Cardiff junto al mar - Joyce Carol Oates - E-Book

Cardiff junto al mar E-Book

Joyce Carol Oates

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Beschreibung

¿Cómo contar la violencia, y en especial la de los hombres sobre las mujeres? ¿Cómo representar las mil caras de la dominación, y algunas posibles formas de la resistencia? La obra de Joyce Carol Oates pareciera estar continuamente respondiendo, repensando estas preguntas, ensayando formas siempre resonantes de narrar lo inenarrable, ese núcleo de absoluto salvajismo que acecha, segundo a segundo, todas nuestras relaciones. Cardiff junto al mar reúne cuatro novelas que regresan a personajes y conflictos clásicos del universo de Oates y superan con maestría, y con su estilo inconfundible, el desafío de insuflarles vida nueva: la joven que se choca de frente contra un trauma de la infancia sepultado en la memoria; la adolescente que busca cómo vengarse de sus acosadores; profesores que explotan la asimetría respecto de sus alumnas; maridos que asfixian a sus esposas, y esposas que conciben la más terrible de las represalias. Oates es implacable, imparable, tremenda; juega con nuestros nervios, nuestros estómagos, nuestra conciencia, y en la mejor tradición del suspense nunca da tregua.

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CARDIFF JUNTO AL MAR

CUATRO NOVELAS DE SUSPENSO

JOYCE CAROL OATES

TraducciónARIADNA MOLINARI TATO

FIORDO · BUENOS AIRES

ÍNDICE

Sobre este libro

Sobre la autora

Otros títulos de Fiordo

Cardiff junto al mar

Miao Dao

Fantasmagórica: 1972

El niño que sobrevivió

SOBRE ESTE LIBRO

¿Cómo contar la violencia, y en especial la de los hombres sobre las mujeres? ¿Cómo representar las mil caras de la dominación, y algunas posibles formas de la resistencia? La obra de Joyce Carol Oates pareciera estar continuamente respondiendo, repensando estas preguntas, ensayando formas siempre resonantes de narrar lo inenarrable, ese núcleo de absoluto salvajismo que acecha, segundo a segundo, todas nuestras relaciones.

Cardiff junto al mar reúne cuatro novelas que regresan a personajes y conflictos clásicos del universo de Oates y superan con maestría, y con su estilo inconfundible, el desafío de insuflarles vida nueva: la joven que se choca de frente contra un trauma de la infancia sepultado en la memoria; la adolescente que busca cómo vengarse de sus acosadores; profesores que explotan la asimetría respecto de sus alumnas; maridos que asfixian a sus esposas, y esposas que conciben la más terrible de las represalias. Oates es implacable, imparable, tremenda; juega con nuestros nervios, nuestros estómagos, nuestra conciencia, y en la mejor tradición del suspense nunca da tregua.

SOBRE LA AUTORA

Joyce Carol Oates nació en Lockport, Estados Unidos, en 1938. Estudió letras en la Universidad de Syracuse y en la Universidad de Wisconsin-Madison. Entre 1978 y 2014 dio clases de escritura creativa en la Universidad de Princeton. Ha publicado más de cincuenta novelas, además de conjuntos de cuentos, colecciones de poesía, ensayos y obras de teatro. Recibió el National Book Award por su novela Them, así como otras distinciones y premios, entre ellos la National Humanities Medal, el Prix Femina y el Norman Mailer Prize. Oates es reconocida como una de las autoras más prolíficas e impactantes de la literatura estadounidense contemporánea, y sus obras han sido traducidas a numerosas lenguas. Actualmente vive en Princeton, Nueva Jersey.

OTROS TÍTULOS DE FIORDO

Ficción

El diván victoriano, Marghanita Laski

Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone

Una confesión póstuma, Marcellus Emants

Desperdicios, Eugene Marten

La pelusa, Martín Arocena

El incendiario, Egon Hostovský

La portadora del cielo, Riikka Pelo

Hombres del ocaso, Anthony Powell

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard

Stoner, John Williams

Leñador, Mike Wilson

Pantalones azules, Sara Gallardo

Contemplar el océano, Dominique Ané

Ártico, Mike Wilson

El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey

El reloj de sol, Shirley Jackson

Once tipos de soledad, Richard Yates

El río en la noche, Joan Didion

Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates

Enero, Sara Gallardo

Mentirosos enamorados, Richard Yates

Fludd, Hilary Mantel

La sequía, J. G. Ballard

Ciencias ocultas, Mike Wilson

No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson

Sin paz, Richard Yates

Solo la noche, John Williams

El libro de los días, Michael Cunningham

La rosa en el viento, Sara Gallardo

Persecución, Joyce Carol Oates

Primera luz, Charles Baxter

Flores que se abren de noche, Tomás Downey

Jaulagrande, Guadalupe Faraj

Todo lo que hay dentro, Edwidge Danticat

Sobre mi hija, Kim Hye-jin

No ficción

Visión y diferencia. Feminismo,

feminidad e historias del arte, Griselda Pollock

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano

Páginas críticas. Formas de leer y

de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino

Destruir la pintura, Louis Marin

Eros el dulce-amargo, Anne Carson

Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair

La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba

La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez

Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit

Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit

Nuestro universo. Una guía de astronomía, Jo Dunkley

El Dios salvaje. Ensayo sobre el suicidio, Al Alvarez

Legua

Al borde de la boca. Diez intuiciones en torno al mate, Carmen M. Cáceres

ELOGIO DE JOYCE CAROL OATES

«Es una escritora extraordinaria no porque escriba tanto, sino porque lo que escribe es consistentemente bueno. (…) Oates captura a la perfección la atmósfera del miedo y los malentendidos provocados por las buenas intenciones».

The Times

«Oates es una maestra de la tensión y de la forma, su escritura se estrella contra las páginas y las lleva casi siempre a un final devastador».

USA Today

«¿Hay alguna otra escritora o escritor que trabaje el terror de un modo tan literario como Joyce Carol Oates?».

St. Louis Post-Dispatch

«Lo que nos hace volver una y otra vez al país de Oates es su ominoso talento para convertir cada página en una ventana, hacer que veamos lo que pasa ahí dentro como algo que juraríamos es la vida misma».

New York Times Book Review

«Hay pocos escritores que puedan hacer tanto con tan pocas palabras como la económica, enigmática Oates».

Kirkus Reviews

«Qué bendición contar con una novelista así en estos tiempos confusos, caóticos».

Star Tribune

«Proteica y prodigiosa son, sin duda, las palabras que definen a Oates».

Richard Ford

COPYRIGHT

Título original en inglés: Cardiff, by the Sea

“Cardiff, by the Sea” apareció por primera vez en Ellery Queen; “Miao Dao” fue un lanzamiento original de Amazon; “Phantomwise: 1972” apareció en Ellery Queen y luego en The Best American Mystery Stories 2019; “The Surviving Child” en Echoes: The Saga Anthology of Ghost Stories, y luego en The Best Fantasy and Horror 2020

© 2020 por The Ontario Review, Inc.

Published by arrangement with The Mysterious Press, an imprint of Grove Atlantic, Inc.,

New York, NY, USA/Publicado por acuerdo con The Mysterious Press, un sello de

Grove Atlantic, Inc.

© de la traducción, Ariadna Molinari Tato, 2021

© de esta edición, Fiordo, 2022

Tacuarí 628 (C1071AAN), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.fiordoeditorial.com.ar

Dirección editorial: Julia Ariza y Salvador Cristofaro

Diseño de cubierta: Pablo Font

ISBN 978-987-4178-55-8 (libro impreso)

ISBN 978-987-4178-60-2 (libro electrónico)

Hecho el depósito que establece la ley 11.723

Hecho en Argentina.

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra

sin permiso escrito de la editorial.

