2,14 €
Caballería roja es una obra maestra de Isaac Babel que ofrece una visión penetrante de la Guerra Civil Rusa a través de una prosa poética y vívida. A través de relatos cortos interconectados, Babel presenta la brutalidad y el caos del conflicto, revelando tanto el heroísmo como la crueldad de los personajes involucrados. Su enfoque único combina el realismo con elementos de la fantasía, creando un paisaje emocional que refleja la complejidad de la experiencia humana en tiempos de guerra. La obra se distingue por su estilo literario innovador, que entrelaza la narrativa con descripciones vívidas y una rica simbología. Los relatos de Caballería rojaexploran temas de lealtad, traición, identidad y la pérdida de la inocencia, a medida que los personajes enfrentan dilemas morales en un mundo desmoronado. La figura del caballero, tanto un símbolo de nobleza como de violencia, se convierte en un elemento central que Babel utiliza para comentar sobre las contradicciones inherentes a la naturaleza humana. Desde su publicación, Caballería roja ha sido aclamada por su capacidad para capturar la complejidad de la guerra y su impacto en la vida cotidiana. La representación cruda y honesta de Babel ha influido en generaciones de escritores y ha asegurado un lugar destacado en la literatura del siglo XX. La obra sigue siendo relevante hoy en día, ya que invita a la reflexión sobre la guerra, el poder y la condición humana, cuestiones que resuenan a lo largo de la historia y en la sociedad contemporánea.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 182
Veröffentlichungsjahr: 2024
Isaac Babel
CABALLERÍA ROJA
Título original:
"красная конница"
PRESENTACIÓN
CABALLERIA ROJA
La hija
La iglesia de Novogrado
La carta
El embaucador
La muerte del bautista
El sol de Italia
Guedalye
La estrategia de Majno
El rabino
Las abejas
Mi primer ganso
La muerte de Dolguschof
Budienny ordena
El yugo
Venganza
Historia de un caballo
Reconciliación
El ventrílocuo
Tres mundos
Sal
Una noche
Por un caballo
Los aviadores
El diácono sordo
El cementerio de Kosin
La viuda
Un sueño
El hijo del rabino
La canción
Traición
Isaac Babel
1894 – 1940
Isaac Babel fue un escritor ruso de origen judío, conocido por su estilo innovador y por su capacidad para capturar la complejidad de la vida en la Rusia de su tiempo. Nacido en Odessa, Babel se destacó en la literatura del siglo XX, especialmente por sus relatos cortos que exploran temas como la guerra, la identidad y la moralidad en tiempos de caos. A pesar de su corta vida, su obra ha dejado una huella indeleble en la literatura rusa y mundial.
Primeros Años y Educación
Isaac Babel nació en una familia judía en Odessa, una ciudad portuaria rica en diversidad cultural. Desde joven, mostró un interés por la literatura y el arte, lo que lo llevó a estudiar en la Universidad de Odessa. Su relación con su entorno y su herencia judía influenciaron profundamente su escritura, aportando una rica perspectiva a sus relatos.
Carrera y Contribuciones
Babel es especialmente conocido por su colección de relatos "Cuentos de Odesa", donde mezcla el realismo con un estilo lírico y poético. Entre sus obras más destacadas se encuentra "La caballería roja" (1926), una serie de cuentos que relatan sus experiencias como soldado durante la Guerra Civil Rusa. Estos relatos destacan por su intensidad emocional y su aguda observación de la condición humana en situaciones extremas.
La narrativa de Babel se caracteriza por su economía de palabras y su capacidad para evocar imágenes vívidas y emociones profundas. Sus personajes son a menudo complejos y moralmente ambiguos, reflejando la lucha interna entre la lealtad y la traición, la vida y la muerte. Su estilo, a menudo considerado una mezcla de realismo y modernismo, influenció a generaciones de escritores posteriores.
Impacto y Legado
A pesar de su talento y de su influencia en la literatura, Babel enfrentó una vida tumultuosa bajo el régimen soviético. Su crítica de la violencia y la opresión de la Revolución Rusa lo llevó a ser perseguido por el gobierno de Stalin. Fue arrestado en 1939 y ejecutado en 1940, convirtiéndose en una víctima de la represión política de su tiempo.
