¡Ha resucitado! - Clifford Goldstein - E-Book

¡Ha resucitado! E-Book

Clifford Goldstein

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Beschreibung

En este análisis vertiginoso y rigurosamente argumentado de los eventos que siguieron a la muerte de Jesús en la cruz, se analizan las afirmaciones que hacen los escépticos para negar la resurrección cuando intentan explicar esos eventos. ¿Sería correcto suponer que creer en la resurrección de Jesús es, dada la evidencia, por lejos la explicación más racional y sensata de los eventos?

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¡Ha resucitado!

Encontrando esperanza en la tumba vacía

Clifford Goldstein

Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires, Rep. Argentina.

Tabla de contenidos
Prefacio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12

¡Ha resucitado!

Encontrando esperanza en la tumba vacía

Clifford Goldstein

Título del original: Risen

Dirección: Eduardo Kahl

Traducción: Florencia Moreno, Melvin Wainz, Jorge Nolli

Diseño de tapa: Mauro Perasso

Diseño del interior: Giannina Osorio

IMPRESO EN LA ARGENTINA

Printed in Argentina

Primera edición, e-book

MMXXIII

Es propiedad. © Pacific Press, 2020. © Asociación Casa Editora Sudamericana, 2023.

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.

ISBN 978-987-798-783-6

Clifford A. Goldstein

¡Ha resucitado!: Encontrando esperanza en la tumba vacía / Clifford A. Goldstein / Dirigido por Eduardo Kahl Fichtenberg. - 1ª ed. - Florida: Asociación Casa Editora Sudamericana, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

Traducción de: Florencia Moreno; Melvin Wainz; Jorge Nolli.

ISBN 978-987-798-783-6

1. Vida Cristiana. I. Kahl Fichtenberg, Eduardo, dir. II. Moreno, Florencia, trad. III. Wainz, Melvin, trad. IV. Nolli, Jorge, trad. V. Título.

CDD 232.97

Publicado el 23 de febrero de 2023 por la Asociación Casa Editora Sudamericana (Gral. José de San Martín 4555, B1604CDG Florida Oeste, Buenos Aires).

Tel. (54-11) 5544-4848 (opción 1) / Fax (54) 0800-122-ACES (2237)

E-mail: [email protected]

Website: editorialaces.com

Prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación (texto, imágenes y diseño), su manipulación informática y transmisión ya sea electrónica, mecánica, por fotocopia u otros medios, sin permiso previo del editor.

Prefacio

En 1971, el estadounidense Tom Robbins escribió un libro ridículo y simplón que a muchos de nosotros nos encantó, a pesar de su tontería y su estupidez. Llamado Another ­Roadside ­Attraction [Otra atracción en la carretera], hizo desfilar a lo largo de sus páginas a personajes inverosímiles que hacían cosas inverosímiles, como ­Plucky Purcell, que se infiltra en una orden de monjes asesinos y es asignado al Vaticano. Allí, luego de saquear todo el oro que puede meter en sus codiciosos bolsillos dentro de las catacumbas, después de que un terremoto golpeara Roma, Plucky se cruza con el cadáver de Jesucristo en una cámara sellada abierta por el terremoto.

No se parecía, sin duda, en nada a los retratos lechosos que nos habían mostrado en la escuela dominical, no se parecía para nada al apuesto caballero con el perfil ario y el resplandor de quinientos vatios que nos arrojaban de los calendarios en los salones protestantes de toda Dixie.1

(Al menos esa descripción es mejor que todas las pinturas que colorean a Jesús como un chico blanco protestante anglosajón, mientras que el único personaje de aspecto judío es un Judas de nariz aguileña que mira con desdén su bolsa de dinero).

Plucky roba el cuerpo y lo mete de contrabando a Estados Unidos. Sin embargo, cuando los grandes y elevados altaneros temen lo que puede suceder si la gente se da cuenta de que Jesús realmente no ha resucitado, intentan rastrear a Plucky y al cuerpo antes de que se corra la voz, y la civilización occidental se derrumbe.

Es difícil imaginar a Tom Robbins tomándose en serio a sus personajes o a su trama, incluso si quisiera hacer preguntas serias sobre las creencias y las suposiciones de nuestra sociedad -que estaban siendo golpeadas, atropelladas y pisoteadas en ese momento- por causa de que, entre otras cosas, los estadounidenses estaban golpeando, atropellando y pisoteando a los vietnamitas del norte.

No obstante, incluso si la civilización occidental pudiera sobrevivir a la desacreditación de la resurrección de ­Cristo, el cristianismo ciertamente no podría.

O, al menos, ese era el miedo.

Sin embargo, a lo largo de los años, la resurrección de Jesucristo ha sido objeto de un ataque sostenido, pero no por parte de los sospechosos habituales, como los nuevos ateos que hacen tanta alharaca: Richard Dawkins, Daniel Dennett o Sam Harris. Más bien, los eruditos bíblicos (muchos cristianos profesos) han estado escribiendo libros y artículos y patrocinando seminarios que ponen la resurrección de Jesucristo en el mismo nivel que Orfeo cuando desciende al inframundo.

Por ejemplo, uno de los eruditos más conocidos del Nuevo Testamento, especialista en la resurrección de Cristo, es John ­Dominic ­Crossan, autor de más de 28 libros sobre Jesús, Pablo y el Nuevo Testamento. También es un divulgador popular que, entre numerosas presentaciones académicas, ha aparecido en transmisiones de televisión y radio en todo el mundo. En 2020, fue profesor emérito de Estudios Religiosos en la Universidad DePaul, en Chicago.

Y ¿qué dice este eminente erudito acerca de la resurrección de Cristo? La tumba vacía podría explicarse, argumenta, no porque Jesucristo se haya levantado de la tumba de José como Conquistador de la muerte (y el acto en el que tantas almas heridas depositan sus esperanzas) sino porque Jesús nunca llegó a la tumba de José, para empezar.

En cambio, el renombrado Dr. Crossan declara que el cadáver de Cristo muy probablemente haya sido arrojado a una tumba poco profunda y, más tarde, comido por “animales carroñeros”.2

No tan dramático como las aventuras de Plucky Purcell en el ­Vaticano, pero sí igual de inverosímil.

El amor puede hacerlo todo,

excepto levantar a los muertos.

Emily Dickinson

Pero los que mueren en el Señor vivirán;

¡sus cuerpos se levantarán otra vez!

Los que duermen en la tierra

se levantarán y cantarán de alegría.

Pues tu luz que da vida descenderá como el rocío

sobre tu pueblo, en el lugar de los muertos.

Isaías 26:19

1 Tom Robbins, Another Roadside Attraction (Nueva York: Bantam Books, 1971), p. 259.

2 John Dominic Crossan, Jesus: A Revolutionary Biography [Jesús: una biografía revolucionaria] (Nueva York: HarperOne, 1994), p. 180.

Capítulo 1

Exigir un milagro

En el 216 a.C., en la tristemente célebre batalla de Cannas, el general cartaginés Aníbal Barca (que condujo a su ejército a través de Europa y por medio de los Alpes) llegó a Italia. Él derrotó a los romanos, matando entre 55.000 y 75.000 hombres, y perdiendo cerca de 6.000 de los suyos. Más soldados murieron en Cannas que en cualquier otro día de batalla en la historia occidental.3

Sin embargo, hoy nuestros ojos pueden flotar sobre los apacibles campos de Cannas que hacen brotan silenciosamente vida donde decenas de miles habían muerto. ¿Quiénes eran esos padres, hijos, hermanos cuyos sueños, esperanzas y pasiones desaparecieron en un grito o un gemido hace miles de años, sino el residuo de un sueño, una esperanza, una pasión que persiste en sus restos químicos?

