Breve historia de la peste negra - José Ignacio de la Torre - E-Book

Breve historia de la peste negra E-Book

José Ignacio de la Torre

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Conozca la apasionante y dramática historia de la Peste Negra, la terrible pandemia vírica que asoló la Europa Medieval del siglo XIV y aniquiló a un tercio de su población. Un trágico punto de inflexión en la historia de la humanidad que cambió por completo la economía, las relaciones sociales, la mentalidad y la religión. Este libro ayudará al lector a entender aquella pandemia que tan marcada dejó a la población europea medieval. No fue la primera ni fue la última que sufrió el continente europeo, pero sí fue la primera que tuvo una difusión por todo su territorio. Con un índice de mortalidad elevadísimo este periodo quedó grabado tanto por escrito como en la mentalidad y la religiosidad de sus contemporáneos de forma perenne. Podemos decir, sin lugar a dudas, que hubo un antes y después de la Peste Negra. Este libro pretende acercar a este interesante capítulo de la Edad Media a todo lector interesado en este proceso histórico, a través de sus diversas fases, momentos y personajes más destacados

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BREVEHISTORIA DE LAPESTENEGRA

BREVEHISTORIA DE LAPESTENEGRA

José Ignacio de la Torre Rodríguez

Colección:Breve Historia

www.brevehistoria.com

Título:Breve Historia de la Peste Negra

Autor:© José Ignacio de la Torre Rodríguez

Copyright de la presente edición:© 2022 Ediciones Nowtilus, S. L.

Camino de los Vinateros 40, local 90, 28030 Madrid

www.nowtilus.com

Elaboración de textos:Santos Rodríguez

Diseño y realización de cubierta: ExGaudia, Asociación Cultural

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjasea CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición digital:978-84-1305-184-0

Fecha de edición:mayo 2022

A María

Índice
1. Las plagas en el Mundo Clásico
Galeno y la Peste de los Antoninos
La Peste de Cipriano
La Peste de Justiniano
Los problemas climáticos a partir de 535
La primera gran peste
Teorías sobre el origen de la peste bubónica
Mortalidad
Rebrotes
¿Y si no fue tan grave?
A modo de conclusión
2. La medicina medieval
La «oscura» Edad Media
Pecado, enfermedad, vejez y muerte
Santos y reliquias
Los hospitales medievales
El estudio de la medicina entre el monasterio y la universidad
Hildegarda von Bingen
3. Europa antes de la peste
La fragilidad del hombre del medievo
El clima: La pequeña edad de hielo
Alimentación
El hambre
La hambruna de 1315
La dieta
La guerra
La Tregua de Dios
La Guerra de los Cien Años
La higiene
La ciudad como foco de contaminación
La higiene personal y los baños
4. La peste negra
La rata negra
El contagio
Yersinia Pestis
Los síntomas
Infección bubónica
Infección septicémica
Infección neumónica (pulmonar)
5. La peste negra avanza por Europa
Caffa
Rápida difusión por Europa
La difusión de la pandemia en el mundo islámico
En la península ibérica
Florencia y Bocaccio
6. La respuesta médica y social
Causas de la peste
Causas celestes
Causas terrestres: la corrupción del aire
Otras causas
Ira de Dios
Sospechosos habituales
Envenenadores del agua y del aire
Estrasburgo, 14 de febrero de 1349
Los flagelantes
Dos santos para combatir la peste
San Sebastián
San Roque
7. Consecuencias de la peste negra
Mortalidad
El problema de la información
Los grupos sociales más afectados
Los fallecidos en números
En la península ibérica
Navarra
Aragón
Castilla
En la península italiana
Francia
Inglaterra
Consecuencias socioeconómicas
A corto plazo
A largo plazo
Cambio respecto a la muerte
La buena muerte
Los testamentos
Las Danzas de la muerte
A modo de conclusión
Bibliografía
Fuentes
Bibliografía general

1

Las plagas en el Mundo Clásico

La enfermedad es congénita al ser humano, siempre ha existido, existe y existirá. Las sociedades primitivas no sabían cómo responder ante tales situaciones, no podemos saber si la aceptaban como parte del ciclo de la vida, como castigo de una divinidad o cualquier otro motivo. La falta de textos escritos en los que plasmasen su visión de lo que estaba sucediendo, tanto en un plano médico como en un plano emocional, nos impide acercarnos a este asunto más allá de los huesos de estos lejanos antepasados. En aquellos tiempos, para combatir la enfermedad sabemos que debió surgir una casta de curanderos, chamanes y brujos que, utilizando una mezcla de medicina natural con magia/religiosidad, van a intentar combatir esas enfermedades y sanar el cuerpo y alma del enfermo retrasando el inevitable final. Como es evidente, en los casos más leves tendrían un cierto éxito mientras que en la mayoría de las situaciones el paciente, sin duda, moriría. En esta mezcla de medicina y religión surgirían los primeros dioses de la salud de la Humanidad, divinidades que están presentes en todas las culturas del planeta.

