Cañas y Barro - Vicente Blasco Ibáñez - E-Book

Cañas y Barro E-Book

Vicente Blasco Ibanez

0,0

Beschreibung

Cañas y Barro narra la historia de los Palomas, una familia de pescadores de El Palmar, en la Albufera valenciana, cuya nueva generación decide abandonar su ancestral dedicación para reconvertirse en arroceros. Tonet, nieto del mejor pescador de la comarca, el tío Paloma, lleva el hilo conductor de una historia en la que la pobreza, el hambre y el trabajo, pero también el amor, marcan irremediablemente el destino de sus personajes. Considerada como una de las obras cumbre del naturalismo en lengua castellana, Blasco Ibáñez ofrece en Cañas y Barro una descripción real y vívida de la Valencia rural de su época a través de unos personajes y de un escenario, la Albufera, que ya han quedado consagrados en la literatura universal.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 461

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Akal / Básica de Bolsillo / 335

Vicente Blasco Ibáñez

CAÑAS Y BARRO

Edición de: Emilio J. Sales Dasí y Juan Carlos Pantoja Rivero

Cañas y barro narra la historia de los Palomas, una familia de pescadores de El Palmar, en la Albufera valenciana, cuya nueva generación decide abandonar su ancestral dedicación para reconvertirse en arroceros. Tonet, nieto del mejor pescador de la comarca, el tío Paloma, lleva el hilo conductor de una historia en la que la pobreza, el hambre y el trabajo, pero también el amor, marcan irremediablemente el destino de sus personajes. Considerada como una de las obras cumbre del naturalismo en lengua castellana, Blasco Ibáñez ofrece en Cañas y barro una descripción real y vívida de la Valencia rural de su época a través de unos personajes y de un escenario, la Albufera, que ya han quedado consagrados en la literatura universal.

 

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Imagen de cubierta: Antonio Fillol Granell, La siega del arroz en la Albufera, 1899.

© Ediciones Akal, S. A., 2017

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4512-0

Estudio preliminar

«Aquel señorón recio y templao»

En la década de los sesenta, La Semana Gráfica publicaba una entrevista a José Dasí Soler, un barquero de la Albufera valenciana que, por azares del destino, se convirtió en personaje literario, con el apodo de «el Desorejado», como tripulante de la barca correo que unía a la gente del lago con Valencia en la novela Cañas y barro. A través de los recuerdos de ese anciano, al que sus vecinos reconocían como «el tío Michaorella», fluyen a la página los contornos característicos de Vicente Blasco Ibáñez, acompañado siempre de un halo singular que lo hacía único y fácilmente reconocible. Las pinceladas que traza la memoria de «el Desorejado» no son muy detallistas (o, tal vez, el entrevistador no ha logrado exprimir a su fuente). Sin embargo, resultan sumamente gráficas. «Don Visent» era un señor simpático, noble y rudo, que hacía amigos con facilidad, razón por la cual, añadimos nosotros, logró cautivar y liderar a un sector multitudinario de la sociedad valenciana hacia sus ideas republicanas y hacia sus novelas, cuentos y artículos periodísticos. El mismo personaje confirma nuestro aserto: «Donde después lo veía con mucha frecuencia era en el Palmar, rodeado siempre de pescadores y barqueros, que eran grandes amigos de aquel señorón recio y “templao” que les hablaba de tantas cosas bonitas».

Armado de un verbo fácil y un carácter arrollador, «Don Visent» estuvo viviendo durante unos veinte días en ese espacio lacustre, tan típico de la geografía valenciana, que luego plasmaría en Cañas y barro. Llegó hasta allí para desentrañar por sus propios sentidos los misterios de aquel espacio. Era una de las exigencias que puso de moda la escuela realista y que el naturalismo francés redirigiría por los caminos del cientifismo y el método experimental. La observación directa del ambiente resultaba un imperativo para obtener un «documento humano» ajustado a la realidad inmediata, y Blasco echó mano de sus múltiples relaciones personales para adentrarse por unos territorios muy próximos a la ciudad de la que era diputado desde 1898. Le acompañaba el «tío Petit» de Massanassa, comía en la tienda del «tío Sucre», paseaba por los alrededores y, después del contacto con los habitantes del lugar, se retiraba a dormir en una barca, en medio del lago, para respirar más intensamente el hálito de unas aguas que, en la novela, van a transmitir una sensación olfativa muy desagradable. Incluso peligrosa para la salud. Como consecuencia directa del contacto con aquella atmósfera semipantanosa, el escritor contrajo unas fiebres palúdicas que le obligaron a marchar al Vedat de Torrente para recuperarse de la enfermedad.

Fue a su regreso a Valencia, y más en concreto a su recién estrenado chalé de la Malvarrosa, cuando Blasco empezó a escribir su novela. A pesar de hallarse en un escenario físico idóneo para la creación, el artista tenía que abstraerse del alboroto provocado por los operarios que se afanaban en rematar la construcción de su casa. No obstante, no era este el problema más importante al que debería enfrentarse. El escritor siempre sintió una desmesurada afición a hablar de sí mismo, de las adversidades que jalonaron su existencia, de sus múltiples reconocimientos, pero también de las circunstancias que rodearon la gestación de algunas de sus obras. En este caso, al empezar a escribir Cañas ybarro, no tenía una imagen aproximada de cuál iba a ser su desenlace. Durante una de las conferencias que dio en 1909 a lo largo de la geografía argentina, insistirá sobre este particular, envolviendo el proceso literario de una atmósfera casi teatral. De un lado, le llega la terrible noticia de la muerte de su admirado Émile Zola. El luctuoso suceso le conmociona profundamente, porque Blasco sentía una especial devoción literaria y política por el novelista francés. Asimismo, influido quizá su ánimo por la tristeza, los cimientos de la razón fueron incapaces de evitar que se despertaran las fuerzas de una fantasía indefinida. Eduardo Zamacois, uno de sus primeros biógrafos, relata en los siguientes términos el azaroso acontecimiento:

Comenzaba la estación otoñal. Muchas noches, desde un balcón de su finca de la Malvarrosa, Blasco miraba al mar tranquilo, susurrante, plateado por la luna, mientras tarareaba la «Marcha Fúnebre» de Sigfrido. Entretanto, meditaba el último capítulo de su libro. De pronto «lo vio»; fue una emoción tan eficaz que casi la sintió en los ojos; acababa de sugerírselo el recuerdo del cadáver del héroe wagneriano, tendido sobre su escudo y llevado por sus guerreros... (1928, pp. 46-47).

Un hecho improvisado, identificable como experiencia intuitiva o fruto de la inspiración, determinaron el desenlace de Cañas y barro. Pudiera parecer que estos destellos del inconsciente resultaran impropios en un escritor tan pendiente de la realidad que le rodeaba y que alimentó sus dotes descriptivas. Sin embargo, Blasco Ibáñez reconocía que la observación no era un instrumento único para descubrir el mundo. Los artistas, y él se consideraba como tal, poseían una especie de sexto sentido, algo innato, que les permitía penetrar en los laberintos de lo visible y lo invisible, y que, a su vez, contribuía a la creación de una verdadera obra de arte. En esta tesitura, la producción novelesca de Blasco Ibáñez se inviste de un ropaje estético que fluye más allá de las simples etiquetas. «Aquel señorón recio y templao» que conocieron los humildes pescadores de la Albufera tenía unas aptitudes envidiables para captar escenarios reales y figuras humanas, pero, además, su instinto imaginativo estuvo plagado de gestos y confesiones que desvelan una herencia romántica, muy acorde con el carácter histriónico del novelista valenciano.