Y estamos hablando de solo una batalla. ¿Quién puede hacer un seguimiento de todas las guerras (no batallas, guerras) desde el 216 a.C.? ¿Y los desastres naturales? ¿Cuántos de nosotros sabemos, por ejemplo, que una hambruna en Vietnam del Norte mató a un millón de personas en 1945? ¿Qué clase de mundo es este en el que un millón de personas mueren de hambre, y otros no lo saben? Y de esos millones de hombres, mujeres, niños y bebés, que lentamente se marchitaron para volver al suelo que los traicionó tanto, ¿conocemos un solo nombre?

E incluso si algunos los conocen ahora, ¿pronto quién lo hará?

Escribió Louis-Ferdinand Céline:

Mira, Lola, ¿recuerdas un solo nombre, por ejemplo, de cualquiera de los soldados muertos en la Guerra de los Cien Años? [...] ¿Alguna vez trataste de averiguar quiénes eran? [...] ¡No! [...] ¿Te das cuenta? Nunca lo intentaste. En lo que a ti respecta, son tan anónimos, tan indiferentes, como el último átomo de ese pisa­papeles.4

Mientras tanto, piense en lo cerca, lo inmediato y lo esencial que es nuestro sentido del yo. Conocemos la existencia solo mediante nuestra propia conciencia. “Todo comienza por la conciencia –­escribió Albert Camus–, y nada vale sino por ella”.5

La conciencia es el conocimiento de la vida; es cómo se nos presenta la vida, cómo la experimentamos y la conocemos, y por esto nos aferramos a ella con tanto fervor, como lo hicieron los miles de millones de muertos que nos precedieron, cuya conciencia era igual de real, inmediata y preciosa para cada uno de ellos como lo es la nuestra para nosotros. Sin embargo, cada una de las conciencias de esas personas se ha evaporado en lo que puede ser mejor descrito por la tabla periódica de elementos, nada más. Y cada una de nuestras conciencias también lo hará; un pensamiento que nos aterroriza.

En muchas lápidas romanas antiguas se leía: “No fui, no soy, no me importa”. Pero ahora sí nos importa. Nos importa, y mucho. Somos, y la comprensión de que un día no seremos es como ácido sobre el alma. ¿Quién, después de haber tenido momentos en los que pensaba que estaba a punto de morir, no quedó petrificado, horrorizado, asustado? Todo lo demás desaparece, excepto la muerte dura y fría; tu muerte dura y fría.

Y el espectro de la muerte es, en realidad, el espectro de la insignificancia, el temor de que “todo lo que sufrimos por haber pasado por la existencia será olvidado como si nunca hubiera existido”.6 La muerte no nos deja nada; es decir, nos deja como nada y sin nada.

Nikolái Gógol escribió sobre los muertos:

Solo son cenizas. Cualquier cosa, aunque sea inservible, un pedazo de trapo simplemente, pues incluso el trapo tiene su precio. Cuando menos lo adquieren para fabricar papel, pero esto no sirve absolutamente para nada.7

Por mucho que intelectualicemos la muerte, filosofemos sobre ella, memoricemos lindas y concisas máximas con respecto a ella, la odiamos y le tememos como a casi ninguna otra cosa. “La muerte es parte de la vida”, decimos. Esa es una de esas máximas concisas, y resulta que es una de esas máximas concisas que están equivocadas también. La muerte no es parte de la vida; es la ruina de la vida, la negación de la vida y lo opuesto a la vida. Es lo único que puede hacer que la vida sea tan sin sentido como la muerte en una carretera.

Un mapache muerto al lado de la carretera ya es algo malo; un ser humano muerto al lado de la carretera es peor, pero en mil años (o incluso en 150), ¿cuál es la diferencia, especialmente cuando nadie sabe ni le importa?

***

Cal era un estudiante de 17 años en el último año de la escuela secundaria cerca de Miami Beach, en la década de 1970. Corría de aquí para allá, estacionando autos en hoteles y restaurantes que bordeaban la isla como teclas rotas en un piano. Kilómetro tras kilómetro de hormigón, acero y vidrio pulsaban con bultos de carne racional que clamaban por algo, sin saber por qué, y seguramente no lo encontraban en Miami Beach, sin importar las buenas ofertas turísticas que los llevaron allí, para empezar.

Una tarde, antes de comenzar el turno de las cuatro, Cal llegó al Newport Beach Hotel (ahora el Newport Beachside Hotel and Resort) de la calle 163. Las luces de la policía, parpadeando en azul y rojo sobre los cruceros verdes y blancos, acordonaban la calle a la salida del hotel. Una ambulancia, con una luz roja que latía silenciosamente, facilitaba el paso de los coches de policía.

–¿Qué sucedió? –preguntó Cal.

Aproximadamente a media cuadra del hotel había un pequeño descampado desde donde se partía para hacer paseos turísticos en helicóptero. Al aterrizar, el helicóptero se había inclinado demasiado, y su hélice le voló la cabeza a un descuidado peatón que caminaba por allí.

Al día siguiente, Cal volvió a trabajar temprano. Caminaba por la calle. El helicóptero se había ido; solo quedaba un pequeño puesto, la oficina de excursiones en helicóptero. Dado que había sido un accidente horripilante, Cal buscó sangre (que debería haber sido profusa en una decapitación) pero no encontró nada ni en la acera, ni sobre el pasto. Tampoco en la calle.

Cal vio cómo las madres empujaban a los cochecitos más allá del descampado. Los niños montaban sus skateboards por la vereda. Un descapotable dejó un rastro de música, risas y gases de escape a su paso. La gente serpenteaba, como en cualquier tarde de Florida, a pesar de que, un día antes, un universo de deseo, pasión, pensamientos, sueños, esperanzas, planes, amores y miedos que hervían en la cabeza de ese hombre se habían derramado, a la velocidad de un giro de cuchilla de helicóptero, con la sangre que ahora había sido lavada.

Cal había caminado a menudo por el campo de aterrizaje de helicópteros para cenar en la Casa Rascal, justo al final de la calle. Unos pocos caprichos del destino, y podría haber sido él quien perdiera su cabeza, y la gente pasaría por allí tal como lo hizo ese día como si Cal nunca hubiera existido en absoluto.

El tiempo y el espacio parecían fuera de lugar. Cal se tocó el cuello, y luego se fue a trabajar estacionando autos. Más tarde esa noche, se paró detrás del hotel. El cielo negro sobre el océano parecía un candelabro apagado. Sus pensamientos ya estaban magullados, no tanto por la muerte o por lo macabra que había sido, sino por lo rápido que se había dado. Se había desvanecido. Cientos de personas hoy pasaban por ese lugar exacto, ajenos a la realidad de que ayer, justo allí, un hombre había sido decapitado.

Cal miró las estrellas; sus distancias se burlaban de él en un sinsentido, su sinsentido. ¿Qué sentido podía tener para él en medio de un cosmos tan grande y perdurable cuando él era tan pequeño y fugaz, y cuando un hombre podía morir y al día siguiente casi todo el mundo no lo sabría o no le importaría? El tiempo (lo poco que tenía) y el espacio (lo poco que ocupaba) lo hacía sentir menos que nada.

El miedo, que se generaba en su pecho (o al menos así le parecía), se alojó en su cabeza. El hecho de darse cuenta, doloroso como una astilla bajo su cráneo, de que su vida no importaba, lo golpeó con una claridad que Cal nunca había experimentado. Tal vez nunca lo había pensado mucho. Pero allí y entonces, con las estrellas que brillaban como lo habían hecho antes de que hubiera nacido y brillarían después de que hubiera muerto (su nacimiento, su vida y su muerte no alteraban ni siquiera una de las nubes que tenía por sobre su cabeza, mucho menos las estrellas), aunque no quería admitirlo y aunque en el fondo esa comprensión lo llenaba de terror, la lógica insensible y desagradable le mostraba cuán insignificante era su vida.

