Becaria en llamas busca comunidad de cerillas - Auri Lizundia - E-Book

Becaria en llamas busca comunidad de cerillas E-Book

Auri Lizundia

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Beschreibung

Becaria en llamas busca comunidad de cerillas es una denuncia de la precariedad laboral y los abusos de poder que sufren muchos becarios y becarias en la universidad. Auri, la protagonista, es una antropóloga que emprende una pequeña revolución que pondrá al descubierto la cara oscura de estos «templos de sabiduría». El narrador de la historia es Monius, su irreverente diario de campo, compañero inseparable y confidente. Con fantasía y sentido del humor esta obra nos relata la crudeza de una realidad que va más allá del ámbito laboral y formativo.

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Primera edición digital: octubre 2022 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Composición de la cubierta: Mariona Sánchez Ilustraciones: José A. Moreno | Rediseña Maquetación: Patricia Escolar Corrección: Ana Briz Revisión: Lucía Triviño

Versión digital realizada por Libros.com

© 2022 Auri Lizundia © 2022 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-19174-74-1

Auri Lizundia

Becaria en llamas busca comunidad de cerillas

Para Cristina, mi psicóloga.

Ya no queda una piedra en pie, porque el viento lo derribó. ¡No! No hay esa canción. Ya no queda nada de ayer, porque el viento se lo llevó. ¡No! No hay esa canción.

Extremoduro, «Dulce introducción al caos», La ley innata

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Cita

Prólogo

Empezar a leer

Epílogo

Agradecimientos

Mecenas

Contraportada

Prólogo

 

Existe un cuento en la India […] sobre un inglés que (habiéndosele dicho que el mundo descansaba sobre una plataforma, la cual se apoyaba sobre el lomo de un elefante, el cual a su vez se sostenía sobre el lomo de una tortuga) preguntó (quizás fuera un etnógrafo, pues esa es la manera en la que se comportan): «¿Y en qué se apoya la tortuga?». Le respondieron que en otra tortuga. «¿Y esa otra tortuga?». «Ah, sabih, después de esa son todas tortugas».

Clifford Geertz, La interpretación de las culturas

Coincidí con Auri en la universidad cuando estudiábamos y trabajábamos a la vez hace como quince años. Mientras yo firmaba artículos, ensayos y comunicaciones académicas, ella hacía lo propio con cuentos y relatos literarios. Me insistió mucho en trabajar juntas, porque quería crear algo conmigo; pero yo, en aquella época cegada por la objetividad, le dije que no.

La verdad es que me pilló en un momento malo, en el que creía que lo sabía todo, aunque, en realidad, con el tiempo me di cuenta de que no sabía nada. Aquellos años pensaba que entre nosotras había un abismo, ya que mientras yo creaba cocimiento y ¡hacía ciencia!, Auri creaba mundos y escribía literatura. Cierto era que nuestros temas e intereses estaban en sintonía, pero nuestras maneras de comunicarlos al mundo me parecían totalmente irreconciliables. Una escribía con citas al pie y cumpliendo con las normas APA, y la otra con figuras retóricas y desde las entrañas. Siempre pensé que Auri estaba muy perdida, pero ahora, haciendo un ejercicio de retrospección, me doy cuenta de que la que estaba perdida, y mucho, era yo, porque el arte cura y tardé bastante tiempo en abrazarme a él.

Además, como buena protoacadémica en ciernes que era, me cegó el ego y rechacé aquellas colaboraciones porque consideraba que me restarían credibilidad y, por ello, me alejé de Auri y de la literatura. No quería cruzar la línea de la ficción y la realidad, ¡yo era científica, por favor! Aquello no iba conmigo. También era idiota, pero eso lo descubrí más tarde.

Sin rencores, nos dimos la mano como amigas que éramos, y cada una siguió su camino, aunque sí que es cierto que ella nunca llegó a abandonarme, y siempre estuvo cerca en mis peores momentos, cuando la literatura te salva la vida; y en mis logros, cuando la literatura los plasma haciéndolos imperecederos.

Con el tiempo, o mejor dicho, a golpe de desilusión y de comprender cuál era mi trabajo y mi modo de llevarlo a cabo, me di cuenta de que nuestros caminos no estaban para nada alejados. De hecho, al final acabé dándole la razón cuando reconocí por primera vez, en un congreso lleno de corbatas y tacones, que la antropología era un género literario. Yo estaba de ponente y me pareció ver a Auri entre los asistentes, en la última fila, sonriéndome.

Aquel workshop fue noticia en Twitter en 2012, cuando todavía no sabía ni usar aquella red social que a día de hoy es mi casa. Puede que fuera trendinc topic, pero nunca lo sabremos.

¿Y por qué se montó semejante revuelo en ese congreso mientras yo flipaba y Auri aplaudía? Os cuento:

Históricamente los paradigmas de la antropología se han construido en base al otro, a lo que llamamos la alteridad. Sin embargo, desde hace años, la antropología trabaja también sobre la cultura propia. Ya no hay que irse a otras comunidades ni a otros países para hacer etnografía y trabajo de campo, podemos hacerlo mirándonos el ombligo; pero ojo, que esto tiene su sesgo, ya que todas las personas percibimos nuestra cultura como lo natural. Esto significa que nos aqueja una especie de ceguera de lo propio (homeblindness, en inglés), lo que nos impide percibir nuestra cultura como algo extraño debido a su cotidianidad. Por lo tanto, para conocernos, estudiarnos y contarnos debemos extrañarnos; esto es, desarrollar la capacidad de ver nuestra propia cultura desde fuera. Lo que se denomina desde la antropología el extrañamiento.

Durante mucho tiempo, la antropología ha exotizado al otro al fijarse solo en aquellos aspectos extraños, raros o diferentes de su cultura respecto de la nuestra. Clifford Geertz, padre de la hermenéutica en la disciplina, subrayó la importancia de acceder al punto de vista nativo, ya que consideraba que la tarea de los profesionales de la antropología era la de descifrar el «entramado de redes de significación» en el que el ser humano se encuentra atrapado y que él mismo ha construido.

Y cuando entendí esto, todo lo cimentado anteriormente, mi propio ego y mi tesis incluidos, se cayó a mis pies, porque desde la perspectiva hermenéutica la antropología es una disciplina interesada en la significación de un hecho más que en el hecho en sí mismo. Así que, en vez de estudiar lo que ha pasado (una guerra, una crisis, una ceremonia, un ritual), las hermeneutas nos preguntamos por el significado de ese hecho: ¿Qué significa que un grupo numeroso de personas oprimidas por un sistema que las asfixia no se organicen y luchen contra él? ¿Qué mitos y creencias sustentan una realidad de precariedad inamovible durante años en estructuras con dinero y poder?

