Bajo la luna roja - Santiago Carreño - E-Book

Bajo la luna roja E-Book

Santiago Carreño

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Beschreibung

¿Podrá el encuentro entre dos rivales ser el inicio de un nuevo orden? Ansel, un vampiro perseguido por sus pecados, y Sage, un hombre lobo víctima de la injusticia, deberán luchar por sus creencias en un mundo en donde ambas razas quieren exterminarse la una a la otra. Con ayuda de Maya, una licántropa que ha sufrido de primera mano la crueldad de la supremacía vampírica, buscarán liberar a la manada de Sage para que juntos puedan construir una realidad más justa.

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©️2022 Santiago Carreño M.

Reservados todos los derechos

Calixta Editores S.A.S

Primera Edición Febrero 2023

Bogotá, Colombia

 

Editado por: ©️Calixta Editores S.A.S 

E-mail: [email protected]

Teléfono: (571) 3476648

Web: www.calixtaeditores.com

ISBN: 978-628-7631-08-3

Editor en jefe: María Fernanda Medrano Prado 

Editor: Ana Rodríguez S.

Corrección de estilo: Alvaro Vanegas @alvaroescribe

Corrección de planchas: María Fernanda Carvajal

Maqueta e ilustración de cubierta: Martín López Lesmes @martinpaint

Diagramación: David Ándres Avendaño @art.davidrolea

Impreso en Colombia – Printed in Colombia 

Todos los derechos reservados:

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

Contenido

Capítulo I 11

Capítulo II 15

Capítulo III 21

Capítulo IV 25

Capítulo V 29

Capítulo VI 35

Capítulo VII 41

Capítulo VIII 45

Capítulo IX 51

Capítulo X 57

Capítulo XI 63

Capítulo XII 69

Capítulo XIII 73

Capítulo XIV 77

Capítulo XV 83

Capítulo XVI 89

Capítulo XVII 95

Capítulo XVIII 99

Capítulo XIX 105

Capítulo XX 113

Capítulo XXI 117

Capítulo XXII 123

Capítulo XXIII 129

Capítulo XXIV 133

Capítulo XXV 139

Capítulo XXVI 145

Capítulo XXVII 149

Capítulo XXVIII 155

Capítulo XXIX 161

Capítulo XXX 167

Agradecimientos 173

Este libro está dedicado a las tres personas que me ayudaron a exorcizar todos los demonios que componen cada una de las siguientes páginas:

Gabby Rinthá, Santiago Charry y Camilo Cubillos.

Puede que no sea una buena persona, pero que me jodan si no lo estoy intentando.

–Anónimo

Capítulo I

Era imposible ignorar el enorme incendio que arrasaba con la ciudad. Las llamas se elevaban a varios metros de altura y su brillo se alcanzaba a ver a kilómetros a la redonda; todo lo que consumían era combustible que las avivaba. Ya habían pasado unas dos horas desde que el incendio inició y no parecía que fuera a calmarse pronto; de hecho, con cada segundo crecía en tamaño y fuerza. Ansel estaba fascinado por la magnitud de la destrucción que brotaba del fuego, era increíble la forma en la que destruía sin resentimiento la vida de un lugar, aunque, al mismo tiempo, proporcionaba calor y brillo a cualquiera que se le acercara. Pero, por más que le fascinara esa hoguera, no podía quitarse de la mente que, aparte del metal, cemento y vidrio, lo que se quemaba eran más que nada cadáveres frescos.

Sí, eran de licántropos: hombres, mujeres, niños y demás, pero aun así, eran vidas inocentes que, sin importar nada, se perdieron en tan solo un segundo. Sería un milagro que alguno hubiera sobrevivido a semejante explosión; decenas de bombas fueron arrojadas sobre los edificios en el ataque aéreo más grande de todo el conflicto hasta ese punto. En un parpadeo, una de las ciudades más prolíferas de la zona lobo de la nación, por más pequeña que fuera en comparación con la capital, fue borrada del mapa, no les interesó que la mayoría de quienes vivían ahí no tenían nada que ver con las guerrillas lobunas.

Ansel se preguntaba cuántas muertes había causado una atrocidad como esa. ¿Mil? ¿Dos mil? ¿Más? Nunca lo sabría. Cada vez que escuchaba un número de muertes así en las noticias de la noche, junto a toda la discusión sobre el conflicto en general, parecían distantes y, por cruel que sonara, justificables, pero ahora que por fin había visto la destrucción de tantas vidas, no podía hacer más que horrorizarse. ¿Por qué no había reaccionado antes? ¿Cómo era todo eso posible?