Cal sacudió la cabeza para desalojar el miedo; tenía que hacerlo a un lado y todo volvería a estar bien. Pero el pavor lo seguía como una sombra. ¿Es que su vida en verdad no tenía ningún sentido? Debía tener algo de sentido. O tal vez pensaba que tenía que encontrar algún sentido solo porque quería encontrarlo.

Cuando hubo terminado de reflexionar bajo las estrellas, Cal volvió al trabajo, no tan seguro del por qué.

***

Es una especie de cruce entre una triste historia de amor (el niño conoce a la niña, el niño y la niña se enamoran, la niña muere) y la ciencia ficción (la niña congela su cerebro con la esperanza de vivir para siempre).

Kim S., una joven de unos veinte años, le había pedido a su novio que trajera el ibuprofeno. Otro terrible dolor de cabeza. Pero el ibuprofeno no resolvió el problema, que resultó ser un tumor cerebral que solo prometía la muerte.

No obstante, si la “madre naturaleza” quería hacer de bruja, entonces Kim S. usaría las maravillas de la tecnología para burlarse de ella. Cuando Kim S. muriera, su cerebro sería puesto en congelamiento profundo, de modo que, después de cincuenta, cien, mil años, cuando fuera que la tecnología lo permitiera, los científicos lo descongelarían, cargarían las conexiones neuronales (las conexiones que crean [supuestamente] pensamientos, emociones, identidad: esas cosas que nos hacen quienes somos) en una supercomputadora. De esa manera, su personalidad, su esencia y su conciencia, sí, la propia Kim S., no solo volverían a la vida, sino que (siempre y cuando pudieran seguir interconectándose con el hardware informático) podría vivir para siempre.

Con chips de silicio y discos duros, ¿quién necesita a la “madre naturaleza” después de todo?

¿Congelar tu cerebro? ¿Subir las conexiones neuronales? ¿Vivir (¿vivir?) dentro de una computadora? Y, si hacen una copia de seguridad, ¿cuál sería realmente Kim S. y cuál la copia? Esta es una versión del siglo xxi de las pirámides egipcias del siglo xv a.C., y ¿quién apostaría su casa a que funcionará mejor para Kim S. que para el faraón Tutankamón?

Este no es momento para juzgar a la desafortunada joven. Tendrías que estar allí tú mismo, con tu propia mortalidad empujando su cara hacia la tuya como lo hizo con ella (a diferencia de algo distante que sabes que vendrá, pero nunca aceptarás del todo) para apreciar la desesperación revelada en esta triste historia de amor de ciencia no ficción.

Hasta entonces, empujamos el feo espectro de la muerte, aun cuando siga contaminando cada momento de la vida. Al igual que las berenjenas y las ostras, nosotros morimos, pero a diferencia de ellas, lo sabemos, un problema completamente duro para seres lo suficientemente bien cableados como para temblar ante la brecha entre el poco de tiempo que cojeamos sobre el suelo y la eternidad que nos muele contra ese suelo.8

“Es indudable –escribió Blas Pascal– que el tiempo de esta vida no es más que un instante, que el estado de la muerte es eterno, de cualquier naturaleza que pueda ser”.9 Pascal, que murió en 1662 a los 39 años, tenía –en el año 2020– una relación de vida a muerte de 39:358 (es decir, llevaba muerto 358 años en comparación con haber vivido solo 39), y contando. George Washington llega a 67:231; Julio César, a 66:2063.

¿A dónde queremos llegar?

Existimos aquí mayormente muertos.

La revista Time publicó un artículo de portada en 2013 titulado “¿Puede Google resolver la muerte?” El titular decía: “El gigante de la búsqueda está lanzando una empresa para extender la expectativa de vida. Eso sería una locura, si es que no se tratara de Google”.10

Extender la esperanza de vida humana es una cosa (reemplazar el cóctel bloody mary por jugo de pasto de trigo también funcionaría), pero esos pocos años adicionales están tan lejos de resolver la muerte como lo está agregar diez centímetros a un patio para tratar de alcanzar el infinito. Unos pocos años más, o décadas, estarían bien (si se pudiera evitar el Parkinson, el Alzheimer, la osteoporosis, la artritis y otras enfermedades debilitantes en el camino), pero la longevidad no es inmortalidad.

Escribió Donna Tartt en The Secret History [La historia secreta]:

–Y si la belleza es terror –dijo Julián–, entonces, ¿qué es el deseo? Pensamos que tenemos muchos deseos, pero en realidad solo tenemos uno. ¿Cuál es?

–Vivir –dijo Camilla.

–Vivir para siempre –dijo Bunny, con la barbilla ahuecada en la palma de la mano.11

¿Vivir para siempre?

Tal vez la mayoría de la gente no piensa en vivir para siempre, pero esa es la única alternativa a morir para siempre. Y morir para siempre es lo que hace que nuestra existencia aquí, en última instancia, no sea diferente a la de un mapache muerto en la carretera, con la excepción de que, a diferencia del mapache, sabemos que vamos a morir. Y esa muerte, y nuestro conocimiento previo de ella, es el único absoluto que hace que todas las contingencias fugaces de nuestra vida sean absurdas de una manera en que ni siquiera las del mapache lo eran.

***

Cal, Kim S., Cannas... ¿qué importa? A la larga, todos estaremos muertos, de cualquier modo. Durante miles de años, los pensadores se han enredado en todo tipo de gimnasias lingüísticas y lógicas en la búsqueda inútil de la certeza filosófica sobre algo, cualquier cosa, la naturaleza de la realidad, el significado de la vida, lo que sea, aunque una sola certeza los haya estado observando desde el principio: la muerte. Benjamin Franklin dijo que no se pueden evitar la muerte ni los impuestos. No es así. Ha habido un montón de evasores de impuestos, pero ¿evasores de la muerte? Suerte con eso. Claro, algunas cosas son peores que la muerte, pero sean lo que fueran, deben ser bastante malas cuando se considera que la muerte es mejor.

Annie Dillard escribió sobre la vez que su padre “trató de explicar por qué los hombres en Wall Street habían saltado de los rascacielos cuando se precipitó la última caída bursátil: ‘¡Lo perdieron todo!’, pero, por supuesto, pensé que lo habían perdido todo solo cuando saltaron”.12

El suicidio, el genocidio, un accidente y la vejez; la muerte anula todas y cada una de las cosas, incluso la única cosa que la mayoría de la gente deja atrás, el recuerdo de ellos, aunque en la mayoría de los casos, incluso eso también se vaporiza en el vacío del éter.

Entonces ¿no existe ninguna esperanza, ninguna respuesta, sino solo la inevitabilidad de la muerte? Bueno, de acuerdo con la Biblia...

¿La Biblia?

Ese Libro, por necesidad, trae aparejado a Dios, que viene con una serie de conceptos y presupuestos que algunos no pueden soportar. Escribió Thomas Nagel:

Quiero que el ateísmo sea verdadero y me inquieta el hecho de que algunas de las personas más inteligentes y bien informadas que conozco sean creyentes religiosos. No es solo que no crea en Dios y, naturalmente, espero estar en lo correcto en mi creencia. ¡Es que espero que no haya Dios! No quiero que haya un Dios; no quiero que el universo sea así.13

¿Así cómo? ¿Como uno que nos deja “la nada después de la muerte, el gran consuelo de pensar que, por nuestras traiciones, codicia, cobardía, asesinatos no vamos a ser juzgados”?14

Puede que no seamos Joseph Goebbels o ni siquiera Idi Amin, pero ¿quién no vive con secretos sucios, sucesos horribles que esperamos se desvanezcan en la tumba con nuestros cadáveres o se disuelvan en el aire con nuestras cenizas, en lugar de ser juzgados abiertamente por una Deidad omnisciente y que todo lo ve? Por mucho que la gente realmente quiera a Dios en su interior, más profundo aún es el temor de lo que su existencia podría implicar: un Ser trascendente al que podríamos tener que responder, una perspectiva aterradora para una raza lo suficientemente podrida como para saber, incluso sin conocimiento consciente de la ley de Dios, que somos ratas de dos patas o, como una tribu de caníbales nos describió: “Comida que habla”.15

Como escribió el apóstol Pablo hace 2.000 años: “Pues, desde la creación del mundo, todos han visto los cielos y la tierra. Por medio de todo lo que Dios hizo, ellos pueden ver a simple vista las cualidades invisibles de Dios: su poder eterno y su naturaleza divina. Así que no tienen ninguna excusa para no conocer a Dios” (Rom. 1:20).