La obra de Babel es apreciada por su autenticidad y su habilidad para abordar temas universales de la experiencia humana. Su legado perdura no solo en la literatura rusa, sino también en la literatura mundial, donde se le considera un maestro del relato corto. La calidad de su prosa y la profundidad de sus observaciones sobre la guerra y la moralidad han asegurado su lugar en el canon literario, y su vida trágica resuena como un recordatorio de los peligros de la creatividad en tiempos de opresión.
La influencia de Babel se extiende más allá de la literatura; su perspectiva sobre la condición humana y su representación de la lucha moral en un mundo caótico continúan resonando en la actualidad, asegurando que su voz nunca sea olvidada.
Sobre la obra
Caballería roja es una obra maestra de Isaac Babel que ofrece una visión penetrante de la Guerra Civil Rusa a través de una prosa poética y vívida. A través de relatos cortos interconectados, Babel presenta la brutalidad y el caos del conflicto, revelando tanto el heroísmo como la crueldad de los personajes involucrados. Su enfoque único combina el realismo con elementos de la fantasía, creando un paisaje emocional que refleja la complejidad de la experiencia humana en tiempos de guerra.
La obra se distingue por su estilo literario innovador, que entrelaza la narrativa con descripciones vívidas y una rica simbología. Los relatos de Caballería roja exploran temas de lealtad, traición, identidad y la pérdida de la inocencia, a medida que los personajes enfrentan dilemas morales en un mundo desmoronado. La figura del caballero, tanto un símbolo de nobleza como de violencia, se convierte en un elemento central que Babel utiliza para comentar sobre las contradicciones inherentes a la naturaleza humana.
Desde su publicación, Caballería roja ha sido aclamada por su capacidad para capturar la complejidad de la guerra y su impacto en la vida cotidiana. La representación cruda y honesta de Babel ha influido en generaciones de escritores y ha asegurado un lugar destacado en la literatura del siglo XX. La obra sigue siendo relevante hoy en día, ya que invita a la reflexión sobre la guerra, el poder y la condición humana, cuestiones que resuenan a lo largo de la historia y en la sociedad contemporánea.
El comandante de la sexta división comunicó que al amanecer el nuevo día había que ocupar Novogrado-Volynsk. El estado mayor abandonó Krapivno, y nuestro convoy, con gran estruendo, quedó como retaguardia a lo largo de la carretera, de aquella indestructible carretera que va de Brest a Varsovia, mandada construir un día por Nicolás i con huesos de campesinos.
Florecen en torno, los campos de adormidera púrpura; el viento sur juguetea en los centenos amarillos; el tierno trigo sarraceno se recorta en el horizonte como el muro de un convento lejano. La apacible Volinia se extiende a nuestro lado; ante nosotros retrocede y se hunde en los bosques de abedules una niebla nacarina que escala luego las cuestas floridas, prendiéndose con sus tenues brazos a las ramas de lúpulo. El sol, de color naranja, rueda por el horizonte como una cabeza cortada; en las desgarraduras de las nubes se estremece una luz débil; sobre nuestras cabezas tremolan los estandartes del ocaso; el olor de la sangre vertida la víspera y el de los caballos muertos se filtra en el frescor vesperal. El Sbrutch se oscurece, murmura y enlaza los espumosos nudos de sus remolinos de agua. Como los puentes están rotos, vadeamos el río. Sobre las ondas reposa la luna mayestática. Los caballos se hunden en el agua hasta el lomo, y la corriente culebrea murmuradora entre los centenares de patas de los caballos. Un soldado que amenaza ahogarse reniega brutalmente de la madre de Dios. Las manchas negras de los carros cubren el río, lleno de ruido, de silbidos y de cánticos, que resuenan sobre la centelleante sierpe de luz lunar y los fulgentes remansos de las ondas.
Muy entrada la noche, llegamos a Novogrado. En el alojamiento que me designan, encuentro una mujer embarazada, dos judíos rojizos de rostro enjuto y un tercero, dormido ya, con la cabeza tapada y apretado contra la pared. Los armarios están violentados; se ven por el suelo pingajos de pieles femeninas, excrementos humanos y trozos del vaso sagrado que los judíos usan una vez al año, en la pascua.