Oates, Joyce Carol

Cardiff junto al mar: cuatro novelas de suspenso / Joyce Carol Oates. - 1a ed. -

Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fiordo, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

Traducción de: Ariadna Molinari Tato.

ISBN 978-987-4178-60-2

1. Literatura Estadounidense. 2. Novelas. 3. Novelas de Suspenso. I. Molinari Tato, Ariadna, trad. II. Título.

CDD 813

Para Ernie Lepore

CARDIFF JUNTO AL MAR

PARTE I

1

En el rincón oscuro y maloliente bajo la pileta. Detrás de la cañería de desagüe. Se ha hecho lo suficientemente pequeña como para poder esconderse ahí.

Filamentos de telaraña rota adheridos a su piel. Los ojos llenos de lágrimas. La espalda arqueada, como un monito. Los brazos que sujetan las rodillas contra el pechito plano.

Es una niñita, lo suficientemente pequeña como para salvarse. Lo suficientemente pequeña como para caber en la telaraña. Lo suficientemente inteligente como para saber que no debe llorar.

No debe respirar. Para que nadie la escuche.

Para que él no la escuche.

La puerta del escondite se abre; ve las piernas de un hombre, sus pies. Ve y no ve el destello de algo oscuro y húmedo en los pantalones. Escucha y no escucha sus jadeos rápidos y excitados. Con una carcajada salvaje, el hombre se asoma. La descubre. Las lágrimas hacen que ella le vea la cara borrosa. Mueve la boca y le dice algo, pero ella no escucha nada. Luego, la puerta se cierra de nuevo y se queda sola.

De ese modo se decide. En la telaraña tendrá permitido vivir.

2

Suena el teléfono. Inesperadamente.

No el celular, que Clare contestaría (casi seguro) sin pensarlo, sino el otro, el de línea, el que suena rara vez.

Segundos para decidir. ¿Debería contestar?

No reconoce el número en el identificador. Calcula que debe ser una de esas llamadas grabadas.

Aun así, en esa lluviosa mañana de abril —por curiosidad, soledad o necedad—, contesta.

—¿Sí? ¿Quién habla?

Un sobresalto en la vida de Clare.

Porque el desconocido, alguien que se presenta como abogado de un estudio de Cardiff, Maine, la ha llamado a ella. Le informa que es la heredera de una persona de quien nunca ha oído hablar.

—Maude Donegal, de Cardiff, Maine. Su abuela.

—¿Perdón? ¿Quién?

—Maude Donegal… la madre de su padre. Falleció a la edad de ochenta y siete…

No entiende lo que escucha. Supone que debe tratarse de una broma, su primer instinto es soltar una carcajada.

—No tengo una abuela que se llame así. No conozco a nadie que se llame así. ¿Dijo que era Douglas?

—Donegal. —Una pausa, y la voz incorpórea al otro lado de la línea va al grano, como si fuera una voz en un sueño—. Donegal es su apellido de nacimiento. ¿No lo sabía?

—¡De nacimiento! Pero ¿de dónde dice que llama?

—Cardiff, Maine.

Clare nunca ha oído hablar de Cardiff, Maine. Está segura.

Ha pasado casi toda su vida en Minnesota; primero en St. Paul, luego en Minneapolis. Muy lejos de Maine.

En años recientes, Clare ha vivido en Chicago, Brooklyn, Filadelfia, Bryn Mawr (donde reside en la actualidad). Sigue estando bastante lejos de Maine.

—¿…alguna duda?

—N… no…

—Espero no haberla molestado, señorita Seidel.

¡Para nada! Solo acaba de hacer un agujero en la trama de mi vida.

Clare le da las gracias al abogado. Y la conversación llega a su fin. La noticia la dejó tan perturbada que olvidó preguntarle a Lucius Fischer en qué consiste la herencia de Maude Donegal; cuánto dinero, qué propiedades, lo que sea. Pero ahora le da vergüenza volver a llamarlo.

El abogado le pidió su dirección. Le enviará un documento por UPS que debe llegar al día siguiente, a la tarde.

Además, por solicitud de los parientes Donegal en Cardiff, incluirá sus números telefónicos en el documento. La familia ha expresado su deseo de que, si Clare visita Cardiff, se hospede con ellos.

¡Parientes! Pero si son desconocidos, y Clare no concibe hospedarse con desconocidos.

Clare valora su soledad, su privacidad. Su frialdad se confunde con timidez; su reticencia, con hermetismo. Por naturaleza no es una persona suspicaz, pero (sin duda) no es ingenua, así que se pregunta si aquellas «buenas noticias» repentinas son confiables.

Si es algún tipo de fraude, no tardará en salir a la luz: alguien le pedirá dinero.

Clare no está familiarizada con los testamentos, las herencias… los «tribunales sucesorios». Nunca en la vida ha sido la beneficiaria de alguien; ni siquiera se le había ocurrido que sus padres adoptivos fueran a (quizá, seguramente) mencionarla en sus respectivos testamentos, dado que es hija única y la heredera más probable…

Ante la sorpresa de la llamada, ni siquiera expresó pesar por la muerte de Maude Donegal. Teme haber olvidado el nombre… pero no, ya lo anotó: Maude Donegal.

Lucius Fischer debe pensar que es una desalmada incapaz de conmoverse por la muerte de una abuela.

¡Pero si no es mi… abuela! No tengo abuela.

Los abuelos (adoptivos) de Clare ya no están vivos. Y, cuando vivían, no figuraban mucho en su vida.

A Clare le resulta muy extraña esa sintaxis: ya no están vivos. Como si no estar vivo fuera algo que los abuelos estuvieran haciendo en el presente.

Clare llegó a envidiar que sus compañeros de clase pudieran mencionar de forma casual a sus abuelos. Como si los dieran por sentados: Abue, Abu. ¿Qué significaban esas expresiones de afecto? Tanto los padres de su madre como los de su padre eran muy mayores cuando la adoptaron, y al parecer nunca se encariñaron mucho con su nieta.

Clare casi no los recordaba. Meros desconocidos que miraban a la niñita adoptada y callada desde el otro lado de un abismo.

(Oh, ¿Clare había sido callada? Claro que no. Al menos no la mayor parte del tiempo. Apenas si recuerda… algo…).

(Una especie de red, o de tela, sobre la boca. Hilos pegajosos sobre los labios, enredados en las pestañas. Inhalar entre sollozos temblorosos; la telaraña que se mete horriblemente en las fosas nasales).

Clare casi no recuerda nada. Es un hecho.

Era demasiado pequeña entonces como para darse cuenta de que, si sus padres hubieran podido tener hijos, probablemente —o más bien, seguramente— no la habrían adoptado. El amor que le profesaban, el interés intenso que les despertaba, jamás habría existido si hubieran tenido hijos propios.

En la clase de biología de la escuela secundaria, Clare aprendió que el ADN es todo. Los individuos cuidan a los suyos, a los descendientes que llevan su ADN. Los machos de muchas especies son propensos a destruir a las crías de otros machos para reproducirse con la madre y así replicar su propio ADN. La madre desesperada puede intentar ocultar a sus pequeños del macho depredador, pero, cuando empieza su celo, se siente compelida a aparearse con el macho empeñado en asesinar a sus bebés y engendrar descendientes propios.

Compelida a aparearse. ¿Por qué?

Quizá los padres de sus padres no se habían encariñado con la nieta (adoptada) por ese motivo. Clare no era de los suyos.

Pero qué antinatural, entonces, que los padres biológicos desecharan a sus crías…

Ese es el misterio. Clare ha preferido no pensar en ello.

Y ahora que ha cumplido treinta, se siente demasiado vieja —es decir, no demasiado joven, no tan ingenua y esperanzada— como para prestarle atención a sus padres biológicos; su ascendencia.

