Best seller - Clifford Goldstein - E-Book

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Clifford Goldstein

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Beschreibung

Aunque Clifford Goldstein no creía en Dios, de todas maneras adoraba a un dios sin siquiera entender que lo hacía. Su dios era la novela que estaba escribiendo y que esperaba que fuera un "Best seller". Su máquina de escribir era un altar sobre el cual ofrecía sacrificios de devoción obsesiva. Sin embargo, Clifford Goldsteain creía en la verdad; sencillamente, no sabía lo que esta era, ni dónde encontrarla. Mientras el fogoso escritor atravesaba Europa e Israel en busca del alma de su novela, también continuaba su búsqueda del significado de la vida. Y esa búsqueda se convirtió en una obsesión que condujo al irreverente radical a un nuevo tipo de altar. Una explosiva confrontación toma lugar cuando el sueño de fama literaria de Cliff y su búsqueda de la verdad entran en colisión, luchando por la supremacía; una lucha que arrancaría de su alma torturada un desafío transformador de vidas: "¡MUESTRA TU ROSTRO, DIOS, SI TIENES UNO, Y SI TE ATREVES!"

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Best seller

Historia de mi conversión

Clifford Goldstein

Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

Índice de contenido
Tapa
Prefacio
1 - Réprobos/malditos
2 - Adictos al paracaidismo
3 - Obsesión
4 - Vagabundo
5 - Kibutz Gadot
6 - Llamado por mi nombre
7 - Best seller humeante
Conclusión

Best Seller

Historia de mi conversión

Clifford Goldstein

Dirección: Gabriela S. Pepe

Diseño del interior y de tapa: Giannina Osorio

Ilustraciones: Shutterstock (Banco de imágenes)

Libro de edición argentina

IMPRESO EN LA ARGENTINA

Printed in Argentina

Primera edición, e - Book

MMXX

Es propiedad. © 1999 Review and Herald Publ. Assn.

© 2017, 2020 ACES.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-798-192-6

Goldstein, Clifford

Best Seller: Historia de mi conversión / Clifford Goldstein / Dirigido por Gabriela S. Pepe. - 1ª ed. - Florida: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2020.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-798-192-6

1. Autobiografías. 2. Vida Cristiana. I. Pepe, Gabriela S., dir. II. Título.

CDD 248.46

Publicado el 10 de junio de 2020 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Tel. (54-11) 5544-4848 (Opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

E-mail: [email protected]

Web site: editorialaces.com

Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

Prefacio

Conocimos a Clifford Goldstein en Frankfurt, Alemania, durante una serie de reuniones para escritores, redactores, gerentes de casas editoras y directores de publicaciones adventistas de todo el mundo. Hombre joven y simpático, de rostro delgado, nariz aguileña y cabello negro; sus ojos penetrantes, de mirada inquieta, revelaban su espíritu inquisitivo, que de un vistazo abarcaba mucho.

Cuando se puso de pie para hablar esa mañana, sencillamente nos cautivó con su palabra ágil y colorida. Algunos episodios de su vida se nos antojaban inverosímiles. ¡Qué senderos tortuosos transitó a trastabillones, hasta hallar por fin el Camino por excelencia! ¡Es que la gracia divina ocupada en salvar es extraordinaria! Y son inauditos los métodos empleados por Dios al aplicarla.

La fama mundana como autor de una novela para la cual respiraba y vivía, era su máxima preocupación. ¡Sería un best seller!o no sería nada. Durante su relato, nos hizo acompañarlo por diversas partes del mundo, en persecución de su quimera. Luego, nos contó sobre su conversión.

Hoy, Clifford Goldstein es un elemento clave en la Iglesia Adventista como escritor franco, prolífico y cautivador. Es director de la revista Liberty [Libertad], un prestigioso órgano de libertad religiosa, bien reconocida y apreciada en los círculos eclesiásticos dentro y fuera de la confesión religiosa. La historia de su conversión es impresionante; y se encuentra registrada en las páginas de Best seller.

El libro que ponemos hoy en manos de nuestros lectores podrá parecer extraño al principio. Sin embargo, muestra de qué modo, a pesar de la rebeldía y la desorientación del joven Clifford, y a pesar de mostrarse como un irreverente enemigo del Dios del cristianismo, el Señor lo siguió con paciente amor e interés durante años, hasta que su búsqueda de la verdad lo confrontó con Cristo, la Fuente misma de lo verdadero e inmutable.