¿Ninguna excusa?

No es de extrañar que la gente tema un universo “así”. Deberían temer. El Dios que creó el cosmos, desde los electrones hasta las galaxias y todo lo demás, posee un poder que no podemos comprender. Así que imaginen esto: estar de pie ante este Dios con cada fantasía desagradable, cada acto retorcido y cada expresión indeseable en exhibición. Figúrate de pie ante Aquel en quien todas las excusas y racionalizaciones tontas y baratas brillan bajo una luz tan brillante que expone incluso lo que tu propio subconsciente ha ocultado de ti en defensa propia.

¿Cuáles son tus probabilidades?

Por eso, Jesús de Nazaret y su resurrección de entre los muertos nos ofrecen (a entidades de la clase que venimos presentando aquí) nuestra única esperanza en un universo que de hecho es, a pesar del miedo de Thomas Nagel, simplemente “así”.

***

“Nosotros, que debemos morir –escribió Wystan Auden–­, exigimos un milagro”.16

¿Qué otra cosa? ¿Congelar tu cerebro con la esperanza de que algún genio de la informática logre más tarde subir tus conexiones neuronales a un disco duro? ¿O, como algunos han estado intentando, transfusiones de sangre joven en cuerpos viejos? Si “la vida del cuerpo está en la sangre” (Lev. 17:11), entonces, ¿no debería un suministro interminable de sangre joven mantener la carne vieja con vida? La lógica funciona; buena suerte con la tecnología, sin embargo. Auden tiene razón. Nosotros, que debemos morir, exigimos un milagro. Y, si no, ¿qué nos queda? Morir al costado de una carretera; eso es lo que nos queda. Afortunadamente, se nos ha dado un milagro, muchos en realidad, en los evangelios.

¿Milagros? No bromees.

No, tú no bromees. ¿Quién no ha percibido algo milagroso, un indicio de algo más allá de productos químicos y fórmulas, un indicio de que la realidad es mucho más de lo que te enseñaron tus libros de texto de Biología de secundaria?

Incluso cuando se enfrentan a un gran sufrimiento, los seres humanos se esfuerzan por mantener la esperanza de que algo bueno sucederá. Por ejemplo, bajo el comunismo soviético, Anna ­Ajmátova escribió:

Durante el día, desde los bosques circundantes,

las cerezas soplan verano a la ciudad;

por la noche, los cielos profundos y transparentes

brillan con nuevas galaxias.

Y el milagro se acerca tanto...

algo que nadie conoce en absoluto,

pero que ha latido salvajemente en nuestro pecho durante siglos.17

Si estás abierto a la posibilidad de lo milagroso, la noción esperanzadora de que hay más de lo que aparece aquí (“algo que nadie conoce en absoluto”), entonces tienes suerte. La lógica está de tu lado.

En Conjuring the Universe, el ateo Peter Atkins afirma que el universo surgió de la nada. Y para estar seguro de que sabemos lo que quiere decir con “nada”,18 explica:

De ahora en adelante, cuando digo nada, quiero dar a entender absolutamente nada. Me refiero a menos que un espacio vacío. [...] Esta Nada no tiene espacio ni tiempo. Esta Nada es absolutamente nada. Un vacío desprovisto de espacio y de tiempo. Completo vacío. Vacío más allá del vacío. Todo lo que tiene es un nombre.19

Y a partir de esto, anuncia su meta: “Quiero demostrar que nada es el fundamento de todo”.20

Debido a que Atkins niega la existencia de Dios, la teoría del todo a partir de la nada sigue siendo su único recurso lógico.

¿Por qué?

Escribe la física Sabine Hossenfelder:

Imaginen que los físicos teóricos demostraran que solo hay una ley última de la naturaleza que podría habernos creado. Finalmente, todo tendría sentido: estrellas y planetas, luz y oscuridad, vida y muerte. Conoceríamos la razón de todas y cada una de las circunstancias, sabríamos que no podría haber sido diferente, no podría haber sido mejor, no podría haber sido peor. Estaríamos a la par con la naturaleza, capaces de mirar el universo y decir: “Lo entiendo”.21

No tan rápido, porque cualquiera que sea esta “ley última de la naturaleza”, no importa cuán primordial o brutalmente factual sea, la pregunta sigue siendo: ¿Por qué esta fórmula y no otra? Pero lo que sea que explique esa fórmula específica debe ser explicado por algo antes de eso, y una y otra vez por siempre hasta el infinito.

Solo dos opciones (pareciera) nos salvan de esta regresión infinita.

La primera: un Dios eternamente existente que no necesita explicación, porque él siempre existió.

La segunda: nada, que no necesita explicación porque, después de todo, no es nada.

Debido a que Atkins descarta a la Deidad, su única opción es que la nada, un “vacío desprovisto de espacio y de tiempo. Completo vacío. El vacío más allá del vacío”, creó el universo. Pero etiquetar esa idea de irracional es darle más credibilidad de la que merece. “La doctrina –escribió David Bentley Hart– de que no hay nada aparte del orden físico, y ciertamente nada sobrenatural, es un concepto incorregiblemente incoherente, y que en última instancia es indistinguible del pensamiento mágico puro”.22

Por lo tanto, Dios como Creador es la opción más lógica; si es que no la única lógica.

Y dado que este Dios creó el espacio, el tiempo, la materia, la energía y todas las leyes naturales que los gobiernan, él debe ser más grande que esas leyes. Él no está atado a ellas, sino más allá y por encima de ellas. Por eso, lo milagroso es lógico. Es simplemente Dios, quien creó y sostiene las leyes naturales, el que creó y sustenta al actuar ocasionalmente fuera de esas leyes naturales, o más allá de ellas. Es como un pintor que, al pintar principalmente en un estilo, en raras ocasiones pinta en otro o incluso entra en otra forma de arte totalmente diferente.

Si Picasso está fuera, más allá, y trasciende una pieza de lienzo que pintó, ¿cuánto más el Creador del universo estaría fuera, más allá, y trascendería el universo que él ha creado? Y así, cuando él lo quiso, actuó más allá de las leyes que él mismo creó y sustenta. Tal vez, a eso se resume lo que es un milagro.

Escribe el teólogo Edward Feser:

Una mejor analogía podría ser pensar en el mundo como música y en Dios como el músico que está interpretando la música. La conservación divina del curso ordinario y natural de las cosas es comparable a la del músico que interpreta la música de acuerdo con la partitura escrita tal como la tiene en su mente. Dios, al causar un milagro, es comparable al músico que se aparta temporalmente de la partitura, semejante al tipo de improvisación que caracteriza al jazz.23

Esta lógica no implica que los milagros tengan que suceder, sino solo que podrían suceder. Y para los seres como nosotros, “que debemos morir”, podemos estar contentos de que hayan sucedido, especialmente el milagro de la resurrección de Jesús, porque solo en él tenemos la esperanza de nuestra propia resurrección.24

3 Ver Patrick N. Hunt, Hannibal [Aníbal] (Nueva York: Simon y Schuster, 2017), pp. 144, 145.

4 Louis-Ferdinand Céline, Journey to the End of the Night [Viaje hacia el final de la noche] (Nueva York: New Directions, 1983), p. 54.

