Bocetos de natación - Leanne Shapton - E-Book

Bocetos de natación E-Book

Leanne Shapton

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Beschreibung

En Bocetos de natación, Leanne Shapton, con una prosa elegante, meditativa y de ligera belleza, explora una vida que transcurre siempre alrededor del agua. La natación atraviesa su vida y su obra. De adolescente se entrenó para ser nadadora olímpica y representar a Canadá en competiciones de alto nivel. Como adulta, el nado recreativo en piscinas de hotel o en el mar durante unas vacaciones son parte de su cotidianeidad. De la disciplina de un entrenamiento de élite a la introspección de una artista bajo el agua, Shapton compone un libro que es en sí mismo una obra de arte.

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Índice

CubiertaPortadaDedicatoriaAguaAbandonarByronBocetosFinalesDónutsSudaderasRopa limpiaCatorce oloresCrown AssetsOtros nadadoresStudebakersEtobicokeDerekLa cocina de nocheCampamento de entrenamientoTallasSaint BarthPiscine OlympiqueEntrenadoresPrácticaMamáTitanicGafas de nataciónPiña coladaTiburónValsBañarsePiscinasSegunda faseAgradecimientosSobre la autoraCréditos

A mamá, a papá y a Derek

AGUA

El agua es elemental, es lo que nos conforma. No podemos vivir en ella ni sin ella. Tratar de explicar lo que significa para mí la natación es como mirar un caracol sumergido en agua quieta y transparente. Ahí está, bien delineado, pero cuando meto la mano y quiebro la superficie las ondas lo refractan. Se vuelve cinco caracoles, veinticinco; algunos más pequeños, algunos más grandes. Tanteo a ciegas y busco eso que vi con claridad antes de tratar de agarrarlo.

ABANDONAR

Supongamos que estoy nadando con otras personas, en el mar, un lago, una piscina, y una de ellas sabe que fui nadadora y comenta: “Leanne es nadadora olímpica”. Yo aclaro: “No, no, sólo llegué a las clasificatorias nacionales, no fui a los Juegos Olímpicos”. Pero el alarde ya subió a la superficie, como un globo: a algunos les divierte, les da curiosidad; a mí me hace sentir expuesta y me produce nostalgia.

Si me insisten, en general basta con decir que fui a las clasificatorias de Canadá en 1988 y 1992. Que alguna vez, brevemente, quedé octava a nivel nacional. Explico que para ir a los Juegos Olímpicos hay que lograr el primer o el segundo puesto en las clasificatorias. Y ahí termina la conversación. Después de nadar un rato vamos hacia la orilla o nos subimos al bote o al muelle, y pasamos a hablar de comida o a contarnos algún chisme.

No tengo recuerdos vívidos de las clasificatorias nacionales ni de cuando ganaba medallas; casi no recuerdo la primera vez que lo dejé, en 1989, ni cómo se lo dije a Mitch, mi entrenador. Seguramente habrá sido después de un entrenamiento nocturno. Junto a la piscina, cuando los demás habían ido a cambiarse. Habré estado ahí de pie en bañador, con la mochila y la toalla. Él me habrá preguntado “¿Qué pasa?”. Y entonces se lo debo haber dicho. Que mi familia se mudaba al campo, que no quería quedarme a vivir con otra familia para poder seguir entrenando… así que había decidido abandonar la natación.

Tal vez se lo dije mientras me ponía hielo en las rodillas. Los que nadan crol, mariposa o espalda suelen tener problemas de hombro, pero la mayoría de los que nadan braza tienen problemas de rodilla, y se les aconseja ponerse hielo con regularidad y tomar una aspirina diaria. Después de entrenar o de competir, me sentaba en las gradas con un vaso de telgopor lleno de agua congelada y hacía girar el hielo contra la parte interna de mis rodillas hasta que se ponían de un rosa intenso y perdían sensibilidad. Recortaba el vaso desde los bordes para que no chirriara contra la piel adormecida. El hielo se volvía resbaladizo, afinándose a medida que se derretía.