El mundo grecorromano no va a ser diferente, tal y como atestiguan los numerosos dioses relacionados con la salud y la medicina. El más conocido de todos ellos fue el griego Asclepio (Esculapio para los romanos), al cual se le construyeron un sinfín de santuarios a lo largo y ancho del mundo clásico; pero no fue al único, el sincretismo religioso romano hizo que se aceptasen como propios dioses ajenos «romanizándoles» de modo que se convertían en una variante local de algún gran dios principal. Muchos de estos santuarios se edificaron en lugares en que, por las características geológicas del terreno, se producían ciertas condiciones que ayudaban a la salud de los pacientes. El ejemplo perfecto de lo que estamos hablando lo suponen las llamadas aguas termales. Se trata de manantiales que proceden del interior de la tierra y que por ese mismo motivo son ricas en componentes minerales que son beneficiosos para el ser humano. En las zonas donde manan de la tierra estas aguas, Roma construyó grandes complejos termales, a mitad de camino entre un lugar de encuentro de los habitantes del imperio y un lugar donde gracias a esas aguas especiales, el paciente –a través de la intercesión de la divinidad tutelar del lugar– podía recuperar la vitalidad. Aguas que limpian y que curan enfermedades al mismo tiempo. Nosotros, en la actualidad, somos herederos de aquella tradición y el turismo balneario o como se decía en otros tiempos «tomar las aguas» sigue siendo habitual y uno de los motores turísticos en dichas zonas, claro está que sin el componente religioso mágico de la época romana.

Como heredero del panteón romano, el cristianismo va a adaptar todos esos dioses de la salud a sus postulados sin cambiar el fondo del asunto. La salud de una persona depende en gran medida de su relación con la divinidad, es decir, si estás enfermo y rezas al Señor tienes más posibilidades de curarte que si no lo haces. Así, Esculapio se va a transformar en una pareja de hermanos, Cosme y Damián, considerados santos patrones de la cirugía, quienes fueron martirizados por el emperador Diocleciano a finales del siglo III d. C.

Las termas serán fundamentales para la higiene del ciudadano, pero no es la única opción, debemos señalar también el acceso a agua potable gracias a esa impresionante construcción que llamamos acueducto. El acueducto permitía la llegada de agua limpia desde sus manantiales a las ciudades, y de esta forma se evitaba que los ciudadanos se contaminasen con aguas fecales o estancadas que pudieran provocar enfermedades. Los habitantes del imperio podían disfrutar de un gran número de fuentes públicas donde poder saciar su sed con un agua adecuada y sobre todo sin elementos contaminantes.

Pese a la importancia que tienen ambas construcciones, termas y acueducto, es probable que el sistema de alcantarillado y de expulsión de la ciudad de aguas fecales sea el más importante de todos. Roma desde tiempos inmemoriales ya entendió su importancia y así en la capital imperial la Cloaca Máxima data, según la tradición, de tiempos de uno de los primeros reyes, Tarquinio Prisco, en torno al 600 a. C.

Imagen de la Cloaca Máxima. Sopraintendenza Archeologica del Comune di Roma.

Conforme el mundo romano se expandía, su modelo urbano lo hacía al mismo ritmo como un elemento más de la romanización, junto al latín y las costumbres y dioses. Ya sea en ciudades de nueva planta o en localidades nativas que se incorporaron al imperio, las termas, las canalizaciones, los acueductos y el alcantarillado público van a ser los cuatro elementos fundamentales de la higiene urbana para los habitantes de la ciudad. Este gran paso adelante en la higiene pública que por primera vez se va a disfrutar en Europa, no va a ir acompañado de un fuerte avance en la medicina salvo en algunos campos. Como dijimos son tiempos en los que medicina y religión/superstición van de la mano, y se consideraba que una enfermedad podía tener tanto causas médicas como ser provocada, por ejemplo, por un mal de ojo.