Todas estas preguntas me hicieron darme cuenta de que contaba con las herramientas necesarias para generar un tipo de conocimiento muy diferente del que predomina en las ciencias naturales, interesadas únicamente en hechos invariables y ahistóricos, que no tienen en cuenta el contexto en el que se producen.

La clave, entonces, es el contexto. Poner el foco en el contexto. Me pareció muy importante. Y pensé: «¿Qué pasaría si ponemos el foco en el contexto universitario y lo alejamos de la psicología de las personas que lo forman?». Compartí estas dudas con Auri y ella lo vio claro. «¡Yo me encargo!», dijo.

A las antropólogas como Auri y a mí misma nos interesa el estudio de los seres humanos en situaciones históricas concretas y abogamos por un tipo de conocimiento empático, que consiste en actuar como las personas autóctonas para tratar de comprender cómo se comportan. El donde fueres, haz lo que vieres de toda la vida. Y Auri en esta novela nos va a recrear el contexto que vivimos en aquellos años universitarios para que hagamos el camino con ella y podamos documentarnos con el fin de poder descifrar la actuación de los becarios y las becarias universitarios y capturar, de este modo, sus pensamientos y sentimientos, tremendamente asociados y vinculados a la precariedad y los abusos de poder que se viven en esos entornos.

Aunque no todo es tan fácil, ¡claro!, ya que, según Geertz, solo se puede acceder a estas personas que nos dan la información hasta cierto punto, porque el conocimiento empático es como una tensión entre dos polos debida a, por una parte, la imposibilidad de convertirnos en el otro; y, por la otra, el problema de la traducción. Es decir, hay conceptos que no se pueden extirpar de su contexto sin que pierdan su significación.

Pero, bueno, no os preocupéis. La antropología me ha enseñado que todo es construido; y la vida, que nada es perfecto. Así que, a pesar de los problemas de traducción, de que puede que no hayáis vivido la precariedad universitaria de los becarios y las becarias y de que la empatía llega hasta donde llega, Auri se apoya en la literatura y nos presenta una realidad que vivimos hace más de diez años con la idea de que entre todas las personas que recorramos las hojas de este libro consigamos entender las causas por las que muchas becarias soportamos y aceptamos ciertas situaciones de explotación y abuso.

Estáis ante una obra pensada por una antropoloka hermeneuta (yo misma) y escrita por una antropóloga que sin existir nunca dejó de ser. Y de esta mezcla, ¿qué podría salir? Pues una ristra de tortugas sobre tortugas. No había más opciones. Esto es lo que entendía Geertz cuando definía la antropología usando la metáfora de las tortugas con la que he comenzado este prólogo: una cadena de interpretaciones de interpretaciones. De la interpretación que hace la persona etnógrafa al escuchar la interpretación que hace la informante de su propia cultura. De la interpretación de la lectora del texto escrito a partir de la interpretación de lo que ha oído y ha observado la autora del texto. Y después de esa, sabih, todas son interpretaciones…

Y si esto que os acabo de contar no es literatura, que vengan las diosas y lo vean. Debería haber un género literario que aglutinara los libros que hablan de cosas de las que no se habla… Ahí estaría cómoda Auri Lizundia.

A continuación os vais a encontrar con una novela que dejó la autoficción atrás hace tiempo para convertirse en una denuncia social con fantasía y humor, pero con verdades como puños. En este sentido, el «cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia» no vale, porque es real que las investigadoras e investigadores universitarios pasamos, pasan y pasarán penurias y, en ocasiones, hasta hambre.

Nos encontramos con una fabulación especulativa, pero, en vez de hacia el futuro, hacia el pasado: ¿Qué habría ocurrido si la mente de Auri hubiera hecho clic (teniendo en cuenta que podría haberse convertido tanto en el Joker como en Batman)? ¿Qué habría pasado si aquella becaria hubiera entrado en combustión? Auri nos propone revivir los mismos sucesos reales que ocurrieron, pero añadiéndoles nuevas reacciones para regalarnos un final alternativo y reparador para ella misma y para todas sus compañeras y compañeros.

Antes de terminar, os quiero contar otra de las joyas que nos dejó Geertz. Para él, «la diferencia entre un tic y un guiño es enorme […]. Consiste, ni más ni menos, en esto: una pizca de conducta, una pizca de cultura y —voilà— un gesto». Esto significa que sabremos si conocemos una cultura cuando entendamos sus chistes. La universidad tiene su propia cultura y no es fácil comprenderla. Sus jerarquías, sus procesos, sus dinámicas. Auri tiene mucho sentido del humor, a pesar de todo lo vivido, y solo espero y deseo que pilléis el chiste, lo que significará que el mensaje ha llegado.

Por último, quiero remarcar que ninguna de las personas que aparecen en esta novela, Auri incluida, es real al cien por cien, pero todos los hechos narrados en la primera parte de esta obra ocurrieron y dejaron huella en nuestra piel durante siete años. En otro orden, con otra gente, pero todos los que se mencionan son hechos verídicos: tanto lo que sucede en la universidad como lo que pasa en los bares y en el piso compartido.

Auri conoció a muchas personas, incluida yo, y compartió piso con varias de ellas en distintos barrios de la misma ciudad, y ha condensado todos esos hechos y años en unos pocos personajes y en un curso académico, porque sería imposible meter a todas las personas que pasamos por su vida durante aquellos años en este tipo de novela, que quiere ser liviana y ágil para conseguir dos objetivos clave: denunciar la situación de precariedad y abuso que vivimos en la universidad; y darnos el final que nos merecimos, cuando, gracias a un poquito de ayuda externa, osa dar el paso que ninguna de las dos se atrevió a dar en su momento y pasa de becaria apagafuegos a especialista en provocarlos.

Y justo para conseguir este segundo objetivo está la segunda parte de la novela, que es un regalo que nos hace Auri a todas las becarias y becarios que sufrimos y sufren estas realidades, o peores, cada día. Antes, hoy y, por desgracia, mañana. Todas las historias de esta parte también son ciertas, lo único que no sucedió en la vida real fue la reacción revolucionaria ideada por unos objetos de investigación fantásticos, en todos los sentidos. Aquella revolución se quedó en el plano simbólico, ya que en nuestras mentes la idea de formar una comunidad y prender fuego al sistema era el pan de cada día. Nos faltó un poquito de gasolina.

En su momento, yo no pude, la ciencia no me ayudó a conseguir mi sueño y bastante tuve con sobrevivir al sistema, pero ahora Auri sí que lo ha conseguido, y nos va a dar las claves del contexto para después prenderle fuego.

Gracias, amiga.

NEREA AZKONA, COMPAÑERA DE BATALLA DE LA AUTORA

Capítulo 0

El punto de inflexión

Madrugada del viernes 22 de enero en el notebook de Casil

—Probando, probando. ¿Se me oye? —dirigió la voz Monius al micrófono que había conectado Cámara al notebook de su humana Casil.