Pero no me acuerdo de cuando le hablé. Sí recuerdo haber hablado con Dawn, su asistente, a la mañana siguiente. Mitch no estaba. Nos sentamos en unas sillas plegables al borde de la piscina, mirando al equipo que entrenaba. Dawn me dijo que Mitch se había enfadado. Me preguntó qué pensaba hacer. Creo que le dije que iba a estudiar piano y arte, aunque sabía que no lo entendería. Que incluso tal vez yo no lo entendía. Recuerdo haber mirado a los nadadores, que empezaban con la serie más fuerte, y haber pensado: crucé la línea. Ya no tengo que hacerlo nunca más. Recuerdo estar ahí sentada y aliviada.

Una vez Mitch me dijo: “Vas a ser excelente”. Después Dawn me dijo: “Mitch no quiere hablarte”.

Los nadadores ponemos al entrenador por encima de todo. Lo admiramos, somos vulnerables, estamos desnudos y mojados frente a él. El entrenador nos ve débiles, nos debilita, cuenta con nuestra confianza, hacemos lo que nos dice. Es una relación como de guardián, padre, madre, jefe, mentor, carcelero, médico, psicólogo y maestro. Mitch me rompió el corazón.

 

 

Mi abuelo fue piloto de un bombardero en la Segunda Guerra Mundial. Aunque vivió hasta los ochenta y pico, en mi mente quedó congelado como el joven de la foto, con uniforme de vuelo y gafas de aviador, sonriendo junto a un B-25 Mitchell. La imagen que me viene a la mente cuando pienso en mi madre es una instantánea sacada alrededor de 1983; sentada en su cama, sonriente, todavía con la ropa del trabajo: camisa de seda, pantalones, un collar largo. Si pienso en mi padre lo veo en el comedor, cantando “The Gambler” de Kenny Rogers y aplaudiendo. La imagen por defecto que tengo de mí misma es una foto: yo a los diez, de pie junto a la escalera de la piscina en la escuela Cawthra Park, con traje de baño azul, las rodillas apretadas, tratando de recuperar el aliento.

Me autodefiní, en privado y en abstracto, por mis breves e intensos diez años como atleta, como nadadora. Entrenaba cinco o seis horas al día, seis días a la semana, y en el medio comía y dormía todo lo que podía. Los fines de semana los pasaba entrenando o compitiendo. No era la mejor; era relativamente rápida. Entrenaba, comía, viajaba y me duchaba con los mejores del país, pero no era la mejor; era bastante buena.

 

 

Me gustaba lo dura que era la natación a ese nivel: saber que podía hacer algo difícil e inusual. Que mi disciplina fuera reconocida, respetada; que tal vez no encajara en los grupos ni dijera las cosas correctas pero había algo que sí hacía bien. Quería creer que tenía talento; ser rápida era una prueba de mi talento. Aunque me encantaba competir, no me motivaba la idea de ser la más veloz, de ser la número uno, de los Juegos Olímpicos.

Todavía sueño con el entrenamiento, con las carreras, los entrenadores y las competidoras desdibujadas. Me atraen las piscinas, todas, no importa lo pequeñas que sean o lo sucias que estén. Ahora, cuando nado, entro al agua como si tocara distraídamente una cicatriz. Mi nado recreativo es un fantasma de mi nado competitivo.

BYRON

Le escribo a uno de mis viejos entrenadores, Byron MacDonald, y le pregunto si puedo ir a ver un entrenamiento matutino en la piscina de la Universidad de Toronto. Cuando llego, Byron y su asistente, Linda, están de pie junto al bordillo en la parte honda, cada cual con una fotocopia de la rutina. Están tal cual los recordaba. Byron sigue caminando con ese pavoneo contenido estilo Roy Scheider. Linda sigue pasando rápidamente de la cara de póker a la risa.