Cañas y barro: punto final del ciclo valenciano

La novela se publicó el 11 de diciembre de 1902. Aparte de algunos cuentos aparecidos posteriormente[1], se configura como el último título de una serie de obras ambientadas en espacios valencianos y protagonizadas por personajes característicos de dicho ambiente, muchos de los cuales están entresacados de la realidad inmediata. Lo corroboraba ese «el Desorejado» que se citaba más arriba, y, del mismo modo, José Luis León Roca asegura:

Neleta existió, y el novelista no modificó ni disimuló el nombre. También «Tonet, el cubano» parece que fue real y que vivía en El Saler, y al que se conocía con el sobrenombre de «Tonet, el bonico». Su historia coincide un tanto con el «Tonet» de la novela, así como el hecho de que ambos estuvieran en Cuba (41990, p. 254).

Pero no es solo la correspondencia entre la ficción y unos determinados referentes reales la que permite identificar a Cañas y barro como novela típica del «ciclo valenciano» de Blasco Ibáñez. La obra guarda una relación estrecha con otros títulos, tanto novelas como cuentos, por las circunstancias personales que rodean al escritor en el momento de su labor creativa y por la factura estética de tales relatos, tradicionalmente definida como «naturalista».

Con respecto a lo primero, señálese que el periodo literario que va desde Arroz y tartana (1894) hasta Cañasy barro, pasando por Flor de mayo (1895), La barraca (1898), Entre naranjos (1900) y Sónnica la cortesana (1901), sin olvidar sus Cuentos valencianos (1896) y la colección La condenada y otros cuentos (1900), coincide con una época sumamente agitada en la biografía del autor. La literatura es para él un oficio y una afición. Sin embargo, sus intereses políticos y sus ocupaciones periodísticas en el diario El Pueblo dificultan su dedicación exclusiva a la tarea creativa. Sus campañas contra instituciones públicas o religiosas, y contra ciertos políticos o cuestiones de rabiosa actualidad determinan que Blasco tenga que huir de la justicia o que pise la cárcel en varias ocasiones. Sus andanadas, en nombre de los ideales republicanos, contra el poder establecido de la Restauración le acarrean persecuciones y múltiples sinsabores, de modo que el escritor perfila sus historias entre los muros de la prisión o a altas horas de la madrugada, después de haber entregado a las prensas el ejemplar correspondiente de su diario. Es una situación que se hará menos virulenta cuando Blasco alcance un escaño en el Congreso de Diputados en 1898, pero que singulariza la actividad de una figura que ha convertido su ciudad natal, Valencia, en centro de operaciones desde el cual proyectarse política y literariamente en todo el ámbito nacional.

Sus novelas, y también cuentos, «valencianas» son un reflejo evidente de un compromiso ideológico, no porque estuvieran escritas con una finalidad dogmática, sino por su dimensión de documento humano de una realidad problemática, aquella que él ha observado directamente o que por proximidad ha ido nutriendo su imaginación. Y porque esta inventiva necesita de una difusión inmediata, Blasco publica sus cuentos en su propio periódico o en otros madrileños, y sigue utilizando la táctica del folletín con algunas de sus novelas.

En el escritor siempre existió una vocación innata por sobresalir, un apasionamiento que le conducía a encarar múltiples proyectos y, en el caso de la literatura, le llevaba a una dedicación intensiva, siempre que era posible, en la redacción de cualquier argumento. Sorprende, por eso, que, a pesar de las interferencias que mediatizaban su trabajo artístico, sean precisamente algunas de las novelas mencionadas las que le hayan granjeado al autor su fama posterior. Títulos cuyos personajes guardan, a veces, una curiosa similitud o donde el diseño estructural de la historia evidencia unas semejanzas incuestionables. Joan Oleza afirma que «las novelas valencianas proceden de un mismo taller» (2000, p. 20). En efecto, esta es la impresión que deriva del cotejo de diversas cuestiones de técnica narrativa. Por ejemplo, que el capítulo inicial de Cañas ybarro, donde la mirada del narrador se acopla al desplazamiento de la barca correo (a modo de un travelling), desempeñe el mismo papel que la marcha de Pepeta a Valencia en La barraca: a través de ambos movimientos la acción y sus principales personajes quedan ubicados en un medio específico. Luego, el narrador retrocederá en el tiempo, en el segundo capítulo, para bucear en la historia de sus protagonistas, retomando el hilo temporal de forma continuada en el tercer capítulo. Blasco Ibáñez procede de acuerdo con los dictados propios del naturalismo literario, del mismo modo que optará por ese narrador omnisciente al que el realismo le otorgó un control total sobre su materia novelesca. Pero, junto al recurso a unos aspectos o técnicas compositivas en boga, el escritor valenciano estampaba con frecuencia su sello personal. Así el predominio absoluto de la narración sobre el diálogo en sus obras «valencianas», allí donde la voz de los personajes, la mayoría de ellos valenciano-parlantes, queda enmascarada por el empleo constante del estilo indirecto libre o de breves irrupciones de la lengua vernácula a través del estilo directo, donde el narrador resume, ya lo señalaba Betoret (1958), la opinión de sus criaturas[2].

Desde su posición privilegiada, el narrador blasquiano tiende sus tentáculos sobre su universo creativo. Las formas del discurso reproducen su asunción de unas técnicas de origen francés, a partir de las cuales el autor basa el edificio de sus relatos más característicos. No obstante, además de ese taller desde el que Blasco pretende llegar a un público muy amplio, pues la elección del castellano como lengua vehicular de sus escritos así lo hace presumir, en ellos aparecen unas analogías que muy bien pueden ser el fruto de una traición de su inconsciente, de una memoria literaria que propicia las semejanzas existentes entre situaciones novelescas y personajes. Como botón de muestra, valga recordar cómo los trazos con que se describe Tonet en Cañas y barro –su carácter pendenciero, su escasa afición al trabajo– ya singularizaban al personaje homónimo de Flor de mayo; al igual que el pasado nómada de Cañamel lo identificaba con el esperpéntico maestro, ese don Joaquín, de La barraca; la desmedida afición a la bebida de Sangonera era compartida, asimismo, por ese dulzainero que vive en la más completa marginalidad y protagoniza el célebre cuento va­lenciano Dimoni; mientras que los orígenes familiares de «la Borda» nos ponen tras la pista de la protagonista del relato Pri­mavera triste, y su capacidad de sacrificio para colaborar en las tareas agrícolas responde a un tipo femenino extremadamente laborioso que se torna genérico en los títulos de esta etapa creativa.