¿Por qué arriesgarse a que la lastimen (de nuevo)? De hecho, nunca ha reconocido del todo que está herida.

Busca el poblado de Cardiff, Maine, en un libro de mapas. Muy cerca del océano Atlántico. La cercanía de los poblados de Belfast y Fife indica que esta parte (este) de Maine en algún momento fue un asentamiento escocés. Clare se pregunta si sus ancestros (paternos) eran de ascendencia escocesa o irlandesa. Hasta ese día en la mañana, nunca había pensado mucho en su ascendencia.

(No obstante, siempre ha sentido una atracción innegable hacia la historia celta… el arte, la música. Cuando por casualidad escuchó una balada irlandesa en NPR mientras conducía de camino a algún lugar, la invadió una sensación de pérdida, de anhelo tan profunda que casi tuvo que detenerse en la autopista… Y, si detecta un acento escocés o irlandés, sin importar qué tan sutil sea, de inmediato queda fascinada).

Pero ¿por qué habrían de importar los orígenes? Cualquiera que sea adoptado sabe que lo único que importa es el aquí y el ahora.

Clare se da cuenta de que Cardiff no es una de las ciudades más grandes de Maine. Tiene apenas diecinueve mil habitantes. Está a veintisiete kilómetros al norte de Eddington, en una costa que se ve dentada, como un cuchillo.

Qué raro suponer que podría ser oriunda de ahí… de un puntito en el mapa.

Pero bueno, todos tenemos que ser oriundos de algún lugar.

Clare se reprende; no debe albergar esperanzas. No debe ceder a sus expectativas. La esperanza es esa cosa con plumas, advertía la poeta. Vulnerable, y por lo tanto fácil de lastimar.

Nunca ha deseado creer en el determinismo genético… el «destino». Es una persona culta, hija de educadores profesionales, sabe que, en esencia, lo que configura el ser es el entorno.

Los lugares, la gente. La calidad de vida, la educación. El aire que respiramos… ¿está limpio o contaminado? Lo que de verdad importa es el entorno inmediato que nos rodea.

En ese aspecto, Clare ha sido afortunada. La convención dice que los niños adoptados son afortunados. Se los saca de la oscuridad, se los elige, lo que significa que se los aprecia. Ha recibido una buena educación y nunca ha pasado hambre ni ha temido por su vida. (¿O sí? Al menos no que ella recuerde). Ahora alquila un departamento bastante agradable, de una habitación, al que puede llegar caminando desde el hermoso edificio cubierto de hiedra del prestigioso Instituto de Investigaciones en Humanidades de Bryn Mawr, donde realiza su investigación posdoctoral sobre fotografía del siglo xix.

Su trabajo, que requiere visitar los extraordinarios archivos de fotografía del Museo de Arte de Filadelfia, es por completo autodirigido. El Instituto tiene la política de permitirles a sus investigadores trabajar en soledad y en privado durante años, sin que tengan que rendirle cuentas a nadie.

A Clare la desconcierta pensar que podría morirse y el Instituto tardaría meses en enterarse. Vivir tan libre de todo escrutinio es emocionante, pero también un poco perturbador. Una podría morir de soledad, ha pensado Clare.

Hoy está demasiado inquieta para trabajar. Demasiado distraída para mirar diapositivas en la espaciosa sala de lectura del archivo del museo mientras redacta notas al pie en su laptop. En cambio, se pasa horas en casa navegando en internet, averiguando todo lo posible sobre Maine al este, la costa rocosa del Atlántico. Y sobre la historia del asentamiento de Cardiff en el siglo xviii.

Hay algunos artistas distinguidos (todos hombres) vinculados con Maine: Winslow Homer, Rockwell Kent, George Bellows, Frederic Church… Seguramente hay mujeres artistas talentosas cuya obra ha sido ignorada o infravalorada.

Las artistas mujeres rara vez sobreviven a su generación, sin importar cuán talentosas u originales sean. No importa cuántos premios hayan recibido ni con qué artistas hombres se hayan relacionado. Apenas mueren, su arte empieza a desvanecerse y perecer. Clare ha razonado esta injusticia y está decidida a ayudar a combatirla.

En Maine emprenderá un nuevo proyecto. Quizá.

Heredera. Testamento. Abuela… Donegal. La voz de barítono del abogado de Cardiff resuena de forma seductora en los oídos de Clare.

Desearía poder compartir las buenas nuevas con alguien. Pero en Bryn Mawr no tiene amistades ideales. Siempre ha tenido la cautela de no ser demasiado franca con la gente, ni siquiera con sus amantes. Mucho menos con sus amantes.

La intimidad con alguien nos incita a revelar… demasiado. Al desvestirnos nos volvemos vulnerables. Una vez que el secreto se comparte, no hay vuelta atrás.

Además: Clare no le ha contado a nadie que es adoptada. Es su mayor secreto. Así que ahora tampoco puede compartir la felicidad que le da ser heredera.

Es la prueba de que a alguien le importó. A una abuela.

Pero ¿por qué esperó tanto… esta abuela… para salir a la luz, Clare?

¿Qué hay de tus padres (biológicos)? ¿Viven? ¿Intentarás contactarlos?

Clare no quiere escuchar esas preguntas. Ni tiene idea de cómo contestarlas.

Intenta concentrarse en la pantalla. Revisa un sitio web dedicado a Winslow Homer en Maine. La distraen demasiado los pensamientos intrusivos aleatorios…

En uno o dos días podrías conocerlos… o lo que sea que te esté esperando en Cardiff.

Clare intenta no pensar en ellos: la madre, el padre. Ni siquiera de niña se lo permitió. Dio por sentado que ninguno de los dos seguía con vida, si no ¿por qué alguien le entregaría su hija de dos años y nueve meses a unos desconocidos?

Nadie haría algo así por elección. Es posible que una chica soltera renuncie a su bebé si está desesperada, pero la cosa es bien distinta si se trata de un niño de cierta edad.

Sí, pero quizá te vendieron. No solo no te querían, sino que quisieron lucrar contigo.

Imposible. ¡Qué absurdo! Clare jamás podría creer algo así.

Pero ahora que sabe que la madre de su padre le ha dejado una herencia, que la familia Donegal no era de bajos recursos…

De niña, Clare conoció otras chicas adoptadas. En la escuela primaria, en la secundaria. Le sorprendía que compartieran con otros ese detalle tan íntimo, tan vergonzoso. Una de sus compañeras de cuarto en la universidad se obsesionó (de forma exasperante) con encontrar a su madre biológica. (Clare nunca la alentó a que la buscara ni se mostró muy empática cuando la misteriosa madre biológica resultó decepcionante). Ni siquiera a ellas les compartió Clare su secreto. Ni hizo el esfuerzo de averiguar cuál era el procedimiento legal para encontrar a sus padres biológicos.

Cuando eres adoptada, no te conviene preguntar por qué.

Saber que eres adoptada es la respuesta a cualquier pregunta que podrías hacer sobre tu adopción.

¡Suena el teléfono! Clare examina el identificador de llamadas mientras controla el impulso de contestar de inmediato.

Algo desanimada ve que es alguien conocido —un amigo (hombre), no un amante (todavía), pero sí (al parecer) con potencial romántico— con quien quedó para cenar esa noche en Filadelfia. Su amigo es otro investigador posdoctoral del Instituto que frecuenta la Biblioteca Pública de Filadelfia para hacer su trabajo de investigación. Ayer Clare estaba muy entusiasmada por aquel encuentro y se habría desilusionado si su amigo le hubiera cancelado; ahora, en cambio, lo había olvidado por completo y tendrá que inventar una excusa creíble para no ir con él al restaurante.

¡Lo siento mucho, Joshua! Pensé que tendría tiempo de avisarte antes, pero es que… hubo una emergencia familiar. Tengo que irme unos días, y no lo puedo postergar.