También la piscina está igual. Tiene una paleta rara para una piscina de competición: naranja, marrón y beige con estallidos de azul en los banderines, los bordes y las siete letras de TORONTO distribuidas equitativamente entre los ocho carriles. Cuando nadaba con Byron solía preguntarme cómo sería la vida desde el bordillo, estar ahí arriba seco y sin frío, en pantalones cortos y zapatillas. Siempre había pensado en el tedio que debían sentir los entrenadores mientras nosotros, en el agua, hacíamos esos miles de metros de calentamiento, series principales y vuelta a la calma. En un entrenamiento el tiempo pasa con precisión; cada minuto –cada segundo– se siente y se reconoce. En otras palabras, el tiempo pasa despacio.

Me sorprende, entonces, descubrir que desde afuera el tiempo pasa rápido.

Los primeros cuarenta minutos ni miro el reloj. Ver a los nadadores cruzando el agua me pone en un estado de concentración hipnótica. A mi lado, Byron me cuenta la trayectoria de algunos de ellos: una es la esperanza del equipo para la selección olímpica de Canadá; otra está en tratamiento por un trastorno alimenticio; un chico que también mira el entrenamiento está con un pie fracturado. Entre dos series Byron anuncia mi presencia, explicando que “Leanne nadaba con nosotros hace un par de años”. Hago un rápido cálculo mental. Ese mes se cumplen exactamente veinte.

 

 

Byron reemplazó los cronómetros analógicos, con sus cuatro agujas de colores, por unos digitales que pone en las esquinas de la piscina. Cámaras de vigilancia temporal. Sigue diciendo cosas como “Vamos arriba” o “Todos los que estén en el agua van arriba” en referencia a la aguja roja del cronómetro que llega a 60 en la parte superior de la esfera. Sus expresiones me recuerdan de golpe ese firme macromanejo del tiempo que tenía cuando nadaba. La capacidad de ver imágenes fijas en cada décima de segundo.

Mientras miramos al equipo, Byron me señala a un nadador, un chico que hace unos virajes increíbles. Linda le corrige la brazada de espalda a una chica, explicándole que es el hombro el que guía el movimiento, no la mano, y recuerdo cuando yo misma recibía esa clase de atención; cuando había un trazo perfecto que alcanzar, férreos detalles de precisión técnica que, en los buenos días, me hacían sentir que el entrenamiento consistía en pulirme más que en desenredarme –que era lo que sentía la mayor parte del tiempo–. Lo que más me gustaba eran los ejercicios, porque podía sentir cada centímetro del agua y entender cómo unos pequeños ajustes contribuían a impulsar mi cuerpo con más eficiencia. Íbamos lentamente de un lado a otro de la piscina, haciendo ochos con las manos y las muñecas, o nadábamos de espalda apuntando al techo con una mano y esperando hasta que la otra la alcanzara. Me gustaba la idea de un cuerpo hidrodinámico, los remolinos y las ondas, las repeticiones, el bordado de la natación.

Byron me describe los cambios que atravesó la disciplina durante los últimos veinte años. Ilustra cada detalle –los trajes de baño tecnológicos, las plataformas, las reglas de salida en falso– con anécdotas salpicadas de datos triviales. Suministra apellidos y años, relata amargas historias de descalificaciones y derrotas, añade cotilleos, notas al pie y cobertura mediática con el estilo de un narrador nato. Le pregunto si nunca le hicieron bromas con su nombre y el de Lord Byron, el poeta que amaba el agua y nadaba en el Helesponto. Se ríe y me dice que no, que tal vez el único momento apropiado habría sido cuando compitió para Canadá en los Juegos Olímpicos de Múnich, en 1972.

BOCETOS

 

 

 

FINALES

Una tarde lluviosa de noviembre voy en mi Ford Focus alquilado hasta el Etobicoke Olympium para ver las finales de un encuentro nacional de natación.