5 Albert Camus, El mito de Sísifo (Buenos Aires: Editorial Losada, 1953), p. 18.

6 Donald Justice, “There is a Gold Light in Certain Old Paintings” [Hay una luz dorada en ciertas pinturas antiguas], en Collected Poems [Poemas recopilados] (­Nueva York: Alfred A. Knopf, 2004), p. 278

7 Nikolái Gógol, Almas muertas, trad. Augusto Vidal Roget (Madrid: Alianza Editorial, 2011), cap. 3, ed. electrónica.

8 “El hombre es el único ser que conoce la muerte; todos los demás se vuelven viejos, pero con una conciencia totalmente limitada al momento que debe parecerles eterno”. Oswald Spengler, Decline of the West [Decadencia de Occi­dente] (Nueva York: Alfred A. Knopf, 1986), p. 89.

9 Blas Pascal, Pensamientos (Alicante, España: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 1999), sección iii, Nº 195. Disponible en cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmc125r8

10 Harry McCracken y Lev Grossman, “Can Google Solve Death?” [¿Puede Google resolver la muerte?], Time, 30 de septiembre de 2013, tapa.

11 Donna Tartt, The Secret History (Nueva York: Penguin Books, 1993), p. 42; énfasis en el original.

12 Annie Dillard, The Annie Dillard Reader [La antología de Annie Dillard] (Nueva York: HarperCollins, 1994), p. 243.

13 Thomas Nagel, The Last Word [La última palabra] (Nueva York: Oxford University Press, 1997), p. 130.

14 Czeslaw Milosz, Road-Side Dog [Perro callejero] (Nueva York: Farrar, Straus and Giroux, 1998), p. 22.

15 Thomas Ligotti, The Conspiracy Against the Human Race [La conspiración contra la raza humana] (Nueva York: Penguin Books, 2018), p. 154.

16 Wystan H. Auden, “For the Time Being” [Mientras tanto], en CollectedPoems [Poemas recopilados] (Nueva York: Vintage Books, 1991), p. 353. Vale la pena leer toda la estrofa: “Nosotros, que debemos morir, exigimos un milagro. / ¿Cómo podría el Eterno realizar un acto temporal, el Infinito / convertirse en un hecho finito? / Nada puede salvarnos de lo que es posible: / Nosotros, que debemos morir, exigimos un milagro”.

17 Anna Akhmatova, “Everything Is Plundered...” [Todo es saqueado], en Poems of Akhmatova [Poemas de Ajmátova], Stanley Kunitz y Max Hayward, eds. (­Nueva York: Houghton Mifflin, 1973), p. 73.

18 Brinda mucha información en esta definición de “nada”, porque otros libros que sostienen que el universo surgió de la nada en verdad esa “nada” son cosas como falsos parches de vacío, fluctuaciones cuánticas o gravedad que, simplemente, plantean la pregunta: ¿De dónde vinieron estas así llamadas “nada”? Atkins, con su definición, busca evitar esa trampa.

19 Peter Atkins, Conjuring the Universe: The Origins of the Laws of Nature [Conjurando el universo: los orígenes de las leyes de la naturaleza] (Oxford, Reino Unido: Oxford University Press, 2018), p. 28.

20Ibíd., p. 17.

21 Sabine Hossenfelder, Lost in Math: How Beauty Leads Physics Astray [Perdidos en las matemáticas: cómo la belleza confunde a los físicos] (Nueva York: Basic Books, 2018), p. 99.

22 David Bentley Hart, The Experience of God: Being, Consciousness, Bliss [La experiencia de Dios: ser, consciencia, dicha] (Londres: Yale University Press, 2013), p. 17.

23 Edward Feser, Five Proofs of the Existence of God [Cinco pruebas de la existencia de Dios] (San Francisco: Ignatius Press, 2017), p. 243.

24 Partes de este capítulo están adaptadas de Clifford Goldstein, “The Produce of the Dead” [La producción de los muertos], Cliff’s Edge, Adventist Review, 19 de octubre de 2017, adventistreview.org/church-news/story5553-cliffs-edge-the-produce-of-the-dead; “The Irrationality of Doubt” [La irracionalidad de la duda], Cliff’s Edge, Adventist Review, 20 de julio de 2018, adventistreview.org/news/the-irrationality-of-doubt/.

Capítulo 2

Años luz y centímetros

El pintor Willem de Kooning, que vivía en la ciudad de Nueva York, a menudo pasaba tiempo en la Carolina del Norte rural. Una noche, él y su esposa salieron de una fiesta y caminaron a cielo abierto. El cielo estaba despejado y las estrellas brillaban intensamente.

Era un espectáculo que no se podía observar desde la ciudad, donde las luces empalidecían la luz de las estrellas y solo una rebanada del cielo era visible desde una ventana del departamento. “Volvamos a la fiesta –dijo de repente de Kooning–. El Universo me da escalofríos”.25

¿Escalofríos?

Claro, un lugar medido en años luz, cuando estamos acostumbrados a medir en metros y centímetros, nos parece espeluznante. Y entonces, luego de milenios de haber ocupado el centro del Universo (o eso pensábamos), solo para ser exiliados sin gloria al margen de una de los billones de galaxias que existen, nuestro ego ha recibido un golpe.

“La vida de un hombre –lamentó David Hume– no posee mayor importancia para el Universo que la vida de una ostra”.26

Eso, en realidad, depende de la clase de Universo del que hablamos. En uno sin sentido, sin propósito y sin Dios, quizá podría argumentarlo de esa manera27 (aunque incluso así, ¿una ostra?). Pero no en el Universo representado en las Escrituras de esta manera: “Cuando José despertó, hizo como el ángel del Señor le había ordenado y recibió a María por esposa, pero no tuvo relaciones sexuales con ella hasta que nació su hijo; y José le puso por nombre Jesús” (Mat. 1:24, 25).

La humanidad es tan importante que el Dios que creó el Universo28 llegó a formar parte de él. (En comparación con lo que se necesitaba para crear el Universo en primer lugar, llegar a formar parte de él es fácil.) Aquel cuya Creación se mide en años luz se encogió en Alguien que se mide en metros y centímetros. Willem de Kooning, limitado por las leyes de la naturaleza, no podía transformarse en una de sus creaciones. Pero Dios, al no estar limitado por esas leyes, podía, y lo hizo; y eso es lo que fue Jesús de Nazaret. El Creador se convirtió en una persona, en un ser humano que, como uno de nosotros, se ha unido así a nosotros con lazos que nunca se romperán.

Cristo, Dios mismo, en cierto sentido se encoge y se convierte en uno de nosotros; este es el fundamento del evangelio. Pero solo el fundamento. Hay mucho más.

***

A veces, algo nos inunda con una sensación momentánea de felicidad o de esperanza (una cortina que se mueve por una brisa cálida, un aroma a cabello recién lavado, un acto de bondad desinteresada), y causa una descarga de bienestar tan grande y cercana que nuestra piel se ríe (de eso se tratan los escalofríos), y sabemos que todo va a estar bien. Como Anna Ajmátova, quien, aun sufriendo, todavía podía inscribir en otras almas palabras sobre algo que no se conoce ni se entiende completamente “pero que late salvaje en nuestro pecho durante siglos”.

La encarnación de Jesús nos muestra que esos momentos de esperanza, cuando lo “milagroso está tan acerca” y trasciende los hechos duros y punzantes que se reflejan en nuestro rostro ahora, no son meros espasmos de químicos sensibleros que van y vienen como los estornudos o la acidez estomacal. Más bien, son instantáneas emocionales de una realidad mayor que va más allá de la realidad estrecha y temporal que está ante nuestros ojos. Como si fuéramos personajes de una obra que no saben que estamos en medio de una representación dramática y que, por lo tanto, existe una realidad mayor más allá del escenario.