Se mantenía inmóvil mientras veía el incendio. Estaba agotado, con los pies tan irritados que sentía que estaban a punto de estallar, aunque sabía que, si se quedaba ahí, lo más seguro era que no viviera lo suficiente para contar lo ocurrido. Aunque por más que se esforzara por descifrar adónde debía ir, su golpeado cerebro, que apenas se estaba despertando de la explosión, no era capaz de plantear una estrategia.

Un líquido rojo se escondía bajo su cabellera escarlata. Algún pedazo de escombro había arañado su frente y, aunque no fuera letal, podía sentirla sangrar a un ritmo constante desde antes de haber recuperado la conciencia. Por otro lado, el hueso en su antebrazo estaba destruido a tal punto que apenas podía sentirlo y sufría una sensación constante de ardor y cuchilladas sobre la piel que lo cubría. Parte de su rostro y torso tenían quemaduras, tal vez de segundo grado, y le molestaban como un demonio, aunque apenas se podían ver a través de su ropa. Su uniforme, que hasta hacía un par de horas estaba prácticamente nuevo, ahora se hallaba arruinado, cubierto de polvo, rasgaduras y sangre; mezcla de sus heridas y el océano rojo proveniente de quienes ardían entre las llamas. Sin embargo, sus botas seguían casi intactas, como cuando se las puso el día anterior, lo único diferente era la capa de polvo que las cubría.

Por lo general no le hubieran molestado sus heridas, ya que con su magia vampírica no tardarían más de unos segundos en cerrarse, pero esta vez no tuvo tanta suerte. Al parecer toda la sangre que bebió antes de salir a combatir al frente, la había usado para no morir tras el bombardeo, así que su magia regenerativa estaba casi en ceros, lo más cerca que había estado de la muerte; que lo alcanzaría si no salía de ahí lo más pronto posible. Mientras miraba a su alrededor en búsqueda de cualquier indicio que pudiera salvarlo, un escalofrío recorría su espalda. No encontró más que nieve densa recubriendo el suelo, los restos quemados de la ciudad y lo que alcanzaba a ver al interior de los escombros. Para su sorpresa, todavía había una gran capa rodeando la hoguera, una inusual mezcla de viento helado y aire hirviente que lo asaltó, lo que hacía aún más insufrible la culpa que caía sobre sus hombros al ser el único sobreviviente.

O, por lo menos, eso pensaba hasta que, no muy lejos de donde se encontraba, escuchó un adolorido aullido típico de las personas lobo, cuyo eco rebotó a través de las abandonadas paredes del pueblo fantasma.

Apenas el sonido llegó a sus oídos, volteó su rostro hacia donde creyó que provenía y, a pesar de su cuerpo adolorido y su mente confundida, afinó su visión nocturna lo mejor que pudo. Pero, aun cuando su mirada vampírica fuera mucho más potente que la de las demás criaturas, no fue capaz de ver a nadie a su alrededor entre los restos de edificios y cuerpos quemados. Debía ser su imaginación, ¿no? Tal vez era efecto de la contusión, era imposible que algún licántropo hubiera sobrevivido a todo eso, ¿verdad? Sí, eso debía ser… Pero, aun así, comenzó a caminar poco a poco en dirección opuesta al lugar de donde venía el aullido. Tenía claro que, fuera lo que fuera, no estaba listo para enfrentarlo; seguiría con su plan de salir de ahí y, cuando todo estuviera bien, volvería. A pesar de que el silencio era tal que podía escuchar a la perfección cada latido de su corazón agotado y cualquier pisada, el no percibir ruido alguno mientras se alejaba, hacía que los segundos pasaran con agonía y sus niveles de adrenalina aumentaran junto a un horrible sentimiento de paranoia.

Sin celular ni nada con qué comunicarse con el exterior, atravesó las calles abandonadas, asimilando la enorme magnitud de la destrucción y sin notar los ojos que lo observaban desde atrás del desastre, los cuales aguardaban cada vez con más ansiedad a que todo concluyera con la misma violencia de siempre. Hasta que por fin esa bomba de tiempo estalló. Ansel sintió cómo, de la nada, una figura sombría se lanzó en su dirección y lo tumbó hacia el suelo destrozado, sin darle tiempo para reaccionar con toda la fuerza de la que era capaz. Al estrellarse contra el pavimento, apenas pudo observar a su asaltante antes de darse cuenta de que estaba jodido, sintió un par de garras caninas sobre su cuello con la clara intención de arrancárselo.