 

 

La forma más sencilla de describir la natación competitiva –un universo aislado, pegajoso, casi secreto– es ofrecer un esbozo de cómo son las finales.

Me siento con Linda y Byron en lo alto de las gradas de madera. La cuadrícula de asientos tiene el mismo aspecto que hace veinte años: un caos, como si fueran los cajones abiertos de una cómoda gigante. Mochilas, toallas de colores chillones, nadadores húmedos, entrenadores transpirados, cronogramas, papeles y ropa. Y comida. Dos nadadores comen verduras crudas directamente de una caja de cartón. Un entrenador pela una naranja. Una chica se llena la boca de frutos secos mientras un chico abre un paquete de papel metalizado, corta una rebanada de budín de banana y chocolate con un cuchillo de plástico y la mastica, pensativo. Los bancos estás cubiertos de envoltorios de barritas de cereales y botellas de agua vacías. Otro chico toma un batido de proteínas color marrón turbio, recién hecho; las cuchillas de la licuadora de mano le chorrean sobre los pies. Hay bebidas deportivas azules y verdes metidas en zapatillas encima de manuales de álgebra, iPads y iPods, camisetas. Camisetas que hablan. Tienen el tono y la testosterona de un tráiler de película de acción; fervoroso y motivador. Directamente frente a mí las camisetas de tres nadadores me aconsejan MIRA LO INVISIBLE / SIENTE LO INTANGIBLE / LOGRA LO IMPOSIBLE; ENFRENTA EL DESAFÍO; SI QUIERES MEJORAR, INTENTA LO IMPOSIBLE. Más abajo, en las tribunas, un cuarto me asegura que UN CAMPEÓN NUNCA ESTÁ SOLO EN EL PODIO.

 

 

Es un encuentro de piscina larga, lo que significa que las carreras se hacen en cincuenta metros y no en veinticinco, que es el largo de la mayoría de las piscinas públicas de Canadá. A las competiciones en piscinas de veinticinco metros o veinticinco yardas se las denomina de piscina corta.

El calendario de la natación tiene dos temporadas. La de piscina corta, de septiembre a marzo, y la de piscina larga, de abril a agosto. Ambas terminan con encuentros nacionales como este, abierto a todas las edades, con eliminatorias por la mañana y finales por la tarde. Las marcas mínimas para clasificar son publicadas por Swimming Canada, el organismo rector nacional para la natación competitiva. Suelen ser las marcas del puesto número treinta y seis en cada uno de los eventos del campeonato nacional del año anterior.

Dado que estas marcas –provinciales, nacionales e internacionales– cambian de año a año, las metas de los nadadores son temporales y sus esfuerzos son internos más que de confrontación. El deporte es juzgado por un reloj indiferente.

Cuando nadaba siempre veía caras familiares en las competiciones, pero las conocía más por sus marcas –listadas en orden descendente con décimas y centésimas de segundos– que por sus nombres.

 

 

Así es el aspecto de una piscina equipada para un gran encuentro:

En los dos extremos de cada uno de los ocho carriles de una piscina larga hay una plataforma de salida. (Algunas piscinas olímpicas tienen diez carriles, pero para las carreras sólo se usan los ocho carriles centrales). Todas las carreras de más de cincuenta metros comienzan desde el mismo extremo. Las plataformas están provistas de un taco en ángulo donde los nadadores pueden apoyar un pie más arriba que el otro y así incrementar el empuje en el momento de la salida.

Cada plataforma tiene un altavoz individual que transmite de manera uniforme la bocina de salida y una luz que destella para los hipoacúsicos. (Como la luz se mueve más rápido que el sonido, algunos nadadores prefieren regirse por la luz).

