Cae el velo del silencio - Salvatore Cernuzio - E-Book

Cae el velo del silencio E-Book

Salvatore Cernuzio

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Beschreibung

Este libro aborda una grave problemática dentro la Iglesia: los abusos de poder, de conciencia y sexuales dentro de órdenes, monasterios, conventos e institutos, que llevan a muchas mujeres a perder su vocación y abandonar la vida religiosa por la que optaron. Lejos de querer enumerar una árida casuística de la problemática, este libro pretende ser un instrumento para dar voz a las víctimas, pero también mostrar los caminos de sanación, mediante el Derecho canónico, la psicoterapia en el apoyo y protección de las mujeres consagradas o las iniciativas existentes dentro de la Iglesia para recuperar la vida e incluso retomar el camino religioso.

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Índice

Portada

Portadilla

Créditos

Prefacio

Introducción

Nota del autor

Testimonios

Anne-Marie

Marcela

Anna

Thérèse

Elizabeth

Aleksandra

A.

Vera

Maria Elena

Lucy

Magdalene

Elementos de estudio

Entrevista al profesor Tonino Cantelmi

La obediencia: aspectos teológicos y jurídicos

Agradecimientos

Biografía

© SAN PABLO 2020 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)

Tel. 917 425 113 - Fax 917 425 723

E-mail: [email protected] - www.sanpablo.es

© Edizioni San Paolo s.r.l., 2021, Cinisello Balsamo (Milán) www.edizionisanpaolo.it

Título original: Il velo del silenzio

Traducido por María Jesús García González

Ilustración de cubierta: Turi Distefano

Distribución: SAN PABLO. División Comercial Resina, 1. 28021 Madrid

Tel. 917 987 375 - Fax 915 052 050

E-mail: [email protected]

ISBN: 978-84-285-6331-4

Depósito legal: M. 15.450-2020

Composición digital: www.acatia.es

Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio sin permiso previo y por escrito del editor, salvo excepción prevista por la ley. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la Ley de propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos – www.conlicencia.com).

Para Maria, mi fuerza y mi sostén.

El amor es paciente, es servicial; el amor no tiene envidia,

no es presumido ni orgulloso; no es grosero ni egoísta;

no se irrita, no toma en cuenta el mal; el amor

no se alegra de la injusticia; se alegra de la verdad.

Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera.

San Pablo, de la primera Carta a los corintios

Prefacio

Este libro repleto de testimonios nos hace oír el clamor y los sufrimientos, con mucha frecuencia acallados, de mujeres consagradas que entraron en comunidad religiosa para seguir a Cristo y que se han encontrado presas de situaciones dolorosas que, en la mayoría de los casos, las han llevado a abandonar la vida consagrada.

El autor escucha sus historias con empatía, para dar voz a mujeres heridas que tratan de reconstruirse y de hacer oír su experiencia, su lucha, su esperanza. De este modo, contribuye a incrementar nuestra concienciación sobre los problemas de los abusos en la vida religiosa, dando prioridad a la escucha de las víctimas que no se han sentido escuchadas, respetadas, reconocidas y bien acompañadas en su comunidad. Quiero rendir homenaje a estas mujeres que han aceptado valientemente hablar y dar su auténtico testimonio. Debemos escucharlas, oírlas y ser conscientes de que la vida consagrada, en su diversidad, como otras realidades eclesiales, puede generar lo mejor y lo peor. Lo mejor, cuando los votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia se proponen como un camino de crecimiento humano y espiritual, un camino de maduración que hace crecer la libertad de las personas, porque «la autoridad está llamada a promover la dignidad de las personas». Lo peor, cuando los votos religiosos se interpretan y se ponen en práctica de un modo que infantiliza, oprime o manipula y destruye a las personas.