En general, como en otros muchos campos, la medicina romana es heredera de la tradición y escritos de los griegos. Este acto, el de la escritura, y posterior lectura y aprendizaje va a ser fundamental en el avance médico. Los nuevos doctores podían aprender de experiencias pasadas que confirmaban tratamientos para tal o cual enfermedad, de modo que no tenían que repetir dicho aprendizaje y podían avanzar en el conocimiento de tales materias. Así, gracias a sus libros, conocemos autores como Sorano de Éfeso que nos ha dejado entre otros un tratado en cuatro volúmenes sobre la práctica ginecológica; Asclepiades de Bitinia quien veía esencial para tener buena salud hacer ejercicio, dieta, los baños y estar en armonía; Pedanio Dioscórides cuyo texto De Materia Medica sobre el uso medicinal de las plantas se convirtió en manual básico para los médicos medievales y, por último, Galeno de Pérgamo. Su solo nombre se ha convertido en sinónimo de médico.

GALENO Y LAPESTE DE LOSANTONINOS

Los textos de Galeno fueron fuente fundamental para la práctica médica en el Imperio bizantino y el mundo musulmán, donde este médico del siglo II d. C fue estudiado y sus prácticas mejoradas e incluso rebatidas cuando resultaban erradas. Pese a ser principalmente un cirujano, Galeno también estudió el tema de las enfermedades y su contagio, diferenciando que la enfermedad podía tener tanto causas externas como internas. Las primeras son aquellas que desde fuera influyen en el individuo, es decir, el ambiente que le rodea y la calidad de su vida (el aire que respira, la dieta que tiene, si descansa por las noches o el trabajo que desarrolla). Por su lado, las causas internas refieren a la propia constitución del individuo o su biología. La conjunción, negativa, de este tipo de causas provocan los síntomas que él denomina causas inmediatas, pues son las más cercanas al padecimiento o dolor. Gracias a esos síntomas, el médico queda capacitado para conocer el tipo de enfermedad de que se trata.

Galeno e Hipócrates. Fresco de la catedral de Agnani.

Galeno tendrá oportunidad de enfrentarse a la peste en el año 166 d. C. , una epidemia de origen oriental llegó a Roma portada principalmente por los soldados romanos, que al mando del co-emperador Lucio Vero, habían estado combatiendo en Oriente Medio contra los partos. En sus libros, Galeno describe los síntomas de los enfermos destacando una gran inflamación de los ojos, enrojecimiento muy fuerte del interior de la boca y de la lengua, sufrimiento por el paciente de una enorme sed, sensación de abrasamiento interior, enrojecimiento de la piel, tos violenta, erupciones y fístulas, todo seguido de diarrea y agotamiento físico. Hoy en día estudios modernos consideran que se trataba de la enfermedad de la viruela.

Curiosamente, los síntomas descritos por Galeno son los mismos que menciona Tucídides respecto a la plaga que asoló Atenas en 430 a. C. durante la Guerra del Peloponeso:

«En los demás casos, sin embargo, sin ningún motivo que lo explicase, en plena salud y de repente, se iniciaba con una intensa sensación de calor en la cabeza y con un enrojecimiento e inflamación en los ojos; por dentro, la faringe y la lengua quedaban enseguida inyectadas, y la respiración se volvía irregular y despedía un aliento fétido. Después de estos síntomas, sobrevenían estornudos y ronquera, y en poco tiempo el mal bajaba al pecho acompañado de una tos violenta; y cuando se fijaba en el estómago, lo revolvía y venían vómitos con todas las secreciones de bilis que han sido detalladas por los médicos, y venían con un malestar terrible. A la mayor parte de los enfermos les vinieron también arcadas sin vómito que les provocaban violentos espasmos, en unos casos luego que remitían los síntomas precedentes y, en otros, mucho después. Por fuera el cuerpo no resultaba excesivamente caliente al tacto, ni tampoco estaba amarillento, sino rojizo, cárdeno y con un exantema de pequeñas ampollas y de úlceras; pero por dentro quemaba de tal modo que los enfermos no podían soportar el contacto de vestidos y lienzos muy ligeros ni estar de otra manera que desnudos, y se habrían lanzado al agua fría con el mayor placer». (Tucídides. Historia de la Guerra del Peloponeso II, 49, 1-5).

La peste de Atenas, Michael Sweerts.

Pero a diferencia de la peste ateniense que afectó principalmente al Ática, esta otra que será conocida como Peste de los Antoninos o Peste de Galeno tendrá dos características muy especiales. Por un lado, tal cual refiere Galeno en sus escritos, era extremadamente persistente, es decir, no parecía haber cura para ella y, por otro, su enorme extensión, pues se difundió por gran parte del imperio diezmando indiscriminadamente a la población. Los cálculos de su mortalidad son muy divergentes pues la información es escasa, con todo se considera que al menos un 20 % de la población murió por esta causa. Quizás las cifras más aproximadas estén en torno al 25 %. También tenemos que tener en cuenta que no se trató de una manifestación única, sino que en los años siguientes habrá dos rebrotes, pudiendo dictaminarse que solo en 192 ya había pasado.