Conectados a la plataforma hay dos botones sincronizados con la bocina de salida. Se usan como respaldo para los casos en los que el nadador, al llegar, no ejerza presión suficiente como para registrar el tiempo, o para cuando fallan las placas táctiles. Estas placas son encendidas y apagadas manualmente por dos de los tres oficiales que están de pie detrás de cada plataforma. El tercer oficial controla la carrera con un cronómetro de mano.

Los oficiales, que deben estar enteramente vestidos de blanco, son voluntarios: padres de nadadores, padres de exnadadores o incluso ellos mismos exnadadores. Durante una carrera, se da por hecho que el área que rodea cada plataforma es un lugar de concentración individual: una caja invisible llena de tensión. Aunque también estén los oficiales y los cronometristas, los nadadores los ignoran o los tratan con una mínima cortesía.

Dentro de la piscina, fijados a la pared en el extremo de cada carril, hay unos paneles amarillos atravesados verticalmente por una franja negra. Son las placas táctiles y se usan para medir con mayor precisión la llegada de cada nadador. Los carriles están delimitados por corcheras, una serie de discos de plástico flotantes dispuestos a lo largo de un cable tensado. Las tres corcheras centrales, que demarcan los carriles cuatro y cinco, tienen discos amarillos. Esto indica dónde nadan los dos competidores más veloces, una práctica desarrollada para ayudar a quienes lo ven por televisión. Las corcheras siempre son de un mismo color hasta cinco metros antes de ambos extremos, y a los quince metros tienen una marca roja. Los nadadores deben sacar la cabeza a la superficie después de los virajes y de las salidas antes de esa marca; si no lo hacen son descalificados. Una cuerda atraviesa la piscina a lo ancho para poder controlar mejor esta regla. También atraviesan la piscina, a cinco metros de cada extremo, los banderines para los nadadores de espalda. Estos alegres triángulos (que me recuerdan a los parkings de coches usados) sirven para que los espaldistas calculen los virajes y las llegadas. Cerca de la piscina de competición suele haber una piscina de afloje, muchas veces con un tanque de oxígeno, donde los competidores nadan relajadamente después de las carreras para evitar que se acumule el ácido láctico.

 

 

Después de cantar el himno nacional de Canadá y una vez que los oficiales, precedidos por los gaiteros, se distribuyen a lo largo del bordillo, da comienzo el premio de consolación, o final B femenina de cien metros estilo braza. Son las mujeres que clasificaron de novena a decimosexta en las carreras previas. Una vez que salen del agua se presentan otras ocho. Esta es la final A, de la que participan las ocho primeras. Se las hace desfilar a lo largo del bordillo al ritmo de una música estridente, en este caso “Raise Your Glass”, de Pink. Todas llevan gorro y gafas de natación, y algunas se pusieron un segundo gorro sobre la correa de las gafas de natación. A ambos lados del gorro está impreso el logo del equipo y, en ocasiones, el apellido de la nadadora. Están vestidas con pantalones de gimnasia holgados, cazadoras deportivas y uniformes de sus equipos; toallas sobre los hombros, capuchas, auriculares. En los pies llevan zapatillas, chanclas, botas UGG o directamente nada. Detrás de las plataformas, las mujeres pegan saltos con los pies de puntillas. Estiran las piernas sobre la plataforma, se ajustan y se reajustan compulsivamente el gorro y las gafas de natación, se golpetean los muslos con los puños, tiran los brazos para atrás y para adelante, cruzándolos sobre el cuerpo, succionan botellas de agua, acomodan su plataforma y tironean de los tirantes de su traje de competición. Se retuercen, se preparan.

La que hizo el mejor tiempo en las eliminatorias ocupa el carril número cuatro. La segunda está en el carril número cinco, la tercera en el tres. Las demás, en orden descendente, están en los carriles seis, dos, siete, uno y ocho. Esta disposición reproduce la V invertida que suele formarse durante una carrera. Al nadador que toma la delantera desde los carriles uno, dos, siete u ocho a veces se le llama “outside smoke”.