Con mucho interés y grandes expectativas, colocamos Best seller al alcance del público. Tenemos la certeza de que será, para jóvenes y adultos, una obra que leerán con verdadero deleite, a la vez que probará ser una fuente de inspiración y esperanza para muchos.

Los Editores

Capítulo 1

Réprobos/malditos

Mientras daba un baño de sol a mis párpados, acostado en el césped cerca de la biblioteca universitaria, oí una voz que me condenó al infierno.

–¡Tú, réprobo miserable! ¡Te vas a quemar en el lago de fuego, donde será el lloro y el crujir de dientes!

Abrí mis párpados. De pie, imponente y casi sobre mí, estaba un predicador de traje oscuro, blandiendo en el aire una Biblia, mientras profería horribles advertencias de condenación y juicio a los estudiantes reunidos en la plaza, un amplio espacio cubierto de césped entre la biblioteca y otros edificios de la Universidad de Florida. Cuando me levanté, las palabras más groseras de mi repertorio salieron a borbotones de mi boca y se las lancé como un esputo, pero me las devolvió en mi propia cara como si yo hubiera escupido al viento. Disgustado, me retiré detrás de la biblioteca.

Esta fue la primera confrontación que tuve con el predicador en la plaza; allí solían reunirse los estudiantes para fumar mota, almorzar, relajarse a pleno sol. La vida en la plaza era lenta, etérea, algo así como mujeres de vestidos largos sentadas bajo sombrillas blancas en los parques de París.

Entonces llegaba el predicador, y cuando la primera palabra salía de su boca, la suave combinación de colores que capturaban el espíritu de la plaza se transformaba en sombríos tonos grises. Jed Smock había venido a esparcir las buenas nuevas. La guerra santa comenzaba.

Algunos huían, otros peleaban. Nadie era neutral. Lo que Jed decía, y la forma en que lo decía, exigía una respuesta. Quien no se iba, lo escuchaba.

Muchos escuchaban. Lo cercaba una multitud que, a veces, sumaba centenares de personas. De pie bajo el sol ardiente, embutido en su traje negro, predicaba acerca de la condenación eterna, el interminable fuego del infierno... y el amor de Cristo. Los estudiantes gritaban, lo maldecían e interrumpían con preguntas ofensivas. Un muchacho descamisado saltaba del círculo y, con las venas de su cuello palpitantes por la ira, lo abucheaba. Alguien lo bautizaba con Coca-Cola. Otros lo salpicaban con saliva. Unos pocos danzaban con gestos obscenos a su derredor, mientras un muchacho soplaba humo de marihuana en su rostro. Otro estudiante, con una tupida barba rubia y vestido de monja, desgranaba chistes blasfemos que obligaban a la turba a retorcerse de risa mientras Jed invocaba la ira de Dios sobre aquel miserable réprobo, condenándolo a una eternidad ¡“en el lago de fuego, donde será el lloro y el crujir de dientes”!

Mi primer ataque, además de las terribles maldiciones que le lanzaba desde la multitud, fue teológico.

–Todo lo que sucede –proclamaba Jed, cuyo cabello era tan negro como su traje–, ¡todo es la voluntad de Dios!

–¿De veras? –le respondí saliendo de entre la multitud y poniéndole el puño bajo su rostro anglosajón–. Si te golpeo en la boca, ¿también será la voluntad de Dios?

–Tú me tocas –gritó, desafiante–, y no vivirás para ver el amanecer.

Así comenzó mi “relación” con el reverendo Jed Smock.

La verdad es que, pese a nuestras disputas verbales, no odiaba a Jed; para ser honesto, me caía bien. En las pocas ocasiones en que hablamos a solas, cuando no lanzaba sus advertencias acerca de la condenación eterna y yo no me exhibía frente a la multitud, pensaba: Este tipo no es tan mala gente. No obstante, en los dos años durante los cuales estudié en la Universidad de Florida, cuando Jed venía, yo me paraba dentro del círculo de estudiantes y maldecía: a él, a su madre, a su Dios, y a cualquier otra cosa que él amara o en la que creyera.