Como era de esperar, ante la falta de una respuesta médica se buscó en un hipotético enfado de las divinidades con Roma la causa de tal catástrofe. De hecho, tal y como cuenta el biógrafo del emperador Marco Aurelio, junto con la toma de las lógicas medidas sanitarias, el emperador «restituyó celosamente el culto de los dioses», sin duda había que cubrir todas las posibilidades.

LAPESTE DECIPRIANO

Tras la gran peste de la segunda mitad del siglo II, se va a producir un nuevo brote cien años después en la parte central del siglo III. A diferencia de la anterior, que todos aquellos que la han estudiado la han vinculado a la viruela, esta parece ser que no está clara la enfermedad y se especula que pueda tratarse de cualquiera de las siguientes posibilidades: sarampión, un nuevo brote de viruela, la gripe e incluso una fiebre hemorrágica tipo ébola. Su principal similitud con la Peste de Antonino fue su alta mortalidad y su extensión por todo el imperio, principalmente en sus regiones orientales. Se atestigua en todas las fuentes de las que disponemos sobre este periodo, que las ciudades más grandes fueron las más afectadas (Alejandría, Antioquía, Roma o Cartago) pero tampoco se libraron ciudades menores o incluso las zonas rurales, donde por la escasez de población, se evita el hacinamiento y el contacto cercano. Podemos decir sin temor a equivocarnos que el imperio romano, que ya había cumplido su milenario, sufrió al mismo nivel, o incluso más que en tiempos de Marco Aurelio.

El ángel de la muerte golpeando una puerta durante la plaga de Roma. Jules-Elie Delaunay.

También como la Peste Antoniana la infección apareció en oriente, en este caso en Etiopía o Egipto, durante el reino del emperador Decio (249-251) y asoló Roma durante los veinte años siguientes hasta finales de la década de los sesenta del siglo III. Esta peste ha pasado a la historia como la Peste de Cipriano, un nombre que proviene del obispo metropolitano de Cartago San Cipriano, quien luchó contra la peste desde su silla episcopal y nos ha dejado por escrito el relato de aquellos años. Pero San Cipriano o su diácono Poncio, quien escribió un texto panegírico de su obispo, no eran médicos, sino hombres de religión y seguido a la descripción de los síntomas que veían como hombres inexpertos en medicina, buscaron explicaciones escatológicas que justificasen tal pandemia como, por ejemplo, que era una prueba del Señor a los cristianos.

«Estos [los mártires] son citados como prueba de fe: cuando la fortaleza del cuerpo se disuelve, las entrañas se disipan de golpe; un fuego que empieza en lo más profundo provoca heridas en la garganta; los intestinos se agitan con vómitos continuos; los ojos se incendian por la fuerza de la sangre; en algunos casos, la infección de la putrefacción mortal corta los pies u otras extremidades; y, cuando se impone la debilidad por los fallos y pérdidas del cuerpo, los andares se deterioran, la audición se bloquea o la visión se ciega». (San Cipriano. Sobre la peste, 14. Tomado de Kyle Harper. El fatal destino de Roma, p. 189).

No fueron los únicos que buscaron estas justificaciones. El Estado romano encontró uno de sus chivos expiatorios en los «sospechosos habituales», es decir, en los cristianos, contra quienes se renovaron las persecuciones.

Fuente: Kyle Harper. El fatal…, p. 196.

Tampoco disponemos de estudios al respecto de la mortalidad de esta peste, sin embargo, gracias a la Historia Eclesiastica de Eusebio de Cesarea (VII, 21, 9) se ha podido establecer un cálculo para Alejandría. La metrópolis habría perdido hasta el 62 % de sus habitantes. Evidentemente no podemos inferir que es todo por fallecimientos, sino que también debemos contemplar otras opciones como gente que huyera de la ciudad para no volver, o la propia retórica exagerada del cronista que, intentando subrayar el gran impacto de la peste, exagerase el vacío poblacional hasta ese punto. Sea como fuere, son números muy importantes.

LAPESTE DEJUSTINIANO

Pese a que las pestes van a seguir siendo cíclicas en los siglos siguientes, ninguna de ellas va a quedar tan bien documentada como las anteriores, pues ni por su mortalidad ni por su extensión van a ser suficientemente relevantes como para ser consideradas por los autores de la época. En general podemos decir que es una época de recuperación. Durante la segunda mitad del siglo III y el siglo IV, el imperio se recompone gracias a una bonanza climática y a que la población se ha inmunizado en buena medida respecto a las enfermedades precedentes.