Claro, un Cosmos medido en años luz puede abrumar a criaturas que se miden en metros y centímetros. Sin embargo, este contraste revela la extensión del amor del Creador. Dios atravesó la vastedad prohibitiva del espacio, pasando por galaxias y supercúmulos de galaxias, y en lugar de seguir camino en su tránsito por las galaxias y los supercúmulos de galaxias que tenemos por delante, se detuvo entre nosotros y asumió las mismas biología y química que las nuestras. De acuerdo con las leyes de la física, a esta información le tomaría miles de millones de años cruzar el Cosmos conocido (trata de captar solo esa idea), y sin embargo, esa misma distancia no fue demasiado grande para que el amor de Dios atravesara cada centímetro de ella y, al hacerlo, abrazara a la humanidad.

Después de todo, dos billones (2.000.000.000.000) de galaxias dan brillo al Cosmos. Aproximadamente cien mil millones (100.000.000.000) de estrellas componen cada galaxia. Dos billones de galaxias de cien millones de estrellas cada una llegan a doscientos trillones (200.000.000.000.000.000.000) de estrellas. Mientras tanto, los astrónomos están descubriendo planetas que orbitan otras estrellas, al igual que la Tierra, Venus, Júpiter, y los otros planetas de nuestro sistema solar. Si cada una de los doscientos trillones de estrellas tuviera planetas orbitándolas, estaríamos en números impensables.29 Y las distancias también se burlan de nuestra mente. A velocidades de 300.000 kilómetros por segundo (unas siete veces alrededor de la Tierra), la luz tardaría cientos, miles, millones, incluso miles de millones de años en alcanzar muchas de estas galaxias, algunas tan grandes que la luz, volando a 300.000 kilómetros por segundo, todavía necesitaría miles de años para ir de un extremo de una galaxia al otro.

Nuestro vecino galáctico más cercano, la galaxia de ­Andrómeda, está a 2,5 millones de años luz de distancia. Entonces, a 300.000 kilómetros por segundo, durante 2,5 millones de años... bueno, haz las cuentas.

Esto es solo el Universo conocido, lo que se puede capturar con nuestros telescopios y teorías. Si el Universo es infinito, entonces nuestros telescopios y teorías, finalmente, serán inservibles en algún lugar del Cosmos, pero, técnicamente, más temprano que tarde. (Si el Universo no es infinito, ¿con qué linda inmediatamente? ¿De qué está hecho, cuál es su color y su textura, hasta dónde se extiende y qué viene después?)

Nada creado puede ser mayor que quien lo creó. Una pintura de Pablo Picasso nunca fue más profunda, más rica y mayor que ­Picasso. Lo que aparece en la pintura existió primero en Picasso, quien permaneció fuera de la pintura y, en un sentido real, la trascendió. Por lo tanto, el Dios que creó el Cosmos, dos billones de galaxias, cada una resplandeciente con miles de millones de estrellas (en sí mismas estructuras muy complicadas), es mayor, está fuera y trasciende este cosmos. Lo que nos deja en un aprieto epistemológico: Si apenas podemos comprender el Cosmos, ¿cómo podemos entender a su Creador?

La Revelación, por supuesto, nos enseña cosas que nuestros sentidos, apoyados en la razón, no pueden, como, por ejemplo, “en el principio la Palabra ya existía. La Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. El que es la Palabra existía en el principio con Dios. Dios creó todas las cosas por medio de él, y nada fue creado sin él” (Juan 1:1-3). El Dios que creó todo lo que fue creado, los doscientos cuatrillones de estrellas y todo lo demás, ¿qué hizo? Se encogió y se convirtió en un bebé humano, vivió en perfecta obediencia al Padre y, luego, según “su plan desde antes del comienzo del tiempo, para mostrarnos su gracia por medio de Cristo Jesús” (2 Tim. 1:9), se ofreció a sí mismo como sacrificio divino-humano por los pecados de una sola especie en un planeta de entre los doscientos trillones (200.000.000.000.000.000.000.000.000) de estrellas.

La próxima vez que mires al cielo nocturno que brilla a la luz de las estrellas, como lo hizo de Kooning, piensa en la encarnación de Jesús y trata de imaginar un amor tan grande que, aunque se origina a años luz más allá de esas estrellas, llegó más allá de ellas y nos abrazó en nuestros meros metros y centímetros.

***

Herman Cohen, un filósofo judío, creía que, a pesar de siglos de persecución en Europa, los judíos deberían olvidarse de establecer una patria que fuera suya. En cambio, deberían tomar el gran legado de las Escrituras hebreas, el legado del monoteísmo ético, y usar esos nobles ideales, trabajar para mejorar sus respectivas comunidades, dondequiera que estuvieran. Para Cohen (que murió en 1918), un país en particular, en el corazón de Europa, ofrecía el ambiente perfecto para su visión utópica. Este era un país donde los judíos, que ya tenían una larga historia allí, no solo serían plenamente aceptados, sino también serían libres de ayudar a crear una sociedad justa y próspera que, sin duda, podría ser un modelo de lo que los judíos podrían llegar a ser en Europa.

¿Cuál era ese país?

Adivina.

Según la costumbre, un líder político, después de haber encendido las luces del árbol de Navidad, pronunciaría alguna que otra trivialidad. Así habló el presidente Lyndon Baines Johnson en 1964, cuando estaba a punto de intensificar la Guerra de Vietnam:

Estos son los tiempos más esperanzadores en todos los años desde que Cristo nació en Belén. Hoy, como nunca, el hombre tiene en su poder la capacidad de poner fin a la guerra y preservar la paz, para erradicar la pobreza y compartir la abundancia, para superar las enfermedades que han afligido a la raza humana y permitir que toda la humanidad disfrute de su promesa en la vida en esta Tierra.30

En sus memorias sobre Vietnam, Philip Caputo escribió acerca del idealismo de su juventud. En respuesta al llamado de John F. Kennedy de “no preguntar qué puede hacer su país por ustedes, sino qué pueden hacer ustedes por su país”, Caputo pensó que podría hacer algo por su país luchando en Vietnam. En poco tiempo, los oficiales estaban ofreciendo cerveza a los soldados por cada miembro del Vietcong que mataban. “Aquel era el nivel al que habíamos caído desde el sublime idealismo de un año atrás. Mataríamos a seres humanos por unas latas de cerveza y el tiempo necesario para beberlas”.31

Desafortunadamente, incluso cuando las personas tienen buenas intenciones, las cosas a menudo terminan mal; esa es la naturaleza humana caída. (Todo el mundo tiene un planhasta que lo golpean en la cara, dijo el campeón de boxeo de peso pesado Mike Tyson). Y ¿cómo se llama cuando la gente no tiene buenas intenciones?

Se llama historia mundial.

Durante milenios, los seres humanos han debatido la teoría moral. La moral ¿es absoluta? ¿Relativa? ¿Universal? ¿Cultural? ¿Es algo moral porque Dios dice que es moral o Dios dice que es moral porque lo es?

¿Moral? Si tan solo la gente actuara así, más allá de la teoría que está detrás de esa conducta.

Pero luego está Jesús, que una vez preguntó a sus enemigos: “¿Quién de ustedes puede, con toda sinceridad, acusarme de pecado?” (Juan 8:46). Ninguno podría. Y eso es porque Jesús de Nazaret fue el único ser humano (de miles de millones) que nunca pecó y nunca violó el fundamento moral de la Creación de Dios: los Diez Mandamientos. Aquellos que se sienten inclinados a considerar que este antiguo código de ley es totalmente anticuado deben preguntarle a alguien cuya casa ha sido robada (Éxo. 20:15) o cuyo hijo ha sido asesinado (vers. 13) cuán anticuados son los Diez Mandamientos. ¿Qué mejor manera existe por la que Dios pueda mostrar a la humanidad cómo vivir que el hecho de que ese Dios mismo se convierta en un ser humano y viva como él quería que vivieran los seres humanos?

