BLACKWATER VI. Lluvia - Michael McDowell - E-Book

BLACKWATER VI. Lluvia E-Book

Michael McDowell

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Beschreibung

Descubre el sexto y último volumen de la saga Blackwater. Una saga matriarcal. Mujeres poderosas que luchan por el dominio durante generaciones. Una atmósfera única para una lectura adictiva. Un retrato realista con toques sobrenaturales. Escritura magistral y visual en un ambicioso proyecto entre el pulp y HBO. «Michael Mcdowell: mi amigo, mi maestro. Fascinante, aterrador, simplemente genial. El mejor de todos nosotros.» STEPHEN KING «Una sabia combinación entre Dumas y Lovecraft. Un cruce entre Stephen King y Gabriel García Márquez. Despiadadamente adictivo.» ROBERT SHAPLEN, THE NEW YORK TIMES Las gélidas y oscuras aguas del río Blackwater inundan Perdido, un pequeño pueblo al sur de Alabama. Allí, los Caskey, un gran clan de ricos terratenientes, intentan hacer frente a los daños causados por la riada. Liderados por Mary-Love, la incontestable matriarca, y Óscar, su obediente hijo, los Caskey trabajan por recomponerse y salvaguardar su fortuna. Pero no cuentan con la aparición de la misteriosa Elinor Dammert. Una joven hermosa pero parca en palabras con un único objetivo: acercarse a los Caskey cueste lo que cueste.

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Seitenzahl: 296

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Índice

Portada

Blackwater 6. Lluvia

Créditos

Resumen

Sexta parte. Lluvia

1. El compromiso

2. Aplázala

3. La boda

4. Queenie, sola

5. Los niños Caskey

6. La canción de la pastora

7. La universidad

8. Oscar y Elinor

9. El pijama de Oscar

10. Pisadas

11. La señora Voskoboinikov

12. Brindis con champán

13. El nido

14. Lluvia

Michael McDowell (1950-1999) fue un auténtico monstruo de la literatura. Dotado de una creatividad sin límites, escribió miles de páginas, con una capacidad al nivel de Balzac o Dumas. Como ellos, McDowell optó por contar historias que llegaran a todo el mundo. Como ellos, eligió el medio de difusión más popular: el folletín, o novela por entregas, en el caso de los maestros del XIX; el paperback, o libro de bolsillo, en el caso de McDowell.

Además de ejercer como novelista, Michael McDowell fue guionista. Fruto de su colaboración con Tim Burton fueron Beetlejuice y Pesadilla antes de Navidad, además de un episodio para la serie Alfred Hitchcock presenta. Considerado por Stephen King como el mejor escritor de literatura popular, y pese a su temprana muerte por VIH, escribió decenas de novelas: históricas, policíacas, de terror gótico, muchas de ellas con pseudónimo. En 1983 publicó la que es sin duda su obra maestra, la saga Blackwater, y exigió que se publicara en 6 entregas, a razón de una por mes. El éxito fue arrollador. Ahora, tras el enorme éxito de venta y público en Francia e Italia (con más de 2 millones de ejemplares vendidos), llega a nuestro país.

Título original: Blackwater. Part VI: Rain

© del texto: Michael McDowell, 1983. Edición original publicada por Avon Books en 1983. Publicado también por Valancourt Books en 2017

© de la traducción: Carles Andreu, 2023

© diseño de cubierta: Pedro Oyarbide & Monsieur Toussaint Louverture

© de la edición: Blackie Books S.L.U.

Calle Església, 4-10

08024 Barcelona

www.blackiebooks.org

[email protected]

Maquetación: Acatia

Primera edición digital: abril de 2024

ISBN: 978-84-10025-58-5

Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

Resumen

Tras la muerte de James, la fortuna de los Caskey se multiplica gracias a la gestión de Billy Bronze y a la explotación de petróleo del pantano de Gavin Pond, que Miriam manda perforar por consejo de Elinor. Al terminar la guerra, Early Haskew vuelve a Perdido, para desgracia de Sister, que en un ataque de pánico se cae por la escalera y sufre una grave lesión que la mantendrá inválida en cama. Frances se queda embarazada y da a luz a Lilah, una niña adorable, y a Nerita, una criatura verdosa que esa misma noche suelta en el río Perdido. Al cabo de un tiempo, Frances, cada vez más desconectada de la realidad y más unida a su verdadera naturaleza, decide fingir su muerte para irse a vivir con ella al río.