Me hice famoso en todo el pueblo. A veces, estaba tomando tranquilamente una cerveza en un oscuro bar, cuando algún desconocido me estrechaba la mano y me felicitaba por “hacerle la vida imposible al predicador”. Mis amigos me apodaron “El hostigador”.

El apodo me caía bien. Cuando Jed predicaba, yo daba vueltas alrededor de él como un ángel maligno; y si me derrotaba en algún encuentro filosófico o teológico, yo prorrumpía en obscenidades insensatas, que hacían que se revelara lo mejor de él.

–¡No hay esperanza para ti! –me gritaba–. He visto muchos malvados antes, pero tú no tienes esperanza, miserable depravado. Te vas a quemar en el infierno para siempre, ¿me escuchas? ¡Para siempre!

Cierta vez, mientras librábamos una batalla verbal delante de una multitud entusiasmada, me dijo, silbando como serpiente:

–¿Por qué no desapareces de aquí y me dejas en paz?

–¿Y por qué mejor no te largas tú de aquí, fanático ignorante? –le grité, devolviéndole el insulto.

No es que yo fuera el más bárbaro de los escarnecedores; no lo era. Lo que pasa es que era el más persistente.

–¿Por qué –me preguntaba un amigo– pasas tantas horas allá, con ese idiota?

No lo sabía. Seguro que el ser judío tuvo algo que ver con eso. Amargado por la persecución que sufrieron los judíos “en el nombre de Jesús”, pensaba que los cristianos no creían que la sangre judía de Jesús haya sido suficiente para expiar sus pecados. Por eso, necesitan más sangre judía; razón por la cual han estado derramando la nuestra durante siglos. Cuando miraba a Smock, su fervor, su fanatismo, lo imaginaba en un relumbrante corcel negro, con la espada en una mano y una cruz en la otra, anunciando las buenas nuevas a los judíos cuyas carnes se quemaban en la hoguera. Suponía que hostigar a Smock era mi venganza por 1.500 años de sufrimiento y persecución.

–¡Acepten a Jesús –nos advertía–, o se quemarán!

¿Jesús? ¿Aceptar a Jesús? No acepto a Moisés, ¡mucho menos a Jesús! La Biblia, para mí, era el rimbombante desvarío de una grupo de arrieros de camellos pulgosos,quienes cansados de cargar incómodos ídolos de piedra por el desierto, inventaron la idea de un Dios a quien no podían ver, al que llamaron Jehová. La religión es un mito, sueños simbólicos ocultos que guarda el reprimido subconsciente de los antiguos... que garabatearon sus frustraciones freudianas en rollos quebradizos.

No era extraño que yo estuviese amargado. Una cosa es matar por una causa que puede ser pesada y medida, como decapitar a un tirano que encierra y encadena a su pueblo. Pero ¿matar por cuentos de hadas, por mitos? Cuando pensaba en los judíos encerrados en edificios que luego eran incendiados, mientras los santos afuera cantaban apasionadas alabanzas a un Dios inexistente, a un Dios que era un mito, mi ira se encendía como el calor del incendio de una sinagoga. Si no podía vengar esos asesinatos, ¡al menos podía humillar a Smock!

Una vez, sin embargo, Jed me humilló a mí. Estábamos enredados en un intercambio de artillería verbal frente al gentío. Yo casi le pisaba los talones. Él trataba de evadirme mirando a otros sitios entre la gente, pero más fácil le habría sido tratar de deshacerse de su sombra al mediodía. Finalmente, se volvió y me enfrentó:

–¡Tú, gritón! –me dijo–. ¡Esfuérzate más!

Me quedé boquiabierto. Retuve la obscenidad que había pensado lanzarle. Jed me había desarmado. Vamos, Jed, ni yo juego tan sucio. Miré a la multitud y ellos me miraron. Lo sabían. Mi demostración de machismo, mis envalentonados asaltos y mi poderío desaparecieron. Mi verdadero color, el oculto bajo mi boca estridente y sucia, había quedado expuesto. Retrocedí, como arrastrándome, entre la muchedumbre y me escondí.

Las palabras de Smock me empujaron a recapacitar sobre una realidad personal: yo era un indagador, y quizás este detalle mental era lo que me impulsaba a pasar horas con Smock y otras personas religiosas. Curiosamente, a pesar de mi desprecio por la religión, me sentía inexplicablemente atraído hacia aquellos creyentes.