El oficial anuncia el nombre de cada nadadora, comenzando por el carril número uno. Con varios silbidos fuertes y breves, el árbitro indica que las nadadoras tienen que quitarse el calzado y la ropa. En ese momento las competidoras se estiran, giran los brazos, rotan la cabeza, se inclinan hacia la piscina y se salpican un poco de agua. Algunas están quietas, con las manos en las caderas. Un silbido largo indica que las nadadoras tienen que acercarse y subir a las plataformas de salida. El público hace silencio. Por el micrófono, el juez recita: “En sus marcas…” y las nadadoras se inclinan y quedan inmóviles, con al menos uno de los pies en contacto con el frente de la plataforma.

 

 

He aquí un boceto de cada una de estas figuras tensas: en el primer carril, una vegetariana de dieciocho años que tiene una araña de mascota. Su madre murió de cáncer cuando ella tenía doce. Carril número dos, diecisiete años, padece alergias severas y eczema crónico pero no le gusta tomar antihistamínicos ni usar esteroides tópicos por temor al control antidoping. Hoy cumple años la del carril número tres pero su novio, que va a la universidad en Alberta, no se acordó. El mejor amigo de su hermano menor –que se enamoró de ella una vez que señaló una planta de interior y preguntó “¿Esto qué es? ¿Maíz?” – le deseó feliz cumpleaños cuando pasó hacia al vestuario de mujeres, pero ella no lo oyó. Carril número cuatro, diecisiete años, sabe que un entrenador de la Universidad de Michigan está en las gradas con la intención de reclutarla, y no puede evitar que le tiemblen las manos. Carril número cinco, diecinueve años, estuvo bostezando; eso es preocupante porque en general significa que va a tener una mala carrera. Carril número seis, también de diecinueve, decidió comerse un Snicker en vez de una PowerBar una hora antes de la carrera y se le quedó caramelo pegado en una muela superior izquierda. Se lo estuvo toqueteando con la lengua durante la presentación pero después lo olvidó, sumida en un túnel de concentración. Se repite en voz baja “ok, ok, ok”. Carril siete, sus padres se están divorciando. El fin de semana pasado el padre fue a buscar a sus dos hermanos menores con la novia nueva, Lorraine. Cuando vio bajar a Lorraine del auto, la madre enloqueció y salió corriendo de la casa gritándole obscenidades, para después tironearle del top amarillo. El padre repetía con voz calma: “Al coche, Lorr”. La del carril siete observó todo esto desde la ventana de su cuarto. Tiene quince años. La del carril ocho visualiza un vacío blanco; oye los ruidos a su alrededor como desde una nube de algodón porque antes de la carrera hizo los ejercicios de meditación que le enseñó su padrastro. A su compañera de equipo del carril número cuatro no le dirige la palabra: se anduvo besando con su exnovio en una fiesta hace dos fines de semana. Tiene diecisiete.

 

 

Una vez que las nadadoras están completamente inmóviles, la bocina de salida emite un sonido potente. Al mismo tiempo, las nadadoras se lanzan al aire con algo parecido a una pequeña flexión de brazos seguida por una sutil flexión de la cadera, para finalmente entrar al agua. La del carril cinco, la bostezadora, hace la mejor salida y es la primera en tocar la superficie. A mediados de la década del noventa, la Federación Internacional de Natación (FINA) estableció una regla de tolerancia cero para las salidas en falso. Si algún competidor sale antes de la señal, la carrera continúa y la descalificación se anuncia al final por los altavoces.

Esta carrera –dos largos de cincuenta metros– se considera un sprint. La del carril cinco va primera, pero en la marca de los cincuenta metros –el paso a la segunda fase– se le adelanta la del carril tres, que tiene un muy buen viraje, con una patada fuerte.