Jesús se convirtió no solo en un niño, sino también en un adulto que vivía en perfecta obediencia a su Padre. Jesús fue el modelo perfecto de la humanidad. “Los que dicen que viven en Dios deben vivir como Jesús vivió” (1 Juan 2:6). Sin embargo, incluso si vivimos como él, no importa cuán perfectamente, eso no resuelve el dilema del pecado más que si, luego de haber cometido asesinato, dejamos de matar, aun perfectamente. Las cuestiones de la culpa, la justicia y el castigo permanecen.

Por eso, Jesús no solo vino a la Tierra, sino también presentó un modelo perfecto (“Aquí está lo que hice; ahora vayan y hagan lo mismo”), y luego regresó tranquilamente al Cielo. Por sorprendente que fuera en sí misma, esa condescendencia no habría podido resolver el problema de la muerte más de lo que una ley escrita puede absolver la violación de esa ley. Por el contrario, la ley escrita es lo que hace que la violación de la ley sea en verdad violación, para empezar. “Ahora bien, ¿acaso sugiero que la ley de Dios es pecaminosa? ¡De ninguna manera! De hecho, fue la ley la que me mostró mi pecado. Yo nunca hubiera sabido que codiciar es malo si la ley no dijera: ‘No codicies’ ” (Rom. 7:7).

Por eso, incluso después de todo lo que él ya había hecho, nada de esto contaba sin la Cruz.

***

Jesús de Nazaret no estaba solo cuando fue crucificado fuera de Jerusalén. Dos criminales también estaban con él. “Con él crucificaron a dos revolucionarios, uno a su derecha y otro a su izquierda” (Mar. 15:27). Al principio, ambos se burlaban de Jesús, al igual que los romanos y los líderes religiosos. “Hasta los revolucionarios que estaban crucificados con Jesús se burlaban de él de la misma manera” (Mat. 27:44; ver también Mar. 15:32).

Uno, entonces, cambió de actitud.

Uno de los criminales colgados junto a él se burló: “¿Así que eres el Mesías? Demuéstralo salvándote a ti mismo, ¡y a nosotros también!”

Pero el otro criminal protestó: “¿Ni siquiera temes a Dios ahora que estás condenado a muerte? Nosotros merecemos morir por nuestros crímenes, pero este hombre no ha hecho nada malo”. Luego dijo:

“Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” (Luc. 23:39-42).

Por muy dura que pudiera ser la vida bajo Roma, los romanos eran estrictos con la ley. No iban a crucificar a alguien por robar pan para alimentar a niños hambrientos. Ni siquiera querían crucificar a Jesús y lo hicieron solo por instigación de sacerdotes corruptos. ­Ninguno de estos criminales era como el Jean Valjean de Victor Hugo.32 Uno de ellos admitió incluso que merecía ser torturado y ejecutado.

A pesar del horrendo dolor de la crucifixión, el frío temor de su inminente muerte y la cacofonía de insultos, burlas y calumnias, este miserable hombre, al ver a Jesús como HaMashíaj,33 dijo: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”.

¿Qué respondió Jesús?

Bueno, amigo, me gustaría ayudarte, pero no deberías haber sido un ladrón. ¿O, tal vez: Lo siento, hermano, pero no deberías haberme maldecido cuando nos trajeron aquí por primera vez? ¿Repitió Jesús lo que había predicado anteriormente, de que “a menos que su justicia supere a la de los maestros de la ley religiosa y a la de los fariseos, nunca entrarán en el reino del cielo” (Mat. 5:20)? ¿Reprendió Jesús al ladrón con el mandamiento de no robar (Éxo. 20:15)? ¿Citó Jesús a este judío el Salmo sobre tener las manos limpias y un corazón puro (Sal. 24:4)? ¿Le arrostró Jesús a este hombre algunos de sus pecados y sus delitos?

No. Jesús miró a este pecador quebrantado y moribundo, que no tenía nada que ofrecer a Dios, un hombre que incluso para los estándares romanos era digno de muerte, y sin ninguna advertencia o letra pequeña, Jesús le prometió sin reservas: “Estarás conmigo en el paraíso” (Luc. 23:43). En otras palabras: A pesar de tus pecados, a pesar de tus crímenes, a pesar de tu carácter defectuoso, y a pesar de tu indignidad –te lo digo ahora mismo, en este momento–, tienes ­salvación en mí.

Háblame de una representación en tiempo real, a todo color y en 3D de la salvación solo por fe: “Así que somos hechos justos a los ojos de Dios por medio de la fe y no por obedecer la ley” (Rom. 3:28). La única relación de este hombre con la Ley era haberla transgredido, ¿y sin embargo Jesús le prometió la vida eterna?

¿Cómo puede ser?

Porque, con su muerte inminente, Jesús llevó sobre sí mismo el castigo por los pecados y los crímenes de este hombre, mientras, al mismo tiempo, la propia vida perfecta de Jesús, su propio registro de haber guardado perfectamente la Ley, se le atribuyó a este hombre por fe, la fe revelada en las palabras que le dirigió a Jesús. Por lo tanto, el ladrón en la cruz ahora era considerado por Dios como si nunca hubiera pecado, para empezar.

¿En qué otro lugar de las Escrituras está tan claramente representada la salvación? Jesús estaba recibiendo lo que el ladrón merecía, para que el ladrón pudiera tener lo que Jesús merecía. Cristo se hizo “maldición por nosotros” (Gál. 3:13, NVI) para que la justicia de Dios pudiera ser otorgada a nosotros: “Pues Dios hizo que ­Cristo, quien nunca pecó, fuera la ofrenda por nuestro pecado, para que nosotros pudiéramos estar en una relación correcta con Dios por medio de Cristo” (2 Cor. 5:21).

No es de extrañar que el ladrón no necesitara ninguna obra para ser salvado. ¿Qué obras podrían agregar a lo que Jesús hizo por él?

Sí, Jesús, aquel que había existido arriba, más allá y fuera de la Creación, se convirtió en parte de la Creación, comenzando como un feto en un vientre judío. Sí, Jesús luego vivió una vida sin pecado en un mundo pecaminoso, el Ejemplo perfecto para nosotros, y él nos ofrece esa vida sin pecado en lugar de la nuestra. Sí, Jesús murió en la Cruz, pagando él mismo el castigo por todo nuestro pecado, para que nunca tengamos que pagarlo nosotros mismos.

Sin embargo, todo esto no fue suficiente. ¿No fue suficiente? Por sorprendente que fuera su muerte, al menos en lo que respecta a nuestras perspectivas a largo plazo, habría sido un gesto agradable pero sin sentido y, en última instancia, inútil. ¿Por qué? Porque nuestro destino no sería diferente al del mapache muerto al costado de la carretera, a quien conocimos en el primer capítulo; si no fuera por su resurrección.

***

En 1973, Ursula K. Le Guin escribió: “Los que se alejan de Omelas”,34 una historia sobre una ciudad rebosante de felicidad y deleite. El cuento utópico comienza describiendo un festival de verano, con niños que montan caballos en una carrera, como parte de la celebración de Omelas.

El aire matutino era tan puro que la nieve que coronaba aún las Dieciocho Montañas brillaba con un fuego blanco y oro bajo la luz del Sol, ornada por el profundo azul del cielo. Había exactamente el viento preciso para hacer ondear y chasquear de tanto en tanto las banderas que limitaban el terreno donde iba a desarrollarse la carrera.35

El narrador incluso da a los lectores espacio para personalizar la dicha de Omelas. A pesar del bienestar y la alegría ya revelados, se nos permite moldear nuestra propia visión de lo que debería ser esta utopía.