—Sí, Monius. Se te oye alto y claro —contestó un objeto de investigación que tenía una foto de una humana en su perfil. Seguramente estaría usando su cuenta de Skype.

—En ese caso empezamos con la reunión y las presentaciones. Si os parece bien comenzamos nosotros, que estamos en casa y en cualquier momento se levanta algunos de nuestros humanos, que le han dado bien a la cerveza, al baño y tenemos que apagar el chiringuito —remarcó el diario de campo dando unos segundos por si algún otro objeto tenía que hablar antes—. Pues al lío.

»Hasta que conocí a Auri siempre me he llamado Diario, pero mi humana actual pone nombre a todo, la jodía, por lo que desde hace seis años me llamo Monius, y no estoy hasta el rabo porque soy un diario de campo de una antropóloga que, por desgracia, se está echando a perder. En mi caso, estoy hasta las anillas. Soy consciente de que no tiene la misma fuerza, pero bueno, es lo que hay. De ella no estoy harto, ¿eh? Es una loca de la pradera, pero, ojo, que nadie se pase un pelo con ella, porque es mi loca de la pradera.

»Tengo el doble de años que mi humana actual, con la que espero jubilarme. La quiero, es verdad, y ella a mí también, aunque en muchas ocasiones —pero en muchas, ¿eh?— le daría una colleja. Pero, claro, soy un cuaderno y solo tengo tapas, hojas y anillas, y no puedo usar esa técnica para que espabile. ¡Quién tuviera brazos para zarandearla cuando se regodea en su desgracia!

»La verdad es que tuvo mala suerte y con veinticuatro años ganó un concurso-oposición para trabajar durante un año como investigadora en una universidad con unas condiciones laborales increíbles. Un 56 % de jornada y 24.000 euros netos al año. Claro, entre las ganas, la ilusión y esta realidad laboral se creyó que todo el monte era orégano. Y no, porque cuando acabó el proyecto, fue contratada por otra universidad al 100 % de jornada y 660 euros sin seguridad social. Tres contratos de este tipo, a cuatro euros la hora y sin seguridad social, ha firmado una profesional con dos carreras, un posgrado mientras cursaba el máster que le daría el acceso al doctorado y un año de experiencia en investigación.

»Obviamente detrás de esto tiene que haber algo, porque, de otra manera, no se entiende que se acepten este tipo de condiciones. Y así es, se lo vendieron como una inversión de futuro y ella se lo creyó. Iba a ser temporal, solo hasta conseguir el doctorado, después de aquello todo cambiaría. La emoción de poder seguir trabajando en el mundo de la investigación, lo que más le apasionaba en la vida, no le dejaba ver la indecencia de trabajo que tenía, aunque, con el tiempo, el cambio de las condiciones laborales y el maltrato impactaron en sus ilusiones y en sus ganas, pero no lo suficiente como para que se rebelara contra un sistema que la explotaba y la sigue explotando, aunque últimamente he visto pequeños detalles —un fuego en sus ojos— que me dan cierta esperanza. Puede que los otros caminos que busqué para mostrarle la realidad que estaba viviendo, más allá de las collejas que nunca he podido darle, poco a poco estén dando sus frutos. O puta casualidad, porque esta mujer le hace caso a todo el mundo menos a mí. Y mira que si hay alguien que lo sabe todo, porque aguanta unas brasas a las noches que para qué, soy yo. Pero claro, es que no es lo mismo. Lo de contar miserias se le da de vicio; lo que lleva mal la tía es lo de escuchar mis opiniones y hacerme caso… ¡joder!

»Llevamos dos años hablando y discutiendo entre nosotros sobre todo esto, y cada vez la veo más consumida por el trato que se le está dando en la universidad. Sin embargo, estoy hoy aquí porque no quiero tirar la toalla y, aunque Auri sigue alienada por el mundo académico y la idea de tragar durante los comienzos para disfrutar de la tierra prometida una vez consiga su título de doctora, he visto en sus ojos, como os decía, durante momentos puntuales del último mes, un brillo de rabia y una llama de desilusión y desengaño que creo que tenemos que aprovechar. Auri está a punto de explotar, y nosotros tenemos que redirigir la onda expansiva hacia fuera, con la mira bien puesta en el sistema, para que nadie, incluida ella, salga herido.

»Hablo en plural porque no estoy solo. En esta casa convivimos tres objetos de investigación de tres becarios universitarios que comparten piso: yo mismo, que como os he dicho soy el diario de campo de una antropóloga que estudia la deconstrucción del amor, aunque mi despojillo no la práctica porque no tiene ni idea de lo que es; a mi izquierda está Bata, mi compañera de piso y bata de laboratorio de un biólogo, cubanos ambos, que investiga drogas para prevenir la isquemia cerebral y que es el humano que está más centrado en esta casa de locos, a pesar de sus preocupaciones, porque es su último año de beca y por su familia en Cuba. Y, por último, también tenemos una artista en la casa, la humana de Cámara, aquí a mi derecha, que es la culpable de que hoy hayamos podido conectarnos. Las dos juntas, que no solas, se recorren el mundo realizando documentales sobre obras de arte en países en guerra.

»Gracias a que Cámara es de última generación, de ultimísima generación diría yo, y que tiene la posibilidad de conectarse al notebook de su humana, estamos hoy aquí. También creo que puede acceder hasta a su móvil. ¿Me equivoco, Cámara? Me dice que no. Yo, personalmente, doy gracias al universo por no tener ese superpoder, ya que tengo más que suficiente con ver y escuchar en vivo la vida personal y amorosa de Auri y flipar en directo con su don para atraer lunáticos como ella, claro. Como para saber qué tiene en el móvil. Miedito.

»Creo que Casil, la humana de Cámara, lleva una vida más ordenada, aunque mantiene una relación a distancia con su novio neoyorquino, así que ese móvil, ahora que lo pienso, seguramente eche chispas también. Efectivamente, me confirman que así es.

»El mayor problema de Auri es que está en dos círculos autodestructivos: uno que va de la universidad a casa y al bar en cualquiera de las direcciones que tome; y el otro, que lo forman la precariedad laboral que vive, la desilusión porque ve que lo de la vida eterna después del juicio final —o la defensa de la tesis, en nuestro caso— era un cuento, y su frágil salud mental. Le queda muy poco para romperse y no me gustaría que llegara ese momento. Los otros dos humanos viven en mejores condiciones mentales, aunque Yanco, el humano de Bata, está en su último año de beca y parece que va a ser poco probable que acabe la tesis antes de que ese momento llegue. Las que han vivido mejor hasta la fecha han sido Cámara y Casil, pero la crisis económica ha impedido a su familia seguir ayudándola a mantener su frenético ritmo de vida y hasta que se recuperen ha convertido este piso, que siempre ha sido de paso, en su residencia habitual.