Sexta parte

Lluvia

1

El compromiso

Tal vez solo fueran eso: dos ancianas cotilleando, cotilleando sin parar en el dormitorio trasero de una vieja casa, en un rincón remoto de Alabama. En 1958, Sister Haskew, de sesenta y cuatro años, era una mujer tullida, postrada en cama, quejumbrosa, débil, dependiente y exigente. Queenie Strickland tenía sesenta y seis, era una matrona gruesa, afable, bulliciosa, alegre y entregada a la familia. Aunque ambas eran inmensamente ricas, ninguna se paraba a pensar nunca en el dinero que tenía. Queenie era la esclava y la espía de Sister. Queenie se encargaba de traer y llevar lo que hiciera falta. Cada mañana a las seis y cincuenta y cinco, Queenie salía puntualmente de su casa, en el edificio contiguo, para llevarle a Sister la bandeja del desayuno, y a las siete de la tarde devolvía la bandeja de la cena de Sister a la oscura cocina de Ivey y dejaba caer los platos sobre la encimera con un estrépito y un suspiro. Sister nunca habría permitido que Queenie se alejara de su lado si no fuera por la insaciable curiosidad que le generaban los acontecimientos del pueblo, el aserradero y su propia familia. Queenie tenía permitido ir a jugar al bridge, ir de compras, ir a la granja a visitar a su hija Lucille e ir a cenar a la casa de al lado, la de Elinor, solo porque así, cuando volvía al dormitorio mohoso, cerrado y abarrotado de Sister, podía contarle a esta todo lo que había visto y oído. Sister tomaba todos esos retazos de información arbitrarios y sacaba conclusiones y predicciones descabelladas, a lo que Queenie decía: «Sister, te equivocas, eso no va a pasar». Y así era, las predicciones de Sister nunca se cumplían. Llevaba tanto tiempo alejada de la sociedad que casi había olvidado cómo funcionaba. Queenie era una informadora incondicional, pero los análisis de Sister nunca acertaban.

La casa donde vivían Sister y Miriam había cambiado por completo su carácter en los últimos doce años. Cuando Mary-Love aún vivía y Miriam era una adolescente, el lugar parecía estar impregnado de un tipo de vitalidad nacido —dirían algunos— de la mezquindad, aunque tal vez solo fuera fruto del empeño y el tesón. La casa había mantenido su presencia entre la residencia de Elinor, mucho más grande, a un lado y la casa de James Caskey, más elegante, al otro. Ahora, en cambio, algo en su aspecto —y en los porches y las ventanas de la planta baja, ocultas detrás de las azaleas y las camelias que crecían desbocadas— sugería que la casa se estaba replegando sobre sí misma, que ya no deseaba competir con sus vecinas, sino más bien retirarse de la contienda. Por dentro olía a viejo. Los muebles seguían siendo los mismos que el día en que había muerto Mary-Love Caskey, veintidós años atrás. Pero eso no era por reverencia a la difunta, sino porque, por un lado, a Miriam no le importaba lo suficiente el mobiliario como para querer cambiarlo y, por otro, a Sister le gustaba recordar tan a menudo como fuera posible (aunque nunca lo habría admitido, ni siquiera ante sí misma) que Mary-Love estaba efectivamente muerta. Ivey Sapp también era una mujer mayor, tanto como Queenie, y había enterrado a Bray en la primavera de 1957. Quien la ayudaba ahora era Melva, una nieta de Roxie, la cocinera de James. Ivey estaba aún más gorda que Queenie y se pasaba el día sentada en la cocina escuchando la radio y dándole instrucciones a Melva. Solo se desvelaba para preparar los pocos platos que Sister probaba.

Sister había pasado tantos años en cama que la casa entera olía a ella y a su enfermedad, un olor dulzón a lavanda, como las hierbas que usaban los egipcios para rellenar las cavidades de los cadáveres eviscerados. Una persona de temperamento delicado podría haber enloquecido en aquel lugar sin llegar a comprender por qué. Miriam Caskey, que tenía ya treinta y siete años, gozaba de una naturaleza lo bastante robusta como para sobreponerse a la fragilidad de la atmósfera en la que dormía cada noche, aunque tal vez en su habitación, cuya puerta se aseguraba de mantener bien cerrada todo el día, el aire no era tan mórbido.

Aunque Early Haskew nunca había vuelto a por ella, Sister aseguraba que era incapaz de dormirse por las noches hasta que Miriam había comprobado las cerraduras de todas las puertas y ventanas de la planta baja. «Ese hombre llegará hasta mí aunque tenga que trepar por la fachada para lograrlo —exclamaba Sister una y otra vez—. Apoyará una escalera contra la casa y me espiará por la ventana». Miriam se había rendido y ya no replicaba que Early, dondequiera que estuviera, era ya un hombre de sesenta y cuatro años, probablemente muy gordo y poco dado a las proezas atléticas.

Sister y Miriam no estaban unidas. Miriam no podía olvidar que la enfermedad de Sister, aunque en ese momento fuera bastante real, había empezado como una farsa. Después de caer por las escaleras a causa de una ceguera temporal, Sister se había metido en la cama por una supuesta debilidad en las piernas. Y, para evitar a su marido, no había vuelto a salir de esa cama, con la esperanza de que las piernas se le marchitaran y de que Early no pudiera obligarla a abandonar su querido hogar. Miriam se negaba a atender a una mujer que se había convertido voluntariamente en una lisiada. Y Sister, por su parte, sentía que Miriam pasaba demasiado tiempo ocupándose del aserradero y del negocio petrolífero de los Caskey, y demasiado poco cuidándola a ella.