3

Su identidad personal siempre ha sido algo muy simple: adoptada.

Hoja en blanco. Borrón y cuenta nueva. Sin memoria.

Era muy pequeña aún; no tenía ni tres años cuando la adoptó una pareja de St. Paul (mayor, sin hijos) de apellido Seidel.

Era lo único que había necesitado saber sobre esa fase de su vida: la habían adoptado de niña. Lo único que deseaba saber.

Eso es la adopción. Una tabula rasa.

Sus padres (adoptivos) le dijeron que su nombre de nacimiento era Clare; es decir, se llamaba Clare Ellen cuando llegó a sus vidas, y era un nombre «muy encantador» que no tenían motivos para cambiar, aunque, como ya era su hijita, sí le cambiarían el apellido (de forma oficial, como era de esperarse).

Era una cuestión de propiedad, de posesión. Un niño llega a las manos de un adulto o adultos, ya sea por medio de un parto o por medio de una agencia.

Tal vez haya visto ese apellido en su acta de nacimiento… Donegal. Ha pasado tanto tiempo que no le quedó en la memoria, y (de hecho) lo había olvidado.

Toda adopción es un misterio. ¿Por qué?

¿Por qué renunciaron a mí? ¿Por qué me regalaron? ¿Por qué no me quisieron?

¿Quién no me quiso?

Pero Clare Seidel era/es la hija (adoptiva) perfecta. Clare no hace/hacía preguntas.

Los niños agradecidos no preguntan por qué.

Los Seidel eran mayores. Bien podrían haber sido los abuelos de su hija adoptiva. Ambos eran profesores comprometidos; educadores. En los diecisiete años que llevaban de casados no habían tenido hijos, aunque lo habían intentado (según lo que Clare logró dilucidar). Poco antes de que adoptaran a Clare, el amado perro de los Seidel había fallecido. Al ver fotos de ese elegante Airedale esponjoso, flanqueado por sus orgullosos amos, Clare sintió una punzada de celos, de temor. (Si el Airedale no hubiera fallecido a los doce años, en el momento preciso en el que falleció, ¿existiría acaso la persona conocida como Clare Seidel?). Los Seidel no querían pensar que la vida los había engañado. Tenían dos ingresos, dos autos y una casa con una hipoteca decente. Cada año, en agosto, alquilaban durante dos semanas una cabaña en el Lago Superior. Agradecieron la llegada de la huerfanita Clare, tanto como Clare agradecería después que ellos la hubieran adoptado.

¡No hieras los sentimientos de Papá! ¡Nunca le hagas pensar que no es tu papá, porque claro que lo es!

Porque no tienes otro Papá, ni otra Mamá. Solo nos tienes… a nosotros.

Clare lo sabía a nivel instintivo. Lo entendía. Era su hijita (adoptada), la que nunca preguntaría por qué.

Por ejemplo, un niño (adoptado) jamás pregunta: ¿Por qué me quisieron a mí?

¿No pudieron tener hijos propios? ¿Por eso me adoptaron?

¡Nunca se pregunta! ¡Jamás! Es impensable.

Un niño (adoptado) nunca pregunta: ¿De dónde salí? ¿A quién le pertenecía antes de que me entregaran?

Después, en la escuela, Clare sentía que se le llenaba el pecho de orgullo cuando la maestra sonriente pronunciaba aquel apellido especial que la nombraba: Sei-del.

Sintió un inmenso placer cuando al fin aprendió a escribir y escribió

Clare Seidel

Clare Seidel

Clare Seidel

en su cuaderno.

Pero todo eso, esa parte de su vida, de su vida muy temprana, se ha vuelto casi completamente ajeno.

4

Al día siguiente llega el envío de Lucius Fischer. Clare descubre que heredó cinco hectáreas, una casa y edificaciones anexas en el 2558 de Post Road, en el condado de Ashford, en Maine.

¡Propiedades! Mejor que dinero a secas, sin valor histórico. Una propiedad es algo que Clare puede poseer.

Examina varias veces la carta del abogado, pero no encuentra información nueva. No hay ninguna posdata personalizada, escrita a mano: ¡Felicidades, señorita Seidel!

En vez de eso, una carta formal, impresa en grueso papel membretado cuyo encabezado dice: Abrams, Fischer, Mittelman & Trotter.

La firma de Fischer es prácticamente ilegible. Había sentido cierta afinidad con él el día anterior…

Y así nos conocimos. Por teléfono.

Hablando sobre el testamento de mi abuela.

Sonríe al pensar en cómo podría contarlo en el futuro. Cómo se interseca una vida (al azar) con otra vida, y ambas cambian para siempre.

…fue pura casualidad. Sonó el teléfono, tomé el auricular y escuché a Lucius al otro lado: ¿Hola? ¿Hablo con Clare Seidel?

Mi vida cambió por completo. Y la de él también.

Clare imagina una casa de verano en la costa del Atlántico. Ventanales vidriados que dan al océano. Abetos inmensos, un sinuoso sendero rural. Playas llenas de rocas. Olas que rompen en el mar azul grisáceo, demasiado frío para nadar hasta en verano. Viento incesante.

Se ve a sí misma vestida de blanco, como uno de los hermosos personajes de ensueño de las acuarelas de Winslow Homer. Baja unos escalones de piedra hacia la playa. Detrás de ella, una figura misteriosa…

Clare casi logra distinguir el rostro del hombre. Sin embargo, entre más lo observa, más se desintegra. Se vuelve borroso, como si lo estuviera viendo a través de un mar de lágrimas.

No: venderá la propiedad. De ser posible.

Jamás vivirá en la zona rural del condado de Ashford, Maine. Su profesión requiere que viva en grandes zonas urbanas, cerca de los centros de investigación.

Fischer le ha informado a Clare que tiene treinta días para entregar su solicitud en el tribunal sucesorio del condado de Ashford. Se pregunta cuánto valdrá la propiedad. ¿Vale la pena tomarse la molestia?

A Clare le vendría bien el dinero. Tiene treinta años y nunca ha tenido trabajos fijos; solo trabajos temporarios y tareas académicas. Tiene un pequeño ahorro en el banco. Le gusta concebirse como una persona inmune a las cosas materiales. Y, aunque siente cierta debilidad por la belleza, no necesita poseerla.

Paisajes, arte. Música. Se pueden disfrutar sin poseerlos.

También se puede disfrutar a la gente, a los amantes… sin que ellos te posean.

Jamás ha querido casarse, ni mucho menos tener hijos. El llanto de los bebés la llena de desasosiego. Los gritos infantiles le causan pánico. Un (ex) amante se quejó de que Clare tendía a «distanciarse» cuando estaban juntos; nunca supo adónde iba a parar la mente de Clare, pero sabía que no estaba con él.

Clare frunce el ceño al recordarlo. Se arrepiente de haber lastimado a alguien.

En tu red. En tu capullo. Ten cuidado de a quién dejas entrar.

En cada uno de los lugares donde ha vivido Clare desde que se fue de la casa de sus padres ha acumulado unas cuantas amistades que no se conocen entre sí. Para Clare eso es fundamental: que sus amistades no se conozcan entre sí. Cada vez que se muda a una nueva ciudad, no se esfuerza por seguir en contacto con esas amistades.

No obstante, si una de sus amistades deja de hacer el esfuerzo de seguir en contacto con ella, se siente herida y ansiosa.

Sus sentimientos hacia los demás son transitorios, pero potentes. Es como una fogata que arde con fuerza, pero se apaga pronto.

¿Otras personas también se sienten así? Ha habido hombres —y ha habido mujeres— que parecían apreciar a Clare, y de quienes ella rápidamente se retrajo.

A lo largo de su vida adulta, ha tenido una sucesión de amantes. Así como de amistades. Muchas más amistades que amantes, pero muchos más amantes que parientes. Hasta ahora.