Este libro nos invita, pues, a mirar de frente a la realidad, a decir la verdad, a identificar los caminos posibles para acompañar a las personas que sufren en la vida religiosa o que han salido de ella y deben reconstruirse a sí mismas. Pero, sobre todo, a encontrar la manera de prevenir estas posibles derivas, ayudando a la comunidad religiosa a adoptar un estilo más sinodal. Porque, como nos recuerda el Documento preparatorio para el Sínodo sobre la Iglesia sinodal, en su primera parte, que define el contexto de este proceso eclesial: «Sin embargo, no podemos escondernos: la misma Iglesia debe afrontar la falta de fe y la corrupción también dentro de ella. En particular, no podemos olvidar el sufrimiento vivido por personas menores y adultos vulnerables “a causa de abusos sexuales, de poder y de consciencia cometidos por un notable número de clérigos y personas consagradas”. Continuamente somos interpelados “como Pueblo de Dios a asumir el dolor de nuestros hermanos vulnerados en su carne y en su espíritu”: por mucho tiempo el de las víctimas ha sido un clamor que la Iglesia no ha sabido escuchar sufi- cientemente. Se trata de heridas profundas, que difícilmente se cicatrizan, por las cuales no se pedirá nunca suficiente perdón y que constituyen obstáculos, a veces imponentes, para proceder en la dirección del “caminar juntos”. La Iglesia entera está llamada a confrontarse con el peso de una cultura impregnada de clericalismo, heredada de su historia, y de formas de ejercicio de la autoridad en las que se insertan los diversos tipos de abuso (de poder, económicos, de conciencia, sexuales). Es impensable “una conversión del accionar eclesial sin la participación activa de todos los integrantes del Pueblo de Dios”: pidamos juntos al Señor “la gracia de la conversión y la unción para poder expresar, ante estos crímenes de abuso, nuestra compunción y nuestra decisión de luchar con valentía”».

Por tanto, estamos todos llamados a tomar conciencia de estas prácticas equivocadas de obediencia y de ejercicio de autoridad en la Iglesia que, por desgracia, surgen tanto en las parroquias como en las antiguas y nuevas comunidades de Vida consagrada o asociaciones de laicos. Debemos escuchar la poderosa llamada del papa Francisco a la conversión pastoral, que nos pide que abandonemos el modelo clerical de la Iglesia y que adoptemos el enfoque de la Iglesia sinodal, que implica la escucha y la participación de todos y la asunción de responsabilidades conjuntas. Porque todos, bautizados, discípulos misioneros, tienen la misma dignidad y han de ser considerados como sujetos y autores de la misión. Todos, habitados por el Espíritu, son llamados a hacer oír su voz. Para seguir anunciando la Buena Noticia del Evangelio del mundo de hoy, la Iglesia debe redescubrir y poner en práctica la sinodalidad que forma parte de su propia naturaleza. Es decir, discernir las formas de vivir esta dinámica de comunión, este «nosotros» eclesial que respeta e integra la diversidad del «yo» particular, esta acogida y valoración de la diversidad de carismas, porque el Espíritu Santo habla en cada uno y la obediencia en la Iglesia ha de ser siempre una escucha común del Espíritu.

En cierto modo, con este libro, Salvatore Cernuzio nos proporciona una percepción muy concreta de lo que la Congregación para la Vida consagrada ha puesto ya claramente en evidencia en su importante documento de orientación Para vino nuevo odres nuevos: «En algunos casos no se fomenta la colaboración “con obediencia activa y responsable”, sino la sujeción infantil y la dependencia escrupulosa, perjudicando la dignidad de la persona hasta humillarla. En estas nuevas experiencias o en otros contextos, no siempre se considera y se respeta correctamente la distinción entre foro externo y foro interno» (n. 25).

Así pues, en este cambio de época en el que vivimos, hemos de reconocer que «Obediencia y servicio de autoridad siguen siendo cuestiones sumamente sensibles, y esto en parte porque el trasfondo cultural y la mentalidad de hoy han pasado por profundas e inéditas transformaciones, en algunos aspectos hasta desconcertantes para algunos. En el contexto en que vivimos no es ya adecuada la terminología superior y súbdito. Lo que funcionaba en una relación piramidal y autoritaria no es ni deseable ni vivible en el talante de comunión de nuestra manera de sentirnos y querernos Iglesia. Hay que tener presente que la obediencia verdadera no puede dejar de poner en primer lugar la obediencia a Dios, tanto de parte de la autoridad como de aquel que obedece, como tampoco puede ignorar la referencia a la obediencia de Jesús; obediencia que incluye su grito de amor “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46) y el silencio de amor del Padre» (n. 24).

Que este libro, que nos invita a mirar el lado oscuro de algunas realidades de la Vida consagrada, nos ayude a escuchar y a poner en práctica la apremiante invitación del papa Francisco: «A los cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero pediros especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente. Que todos puedan admirar cómo os cuidáis unos a otros, cómo os dais aliento mutuamente y cómo os acompañáis» (EG 99).

