BHARATI - JJ.BAAL - E-Book

BHARATI E-Book

JJ.BAAL

0,0

Beschreibung

Cuando los dioses crearon las razas de este mundo, no podían imaginar lo que ocurriría entre ellas con el paso de los siglos. Orcos, elfos, makums, enanos, medianos, arpías, centauros, trolls, hipogrifos, dragones... Guerras entre razas, conflictos políticos, reyes ambiciosos y despiadados conforman esta realidad mágica que dará lugar a un conflicto sin igual.   Igor e Irina son dos hermanos adolescentes que verán cómo su vida cambia drásticamente en esta tierra de mitología y leyendas.   Acompaña a sus protagonistas y vive con ellos tu mayor aventura a través de las páginas de Bharati.   Únete a la historia de fantasía épica más grande jamás escrita.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 470

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Bharati

Tierra de leyendas

1

_______________________________________________________________

JJ.BAAL

Primera edición: octubre 2023

Título: Bharati. Tierra de Layendas 1

Saga: Bharati

Diseño de la colección: Editorial Vanir

Edición: Esmeralda González

Corrección morfosintáctica y estilística: Jara Marín Vega

De la imagen de la cubierta y la contracubierta: JJ.BAAL

Del diseño de la cubierta: ©Editorial Vanir 2023

Del texto: ©JJ.BAAL, 2023

De esta edición: © Editorial Vanir, 2023

Editorial Vanir

www.editorialvanir.com

[email protected]

Barcelona

Bajo las sanciones establecidas por las leyes quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet— y la distribución de ejemplares de esta edición y futuras mediante alquiler o préstamo público.

Índice

1Destino truncado

2Corazones de hielo

3Lecciones de valor

4Esperanza

5Refugiados y prisioneros

6Consecuencias del pasado

Agradecimientos

IMPORTANTE:

NO PUEDES EMPEZAR A LEER ESTE LIBRO SIN VER ANTES ESTE VÍDEO

1

Destino truncado

El mundo cambió notablemente en los milenios posteriores, llenándose de vida y magia. Algunos asentamientos se convirtieron en grandes ciudades habitadas por las razas más numerosas, cuyos líderes tenían numerosos seres bajo su mando.

Los humanoides de las distintas especies evolucionaron a nivel intelectual y algunos llegaron a aprender diversas formas de comunicación. Los elfos fueron los primeros en practicar el arte de la escritura y poseían bibliotecas gigantescas en las que atesoraban los libros más antiguos de toda Bharati. Muchos dedicaban su vida a leer, convirtiéndose en grandes sabios en materia de naturaleza, curas y domesticación de las bestias del valle. Los más eruditos y longevos de cada asentamiento pasaban a formar parte de un cónclave de doce sabios —compuesto por seis elfos y seis elfas— que se reunía periódicamente para tomar las decisiones importantes de la ciudad. La mayoría de ellos pasaban de los ciento cincuenta años, ya que, con el tiempo, los elfos habían encontrado soluciones naturales para alargar su vida sin apenas deterioro físico.

Los cónclaves se celebraban en inmensos castillos que, al igual que sus bibliotecas, abrían sus puertas a cualquier elfo de la ciudad. Toda la información era pública. Una vez cada cien lunas, los elfos celebraban un festejo en el que los aspirantes a eruditos, subidos en tarimas, realizaban recitales y compartían lo que habían leído. Los cónclaves de otras ciudades vecinas también acudían a observar a estos monologuistas. Aquellos que hubieran encontrado una información perdida en algún libro antiguo o fueran capaces de tener una comprensión absoluta sobre la historia élfica recibían el ascenso a eruditos del pueblo. Este reconocimiento les daba el privilegio de poder alojarse en el castillo y acudir a las reuniones del cónclave solo con el derecho de escuchar.

Los miembros de los cónclaves podían comunicarse directamente con Nisarga, su creadora, llamándola mediante un hechizo élfico. Cada trescientas lunas, todos los cónclaves del valle se reunían alrededor del Árbol de la Vida para escuchar las instrucciones de su diosa y debatir temas significativos para el desarrollo de la especie. En dichas reuniones, cada cónclave escogía un portavoz, que solía ser el miembro más longevo, y hablaban por turnos.

Debido al aumento de incursiones ocasionales en el valle por parte de otras razas y las salidas que debían hacer los elfos para buscar plantas o animales que habitaban lejos de su hogar, los asentamientos crearon ejércitos que los acompañaban en sus viajes y protegían el valle y sus ciudades. Los elfos se alistaban por voluntad propia y, gracias a su extensa práctica por longevidad, destacaban como espadachines o tiradores de arco. Su capacidad de escucha, que les permitía percibir cómo se les acercaba un proyectil por la espalda, también hacía que fueran capaces de disparar con enorme precisión incluso con los ojos vendados.

Los minotauros pasaron a ser bestias adoradas por los elfos y dejaron de vivir en las montañas para instalarse en las ciudades y formar parte de los ejércitos. Ayudaban a los elfos en sus entrenamientos y seguían colaborando con las construcciones y trabajos pesados. Los minotauros eran seres inmortales que no podían reproducirse, sino que eran creados directamente por Nisarga, quien, con ello, recompensaba a los elfos por sus actos. De manera que las ciudades más antiguas, en las que los eruditos eran más sabios y habían realizado más descubrimientos, llegaron a contar con un gran número de minotauros entre sus filas.

Todos los asentamientos élficos estaban ubicados dentro del valle de Nisarga, pese a que algunos elfos abandonaban el territorio por decisión propia para explorar el mundo exterior. Una elección que no era muy bien acogida por los elfos que residían en el valle, que no recibían con agrado a aquellos que, tras dejar los asentamientos, decidían regresar. Nunca se les negaba vivir en el valle, pero eran obligados a instalarse fuera de las ciudades de sus hermanos y no se les daba acceso a las bibliotecas élficas.

Fuera del valle, el mundo era bastante más caótico. Existían conflictos y guerras por territorios y yacimientos entre humanos, orcos, goblins y enanos. Algunas ciudades humanas, convertidas ya en grandes reinos con miles de habitantes, eran gobernadas por reyes despreciables que heredaban el título de sus predecesores. Algunos eran tan codiciosos que, movidos por su ansia de poder, intentaban invadir constantemente territorios enanos u orcos, ricos en minerales preciosos. Los reyes establecían sus propias leyes y formas de convivencia en sus respectivos reinos, de modo que había territorios en los que se crecía en armonía y otros, en los que vivir era una auténtica desgracia. Nacer en uno u otro condicionaba sus derechos y los recursos de los que podían abastecerse. Puesto que la única forma de escapar del sistema era abandonando la ciudad, muchos humanos se exiliaban a casas unifamiliares en el campo o a otros reinos más justos que los aceptaran.

Los asentamientos orcos, en cambio, apenas habían evolucionado a pesar de todo el tiempo transcurrido, y aquellos que habitaban en las montañas seguían prácticamente igual. La excepción de la raza estaba en los asentamientos instalados en volcanes, donde habían desarrollado una habilidad bastante avanzada en la fundición de materiales. Los goblins de esos asentamientos ayudaban a los orcos en la fabricación de armamento. Su piel verde resistía temperaturas elevadas y podían trabajar cerca de los ríos de lava y permanecer a escasos centímetros sin quemarse. Descubrieron una aleación de minerales que soportaba la temperatura del magma en movimiento y construyeron canales de lava en los que trabajaban decenas de herreros simultáneamente.