—Mierda. ¿En serio me importan?

Cede al impulso de abrir una botella de vino. Chardonnay, adquirido hace unas semanas cuando pensó en invitar a cenar a unos amigos, aunque luego surgieron otros planes. Para celebrar, piensa Clare.

Para fortalecer los nervios. Solo por hoy.

Hasta la fecha, Clare nunca ha bebido sola. Es un acto demasiado autoconsciente, el de beber sola. Un poco triste. Con gesto desafiante, vacía la copa de un trago.

Hora de llamar a casa, en St. Paul. Su estrategia es llamar por lo general a una hora en la que sea improbable que esté su padre, pero sí que esté su madre.

No es que Clare no quiera a Walter. Pero, a veces, hablar con su padre (adoptivo) es incómodo. Clare siempre ha podido hablar más abiertamente con Hannah que con Walter, aunque no pueda afirmarse (supone Clare) que cuando habla con Hannah no haya cierta sensación de… ¿es desazón…?

Clare tiene suerte: Walter no está en casa. Hannah contesta al primer timbrazo, y suena ansiosa, solitaria.

Pero el saludo de Hannah viene envuelto en un sutil aire de reproche. Clare hace memoria: ¿había quedado en comunicarse? ¿Se olvidó de llamarla después de recibir un mensaje suyo? Sin darse cuenta, Clare acostumbra borrar los mensajes de Hannah de su buzón de voz.

Clare llama a Hannah con la intención de compartirle las buenas noticias, pero por alguna razón no se presenta la oportunidad. Adivina qué, mamá. ¡Buenas noticias! Las palabras de entusiasmo simplemente no le salen.

Clare pasa por alto las noticias de su propia vida (privada). Agradece que Hannah tenga una dosis de quejas frescas sobre la colega/némesis que ha satanizado a Hannah Seidel durante lo que Clare siente que han sido décadas. No le importa, a diferencia de otras veces, que Hannah no parezca recordar haberle contado estas cosas a Clare otras veces. En familia, las viejas noticias son buenas noticias, piensa, tratando de ser ingeniosa.

Luego se escucha a sí misma preguntar algo extraordinario: ¿Hannah sabe si los padres biológicos de Clare están vivos? La pregunta corta abruptamente la conversación.

Padres biológicos.Un término clínico y poco sutil, pero (piensa Clare con algo de culpa) preferible a padres verdaderos.

—Pero ¿de dónde viene esa pregunta, Clare? ¿Por qué ahora? —La voz hiperacelerada de Hannah ha bajado la velocidad. Sus ojos, casi perceptibles desde la lejanía de St. Paul, Minnesota, están entrecerrados, y sus labios se han convertido en una delgada herida furiosa. Clare dice que tenía curiosidad de preguntarlo… desde hacía mucho tiempo—. Pero ¿por qué?

¿Por qué, si nos tienes a nosotros? ¿Por qué te interesan ellos?

—¿Por qué? Creo que es una pregunta natural… Ya tengo treinta años.

—¡Treinta años! ¿Y eso qué tiene que ver? —Hannah suena genuinamente molesta y desconcertada.

—O sea… ya no soy una niña.

—Pero si te lo explicamos todo, Clare. Hace años. ¿No te acuerdas?

—Eh… no. Creo que no recuerdo…

Clare intenta hacer memoria, aunque no sabe bien qué está buscando.

—Nos dieron muy poca información, Clare. Y fue hace mucho tiempo. Llegaste a nuestra vida de la nada hace más de un cuarto de siglo. —La voz de Hannah transmite reproche, como si fuera la culpa de Clare. De la nada. Es una afirmación hiriente—. A tu padre y a mí nos dijeron muy poco sobre ti, y nada ha cambiado desde entonces. Lo único que sabemos es lo que te compartimos hace años.

Como si la estuvieran reprendiendo, Clare escucha. No se atreve a decirle: Pero no me acuerdo. Necesito que me lo cuentes de nuevo. ¡Por favor!

—Solo me preguntaba si sabías… si están vivos. O si…

Al otro lado de la línea, Hannah alza la voz y habla con más vehemencia.

—Nunca supimos si había dos padres… o si solo era una madre. Se nos dijo que había habido un accidente, pero nunca supimos los detalles. No teníamos idea de qué edad tenían tus padres biológicos. Tienes que entender, Clare, que fue hace mucho y que en ese entonces las cosas se hacían de otra manera. Dar a un niño en adopción era algo así como vergonzoso, y adoptar también traía consigo cierta sensación… no de vergüenza, pero como de complicidad en la vergüenza. De aprovecharse de la infelicidad de alguien más. Tuvimos que colaborar con una agencia católica a través de una oficina de Planned Parenthood en Minneapolis. Insistieron en garantizar el anonimato si alguna de las partes lo solicitaba, ya fueran los padres que adoptaban o la otra… —Clare se queda boquiabierta ante la andanada de Hannah. Nunca había oído a su madre hablar con tanta franqueza. Entonces empieza a recordar. Anonimato. Expediente sellado.No preguntes. Es inútil—. No había nada más que pudiéramos hacer, Clare. No podíamos exigir que nos dieran información que no podíamos obtener de forma legal. En realidad no teníamos idea de lo que estábamos haciendo; para nosotros adoptar un bebé era algo absolutamente nuevo. Fue una época de muchas emociones. Supusimos que adoptaríamos un bebé, pero claro que estuvimos muy agradecidos de adoptarte a ti… —La voz de Hannah se quiebra cuando se da cuenta de lo que está diciendo—. ¿Clare? Solo queríamos lo mejor para ti.

Qué frase más rara. ¿Qué es lo mejor para… quién?

Entumecida, Clare le dice a su madre que sí, que entiende. Claro.

Todo el mundo quiere lo mejor para una huerfanita que no ha visto nunca.

Clare entiende que es hora de ponerle fin a esa conversación. Hannah suena alterada. Pero no logra hacerlo. Su curiosidad es como una sed insaciable que le acartona la boca.

—¿Sabes en qué parte del país vivían? Mis padres.

Mis padres. Clare reconoce de inmediato su error, es un desliz.

Hannah contesta con voz cortante que no sabe. Que si alguna vez lo supo, ya lo olvidó. Luego cede.

—Bueno, quizá… tengo la impresión de que vivían en Nueva Inglaterra.

—¿No en el Medio Oeste?

—¿Por qué te interesa saber de dónde eran? ¿Alguien intentó contactarte?

—¡No! —contesta Clare de inmediato—. Pero ¿crees que podrías enviarme una copia de mi acta de nacimiento, mamá? Te lo agradecería mucho.

A la edad que tiene Clare, usar el término mamá le suena extraño. Incluso de niña se le dificultaba pronunciarlo bien.

A su padre le dice papá, pero suena menos raro.

Desde temprana edad, impulsada por los (sonrientes) padres (adoptivos), Clare se ha sentido incómoda con esos genéricos apelativos cariñosos.

Tampoco ha usado apelativos afectuosos con sus amantes. Cariño, amor. Querido.

—¿No tienes una copia entre tus documentos? Qué raro.

Los documentos legales de los Seidel están guardados en el archivero del padre de Clare, en el escritorio que tiene en la casa, en carpetas identificadas de forma escrupulosa. Clare heredó de su padre (adoptivo) cierta obsesión por la pulcritud, la claridad, los límites. Ante la duda, archiva. Archiva y a otra cosa.

Clare siente una punzada de vergüenza. Nunca ha terminado de sacar sus cosas de la casa de sus padres ni se ha llevado sus documentos personales; nunca ha armado un hogar propio, dada su vida desarraigada.

La vida de su mente es vagabunda. Una vida indefinida, como una Polaroid que solo se ha revelado de forma parcial.