Cierto que determinadas realidades, en tanto que procedentes de un ámbito geográfico concreto, mantienen una familiaridad obligada por afinidades culturales o económicas: el contrabando de tabaco es una de las fuentes de ingresos de Cañamel, como también facilitará la construcción de aquella barca «Flor de mayo» que da título a la novela homónima; el motivo de los préstamos y la usura descuella también en las páginas de Arroz y tartana y en La barraca; la escuela del Palmar es tan mísera como la barraca de don Joaquín y la taberna de Copa en La barraca permite establecer un fácil parangón con aquella de Cañamel. Desde luego, la existencia de unos referentes reales asegura que el escritor no se imita a sí mismo. Sin embargo, no es menos factible la hipótesis de que, dada la fecundidad creativa de Blasco, determinados motivos y determinados rasgos descriptivos terminen transformándose en una especie de clichés que revelan el ejercicio de selección y síntesis que realiza la mente del escritor después de su primer contacto con la realidad inmediata. Ideas que quedan estampadas en la memoria e irán creando una imagen característica de su mundo novelístico.

El naturalismo deCañas y barro

Tal como se ha apuntado anteriormente, Blasco se situó en sus novelas valencianas en la órbita del naturalismo, y Cañas y barro es una de sus obras más próximas a dicha corriente literaria. Ahora bien, de aceptar a pie juntillas dicha adscripción podríamos caer en el mismo tópico que Cardwell pone en tela de juicio: «Este lema de un Blasco naturalista y zolaesco pregona un lugar común crítico, casi un hecho consabido en la historia de la literatura española moderna […] [Pero] ¿es verdad que fue indiscutiblemente el “maestro de la escuela naturalista en España dentro de la línea de Zola”?» (2000, p. 349). La cuestión planteada resulta tan compleja como la hipotética afinidad de Blasco con los planteamientos de esa «juventud del 98» de la que hablaba Blanco Aguinaga (1970). De hecho, nos remite a una polémica que arranca desde la misma traducción de La barraca al francés por G. Hérelle, bajo el título de Terres maudites. Mientras ya en 1903 Merimée (p. 272) señalaba las simpatías del escritor valenciano hacia los naturalistas franceses, González Blanco llegó a subrayar que aquel fue en España el representante exclusivo de una moda foránea (1909, p. 582). Pocos años después, otros críticos minimizaron el papel de ese influjo (Tailhade, 1918, pp. 10-11; Pitollet, 1921, p. 191), apelando a las diferencias existentes a varios niveles entre la novelística de Blasco y la de su admirado Zola[3].

El propio Blasco era conocedor de esta controversia, y en una carta que dirigió a Julio Cejador (1918), habitualmente citada por la crítica, dijo lo siguiente:

Cuando publiqué mis primeras novelas las encontraron semejantes a las de la obra zolesca y me clasificaron para siempre […] Yo, para muchos, escriba lo que escriba y aunque sufra mi existencia literaria las más radicales evoluciones, siempre seré «el Zola español». Los que tal dicen y repiten por perezoso automatismo demuestran no conocer ni a Zola ni a mí, o, a lo menos, si conocen las obras de ambos, las han leído de corrido, sin comprenderlas […] Ni por el método de trabajo, ni por el estilo, tenemos la menor semejanza. Zola era un reflexivo en la literatura y yo soy un impulsivo. Él llegaba al resultado final lentamente, por perforación. Yo procedo por explosión, violenta y ruidosamente.

Sin penetrar en los laberintos de una discusión que, a la postre, podría resultar baladí, es evidente que si el naturalismo en España fue un producto distinto al que procedía del país vecino, Blasco va a imponerle, además, su propio temperamento, de forma que el resultado final no es tanto un intento de revisar y mejorar una tendencia literaria como una síntesis consciente de lo asimilado en otros lares con una personalidad creativa que discurre por sendas privativas. Para empezar, Blasco intuía las limitaciones del método experimental aplicado a la ficción, de forma idéntica a como tal enfoque se oponía a otras herencias literarias que el novelista valenciano puso de manifiesto en múltiples ocasiones, pensemos en su formación folletinesca, en determinados coletazos del Romanticismo o en su facilidad para amoldarse al impresionismo artístico. Dicho esto, Cañas y barro sitúa al lector frente a un escenario cuya marginalidad con respecto a la ciudad y la miseria que identifica a sus pobladores predisponen a pensar en la pronta aparición de esa bestia humana de la que hablaban los naturalistas franceses. Asimismo, la asunción de una perspectiva monística, que destaca la conexión del individuo, de pescadores y cultivadores de arroz, y el medio natural de la Albufera valenciana, ubica la novela en el ámbito del naturalismo (Eoff, 1961, p. 119). Efectivamente, la naturaleza tiene un peso terrible en la deriva vital de los personajes; puede llegar a aplastarlos. Valga recordar las amonestaciones del pare Miquel desde su confesionario para que sus fieles hicieran lo posible por cambiar una alimentación basada exclusivamente en el consumo de peces criados en un agua pantanosa; o las consecuencias ambientales en el destino de los varios hijos que tuvo el tío Paloma, cuya muerte puede entenderse como el influjo del medio físico en las condiciones biológicas de los padres, quienes «se ayuntaban sin otro deseo que transmitirse el calor, estremecidos por los temblores de la fiebre palúdica. Parecían nacer llevando en sus venas en vez de sangre el escalofrío de las tercianas». En ambos casos, asoman conceptos característicos de la tendencia naturalista: el determinismo del medio que se traduce en unos letales efectos sobre la fisiología humana. Sin embargo, Blasco no estaba dispuesto a atribuir únicamente a condicionamientos externos las desgracias que asaltan a sus criaturas. Al decir de Pattison (1969, p. 128), en el naturalismo español no se hallan muchos ejemplos que confirmen el determinismo de la herencia. Así, en Cañas y barro, a excepción de Sangonera que remeda a su padre en su excesiva afición por el alcohol, los principales personajes contradicen tanto la transmisión de determinadas taras físicas o psíquicas, como manifiestan una voluntad dinámica que les hace contrariar incluso el influjo hostil de una naturaleza adversa. A este respecto, recuérdese que Toni se distingue de sus difuntos hermanos porque él se agarró «tenazmente a la vida, con ansia loca de subsistir». Y de forma similar, su hijo Tonet pronto manifestó a través de sus atributos físicos y su fortaleza que la debilidad de su madre no hizo mella en él: «La larguirucha y fea de su nuera era como todas las hembras de la familia; lo mismo que su difunta: daban hijos que en nada se parecían a sus progenitores».

Los desvíos operados sobre el modelo referencial zolesco son evidentes, lo que tampoco implica la negación total de unos postulados que Blasco reconoció a partir de su fino olfato lector. La brutalidad y la crudeza radical de algunos episodios, especialmente la muerte del recién nacido y su hallazgo posterior entre los cañaverales del lago, o el suicidio de Tonet, resultan poco agradables desde el punto de vista del buen gusto y dirigen la trama por la vía de un tremendismo que hallará su prolongación en la novelística española de posguerra. Ahora bien, para llegar a tales extremos, para que Neleta quiera desprenderse de ese hijo que compromete su herencia o Tonet adopte una resolución tan drástica como la de poner fin a su vida, ha sucedido algo que muy bien puede explicar la opción novelística de Blasco Ibáñez y contribuye a consolidar el mensaje global de la historia narrada.