Pese a que los orcos no practicaban la escritura, algunos goblins más intelectuales desarrollaron un sistema ideográfico basado en pequeños jeroglíficos. Solo unos pocos eran capaces de entenderlos, pero los que lo conseguían aprendían a dominar magias oscuras. Herencia de un goblin que crio un dragón, convirtiéndose en un gran conquistador, a quien Belcebú enseñó a usar la energía de su alrededor para realizar hechizos tenebrosos. Un conocimiento que este se encargó de transmitir a los más intelectuales de otros asentamientos. La mayoría de ellos morían víctimas de sus propios hechizos, que eran tremendamente destructivos, por falta de control durante el aprendizaje. Con el tiempo, aquellos que lograban dominarlas se convertían en grandes líderes capaces de someter a los mismísimos orcos.

Enanos y medianos establecieron alianzas que facilitaban la convivencia. Los enanos que se alojaban en montañas cercanas a opulentas minas recibían alimentos de los asentamientos medianos más próximos y estos, a cambio, protegían sus pueblos y les auxiliaban en caso de enfrentamientos con orcos que acudían en busca de su ganado.

La civilización élfica sentía que los medianos eran los más semejantes a ellos fuera del valle y les despertaba simpatía. Motivo por el que la vida en común era cómoda y agradable. Los elfos enseñaron a los medianos a domar mamuts gigantes y a criarlos con el interés mutuo de mejorar sus transportes y extender la raza animal fuera del valle. Esta cooperación también se daba en la investigación de nuevos productos etílicos y afrodisíacos, hasta el punto de que a algunos alquimistas medianos se les concedía permiso para instalarse temporalmente en una biblioteca élfica donde recabar información sobre plantas y ungüentos. Como recompensa, cuando un mediano llegaba a una ciudad élfica, lo hacía cargado de afrodisíacos y bebidas etílicas. Todo un acontecimiento que se vivía como una gran fiesta. En ocasiones, los festejos derivaban en orgías en los interiores de los palacios y en los lagos fabricados por los elfos a modo de baños, en las que hasta el mediano participaba. Los elfos no entendían las relaciones de pareja, sino que practicaban sus relaciones sexuales sin compromiso, buscando, únicamente, el placer mutuo. No sentían celos ni posesión y se amaban por igual, sintiendo solo un vínculo especial por su progenitora y por aquellos con los que se relacionaban a lo largo de su vida. Los infantes vivían con su progenitora y acudían a las bibliotecas, donde algunos eruditos se dedicaban a educarlos hasta que alcanzaban la pubertad.

Los reinos humanos con reyes honestos y justos establecían relaciones y lazos con los poblados medianos y enanos. De modo que las razas de la luz se movían por unas y otras ciudades compartiendo información, conocimientos y productos.

Osiz era una de las ciudades más grandes del noreste de la tierra conocida. Estaba rodeada de campos, alrededor de los cuales se ubicaban pequeñas aldeas habitadas por campesinos que trabajaban, labraban la tierra y entregaban las cosechas al rey a cambio de poder vivir allí. En los confines de los campos se abría un inmenso bosque que conducía a las minas del emperador Yaromir y a otros yacimientos enanos, algunos de los cuales también estaban habitados por asentamientos orcos primitivos.

En el interior de la ciudad, protegida con una muralla, sus habitantes prácticamente podían hacer lo que quisieran, siempre y cuando tuvieran permiso explícito del rey o de la guardia. Osiz acogía a cualquier ser que se acercara a ofrecer algo interesante para el rey, para alguno de sus mandos o amistades de la corona.

La única ley que realmente existía en la ciudad definía el poder en tres conceptos básicos: dinero, contactos e información. Los que no tenían ninguna de estas tres cosas carecían de derechos y su única alternativa era trabajar para un hombre poderoso que les asegurara una forma de alimentarse y una mínima protección. En los hogares más próximos a la muralla se instalaban las familias más humildes de la ciudad y, hacia el centro de esta, cerca del palacio, los miembros de la guardia y la clase alta. Las mujeres no tenían ningún derecho y una mujer sola en Osiz solo debería haber pensado en salir de allí.

La compraventa de seres y bestias de todo tipo estaba permitida en el interior del reino. En ocasiones, algunos traficantes incluso secuestraban a humanoides de otras razas, como orcos o elfos, y los vendían en un mercado negro para la élite. Los impuestos que se cobraban en la ciudad eran muy elevados, pero el negocio de los esclavos atraía a gente de otros reinos o aldeas y los traficantes no gozaban de esa libertad en ningún otro lugar. Todos los tributos que se recaudaban iban directos a las arcas del rey Kazik, uno de los más ricos que existían.

El rey era extremadamente codicioso y anhelaba conseguir grandes tesoros de otras razas, entre ellos una cantera enana de oro y piedras preciosas, para aumentar su poder. Su obsesión por la riqueza le llevaba a arrasar ciudades humanas y pequeños asentamientos orcos, de los que sustraía cualquier objeto de valor que encontrara. Para conseguir información, no dudaba en secuestrar y torturar a elfos, enanos u orcos, aunque, con estos últimos, su estrategia no le funcionaba demasiado bien. Ansiaba la longevidad de los elfos y, a través de algunas torturas a miembros de esa comunidad, había descubierto que existían ungüentos mágicos que alargaban sus vidas.

El castillo del rey podía verse desde cualquier punto de la ciudad y bastaba alzar la vista hacia el centro para verlo sobresalir, imponente, por encima de las casas de los ciudadanos. En su interior, en cuyos pasillos y salones se exhibían oro, monumentos y otros objetos valiosos provenientes de los saqueos, se alojaba parte del ejército y los cuarteles de entrenamiento del mismo.

Cerca del reino de Osiz, uno de los territorios humanos más despóticos y crueles de Bharati, se encontraba una humilde aldea de apenas una treintena de casas unifamiliares construidas con piedras. Sus habitantes trabajaban las tierras y campos que les rodeaban, pertenecientes al rey. Cada semana, aparecían los soldados reales para recoger los alimentos cosechados, dejándoles lo justo para alimentarse hasta la próxima colecta. Debían trabajar duro, ya que, si la mercancía obtenida era escasa, les hacían pagar las consecuencias. Nunca los mataban, pero sí propinaban una paliza a los hombres o violaban a sus mujeres para advertirles de que trabajaran más si no querían recibir tales castigos. Puesto que los campesinos eran considerados esclavos sin derechos, el rey de Osiz permitía toda clase de actos a sus guardias.

En la pequeña aldea, vivía un matrimonio tan pobre como bondadoso: Alexey, un rudo leñador alto y fuerte, y Svetlana, una preciosa mujer con melena rubia hasta la cintura. Tenían dos hijos. Irina —a quien muchos veían como la chica más hermosa de la aldea e incluso del reino— era una muchacha de diecisiete años, con el cabello de su madre y un rostro angelical de ojos azules. Igor, el hijo menor, era un niño de trece años que ayudaba a su padre en sus tareas mientras soñaba con volar por los campos. El pequeño idolatraba a su progenitor, pero, cuando no estaba con él, corría a jugar con su hermana, a quien también adoraba. Su mayor deseo era formar parte de la guardia real para ascender a general y retirar el impuesto a su pueblo. Debido al duro trabajo que desempeñaba en el campo, transportando troncos desde que empezó a andar, el niño era sorprendentemente fuerte para su edad.