—Soy rica, ¿sabes? —le dijo un día Sister a Queenie—.Tengo tanto dinero que no sé ni qué hacer con él. ¿Y sabes para quién va a ser? Para Miriam, hasta el último centavo va a ser para ella. Se lo he dicho, y ¿cómo me trata a cambio? Como si yo fuera la prima pobre.

—Yo antes era la prima pobre —señaló Queenie.

—Exacto —dijo Sister, asintiendo con la cabeza—, y Miriam me trata como mamá y el resto de la familia solían tratarte a ti, como si fuera una inútil y una gorrona sin clase.

Aquel discurso sorprendió a Queenie, no porque fuera grosero —que desde luego lo era—, sino porque sonaba como algo que podría haber dicho la propia Mary-Love Caskey. La frase dio que pensar a Queenie, que se dijo a sí misma que en el futuro prestaría más atención a los modales de Sister. Después de observar y escuchar con atención, Queenie llegó a la conclusión de que Sister se parecía cada vez más a su difunta madre.

Un día, después de la iglesia, a principios del otoño de 1958, Queenie agarró a Miriam antes de entrar en casa y le dijo:

—Miriam, ¿tú has notado algo distinto en Sister?

—¿Te refieres a que cada día es más exigente?

El verano aún duraba en Alabama, y Miriam se quitó los guantes con alivio. Se libró de los alfileres que le sujetaban el sombrero y se soltó el pelo.

—No —dijo Queenie con el ceño fruncido—. Me refiero a que cada día se parece más a Mary-Love.

Miriam sonrió.

—¿Hasta ahora no te habías dado cuenta? ¿No has visto cómo firma los cheques?

—«Elvennia Haskew». ¿Cómo iba a firmarlos si no? —respondió Queenie, sorprendida.

—No —dijo Miriam, que dio media vuelta, subió hasta el porche superior y se sentó en una mecedora de mimbre; Queenie la siguió—. Hace más o menos un año me llamaron del banco —prosiguió Miriam— porque decían que alguien estaba falsificando los cheques de Sister. Así que fui a echar un vistazo a los cheques que acababan de llegar. Y ahí estaba: «Elvennia Haskew», pero escrito con la letra de la abuela —dijo Miriam, soltando una carcajada—. Me dio un vuelco el corazón y pensé: «Dios mío, ha vuelto de la tumba, ¿qué vamos a hacer?». Las enes eran las mismas y las as al final de las palabras también. Igualitas que las de la abuela. Entonces volví y le dije: «Sister, ¿por qué haces tonterías con tu firma? Los del banco se están poniendo nerviosos». Pero Sister ni siquiera sabía de qué le hablaba, de modo que le enseñé su antigua firma y luego la que acababa de poner en ese cheque. «No veo ninguna diferencia», me dijo, y yo opté por no insistir. Pero ya lo verás, alguna vez pídele que te escriba algo: tiene la misma letra que la abuela, trazo a trazo.

—Tú adorabas a tu abuela —dijo Queenie, aunque los comentarios de Miriam parecían sugerir lo contrario.

—Pues sí —dijo Miriam—. La quería mucho, mucho. Nunca he querido a nadie tanto como a ella. Pero gracias a Dios está muerta, y gracias a Dios nunca volverá. En su día ella dirigía el cotarro, pero ahora la que manda soy yo. Así que es mejor que no tengamos que pelearnos.

—Si Mary-Love estuviera viva no se pelearía contigo —dijo Queenie—. Seguiría peleándose con Elinor. A ti te dejaría en paz.

—No —repuso Miriam—. Pensaría que soy una arrogante y trataría de someterme. Lo mismo que Sister. Sister piensa que soy una arrogante por dirigir la fábrica como lo hago. Da igual todo el dinero que genere: no le presto suficiente atención, no estoy pendiente de ella como tú.

—A mí no me importa hacerlo —dijo Queenie.

—Ya lo sé, pero a mí sí me importaría. Bueno, no, porque no lo haría. Sister está así porque se lo ha buscado, Queenie, lo sabes perfectamente. Se cayó por las escaleras hace once años. Podría haberse levantado en unas semanas, pero todos estos años después sigue obligando a otras personas a encargarse de ella, personas que tenemos mejores cosas que hacer con nuestras vidas. Yo la quiero mucho, me educaron para quererla. La querré hasta el día en que se muera y se hunda entre sus cinco colchones de plumas y sus siete almohadas. Pero nunca pienso decirle: «Sister, siento que estés lisiada» o «Sister, siento que estés sola aquí arriba». Y ella sabe que no debe pedírmelo.

En ese momento Lilah salió de la habitación contigua y se acercó a ellas. Miriam sonrió y le tendió las manos a su sobrina de once años. Lilah subió los escalones.