El siglo V será un siglo de enorme inestabilidad política, el imperio dividido verá la llegada de los llamados bárbaros. Una entrada a veces violenta pero siempre con un carácter de ocupación de tierras romanas. La cercanía que estos pueblos del otro lado de la frontera habían tenido durante siglos no va a suponer un problema sanitario para el imperio, o por lo menos no se documenta ningún brote diferente a los provocados a consecuencia de la guerra y del hambre consiguiente. «Los bárbaros que habían penetrado en las Hispanias, robaban y masacraban sin piedad. Por su parte la peste no era menos devastadora». (Hidacio. 46-47).

Pero en la parte oriental se vive un respiro, pues los pueblos del otro lado del limes no van a poder asaltarlo del mismo modo que se estaba haciendo en occidente, cuyo destino ya estaba marcado. Como hemos dicho la población creció, así como la economía y se preparó para la edad de oro que supuso el reinado de Justiniano.

Mosaico representando a Justiniano y su corte. Iglesia de San Apolinar, Rávena.

El reinado de Justiniano (emperador desde 527 a 565) fue un momento álgido para la parte oriental del Imperio romano. Gracias a las reformas económicas introducidas unas décadas antes por su antecesor en el trono Anastasio I (emperador desde 491 a 518) que habían permitido un importante crecimiento, Justiniano pudo abordar diversas campañas militares contra sasánidas, vándalos y ostrogodos con gran éxito, intentando recuperar la parte occidental perdida casi un siglo atrás. De hecho, el Imperio bizantino alcanzó su máxima extensión durante su reinado, abarcando además de las tierras que conformaban el Imperio romano de oriente, tierras de Hispania, gran parte de la península itálica y el África mediterránea.

Sin embargo, pese a ser un momento de luz, nadie sabrá interpretar correctamente las sombras que, puntualmente desde el 535, van a marcar la segunda parte de su reinado, cuando la peste aparezca.

Los problemas climáticos a partir de 535

El clima que en los últimos siglos había sido positivo, adecuado, que había provocado la recuperación demográfica y la mejora económica del área mediterránea, se volvió difícil a partir del segundo tercio del siglo VI. Durante mucho tiempo los investigadores no se pusieron de acuerdo sobre la existencia de dicho cambio climático en este periodo. A todos ellos les surgieron múltiples preguntas básicas, como establecer si estas anomalías eran regionales o si acaso lo eran planetarias, si eran un evento único o un complejo de eventos casi simultáneos.

Finalmente, tras una completa investigación, se ha llegado a la conclusión de que se produjo una serie de erupciones volcánicas que lanzó a la atmósfera una importante cantidad de polvo, provocándose una serie seguida de veranos fríos tal y como certifican los núcleos de hielo o los anillos arbóreos estudiados. En este sentido, los anillos delatan que la década de 536 a 545 fue el segundo periodo más extremo de enfriamiento post-volcánico durante los últimos 2.500 años. En este mismo periodo desde el año 500 d. C. de los 16 veranos más fríos al norte del ecuador, seis de ellos ocurrieron en esos mismos años.

Los contemporáneos no pudieron hacer la conexión que nosotros sí podemos hacer ahora, sin embargo, sí dejaron por escrito hechos o curiosidades de las que fueron testigos o les contaron sus coetáneos. Se trata de un conjunto de textos de culturas diferentes muy distanciadas unas de otras. Desde el Mediterráneo hasta el Mar de la China se recogen informaciones de sequías, heladas y nieve antes de tiempo en el 536 y un verano inusualmente frio y seco con nieve en 537. En el área mediterránea disponemos de varias fuentes diferentes que recogen sucesos suficientemente extraños como para reseñarlos. Procopio de Cesarea, en su Guerra Vándala (Libro III, XIV, 4-10) menciona que en 536/537 sucedió que el sol daba luz sin brillo, como si fuese un eclipse, es más, menciona que a partir de este momento se sucedieron calamidades como la guerra o la peste. En Constantinopla Juan Lido o Juan de Éfeso recogen los mismos eventos solares en esas mismas fechas.

Constantinopla en el siglo XVI.