Nathalie Becquart, xmcj

Subsecretaria de la Secretaría General

del Sínodo de los Obispos

Introducción

Cuando decidí escribir para La Civiltà Cattolica un artículo sobre el problema de los abusos en las Congregaciones femeninas1 no imaginé que fuera a recibir tanta atención y a tener una repercusión tan fuerte. Enseguida recibí cartas y correos electrónicos de parte de religiosas, exreligiosas, sacerdotes y laicos de diferentes partes del mundo: algunos de ellos críticos, pero en su mayoría en pleno acuerdo con el tema. Junto con el estímulo para seguir tratando esta temática. Pero lo que más me llamó la atención es que en sus relatos tenían características en común: por ejemplo, la tendencia a mantener siempre en su cargo a las mismas personas durante largos años, hasta 30 o 40 años, lo que conlleva graves riesgos para el ejercicio de la autoridad: la tendencia a identificarse con el papel que desempeña y confundir su propia voluntad con la voluntad de Dios, hasta el punto de imponerla de forma rigurosa a toda la Congregación o a la comunidad. A su vez, quien está sometido corre el riesgo de confundir la búsqueda de la voluntad de Dios con el bienestar de la autoridad. Y así, por el bien de la unidad, acalla cualquier pensamiento que no se limite a repetir la voz de quien gobierna. Son las características de lo que el papa Francisco denomina el pensamiento rígido: identificar a la persona con su función y confundir unidad con uniformidad2. De ahí la dificultad de reconocer, más aún incluso que manifestar, las dudas acerca un estilo de vida como ese: la persona se siente diferente, marginada, enemiga de la Congregación.

Desempeñar un papel en cierto modo sagrado puede, además (si no hay una atenta vigilancia), caer fácilmente en el peligro de instrumentalizar la fe con la que la persona abre su conciencia, en especial si es débil o fácilmente manipulable, utilizando el papel desempeñado para satisfacer deseos personales e imponer la propia voluntad: «En la teología católica, y no solo en ella, la parte más sagrada del hombre es la conciencia individual [...]. El papel de quien acompaña no consiste en decir a la persona lo que debe hacer, sino más bien ayudarla a dilucidar lo que considera mejor para sí misma. Asumir el puesto de la conciencia del otro es, precisamente, un abuso de conciencia»3.

¿Una crisis generalizada?

Según los datos de la Congregación para los Institutos de Vida consagrada y la Sociedad de vida apostólica, en el año 2018 el 3,8% de los institutos del mundo recibieron una visita apostólica. Teniendo en cuenta que se trata de una toma de postura oficial, se puede suponer que dicha cifra es solo la punta del iceberg de una crisis generalizada: los testimonios incluidos en el presente libro provienen de Congregaciones y países muy distintos. Pero, sobre todo, no se puede olvidar que la Iglesia es un cuerpo, como recuerda san Pablo (1Cor 12,2627), y, por tanto, cuando un miembro sufre, todo el cuerpo sufre. Limitarse a observar números y estadísticas concretos o a identificar la Congregación en cuestión para sostener que el problema no nos concierne es una forma de evitar afrontarlo. Pero esto termina por plantear de nuevo la misma dinámica mostrada ante los abusos sexuales cometidos por sacerdotes: frente a los casos presentados, la mayoría de las veces se esgrimió que el problema era un hecho circunstancial y que no afectaba a la propia comunidad, sino que radicaba en otros lugares, pero hubo que dar rápidamente un paso atrás y admitir, con vergüenza, que no se había querido afrontar el problema.

También en el testimonio de las religiosas abusadas por sacerdotes, la reacción de la autoridad, tanto masculina como femenina, siguió en muchas ocasiones idénticos procedimientos. Se prefirió «salvaguardar» el buen nombre de la institución sacrificando a la víctima: la religiosa abusada se trasladaba a otro sitio, acusándola de haber seducido al sacerdote, y el sacerdote permanecía en su puesto, y continuaba, sin interferencias, su actividad depredadora. Si el abuso procedía de una mujer, esta manera de culpabilización es aún más fuerte.

Me ha llamado mucho la atención un aspecto que se repite en estas historias de vida: la solicitud unánime de garantizar el anonimato de quien las cuenta y de la Congregación a la que pertenece. La razón parece evidente. Sin embargo, es algo que plantea serios interrogantes sobre el ejercicio de la autoridad y el voto de obediencia tal como se vive actualmente en esos institutos.

El tema de la autoridad según el Evangelio, en nombre del servicio, y no del miedo (cf, por ejemplo, Mc 10,42-45), está ampliamente presente en el magisterio eclesial. En estos textos emerge claramente la diferencia entre poder y autoridad, y se trazan los rasgos de quien está llamado a ser pastor del rebaño4. Jesús, en el Evangelio, suscita en sus interlocutores (incluso entre los más adversos) una serie de sentimientos, pero nunca el miedo, y sin embargo la gente le reconoce «como quien tiene autoridad» (Mt 7,29). También en las parábolas presenta a un Dios que, incluso en el momento del juicio, nos invita siempre a abrir el corazón, y al diálogo en la verdad. Volver a estas fuentes podría devolver frescura y vigor a la Vida consagrada.

