba en sus fuertes brazos agarrándola.

No debía responder a los avances de Jake, fuese o no un Dalton. No quería volver a amar después de lo que había sufrido con su ex prometido.

Aunque intentaba no pensar demasiado en ello, se obligó a revivir ese horrible momento, cinco meses antes, en que Clay había conseguido dejar el hospital en el que trabajaba en Phoenix para incorporarse en el del ejército.

Maggie había pensado que él sería la persona que mejor aceptaría su amputación. Al fin y al cabo, era cirujano. Clay había entendido la parte médica del asunto, el proceso durante el cuál le dieron forma al muñón, la rehabilitación, las distintas prótesis.

Ella había necesitado su apoyo desde el principio. Los tres días que había pasado en Washington habían sido una pesadilla. Clay ni siquiera la había mirado a los ojos una sola vez cuando había ido a verla y tampoco había sido capaz de mirar el muñón.

Al final de la visita, ella le había devuelto el anillo que le había regalado y él lo había aceptado. Era evidente que se había sentido aliviado y eso la había desmoralizado y humillado.

No quería volver a pasar por algo semejante.

Si un hombre al que supuestamente le importaba, que la había escrito todos los días cuando había estado fuera y le había enviado paquetes, que le había dicho que la quería, y que era cirujano, pensaba que su estado actual era tan horrendo, ¿cómo iba a dejar que ningún otro se le acercase?

No podía permitirlo. Sólo la idea la aterraba, así que prescindiría del sexo durante el resto de su vida.

De todos modos, desde que había tenido el accidente, no había vuelto a sentir deseo y, con un poco de suerte, no volvería a sentirlo. Sería lo mejor.

Y si volvía a sentirse atraída por alguien, preferiría controlarse antes de que volvieran a humillarla.

Pero lo peor era que el primer hombre que había vuelto a atraerla físicamente era ni más ni menos que Jake Dalton.

Lo mejor sería mantenerse lo más alejada posible de él. Ya tenía bastantes problemas. No necesitaba que nadie le recordase que era una mujer que, como las demás, se sentía atraída por un hombre guapo.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

EL muy cerdo no la dejaba en paz.

Maggie estaba de pie, al lado de su madre, mirando por la ventana de la cocina. Desde allí tenían una vista perfecta del rancho: la rosaleda, los tablones del establo, el arroyo que corría bajo los rayos del sol.

Y el cretino de Jake Dalton descargando el heno que acababan de llevarles.

Casi no tenía que hacer esfuerzo. Estaba mucho más fuerte de lo que ella había pensado. Era impresionante.

Disfrutó un poco más de sus músculos antes de conseguir controlar sus hormonas.

—¡No puedo creer que hayas hecho esto, mamá!

Su madre levantó una ceja ante el tono acusatorio de Maggie.

—¿Qué es eso tan terrible que he hecho?

—¡Has dejado que Jake Dalton te camele para venir a ayudarnos con el rancho!

—Sí —rió Viviana—. Ya sé que estoy loca por aceptar la ayuda de un hombre fuerte y trabajador. Tienes razón, me ha camelado. Es increíble que deje que ese hombre se aproveche de mí descargando el heno y arreglándome la valla.

—¡Mamá! ¡Es un Dalton!

—Es un buen chico, Lena. Un buen chico y un buen vecino. Ha dicho que nos ayudará cuanto pueda y no veo por qué tendría que rechazar su ayuda.

A Maggie se le ocurrían un montón de razones, entre ellas los sueños que había tenido la noche anterior. Unos sueños eróticos en los que aparecían músculos, pechos fuertes y sonrisas seductoras.

Aunque lo cierto era que había agradecido no soñar con explosiones y terror, y había odiado despertarse sola, dolorida y un poco avergonzada por sentirse atraída por él.