—La abuela dice que la cena estará lista en quince minutos y que vengas cuando quieras.

Queenie, cuyo apetito no flaqueaba por muchos años que cumpliera, se levantó de inmediato.

—¿Vienes? —le preguntó a Miriam.

—Miriam —dijo Lilah rápidamente—, ¿me acompañas arriba y me dejas ver tus joyas?

—Te enseñaré algunas —dijo esta—. Y también dejaré que te pruebes algunas cosas.

Así que Miriam y Lilah entraron en casa y Queenie cruzó el patio de arena hasta la casa de Elinor con la esperanza de encontrar algo para picar en la cocina antes de que todos se sentaran a comer.

—¿Quién va? —preguntó Sister cuando oyó pasos subiendo las escaleras.

—¡Soy yo! —dijo Miriam—. ¡Y Lilah!

—¡Lilah! ¡Ven a hablar conmigo!

Lilah cruzó el pasillo, se asomó a la habitación de Sister y gritó, rebosante de emoción:

—¡Ahora no puedo! ¡Miriam va a dejar que me pruebe algunas de sus joyas!

—Pues te las pruebas y luego vienes aquí y me las enseñas.

Lilah volvió corriendo a la habitación de Miriam. Temía haberse perdido lo que para ella era la mejor parte, cuando esta abría el cajón de las joyas, pero no era así. De pie ante la cómoda, sonriendo, Miriam le dijo:

—Hoy te lo dejaré hacer a ti.

Lilah se arrodilló y extrajo con reverencia el cajón inferior de la vieja cómoda. Dentro había nueve joyeros, cada uno de un tamaño diferente, cada uno de una época diferente, cada uno de una textura diferente. Para Lilah, eran tan distintos como nueve personas distintas esperando en la cola del banco. Y estaban todos llenos de tesoros.

—¿Cuál quieres mirar? —preguntó Miriam.

Lilah señaló la caja central de la pila de la derecha.

—Esta —dijo.

Miriam se sacó una llavecita del bolsillo y se acercó a un cofre peculiar que había en la esquina de la habitación. Era tan alto como ella e igual de estrecho, y tenía un espejo en la puerta. A Lilah le encantaba aquel cofre vertical, nunca había visto uno igual. Dentro había una docena de estantes estrechos en los que Miriam guardaba todas las cosas que nadie más podía ver. En el estante superior no había más que llaves, cientos y cientos de llaves que solo Dios y Miriam sabían qué cerraduras abrían. Sin dudarlo, Miriam sacó una anilla llena de llaves diminutas de la parte de atrás e introdujo infaliblemente una en la cerradura del cofre que Lilah había elegido. Este se abrió al instante.

En el interior había un montón de pendientes desordenados: esmeraldas, rubíes y diamantes; perlas con engastes dorados; diminutos pendientes de oro con diseños delicados en forma de estrellas, barcos y caballos; elegantes perlas antiguas que Lilah no había visto nunca: macizas, con filigranas de metal y una variedad de piedras; sobrias joyas modernas hechas con perlas negras individuales... Metió las manos en la caja y sintió en la piel el pinchazo de los afilados broches, alfileres y piedras cortadas, pero el dolor le produjo una gran emoción. Parecía imposible que cada una de aquellas piezas tuviera su pareja en algún lugar de aquella maraña de gemas, pero Miriam le aseguró que así era.

—Nunca compro piezas sueltas —le dijo— y nunca pierdo nada, o sea que están todas ahí, en alguna parte.

—¿Quieres que las empareje?

—¿Para qué? —preguntó Miriam—. Las meteríamos de nuevo en la caja y volverían a mezclarse. Además, seguramente Queenie estará a punto de morirse de hambre. Elige un par de pendientes y pruébatelos.

Lilah no llevaba las orejas perforadas, por lo que tuvo que buscar unos con broche de presión. Encontró unos con una piedra roja maciza de corte cuadrado.

—¿Qué es esto?

—Rodolita. Es de Sudáfrica. Las compré en la Quinta Avenida de Nueva York en 1953.

Miriam metió la mano en la caja y al instante sacó la pareja. Lilah ni siquiera estaba segura de que la hubiera buscado, parecía haberla encontrado solo mediante el tacto. Miriam colocó los pendientes en las orejas de su sobrina. Pesaban una barbaridad y le tiraban de los lóbulos.

—¿Cómo me quedan? —preguntó Lilah, mirándose en el espejo.

—Muy graciosos —dijo Miriam—. Anda, ve a enseñárselos a Sister. Y date prisa, me ha estado rugiendo el estómago durante todo el sermón matutino.

—Ya lo sé —dijo Lilah, que salió corriendo por la puerta—. Lo he oído.

La niña cruzó el pasillo y entró en la habitación de Sister. Se acercó a la cabecera de la cama y giró la cabeza hacia un lado y hacia el otro para que esta pudiera admirar las joyas.