Alexey era un hombre que solo vivía para trabajar y para su familia, un concepto que, más allá de su mujer y sus hijos, para él englobaba a todo su pueblo. Quizá fuera ese sentimiento el que le llevó a ser el portavoz de la aldea cuando venían los guardias o cuando se presentaban problemas. En más de una ocasión, demostró tener agallas ante los abusos de la guardia sobre los vecinos e incluso sobre él mismo, pero ni los golpes ni las cicatrices en su rostro lograron quebrar su valor.

Un día como cualquier otro en la vida del pequeño Igor, padre e hijo caminaban hacia un bosque cercano a las murallas del reino, tirando de su carro de madera, para talar leña.

—Padre, hoy cargaremos el carro más que en el último sol. ¡Sí, sí! —gritó el niño con ánimos de trabajo—. Así, mañana nos quedaremos en el pueblo jugando —dijo mirando al padre con picardía.

—Jeje. Tengo una idea mejor, hoy cargaremos el carro con más leña y mañana volveremos a venir. La que cojamos mañana la esconderemos para no dar el impuesto de ocho tablones por cada diez. De forma que tendremos leña para descansar durante cinco soles —le respondió su padre sonriendo.

—¡Sí, esa idea es mejor, padre! —exclamó admirándolo.

Al llegar al bosque, Alexey alzó su afilada hacha, fijó su vista en un gran tronco y empezó a talar. Mientras tanto, Igor observaba cómo los músculos de su padre se contraían cada vez que cogía impulso para golpear el árbol. Cuando uno caía, Igor, con un hacha adecuada a su tamaño, se encargaba de cortar todas las ramas en pequeños trozos que iba depositando en el carro.

Tras unas horas de trabajo, escucharon sonidos de cuernos y tambores de guerra que se iban aproximando. El suelo empezó a temblar.

—¿Qué sucede, padre? ¿Por qué tiembla la tierra? —preguntó el niño algo asustado.

—Igor, corre, ven aquí —le indicó su padre mientras se escondía detrás de unos arbustos.

El ruido de los tambores iba en aumento y el de los cuernos, también. No tardaron mucho tiempo en ver desfilar ante ellos una multitud de enanos, en una formación perfecta, ataviados con armaduras robustas capaces de soportar varios golpes. Portaban maquinaria pesada de asedio y guerra, cañones fabricados con una precisión perceptible desde la distancia, y hachas y martillos con filos tan grandes como sus cuerpos que, en sus manos, parecían ser tan ligeros como el aire.

—Es el ejército del emperador enano Yaromir. Dicen que en sus minas hay tanto oro como para fabricar todo un reino y tantas piedras preciosas como estrellas hay en el cielo —afirmó Alexey asombrado.

—¿Y por qué están aquí, padre? —inquirió Igor.

—No lo sé, pero tratándose de nuestro rey, me temo que por nada bueno…

El ejército enano avanzaba firme por el camino hacia la puerta de la muralla del reino, cuando el chillido de un pájaro lo detuvo en el acto a escasos metros de la entrada. Cinco enanos bien armados descendieron de sus grifos, entre ellos el emperador Yaromir, distinguido por su capa y su corona de oro y diamantes, y una armadura hecha a medida, en oro blanco, que cubría sus partes vitales. Los otros cuatro enanos, que formaban parte de su guardia personal, blandían armas y armaduras bendecidas por magos élficos con los que intercambiaban piedras preciosas para sus monumentos. Acercándose a las puertas de la ciudad, Yaromir entregó un papiro a uno de sus guardias, a la vez que indicaba que los cañones apuntaran a sus torres y las catapultas, a su muralla.

El mensaje se transfirió desde la punta a la cola. Los enanos dispusieron la maquinaria enseguida, mientras repetían las indicaciones del emperador: «Cañones torres, catapultas murallas». Una maniobra preventiva por si osaban atacar al mensajero.

Los guardias de Osiz, que habían avistado al grupo enano desde lejos, ya les estaban esperando. Las torres y las mirillas de las murallas se llenaron de tiradores, todos apuntando hacia ellos.

Un enano alzó el vuelo y descendió frente a las puertas de la ciudad, donde, en lo alto, se encontraba el rey, con su guardia. En el interior, su ejército se preparaba apresuradamente. Mirando a los arqueros y las puntas de las flechas que sobresalían de las mirillas, el enano asintió —como si no le importara— y, confiado de su robusta armadura de oro blanco y amarillo, bajó de su montura y extendió el papiro que le había entregado el emperador.

—Este mensaje está escrito de puño y letra por el emperador Yaromir y va dirigido al rey Kazik de la ciudad de Osiz. Hace siete lunas, alguien se adentró en nuestras minas, robó parte de nuestro oro y se llevó la vida de tres de nuestros guardias. Tenemos pruebas de que los ladrones se encuentran en esta ciudad y que son de la guardia real —leyó en voz alta.

—¿Cómo osas acusar a mis guardias, enano? —le interrumpió el rey, gritando desde lo alto de la puerta de la muralla.

El enano levantó su mirada hacia él y, frunciendo el ceño e ignorándolo, continuó con su mensaje.

—Encontramos a uno de nuestros guardias en las profundidades de un desfiladero, junto a una espada con la insignia de la guardia real de Osiz.

—Eso no son pruebas contundentes, sufrimos un robo en nuestra armería hace… —respondió presuroso el rey.

—Mira, rey de tu reino, este mensaje es de nuestro emperador. Si yo tuviera la certeza de que habéis entrado en las minas, ya estaría derribando estos muros. Como vuelvas a interrumpirme, haré que mi grifo te saque los ojos y le haré un caldo con ellos. Hoy solo venimos a advertiros. Si vuelve a pasar algo parecido, entraremos en la ciudad a recuperar nuestro oro y sacar al culpable. El emperador espera colaboración por parte del rey para solucionar este altercado y será recompensado debidamente por Yaromir.

»He terminado. ¿Tan difícil era mantener la boca cerrada durante un suspiro? Malditos humanos, no tienen paciencia; por eso no saben forjar —protestó el enano en voz baja mientras se retiraba y alzaba el vuelo para acercarse a su emperador.

—¿Y bien, Ymir? —le preguntó Yaromir.

—No creo que colaboren en nada, señor. Yo apostaría por derribar esa puerta y sacarlos a patadas de ahí dentro —respondió el mensajero.

—No estamos seguros de que estén ahí y no quiero derramar sangre de inocentes. Los enanos no somos como ellos, somos honestos y justos. Por eso los dioses nos otorgaron las minas. Tarde o temprano sabremos quién es el responsable y te lo entregaré a ti en persona, si lo deseas, para que lo interrogues —sugirió el emperador.

—Le tomo la palabra, señor —concluyó Ymir.

—Aguarda, insolente —le espetó el rey Kazik desde lo alto, pero sus palabras no obtuvieron respuesta.

El emperador retomó el vuelo con su guardia personal tras él y su grifo emitió un sonido estridente que indicaba la retirada del ejército. La multitud enana recogió las armas del asedio y dio media vuelta para emprender el camino de vuelta a las minas. Igor y Alexey seguían observando la escena ocultos tras los arbustos.

—¿Los enanos son malos, padre? —quiso saber el pequeño.

—No, son hijos del dios Brahma, como nosotros y los medianos. Dicen que los enanos nunca empiezan una guerra, pero terminan con muchas. Creo que será mejor que volvamos a casa. Hoy ya hemos talado suficiente —concluyó su padre mientras lo montaba en el carro cargado de leña para que no tuviera que caminar.