Lo que escucha la del carril tres al llegar a la pared: un golpe sordo cuando sus manos pegan contra la placa táctil; fugaces gritos de aliento cuando toma aire, que se deshacen entre burbujas mientras su cabeza, firme y alineada, vuelve a sumergirse para hacer el viraje. De inmediato sobreviene el silencio. Hay una ondulación durante el largo deslizamiento subacuático, un tenso y ligero suspiro de esfuerzo, una brusca exhalación, un gruñido junto con la patada de mariposa.

Su cabeza sale a la superficie y vuelve a sumergirse; con cada respiración el clamor del público es fuerte y sordo, fuerte y sordo; un coro de trinos y salpicaduras estalla a los costados de su gorro.

Por delante ve el agua lisa y un horizonte bajo y vidrioso. La del carril cuatro llega a percibir el entorno pero lo ignora. Las de los carriles cinco y tres la igualan, o tal vez acaban de pasarla. La del carril cuatro reprime un sentimiento de zozobra y empieza a patear con más fuerza. Entre brazadas, cada nadadora alcanza a oír la voz grave del locutor que relata la carrera por sobre los gritos del público. Lo que no oyen es que la del carril ocho viene acercándose sigilosamente durante los últimos veinticinco metros y ya está a la altura de la del carril cuatro.

Los últimos diez o quince metros son los más dolorosos, física y mentalmente. Los músculos están llenos de ácido láctico. Las brazadas se acortan, se debilitan, se retuercen, no logran la tracción. Es una sensación terrible, desesperante; se determinan los resultados del entrenamiento. Poco cardio y te falla todo el cuerpo, pocos ejercicios y te falla la brazada, poco entrenamiento de fuerza y los músculos queman como un papel en llamas.

La del carril tres llega primera, seguida por la del cuatro; la del ocho llega apenas después, en tercer lugar por dos centésimas de segundo. Jadeantes, las nadadoras se dan la vuelta para mirar el enorme tablero que exhibe los tiempos de cada una. Cuando ve que quedó tercera, la del carril ocho golpea con fuerza la pared amarilla. La del cinco sale cuarta, seguida por las de los carriles seis, siete, dos y uno.

La del tres se quita el gorro y lo lanza por encima del bordillo; después sumerge la cabeza para sentir el agua fría. Suena un silbato. Las nadadoras se impulsan con los brazos y salen de la piscina, recogen sus toallas y su ropa. Algunas se acercan a la piscina de afloje, otras a sus entrenadores.

 

 

Durante la ceremonia de entrega de medallas, una mujer con vestido de fiesta negro y ajustado y zapatos rojos de tacón alto le da a cada nadadora una rosa envuelta en celofán, le pasa la medalla por sobre la cabeza mojada, le estrecha la mano. Después cada medallista saluda a las otras dos. La del carril cuatro vacila antes de ofrecerle la mano a la del ocho. La del ocho se la estrecha pero cuando baja del podio se limpia la palma contra el muslo.

DÓNUTS

Entro al equipo de natación del Club Acuático de Mississauga (TOMAC) junto con mi hermano Derek. Él tiene catorce, yo doce. Nuestro grupo –el grupo intermedio– es para los más lentos; los principiantes mezclados con los menos talentosos, tengan la edad que tengan. Somos también los menos disciplinados; sólo tenemos que entrenar cinco veces por semana. Los del grupo avanzado entrenan once veces. El grupo avanzado es el siguiente nivel, donde están los de quince para abajo que nadan en serio, la crème de la crème. Después viene el grupo superior, los más rápidos de quince para arriba. Algunos nadadores de estos dos grupos suelen quedar bien clasificados en los encuentros nacionales y estar entre los primeros veinticinco del ranking canadiense.

Nuestro entrenador, Tom, es el más divertido. Alto y flaco, con bigote negro y ancho y cara de sabueso. Tiene un Toyota rojo de cinco puertas con una funda de corderito mugrienta sobre el volante. En los entrenamientos va arrastrando los pies por el bordillo de la piscina y nos grita frases de aliento mientras observa nuestras brazadas torcidas. Usa calzado acuático con calcetines de lana grises, que en veinte minutos están empapados.