»Nosotros estamos hoy aquí porque queremos ayudarlos a que consigan sus sueños en un contexto de cuidado y empatía, y no en un ambiente de maltrato y de competitividad feroz. Bueno, yo personalmente porque, además, me gusta ver el mundo arder. Cuando nos presentemos todos os comentamos nuestras ideas.

—Revolucionarias —completó Bata—, ideas revolucionarias.

—¿Perdón? —se oyó.

—Nada, solo he completado el discurso del compañero —dio por zanjado el turno de presentación Bata—. Pueden continuar.

Buscando mi destino

viviendo en diferido, sin ser, ni oír, ni dar.

Y a cobro revertido

quisiera hablar contigo,

y, así, sintonizar.

Extremoduro, «Primer movimiento: El sueño», La ley innata

Primera parte: Antes del punto de inflexión

El paseíto universitario por los infiernos de Dante

Capítulo 1

¡Toc, toc!

Cuatro meses antes de la quedada online de los objetos

Martes 22 de septiembre, cruzando el primer umbral con un empujoncito

Cuando se despertó esa mañana en el hospital después de dos semanas durmiendo en el sillón de al lado de la cama de su abuelo no sabía que aquel sería el primer día del resto de su vida. De su vida como soltera oficial. Después de seis años de relación, Auri se había separado hacía tres meses, pero ella y Manu, su exnovio, seguían viviendo bajo el mismo techo aún. La separación anunciada por la vida con trompetas llegó de sorpresa para ellos, ya que cuando por fin consiguieron estabilizarse, después de llevar una vida nómada e inestable, dejaron de sobrevivir, empezaron a vivir sin ningún prefijo y a disfrutar de una merecida vida tranquila, se dieron cuenta de que no tenían nada que decirse la una al otro.

Curioso, ¿verdad? ¡Cómo son los humanos! Se apegan como el barniz a alguien en los momentos difíciles, pasan todo tipo de penurias, y cuando por fin consiguen dos trabajos, un piso en un pueblo maravilloso y parece que la vida les da una tregua, la relación acaba mucho antes de que se den cuenta.

Habían pasado el verano separados, cada uno con sus vidas y durmiendo en cuartos diferentes, pero ninguno se había atrevido a dar el paso definitivo y a cruzar la puerta con las maletas.

Las noches de las últimas dos semanas Auri las había pasado en el hospital en el que estaba ingresado su abuelo sin ningún tipo de necesidad, porque llevaba tiempo fuera de peligro. Le habían extraído no sé cuántos litros de líquido del pulmón el primer día que ingresó realmente jodido. Una vez estabilizado, lo mantenían ingresado por la edad y para tenerle controlado, ya que todo el mundo sabía que a aquel hombre nacido en los años veinte le quedaba aún mucha guerra que dar.

—Auri, ¿por qué sigues durmiendo aquí? —le preguntó en el momento en el que las enfermeras entraron para traerle las medicaciones y mirarle la temperatura.

—Porque quiero asegurarme de que estás bien —contestó su nieta, mientras le ayudaba a incorporarse para tragar todas aquellas pastillas.

—Yo estoy bien. Te lo vuelvo a preguntar: ¿Por qué sigues durmiendo aquí? —insistió.

Auri no supo qué contestar.

Yo lo tenía claro, pero ella aún se engañaba con las mierdas mentales que volcaba cada noche en mis páginas. La verdad que se interpretaba de aquellos pensamientos era esta: prefería dormir en un sofá de mierda antes que dar la cara en casa y acabar de acabar con una relación que ya estaba acabada. Si en lógica tres negaciones sigue siendo una negación, en literatura el verbo acabar en la misma frase es un puto salto de página. Me imagino que el bloqueo de la jefa sería por lo imposible de la acción: acabar con algo acabado debe de ser realmente difícil.

—Vas a hacer una cosa, ¿vale? Y la vas a hacer por mí —le pidió su abuelo, sabiendo que Auri por él haría lo que fuera—. Vas a ir a trabajar y después no te quiero ver más por aquí. Vas a ir a casa y vas a hacer lo que tienes que hacer, ¿de acuerdo?

Auri no le dijo que sí, porque no sabía si iba a ser capaz y nunca prometería nada que no pudiera cumplir, pero le abrazó y aquello selló el compromiso.

—No te quiero volver a ver hasta que esté en casa, ¿entendido?

—Entendido —le contestó mientras le daba un beso.

Antes de irse a trabajar pasó por el baño. Cogió la bandolera en la que yo estaba siempre y sacó parte de su kit de supervivencia que llevaba a todos los lados: cepillo de dientes, pasta, toallitas húmedas, un desodorante roll-on y algunos condones. Para ser el servicio de un hospital con bastantes años era espacioso y tenía un gran espejo. Se miró en él y examinó el reflejo que proyectaba con la intensa luz azul que permitía apreciar hasta los poros de la piel. No dijo ni mu mientras se miraba, pero su cara, según iba pasando las manos por distintas partes del cuerpo, lo decía todo:

El pelo castaño casi negro en un moño imposible. Horrible.

La cara ovalada a la que le salían hoyuelos cuando se reía. De pena.

Los ojos marrones oscuros detrás de sus gafas de pasta negras. Tristes.

La sonrisa heredada de su tía. Inexistente.

Las ojeras heredadas de su estilo de vida. Inmensas.

El cuerpo proporcionado entre el peso y la altura. Feo. Fofo. Gordo.

Quitando lo de las ojeras, que era una verdad como una catedral de grande, el resto del reflejo que veía Auri no era el que le devolvía el espejo, era el que veía su mente. Tenía una imagen distorsionada de ella y eso me tocaba mucho el lomo, porque Auri era una morena guapa y alta, y es verdad que sonreía poco, pero cuando lo hacía, era capaz de hacerlo con toda la cara, no solo con la boca. En aquel momento estaba delgada, aunque su peso estaba en sintonía con su estado de ánimo y con el tipo de ansiedad que estuviera padeciendo en ese momento y, a veces, le quitaba el hambre; mientras que otras, sentía que se iba a desmayar si dejaba de comer de manera compulsiva.

Odiaba su cuerpo más que su mente, pese a que esta última fuera la que se las hacía pasar canutas. Y solucionaba todas esas partes horribles de su anatomía con moños que parecían hechos por una niña de tres años y con ropa que la favorecía entre poco y nada: vaqueros, camisetas y zapatillas. Estas últimas, si estaban sucias, mejor, no fuera a parecer que tenía casa. Pero aun así, y no es porque sea mi humana, era una chica que llamaba la atención porque solo desprendía naturalidad y verdad. Mostraba lo que había, para qué engañar a nadie si podía engañarse solo a sí misma.

Hizo lo que pudo con su aspecto y ¡listo!, ya estaba preparada para ir del hospital al curro. Cuando hacía esas cosas de dormir mal, lavarse la cara y afrontar una jornada de trabajo kilométrica se notaba que mi piltrafilla era joven de cojones. Juventud, divino tesoro. Menos mal que yo, con más del doble de edad, siempre iba dentro de su bandolera calentito y mecido por el vaivén de sus pasos.