Durante el camino de regreso, el pequeño, todavía impresionado por las armaduras y las armas de tales guerreros, así como por las monturas con las que surcaban los aires, siguió haciendo preguntas a su padre sobre los enanos. Igor era un muchacho muy curioso que no tenía reparos en preguntar todo aquello que desconocía. Alexey respondía entre sonrisas. Siempre lo hacía, lo que había creado un fuerte vínculo entre ellos desde su nacimiento. Alexey ejercía de padre y de tutor, ya que los niños de las aldeas no recibían ningún tipo de educación. Igor respetaba mucho a su progenitor y creía que era el hombre más sabio y fuerte de su aldea.

Nada más llegar al poblado, Igor descendió de la montaña de leña del carro de un salto y corrió en dirección a su humilde casa, mientras Alexey acercaba el carro a la puerta. En el interior, madre e hija preparaban la cena. Una hoguera en un rincón calentaba dos conejos empalados en dos ejes que se sostenían sobre unos tacos de madera anclados entre dos piedras de la pared. Igor abrió la puerta de golpe, sobresaltando a Irina y a Svetlana, en cuyo rostro se reflejaba la alegría de una madre al ver a su hijo regresar a su hogar.

—Madre, he visto enanos. Montan en pájaros gigantes y tienen armas tan grandes como sus cuerpos —exclamó ilusionado el muchacho.

—Ten más cuidado, hermanito, casi se me cae el conejo al fuego del susto —le sonrió su hermana.

—Mmm, ¡qué bien huele! —dijo Igor.

—¿Así que has visto a un enano en su grifo? —quiso saber su madre.

—No, madre, eran muchos, cientos, ¡todo un ejército! Daban mucho miedo, pero papá dice que no son malos —aclaró el niño.

—¡Ah! ¿Y por eso vienes corriendo? ¿Te has asustado y no has parado hasta llegar a casa? —preguntó Irina.

—No, no me asusté. Estaba con padre, escondido, mirándolos —le explicó a su hermana.

—Je, je. De acuerdo, no te enfades, es broma —sonrió la niña.

Svetlana, sorprendida por las palabras del muchacho, contemplaba divertida la escena cuando Alexey entró en casa.

—¿Conejo? —dijo mientras besaba a su esposa y olisqueaba el aroma de la cena.

—He cambiado un carro de madera por diez conejos a Vladis, el granjero. Tendremos para dos semanas —respondió Svetlana.

—Me parece un trato justo, mi hermosa mujer, eras tan bella como inteligente —enunció Alexey. Unas palabras que sonrojaron a su esposa y pusieron de manifiesto el amor que existía entre ellos y que se hacía notar en las miradas que se dirigían el uno al otro.

—Igor dice que ha visto un ejército de enanos —dijo Svetlana retomando el tema.

—¡Es verdad! Díselo, padre —le pidió el pequeño.

—Je, je. Es cierto. Pasaron cerca de la ciudad y pudimos verlos —explicó Alexey.

—Montaban en pájaros gigantes. Me encantaría poder sobrevolar los cielos encima de uno de ellos, podría traer la leña de toda una semana en un solo día —pensó Igor en voz alta.

—Ah, ¿sí? Pero si no puedes ni subir a un caballo, tú sí que eres un enano —bromeó de nuevo su hermana.

—Soy más fuerte que tú —le espetó el niño mostrando sus músculos.

—Eres un enclenque, seguro que toda la leña la tala papá. Tú no tienes fuerzas ni para quebrar una rama —siguió Irina.

—¿No me crees? Vayamos fuera, hagamos una carrera. El que llegue antes al prado le da media cena al otro. ¿Qué me dices? Piénsatelo, hermanita —la retó Igor, sin saber que eso era justo lo que quería Irina. Lo estaba tentando para salir a jugar, como cada noche. Los dos hermanos se adoraban mutuamente y disfrutaban jugando y correteando por toda la aldea solos o con otros niños. A menudo, para hacerlo más emocionante, apostaban parte de la cena.

—Podéis ir hasta el prado y volver, el primero que llegue tendrá tres patas de conejo para él solo —anunció Alexey ante la mirada de Irina, que esperaba su permiso para salir a la calle.

—Serán mías. Ya te llevo ventaja —gritó Igor con un pie ya fuera de la casa—. Ja, ja, ja. Corre, hermanita.

El niño salió corriendo y su hermana le siguió entre sonrisas. Ya en soledad, Alexey explicó su verdadera versión de lo sucedido a su mujer.

—La presencia del ejército del emperador Yaromir puede tener consecuencias sobre la ciudad —expresó Alexey con un tono de preocupación.

—¿Y crees que llegarán a las aldeas? —preguntó su mujer.

—Es lo que hacen siempre. Si tienen problemas, nosotros deberemos trabajar duro para solucionarlos. Ese rey miserable y sus ansias de conquista no han hecho más que aumentar los tributos cada vez que se avecinan guerras. Espero que no sea capaz de iniciar una con los enanos —lamentó su esposo.

—Querido, es mejor no pensar en ello, no podemos hacer nada —intentó disuadirlo Svetlana.

—Sí podemos. Podríamos rebelarnos y negarnos a un nuevo aumento del tributo. Trabajamos todos los días para poder llenar esos carros, un solo día de descanso a la semana a cambio de seis trabajando de sol a sol —recalcó Alexey.

—Sabes que no podemos negarnos. Si lo hacemos, la guardia tomará represalias de nuevo con la aldea —advirtió su esposa.

—El miedo que infundan en nosotros con cada uno de sus abusos es lo que consigue que no hagamos nada —pronunció Alexey poniendo los puños en la mesa, enfurecido, solo de pensar en el trato que recibían los campesinos por parte de la corona.

—No te preocupes ahora por ello, debes descansar —dijo Svetlana poniendo sus manos sobre los hombros de su marido con ánimo de calmarlo—. Llevas todo el día trabajando, mi amor, ahora disfrutemos de la cena y después… —le susurró al oído insinuándose sensualmente.

—La cena puede esperar —afirmó Alexey, admirado por la belleza de su mujer, mientras contemplaba por la ventana a sus dos hijos corriendo hacia el prado bajo el cielo rojo del atardecer.

Sin dejar de besarla y sosteniéndola con sus brazos, el fuerte leñador alzó a su esposa para tumbarla delicadamente sobre la mesa y retirarle, despacio, la blusa. Svetlana apartó la ropa interior por el hueco de su falda mirando con deseo a su marido, que se bajó los pantalones y empezó a poseerla. La luz y el calor de la hoguera abrigaron sus cuerpos mientras se entregaban el uno al otro con una pasión infinita.

Dentro de Osiz, Kazik, ofendido y molesto tras su encuentro con los enanos, se dirigió a su palacio acompañado por su escolta, constituida por una veintena de hombres sin escrúpulos ni corazón. La comitiva detuvo el paso a la entrada del edificio, mientras Kazik se adentraba en el palacio con Semyon, su consejero de confianza, camino de su despacho. Una gran sala presidida por un mapa del reino y las tierras colindantes, en el que estaban marcadas las aldeas sometidas y las próximas en caer. Nada más entrar, el rey cerró la puerta maciza para evitar que la conversación se escuchara desde el exterior.

—Me han avergonzado en mi casa unos malditos enanos. ¡Esto es intolerable! —gritó enfurecido.

—Lo sé, señor —asintió Semyon.

—Quiero las armas de esas minas para conquistar las tierras élficas y delatarnos no nos ayuda —exclamó el rey.

—Lo sé señor, deberíamos tomar medidas —respondió el consejero.

—Tráeme al inútil de los quince hombres que enviaste y que volvió sin su espada ¡ahora! Lo quiero aquí ya —exigió Kazik de malas formas.