En este sentido, las historias narradas en este libro muestran que el tema de la obediencia se ha malinterpretado durante mucho tiempo: el superior o la superiora no es un tirano ni un monarca absoluto, sino que está al servicio de la comunidad. Ocupa el puesto de Dios en la medida en que considera al súbdito como quien ocupa el puesto de Cristo. Si lo maltrata, maltrata a Cristo. El deber de obedecer va paralelo al deber de ejercer la paternidad y la maternidad espirituales5.

¿Por qué estas hermanas no han podido manifestar a sus superiores en el ámbito de la vida comunitaria su propio malestar? ¿Cómo han vivido la obediencia durante todos estos años? ¿De qué manera se ha valorado su contribución? Algunas religiosas, aun desempeñando puestos de responsabilidad en su instituto, tuvieron que someterse pasivamente y seguir solo lo indicado por sus superiores, especialmente cuando había que tomar decisiones importantes.

El racismo es otro triste tema presente en estas historias. Nos preguntamos hasta qué punto está vinculado a los malentendidos que hemos mencionado antes. Muchos lamentan que se les valora por el color de su piel o su país de procedencia, independientemente de su calidad o preparación: una especie de mentalidad feudal que sigue estando presente en muchos institutos religiosos.

La necesidad de ampliar la mirada

Entre tanto, descubrí inesperadamente la investigación llevada a cabo por el citado Dom Dysmas, con el título Riesgos y desviaciones de la vida religiosa: en ella se analizan de forma amplia y documentada las características enfermizas de la vida religiosa y las estructuras que las propagan hasta llegar a una parálisis total. Un ejemplo significativo de dicho enfoque estructural es el testimonio de una psicóloga, que prefiere quedarse en el anonimato, que acompañó a casi quince mujeres de vida contemplativa que fueron despedidas por sus impulsos suicidas. Estas mujeres aún no presentaban señales de desequilibrio psíquico o de depresión grave. Las causas estaban vinculadas a su estilo de vida: «Al parecer se les pedía que se desprendieran de todo lo que podía contribuir al alivio de su persona, sus intereses, sus talentos. Habían intentado convertirse en perfectas religiosas renunciando a todo aquello a lo que aspiraban. Las directrices comunitarias les indicaban una cosa, mientras su interior les pedía otra cosa. Y cuanto más se conformaban, más aumentaban las dudas, los conflictos y la mala imagen de sí mismas, hasta llegar a anular su identidad de hijas de Dios y a pensar que eran hijas del demonio... solo la muerte podría librarlas de estos tormentos»6.

Gran parte de los testimonios que aquí se recogen no se refieren al abuso sexual, y precisamente por eso son todavía más difíciles de reconocer y de afrontar. Pero, como observa un autor, el hecho de que un comportamiento no sea penalmente perseguible no significa que no sea grave desde un perfil humano y espiritual, «es más, a veces se aprovecha precisamente este equívoco para infravalorar comportamientos que tienen consecuencias devastadoras para personas que han sido víctimas de ellos [...]. El abuso espiritual puede definirse de acuerdo con sus efectos, algunos de los cuales son: autoestima denegada, dependencia obligada, menor capacidad de confiar, reacciones emotivas como ira, ansiedad y depresión. Los expertos añaden que en algunos casos puede verse sacudida incluso la propia fe en Dios»7.

Es necesario recordar estas cosas porque el derecho es la salvaguarda del débil y de quien sufre injusticias, muchas veces sin saberlo. El número 618 del Código de Derecho canónico recuerda que los súbditos deben ser gobernados como hijos de Dios, «con respeto a la persona humana». Actuar de otro modo es cometer un abuso de poder, la puerta de entrada a cualquier otro abuso. Los casos de violencia sexual fueron en gran parte perpetrados por personas con un gran carisma y una forma de gestionar la autoridad que no toleraba puntos de vista diferentes, incapaces de escuchar, incapaces de empatizar y extremadamente rígidos en la forma de proponer el seguimiento evangélico. Por ello el papa Francisco, en su Carta al pueblo de Dios que peregrina en Chile (31 de mayo de 2018) y en la Carta al pueblo de Dios del 20 de agosto del 2018 no habla simplemente de «abusos sexuales», sino siempre de «abusos sexuales, de poder y de conciencia, en el contexto sistémico más amplio de las relaciones que existen en la comunidad eclesial y su corrupción, cuando la autoridad se vive como poder y no como servicio»8.