Auri trabajaba en la universidad como becaria de un grupo de investigación. Bueno, eso decía el contrato que tenía firmado. Ella era feliz, porque desde que acabó la diplomatura tuvo claro que la academia era el lugar en el que se quería desarrollar laboralmente. Pero, como todo en su vida, encaminarse hacia aquel sueño tampoco fue fácil. Mi humana tiene cierta tendencia a que la ley de Murphy se ensañe con ella: si algo puede pasar, pasará. Con Auri no había duda. Esto significaba que era imposible aburrirse a su lado, pero claro… ¡Al loro!

En el momento en que se dio cuenta de que quería ser investigadora, para acceder a un doctorado tenía que ser licenciada, por lo que se matriculó en Antropología, pero mientras acababa la carrera hubo un cambio de ley y el nuevo acceso era a través de un máster que podría haber hecho siendo diplomada en Educación Social. Así que cuando acabó la segunda carrera se matriculó en un máster que duró un año y medio y después sí, por fin, en un programa de doctorado. Y mientras estudiaba y se formaba, trabajaba en la universidad, y por ello pasaba una media de doce horas al día trabajando y estudiando sin descanso, cuando no eran más, sobre todo estos últimos meses en los que estaba organizando un macrocongreso internacional con más de trescientos profesores y estudiantes pre y posdoctorales invitados. Además, en paralelo, tuvo que preparar su proyecto de tesis con el objetivo de presentarse a varias becas y conseguir financiación para poder dedicarse cuatro años a su investigación en exclusiva.

Ese era su sueño. Y el mío también, que pudiera dejar ese trajín universitario para dedicarse a vivir el proceso de escribir la tesis con la calma y el tiempo que merecía. Después de años de relación, sabía perfectamente del pie del que cojeaba Auri, y ese era la ingenuidad. Mi humana era muy lista e inteligente para algunas cosas, pero pecaba de ingenua. Creía que en aquella universidad y en aquel contexto de explotación en el que estaba trabajando, el hecho de conseguir una beca oficial iba a cambiar todas las dinámicas que vivía en ese momento con una beca propia de la institución y que dejaría de ser esclava para convertirse en trabajadora, aunque fuera de segunda; lo cual, para ella, era un gran salto. Sin embargo, aquella esperanza solo era una idealización de su cabeza. En el sitio en el que trabajaba, aquello no iba a ser posible; pero bueno, durante algunos meses esta idea le daba fuerza para seguir trabajando y la ilusionaba, y yo tampoco es que lo supiera todo, así que manteníamos la esperanza los dos. Ya se sabía que en el mundo universitario, como en el cristiano, hay que sufrir en la vida terrenal, porque la recompensa por haberte portado bien llega después. Y en ello estábamos: esperando la vida eterna que nos iba a dar el título de doctorado de Auri.

¡Ay, mi despojo humano y sus ilusiones!

Además de su trabajo en la universidad, los lunes y miércoles daba clases particulares a Alberto, un chico que intentaba aprobar la ESO, y los sábados iba a planchar a una casa, porque con el sueldo de 660 euros al mes por una jornada completa y sin seguridad social no le daba para vivir, mal alimentarse, tomarse unas cervezas terapéuticas, según sus propias palabras, y fumar. Y mejor no hacerla elegir entre comer o el resto, porque habría muerto de inanición. Así que, si había que planchar para fumar, se planchaba. ¡Faltaría más!

Y así mi antropoloka preferida pasaba los días. Y si a esta situación bastante lamentable ya de por sí, se le añade que durante aquel año su abuelo pasó en total más de tres meses en el hospital entre unos achaques y otros y que su vida sentimental se había ido al garete, yo entendía lo de las cervezas como modo de evasión y el gusto por dormir en sillones de mierda para no volver a una casa que ya no consideraba un hogar.

Menos mal que el abuelo le dio aquel toque que necesitaba para tomar cartas en el asunto. Aquel hombre era una buena persona y la quería mucho.

Así que salió del hospital y sin desayunar —¿para qué?, los hábitos alimenticios de esta mujer eran un auténtico desastre— y con la misma ropa del día anterior fue a la universidad a seguir organizando el congreso que empezaba al día siguiente. Ella no tenía cargo ninguno, pero se encargaba de todo. Lo que tenía era un contrato legal de proyectos de investigación con la misma universidad cuyo objeto era la participación en una única investigación. La realidad era la siguiente: no solo participaba en tres investigaciones, sino que era la responsable de que aquel congreso saliera bien, y además era la asistente personal de su jefe-director-de-tesina-director-de-tesis-jefe-del-equipo-de-investigación-jefe-del-departamento. Él sí que tenía cargos. Un huevo de ellos, lo que le convertía en el todopoderoso Jesús Vega. Un hombre maduro con mucho ego para Auri y una araña que la tenía adormecida y envuelta, tipo Frodo en Torech Ungol, para mí. Y eso siendo respetuoso con el mamarracho en cuestión. Toda esta descripción está hecha desde el respeto, porque, como me deje llevar, como poco me cago en sus muertos.

Aquel día, que era martes, salía a las cinco y media y como no tenía que dar clases particulares cogió a Tiroloko, que llevaba en el parking de la universidad más de una semana, y se dirigió a casa a «hacer lo que tenía que hacer». No sé si lo de poner nombre a todas sus pertenencias era una cosa suya o si el hecho de ser antropóloga había acrecentado esa puta manía de nombrar.

Tiroloko era el coche con forma de huevo azul fosforito con el que se recorrió todos los pueblos por los que había vivido durante los años que duró la relación con Manu. De vez en cuando acariciaba su volante con dulzura para agradecerle todos los viajes que le había dado sin estropearse ni una sola vez. Quería a aquel coche. La llevaba, la traía y no se le jodía nada, y se lo mostraba con pequeñas caricias aunque con muy pocas duchas. El pobre estaba lleno de mierda, pero entiendo que las caricias compensaban su falta de higiene. Nos trataba siempre con mucho cariño a todas sus cosas.

—Pues nada, a casa —dijo en voz alta, no sé si a mí, a Tiroloko o a sí misma. Respiró hondo y cogió carretera y manta.

Ya no se acordaba de los horarios de Manu y se sorprendió al verle cuando llegó. Durante aquellos meses en los que vivieron por separado habían tenido dos opciones: o reparar lo que se había rasgado o acabar de romperlo. Por supuesto, Auri optó por lo único que sabía hacer: acabar con todo. No lo hacía adrede, pero su instinto era aquel: romper y correr. Nunca se paraba a reparar. ¡Qué muchacha esta!