—Son preciosas —dijo Sister—, y tú también, cariño.

—Gracias.

—Miriam nunca deja que nadie más que tú se pruebe sus joyas.

—¡Tiene muchísimas! —susurró la niña.

—Me sorprende que podamos permitirnos comer en esta casa —dijo Sister en tono severo—, con lo que Miriam gasta en esa quincalla.

—¡No es quincalla!

—¡Lo es si nadie se lo pone nunca! Probablemente sea la primera vez que alguien usa esos pendientes desde que los compró.

—Pero tengo que quitármelos —dijo Lilah con un suspiro.

—¡Lilah! —gritó Miriam desde el pasillo—. ¡Nos tenemos que ir!

Lilah se volvió hacia la puerta, pero Sister sacó la mano de debajo de la colcha y la agarró del brazo.

—Tu papá se siente solo —dijo en voz baja.

—¿Cómo?

—Tu papá se siente solo desde que tu mamá se ahogó en el Perdido.

—De acuerdo... —aceptó Lilah tímidamente, también en voz baja.

—Fue hace dos años, ¿verdad? En mayo hizo dos años.

—Sí.

—Me sorprende que no se haya casado aún.

—¿Casarse? ¿Con quién iba a casarse papá? —preguntó Lilah sorprendida.

Sister clavó los ojos en Lilah y luego dirigió una mirada misteriosa hacia la puerta. Lilah siguió esa mirada sin comprender.

—¿Con quién? —volvió a preguntar.

Sister asintió con la cabeza, pero no quiso hablar.

—¿Quieres decir que papá se podría casar con Miriam?

—¿Con quién si no?

—¡Papá no se va a casar con Miriam! —exclamó Lilah—. ¿Quién te ha dicho eso?

—No me lo ha dicho nadie, ni falta que hace. Todos creéis que porque estoy confinada en mi cama de dolor no sé nada, que no veo nada. Pero sé y veo muchas cosas. Queenie me cuenta todo lo que necesito saber.Tengo visitas.Tengo mis propios ojos para mirar por esta ventana. Y tengo todo el tiempo del mundo para atar cabos. Me sorprendería mucho si dentro de poco no tuvieras una nueva mamá.

—No me lo creo, Sister —dijo Lilah—. Se lo voy a preguntar a Miriam.

—Si lo haces, lo negará. No querrá darme la satisfacción de admitir que tengo razón. Pero un día de estos vas a volver de la escuela y tu papá te dirá: «Lilah, cariño, Miriam y yo nos hemos escapado juntos y nos hemos casado». Ya lo verás.

—Sigo sin creérmelo.

—¿No quieres esos pendientes?

Sister pasó un dedo huesudo por la oreja izquierda de Lilah, que se estremeció.

—Sí, claro que sí.

—Si Miriam se convierte en tu madre, cuando ella muera serán tuyos. Heredarás una fortuna en piedras preciosas.

Lilah no parecía nada convencida con las predicciones de Sister. Miriam volvió a llamarla.

—Me tengo que ir —dijo Lilah, apartándose.

Sister le dirigió una sonrisa de complicidad y le soltó el brazo. Lilah salió corriendo de la habitación. Miriam, que la esperaba en el pasillo, le quitó los pendientes de las orejas y se los metió en el bolsillo.

—Elinor nos va a matar —le dijo a Lilah—, o sea que andando.

Perdido era de la opinión de que Billy Bronze no había llorado lo suficiente la muerte de su esposa. Frances Caskey se había ahogado en el Perdido una noche de tormenta de la primavera de 1956, mientras Billy se encontraba fuera del pueblo. Habían dragado brevemente el Perdido, más arriba y más abajo de la confluencia, pero el cuerpo de Frances no apareció. Elinor se había encargado de darle a Billy la noticia sobre la muerte de Frances:

—Fue a nadar, Billy, como siempre. Pero esta vez no volvió.

—Desde luego, no parece propio de Frances ahogarse —respondió Billy—. Nunca he conocido a nadie que nadara mejor que ella. Pero dices que esa noche hubo tormenta. A lo mejor le cayó un rayo.

El duelo de Billy fue discreto: siguió yendo a trabajar como siempre, sus rutinas no cambiaron, no perdió el apetito y nunca parecía estar absorto. Pero ahora dormía solo por la noche, y esa parecía ser la principal diferencia en su vida. Perdido se percató de aquella aparente indiferencia por parte de Billy y lo juzgó bajo una luz desfavorable, pero los Caskey lo defendieron. Con una o dos palabras discretas aquí y allá, Elinor y Queenie se encargaron de recordarle al pueblo lo distante que se había mostrado Frances durante los últimos años de su vida, cómo había empezado a ignorar tanto a su marido como a su hija y cómo parecía no importarle nada más que el río.