A veces, unos seis hare krishna acudían también a la plaza, vestidos con descoloridas túnicas anaranjadas. Se sentaban sobre sus mantas y servían comida vegetariana a los estudiantes. Los hare krishna, con sus cabezas rapadas que brillaban a la luz del sol, tocaban monótonamente sus címbalos y tamborcitos, cuyo sonido se deslizaba suavemente por la plaza como manchas rítmicas de neblina. Yo me ponía en la fila con mi plato desechable en la mano, esperando a que me sirvieran comida y limonada. Entonces miraba a los krishna, su vestimenta, sus caras pintadas, su corte de cabello, y pensaba: ¡Mira lo que han hecho estas gentes a causa de sus creencias!

Había una sola cosa, la única, que admiraba en Jed: su sinceridad. ¡Él creía! Era un hecho que creía. De otra manera, ¿por qué habría de enfrentar continuamente a aquella aullante horda de blasfemos? Dentro de ese hombre, algo ardía con tanto calor abrasador como el lago de fuego al que constantemente me arrojaba. No obstante, al observar a los hare krishna, sus cabezas rapadas, sus caras pintadas, mientras danzaban en sus túnicas anaranjadas y aullaban a la luz de la luna, me daba cuenta de que ellos ¡también creían!

Me sentía cautivado, no tanto por lo que creyeran Jed o los krishna, sino por la naturaleza de su creencia; especialmente porque yo no creía en nada...

¿Cómo era posible que en la era de Einstein, de la cápsula Apolo y los rayos de protón, estas personas pudieran creer en Dios, cuando yo no sabía en qué creer, cómo creer, o si debía creer?

Una noche, cuando era aún adolescente en Miami Beach, me vi en un tumulto callejero. La policía aporreaba y arrestaba a los revoltosos, otros adolescentes tan aburridos como yo. Las bombas de gas lacrimógeno surcaban la noche como cometas. En medio del caos, un adolescente gritaba: “¡El hombre inventó a Dios!”

–Esto es interesante –dije, deteniéndome bruscamente–. ¿Por qué piensas que el hombre inventó a Dios?

En medio del gas lacrimógeno, policías y pedradas, quería hablar acerca de Dios; pero uno de ellos, con una macana en la mano, máscara antigás y un casco negro, se acercó a nosotros. Huimos sin haber tenido la oportunidad de terminar nuestra discusión. Me intrigaba la idea de que el hombre hubiese inventado a Dios. Esa sola idea parecía explicarlo todo.

Un día, me di una vueltecita por el templo Hare Krishna, que estaba a unos cinco minutos de mi vivienda universitaria, que compartía con otros tres estudiantes. Por fuera, el templo parecía una casa destartalada, rodeada de otras casas en similar estado. Sin embargo, por dentro, el incienso se enroscaba en las esquinas, una música oriental hacía eco en las paredes y los pies de los danzarines golpeteaban el piso. Unos niños vestidos de color anaranjado se escabullían como pequeñas bocanadas de fuego. En una silla sobre el altar cubierto de flores, estaba el retrato enmarcado de su líder, un hindú viejo y calvo.

Conversé con un krishna; su cabello de cepillo se destacaba sobre su cabeza rasurada como un puercoespín. Le pregunté por qué los krishna creían que los estadounidenses nunca habían ido a la Luna. Me mostró que, según las escrituras védicas, el Sol está más cerca que la Luna. Por lo tanto, decía el krishna, los estadounidenses no podrían haber descendido allí.

–¿Y qué, en cuanto a todos los alunizajes vistos en la televisión? –le pregunté.

–Son simulacros –me aseguró.

Los krishnas me invitaron a hacer una gira por la India con ellos. A pesar de que no me interesaba hacerme creyente, la perspectiva de una gira por la India con ellos me fascinaba. Pero hubiese tenido que dejar los estudios por un semestre, y no creía que mi mamita judía me comprendería, si abandonaba la escuela para vagar por la India con una banda de hindúes rapados que pensaban que la NASA había simulado el descenso en la Luna. Mis compañeros de cuarto creían que estaba loco,; y yo pensaba que probablemente tenían razón. Por lo tanto, me olvidé de todo aquello.