Una mirada esmeralda, entre canina y humana, lo observaba con un claro enojo, cuya violencia no tardaría en surgir. Dichos ojos brillaban entre la noche junto a los pálidos colmillos afilados que se podían ver durante el gruñido continuo del hombre lobo. Ansel apenas podía visibilizar el resto de su asaltante: un joven de piel pálida más o menos de su edad, contextura atlética, cabello blanco ensangrentado, un traje de oficina oscuro tan deshecho como su traje militar, lo que lucía como una cola y orejas de licántropo promedio, del mismo color de su cabello, aunque una de las orejas, partida a la mitad, sangraba. Estaba a inicios de su transformación, con solo sus colmillos y garras expuestas, seguro no faltaba mucho para que su cambio fuera completo y diera rienda suelta a su incontrolable ira animal.

Capítulo II

Sage no supo cuánto tiempo pasó tirado sobre las ruinas antes de recuperar su conciencia. Cuando fue capaz de entreabrir sus pesados párpados, pudo sentir todos los músculos de su cuerpo extremadamente tensos y adoloridos, apenas podía moverse sin que el dolor fuera demasiado para tolerarlo. El cielo había pasado de repente del típico azul mezclado con naranja del anochecer, a estar tinturado de una intensa oscuridad, contrastando a la perfección con el cegador brillo anaranjado de las llamas. El aire a su alrededor ahora tenía un fuerte olor a carne quemada, polvo y tragedia, lo que sobrecargaba su olfato canino hasta el punto de impedirle oler cualquier otra cosa y una densa capa de lo que parecía ceniza de origen desconocido, cubría el suelo en el cual se hallaba tumbado.

Necesitó de varios intentos para recuperar suficiente movilidad en sus manos y poder por lo menos sentarse. Sus brazos temblaban mientras sostenían el peso de su torso al intentar conseguir cierta estabilidad, se encontraban llenos de heridas causadas por el océano de escombros que de seguro la explosión lanzó en su dirección. Además una de sus muñecas sin duda estaba dislocada, y un par de dedos, al borde de romperse. Su traje de oficina, el más caro que poseía y el que se había esmerado por cuidar desde que consiguió suficiente dinero para comprarlo, fue destrozado casi por completo: su corbata estaba prácticamente desintegrada, su bléiser había perdido la mayor parte de una manga y su camisa y pantalón tenían rasguños como si hubieran sido arañados por un animal salvaje.

Ahí, por fin, pudo ver la horrible magnitud de la devastación que cayó sobre la ciudad en la cual había vivido la mayor parte de su vida, aquella que aprendió a apreciar a pesar de lo ruidosa, de que no tuviera tiempo para hacer nada que no fuera trabajar o dormir y del pésimo café que vendían en todas las cafeterías de Lykantrop. No quedaba nada que Sage pudiera identificar como la ciudad que tenía grabada en su mente, solo había pedazos de edificios destruidos cubiertos de polvo, sangre, restos licantrópicos, vidrios rotos, huesos chamuscados y pedazos de estructuras metálicas que ya no existían. Recordaba haber escuchado unos bombardeos mientras regresaba a su casa luego de trasnochar ese lunes, tan solo unos segundos antes de que una fuerza bestial lo empujara y, luego, un violento estallido metálico llenara sus oídos. El caos no duró mucho antes de desaparecer, junto a toda su conciencia.

¿Cuántas bombas habrían lanzado los vampiros para causar tanta destrucción? No lo sabía, pero era claro que este había sido el ataque más devastador de todo el conflicto, una atrocidad que ni siquiera Dios era capaz de perdonar. Su cabeza, inundada de repente de toda clase de miedos y una desesperación que no dejaban de crecer, daba vueltas y un agujero negro gigante se formó en el fondo de su estómago y sentía como si estuviera cayendo hacia un vacío interminable. Lo único en lo que podía pensar Sage era en dónde estaba su manada. Eran alrededor de las dos de la mañana del martes, según la posición de la luna casi llena, que flotaba en medio de la noche como única testigo del crimen ocurrido allí, y por más que forzara su visión nocturna, no lograba encontrar ningún sobreviviente entre el caos y el fuego rampante que lo consumía todo. Sus sentidos caninos no podían tolerar la cantidad de información que los asaltaba y Sage intentaba tan solo concentrarse en lo que tenía enfrente en ese momento exacto.