Aunque se hubiera ido alejando de su esposa, Billy siempre había mantenido la buena sintonía con el resto de la familia, una relación que tampoco cambió con la muerte de Frances. Billy siguió viviendo en la casa familiar, con sus suegros, Elinor y Oscar, sin ninguna intención de mudarse a otro lugar. En una ocasión, Oscar señaló que el hecho de que el cuerpo de Frances nunca se hubiera encontrado podía generar alguna complicación.

—¿Qué tipo de complicación? —preguntó Billy.

—Bueno —respondió Oscar, incómodo—, en caso de que quisieras volver a casarte...

—¡Casarme! —dijo Billy, con una carcajada—. ¿Con quién demonios iba a casarme, Oscar?

—No lo sé —dijo su suegro—, pero podría haber alguien, algún día. Ahora mismo no lo veo, es verdad, pero podría ocurrir. Algún día.

Billy volvió a reírse.

—Elinor no me lo permitiría —dijo, y se encogió de hombros en un gesto de lo más elocuente, como diciendo: «Y yo tampoco querría que lo hiciera».

La relación entre Billy y Miriam durante esos dos primeros años de viudedad tampoco cambió. Eran igual de amigos, igual de íntimos e igual de profesionales que siempre. Hasta que se le ocurrió a Sister, nadie había pensado que pudiera existir la posibilidad de un matrimonio entre Billy Bronze y su cuñada. Lilah no tenía claras las posibles consecuencias de esa unión, aunque sospechaba que podían ser negativas. Así pues, un día fue a ver a su abuela y le dijo:

—¿Se van a casar papá y Miriam? Y, si lo hacen, ¿significa eso que me quedaré automáticamente con todas las joyas de la tía cuando se muera?

—¿De dónde has sacado esa idea? —le preguntó Elinor a su nieta.

—Me lo dijo Sister. Según ella, es cuestión de tiempo que papá y Miriam se escapen juntos. ¿Van a vivir aquí o en la casa de al lado?

—No quiero oír ni una palabra más sobre este asunto —dijo Elinor—. No es apropiado.

—¿No es apropiado? —preguntó Lilah, desconcertada.

—No, no es apropiado —repitió Elinor, y de momento ese fue el final de la historia para Lilah.

Pero no para Elinor, que abordó a Oscar y le preguntó:

—¿Tú has oído algo de que Billy se vaya a casar con Miriam?

Oscar no había oído nada de eso, ni tampoco lo habían hecho Queenie, ni Lucille, ni Grace, ni Zaddie, ni Ivey. Elinor llamó a Sister.

—¿De dónde sacaste semejante idea, Sister? —preguntó.

Esta se recostó con gesto de suficiencia en sus almohadas y, con aire misterioso, dijo:

—Yo sé de qué hablo...

Elinor fue a hablar con su marido, contrariada.

—Oscar, tienes que hablar con Miriam —dijo—. Eres la única persona de la familia a quien va a escuchar.

—Pero ¿qué importancia tiene que Billy se case con Miriam o no? —preguntó Oscar.

—No estoy segura —admitió Elinor—, pero en cualquier caso deberíamos tratar de averiguarlo.

Esa noche, durante la cena, mientras Zaddie quitaba la mesa antes del postre, Oscar se aclaró la garganta y dijo:

—Miriam, ¿puedo hacerte una pregunta sin que me saltes al cuello?

—No lo sé —dijo Miriam, que no iba a dejarse atrapar tan fácilmente—. Tal vez. O tal vez no. ¿Cuál es la pregunta?

—Bueno... —dijo Oscar en tono vacilante—, tal vez debería preguntárselo a Billy.

Billy miró primero a Oscar y luego a Miriam.

—Sí, claro, pregunta —dijo—. Yo no voy a enfadarme.

—En ese caso os lo preguntaré a los dos —dijo Oscar, pero entonces le entraron las dudas. Zaddie estaba de pie en la puerta, con una pila de platos en cada mano.

—Vamos, señor Oscar —dijo—, antes de que se me rompan todos estos platos.

—Nos preguntábamos...

—¿Quién se lo preguntaba? —quiso saber Miriam.

—Todos —soltó Malcolm, y se sonrojó.

—Pero ¿qué es lo que os preguntabais? —dijo Billy.

—Nos preguntábamos si tenéis pensado escaparos y casaros.

Billy y Miriam se miraron con asombro.

—¿En serio habéis estado dándole vueltas a eso? —dijo Miriam tras unos instantes de silencio atónito.

—¿Miriam y yo? —graznó Billy.

—Lo dijo Sister —exclamó Queenie.

—A Sister se le ha olvidado que hay otro mundo al otro lado de ese pasillo —dijo Miriam bruscamente.

—Entonces ¿no vais a casaros? —preguntó Lilah.

—Pues claro que no —le aseguró Miriam—. Esa es la tontería más grande que he oído en mi vida. ¿Por qué demonios iba a querer casarme con Billy?