Durante aquel verano, Auri había conocido a otros tíos, nada serio; y estaba segura que Manu también. Eso o tenía un problema muy serio con el ordenador. En el fondo, el enganche al ordenador lo tenían ambos, ya que en alguna ocasión usaban el Messenger para hablarse aunque estuvieran en la misma casa. Aquel día, como de costumbre, se lo encontró delante del suyo jugando, y a pesar de que hacía varios días que no se veían, su saludo fue un levantamiento de ceja que intuyó detrás de la pantalla. También se interesó por la salud de su abuelo.

—Ya está mejor —le contó Auri mientras avanzaba por el pasillo para ir directa a la ducha—. Ahora cuando me duche, si te parece, hablamos un rato, ¿vale?

No oyó ninguna respuesta, pero la bomba ya estaba puesta. El tenemos que hablar ya estaba en el ambiente. La cuenta atrás estaba en el aire.

Siempre se duchaba rápido, por temas ecologistas, pero aquel día se dio la ducha más larga que recordaba en años. Llevaba dos días sin ducharse, con la misma ropa y durmiendo en el hospital. Sentía que ni con el guante de crin podía quitarse todas aquellas horas sin descanso de encima, pero, en realidad, no era eso lo que le pesaba, y no había ducha ni baño con sales que pudieran hacer desaparecer aquella sensación.

Se vistió con ropa limpia, aunque seguía teniendo la misma pinta de persona sin hogar, metió en una mochila toda la medicación que tenía en casa y parte del neceser que aún tenía por allí, porque la mayoría de las cajas y enseres estaban en el coche. Puede que en aquel pequeño maletero hubiera más ropa que en las baldas del armario que le correspondían, por lo que no se molestó ni en mirar la que quedaba aún en casa. Fue a por lo imprescindible: medicinas y neceser.

Debía haber entrado en trance en la ducha porque cuando miró la hora ya eran las siete y media de la tarde. Enfiló el pasillo de nuevo porque tenía que hablar con un hombre detrás de una pantalla de ordenador, aunque con semejante conversación se podían haber comunicado por telegrama o burofax:

—Manu, me voy. STOP.

—¿Al hospital? STOP.

—No. De casa. STOP.

—¿Para siempre? STOP.

—Sí. STOP.

—Si es lo que quieres… STOP.

—¿Y qué quieres tú? STOP.

—A mí me da igual. STOP.

Y así acabaron seis años de relación. Ni una emoción. Ni una lágrima. Ni un intento de reparar nada. Ni un mirarse a los ojos.

«Me voy».

«Pues vale».

Y después de semejante despedida Auri cogió lo que consideró relevante para sobrevivir aquellos primeros días fuera de casa. Atención a los objetos elegidos:

La mochila recién preparada.

Un puf de ciento cuarenta euros del mismo azul de Tiroloko que a día de hoy sigo sin entender por qué cogió y que se lo colocó al hombro como si fuera el saco lleno de regalos de Papá Noel.

Y una botella de Martini de dos litros empezada que tenía en el mueble bar.

Vamos, lo imprescindible para vivir, como os decía.

—¿Te importa que vuelva a por mis cosas el fin de semana después de que acabe el congreso?

—No.

Esperó unos segundos por si Manu quería decir algo más, pero como vio que siguió tecleando, cogió su bandolera, miró que yo estuviera dentro —siempre lo estaba, pero le gustaba controlarlo y acariciarme el lomo—, y salió a por Tiroloko de aquella guisa: mochila, bandolera, puf y Martini.

Nos metimos en el coche y puso música. Abrió un poco las ventanillas y se encendió un cigarro. El cenicero estaba a reventar, pero nunca encontraba el momento para vaciarlo. Claro, tenía que coincidir que se acordara, que tuviera tiempo y que hubiera una papelera cerca. Una locura que se dieran las tres condiciones en el mismo segundo, amigos.

—¿No dices nada? —preguntó, entiendo que a mí, pero no me dio tiempo ni a contestar—. Pensaba que esto iba a ser lo difícil y llevo todo el día pensando en el drama que íbamos a vivir y que no ha pasado. Y he estado tan preocupada por el no drama que acabo de vivir que no he pensado todavía a dónde hostias vamos a ir a dormir.

Este speech lo soltó agarrando el volante un martes a las ocho de la tarde.

—Creo que tienes todos los elementos necesarios para hacer una llegada triunfal a tu futura nueva casa: una loca con un puf en el hombro izquierdo y una botella de Martini de dos litros en la mano derecha y con una mochila llena de drogas de farmacia. ¿Quién en su sano juicio no querría compartir piso con una mujer como tú? —Había sorna en mis palabras, pero también verdad: nadie puede decir que no a una compañera de piso que aparece sin avisar una tarde-noche de martes con esa pinta.

Y por primera vez en todo el puto día la vi sonreír. Por lo visto ya tenía un plan.

¡Toc, toc!

Tocó la puerta de la casa de su amigo Yanco. De momento aquella casa no tenía nombre, pero pronto se lo pondría, no tenía ninguna duda. Nombrar, nombrar y nombrar. Auri era así y había que quererla de aquella manera.

—¿Pero qué ven mis ojos? —saludó Yanco con cara de sorpresa—. Una antropóloga a un diario de campo pegada con un puf fosforito y una botella de Martini. ¿Celebramos algo o nos quejamos, qué buscas?

Auri sacó su mejor sonrisa y le contestó:

—Pues el brindis dependerá de ti: podemos celebrar que por fin me he ido de casa, que tienes compañera de piso nueva o que me dejas pasar aquí esta semana hasta que encuentre un sitio para quedarme. Todas buenas noticias.

—¡Me cago en tu madre, Auri! Pasa, cojones, y ten cuidado con el puto puf, no arrases con todo lo que te encuentres por el camino hasta la cocina.

Había estado más veces en aquel piso, pero nunca pidiendo asilo político. Conoció a Yanco en la universidad. El amigo de un amigo de un amigo. Ya ni se acordaba de los amigos que la llevaron a él, porque encontrarle en la universidad fue el único rayo de luz que había visto en los años que llevaba en aquel lugar. Trescientos sesenta y cinco días por dos de tinieblas, con los únicos claros que le proporcionaba su mejor amigo, Yanco, que debía de estar buenísimo, por lo que le decían las compañeras becarias con las que compartía despacho. Auri, aunque estaba en una época de descontrol, nunca sintió ninguna atracción por aquel morenazo de pelo corto y barba de tres días que bailaba bachata moviendo cadera, culo y cintura por separado.

Dejó todo en la entrada, menos a mí, claro, que siempre me llevaba a todos los lados.

Se hizo el silencio. Ninguno de los dos sabía qué decir, así que el cubano rompió el hielo como pudo:

—Joder, tía —le gustaba hablar usando expresiones locales de la gente en el país en el que estaba, aunque el acento era el acento—. ¿También te lo llevas al baño? —preguntó haciendo referencia a mí.