El 6 de octubre de 1902, en el teatro Pizarro de Valencia, tiene lugar una sesión necrológica en honor de Émile Zola. León Roca reproduce unos fragmentos muy interesantes del discurso con el que Blasco cerró dicho acto. Refiriéndose al escritor francés, dice «La humanidad se mueve a impulsos de cuatro resortes: el amor, el odio, el hambre y el miedo. Nadie como Zola supo sentir y exteriorizar en el libro el hambre y el miedo». A punto de terminar su panegírico, subraya «la verdad y el trabajo son normas de la vida, y la práctica de ambas virtudes dará al hombre la satisfacción que otorga el cumplimiento de su deber» (pp. 256-257). Si vinculamos estas ideas con su novela, podemos descubrir diversos paralelismos. Esos resortes se plasman en la pasión sexual que domina a Tonet y a Neleta; el odio actúa como factor decisivo en la disputa por la herencia de Cañamel, que será detonante de la catástrofe final; el hambre persigue a los habitantes del lago y condiciona su propia salud; y, por último, el miedo puede generar actos violentos como el asesinato cometido por el protagonista. Los cuatro resortes figuran como móviles primarios del ser humano, que enfatizan su condición animal, su bestialidad. Sin embargo, Blasco ha hablado también de la importancia del cumplimiento del deber. Toni se impuso a los obstáculos que durante su infancia le auguraban un triste desenlace, con tesón. Su supervivencia se presentaba como una cuestión muy próxima a la del libre albedrío. Esto es, el autor confiaba en el ser humano y en su capacidad para sobreponerse a las condiciones más duras. Dicho supuesto se hará más transparente a la hora de evaluar el fracaso vital de Tonet. Tanto él como Neleta tenían la opción de afrontar las circunstancias, pero faltaron a un imperativo ético al que Blasco le concedía una importancia básica: el de la responsabilidad del individuo hacia sus propios actos. Seguramente, atendiendo a esta máxima, el futuro de los protagonistas hubiese sido muy diferente. Si se acepta esta interpretación, el pesimismo con que concluye la historia no será atribuible a unas fuerzas externas, definidas por el naturalismo con el apoyo del cientifismo, sino más bien a los errores del propio ser humano que le impiden escapar a su condición animal.

Un relato genealógico

Los personajes de la novela, y no solo aquellos que aparecen en el capítulo inicial, concretados a partir del avance de la barca correo, poseen un vigor que bien puede ser el resultado de la trasposición literaria de unos referentes concretos. La realidad de la Albufera suministró a Blasco Ibáñez unos modelos humanos que estarían detrás de la ficticia biografía de Tonet, Neleta, Cañamel, e incluso el pare Miquel. Aunque en este último caso, la descripción de ese cura del Palmar que domina desde el púlpito, pero también se pasea con la escopeta al hombro y no dudaría en recurrir a la fuerza bruta, es posible que sea un homenaje que el novelista tributó a mosén Francisco, hermano de su abuela paterna, del que Gascó Contell dice lo siguiente:

Había sido, en efecto, un extraordinario hombre de acción, apasionado, violento y de grandes energías activas. Dotado de una fuerza hercúlea y de un carácter exaltado, no había titubeado cuando la Primera Guerra Carlista (1833-1839) en alistarse entre las filas armadas de los partidarios del Pretendiente, como otros muchos de sus congéneres del clero secular y regular (1996, p. 37).

Por las páginas de Cañas y barro transitan seres anónimos, miembros de una mísera comunidad lacustre, y otras figuras que son la encarnación de tipos genéricos perfectamente localizables en cualquier ámbito rural de la época. Baste recordar a la Samaruca, esa cuñada de Cañamel cuya obsesión por la herencia del tabernero la convertirá en la principal pesadilla de Neleta, espiándola, levantando falsas sospechas o dificultando su propia relación conyugal. La novela es un rico muestrario de criaturas que responden a modelos ya manejados por Blasco en novelas y cuentos precedentes (más arriba mencionábamos la similar procedencia de la Borda y la protagonista de Primavera triste, o su parentesco con mujeres como la Pepeta de La barraca o la Rosario de Flor de mayo por su extenuante dedicación al trabajo), o se convertirán en prototipos para la caracterización de futuras féminas de la narrativa blasquiana posterior[4]. Pero, junto a unos seres que guardan una singular relación con la realidad objetiva, la presencia de algunos personajes adquiere en la novela un valor connotativo, a partir del cual el autor puede dirigir su mirada por los territorios del mito. Dicho de otra forma, Cañas y barro es la historia de una saga familiar donde cada miembro de las tres generaciones adquiere un protagonismo muy parecido. Claro que la peripecia biográfica de Tonet y su relación sentimental con Neleta articulan el desarrollo argumental de la obra. No obstante, su trayectoria alcanzará un sentido máximo por contraste con la mentalidad de sus antecesores y como dramática resolución de un proceso malogrado.

Estructural y temáticamente, la novela se desarrolla como una progresión genealógica. Y en este tránsito, ya la crítica ha vislumbrado una identidad sospechosa con unos patrones míticos y legendarios. El profesor Anderson interpreta la sucesión entre el tío Paloma, Toni y Tonet en términos paralelos a la que, según la mitología clásica, liga a Crono, Zeus y Faunus. Aceptando la posibilidad de que los personajes de Blasco repitan antiguos modelos de comportamiento, la novela alcanzará una significación trascendente que va más allá del efecto realista y la propia ilusión artística, lúdica o crítica que pueda generar el texto. En última instancia, los sucesos vendrán a demostrar «el poder del destino» (Medina, 1984, p. 74).

Según Anderson, el tío Paloma, en su defensa a ultranza de una mítica Edad de Oro, se ubica en un plano de atemporalidad (cuyos límites son tan inciertos como la hiperbólica longevidad del personaje) que le vincula a Crono. Mantiene una estrecha compenetración con el medio natural y sus creencias trascienden los particularismos para hundir sus raíces en las tradiciones comunales y colectivas. Cuando su hijo Toni se aparta del camino que han seguido sus antepasados, tratando de poseer sus propios campos de arroz, su empeño parece atentar contra esa cronología primitiva que parece regir la existencia en la Albufera. Pero, aunque Toni, como Zeus, amenace la tradición familiar, ciertos detalles apuntan a la imposibilidad de escapar al marasmo. El tío Toni se debate en un esfuerzo titánico por cubrir de tierra una porción del lago. Sin embargo, dichos aportes son tragados por el agua.