Limpie usted esto — digo a la mujer — ¡En qué porquería viven! Los dos judíos se levantan de sus asientos. Como japoneses en el circo, silenciosos, simiescos, calzados de fieltro, recogen del suelo a saltitos los pedazos. Van y vienen con los cuellos congestionados. Extienden para mí un lecho de plumas roto, y me echo contra la pared, junto al tercero, el judío que duerme. Sobre mi cama cae en el acto una miseria horrenda.
Todo ha muerto en el silencio. Sólo la luna, cogiéndose con azuladas manos su cabeza redonda, luminosa, indiferente, pasa vagando por la ventana.
Estiro los pies hinchados, me tiendo en el lecho desgarrado y quedo dormido. Sueño con el comandante de la sexta división, que galopa en su pesado caballo tras del comandante de brigada y le dispara dos balas en los ojos.
Las balas atraviesan la cabeza del comandante de brigada, y los dos ojos caen al suelo.
— ¿Por qué has ordenado retirarse a la brigada? — grita el comandante de la sexta división al herido Savitski.
Y entonces despierto, porque la mujer encinta me tienta la cara con los dedos.
— Panie — me dice — está usted gritando en sueños y dando vueltas. Voy a hacerle la cama en otro rincón, porque tropieza usted con mi padre.
Levanta del suelo sus piernas flacas y el vientre redondo, y destapa al hombre que dormía. A mi lado veo a un anciano muerto, boca abajo, con la garganta abierta, el rostro partido y sangre azul en la barba como un pedazo de plomo.
— Panie — dice la judía, mientras sacude el cobertor de plumas — los polacos le han martirizado, y él suplicaba: "Matadme en el corral para que mi hija no me vea morir". Pero hicieron lo que quisieron. En este cuarto murió pensando en mí… Y ahora quisiera yo saber — dijo la mujer alzando horriblemente la voz de pronto — quisiera saber dónde encontrará usted otro padre como el mío en la tierra…
Ayer me dirigí, con objeto de dar el parte, a casa del comisario militar, que vivía en el barrio abandonado por el clero católico. En la cocina me recibió Pani Elisa, el alma de los jesuitas. Me dio un té de color de ámbar con bizcochos. Sus bizcochos olían como crucifijos, y dentro tenían un zumo embriagador y el perfumado enojo del Vaticano.
Junto a la casa, en la iglesia, aullaban las campanas, desatadas por el loco campanero. Era una noche cuajada de estrellas de julio. Pani Elisa meneaba pensativa su cabello gris, sin dejar de amontonar pasteles delante de mí. Y me supieron bien las golosinas de los jesuitas.
La vieja polaca me llamaba panie. En el umbral, de pie, había unos ancianos canosos, erguidos, aguzando el oído, y a la luz del crepúsculo se vio pasar por un sitio, como un reptil, el hábito de un monje. El padre había escapado, pero había dejado a su ayudante, pan Romualdo.
Este Romualdo, un eunuco horrible, con cuerpo de gigante, nos llamaba compañeros. Paseando por el mapa su dedo amarillo, nos mostraba el terreno arrasado por los polacos. Presa de un bronco entusiasmo enumeraba los infortunios de su patria ¡Rápido olvido se trague el recuerdo de Romualdo, que nos traicionó villanamente después y fue fusilado!
Todas las noches su estrecha sotana se deslizaba rápidamente en todas las puertas, barría con fanático celo todos los caminos, y Romualdo sonreía a todo el que quería beber vodka. Aquella noche la sombra del fraile seguía todos mis pasos. Este pan Romualdo hubiera sido obispo de no haber sido espía.
Bebí ron con él. De las ruinas de la casa clerical se desprendía un hálito de cosas extrañas, nunca vistas, y sus cautivadores halagos paralizaban mi fuerza. ¡Oh, aquellos crucifijos chiquitines que recuerdan los talismanes de una cortesana, la vitela de las bulas papales y el raso de las cartas de mujer que amarillean en los corpiños de seda azul…!