Después de varios intentos, logró levantarse del suelo y pudo comenzar a atravesar las ruinas, en búsqueda de cualquier otra persona lobo que pudiera ayudarlo, sin importar si fuera parte de su manada o no –aunque, por Dios, que, por favor, fuera de su manada, no importaba quién fuera–. Sus brazos ya habían recuperado bastante fuerza, pero ahora eran los huesos que componían su pie izquierdo, a punto de ser pulverizados, los que le impedían moverse con normalidad; con cada paso que daba sentía cómo estos acuchillaban los músculos y los tendones que los rodeaban. Apenas era capaz de mantenerse de pie a causa del intenso dolor: sus piernas también habían recibido fuertes golpes y rasguños que sangraban sin detenerse, había perdido los zapatos, y gran parte de su cuerpo tenía quemaduras que tardarían meses en sanar.

Una de sus orejas caninas, ubicadas en el tope de su cabeza, entre su cabello, había sido desgarrada a la mitad por algún pedazo de escombro, y sentía esos centímetros de carne al rojo vivo, como si estuvieran siempre en llamas, lo que empeoraba el horrible dolor de cabeza que le había causado el estruendo. La sangre, que no dejaba de brotar de su oreja, manchaba su espeso cabello blanco, al igual que en las distintas heridas sufridas en su cola de lobo, y se mezclaba con la ceniza que había caído sobre su cuerpo, para generar un tinte oscuro que tiznaba todo con lo que entraba en contacto.

Comenzó a caminar a paso lento pero firme entre los escombros, el horror de toda la destrucción que, causada por la bomba en tan solo un breve parpadeo, se hundía cada vez más en su cerebro. Sus ojos, llenos de paranoia, miraban continuamente de un lado al otro, en un intento de hallar cualquier cosa que no fuera muerte o destrucción en medio de lo que alguna vez fue su hogar. ¿No había quedado nadie aparte de él con vida? Impulsado por su instinto, decidió aullar para llamar la atención de cualquier otra persona lobo que pudiera haber sobrevivido, y descubrió que casi no tenía suficiente fuerza en su voz para que su aullido se escuchara a través de las carreteras vacías. Aun así, lo intentó numerosas veces, a pesar de que su garganta adolorida le rogara que se detuviera; cada vez que terminaba y no recibía ninguna respuesta, un pedazo de su esperanza de salvarse moría, cómo la desesperación acuchillaba su cabeza. No dejaba de mirar a su alrededor, un vacío dentro de su estómago crecía al temer lo peor. Por fin vio una sombra en la lejanía, a la que se acercó con precaución antes de divisar ese infernal uniforme que solo podía significar muerte.

Sage podía reconocer esa ropa en cualquier lugar, ese color negro carbón, su armadura estilo SWAT y la insignia de la república impresa en los hombros. Era claro que pertenecía al ejército, los culpables de esa masacre, y el hecho de que su rostro no estuviera escondido bajo el casco militar que usaban los soldados, le permitió ver quién era ese asesino, uno de miles. Vio su rostro delgado y pálido como cadáver, su mirada de iris escarlata perdida en medio del caos, y su larga y fina cabellera color sangre que le llegaba hasta la mitad del cuello: características clásicas de un vampiro. ¿Qué hacía ese tipo aún ahí? ¿Acaso estaba disfrutando de la destrucción? ¿O lo habían dejado para morir? Seguramente era así y, sin lugar a dudas, merecía sufrir por todo lo que había causado, por haber matado a millones de inocentes solo porque eran licántropos, por destruir su hogar, todo lo que quería, a su familia; el maldito infeliz era un asesino y Sage se aseguraría de hacerlo pagar.

No tardó en sentir que sus colmillos crecían, de sus uñas brotaban grandes garras oscuras de lobo y su mirada se afinaba; su mente dejó de funcionar para darle paso a sus instintos bestiales. Tenía ganas de sentir cómo la sangre de ese vampiro era derramada, que sufriera, aunque fuera una parte diminuta del sufrimiento que había causado; pero antes de todo eso, tenía que averiguar una cosa. Sin pensarlo, comenzó a correr hacia el bastardo, ignorando todo el dolor que cada paso le generaba; se lanzó sobre él con toda su fuerza y sus garras sujetaron el cuello de este, a tan solo un movimiento de arrancarle con facilidad toda la tráquea.