En la transición del pasado (tío Paloma) al presente (Toni), se observa un deseo por abrirse al mundo exterior, por desafiar el concepto primitivo del espacio sagrado. Y ello sería factible si la perspectiva de futuro, representada por Tonet-Faunus, derivara en un progreso explícito y una modernización del clan familiar. No obstante, la circularidad de la historia elimina la ilusión del avance lineal del tiempo. Tonet regresa del exterior, de Cuba, para repetir la vieja leyenda de la serpiente Sancha. Desde la perspectiva simbólica contemplada por Anderson, las pugnas de orden temporal entre lo eterno y lo contemporáneo terminan con el castigo para aquellos individuos (Toni y Tonet) que se han desviado de la senda trazada in illo tempore. Su rebeldía no es tolerada por una Albufera que maneja las riendas de sus moradores.

Ahora bien, frente a esta sugerente interpretación del sentido profundo de la novela como historia genealógica, es posible redirigir el enfoque, poniendo el énfasis en la capacidad humana para arbitrar su futuro. De acuerdo con la mentalidad racionalista del autor, teniendo en cuenta su simpatía hacia la vida y hacia el progreso en libertad, no deberá ponerse en tela de juicio su confianza en los hombres. Si se parte de esta premisa, podremos pensar que Blasco Ibáñez no atribuye al escenario lacustre de la novela un poder omnímodo, así como tampoco apuesta como una vía posible para la supervivencia de sus habitantes por la perpetuación de unas tradiciones obsoletas. A lo largo de la novela el tío Paloma vive una situación angustiosa porque intuye que su mundo se desmorona. En su ánimo es continua la alabanza, según el tópico del laudatiotemporis actio, de una sociedad preindustrial donde el individuo vive en contacto con su entorno y lo respeta. Significativamente, aunque no haya tenido nunca suerte en el sorteo de los redolins, su reputación como pescador es del mismo calibre que su afinada puntería. Gracias a esta aptitud para manejar su vieja escopeta, ha logrado que se difuminen las diferencias sociales que le separan de grandes personajes públicos a los que acompañó con su barca en diversas cacerías y a los que llegó a tutear. Como pescador y cazador, viene a representar el estado más primitivo del hombre. De ahí sus temores hacia la progresiva transformación del lago en arrozales. La extensión de este cultivo, el desarrollo agrícola, podría reducir la extensión de la Albufera y contribuiría a la instalación de determinada maquinaria que terminaría ahuyentando hacia al mar su medio de subsistencia, la pesca, del mismo modo que la explotación intensiva de la Dehesa amenaza con destruir el bosque y, con ello, desaparecería la caza. Por eso, el tío Paloma contempla los proyectos de su hijo como una agresión a una forma de vida y a su propia subsistencia. Se trata de un conflicto mental, pero, sobre todo, económico, entre el cazador y el cultivador, estado humano representado por Toni.

A través de la peripecia de las dos generaciones precedentes, el nieto, Tonet, tiene por delante dos modelos de naturaleza muy distinta. Mientras un pescador solo puede enriquecerse si le acompaña la fortuna en el sorteo de los redolins, un cultivador puede pensar, al menos, en reunir unos cuantos ahorros. Así lo imagina el tío Toni. Y su hijo podría rematar un proceso civilizador y una evolución teóricamente ascendente si siguiese la estela que ha trazado a costa de tantos sudores y fatigas. Sin embargo, la progresión queda interrumpida desde el instante en que Tonet se deja vencer por el hedonismo y por la indolencia. Es vago y no admite demora alguna a sus apetitos. Con estos defectos en su contra, y con su incapacidad para desprenderse de ese dominio que la sensual Neleta ejerce sobre él, el último de los Paloma se transforma en asesino y suicida, ironías del destino, en el preciso momento en que su padre termina con su ardua empresa de cubrir de tierra una parte del lago. No hay vuelta atrás. El avance civilizador ha quedado bruscamente interrumpido. En tal desenlace han tenido un papel básico los errores morales y éticos de Tonet. Como él mismo reconoce tras darse cuenta de su responsabilidad, la muerte es la única solución que encuentra para salvaguardar la honra familiar, aunque el suicidio se pueda plantear como un acto cobarde.

La historia familiar conduce al lector hacia un remate trágico y pesimista. Pero si se indaga en la raíz del conflicto, es posible descubrir una moralidad, una lección que destila un autor que interpreta los actos de sus criaturas en términos de deber. Así lo decía en una cita anterior: «La verdad y el trabajo son normas de la vida». Por faltar a estas normas, Tonet tiene mucha parte de responsabilidad en un drama que salpica indirectamente a aquellos que lo rodean. A pesar de no resaltarlo de manera textual el narrador, en Cañas y barro está implícita una noción muy próxima a la del «castigo». Si Blasco Ibáñez se hubiera significado por un talante religioso, incluso podría emplearse el concepto de «pecado». No obstante, de lo que no cabe duda es de que tales ideas jamás podrán utilizarse con respecto a personajes que se han debatido en un esfuerzo sobrehumano como el tío Toni y la Borda, y que al final terminan abatidos como víctimas inocentes sobre una sepultura.

El enfoque artístico

Eduardo Zamacois reproduce unas afirmaciones de Blasco Ibáñez en las que hace gala de su credo artístico. En lo referente a su estilo, opina el novelista que «cuanto más sencillo es un autor menos esfuerzo cuesta su lectura. Por lo mismo procuro siempre escribir sin oropeles retóricos, llanamente». Si esto es cierto a medias, así como podemos comprobar tras la lectura de Cañas y barro, donde determinadas licencias literarias contribuyen a la descripción impresionista del ambiente o trascienden la pura objetividad[5], sí que resultan interesantes sus manifestaciones sobre la finalidad de la escritura: «con el propósito único de que el lector “se olvide” de que está leyendo, y al terminar la última página le parezca que sale de un sueño o que acaba de devanarse ante sus ojos una visión de cinematógrafo» (1928, p. 21). Aprovechando el símil que le brinda ese arte fílmico que tanto le atraía, Blasco Ibáñez enfatiza los efectos que provoca la lectura de la obra literaria: quiere sumergir a su destinatario en una especie de sueño o ilusión. A partir de este presupuesto, podemos intuir un empeño por crear una nueva realidad, por mucho que sus argumentos estén anclados en el aquí y ahora del lector. Podemos entender que, además de la denuncia latente hacia determinadas lacras que existe en la mayoría de títulos del autor, hay también un propósito artístico que no deberá ser ignorado.

El oficio del autor está presente en la caracterización de sus personajes, singularizados por una pincelada certera, en los fragmentos topográficos, pero también en la habilidad para manejar el tempo del relato y conjugar distintos tonos y situaciones a través de los que conseguir atrapar en sus redes al lector. Si nos fijamos en estos dos últimos aspectos, quedará de manifiesto la variedad de materiales ensamblados y la pericia de un narrador que los distribuye de un modo uniforme, aunque efectivo.