Te estoy viendo delante de mí, fraile traidor, con tu hábito lila, con tus manos gordezuelas, con tu alma felina, aduladora y despiadada; veo las llagas de tu Dios chorreando esperma, el veneno oloroso que embriaga a las vírgenes…
Bebo ron mientras aguardo al comisario. Pero el comisario no vuelve. Romualdo se deja caer en un rincón y pronto se duerme. Duerme y tirita quedamente. Detrás de la ventana, en el jardín, bajo la negra pasión del cielo, se alarga una avenida. Sedientas rosas se mecen en la oscuridad. Verdosos relámpagos se encienden en las cúpulas. Un cadáver desnudo yace abandonado bajo el talud. Y la luz de la luna se vierte sobre las piernas muertas, esparrancadas.
Yo, el intruso violento, tiendo en la iglesia un colchón piojoso abandonado por los siervos del Señor y pongo de cabecera los infolios donde está escrita la oración en honor del muy poderoso y radiante José Pilsudski, el coronel de los panies.
Miserables hordas de mendigos inundan tus vetustas ciudades, ¡oh, Polonia! El cántico de la unión de todos los siervos resuena sobre ellas, y ¡ay de ti, república de Polonia!, ¡ay de ti, príncipe Radziwill!, ¡y de ti, príncipe Sapieha!; ¡ay de vosotros, los que estáis en contra nuestra!
El comandante del estado mayor, Sch., está en el estado mayor, en el jardín, finalmente en la iglesia. La puerta de la iglesia está abierta. Entro y me hiere el brillo de dos plateadas calaveras en la tapa de un féretro roto.
Aterrado, corro a meterme en cualquier sótano, bajo tierra. Una escalera de encina conduce al altar desde allí. Percibo numerosas luces zigzagueando allá arriba, bajo la elevada cúpula. Veo al comisario, al comandante de la sección especial y a cosacos con cirios en las manos. Contestan a mi apagado llamamiento y me sacan del sótano.
Ya no me asustan las calaveras que adornan el catafalco de la iglesia. Juntos continuamos el registro del templo, que se lleva a cabo porque en el domicilio del cura se encontró todo un arsenal de material de guerra.
Relucen en nuestras bocamangas los frenos bordados; cuchicheamos; chocan las espuelas, y giramos por el amplio y resonante edificio con los cirios de llamas abatidas en las manos. Los cuadros de la virgen, adornados de valiosas piedras, siguen nuestro camino con sus pupilas rojizas, como de ratones; la luz vacila entre nuestros dedos, y sobre las estatuas de san Pedro, de san Francisco, de san Vicente, sobre sus mejillas coloradas y sus barbas crespas, pintadas de carmín, tiemblan sombras cuadradas.
Andamos buscando en torno nuestro. Bajo los dedos saltan botones de hueso, se abren cuadros de imágenes partidos en dos, quedan al descubierto subterráneos y huecos llenos de moho. Vieja y misteriosa es la iglesia. En sus paredes resplandecientes esconde pasos secretos y nichos y puertas que se abren sin ruido.
¡Oh, sacerdote estúpido, que cuelga los corpiños de sus cocineros en los clavos del Redentor! Detrás de la puerta de entrada encontramos un baúl con monedas de oro, un saco de cordobán con billetes de banco y estuches con anillos de esmeraldas de joyeros parisienses.
Y en el cuarto del comisario contamos luego el dinero. Había columnas enteras, alfombras de piezas de oro. Y, por otra parte, las sacudidas del viento que soplaba sobre los cirios, la siniestra locura en los ojos de pani… Elisa, la risa atronadora de Romualdo y el aullar incesante de las campanas, desatadas por pan Robatski, el campanero loco.
— ¡Fuera de aquí — me dije — lejos de los guiños de estas madonas engañadas por los soldados!…
He aquí la carta que me dictó, para su casa Kurdyukof, un soldado de nuestra sección. La carta merece no ser olvidada. La escribí sin el menor aditamento, y fidedigna y literalmente la transcribo.
Querida madre Yefdokia Feodorofna: En las primeras líneas de esta carta, me apresuro a participarle que, gracias a Dios, vivo y estoy sano, lo cual desearía oír también de usted. Me inclino profundamente ante usted desde la blanca frente hasta la tierra húmeda… [Siguen parientes, padrinos, compadres… Prescindimos de todo esto y vamos al segundo párrafo].