—Si voy sola, sí.

—¿Y cuándo vas al baño acompañada, muchacha?

—Pues a ducharme en alguna ocasión, por ejemplo —contestó con media sonrisa—. Ese trago se lo ahorro.

¡Qué detalle, cabrona! Cuando estaba acompañada en el cuarto o en el coche eso no me lo ahorraba…

—¿Y cuántos putos cuadernos tienes? —siguió preguntando Yanco.

Había que seguir aquella mierda de conversación venida de la nada, porque aún no estaban listos para agarrar un cuchillo y abrir el melón.

—No es un cuaderno, tío, es un diario de campo, y desde que mi padre me lo regaló no he usado ningún otro; como tiene anillas, voy sacando las hojas que ya están escritas y archivándolas en carpetas. Además, un poquito de respeto —apostilló—, que se llama Monius y es el único que me entiende.

Bueno, entender entender era mucho decir, pero que era el que más aguantaba sus mierdas, eso seguro. Para entender a Auri había que estar tan roto como ella, y yo solo tenía una anilla jodida y algunas manchas en la cubierta. Necesitaría que me atropellara un camión varias veces para estar en su estado. Pero tampoco le iba a quitar la ilusión. Qué más daba si la entendía o la aguantaba, solo era su objeto de investigación, y, si ella creía eso, no iba a discutírselo.

Y siguió con la conversación de mierda sobre nada antes de entrar en harina.

—Cuando mi padre me lo regaló, todavía no era antropóloga, así que tengo como quinientos cuadernos escritos.

—¿Y qué apuntas? —preguntó Yanco mientras miraba si había algo de cena para su amiga, porque estaba seguro de que ni siquiera había comido.

—Pues las cosas que veo y que me sugieren posibles análisis de la realidad. Conversaciones en el metro, actitudes en la calle, discusiones de adolescentes en un parque… Estudio el amor y está en el aire ¿o no lo sabes? Puede haber amor o desamor a la vuelta de la esquina…

—Entonces deberías llevártelo al baño cuando te duchas con alguien, ¿no?

—Estoy hablando de amor, tío, de AMOR, en mayúsculas, en las duchas no hay de eso.

Se rieron juntos, y Yanco sacó lo que le había sobrado de la quiche que se había hecho para comer. Auri miró aquel manjar como si fuera ambrosía. Cualquier cosa con más de tres ingredientes cocinados y que se pudiera comer le parecía puta magia. Yanco hizo el amago de partir un cacho, pero en el último momento se lo dio todo.

—¿Comiste?

—No.

—¿Almorzaste?

—No.

—¿Desayunaste?

—¿Un cigarro con un café de máquina cuenta como desayuno?

—Mierda, Auri, come, y cuando acabes hablamos.

Y así hicieron. Ni se lo calentó. Tal cual lo sacó de la nevera le pegó el primer mordisco y siguió así hasta que no dejó ni las migas. Cuando terminó llegó el momento de la conversación. Iba a ser la tercera del día: con su abuelo, con Manu y ahora con él. Con lo poco que le gustaba dar explicaciones… Pero bueno, al menos esta última sería con el estómago lleno de comida y en algún momento llegaría el alcohol.

—¿Por qué te fuiste de tu casa? —preguntó Yanco, curioso.

—Porque… ¡¿por fin me he separado?! —contestó abriendo mucho los ojos, levantando las palmas de las manos y encogiéndose de hombros.

—Sí, pero ¿por qué ahora? ¡De repente! Un puto martes, ¡justo antes del congreso!

—La versión corta: porque mi abuelo me ha empujado y porque he dejado la terapia. Si quieres la versión larga, saca dos vasos con hielo —contestó Auri levantando la botella de Martini que había dejado en la mesa.

—Uf… es martes y auguro una noche larga… Antes de empezar dime que solo has dejado la terapia y no las medicinas, por favor. Sabes que no puedes hacer siempre lo de que te sale de allá abajo con ese tipo de cosas, ¿verdad?

—No, no. ¡Las drogas subvencionadas por la seguridad social no las dejo ni loca! Ahora que ya me he acostumbrado y soy capaz de leer un correo electrónico sin desconcentrarme…, en la mochila esa solo está la medicación y el neceser. No he traído nada de ropa, la que tengo en el coche, que, a propósito, lo he tenido que aparcar a tomar por culo. ¿Tienes algo para dejarme e ir mañana a trabajar?

Yanco la miró con cierto desconcierto y ternura. Era más alto, más grande y, lo más importante, un tío con ropa de tío; pero bueno, la verdad es que el estilo de Auri englobaba ciertos conjuntos en los que la ropa que un cubano ha ido comprando en distintos países latinoamericanos a lo largo de los años seguramente no desentonaría. Incluso estaría guapa. A su manera, claro.

Mientras preparaba los dos primeros Martinis, su posible recién estrenado compañero de piso, hasta que no se dijera lo contrario, volvió a insistir.

—¿Por qué dejaste la terapia? ¿No estabas mucho mejor?

—Precisamente por eso. Comprometerte con la psicóloga y dar el paso en serio requiere cambiar. ¡Cambiar, Yanco! Y yo no estoy preparada ni para cambiar yo ni para enfrentarme a la reacción hostil de mi entorno a los cambios. Cuando una lleva toda la vida siendo gilipollas, la peña se enfada cuando deja de serlo y ya no puede aprovecharse de ella, y para eso hay que estar fuerte y, ¡claro!, fuerte fuerte, lo que se dice fuerte, no estoy, ¿entiendes?

—¡Touché! Es mucho mejor seguir siendo idiota, donde va a ir a parar, mi amiga. ¡Qué mierda de preguntas hago a veces! —contestó irónico—. Cuándo voy a aprender que contigo es mejor no preguntar y que mi cometido es tener siempre hielo en la nevera.

—Ser consciente de esas dos premisas es lo que te convierte en mi amigo favorito del mundo mundial, y si me abres las puertas de tu casa seremos compañeros de piso. Antes de contestar piensa en la experiencia… como poco inolvidable…

—Esta es tu casa, ya tú sabes —le dijo mientras se acercaba con los tragos—. Solo te pido una cosa: no la cagues conmigo, que nos llevamos muy bien y eres mi mejor amiga en este país de mierda. Y-nos-co-no-ce-mos.

—Prometido —contentó con seguridad—. Bueno, haré todo lo posible —rectificó—. Yanco, lo intentaré. ¿Te vale? —dijo, poniéndole ojitos de niña que no había roto un plato en su vida.

—¡Qué remedio! —suspiró mientras levantaba su vaso—. ¡Salud, mi hermana!

—¡Salud, compa! —contestó Auri mientras se bebía el vaso de trago.