En un documento posterior, el Papa ahonda en las diversas formas de abuso y señala una mentalidad, el clericalismo, como su posible raíz: «Un espíritu clericalista expone a las personas consagradas a perder el respeto por el valor sagrado e inalienable de cada persona y de su libertad»9. El clericalismo como mentalidad de poder y manipulación es un riesgo que concierne a toda comunidad y situación, expresión de lo que Dysmas denomina «estructura piramidal», es decir, la tendencia a desalentar, hasta llegar a prohibir, la comunicación horizontal entre los hermanos o hermanas, para mantener únicamente la vertical, con la autoridad superior, que decide qué conviene hacer saber, sin temor a que nadie la contradiga: «Así, una parte de la verdad permanece oculta y todos acaban por creer una mentira. Cuanto más se miente, más se convierten en prisioneros del sistema, por tratar de conservar un mínimo de coherencia, y todo se convierte en una prisión de la que no es posible salir»10.

En las comunidades femeninas, la modalidad análoga al clericalismo parece ser la tendencia a permanecer el mayor tiempo posible en el poder, como hemos dicho, imponiendo una mentalidad única y uniformadora dentro del instituto según el propio criterio, haciéndolo pasar como voluntad de Dios y marginando y culpando a quien piensa de otro modo.

Es significativo que al segundo mandamiento del decálogo (Éx 20,7), que prohíbe pronunciar el nombre de Dios en vano, le siga la afirmación de que quien transgreda este mandamiento no quedará sin castigo, algo que no ocurre en el caso de los demás mandamientos, y esto reitera la gravedad de este acto. Pronunciar «en vano» el nombre de Dios no se refiere únicamente a la blasfemia: significa apropiarse de Su nombre para justificar intereses y carencias personales, violencias e incluso homicidios. El texto se aleja de tales perversiones, denuncia su gravedad, pero al mismo tiempo da fe de su presencia a lo largo de la historia, que deforma gravemente la relación con Dios, a veces de forma irreversible11.

Los abusos de conciencia son, en gran parte, consecuencia del abuso del nombre de Dios, instrumentalizado para gratificar la propia labor. La recurrencia de dichos procedimientos manipuladores para doblegar la voluntad del débil exige que se manifieste en mayor medida la gravedad del abuso del nombre de Dios por parte de quien tiene el oneroso deber de representarlo.

Un deseo que nunca se apaga

Otro dato relevante que merece nuestra atención es el hecho de que no todas las religiosas que se salen de su Congregación lo hacen porque no encuentren ya sentido a la Vida consagrada. Entre ellas he encontrado personas con una enorme carga de sufrimiento unida a una gran valentía: han abandonado una vida de seguridad material y de pertenencia, a una edad que ya no es joven, para permanecer fieles a su propia conciencia. ¿Cómo y por qué, después de hasta 25 años en un instituto religioso, han decidido desembarcar en una nueva realidad, repleta de riesgos e incertidumbres, y aun así manteniendo la fidelidad a su vocación de una manera generalmente reconocida por la Iglesia? A pesar de ello, se encuentran privadas de una casa, de un trabajo y muchas veces son incluso objeto de juicios sumarios y carentes de caridad dentro de la propia Iglesia.

El papa, respondiendo a los principios fundamentales de la Doctrina Social de la Iglesia, en su último discurso resalta la importancia de una casa y un trabajo como elementos indispensables para la dignidad de todo ser humano12.

Frente a tales augurios, es lícito preguntarse de qué manera obran concretamente las respectivas Congregaciones respecto a esas personas. ¿De qué manera un organismo superior (como el Dicasterio para la Vida consagrada) evalúa las razones que llevan a una religiosa a pedir la dimisión y el iter procesal canónico para garantizarles un tratamiento equitativo? ¿Cómo apoyan las diócesis el camino de quien ha dejado por motivos graves la Congregación religiosa pero aún conserva su deseo de consagración?

Vivo en Roma desde hace muchos años y debo confesar la gran tristeza que me invade al ver edificios religiosos cerrados (y por tanto habitables) o semivacíos, que se prefiere dejar como están en lugar de dárselos a consagrados que tienen el deseo de llevar una vida en comunidad. Frente a tales situaciones, los programas pastorales de las diócesis y los documentos del magisterio que invitan a la acogida, a la hospitalidad y a la solidaridad suenan como un insulto.