—¡Muchas gracias, mamá! La necesito por un tema del… seguro médico…

No es una mentira descarada, piensa Clare. Es imposible que Hannah sospeche algo cercano a la verdad: que Clare presentará esa acta de nacimiento en el tribunal sucesorio de Cardiff, Maine.

A través de la ventana, ha estado observando la enorme telaraña que está afuera. Es una obra de arte compleja que conecta con absoluta precisión filamentos de distintas longitudes. Está húmeda por el clima reciente, se estremece y espera con calma la llegada de su presa: un insecto. En el centro hay una araña negra y gorda, inmóvil, como exhausta de haber volcado sus entrañas con tal esplendor.

Al fin se termina la conversación. Hannah se despide de forma abrupta.

—¡Bien! Te quiero —suspira.

Y Clare contesta, como si alguien le hubiera dado un picotazo en el pecho para hacerla reaccionar:

—Yo a ti.

Madre e hija son incapaces de decirse tranquilamente que se quieren.

Clare está exhausta cuando cuelga. Necesita otro trago.

El problema con ser adoptada es que siempre eres provisional. No importa la edad que tengas; siempre corres el riesgo de que te devuelvan.

Acto seguido, Clare se prepara para una tarea más ardua: llamar a los «parientes» de Cardiff cuyo número le ha proporcionado Fischer.

Elspeth, Morag: son las hermanas que han sobrevivido a Maude Donegal, la abuela fantasma. Fischer las describió como «las hermanas menores», pero seguro deben ser mujeres de cierta edad, por lo menos de ochenta años.

Para hacer esto es necesario servirse media copa de vino más.

Hasta hace un día, Clare no tenía idea de que hubiera parientes biológicos. Ahora tiene tías abuelas.

Al primer timbrazo, contestan.

Es como si la tía abuela, vigilante, hubiera estado conteniendo el aliento a la espera de esa llamada. ¡Mi nueva vida!, piensa Clare.

La interlocutora se llama… ¿Elspeth? Al principio, a Clare le cuesta entenderle: la mujer habla con un acento de Maine muy pronunciado y enfatiza las palabras con curiosas interjecciones monosilábicas: ¿eh?, um. Se expresa con formalidad y (al parecer) tiene dificultades para oír bien, pero para alguien originario de Maine es inesperadamente amistosa, piensa Clare; muy interesada en saber más sobre Clare, aunque al parecer no escucha bien lo que ella le contesta, porque le pregunta más de una vez cuándo irá a verlas y termina la conversación de forma abrupta, como si alguien la estuviera llamando.

—Bien, ¡listo! Ya es un hecho. Te hospedarás con nosotras, Clare. Todo el tiempo que quieras. Verás, cariño, hay muchísimo espacio en la hermosa casona antigua de tu abuela Donegal.

5

Tres días después, Clare llega a Cardiff, Maine.

Toca el timbre de una antigua casa de piedra, descuidada pero con cierta dignidad, que se ubica en el número 59 de la avenida Acton y se ve poco iluminada por dentro.

Es como una casa salida de un cuento. Un artefacto de la época victoriana, en una calle con otras casas particulares igual de grandes, imperturbables y carentes de elegancia, alejadas de la calle y enmarcadas por abetos enormes y cercos de ligustros sin podar.

Los Donegal deben ser bastante pudientes, piensa Clare. O al menos lo fueron en algún momento.

Cardiff, Maine, es un pueblo fabril decimonónico en decadencia que aún no se ha integrado del todo a la industria turística como otras ciudades de esa parte de Maine. Sigue teniendo una costa pintoresca, como ocurre con los lugares en decadencia, gracias a las fábricas y los talleres clausurados hace tiempo, un puñado de tiendas de ofertas y de «antigüedades», boutiques que venden artesanías.

La avenida Acton es, sin lugar a dudas, una de las calles prestigiosas de Cardiff, o al menos lo fue alguna vez, aunque cerca del centro las casas como la de las hermanas Donegal han sido reconvertidas con fines comerciales y divididas en departamentos y oficinas. Una elegante mansión de ladrillos rojos ha sido transformada en el Museo Histórico de Ashford; otra inmensa construcción victoriana exhibe un anuncio ostentoso: Servicios de Planificación Familiar del Condado de Cardiff.

Clare toca el timbre de nuevo. Recuerda una tarde de Halloween en St. Paul, durante su niñez; estaba entusiasmada y angustiada a la vez; junto con otros niños enmascarados y disfrazados se habían atrevido a tocar timbres de casas como esa mientras sus padres los esperaban estacionados junto al cordón; recuerda el alivio cuando nadie abría la puerta. Aunque hay luces en el interior, se pregunta si hay alguien. Las ramas de unos árboles perennes se amontonan contra las paredes de la casa y oscurecen las ventanas de la planta baja. Sobre el tejado de pizarra hay parches de musgo, y en las canaletas de lluvia crecen arbolitos en miniatura. Clare percibe el olor a moho de las hojas viejas y la tierra oscura y húmeda, el sutil aroma de la podredumbre orgánica bajo la galería en la que espera. No obstante, con la suavidad de una caricia íntima, le viene a la mente un pensamiento repentino. ¿Este es mi hogar? ¿Estoy en el lugar indicado?

Ser huérfana significa no estar nunca en el lugar indicado. Aunque nadie querría reconocerlo.

El corazón de Clare late rápidamente a la expectativa. Piensa para sus adentros que debería ser más sensata; ya no es una niña ingenua, sabe apaciguar sus esperanzas como alguien apaciguaría a un perrito demasiado entusiasta.

¡No! Definitivamente no es tu hogar.

Hay casi 700 kilómetros entre Bryn Mawr, Pensilvania, y Cardiff, Maine. Son aproximadamente seis horas por la interestatal; un viaje demasiado largo para un solo día, pero demasiado corto como para dividirlo en dos. Si hubiera ido acompañada…

Pero Clare no tiene quien la acompañe. Lo más sensato era dividir el viaje en dos, tal como hizo, y conducir con precaución. Ha sido bendecida con una herencia, la primera de su vida, de modo que asumió el rol de conductora insoportable, de esas que se casan con el carril derecho de la interestatal y permiten que una fila interminable de vehículos la sobrepase.

Desde la llamada de Lucius Fischer, le ha dado vueltas en la cabeza de forma obsesiva: abuela, testamento. Herencia. Y ahora está aquí.

Dentro de la casa de piedra, voces. Incrustada en la gruesa puerta de roble hay una mirilla, a través de la cual Clare alcanza a percibir un tenue destello de luz, como si alguien hubiera encendido una lámpara adentro. La pesada puerta de roble se abre con pomposidad, y dos ancianas de vestimenta extraña saludan a Clare con la efusión de dos urracas emocionadas.

—¡Llegaste! Ay, eres igualita a…

—…a él. Tu papi…

—…nuestro Conor…

—Ay, ¡idéntica!

Voces trémulas. Ojos llenos de lágrimas. La más alta se pone una mano sobre el pecho plano, casi sin aliento.

—¡Bendito sea Dios! Bueno… ¡Estás aquí!…

—…a salvo… aquí…

—Bienvenida, Clare…

—Pasa, querida. Debes estar…

—…¡exhausta!

—…¡famélica! Eso es lo que iba a decir, querida, cuando esta persona tan grosera me interrumpió…

—Ella me interrumpe a mí todo el tiempo, Clare. Nadie es más grosero que ella.

—…famélica después de un viaje tan largo…

—…y exhausta…

—…adelante, querida…

—…es Clare, ¿verdad?…

—…te hemos estado…

—…esperando. Desde hace…

—…años.

La oleada de agasajos marea a Clare. Las urracas le dan picotazos entusiastas. La abrazan una y otra vez. Y luego de nuevo, con brazos delgados pero sorprendentemente fuertes que le sacan el aire.