Auri le propuso a Yanco irse a la terraza a seguir con el Martini con la intención de acompañarlo con tabaco. Cuando nos movimos, pasamos al lado de la bata de laboratorio de Yanco y me saludó. Aquel día no pude hablar con ella, pero por lo menos no iba a estar solo en aquella casa. Al menos había otro objeto de investigación.

Como no podía ser de otra manera, dejaron la botella temblando en la terraza, que era el lugar en el que se podía fumar, sobre todo por Yanco, que odiaba el olor a tabaco dentro de casa, ya que su otra compañera de piso, Casil, también era fumadora, pero fumadora social, de las que lo pueden controlar.

Cuando el cubano arrugó el paquete de tabaco que acaba de terminarse Auri, a esta le vino a la mente Casil.

—¿Y qué pensará Casil? ¿Estará de acuerdo? No quiero meterte en problemas, puedo quedarme hasta que ella vuelva y después buscarme la vida. Es mi puta especialidad, no lo olvides —dijo, mientras le guiñaba un ojo para ponérselo más fácil a su amigo si la respuesta era un no rotundo.

—Por Casil no te preocupes, está como loca buscando a alguien para la tercera habitación, porque no me ha contado todavía, pero debe de tener problemas económicos.

—¿¡Qué!? —gritó Auri mientras intentaba taparse la boca con la mano—. Hostias, tío, lo siento, que son más de las doce, pero esa noticia sí que no me la esperaba. Aunque claro, habría que saber qué son problemas económicos para miss pija.

—No la llames así, chica, que es muy buena gente, pero ha tenido una vida fácil y no siempre ve las cosas con el prisma de la cruda realidad. Eso nada más…

—Sí, si no te lo niego, pero aquí la buenísima persona me preguntó mis tarifas de planchadora para ver si podía pasarme por aquí una vez a la semana para ocuparme de su puta ropa. Eso de becaria a becaria no se hace, Yanco, aunque seas posdoc y te salga el puto dinero por las orejas… ¡No me jodas!

—Que sí, tienes razón; vive en un mundo que no es real y en donde es feliz, pero ya te digo yo que no fue maldad, seguro que pensó que te estaba ayudando. Te-lo-ju-ro —marcó cada sílaba para convencer a su amiga.

—Precisamente por eso no la mandé a tomar por culo. Le dije que el dinero que ganaba planchando era íntegramente para tabaco y allí acabaron las negociaciones. —Se rieron con ganas—. «Conmigo no cuentes para matarte, Auri, lo siento mucho». —La imitó poniendo el acento más pijo que sabía hacer, pero ni entrenando ni poniendo todo su empeño podía pasar por pija aquella antropóloga maltratada por la vida. Mi despojito humano intentando pasar por pija era lo que me faltaba por ver.

Quedaron en que al día siguiente le escribiría un correo y le daría la buena nueva, y se ofreció para prepararle el cuarto a Auri con sábanas y toallas limpias. Esta rehusó la oferta. Le dijo que se acababa de duchar y que esa noche se quedaba en el sofá, en ese en el que tantas veces había dormido antes, y que ya, si eso, se instalaba los días siguientes con su puf, su mochila y con la ropa desparramada que tuviera en el maletero del coche.

«Para qué forzar —pensé— quién necesita una cama después de dos semanas en un sillón de hospital». Lo que sí le pidió fue una sudadera, porque en unas horas comenzaba el congreso y durante tres días llegaría tarde a casa y, aunque era septiembre, no había cogido nada de abrigo para la noche.

Yanco le acercó al salón la sudadera más estrecha que encontró y se despidieron con un abrazo. Hasta que no llegó este hombre a la vida de Auri ella no había sido abrazada por nadie que no fuera una pareja. De hecho, al principio, tanto Erin, una de las becarias con las que trabajaba y con la que había compartido máster, como ella huían del cubano porque siempre que se veían las besaba y abrazaba, y ellas no estaban acostumbradas a tanto contacto. Aquellos brazos muertos. El cuerpo rígido. Contando los segundos para que acabara aquel momento incómodo. Pero aquello duró poco.

Por lo visto los abrazos son reparadores, y una vez que le cogió el tranquillo, que se relajó y que empezó a disfrutarlos, se los daba a todo el mundo. Además era una manera de evitarse los dos besos. Directa al abrazo sin opción de besuqueo.

—Y mañana el congreso, ¿eh? —preguntó Yanco.

—Sip.

—Ajá… y siendo consciente de esto te ha parecido buena idea irte de casa hoy, tomarte como un litro de Martini horas antes de empezar y presentarte allí mañana con una sudadera de hombre, aunque seas la referente y la organizadora de todo el tinglado —acabó la frase subiendo mucho las cejas.

—Sip.

Yanco se giró, y, mientras recorría el pasillo camino a su cuarto, a Auri le pareció escuchar un «puta loca».

Sip.

Cuando ya no se oía nada en su nueva casa, se tumbó en el sofá, me cogió en brazos y empezó a buscar una página en blanco:

—Hoy, Monius, hemos aprendido mucho del amor. Del que te hace tomar decisiones, del que agoniza hasta que muere con un «vale» y del que te abre las puertas de su casa y te da de comer lo que habría sido su comida del día siguiente.

Comenzó a escribir todas estas reflexiones con varios Martinis en el cuerpo y dejó la última a medias antes de quedarse dormida. Acabé yo mismo la idea y me acurruqué a su lado. Había sido un día largo, pero por primera vez en semanas mi humana descansaba tumbada y en paz.

Capítulo 2

Un congreso desde dentro

Miércoles 23 de septiembre en la universidad

Duró poco aquel momento de calma, porque a las cinco y media de la mañana sonó la alarma. Aquel miércoles iba a ser un día duro que encadenaría con otros dos días más duros. Tres días de congreso venían por delante: más de trescientos asistentes, sus workshops, sus equipamientos, los caterings, los alojamientos, los ponentes, el merchandising, la cartelería, el registro y la entrega de material y una banda de diez estudiantes voluntarios con sus camisetas para que estuvieran perfectamente localizables y localizados.

Llegamos andando a la universidad con las pintas de siempre o peores. Si hubiera sido un congreso temático zombi, Auri lo habría petado, la verdad. Esas ojeras que llevaba puestas no se podían conseguir ni con el mejor de los maquillajes.

Llegó la primera y, para empezar, fue en busca de los bedeles. Sus grandes aliados junto con las mujeres de la limpieza. En las universidades no se puede entrar en cualquier sitio, y aquel día aprendimos que tampoco se puede contar con el equipo de mantenimiento sin hacer una petición formal anteriormente, pero si te llevabas bien con los equipos de bedeles y limpieza, la vida era mucho más fácil. No sé si todo el mundo lo sabía, pero sí sé que muy pocas personas se relacionaban con estos más allá de dar los buenos días y las buenas tardes. ¡Qué panda de gilipollas! Pero así es la universidad, cada uno con su uniforme en su contexto.