En invierno, cuando el edificio de la piscina se pone demasiado húmedo y el aire que respiramos demasiado caliente, Tom abre la puerta doble que da al aparcamiento. Se forma una nube de vapor rectangular a un metro y medio de la superficie del agua. Ese aire fresco tiene un fuerte olor a cloro, y cuando miro las luces del techo desde mis gafas de natación veo que están rodeadas de un halo amarillo limón. El final del carril se ve solamente debajo del agua.

Los sábados, después del entrenamiento, Tom se instala en los bancos de al lado del vestuario con un café de la máquina expendedora y una caja con cuarenta Timbits, esos dónuts en forma de bolitas que venden en Tim Hortons, hechos con la masa que sacan del centro de los dónuts. Las Timbits son siempre de un solo tipo, en general las glaseadas o las cubiertas de chocolate. Eso me fascina. Admito que es mejor tener de todos los gustos posibles: creo democráticamente en el surtido. Pero semejante concentración de dónuts de un mismo gusto produce una mayor sensación de abundancia. Es probable que Tom también haya calculado que las surtidas siempre dejarían bolitas huérfanas rodando en el fondo de la caja.

Mientras esperamos a nuestros padres agarramos una o dos Timbits de la caja y nos quedamos charlando con Tom. Los tres chicos mayores, que ya conducen, ignoran los dónuts, nos pasan por al lado, abren de una patada la reja de la puerta y se van hacia sus coches por el aparcamiento nevado.

 

 

Como voy mejorando y teniendo una buena clasificación en los encuentros, al año paso al grupo intermedio, con Greg como entrenador, lo que significa que Derek y yo dejamos de nadar juntos. Una vez por semana, cuando volvemos del entrenamiento matutino, mi madre me lleva a Country Style y me deja elegir un dónut. Me tomo mi tiempo para decidir cuál quiero pero termino eligiendo siempre el mismo: uno con crema bávara que cuesta cinco centavos más. Mi madre pide un café y suspira. Es de suspirar mucho. Las mujeres que atienden detrás del mostrador reconocen a mi madre pero rechazan su cordialidad. Ella les hace un chiste sobre el frío. Le elogia el esmalte de uñas a una de las chicas y agradece con pronunciación rara cuando le sirven el café.

El inglés no es la lengua nativa de mi madre; es filipina y habla el inglés canadiense con tono de secretaria amable, en voz baja. Pronuncia con claridad salvo por algunas sutilezas de la ortografía que la confunden. Ahí falla. Los martes y jueves trabaja como contadora en una empresa que fabrica carpas, lonas y cobertores para piscinas de exterior.

Me subo al asiento trasero con mi dónut de crema bávara, me acuesto boca abajo y me ajusto el cinturón del medio, en diagonal. Damos marcha atrás. Como lentamente, inspeccionando el dónut con cada mordisco.

Durante el entrenamiento matutino algunas madres se sientan en las gradas y nos miran recorrer la piscina de un lado a otro. La madre de Freddy solía alentarlo en los entrenamientos. La mía alterna: si el día está bonito, reclina el asiento del coche y se echa una siesta en el aparcamiento. O vuelve a casa a dormir un rato más, y pone la alarma para las 6:50. A veces hace tiempo tomando café en el local de dónuts con otras madres, de vez en cuando con un padre.

A mí no me gusta que mi madre me vea entrenar, y en determinado momento les digo a mis padres que prefiero que tampoco vengan a las competiciones. Creo que tiene que ver con el hecho de ser mirada –me cohíbe mostrar el cuerpo– y con marcar mi propio territorio. Ellos lo respetan y me dan mi espacio; mi madre me deja en el entrenamiento y me pasa a buscar, me deja en las eliminatorias y en las finales y me pasa a buscar.