Los pilares de la historia están fijados desde el mismo principio. Las burlas y sospechas de los pasajeros de la barca correo sobre aquello que puede pasar en el Palmar en ausencia de Cañamel apuntan a una relación secreta entre Neleta y Tonet. De este último se ha puesto de relieve su carácter remiso ante el trabajo. Estos dos simples detalles ya facilitan el empleo del consabido refrán: «quien mal anda…». En el caso de que dichas pistas no sean suficientes, se introduce en el relato la leyenda de la serpiente Sancha que servirá como modelo referencial para contrastar el desarrollo de los sucesos posteriores al regreso de Tonet de la guerra de Cuba. El mismo Toni avisa a su hijo de los peligros que entraña su demasiada familiaridad con Neleta, acentuando las deshonrosas consecuencias que para él podría tener el adulterio y el engaño a su socio Cañamel. El discurso está dirigido hacia el drama y los diversos adelantamientos le otorgan al mismo un perfil de tragedia griega. La narración podría resolverse con mayor brevedad. Después de su aventura nocturna en la Dehesa, Tonet y Neleta son considerados por los demás como novios. Aparentemente parece no existir ningún obstáculo para su matrimonio. Pero Blasco demora la situación. De forma progresiva, va incorporando nuevos obstáculos para intensificar la historia: primero la partida de Tonet, con la boda posterior de Neleta; luego, el tío Paloma deja a los protagonistas en manos del destino y tiene lugar el encuentro sexual tan esperado en medio del lago. Incluso la muerte del marido engañado podría acelerar los esponsales de los amantes. Sin embargo, la intromisión de la Samaruca propicia el cambio del testamento de Cañamel. Así hasta que la concepción de un hijo fuera del matrimonio pone en jaque a Tonet y Neleta, y se somete a prueba su capacidad para actuar con sentido común. La linealidad de la historia se vuelve oscilante, en una sucesión de avances y retrocesos, aunque el principio y el final del relato esbozan un movimiento circular con tintes simbólicos. La muerte aparece aludida en el capítulo inicial a propósito de esa barca correo que transporta a los vivos y a los muertos. Y lo mismo ocurrirá al final, cuando la barca de los Paloma navegue otra vez por las aguas de una Albufera que podemos imaginar como un mítico Leteo.

Con un armazón trabado coherentemente, Cañas y barro alterna los episodios climáticos con episodios distensivos. Ya no se trata solo de introducir referencias costumbristas que afianzan la historia en un contexto geográfico particular. Del mismo modo que en Arroz y tartana o en La barraca, Blasco Ibáñez incorpora aspectos típicos de etnografía valenciana. Alude a las fiestas del Palmar, a platos característicos de las localidades ribereñas al lago, a la procedencia de los primeros pescadores de la Albufera o incluso a las concesiones o prohibiciones históricas que pesan sobre la práctica de la caza y de la pesca. Sin embargo, además de diversas incursiones en las tradiciones locales o de la descripción de la fauna característica de este espacio valenciano, el autor demuestra su solvencia para encarar cualquier situación. Sórdidas y repulsivas, en la línea del naturalismo, son las sensaciones derivadas de la agonía de Sangonera («expelía en torno de él nauseabundos arroyos de líquidos y alimentos a medio masticar»), y tremendamente crueles las imágenes con que se desvela el estado de descomposición del difunto hijo de los protagonistas (de esas «cuencas vacías» de los ojos, de una de las cuales se ve «colgando [...] el globo de un ojo», en un cuerpo «gelatinoso erizado de sanguijuelas»). La degradación física es resultado de la brutalidad y del salvajismo que acecha tras las reacciones de los personajes. Arroja al lector hacia un universo donde habita la podredumbre y el buen gusto queda impactado ante sensaciones tan asquerosas. Aunque haya podido mediar la ironía en las circunstancias que han desatado tales catástrofes, porque la hiperbólica comilona que conducirá a Sangonera a la muerte se presenta como una singular hazaña, o las maquinaciones de su padre borracho a la caza de nutrias en el lago se exhiben con tintes humorísticos. Los gestos y las trazas de los dos Sangonera, afilados en el perfil del pícaro literario, dan entrada en la novela a una actitud del narrador que conjuga el efecto cómico con una postura compasiva ante la miseria. Y si se insiste en esta mescolanza, el autor puede llegar a las proximidades del esperpento cuando relata los ridículos desajustes entre la condición de Sangonera y las galas que rodean su entierro. De algún modo, la constatación cruda de una realidad llevada hasta los extremos de la paradoja provoca unas consecuencias contrarias al sustrato mítico en que se apoyan algunos paralelos mencionados anteriormente. El novelista echa mano de la animalización y de la cosificación para ir más allá de una realidad que por sí misma ya resulta miserable.

A diferencia de estos tonos premeditadamente aciagos, también es posible que el escenario lacustre cobre una dimensión más positiva. Así ocurre cuando Tonet y Neleta se extravían en la Dehesa y, pasados los años, experimentan de nuevo la caricia de los cuerpos. Solos en la inmensidad de la noche, formando par­te de una naturaleza que alienta como organismo vivo, comparten unos sentimientos que adquieren un rango casi místico mediante un ejercicio retórico incomparable. Entonces, la pasión se acompaña de sinestesias, de sonidos y sensaciones visuales y olfativas de carácter impresionista[6]. Incluso es posible que aparezca personificada una instancia divina para transformar el episodio en una verdadera estación del amor:

Cerca sonaba la perezosa canción de unos barqueros. Perchaban sobre el agua poblada de susurros, sin sospechar que a corta distancia, en la calma de la noche, arrullado por el gorjeo de los pájaros del lago, el Amor, soberano del mundo, se mecía sobre unas tablas.

Temática

A diferencia de otros títulos de su primera época de los que el propio Blasco renegó más tarde –pensemos en La araña negra o ¡Viva la República! (ambas de 1892)–, sus novelas «valencianas», y Cañas y barro entre ellas, no poseen la inmediatez y el espíritu combativo que refleja la actividad pública del escritor durante las fechas en que se redactaron tales relatos. Ahora bien, el que la perspectiva ideológica del novelista no se muestre de una manera subjetiva, e incluso doctrinaria, no significa que no exista en ellos un componente crítico que se orientará en varias direcciones. A propósito del mundo representado en La barraca y en Cañas y barro, Vickers subraya la indignación que trasluce la mirada del narrador:

¿Cómo se puede esperar que los campesinos y pescadores se porten como seres civilizados cuando los poderosos les asignan el papel de bestias de carga, cuando la ciudad los destierra a los márgenes de la sociedad y los explota con sus tasas de consumos y sus arriendos, y el Estado les cobra impuestos que no pueden pagar y se niega a educarlos? (1979, p. 201).

Como es lógico, ni Blasco ni muchos de sus contemporáneos podían mantenerse indiferentes ante las injusticias y la barbarie que campean en esos medios rurales. Una cuestión complementaria será decidir si el destinatario exclusivo del mensaje literario es ese grupo social que el autor pretende liderar bajo la bandera de su partido republicano. Estrechar de este modo la esfera de recepción de la novela, equivaldría a pensar que Blasco se olvidaba de esas otras exigencias más pragmáticas y artísticas (desde el lucro económico de las ventas al prurito de la fama) que tan bien conocía como editor. Cuando escribe Cañas ybarro, su nombre ya se conoce en Madrid en los ambientes parlamentarios y en los círculos literarios. La creación le permitía seguir forjándose una reputación y dicho propósito debió de alentar su tarea más allá de la mera finalidad instrumental e ideológica de su obra. A través de la literatura podía mostrar los aspectos más deplorables de una realidad que exigía ser transformada, pero, a su vez, el artificio novelesco le proporcionaría otras recompensas más personales, y para ello necesitaba ampliar los horizontes de difusión de sus títulos.