—Enseguida, mi rey —se afanó Semyon abandonando el despacho.

Pocos minutos después, regresó, acompañado por el guardia que perdió la espada y el general, y ambos se arrodillaron inmediatamente ante su rey.

—Muéstrame tu espada, soldado —pidió el rey amablemente y sin gesto de enfado.

—Aquí está, mi rey —dijo el soldado ofreciéndole su arma.

—Cuando te convertiste en soldado de la guardia de palacio, se te dio una casa más grande y tú y tu familia podéis alimentaros en el comedor de la guardia, en palacio, ¿cierto? —le preguntó Kazik de nuevo con un tono amable y mirándolo con una sonrisa, como si fuera a darle algo más.

—Cierto, y le estoy muy agradecido, daría mi vida por mi rey —exclamó con entusiasmo el guardia.

—También se te entregó una armadura mejor que la de los soldados del ejército y una espada con la insignia de la guardia de palacio. ¿Esta es la espada que yo mismo te entregué en persona el día de tu nombramiento? —inquirió el rey mirándolo de reojo con una sonrisa malévola y sosteniendo la espada que le había entregado el guardia.

—No, señor, esa me la dieron al regresar de la misión secreta de las minas de Yaromir —reconoció el soldado.

Nada más pronunciar estas palabras, el rey le propinó un golpe de puño tremendo, abatiéndolo al suelo.

—¿Qué parte no entendiste de que no se dejan pruebas ni testigos? ¡Inútil! Sin mí, no serías más que una rata de las que están ahí abajo muertas de hambre. ¿Así me lo devuelves? —gritó el rey mientras le pateaba la cabeza una y otra vez.

—Señor, no… no dejamos testigos —respondió el soldado como pudo, entre golpes y sangrando por la nariz y por la boca a causa de las patadas, que le habían roto varios dientes.

—Y la espada que encontraron los enanos, ¿quién la dejó? ¿Acaso fui yo? ¿La dejó él? —dijo señalando al consejero—. ¿O él? —apuntando ahora hacia el general, que miraba con decepción a su guardia.

—Arg, mi rey, nos topamos con un grupo, arg, pequeño de enanos y, arg, al despeñar a uno por el desfiladero de la mina se agarró a mi arma —explicó el guardia mientras luchaba por respirar escupiendo sangre.

—¿Te he pedido una excusa? Ja, ja. Debo de estar loco porque no recuerdo pedirte una excusa y tú me la estás dando. Ja, ja, ja —afirmó, sarcástico, riéndose del guardia y ridiculizándolo—. Desnudadlo —ordenó de forma tajante a los presentes.

El consejero y el general despojaron de su ropa y su armadura ligera al guardia y lo pusieron en pie.

—Sujetadlo —indicó el rey mientras rasgaba las extremidades del soldado de punta a punta, lentamente, con su espada—. El fracaso no está permitido para los miembros de la guardia, tu error nos podría costar una guerra con los enanos. ¿Crees que con una excusa es suficiente?

El soldado gritaba a cada nuevo corte y aguantaba la tortura con la esperanza de que le perdonara la vida. Lejos de eso, el rey escribió la inicial de la palabra «traidor» en su torso y el soldado se desmayó de dolor sobre un enorme charco de sangre que no paraba de crecer.

—Llevadlo al patio ahora, vamos —ordenó el rey.

El consejero y el general arrastraron al guardia hasta el lugar indicado, donde se encontraban otros soldados descansando y entrenando. Se detuvieron en lo alto de la escalera para que todos pudieran contemplar el cuerpo de su compañero casi sin vida. Kazik se plantó ante él y, mirando a los guardias que allí estaban, alzó la voz.

—Este hombre ha traicionado a la corona, robando cerca de una mina enana. Hemos encontrado oro en su casa, oro del emperador Yaromir y diferentes armas de palacio que vendía a bandidos. Hoy, los enanos nos han amenazado con una guerra y he tenido que pagar un alto precio a su emperador para evitar un conflicto con nuestra ciudad. Nos ha puesto en peligro a todos los habitantes de este reino.

Tras escuchar las palabras del rey, las caras de las decenas de soldados que observaban la escena cambiaron su expresión, pidiendo la muerte de su compañero. El guardia, prácticamente inconsciente y con la visión borrosa por la sangre que le cubría el rostro, clamaba clemencia.

—Ya no podrás vender más a tus hermanos, traidor —le gritó el rey dirigiéndose hacia él con la espada en la mano—. Este es el precio por traicionar a la mano que te alimenta a ti y a tu familia. Los guardias como tú no merecen la vida en Osiz —dijo mientras le sacaba la lengua con la mano y se la cortaba—. Colgadlo en la plaza del mercado del pueblo, exponiendo cuáles han sido sus delitos. Aseguraos de que muere desangrado y dejadlo allí hasta que lo devoren los carroñeros —dictó antes de retirarse.

El resto de los guardias aplaudieron la acción de su rey contra el traidor que ellos creían y el general se dispuso a cumplir su cometido con otros tres hombres. Siguiendo la orden del rey, el joven soldado, de unos veinte años, fue colgado y expuesto, atado a lo alto de un poste, en el mercado, donde la gente lo miraba horrorizada y leía en la pancarta cuál había sido su crimen. La mayoría del populacho no sabía leer, pues el acceso a libros y educación solo estaba al alcance de miembros del palacio, la guardia, el clero o amigos de la corona y familiares; pero sí distinguían la palabra «traidor» por la cantidad de ejecuciones que se habían efectuado con ese concepto.

De este modo, el rey mató dos pájaros de un tiro. Por un lado, consiguió desviar la atención de su robo con un cabeza de turco y, con ello, se excusó con el pueblo por la visita enana. Kazik decidió no volver a robar en la mina de Yaromir durante un tiempo, aunque su objetivo era expulsar a los enanos y robarles sus armas para conquistar las tierras élficas. Eso le convertiría en el rey humano más rico de Bharati y podría comprar muchos mercenarios con ese oro.

Mientras aumentaba el número de su ejército para ejecutar su plan, continuó robando en otras minas más pequeñas y asaltando aldeas humanas y medianas de otros reinos corruptos con los que tenía pactos para robar sus recursos. Al fin y al cabo, para eso, no necesitaba más que una veintena de hombres a caballo bien armados. La única manera que tenía una aldea de librarse de ser borrada por los ejércitos de Kazik era rindiéndose a los impuestos de la corona.

Brahma, el dios de la luz, observaba estos actos de lejos y les daba la espalda. No quería apoyar a humanos tan crueles, pero su bondad le impedía hacerles daño. Tampoco pensaba denunciar sus acciones ante ninguno de los otros dioses porque sabía que, de todas formas, desembocaría en más muertes.

Belcebú se refugiaba cerca del sol del centro de Bharati, junto con sus demonios, con los que había construido una cueva sostenible a tan solo un paso de la lava. Desde allí acudía a las llamadas de algunos chamanes orcos, aunque, en la mayoría de las ocasiones, enviaba a un demonio menor en su nombre. Debido a la desatención prestada a la raza humana, el demonio desconocía la existencia de un reino como Osiz.

Nisarga no se fiaba de los seres humanos y, dada la escasa vida de sus humanoides fuera del valle, ignoraba lo que quedaba lejos de él. Atribuían la mayoría de las desapariciones a elfos que desertaban para vivir fuera de sus dominios y convivir con la naturaleza exterior.