—Bueno, estáis siempre juntos —dijo Queenie—. Y Billy se siente solo y triste, sin Frances. De cualquier modo, andáis siempre de viaje juntos, así que bien podríais estar casados. Billy nunca se casaría con una mujer que no fuera una Caskey y tú no te tomarías la molestia de ir detrás de un desconocido.

—Eso es lo que cree Sister —añadió Elinor.

—Bueno, pues está totalmente equivocada —dijo Miriam—. No puedo hablar por Billy...

—Sí, sí puedes —se apresuró a decir este.

—... pero nunca hemos pensado en casarnos, y no vamos a hacerlo ahora.

—Echo de menos a Frances —dijo Billy—, pero tengo a Lilah para hacerme compañía. No necesito otra esposa. Y jamás se me ocurriría traer a una mujer de la que no supierais nada.

—De todos modos, yo tampoco iba a aceptarla —soltó Elinor.

—Lo sé —dijo Billy—, y no voy a renunciar a todos vosotros solo para tener a alguien que me caliente los pies por las noches.

Así pues, otra de las predicciones de Sister resultó fallida y la familia suspiró de alivio. Ni siquiera estaban seguros de por qué estaban aliviados, pero lo estaban. Zaddie retiró los platos y sacó el café, más platos y más tenedores, y luego sirvió una tarta de moras recién salida del horno, acompañada por helado de melocotón.

Elinor se sirvió el café y lo pasó. Alrededor de la mesa la conversación había cambiado, pero Miriam estaba ausente y silenciosa. Dio vueltas y más vueltas a su taza en el plato y lanzó una mirada malhumorada alrededor del comedor. Finalmente, en un momento en que la conversación decayó, levantó la vista y comentó:

—Además, Billy y yo no podemos casarnos.

—¿Por qué no? —preguntó Queenie, cuyo objetivo principal en la vida era mantener las conversaciones vivas—. ¿Porque aún no han declarado legalmente muerta a Frances?

—No —contestó Miriam—. Porque ya estoy comprometida.

2

Aplázala

Miriam miró alrededor de la mesa.

—Bueno —dijo después de una pausa—, ¿nadie se va a molestar en preguntarme con quién? ¡Ni que se casara una todos los días!

Todos los comensales se habían quedado boquiabiertos. Si no era con Billy, ¿con quién iba a casarse Miriam?

—¿Con quién te has comprometido? —dijo finalmente Queenie.

—Miriam, nos alegramos mucho por ti, sea quien sea, pero...

—¿Pero qué? —dijo Miriam.

—¡Pero no teníamos ni idea! —dijo Oscar.

Miriam se encogió de hombros.

—Yo tampoco. Acabo de decidirlo ahora mismo. Si tanto queréis que me case, supongo que tendré que casarme.

—¿Se lo has dicho ya al hombre? —le preguntó Elinor.

—Aún no —dijo Miriam—. Quizá debería hacerlo ahora mismo.

Miriam se volvió hacia el otro lado de la mesa, donde estaba Malcolm, que había estado en silencio y con los ojos muy abiertos durante todo el proceso.

—Malcolm, acepto tu propuesta —dijo. A continuación, miró a Queenie, sentada junto Malcolm, y luego a Elinor, a la cabeza de la mesa—. ¿Quién quiere encargarse de organizar la boda?

Queenie agarró el brazo de su hijo por debajo del mantel.

—¡Malcolm! —siseó—. ¿Cómo se te ocurre pedirle a Miriam que se case contigo?

—Se casa conmigo por mi dinero, Queenie —dijo Miriam, imperturbable—. Y porque siempre le digo lo que tiene que hacer. Y porque me quiere, supongo. Malcolm necesita a alguien que lo mantenga a raya, y tú no vas a estar siempre ahí. Estás ya mayor, Queenie.

—Lo sé —respondió esta—. Pero ¿y tú? ¿Por qué aceptas?

—Porque seguramente me convenga casarme —dijo Miriam—. Y porque Malcolm me lo pidió, y porque todos sabéis que no estoy dispuesta a aguantar a alguien que vaya a causar el menor problema. Y porque, Malcolm —añadió Miriam, mirando a su nuevo prometido al otro lado de la mesa—, tú vas a seguir haciendo lo que yo te diga, ¿verdad?

—Sí, señora —dijo él con una sonrisa exagerada—. ¡Mamá, me estás haciendo daño!

Queenie le soltó el brazo.

—Queenie y yo nos encargaremos de la boda juntas —anunció Elinor con solemnidad—. Miriam, creo que has tomado una sabia decisión. No necesitamos a ningún extraño en esta familia.

Al decir eso puso una mano sobre la de Billy Bronze, sentado a su lado, como para asegurarle que no pensaba en él en esos términos.

Lilah, que estaba sentada al otro lado de su padre, lo miró y susurró:

—Papá, ¿estás decepcionado?

No quería que nadie más en la mesa oyera su pregunta, pero lo hicieron todos. Billy se echó a reír y la rodeó con el brazo.