Mucho más interesante nos parece una carta del patricio romano Casiodoro a Ambrosio en la que hace una clara conexión entre esa serie de eventos climáticos y las malas cosechas. En la carta le cuenta una serie de eventos climáticos extraños muy parecidos a los recogidos por Procopio, Juan Lido o Juan de Éfeso, como el hecho de que el sol no calentaba y que parecía haber perdido su luz habitual con un extraño color azulado; además menciona en la misma carta «un invierno sin tormentas, una primavera poco suave y un verano sin calor» con heladas prolongadas y sequías fuera de temporada que han provocado malas cosechas, por lo que recomienda a su amigo «debes almacenarlos para los próximos meses de escasez» (Carta 25 a Ambrosio).

La mayor parte de las sociedades del siglo VI tenían sobrada capacidad para sobrellevar sin mayor problema un año de malas cosechas, pero muy pocas tendrían la flexibilidad suficiente como para soportar una serie de años malos como se sucedieron. Años consecutivos de malas cosechas sin duda pasarían factura. El imperio de Justiniano era un poder fuerte y sin duda esos primeros años no supusieron un gran problema, aunque como sabemos tenemos para el caso de Tracia referencias muy tempranas de medidas tomadas por el emperador para intentar paliar el hambre que ya asolaba la región. Con todo, los años continuados de malas cosechas en amplias partes del imperio acabaron pasando factura, la mala nutrición se acabó convirtiendo en una constante con la consecuente fragilidad de la población. En otras regiones donde no existía ese poder fuerte como el bizantino, sin duda las consecuencias fueron mucho peores.

Estudios realizados en lugares tan alejados de Constantinopla como los países bálticos, documentan que en el periodo subsiguiente al 535 también suceden esos mismos problemas climáticos. En esos territorios hay un importante aumento de los enterramientos datables de este periodo y que parecen estar vinculados al hambre causado por los años seguidos de malas cosechas.

La primera gran peste

«Un barco del siglo VI que partiese de Alejandría con destino a Constantinopla, podría tocar tierra entre cuatro y seis días en alguna de las islas que compone la cadena de las Cícladas. A partir de ahí navegaría a través del estrecho formado por un promontorio al norte y la isla de Nísiros al sur a una bahía desde la cual se podría navegar a lo largo de la costa de Anatolia hasta llegar al mar de Mármara y la capital. En total el tiempo de navegación generalmente y sin incidencias sería de unos diez días, quizás dos semanas.

Imagínese uno de esos barcos, levando anclas durante la primavera de 542. Durante sus dos semanas en el puerto de Alejandría, fleta un cargamento de grano junto con la impedimenta habitual del astillero: las ratas. Nadie les da la menor importancia. Las ratas, incluso las muertas, son tan familiares para los marineros como broncearse al sol. O las picaduras de las pulgas.

Transcurrido un día fuera de Alejandría, un marinero se queja de dolor de cabeza, fiebre, dolor en las piernas y en la espalda. Al segundo día, dos más enferman y la primera víctima nota una dolorosa hinchazón en la ingle. Los afligidos marineros están confusos, su habla se arrastra como si estuvieran borrachos. Sus ojos crecen inyectados en sangre, y debajo de su piel, la sangre comienza a acumularse, causando negrura en los dedos de manos y pies. Al tercer día, más enfermos. Estos tienen alucinaciones, uno se tira por la borda, ya sea porque está delirando o simplemente para detener la alta temperatura. Nadie lo sabe, porque su lengua está tan hinchada antes de su suicidio que no se le puede entender. Al cuarto día, solo queda un marinero con vida. Embarranca su barco en una playa en las costas de Halicarnaso y huye del barco maldito, gritando … pero no muy fuerte pues ya ha comenzado a toser sangre. Consigue llegar hasta el pueblo más cercano antes de morir. Ahora, multiplique este viaje por cien o por quinientos barcos. Por mil puertos. Diez mil carretas.

El demonio estaba suelto»

(traducido por el autor del libro de W. Rosen. Justinian`s Flea, p. 163).

En el año 541 la peste apareció en Pelusio, una ciudad de tiempos de los faraones situada en el extremo noroccidental del delta del Nilo en un cruce de caminos hacia Asia, un puerto comercial de primer orden en el Egipto romano y bizantino pues a sus muelles llegaban todos los productos del océano Índico y de la lejana India. Procopio de Cesarea, que será el primero que recoja la noticia, nos cuenta cómo desde Pelusio la pestilencia se dividió en dos direcciones, hacia Alejandría y el resto de Egipto y por tierra hacia Palestina y desde allí, en sus propias palabras, «se extendió por todo el mundo siempre avanzando y viajando en los momentos favorables para ella». Partiendo de Pelusio la peste se extendió por todo el imperio con una velocidad inusitada en esas dos direcciones: norte de África y Palestina. A lo largo del año se documenta ya en Gaza, en el Néguev y Alejandría, poco después alcanzó Jerusalén. Asia Menor fue asolada a lo largo del año siguiente diezmando Media y toda Persia. En la primavera de ese 542 Procopio nos informa de que la peste había llegado a las puertas de Constantinopla. A finales de ese mismo año, hace acto de presencia en Sicilia.