De modo que ninguno de ellos, cada cuál por sus motivos, intervenía en lo que sucedía en las ciudades humanas, donde se vivía según las leyes establecidas por el rey de turno. Algunos eran déspotas y crueles, pero otros sí tenían buen corazón y gobernaban desde el amor a su pueblo. Incluso algunos —los menos— cambiaban su forma de ver la realidad tras enamorarse de una plebeya o establecer una relación estrecha con sus esclavos.

Brahma se dedicaba a apoyar a estos monarcas más justos y bondadosos, ofreciéndoles consejo u obrando milagros y, en algunos casos, les recompensaba con la vida eterna tras la muerte en forma de ángel. Los ángeles eran seres humanoides con alas de rayos de luz, que portaban una espada de destellos. Entes luminosos que, en ocasiones, eran enviados por Brahma a la tierra para defender a estos reinos de asedios y guerras. Sin embargo, los territorios cercanos a ciudades como Osiz solo estaban a merced de los orcos, los guardias del rey o cualquier otra bestia de la oscuridad.

Tras el encuentro con el rey Kazik, el ejército de enanos inició el camino de vuelta a casa, a pie, bajo el mando de uno de sus mejores hombres, Olaff. Era un viaje largo, pues había que rodear montañas y cruzar frondosos bosques, y tardarían dos lunas en llegar. No obstante, Yaromir, acompañado por cuatro de sus hombres de confianza, regresó a sus minas volando en su montura en cuestión de horas. Desde fuera, a ojos de cualquiera, aparentemente todas las montañas eran iguales, aunque tanto ellos como sus grifos sabían distinguir su guarida a la perfección.

Al llegar a ella, una roca poco más alta que ellos que parecía formar parte de la montaña, retiraron unos matorrales para dejar al descubierto una grieta casi imperceptible. El emperador desenvainó una daga de oro con su insignia y la introdujo en la hendidura. El ruido de varios mecanismos desbloqueó la roca, que se abrió al instante como si de una puerta se tratara. La echaron a un lado para poder acceder al interior y, una vez dentro del túnel, uno de ellos la cerró desde fuera. Automáticamente, la entrada se selló con unos brazos mecánicos que abrazaban la roca con fuerza desde sus entrañas. Los engranajes que movían los brazos de acero que bloqueaban la puerta eran macizos, de manera que era prácticamente imposible moverla sin la llave. Los enanos tenían un don para la ingeniería; su creador Brahma les dio esta habilidad para ver hasta dónde llegaba su creación en este campo.

Una vez cerrada la roca, el emperador y sus acompañantes avanzaron por el túnel —hecho a su medida—, directos al núcleo de la mina real, que no era la misma que en la que entraron los guardias del rey Kazik.

Mientras tanto, Ymir, el enano encargado de bloquear el acceso, alzó el vuelo con su montura y los cuatro grifos de sus compañeros. A gran velocidad, se dirigieron hacia dos montañas unidas que parecían formar una sola y, justo en el momento en que parecía que iban a impactar contra ellas, se colaron por un hueco tras el que se abría un pequeño valle con un lago. Rodeado por un bosque lleno de vida animal y campos floridos, al fondo se distinguían unas casas de piedra tallada, con grandes corrales de ovejas y otros animales de granja. Se trataba de un asentamiento enano donde se alojaban varios obreros de la mina con sus familias.

El enano descendió con su grifo y el del emperador, cuya armadura estaba adornada con detalles e inserciones de oro, mientras el resto seguía su vuelo en dirección a una montaña cercana. Bajó de su montura y entraron en un edificio que, pese a que desde fuera parecía un pequeño establo de piedra, en su interior albergaba una excavación que multiplicaba por diez su tamaño exterior. Los grifos entraron y descendieron hacia las profundidades.

Dos enanos que se dedicaban al cuidado y adiestramiento de estas bestias —una labor que compartían junto con soldados voluntarios del ejército que querían ser futuros montadores— las recibieron y se apresuraron a examinarlas para comprobar que estaban en buen estado. Alimentaron a cada una de ellas con dos ovejas enteras ya sacrificadas y las bestias cogieron su comida para devorarla, tranquilamente, en sus respectivos nidos de paja. Estos se encontraban en una pared lateral que tenía decenas de habitáculos de madera con grifos reposando en ellos. A la mayoría de los enanos, los grifos les parecían seres adorables, pero la verdad es que algunos no los querían demasiado cerca por desconfianza y temor.

Minutos después, llegó el jinete, exhausto por el esfuerzo de bajar en una estructura de madera con cuerdas de las que él mismo iba tirando a modo de montacargas.

—¿Vienes con la montura desde un reino que está a dos lunas a pie y no piensas en bajar hasta aquí montado en ella? Ja, ja —bromeó uno de los criadores, desatando las carcajadas de su compañero.

—Parece que hoy es el día de los graciosos. Primero el rey inútil de la ciudad de Osiz y ahora tú —respondió Ymir con gesto de enfado—. Hemos perdido dos grifos y la mitad de los hombres, y tú me recibes como si no te importara —añadió.

—Lo siento de veras, Ymir —manifestó el enano, visiblemente arrepentido por sus palabras y su actitud—. No estábamos al corriente del suceso, ¿estáis bien? ¿Y el emperador? —dijo cogiendo a Ymir por los hombros.

—Ja, ja. Vaya par de incrédulos, ¡somos enanos! Nada puede con nuestras armaduras, pero, si os volvéis a mofar de mí, os arranco las pelotas y le hago un caldo a mi grifo con ellas —dijo mirándolos de forma amenazante.

—No pretendía ofenderte. No hace falta ponerse así, de verdad —alegó el enano, algo asustado, ya que los criadores no eran guerreros y no iban armados.

—Ja, ja. Otra vez. Ja, ja —rio Ymir tomándoles el pelo.

Los criadores se quedaron con cara de bobos, viendo al enano adentrarse en un pasadizo situado en un rincón, que conectaba con otros túneles y conducía al interior de la mina.

A través de pasadizos subterráneos, Yaromir y sus hombres llegaron a una zona donde parecía no haber salida. El emperador introdujo su mano entre dos rocas para accionar otro interruptor oculto que abrió, de par en par, una puerta que daba acceso a la entrada de su fortaleza. Las estructuras enanas eran pequeñas comparadas con las del resto de las razas, pero guardaban exactamente la misma proporción.

La sala, en cuyo centro había una mesa rectangular rodeada por veinte sillas, estaba llena de esculturas en oro de sus antepasados y armas de guerra colgadas en exposición. Un gran número de antorchas y lámparas de vela iluminaban el salón, por el que se distribuían decenas de mesas y centenares de sillas, ya que allí recibían instrucciones y comida todos los trabajadores de las minas.

Las cocinas de la fortaleza enana, situadas en el sótano, eran inmensas y en ellas trabajaban varios cocineros medianos provenientes de pueblos cercanos, que hacían turnos de varios días. A cambio, disponían de alojamiento en la ciudadela enana y eran escoltados durante el camino a casa y la vuelta a la mina, por lo que los escoltas se quedaban protegiendo el campamento mediano hasta el siguiente cambio de turno.

Todas estas mesas y sillas eran retiradas cuando había que celebrar un juicio. Rara vez los enanos se corrompían y robaban el oro común de la mina para intercambiarlo en el mercado negro de otras ciudades, pero si esto ocurría, sus actos eran juzgados por el emperador, con toda la mina presente. Las leyes que aplicaban fueron redactadas por sus antepasados y escritas con el mismo dios Brahma.