—¡…igual a él!Tu papi…

—…tu pobrecito papi…

Se limpian los ojos. Se limpian las mejillas, donde resplandecen las lágrimas. La más alta exuda una fragancia a talco dulce y rancio, la más petisa tiene ese olor medicinal a jengibre propio de las pieles avejentadas.

—Querida, yo soy Elspeth…

—Yo soy Morag…

—…la hermana menor de Maude…

—…la hermana menor menor de Maude…

—Hablamos por teléfono, querida…

—Porque ella tomó el auricular antes que yo, y luego…

—¿Quieres que suba tu valija, querida…?

—…ni siquiera me dio oportunidad de saludarte. —Morag, la más petisa de las dos, es particularmente vehemente y recriminatoria—. Nunca me deja.

Clare se deja llevar al interior de la casa de la mano de las tías abuelas, Elspeth y Morag, quienes la conducen a un recibidor con piso de mármol percudido. El olor a moho de las hojas y la tierra húmeda se mezcla con la penetrante fragancia de las ancianas y el aire estancado de la vieja propiedad. Como aves de plumaje suave, las mujeres —las tías abuelas— giran en torno a Clare. Nunca habría adivinado cuál era Elspeth y cuál Morag (¡qué increíbles nombres escoceses!). Una tira de la valija hasta quitársela de las manos, pero cae de inmediato al suelo y le pega a Clare en el pie; es demasiado pesada para la anciana.

—¡Ay, no! ¿Qué hiciste?

—¡No hice nada! Solo intentaba…

—Siempre te entrometes y arruinas todo. La pobrecita no lleva ni cinco minutos aquí y ya le tiraste la valija en el pie. Déjamela a mí, Clare. A mí no se me caerá, te lo prometo.

—¿Qué dices? Soy perfectamente capaz de cargar la valija…

—¡No! Ya demostraste que no lo eres…

Clare tartamudea mientras explica que ella puede subir su propia valija. Que no pesa, que no hay problema…

—¿Cómo? Ni pensarlo, querida Clare…

—Vienes de tan lejos, y eres nuestra invitada…

—Si tan solo Maude estuviera aquí…

—…pero, si Maude estuviera aquí, no habría… testamento… Ni habría Clare.

—¡Ay! No es muy cortés de tu parte decirle eso a nuestra invitada. Debería darte vergüenza.

—A ti debería darte vergüenza… pensarlo en esos términos.

Clare esboza una sonrisa incómoda. No tiene mucha experiencia en ser el centro de atención de «parientes» que (en realidad) son desconocidos pero que no se comportan con la contención convencional de los desconocidos.

Trata de no pensar que fue un error, haber accedido a hospedarse con estas tías abuelas.

De hecho, ¿por qué aceptó su invitación? Habría sido mucho más sencillo hospedarse en un hotel cercano.

Le atrae la idea de familia. Esas ancianas son la única familia consanguínea que Clare ha tenido desde su adopción, aunque no recuerda la adopción.

¿Es Elspeth la más alta y entusiasta de las dos, la que se acerca a Clare con afecto? ¿O será Morag?

Ambas tías abuelas la miran con avidez. Con ansias.

Ambas son más bajas que Clare, quien con su metro setenta es de estatura promedio; la más petisa es muy petisa y parece tener la columna torcida. La más alta, y al parecer más joven, tiene la piel apenas arrugada, de color marfil pálido, y maquillada de manera «glamorosa»: delineador, polvo, lápiz labial que crean cejas arqueadas, mejillas rosadas y una boca en forma de corazón; el cabello voluminoso y de un color mandarina artificial tiene la textura aireada del algodón de azúcar. La más petisa, que al parecer es la mayor, además de la columna retorcida tiene la cara achatada como un pug, la frente baja, la piel pálida y pastosa, pocas cejas y una absoluta falta de pestañas. Y sus labios son delgados, pero bastante largos.

Elspeth, la más alta, lleva un vestido festivo de satén azul eléctrico y un chal negro de encaje sobre los hombros huesudos; Morag, de un cuerpo compacto como boca de incendio, trae puesto lo que podría ser ropa de hombre: pantalones cuadrados oscuros de una tela suave, no muy limpios, y un suéter grueso de cuello alto. No tiene el cabello teñido, a diferencia de su hermana, sino que es de un color entre grisáceo y calizo, un poco crespo, pero lo suficientemente delgado como para que Clare alcance a verle el vulnerable cuero cabelludo. Elspeth, la más alta y sofisticada, usa anteojos de armazón plateado; las de Morag, en cambio, son de armazón de plástico negro.

Clare tiene la sensación vaga e inquietante de que en el fondo, o en su visión periférica, hay alguien más que las observa. ¿Otra tía abuela?

No obstante, cuando se da media vuelta no hay nadie. Un pasillo poco iluminado sale del recibidor y se adentra en las profundidades sombrías de la casa.

Las tías abuelas se paran muy cerca de Clare, como si fueran sus guardianas. Insisten en que tome un té con ellas.

—Te devolverá el alma al cuerpo. Estás pálida como un fantasma.

—Como si tú supieras de fantasmas —dice la otra hermana entre risas burlonas.

—Es un decir. Tú qué vas a saber.

—Lo que sí sé es que eres la única idiota que ha visto un fantasma y se jacta de eso.

—¡No me… jacto!

—Bueno, si Clare ve un fantasma, será por tu culpa, por andarle metiendo ideas en la cabeza.

—No entiendes nada.

Clare no sabe si es mejor reírse de la disputa entre hermanas o ignorarla. Entiende que ella es la causa del brusco tironeo, pero no quiere meter la pata ni ofender a nadie al reírse con una tía abuela a expensas de la otra.

Elspeth es la más astuta, y la más cruel; Morag no es tan sagaz, pero cuando se enfurece ataca como un bulldog. A primera vista, Elspeth parece más fuerte que Morag, porque da la impresión de tener más movilidad, aunque en el fondo Morag es más resistente y se planta con firmeza en el piso.

Pero ambas se comportan con suma amabilidad con la invitada y se muestran genuinamente preocupadas por ella.

—Pasa por aquí, Clare, por favor, y toma asiento. Has hecho un viaje muy largo. Tenemos el té listo desde hace rato…

—¡No es apropiado decirle eso a un invitado! ¿«Listo desde hace rato»? Qué grosería.

—Quería decir que…

—Ignórala, Clare; mi hermana ve a tan poca gente que ya se le olvidaron los buenos modales.

—…solo quería decir que el té se está enfriando.

—Entonces lo recalentaremos…

Las tías abuelas compiten por la atención de Clare como niñas pequeñas o perritos ansiosos por recibir afecto, y esto la avergüenza. Tiene la vaga idea de que hay una persona más, quizás una tercera tía abuela, una figura espectral que anda cerca, a punto de traer el té.

En un salón repleto de muebles, alfombras y tapices, insisten en que Clare tome asiento en un sofá de terciopelo que emite un leve crujido bajo su peso. La habitación huele mucho a humedad, y a algo terroso y arenoso que Clare sospecha que es excremento de ratones, algo que ha olido antes en lugares no tan limpios.

—Sabemos que estás cansada, querida Clare, y que seguro solo quieres algo de privacidad en tu habitación, pero… ¡hay mucho de que hablar!

—¿Cómo sabes que la muchacha quiere privacidad? Mírala, ¡está famélica! Lo que quiere es tomar el té.

—…té al estilo inglés…

—…salvo que solo tenemos galletas Pepperidge Farm, y no scones con manteca ni crema batida, ni todas esas mermeladas y jaleas que sirven en el Ritz, pero…

—¡Uy, el Ritz! Lo dice para que le preguntes: «¿Cuál Ritz?», y ella pueda contestarte: «El Ritz, en Piccadilly… Londres, ya sabes». —Elspeth no disimula su rencor. Cuando Morag protesta, Elspeth contraataca con el plato fuerte—. Y no hablo de Londres, Connecticut.