Supuesto origen de la plaga y sus rutas. Traducido por el autor de W. Rosen, p. 220.

La peste parecía avanzar a dos velocidades, muy rápido por mar, mucho más lento por tierra, pero a la postre acabó alcanzando todas las tierras que conformaban el imperio. Los cronistas nos hablan del terror que provocaba la vista de un buque en el mar, una tumba flotante para sus atribulados marineros y la llamada de la muerte si el barco tocaba tierra. Quizás se preguntasen qué había pasado en el barco, quizás no, pero de lo que no tenían dudas es de que se trataba de un presagio muy negativo.

Una publicación reciente ha analizado los restos de un cementerio alemán en la localidad de Ascheim. (distrito de Munich, Baviera). Se trata de 438 cuerpos inhumados entre los años 500 y 700, la época de la peste, que han dado resultados sorprendentes. Los estudios realizados de ADN han concluido que algunos están infectados con Yersinia Pestis. Es decir, con el mismo brote que asoló el imperio bizantino. Su difusión fue espectacular y nunca vista.

¿En qué consistía esta nueva pestilencia? Nuestro autor de cabecera nuevamente es una de nuestras fuentes principales de información y relata con cierta prolijidad lo sucedido. Procopio en su Guerra Persa nos describe los síntomas en diversas fases: «Repentinamente les daba fiebre, a unos cuando acababan de despertarse, a otros mientras estaban paseando y a otros en medio de cualquier otra actividad. Y el cuerpo ni cambiaba de color ni estaba caliente, como cuando ataca la fiebre, ni tampoco se producía ninguna inflamación, sino que la fiebre era tan tenue desde que comenzaba hasta el atardecer que ni a los propios enfermos ni al médico al tocarlos les daba la impresión de que hubiera ningún peligro. Y, en efecto, ninguno de los que habían contraído el mal creyó que fuera a morir de eso. Pero a unos en el mismo día, a otros al siguiente y a otros no mucho después, le salía un tumor inguinal, no solo en esa parte del cuerpo que está bajo el abdomen y que se llama ingle, sino también en la axila; y a algunos incluso junto a la oreja y en diversos puntos del muslo» (Guerra Persa II, 22, 15-17). Resumiendo, una repentina fiebre que más que una fiebre parece poco más que una molestia, tras unos días aparecía un tumor inguinal en la ingle y axila y a algunos enfermos también en la oreja y muslo.

Tras estos primeros síntomas la enfermedad se acelera repentinamente, algunos entraban en un coma profundo mientras que otros sufrían una especie de delirio agudo con mucho sufrimiento que les llevaba cerca de la locura «y a los que no entraban en coma ni sufrían aquel delirio, ¡se les gangrenaba el tumor inguinal y morían por no poder ya resistir los dolores!».

Los médicos poco podían hacer pues los remedios que aplicaban a unos y funcionaban, resultaban contraproducentes para otros. El desamparo y el desconocimiento de esta enfermedad se nos muestra, a tenor de los textos contemporáneos, como total.

Todos estos síntomas coinciden con aquellos que se describirán durante la llamada Peste Negra. Es por ello que junto con el nombre de Plaga de Justiniano se conoce a esta peste como Primera Gran Peste, mientras que a la peste del siglo XIV también se la denominará como la Segunda Gran Peste, o por su nombre más conocido, la Peste Negra, debido a las marcas que ya Procopio señala como una de las últimas fases antes de la muerte: «A algunos el cuerpo se les cubría de pústulas negras tan grandes como una lenteja y no sobrevivían ni un solo día, sino que todos morían enseguida».

La peste se propagó socialmente de abajo a arriba, empezando por los vagabundos, aquellos que dormían y vivían en la calle, pero poco a poco se fue extendiendo por otras clases sociales alcanzando con toda su virulencia a todas ellas, incluso al propio emperador. Justiniano, la persona más importante de Bizancio, acabó contrayendo la peste. Por suerte, no todos los enfermos morían, había pacientes que sobrevivían si durante la fase más extrema de la enfermedad los bubones expulsaban la pus que contenía el paciente. En total se calcula que un quinto de los enfermos sobrevivió, y Justiniano estaba entre ellos.