La mina tenía varios túneles milenarios, a modo de entrada secreta. Algunos eran falsos y no conducían a ninguna parte, aunque encerraban al que entrara en la profundidad de la montaña. Los enanos importantes de la sociedad conocían todas las entradas a la mina, la totalidad de las cuales daba acceso al recibidor de la fortaleza. Así, si alguien que no debiera se colaba en su mina, sería avistado rápidamente. Las puertas que comunicaban el salón central con el resto de las salas de la fortaleza eran rejas en forma de arco, de acero forjado y con unos barrotes gruesos, que solo se podían abrir y cerrar desde fuera. De forma que podían encerrar a un regimiento entero dentro si querían.

A su llegada al corazón de la fortaleza, Yaromir fue recibido por los guardias que vigilaban esa entrada.

—Bienvenido, emperador, ¿ha podido vengar a nuestros hermanos? —preguntó uno de ellos.

—Hoy no, hermano, pero algo me dice que volveremos a esa ciudad —respondió Yaromir apoyando la mano en el hombro del soldado.

—Me alegro de veros enteros y sin un rasguño —manifestó el guardia.

—Los dioses hoy no deseaban mi muerte, así que seguiré al frente mientras me dejen —expresó el emperador.

—¡Salud y fuerza a Yaromir! —exclamó el soldado cuadrándose, un gesto que repitieron el resto de los guardias presentes.

—Descansad, dentro de poco montaremos hacia los reinos del norte de las tierras orcas —anunció Yaromir dirigiéndose a los guerreros jinetes que le acompañaban.

El emperador, en lugar de descansar, continuó con las tareas de supervisión de la mina y de su comunidad enana. En su mente, rondaban planes de visitar otro reino humano que estaba a dos días de vuelo con el grifo, pero la poca colaboración del rey Kazik le hacía sospechar que planeaba asaltar su mina…

Dos lunas más tarde, Igor y su familia disfrutaban del único día de descanso que tenían a la semana los aldeanos, ya que los seis restantes estaban obligados a recolectar para el impuesto de la ciudad. Los hombres se reunían alrededor de un tronco cortado en plano que usaban de mesa y hacían concursos de pulsos en los que apostaban leña, comida, prendas de vestir o alguna baratija. Los niños acudían a verlos o jugaban alegremente por los alrededores de la aldea, mientras las mujeres se ocupaban de sus hogares y se juntaban en las puertas de las casas en una especie de pícnic, donde conversaban hasta el anochecer.

Los días de descanso, la guardia del rey Kazik recogía los impuestos de los campesinos, un pago que entregaban a cambio de la protección recibida y el permiso para alojarse en las casas de la aldea, propiedad del rey. El general de la guardia de palacio, Niev, recorría las aldeas cercanas a la ciudad durante el día, con varios hombres montados a caballo que tiraban de los carros en los que los aldeanos iban depositando la mercancía. En función del tamaño y la población de la aldea, se entregaban más o menos carros. El cálculo se hacía de forma que los aldeanos —incluidos mujeres y niños mayores de diez años— tuvieran que trabajar unas quince horas diarias. En la aldea de Igor, la más cercana a la ciudad, la guardia solía aparecer al atardecer.

Alexey observaba, junto al resto de los hombres, a dos granjeros que se disputaban una gallina en el concurso de pulsos, mientras todos hacían comentarios a favor de uno u otro entre risas. Justo en ese momento, Igor pasó cerca de allí corriendo con su hermana. Al verlos, el padre sonrió y el muchacho fue directo hacia él. Alexey recibió a su hijo con sus fuertes brazos abiertos y le dio un cálido abrazo. Irina, a su vez, corrió hacia Svetlana, que se encontraba muy cerca de allí, conversando con otras mujeres y tejiendo de una forma similar al punto de cruz, con dos utensilios similares a las agujas. El padre vio cómo su mujer acogía cálidamente a Irina en su regazo y, cediendo a su petición, le daba las agujas para que siguiera tejiendo ella.

Finalmente, uno de los granjeros consiguió poner el puño del otro sobre la madera del tronco y todos gritaron para celebrarlo. El perdedor solicitó la revancha, pero el ganador se la negó y no le quedó más remedio que entregar su gallina a regañadientes.

—Ahora le toca a tu padre, hijo mío. Deséame suerte —le dijo Alexey al pequeño.

—Suerte, padre —lo animó Igor.

—¿Quién quiere probar suerte con el bueno de Alexey? Me paso la semana trabajando y cuando llego aquí, estoy agotado, no abuséis de un pobre leñador —exclamó desde el tronco de madera bajo la atenta mirada de su hijo.

Toda la aldea conocía a Alexey y lo habían visto ganar en innumerables ocasiones. El duro trabajo que desarrollaba a diario lo mantenía en unas condiciones físicas superiores a las del resto de cualquier aldeano.

—A mí ya no me vuelves a engañar, viejo. Estuve una semana recolectando frutas para ti la última vez —respondió un campesino.

—Je, je. Esa semana no había trabajado tanto como esta, créeme —apuntó el leñador.

A pesar de sus intentos de persuasión, nadie parecía querer medirse con él, hasta que se escuchó una voz ronca de fondo decir «Yo quiero probar suerte». Era Kirk, el carnicero, quien se acercó al tronco, abriéndose paso entre los campesinos. Era un hombre voluminoso que medía casi dos metros de alto. Alexey se sorprendió al verlo allí porque normalmente tenía tanto trabajo que solo salía a la hora de pagar el tributo. Odiaba a la guardia porque le arrebataron a su hija y siempre que los veía llegar a la aldea intentaba estar presente.

—Hola, Kirk, no esperaba que estuvieras por aquí, pero eres tan válido como cualquiera. Dime, ¿qué deseas apostar? —le preguntó el leñador.

—Quiero que me des un carro con suficiente madera como para todo el invierno. Tendrás un mes para entregármelo —expuso el carnicero.

Igor, que sabía lo mucho que había que trabajar para llenar un carro así, se sorprendió ante tal petición, al igual que todos los presentes, que esperaban en silencio la contraoferta del leñador.

—Es mucha leña la que me pides, Kirk, pero, aun así, hay algo que podría compensarlo por tu parte. Si gano yo, me entregarás dos cerdos enteros. Así tendré comida para todo el invierno. ¿Te parece? —propuso Alexey.

—Está bien —aceptó el carnicero.

Los hombres se dieron la mano, cerrando el trato con la mayoría de los varones de la aldea como testigos. Igor miró hacia la casa del granjero, donde había más de dos decenas de cerdos. Sabía que de uno de ellos salía mucha comida y se relamía solo de pensar en llevarse dos a su hogar, pero, a la vez, no podía alejar la idea de que, si perdía, tendría que talar mucha leña durante las próximas semanas.

Los dos hombres se dispusieron cada uno a un lado del tronco y, mirándose fijamente a los ojos, el carnicero tomó asiento en otro tronco robusto que había para tal fin. Para cualquier hombre de la aldea, ese trozo de madera habría sido suficiente, pero al carnicero se le quedaba pequeño. No obstante, se acomodó como pudo, mientras el resto observaba su gran cuerpo, a la espera de su rival.

Alexey se dio cuenta de que la mayoría apostaba por el carnicero. Se retiró la camiseta, dejando al descubierto su fuerte tórax y su robusta espalda, y tomó asiento frente a su contrincante. Ambos se cogieron la mano, apoyando el codo sobre el tronco, y otro campesino se acercó para posar su mano sobre la unión de los rivales.