Capítulo III

El tiempo pareció haberse detenido cuando Sage chocó el cuerpo herido de Ansel y lo lanzó contra el suelo. Ansel apenas era capaz de respirar, no solo porque las garras del hombre lobo le presionaban el cuello, casi hasta el punto de hacerlo sangrar, sino porque también, en un instante, el ambiente a su alrededor adquirió todo el peso de los pecados cometidos esa noche. Apenas podía distinguir la figura del iracundo hombre lobo, su mirada letal mostraba la abominable desesperación que inundaba su mente, su voraz ansia de respuestas y las atrocidades que estaba dispuesto a cometer en nombre de la venganza. Era claro que Ansel se encontraba en desventaja, herido, confundido, sin magia que pudiera usar para salir de ese problema, y con un único pensamiento que atravesaba su mente: ¿cuántos minutos tardaría en morir? Pero en vez de matarlo en silencio y sin misericordia, a Ansel le sorprendió que el hombre lobo decidiera hacerle primero una pregunta con un tono seco y una ira apenas contenida:

—¿En dónde están?

Con la limitada capacidad de pensamiento que le quedaba, Ansel solo pudo observar con confusión a Sage… no tenía idea de lo que el licántropo le estaba preguntando. Sage no tardó en comprender lo que significaba esa mirada aterrada y confundida, pero, tras haber visto tanta muerte y destrucción injustificada en su ciudad, entendió que no tendría ni la más mínima intención de mostrar bondad frente a alguien como Ansel. El hombre lobo, adolorido, pero con una voluntad desalmada, alzó unos centímetros sobre el suelo el cuerpo del vampiro, que sintió que su vida comenzaba a desvanecerse como arena entre sus dedos sin forma de detenerla, apenas capaz de luchar por su salvación contra ese agarre que no dejaba de hacerse más y más fuerte.

Con su instinto de supervivencia activado, Ansel lanzó sus brazos temblorosos en contra de su enemigo, y causó solo un poco de daño para que el decidido y desquiciado hombre lobo lo soltara. Sentía sus párpados cada vez más pesados, solo pudo ver cómo los labios rotos de Sage formaban una mueca de placer sádico. Los sentidos de Ansel desaparecían. Por primera vez veía al hombre lobo como ese monstruo que le habían pintado tantas veces en la armada, pero no con ese instinto animal de matar, sino con un deseo de venganza que los vampiros mismos habían creado.

—¿Dónde está mi manada? —preguntó en el mismo tono estricto de antes, aunque Ansel escuchó un poco de temblor en su voz a la expectativa de lo que él iba a responder.

Ansel se quedó observando cómo la mirada sádica e iracunda de Sage pasaba a una de profunda preocupación. Era de esperarse, pues, para las personas lobo, su manada era prácticamente su familia, a diferencia de los vampiros y su definición tradicional del término, en donde la familia solo era aquella con la que compartían lazos sanguíneos. Los licántropos tenían la libertad de elegir con quién conformar una manada sin importar la ascendencia o condiciones de sus miembros, por lo general de seis a veinte, aunque las familias biológicas solían hacer parte de la misma manada. Eso significaba que podría estar hablando de cualquiera de los millones de infelices que no eran más que ceniza a su alrededor, lo que no ayudaba a que lograra zafarse del agarre del hombre lobo, y ya comenzaban a sangrar las perforaciones cada vez más profundas que las garras firmes de Sage le estaban causando.

El pánico de Ansel solo empeoró cuando sintió que Sage comenzaba a presionar más su débil tráquea, a punto de colapsarla y dejar que el vampiro se ahogara en su propia sangre. Lo primero que vino a su mente fue que lo más seguro era que los miembros de la manada de Sage estuvieran muertos y sus cuerpos fueran combustible para el rampante incendio que lo había consumido todo, pero sabía que, si llegaba a insinuarlo, ahí terminaría su vida. Debía ser precavido con cada palabra que saliera de su boca, aunque no tuviera tiempo para hacerlo, y fue en medio de su estado de pánico que por fin dio esa respuesta que tanto buscaba Sage. Procuró hablar con tanta confianza que no hubiera modo en que el hombre lobo se diera cuenta de que esa afirmación no tenía justificación alguna. Se vio obligado a usar el poco aire que le quedaba para formular esas palabras que podían salvarlo o matarlo.

—Se los llevaron… a la prisión de la capital… —susurró con esfuerzo, su voz sofisticada ahora presa del pánico. Apenas terminó de responder, Ansel cerró con fuerza sus ojos en espera del veredicto del hombre lobo; deseaba, con la poca fuerza y voluntad que le quedaban, que le perdonara sus crímenes para que pudiera ver el siguiente atardecer y no fue sino hasta que sintió que la presión sobre su cuello desaparecía de golpe, que decidió volver a abrir sus ojos.