En esta doble tesitura, el amor que une a Tonet y a Neleta puede leerse como resorte narrativo e hilo conductor de una trama que desemboca en tragedia. Asimismo, esa pasión sensual que atenta contra los valores establecidos al convertirse en adulterio, está salpicada por unas motivaciones que se entienden como respuesta del individuo ante las miserias de un medio hostil. Neleta ha conocido la pobreza, ha conocido directamente los sacrificios de su madre. Por eso ansía no seguir su estela y con instinto gatuno seduce a Cañamel, y después de su matrimonio destaca por una desmedida avaricia. Es una reacción que se justifica por el miedo a volver a los orígenes y que antepone el beneficio material a los propios sentimientos afectivos hacia el ser amado y, sobre todo, deseado[7]. El influjo del medio la ha conducido a emplear sus atractivos físicos como forma de progresar y esta degradación moral resultaría inútil si renunciara a lo ganado, a la herencia del tabernero, por un hipotético matrimonio con Tonet. Este es su egoísmo. El que compromete otro de los motivos fundamentales de la obra.

La honra es un valor compartido por el tío Paloma y por su hijo Toni. Para ellos sirve como pauta de conducta. De ahí que, tras regresar Tonet al Palmar después de una semana de vida disoluta, con continuas peleas y borracheras, Toni se presente en la taberna de Cañamel, «firme como el deber», y le propine a su hijo una severa paliza. En función de la honra, Toni avisa a su hijo sobre los peligros que puede acarrearle su proximidad con Neleta. Y al final de la obra, su opinión rotunda: «Antes ver muerto a su hijo que avergonzarse ante tal deshonra», será la que impulse al adúltero a suicidarse, aprendiendo demasiado tarde la lección familiar.

Junto a estos motivos temáticos ligados a la experiencia personal de los protagonistas, la novela está plagada de referencias a una realidad histórica a través de la que se manifiestan las fuerzas del medio y contra las que se consolida la crítica. La mala nutrición de la gente del Palmar es tan deplorable que el mismo pare Miquel incita a sus fieles a desobedecer las órdenes que impiden la caza en la Dehesa. Y las condiciones insalubres de aquel paraje lacustre se tornan peligrosísimas al provocar las tercianas. En ambos casos, el individuo queda a merced de una naturaleza adversa. Pero también los hombres en general y el sistema económico y político en particular tienen mucha responsabilidad en la marginación de los pescadores y cultivadores de arroz.

Especialmente significativa a este respecto es la imagen que plantea la novela, a través del tío Paloma, de un mundo en descomposición. Ya no se trata simplemente de que los arrozales vayan mermando la extensión del lago. El anciano personaje añora un pasado utópico en el que la Albufera y la Dehesa pertenecían al rey y los pescadores contribuían con media arroba de plata por la explotación de sus recursos. En opinión del tío Paloma, esa dependencia era preferible a la que ahora exigía la Hacienda pública, verdadera dueña del lugar. Dado su descontento con la evolución de los tiempos, el personaje enfatiza el carácter democratizador del sistema de los redolins y acentúa la idea de la propiedad compartida de la Albufera: «[...] todos eran hermanos y a todos pertenecía el lago. Esas divisiones de ricos y pobres quedaban para la tierra firme». Existe una nostalgia hacia un pasado utópico, calificado por Cardwell como «cuasifeudal» (2000, p. 365). Y este mismo crítico extiende la visión atemporal sostenida por el pescador a la postura del propio Blasco. ¿Será verdad que el escritor compartía dicha actitud y derramó su perspectiva social en las palabras del tío Paloma? Al respecto, tal hipótesis equivaldría a apoyar la idea de que el novelista optaba por el escapismo. La expresión «[las] divisiones de ricos y pobres quedaban para la tierra firme» está estrechamente vinculada a la alternativa que los huertanos de La barraca eligen para responder a la explotación de los ricos. En lugar de rebelarse ante el orden impuesto, convierten la barraca en el talismán que aúna al grupo frente a los opresores. Si aquella casa y sus tierras permanecían desocupadas, los amos les respetarían por miedo a cualquier otra medida de fuerza. En un texto y en el otro las soluciones aportadas solo consiguen orillar el problema. Y si por algo se significó Blasco ideológicamente, fue por su visión progresista, como indica Reig:

Los republicanos y socialistas de antaño tenían […] una concepción idealista sobre la capacidad emancipadora de la política. La vida era (¿ya no lo es?) cruel, despiadada, insolidaria, y así había que mostrarla para que los hombres se sintieran movidos a cambiarla (2002, p. 67).

Blasco constata una serie de evidencias: las dificultades de los pescadores para hacer frente a sus obligaciones tributarias, los abusos de los usureros (entre los que cabe incluir a Cañamel), la subordinación de la gente del Palmar a aquellos más afortunados que acuden cada año a las tiradas en el lago. Sin embargo, no cae en la tentación de fijar oposiciones de índole maniquea, porque los más ricos y los menos favorecidos por el destino tienen su parte de culpa en el estado ruinoso de las cosas. Los dardos, explícitos o implícitos, que lanza el autor son el paso previo, el análisis de la cuestión, para impulsar un cambio. Blasco actúa a la manera realista, y las lacras que deja aflorar a la superficie no dejan indemne a nadie.

La descripción de la escuela del Palmar es mínima, pero las consecuencias de una educación deficiente quedan de relieve en la ignorancia de los pescadores. De esa falta de cultura es víctima también el tío Paloma. Su visión idílica del pasado aparece cuestionada por el narrador cuando incide en su desconocimiento del cómputo numérico: «[...] cuando alguien le decía que el quinto representaba mucho más que la famosa media arroba de plata, el tío Paloma rascábase con indecisión la cabeza por debajo del gorro». Y del mismo modo que él, sus vecinos y compañeros en el oficio tampoco saben leer, lo que les produce una sensación de desconfianza hacia la palabra escrita, que el novelista enfoca con ironía durante la celebración del sorteo de los redolins: «al introducir su nombre en la bellota [el pescador] metía con el papel arrollado una brizna de paja, un fósforo de cartón, algo que sirviera de contraseña para que no cambiasen su boleta».

El cambio social debería empezar desde abajo si aquellos que ocupan los estratos inferiores quieren escapar a su condición animal, a un estado social y económico que los subordina y contra el que carecen de instrumentos de respuesta[8]. Señálese el efecto del alcohol en los Sangonera y en Tonet, que los aboca a unas actividades características del hombre primitivo. Recuérdese, a su vez, el uso de la violencia del protagonista con la Borda o con sus amigos. La novela plasma una atmósfera de perversión moral que no conoce diferencias sociales.