—Ya conocéis cómo funciona. El primero que se rinda, pierde; el que se levante, pierde y el que antes toque la madera con su puño, pierde. ¿Entendido? —recordó el hombre, a lo que los dos concursantes asintieron—. ¡Comenzad! —gritó el campesino retirando su mano y dando inicio al duelo.

Alexey intentó mover el puño del carnicero, pero este se mantenía firme en su posición. Algunos apoyaban al leñador, mientras que otros a los que ya había derrotado en más de una ocasión, animaban a Kirk.

—¿Ya está? ¿Esto es todo lo que puedes empujar? —preguntó el carnicero—. Ahora me toca a mí —advirtió, a la vez que movía ligeramente la mano de Alexey acercándola a la madera.

El leñador consiguió retener el movimiento a medio camino de la derrota, sorprendiendo al carnicero, que no esperaba que su rival tuviera tanta fuerza. Alexey seguía resistiendo y parecía que las venas de su brazo iban a explotar.

—No intentes resistirte, Alexey. Tu brazo es la mitad de grande que el mío, jamás podrás ganarme —afirmó el carnicero.

—En eso, te equivocas, Kirk —masculló Alexey, que no pensaba darse por vencido.

—Ríndete —volvió a insistir el carnicero.

—Vamos, papá, has talado arboles más grandes que él —le animó Igor desde la primera fila.

Al escuchar a su hijo, Alexey imaginó la satisfacción de llevar a esos dos cerdos a casa.

—¿Sabes, Kirk? Hay algo que te hace sacar fuerzas de donde parece que ya no las hay. Está claro que tú jamás has conocido eso, pero yo sí. ¡Ahggg! —exclamó el leñador mientras empujaba con todas sus fuerzas, haciendo retroceder el puño del carnicero lentamente hasta golpear su puño contra la mesa.

El leñador alzó los brazos, celebrando la victoria, sonriente, entre los aplausos de los presentes. Empujando a los campesinos, Igor se abrió paso hasta su padre, que lo alzó en brazos sentándolo en sus hombros.

—¿A qué te referías? ¿De qué fuerza me hablabas, Alexey? —le preguntó el carnicero acercándose a él e intentando calmar su brazo dolorido.

—Verás, mi padre nos abandonó a mí y a mi madre cuando yo era un niño. Ella estaba enferma y murió al poco tiempo. Me alimenté de todo tipo de cosas para sobrevivir hasta que encontré una forma de conseguir alimentos. He pasado mucha hambre, tanta que hubo momentos en los que pensé en devorarme a mí mismo. Eso me dio fuerzas para hacer cualquier cosa con tal de que ni yo ni mi familia pasemos hambre nunca —le explicó Alexey.

El carnicero asintió en silencio, asimilando la valiosa lección del leñador, y lo felicitó por su victoria estrechándole la mano. El concurso de pulsos siguió con otros participantes, mientras Alexey e Igor se alejaban junto al carnicero para recoger su premio.

Al llegar a casa con los dos animales, Igor relató, entusiasmado, a su madre y a su hermana cómo los habían obtenido. Svetlana sonrió abrazando a Alexey y viendo cómo sus dos hijos celebraban la victoria de su padre. El cielo estaba rojo y el sol empezaba a ponerse, por lo que se acercaba el momento de pagar el tributo.

En la aldea, se preparaban ya para la recogida. En total, debían cargar cuatro carros: uno de madera —del que se encargaba Alexey— y otros tres con alimentos y frutos de los bosques, animales que criaban como gallinas o conejos, o cualquier otra cosa que Niev ordenara. Los hombres disponían los carros a la entrada del poblado, a la espera de que llegaran los guardias, y las mujeres y niños se mantenían ocultos en las casas, junto con aquellos hombres que tenían miedo a las represalias.

Igor se escapó de su madre cuando esta los conducía al interior del hogar y corrió hacia Alexey.

—Ve a casa Igor, va a llegar la guardia —le mandó su padre.

—No les tengo miedo, padre. Yo también voy a por leña y puedo estar junto a ti para dar el tributo —le dijo el niño con voz de súplica.

—Je, je. Eres muy valiente, mi pequeño, pero te necesito en casa con tu madre y tu hermana; ellas sí se asustan al ver a la guardia. Yo entregaré el tributo y tú cuidarás de ellas en casa, ¿de acuerdo? —le sugirió Alexey.

—Entendido, padre, no dejaré que nadie se acerque a ellas. Te lo prometo —aseguró el muchacho.

—Estoy seguro de ello. Ve, corre, ya vienen —insistió su padre.

En el horizonte de los prados, entre una nube de polvo de la arena del camino, asomaba ya la silueta de lo que parecía un grupo de hombres montados a caballo. Al acercarse, los campesinos que aguardaban en los carros observaron que traían cinco, uno más que en la última colecta, lo que significaba que habría que aumentar la jornada, aunque ya trabajaban sin descanso. Alexey era el más fuerte de los aldeanos y todos lo respetaban tanto por su complexión como por su trabajo y porque no temía a los guardias, más bien los odiaba.

—Alexey, ¿traen otro carro? —le preguntó uno de ellos.

—Eso parece, pero no hemos crecido en número. Estos bastardos pretenderán que trabajemos más —respondió el leñador.

—Trabajamos de sol a sol y aún quieren más, somos sus esclavos —se quejó el carnicero.

—Lo sé, Kirk. Mantengamos la calma. Dejemos que hablen ellos primero, a ver qué argumentos exponen —sugirió Alexey.

Los soldados se acercaron al encuentro con los campesinos y estos, a pesar de la intimidación, se mantuvieron firmes y en silencio. Solo Kirk se atrevió a mirarlos de forma desafiante.

La treintena de guardias que venían a caballo rodeó el cargamento y a los campesinos, mientras algunos daban un vistazo rápido por la aldea. Los habitantes, escondidos en sus casas, miraban a través de las ventanas y los huecos de las paredes de piedra con cuidado de que no los vieran. Dos soldados abrieron paso al general Niev, que se acercó en su caballo, protegido —a diferencia del resto— con armaduras en la parte craneal y el abdomen, y la insignia del rey Kazik a ambos laterales y en la empuñadura de una maza de púas de hierro que colgaba de su cinturón. Niev era un hombre con más de veinte años de servicio en la guardia. Se crio en palacio, huérfano de padres, por lo que compartió su infancia con el rey Kazik y, con el paso del tiempo, se convirtió en alguien de su extrema confianza. El general descendió de su montura y examinó los carros repletos de comida y suministros, mientras los soldados desataban los carros vacíos que traían de la ciudad.

—Los carros deberían estar más llenos, los llenáis lo justo y, por ello, de ahora en adelante, llenareis un carro más cada siete lunas —anunció Niev.

Los campesinos miraron con cara de negación a Alexey, suplicándole, de algún modo, que dijera algo para evitarlo.

—General, no hay motivo para incrementar… —comenzó el leñador, pero sus palabras fueron interrumpidas por el general, que le asestó una bofetada con su mano, protegida por un guantelete de hierro.

—¿Acaso he preguntado algo? ¿Te he pedido tu opinión? Yo dicto, vosotros cumplís —sentenció Niev en voz alta para asegurarse de que lo escuchara toda la aldea, golpeando de nuevo la cara de Alexey.

Igor observaba desde la ventana de su hogar, arropado por su madre y su hermana. Cuando golpeaban a su padre, intentaba chillar, pero su madre le tapaba la boca. Uno de los soldados escuchó el ruido, pero no logró distinguir de dónde provenía. El resto de los guardias observaba fijamente a los campesinos, amenazándolos con la mirada. Unos armados con lanzas y armaduras y otros, con la palabra.