Omelas resuena en mi boca como una ciudad de cuento de hadas; suena a érase una vez, hace tanto tiempo, en un lejano país... Quizá sería mejor forzarlos a imaginarla por ustedes mismos, aunque no estoy segura del resultado, ya que seguramente no podré satisfacerlos a todos.36

En medio de las delicias de Omelas, el narrador admite que, en el sótano de una de “esas espaciosas mansiones privadas”, un niño pequeño está encerrado en la miseria donde se ha mantenido durante años en aislamiento de cualquier toque humano, excepto por una patada ocasional por parte del guardia. La habitación oscura del cautiverio está vacía, excepto por “dos escobas hechas con ramas duras, llenas de mugre, de olor repugnante”,37 a las que el niño teme. La edad del granuja es difícil de decir, porque su crecimiento ha sido atrofiado. El niño no siempre había vivido allí; incluso puede recordar vagamente la luz del Sol y la voz de su madre.

Antes, por la noche, el niño gritaba pidiendo ayuda y lloraba mucho, pero ahora no hace más que gemir suavemente, ‘mhmm-haa, mhmmhaa’, y habla cada vez menos. Está tan delgado que sus piernas son puros huesos; y su vientre, una enorme protuberancia. Vive con medio cuenco diario de grasa y cereal. Está desnudo. Sus muslos y sus nalgas no son más que una masa de infectas úlceras, y permanece constantemente sentado sobre sus propios excrementos.38

La gente de Omelas sabe que el niño está allí, que tiene que estar allí, y que “su felicidad, la belleza de su ciudad, el afecto de sus relaciones, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus sabios, el talento de sus artistas, incluso la abundancia de sus cosechas y la suavidad de su clima dependen completamente de la horrible miseria de aquel niño”.39

Por lo tanto, el cuento utópico de Omelas que nos presenta Le Guin es un lugar mucho mejor de lo que experimentamos aquí; es decir, excepto por el desafortunado niño de cuya miseria dependen toda la alegría, la prosperidad y paz de sus habitantes.

Esta historia es un ejemplo de cálculo utilitario: la noción de que podemos justificar cualquier acción por la cantidad de placer o bien que causa, en contraste con la cantidad de dolor o mal que podría generar. “El mayor bien para la mayor cantidad de personas”; esa idea que, aunque suena razonable, demuestra lo engañosa que puede ser la razón. Después de todo, este cálculo ¿no justificaría esclavizar a un millón de personas por la paz, la felicidad, la prosperidad y la alegría de 25 millones? ¿O cien mil esclavos por la paz, la prosperidad y la alegría de 50 millones? ¿Diez mil por 50 millones?

Escoge tus propias cifras. ¿Cuál de estas proporciones funciona para ti?

Este pensamiento es común, porque suena tan razonable, tan sensato, tan bueno, utilitario... Tampoco es nada nuevo. “Caifás, quien era el sumo sacerdote en aquel tiempo, dijo: ‘¡No saben de qué están hablando! No se dan cuenta de que es mejor para ustedes que muera un solo hombre por el pueblo, y no que la nación entera sea destruida’ ” ( Juan 11:49, 50).

Aunque no es un mal cálculo en sí mismo (un hombre a cambio de una nación entera), los números mejoran porque, como dice Juan, la muerte de Cristo no fue solo en favor de toda la nación hebrea, sino por “todos los hijos de Dios dispersos por el mundo” (vers. 52); es decir, por todos los pueblos que serían redimidos. De hecho, técnicamente, era en favor de todo el mundo.

En realidad, en lugar de que nuestra esperanza dependa de un niño desdichado encerrado en un sótano, según el evangelio, nuestra esperanza depende de un Cristo desdichado en la Cruz. ­Cuando la humanidad violó la libertad moral que Dios le había dado, solo la muerte de Uno igual a Dios, Cristo mismo,40 podía pagar la pena por esa violación. Aunque el narrador nunca explicó por qué el niño tenía que sufrir por el bien de Omelas, la Escritura es clara acerca de por qué Cristo tuvo que sufrir: “Al que no cometió pecado alguno, por nosotros Dios lo trató como pecador, para que en él recibiéramos la justicia de Dios” (2 Cor. 5:21, NVI). “Él mismo, en su cuerpo, llevó al madero nuestros pecados, para que muramos al pecado y vivamos para la justicia. Por sus heridas ustedes han sido sanados” (1 Ped. 2:24, NVI).

El evangelio es Cristo en el sótano de Omelas por causa de nosotros. Solo que, a diferencia del niño, Cristo se ofreció voluntariamente; a diferencia de aquellos que, al enterarse del niño, abandonan la ciudad (“los que se alejan de Omelas”), el Señor, habiendo hecho el cálculo utilitario, sabía que el sufrimiento de Cristo por nosotros valía más que la pena.

Pero de nuevo, sin la Resurrección, ese sufrimiento no habría servido para nada y, ciertamente, no para nosotros.

***

En la década de 1990, aparecieron letreros y calcomanías para vehículos en Brooklyn e Israel que decían “Moshíaj ahora”. Moshíaj es la palabra en ídish para Mesías. Estos judíos ortodo­xos pensaban que el Mesías estaba a punto de aparecer.

Esta no era, por supuesto, la segunda venida de Jesús, sino más bien la primera venida del rabino Menajem Mendel Schneerson, conocido como el Rebe de Lubavitch,41 o simplemente el Rebe, el líder espiritual de la dinastía Jabad-Lubavitch de los judíos ultra­ortodoxos. Durante décadas, desde su icónica sede en Brooklyn, el Rebe guio su movimiento que, bajo su liderazgo espiritual y práctico, se expandió de Bangalore a Richmond y a otras partes entre esos dos lugares (hay una casa Jabad en Kinshasa, Congo). Como uno de los líderes religiosos judíos más influyentes del siglo xx,42 Schneerson fue tan venerado que algunos jabadniks43 afirmaron que era el Mesías tan esperado.

Sí, para muchos, el Mesías había venido. Y él (¡iejí hamélej!44) vivía en Eastern Parkway 770, Brooklyn, Nueva York. Aunque nunca afirmó ser el Moshíaj, a principios de la década de 1990, el fervor mesiánico entre algunos Lubavitch alcanzó una masa crítica: el Rebe ­Schneerson no solo era el Mesías, sino también pronto se revelaría como tal al mundo. Escribió el erudito bíblico Michael Brown: “Y así comenzó un movimiento dentro de Lubavitch, incluyendo una campaña de peticiones, que anunciaba la creencia de que el séptimo Rebe de Lubavitch, Menajem Mendel Schneerson, era, de hecho, el Mesías largamente esperado”.45

Luego, el 3 de tamuz del año 5754 (2 de junio de 1994), el rabino Menajem Mendel Schneerson se apagó y murió, pero no el fervor mesiánico a su alrededor. Por el contrario, aumentó. ¿Por qué? Debido a que muchos afirmaban que, de acuerdo con las Escrituras hebreas, el Mesías tenía que morir primero y luego, después de ser resucitado, reinaría como el rey Moshíaj.

¿Un Mesías que muere y luego resucita?

En 2002, las chicas de la escuela secundaria de Lubavitch cantaban:

La redención ha llegado,

eso es lo que el Rebe profetizó.

El Moshiaj ha llegado.

Ya ha comenzado...

El mundo se reunirá apasionadamente

con el Rebe en 770,46

en el Beis Hamikdash.47

Sabemos que no falta mucho.

¿Por qué ha pasado tanto tiempo?

La pregunta trae lágrimas a nuestros ojos.

Rebe, querido Rebe,

sabemos que estás vivo.48

Ocho años después de su muerte, algunos Lubavitch cantaban sobre Schneerson: “¡Sabemos que estás vivo!”

En 2007, el periódico israelí Haaretz