Una mañana, me detuve frente a una exhibición de los mormones, montada frente a la cafetería del plantel.

–¿Por qué han sido tan perseguidos los mormones? –pregunté a la muchacha delgadita, pelirroja y con espinillas, que atendía la exposición.

–Porque nosotros tenemos la verdad de Dios –respondió, alardeando.

Por supuesto que la tienen. ¡Todos dicen lo mismo!

Unos días después, leí en el periódico Miami Herald que la iglesia mormona había “desfraternizado” a un ministro por haber ordenado a un negro. ¿La verdad de Dios? ¡Pufff! Un ejemplo más del dolor, del racismo y la ignorancia que estas religiones y dioses inventados por los hombres han infligido a la humanidad.

Inmediatamente, escribí una carta muy agria al Alligator,el periódico de la escuela, para que la imprimiese. Una semana después, mientras estaba sentado en la biblioteca, vi cómo despotricaban contra mi nombre. Un mormón contestó la carta, aconsejándome que me callara la boca, para que el mundo no percibiera cuán tonto era yo. Entonces desaté un furibundo ataque contra el mormonismo. Esa carta se publicó, y busqué todos los días una respuesta en la sección de correspondencias.

Nada sucedió. Un día, sentado en un salón antes de la clase de Inglés, un tipo de cabello castaño y anteojos gruesos se me acercó y me extendió la mano. Sin levantarme, le correspondí.

–Phil McLemore –se presentó.

–¿Cómo dice? –y enseguida recordé.

Él había escrito la carta en el periódico de la escuela. Nos fuimos al pasillo. Me explicó por qué los mormones, aunque no ordenan a los negros, no son racistas. No pude entender su lógica.

–Bueno –dijo–, es posible que no te parezca lógico, pero lo es.

Le pregunté cómo me había encontrado, y señaló a una chica que estaba sentada en el salón de clases.

Ella, con una sonrisa tímida, se volvió hacia otro lado. Su padre era el director del Centro Estudiantil Mormón de la universidad. Desde mi primera carta, los mormones habían estado buscándome. La chica, Mckay Christensen, no tenía la menor idea de que Clifford Goldstein era el que estaba sentado a su lado. Ella me conocía sólo como Cliff, hasta que me había puesto a discutir en la clase con alguien, que explotó diciendo: “¡Los mormones tienen razón acerca de ti, Goldstein!” Al día siguiente, llegó McLemore.

Por medio de McKay conocí a muchos mormones, que me invitaron a pasar la Navidad; y al final, decidí quedarme en mi departamento en soledad, beber cerveza y leer novelas de Dostoievsky. Rechacé su oferta... hasta que un mormón dijo las palabras mágicas: “Habrá mucha comida”.

Me senté en una de las acogedoras y confortables casas de los mormones, con su crepitante chimenea, su mesa navideña tapizada de humeante y aromática comida, mientras el aroma se esparcía por todo el ambiente como el incienso de los krishna. Multitudes iban de un lado a otro entre las diferentes casas, mientras sus risas y sollozos se mezclaban con el aroma de la comida. Los mormones reían, contaban anécdotas, cantaban. Me mostraban su bondad y hospitalidad, aun cuando los había insultado a ellos, a su fe y a su iglesia delante de toda la universidad. Se respiraba en aquella atmósfera el calor de un amor que calaba hondo en mi conciencia. Me sacudía un deseo, un anhelo, por algo que no tenía pero añoraba. Un dolor constante me hería el corazón.

Estudiaban conmigo. Me sentaba con McKay y dos misioneros gorditos en un cubículo de la biblioteca en el centro estudiantil de los mormones, que quedaba cruzando la calle que pasa frente a la Universidad. Me mostraban fotografías de José Smith y las tablas de oro; y me hablaban del ángel Moroni, del bautismo, de la vida después de la muerte, y de por qué no toman café, té o bebidas alcohólicas. Hacía preguntas, algunas veces, solo para molestar, como por qué José Smith tenía varias esposas, y si también yo, si me hacía mormón, podría tener una docena de esposas. Me trataban con dulzura, bondadosamente; incluso me dieron un libro escrito por un judío que se había hecho mormón.