Las costumbres que rigen en aquel ambiente se amoldan a una mentalidad patriarcal, donde la mujer acata los dictados del varón. El día del sorteo de los redolins todo el mundo acude a misa para inclinar de su parte la protección divina. El interés material se sobrepone a las creencias más sinceras. Y Blasco, que en muchos lugares dejó testimonio de su talante anticlerical, parodia las procesiones del Rosario de la Aurora o arremete intencionadamente contra la Iglesia a partir de detalles mínimos como las pinturas bíblicas que figuran en el recinto sagrado. La imagen amenazante de la religiosidad transmitida por el Antiguo Testamento se da la mano con la caracterización del pare Miquel, que dirigía a sus fieles «casi a puñetazos» y ostentaba el rango de autoridad en ausencia del alcalde[9].

Los efectos de la Restauración en un escenario rural adquieren una dimensión simbólica si el lector tiende a la generalización. Blasco Ibáñez, rechazado por algunos miembros de la denominada «generación del 98», fue paradójicamente una de las personalidades que más combatieron desde la prensa y la tribuna pública la política española a propósito de la cuestión de Cuba. Su postura combativa le valió la cárcel en varias ocasiones. Aun así, eso no era comparable con la tragedia que sufrieron muchas familias españolas, como pudo haber sido la de los Paloma. Tonet marchó a Cuba y regresó con vida, algo que no consiguieron, según el narrador, otros dos muchachos del Palmar. Aparentemente, el protagonista tuvo suerte, pues la existencia que dijo llevar como soldado se acomodaba a su carácter jactancioso. Ahora bien, al regresar a su tierra, subraya que en aquel episodio bélico perdió algo más que algunos años de su vida:

La enorme estatura de los enemigos era la única impresión que sobrevivía en su memoria. Y en el silencio de la taberna resonaban las carcajadas de todos al contar Tonet que uno de aquellos tíos, viéndole cubierto de andrajos, le había regalado un pantalón antes de embarcar, pero tan grande, tan grande, que le envolvía como una vela.

El comentario del personaje, de aspecto puramente trivial, desata la risa entre la gente del Palmar. Pero si le atribuimos un valor metafórico, puede intuirse en el autor una dura reflexión sobre la decadencia española. Un Tonet andrajoso frente a un americano de estatura enorme, que le prestó unos pantalones que le envolvían. Quizá, en un gesto tan nimio, resida una de las claves de la novela. Aunque ambientada en un escenario típico de la geografía valenciana, descrito también con acentos costumbristas, los hechos narrados permiten remontarse a contextos más amplios. En un artículo fechado el 8 de febrero de 1895, con el título de Lo indudable, Blasco afirma que «los pueblos degradados no necesitan de la libertad y no la conquistan» (Smith, 1978, p. 21). Tal vez, la degradación que singulariza el paisaje de Cañas y barro puede ser una invitación a tomar conciencia de una realidad aterradora. Tras la denuncia, debería completar el proceso un deseo por conquistar nuevas metas, renunciando a falsas Edades Doradas.

Después deCañas y barro

Según indica Pitollet (1921, p. 230), el escritor sentía un gran afecto por esta novela: «Es la obra –me ha dicho– que guarda para mí un recuerdo más grato, la que compuse con más solidez, la que me parece más redonda». Sin duda, Cañas y barro es una de las mejores creaciones de Blasco Ibáñez. Ahora bien, las causas de su difusión nacional e internacional estuvieron mediatizadas por circunstancias diversas, como las relaciones del novelista con editoriales extranjeras o criterios oportunistas como los que derivaban del prestigio del escritor y de sus obras en un determinado momento y un determinado país. En Francia, por ejemplo, Maurice Bixio tradujo la obra ya en 1905 con el título de Boues et roseaux, si bien parece ser que este trabajo no tuvo la misma repercusión que la traducción realizada años después por R. Lafont, con el título de La Tragédie sur le lac (1921). La novela también fue traducida a otros idiomas. Pongamos el caso de la versión italiana de Gilberto Beccari: Palude tragica (1922). Y precisamente, en la misma década de los famosos años veinte, beneficiándose del éxito internacional de Blasco en los Estados Unidos a partir de la publicación de Los cuatro jinetes del Apocalipsis y su adaptación cinematográfica en Hollywood, nos encontramos con la traducción inglesa de Reeds and Mud, realizada por Isaac Golberg.

Más allá de la difusión escrita en diversos idiomas de la novela, Blasco Ibáñez seguramente hubiera deseado que Cañas y barro se beneficiara de las posibilidades que brindaba a cualquier historia fabulada el arte cinematográfico. El novelista elogió en varios lugares las virtudes de este medio[10], y él mismo intentó pasar al celuloide alguno de sus títulos, llegando con el tiempo a trabajar como guionista de Hollywood (Ventura Melià, 1998, pp. 26-28). Sin embargo, esta novela no tuvo en este sentido la misma fortuna que otras de sus obras. Y ello, a pesar de que la historia está narrada en diversos momentos con una plasticidad y dramatismo muy adecuados para cualquier adaptación fílmica; y considerando, además, que el carácter melodramático de la narrativa blasquiana, en su conjunto, encajaba perfectamente con las exigencias del cine de principios de siglo, cuya vocación populista demandaba textos literarios con un perfil similar. Entre 1924 y 1927, Levantina Films produce varias películas en colaboración con el director italiano Mario Roncoroni. Cañas y barro era uno de los proyectos futuros de dicha productora. No obstante, la desaparición de la empresa frustró la aventura, y Blasco Ibáñez no lograría ver cómo sus personajes de la Albufera aparecían en la gran pantalla.

Esto ocurrió en 1954, cuando Cifesa patrocinó una coproducción hispano-italiana, bajo la dirección de Juan de Orduña y el guión adaptado de un hombre de teatro como Manuel Tamayo. La película estuvo protagonizada por los actores Ana Améndola, Virgilio Teixeira, Aurora Redondo y José Nieto. Con este equipo humano, se rodó una película que sintonizaría con el argumento original según las posibilidades de la época. Esto es, determinados motivos y episodios del texto blasquiano no eran aceptables para la moral que imperaba en la época del rodaje. Por eso, las circunstancias políticas, y también religiosas, contribuyeron a una tarea previa de autocensura sobre la novela. En esta labor de poda se modificó, especialmente, el final de la historia. Se introdujo un personaje apócrifo que se encargaba de castigar los deslices de Tonet, al tiempo que desaparecía de la trama el suicidio del protagonista. Asimismo, se suprimieron escenas poco edificantes como el asesinato del recién nacido, o incluso la muerte del pícaro Sangonera.

La versión de Orduña respetaba el cañamazo básico de la novela blasquiana, pero, aun concediéndole una importancia principal al ambiente en que se movían sus personajes, intentó trascender la anécdota para convertirla en un drama universal, poniendo de relieve una serie de ideas que ya estaban implícitas en el texto literario y a las que se ha ido aludiendo más arriba. El conflicto entre el instinto sexual y la muerte, la idea de la transgresión ante el determinismo del medio o asuntos como la legitimidad del matrimonio como forma para progresar, coincidentes en la novela y en su plasmación cinematográfica, evidencian la riqueza temática de una historia que fluye más allá de sus ropajes costumbristas.

Precisamente, merced al carácter atemporal de muchas de las instancias significativas de Cañas y barro,