Querida madre Yefdokia Feodorofna Kurdyukova: Me apresuro a escribirle a usted que estoy en la Caballería roja del compañero Budienny. Su compadre Nikon Vassilievitsch está también aquí. Ahora es un héroe rojo. Me ha llevado con él a la expedición de la sección política, desde donde enviamos al frente literatura y periódicos: Izvestia de Moscú, del Comité Central Ejecutivo, Pravda de Moscú, y nuestro querido e implacable periódico El Jinete Rojo, que todo combatiente, en el frente más avanzado desea leer para batir luego con ánimo heroico a los insolentes nobles…, y a mí me va divinamente con Nikon Vassilievitsch.
Querida madre Yefdokia Feodorofna: mándeme usted muchas cosas, todo lo que pueda. Haga el favor de matar el cerdo pío y mandarme un paquete a la sección política del compañero Budienny, para Vassili Kurdyukof. Todos los días me acuesto sin comida y sin ropa, así es que paso un frío horrible. Escríbame una carta sobre mi Stiopa y dígame si vive o no. Haga el favor de tener cuidado de él y escríbame si tiene todavía aquel defecto o ha pasado ya, y también sobre la matadura en la pata delantera y si le han herrado ya o no. Haga el favor, querida madre Yefdokia Feodorofna, de lavarle la pata con el jabón que le dejé detrás del santo, y si se ha gastado ya el jabón, compre más en Krassnodar y Dios no la abandonará. Puedo decirle también que esta tierra es muy miserable. Los campesinos huyen con sus caballos a los bosques ante nuestras águilas rojas. Trigo se ve muy poco y está bajísimo. Nosotros nos reímos de él. Los campesinos siembran centeno y avena también. El lúpulo crece aquí en estacas, lo cual da un gran aspecto. Hacen aguardiente de él.
En las siguientes líneas de mi carta me apresuro a escribirle sobre padrecito, que hace un año mató a golpes a mi hermano Feodor Timofeyevitsch Kurdyukof. Nuestra brigada roja, la del compañero Paulitschenko, atacaba Rostof, cuando se cometió una traición en nuestras filas. Por entonces estaba padrecito con Denikin mandando compañía como suplente. Gente que le ha visto dice que llevaba su medalla como en tiempos del antiguo régimen. A consecuencia de aquella traición se nos hizo prisioneros a todos, y padrecito echó la vista encima de mi hermano Feodor Timofeyevitsch. Padrecito empezó a dar con el sable a Fedia, gritando al mismo tiempo: "Carroña, perro rojo, hijo de perro" y más todavía, y le siguió golpeando hasta que oscureció y hasta que mi hermano Feodor Timofeyevitsch cayó muerto. Entonces le escribí a usted una carta de cómo Fedia estaba enterrado sin cruz. Pero padrecito me pilló la carta y me dijo: "Hijos de madre, que habéis salido a la madre, sois una ralea de zorra. Yo he preñado a vuestra madre y volveré a preñarla. Mi vida camina a su fin; pero, en nombre de la Verdad, voy a exterminar a mi propia simiente…", y mucho más dijo todavía. Yo soporté ese sufrimiento como nuestro salvador Jesucristo. Pero pronto escapé de padrecito y volví a alistarme en las tropas del compañero Paulichenko. Y nuestra brigada recibió orden de dirigirse a la ciudad de Voronezh para equiparse, y allí nos dieron caballos, mochilas, polainas y todo lo que nos hacía falta. Puedo decirle, querida madre Yefdokia Feodorofna, que Voronezh es una ciudad muy bonita; pequeña, aunque más grande que Krassnodar. La gente es muy guapa y hay allí un riachuelo que sirve para bañarse.