Imagen microscópica de la bacteria Yersinia Pestis.

Hoy en día tenemos suficientes conocimientos como para saber lo que les sucedía y que los médicos de la época desconocían. Se trataba de la peste bubónica provocada por el bacilo Yersinia pestis, presente en un actor, aparentemente secundario, en el que nadie había reparado pero que es la verdadera clave de este drama: las ratas.

Una epidemia como esta es una reacción en cadena en la que intervienen al menos cinco elementos esenciales: el bacilo, el huésped original, el huésped de transmisión o amplificación (la rata negra)y la pulga, vector artrópodo que se alimenta de la rata ingiriendo el bacilo transmitiendo la enfermedad en cada picadura. Las ratas, al morir por la peste, fuerzan a las pulgas a buscar nuevos huéspedes. El quinto elemento es el ser humano, uno de esos potenciales huéspedes para las pulgas.

Todos los estudiosos de estas pestes llegan a la conclusión de que hay una conexión clara entre el clima y las ratas, pero no es ni tan simple de explicar ni tan lineal. Lo que podemos intuir es que el clima en algunas zonas del planeta propició el crecimiento demográfico de los roedores y que, posteriormente, un cambio climático las forzó a salir de sus zonas habituales buscando áreas más adecuadas para ellas. Algo parecido podemos decir de las pulgas que necesitan una horquilla concreta de temperatura para aparearse, no pudiendo hacerlo en las temperaturas extremas de frío y calor. Es por ello que esos veranos templados de la década de 530 serían uno de esos momentos perfectos para la pulga portadora de la muerte.

Teorías sobre el origen de la peste bubónica

Otro gran problema es la cuestión del origen de esta plaga, pues al no disponer de ningún tipo de evidencia histórica será muy difícil establecer una fuente única. Hoy en día se cree que existen diversas localizaciones desde las cuales haya podido saltar a la cuenca mediterránea. Por un lado, hay investigadores que defienden la tesis de una procedencia desde la estepa euroasiática. Otro grupo teoriza sobre un origen indio en las estribaciones del Himalaya, y hay una tercera teoría que defiende un origen africano.

La teoría esteparia es una de las más antiguas. A través de las rutas caravaneras que surcaban la estepa, como la Ruta de la Seda, circulaban mercancías e ideas, así como personas o pueblos como los hunos, que permitían la comunicación fluida y constante entre oriente y occidente. Por ello, tradicionalmente, se ha considerado la posibilidad más sólida. Con todo, no todos los autores la consideran viable pues, a su entender, no hay evidencia de peste bubónica en esa región antes de finales del siglo VI como muy temprano. Ahora bien, aquellos que han trabajado en el anteriormente mencionado cementerio de Ascheim han comparado sus resultados con los de los autores que lanzaron la teoría del origen chino y sus conclusiones son las mismas, redundándose en el origen asiático de la bacteria, o al menos de la bacteria que ellos documentan, que podría no ser la misma que causó la Peste de Justiniano del 541.

Las mismas explicaciones que hemos señalado para la hipótesis esteparia podemos remarcarlas para el origen indio de la pestilencia. A través del mar Rojo y del estrecho de Ormuz, el Mediterráneo se comunicaba con el Índico y con el subcontinente indio desde tiempos de los faraones. El mundo bizantino va a seguir esa tradición comercial marítima por lo que las comunicaciones entre India y el mar Rojo van a continuar siendo fluidas y continuas. Nuevamente, al igual que en el caso anterior, hay autores que también niegan el origen indio, aunque de forma menos categórica que en el caso anterior pues defienden que las comunicaciones entre la India y China fueron mucho más fluidas que con occidente, que serían prácticamente anecdóticas, por ello, parecería más lógico que la peste se propagase primeramente en las regiones de contacto más estrecho como China o el imperio persa que en occidente. Nuevamente podemos señalar el cementerio alemán de Ascheim como prueba de que no podemos desdeñar el origen chino, ya sea terrestre, el más plausible, o marítimo a través de la India cuyo puerto de entrada al Mediterráneo es, curiosamente, Pelusio.

El imperio de Justiniano. En este mapa podemos ver la ubicación de Pelusium y su importancia geográfica. Wickimedia Commons.

Por último, el origen africano. El historiador bizantino Evragio en su Historia Eclesiastica afirma que la plaga se originó en Etiopía, tal y como reafirman las fuentes árabes que reiteran que tanto Etiopía y Sudán eran lugares donde la plaga resultaba omnipresente. Esta opción es la preferida por múltiples investigadores apoyándose no solo en la opinión de Evragio, sino que a inicios del siglo VI