—¡Por Dios, claro que no! —exclamó—. ¡Ya tengo a Miriam encima todo el día en el trabajo! ¿En serio crees que además quiero vivir con ella? Malcolm, ¡no sabes lo que te espera!

Pero Malcolm sonrió.

—Voy a cumplir cuarenta años el mes que viene. Y Miriam cumplirá treinta y siete en primavera. Ya es hora de sentar cabeza.

—Ya es casi demasiado tarde para tener hijos —suspiró Queenie—. Esperaba tener otro nieto. Aunque, Miriam, si os pusierais manos a la obra...

—No quiero oír ni mu sobre hijos, Queenie —zanjó Miriam—. Como vea un bebé en mi casa, usaré su cocorota como alfiletero. Malcolm, no dejes que Queenie te meta en la cabeza ideas sobre darle nietos; ¡a mí nadie me va a obligar a llevar ropa de embarazada!

—Malcolm —preguntó Oscar—, ¿dónde pensáis vivir tú y Miriam?

—Ay, Oscar, a mí no me preguntes esas cosas, yo también me acabo de enterar. Si quieres información, pídesela a Miriam. Miriam —preguntó tímidamente Malcolm—, ¿has pensado dónde quieres que vivamos?

—Todavía no lo sé —respondió ella—. Sister no tiene muy buena opinión de ti, y no sé cómo se tomaría que te mudaras a su casa. Y a tu madre no le haría mucha ilusión tener que lidiar conmigo. —Queenie estaba a punto de protestar, pero Miriam la cortó—. No te molestes en dorarme la píldora, Queenie, porque nadie en esta mesa te creería.

—No iba a pedirte que vinieras a vivir conmigo, Miriam. Solo quería preguntarte si ya has hablado de todo esto con Sister.

—Pues no —dijo Miriam, levantándose de la silla—. Imagino que será mejor que lo haga ahora mismo. Decidle a Zaddie que me guarde un poco de café caliente. No sé cuánto tardaré en volver.

A Sister aquella idea no le gustó ni una pizca. Miriam estaba sentada en una silla junto a la puerta, jugueteando con el dial de la radio sin encender el aparato. Sister no podía parar de despotricar.

—¡Creía que ibas a casarte con Billy! —gritó—. ¡Billy es un hombre! Malcolm Strickland es un zángano, no ha hecho nada a derechas desde el día en que Queenie Strickland puso un pie en Perdido. La primera vez que vi a Malcolm fue en el funeral de Genevieve, y le dije a mi madre: «Mamá, ese niño no hará nada bueno en la vida». Si no pasó toda su juventud entre rejas fue solo gracias a James y a Dollie Faye Crawford. Y si no fuera por ti y por Billy, seguiría detrás del mostrador de un restaurante de barbacoa en Mississippi. La intervención de todos los Caskey es lo único que explica que ese chico no se haya metido en ningún lío durante los últimos diez años.

—Malcolm ya no es un niño, Sister; va a cumplir los cuarenta el mes que viene.

—¿Y qué ha hecho de bueno en todo ese tiempo?

—No tiene que demostrar nada. Todos somos ricos y perfectamente capaces de velar por él. Y Malcolm nos es de gran ayuda, ya lo sabes. Hace muchas cosas útiles: mantiene los tejados en buen estado, sale a comprar bombillas... La semana pasada, sin ir más lejos, vino a casa para matar un murciélago que se había colado por la chimenea. Te alegraste mucho de verlo.

—Bueno, a matar murciélagos no lo gana nadie —dijo Sister en tono sarcástico—. Pero no sé si eso es una gran carta de recomendación cuando se trata de un matrimonio.

—He conocido a muchos hombres que no sabrían hacer ni eso —dijo Miriam—. En cualquier caso, tu opinión me trae sin cuidado, Sister: he decidido casarme con Malcolm y eso es lo que voy a hacer.

—¿Cuándo te lo pidió? —preguntó Sister al cabo de un momento. La curiosidad se había impuesto al disgusto.

—La semana pasada. El mes pasado. El año pasado. Malcolm lleva diez años pidiéndome que me case con él. Me trae el correo por la mañana y dice: «Buenos días, Miriam. ¿Quieres casarte conmigo?».

—¿Y por qué le has dicho que sí justo ahora?

—Porque el otro día miré mi partida de nacimiento, vi la edad que tenía y pensé: «Ya va siendo hora, Miriam». Y luego un día entré aquí, vi lo vieja que estás tú, Sister...

—¡Lo vieja que estoy!

Miriam asintió.

—... y pensé: «Un día de estos Sister se va a morir y te vas a quedar sola».

Aquel comentario despreocupado sobre su propia mortalidad sumió a Sister en un silencio horrorizado. Cuando por fin habló, lo hizo con voz débil.

—Miriam, haz el favor de dejar de toquetear la radio —dijo, cambiando de tema—. Me estás volviendo loca.