Todos los días nos han dado dos libras de pan, media libra de carne y bastante azúcar, de manera que, al levantarnos, y por la noche lo mismo, hemos tomado té dulce y hemos olvidado el hambre. A mediodía fui a ver a mi hermano Semión Timofeyevitsch para hartarme de ganso y de tortilla dulce. Después me dormí. Por entonces quiso todo el regimiento tener de comandante a Semión Timofeyevitsch por su valentía, y vino orden del compañero Budienny, y Semión Timofeyevitsch recibió dos caballos, magnífica vestimenta, un carro para el bagaje y la orden de la Bandera Roja, y yo, como hermano suyo, me he quedado con él. Si ahora nos ofendiese un vecino, Semión Timofeyevitsch podía matarle sin más ni más. Después empezamos a perseguir al general Denikin; matamos a miles de los suyos y los echamos hasta el mar Negro; pero ni rastro de padrecito, y eso que Semión Timofeyevitsch ha hecho indagaciones sobre él en todas partes porque le atormenta el recuerdo de su hermano Fedia. Pero, querida madre, ya conoce usted a padrecito y sabe usted lo testarudo que es. Se había pintado tranquilamente la barba roja de negro, y se hallaba vestido de paisano en la ciudad de Maikop, donde nadie podía conocer que era un verdadero sargento de caballería del antiguo régimen. Pero la verdad se abre paso siempre. Su compadre Nikon Vassilievitsch le vio por casualidad en una choza y dio cuenta de ello a Semión Timofeyevitsch. Montamos a caballo y corrimos furiosamente doscientos kilómetros, yo, mi hermano Semión y unos cuantos mozos voluntarios.
Y ¿qué vimos en la ciudad de Maikop? Pues vimos que el interior no sufre como el frente, y que lo mismo que allí, en todas partes hay traición, y que todo está lleno de judíos, igual que en el antiguo régimen. Y Semión Timofeyevitsch disputó violentamente en la ciudad con los judíos, que tenían a padrecito bajo cerrojos y no querían entregarle diciendo que había llegado orden del compañero Trotski de no matar a los prisioneros; que ellos mismos le juzgarían; que no querríamos ser malos con ellos; que padrecito recibiría lo suyo. Pero demostró que era comandante de un regimiento y que poseía todas las órdenes de la Bandera Roja del compañero Budienny. Amenazó con apalear a todos los que defendían la persona de padrecito y no quisieran entregarle, y los mozos del pueblo amenazaban también con ello. Y cuando padrecito salió, empezó Semión Timofeyevitsch a pegar a padrecito y, según la costumbre de la guerra, apostó en el patio a todos los soldados. Y luego Senka le tira agua a la cara a padrecito Timofei Rodionitsch, y la pintura corría barba abajo. Y Senka preguntó a Timofei Rodionitsch:
— ¿Le va a usted bien en mis manos, padrecito?
— No — dijo padrecito — me va mal.
Entonces preguntó Senka:
— Y a Fedia, ¿le iba bien en sus manos cuando le mató usted a golpes?
— No — contestó padrecito — mal lo pasó Fedia.
Entonces volvió a preguntar Senka:
— ¿Creía usted entonces, padrecito, que también usted lo pasaría mal alguna vez?
— No — dijo padrecito — no creí que lo pasaría mal.
Entonces se volvió Senka a los que estaban presentes y dijo:
— Yo creo que vosotros no andaríais con miramientos conmigo si cayera en vuestras manos. Con que, padrecito, vamos a terminar…
Entonces Timofei Rodionitsch empezó con todo descaro a decir cosas a Senka, a la madre de Senka y a la madre de Dios, y Senka a pegarle en los morros; y Semión Timofeyevitsch me mandó salir del patio, así que no puedo decirle, querida madre Yefdokia Feodorofna, cómo terminó padrecito, porque entonces precisamente me echaron del patio.
Luego acuartelamos en la ciudad de Novorossik. De esta ciudad puede decirse que detrás de ella no hay más tierra seca… Agua, pura agua, el mar Negro. Allí estuvimos hasta mayo, luego fuimos al frente polaco y allí nos las entendimos con los nobIes hasta no poder más…
Quedo de usted su querido hijo.
Vassili Timofeyevitsch.
Madrecita, eche una mirada de cuando en cuando a Stiopa y Dios no la abandonará…
Ésta es la carta de Kurdyukof, en la que no he cambiado una palabra. Cuando la terminé, cogió la hoja escrita y se la metió debajo de la camisa, pegada al cuerpo.
— Kurdyukof — pregunté al mozo — ¿era malo tu padre?
— Mi padre era un perro contestó sombríamente.
— ¿Y tu madre es mejor?
— ¡Psss!… Si quieres verla… Aquí tienes a nuestra familia.