Sage lo soltó sobre el suelo lleno de los restos de los edificios destruidos, y el cuerpo casi sin vida del vampiro cayó con un estruendo mientras el hombre lobo se quedaba quieto unos momentos mirándolo fijo. Ansel, por instinto, puso su mano sobre su cuello y sintió los pequeños ríos de sangre que brotaban de las cinco perforaciones que ahora le tenían adolorida la garganta. Aún era capaz de respirar, intentaba recuperar las fuerzas que le habían robado y soltó un suspiro de alivio.

El hombre lobo perdió sus atributos más salvajes: sus garras desaparecieron para dar paso a unas uñas menos largas, sus colmillos regresaron a su tamaño original y su mirada perdió ese toque canino que tenía, adoptando un color verde grisáceo común entre su especie. Lo único que quedaba de su transformación era la cola y las orejas de lobo. Pero Ansel no tuvo ninguna oportunidad de descansar antes de que Sage lo agarrara firme de uno de sus brazos y lo jalara de golpe, casi haciéndolo caer por la fuerza, para caminar hacia lo desconocido. Sage lo llevaba cojeando, pero moviéndose con decisión sin decir ni una sola palabra.

Capítulo IV

Ansel le dedicó una mirada perdida a Sage durante los segundos en los que intentó procesar el hecho de que continuaba vivo. Estaba tan seguro de que, al escuchar su vaga respuesta, el hombre lobo clavaría aún más sus garras en su tráquea para luego desgarrarla a sangre fría y abandonarlo para que la muerte se lo llevara, que se sentía genuinamente feliz de no estar muerto, aunque si no conseguía ayuda médica o sangre pronto, no sabía cuánto tiempo sobreviviría.

Sage, por su parte, entendía que el vampiro estuviera sorprendido de que un licántropo mostrara la más mínima humanidad frente a alguien que no la merecía. No podía decir cuántas veces había escuchado la creencia de los vampiros de que los licántropos eran mucho más salvajes que ellos y que estaban dispuestos a hacer lo que fuera para calmar sus voraces instintos caninos. Lo cierto era que los vampiros eran mucho más sádicos, solo se tenía que ver la cantidad de inocentes que acababan de masacrar y comparar aquello con todos los crímenes cometidos por licántropos en el mismo periodo. Sí, lo quería matar sin lugar a dudas, pero era probable que lo necesitara si quería llevar a cabo su plan, así que se tragó la inmensa ira que experimentó en cuanto escuchó al vampiro mencionar la capital. Y es que parecía hablar con la verdad, aunque tal vez le había dicho lo que quería oír… No sabía si creerle, pero era la única oportunidad que le quedaba de volver a ver a su familia, esa que había conocido desde que tenía memoria y a la que le debía todo; así que, sin nada que perder, le hizo una pregunta sarcástica al confundido vampiro que lo seguía en silencio como un niño regañado.

—¿Qué pasa? ¿Te sorprende que no sea un asesino?

—No es como si el que me clavaras tus garras en el cuello fuera un símbolo de paz —respondió Ansel apenas recuperó el aliento suficiente, sin pensar sobre lo que decía o si eso solo aumentaría las tensiones entre ellos, aunque se esmeraba para que su tono fuera tan inofensivo como le fuera posible.

Sage hubiera sido el primero en admitir que Ansel tenía razón en cualquier otra ocasión, pero, tras haber visto todo ese caos y al vampiro parado en medio de la destrucción que había caído sobre Sage y su manada sin remordimiento alguno, tomó la oportunidad para recordarle a Ansel de manera tosca cuál de ellos tenía más sangre y culpa en las manos:

—Claro, lo dice quien acaba de matar a miles de inocentes.

Sage estaba bastante seguro de la conversación que habría de seguir: Ansel intentaría demostrar la superioridad moral de los vampiros, usaría la pésima excusa de que había sido un grupo de hombres lobo quienes comenzaron con las protestas y por eso merecían todo lo que se les vino encima. No importaba que la mayoría lo hiciera de un modo pacífico; para el Gobierno, el más insignificante acto de violencia por parte de los licántropos era suficiente muestra de que no eran más que terroristas. Pero, para su sorpresa, Ansel solo guardó silencio en lo que parecía ser una reflexión ahogada, con su mirada ahora fija en el suelo sin intención alguna de discutir frente a la acusación que Sage le hizo, lo que dejó al hombre lobo sin poder descifrar por completo lo que ese silencio significaba.