—Nueva Londres, Connecticut…

—¡Basta ya! ¡Siempre es lo mismo! Nuestro padre nos llevó una vez cuando éramos niñas a tomar el té con bocaditos en el Ritz, y mi hermana es incapaz de superarlo…

—…ella es la que no lo supera…

—…y ¿sabes qué, Clare? El té que nos sirvieron era un simple té negro, y ni siquiera en hebras, sino en simples saquitos de té.

Clare se ríe, aunque no está segura de si era un chiste y se esperaba que riera. Le parece atroz que la hermana más alta, más atractiva y de apariencia más juvenil se exprese con tanto desdén e intente rebajar a su hermana encorvada que habla con mucha franqueza; además, a Morag le falta algo, quizá una mano. Clare está segura de haber visto un muñón de piel lisa… Pero, cuando se anima a mirarla con más detenimiento, nota que Morag tiene dos manos más grandes de lo habitual, manos varoniles con las uñas rotas, como de obrero o jardinero.

—…¡mucho de que hablar, querida! Hemos esperado tanto. Desde que la semana pasada falleció nuestra querida hermana y nos informaron la sorpresa del testamento…

—…no que fuera una mala sorpresa, para nada…

—…no. No fue en absoluto una mala sorpresa. Sabíamos que…

—…nuestra querida Maude tenía muchos «intereses»…

—…donaciones…

—…la iglesia de St. Cuthbert…

—…parientes por toda Nueva Inglaterra…

—…una sorpresa, sin duda, pero no una mala sorpresa…

—…la querida Maude nos legó esta casa…

—…a la familia, a nosotras y a su hijo, Gerard…

—…ah, sí: Gerard, tu tío soltero…

—…Maude se ocupó de nosotras… y de otros miembros de la familia…

—…nuestro querido sobrino Gerard, ya lo conocerás…

—…nosotras no nos casamos, a diferencia de Maude; era tan valiente…

—…lloró tanto por tu padre, tanto que no podía…

—…no soportaba…

—…pensar siquiera en…

—…durante años, no soportó pensar en ti.

—Pero estaba al tanto de tu existencia…

—¡Sí! Todas lo estábamos, salvo que…

—…los años pasaron volando…

—…volando…

En medio del parloteo agotador, traen una rimbombante bandeja de plata manchada que apoyan con gran ceremonia en la mesa ratona frente a Clare. Tintineo de tazas, de cucharas. Frágil porcelana Wedgwood, cascada pero hermosa, y cucharas de plata de diseño elaborado, ligeramente deslustradas. Quien ha llevado la bandeja no queda a la vista de Clare; su rostro (¿de hombre? ¿o mujer?) queda opacado por el vapor que sale de la tetera.

—…te sirvo. Toma, Clare…

—…tu taza, Clare…

—…tu taza, que seleccionamos con detenimiento…

—…pimpollos de rosa, los favoritos de la querida Maude…

—…¡y la cuchara! De hecho, es una cuchara de bebé…

—…tu cuchara…

Clare se frota los ojos, agotada por el largo viaje en auto, y ve que la tía que revuelve el té es Elspeth, a menos que sea Morag… Y, ¿quién es la otra persona en el salón? Clare mira con nerviosismo a su alrededor, pero sus ojos cansados no detectan ninguna otra presencia.

Después viene un interludio de cháchara implacable. Son como aves de picos afilados que la picotean y picotean y picotean. Clare piensa que es evidente que sus tías abuelas no quieren hacerle daño; tienen las mejores intenciones; quizá se sienten solas y añoran la compañía; están emocionadas de conocerla, tan emocionadas como Clare.

Clare, que ha sido siempre quisquillosa con la comida y que vive por debajo de su peso ideal, tiene más ganas de las que había imaginado de tomar ese té tibio diluido con crema de olor rancio. Y las galletas de jengibre tampoco son frescas, pero crujen entre sus dedos y le hacen agua la boca, son tan deliciosas…

—…(Está demasiado flaca, ¿verdad?)…

—…(¡Haremos algo al respecto!)…

Qué curioso, las tías abuelas hablan de Clare como si no estuviera presente.

Los párpados se le cierran con pesadez. De pronto siente un agotamiento profundo. Con los ojos radiantes detrás de las gafas bifocales, las tías abuelas la observan de cerca.

—…¿hora de dormir, querida? Tu habitación está lista…

—…la ventilamos y pusimos sábanas nuevas solo para ti…

—…(¡Oh! Quítale la taza, antes de que se caiga)…

—…(¡Quítasela tú, que estás más cerca!)…

No son ni siquiera las nueve de la noche. Es demasiado temprano para irse a la cama, pero Clare siente como si fuera tardísimo. Medianoche.

Está tan cansada que apenas si puede mantener los ojos abiertos. Qué grosería cabecear así frente a sus tías abuelas… Apenas si logra levantarse del sofá de terciopelo. Apenas si puede articular una disculpa.

(¿Qué le está pasando? Me envenenaron, piensa Clare, pero el pensamiento atraviesa su conciencia y se va como un hilo que entra y sale por el ojo de una aguja).

Hay un instante, una encrucijada temporal —como el momento antes de que Clare contestara el teléfono en Bryn Mawr, cuando no alzar el auricular era una posibilidad— en la que Clare podría escapar de las tías abuelas, podría encontrar la salida del salón, atravesar el pasillo lúgubre dando tumbos y salir a la galería, donde la habría recibido una bocanada de aire fresco que le habría permitido llegar a su auto estacionado en la calle. Pero no lo hace, porque ni siquiera le viene a la mente esa posibilidad. Está muy adormilada. El adormecimiento y la pasividad del adormecimiento la reconfortan como si fuera una niña. Y las tías abuelas son tan amables.

No está segura de qué es lo que ocurre, pero obedece: ¡arriba! La habitación lleva días esperándola (¿años?).

Con torpeza, Clare alza la valija para subirla por las escaleras. Pero aunque antes no le había parecido pesada, ahora le pesa una inmensidad. (Solo trajo consigo algo de ropa, varios libros, otro par de zapatos, productos de higiene personal en un estuche de plástico… nada muy pesado). La petisa y encorvada Morag se ríe con ternura… a menos que sea una risa burlona.

—Permíteme. —Con un mero muñón, aprieta la valija contra el muslo y la sube triunfalmente por las escaleras.

Clare se frota los ojos y la mira fijo. ¿A Morag sí le falta parte del brazo? No logra distinguirlo bien.

—…adentro, querida Clare. Por aquí…

—…te espera.

Elspeth, la tía abuela de cabello fuego pálido, se escurre por delante para guiar a Clare hacia la habitación de huéspedes. Clare tiene la impresión de que la glamorosa tía abuela levanta una antorcha, pero por supuesto no hay ninguna antorcha.

La desconcierta que la habitación de huéspedes de esta casa tan extraña le resulte familiar. Es uno de esos lugares donde detalles como las paredes, el cielorraso, las alfombras no están bien definidos, sino que parecen bocetos borrosos. He llegado antes de lo esperado. El sueño todavía no está listo. ¿Habrá suficiente oxígeno para sobrevivir? Pero no tiene miedo. Por el contrario, siente que llegó a un lugar familiar, un lugar que la estaba esperando.

—¡Fuera zapatos!

—¡Fuera medias!

—Quítate esto.

—Quítate esto otro.

—Y esto…

Como éter, el tirante cubrecama de satén decolorado sobre la cama con dosel emana un aletargamiento que le da la bienvenida a Clare. El colchón es muy duro… pelo de caballo. (¿Cómo puede saber eso Clare? Pero lo sabe). Sobre la almohada de plumas, su cabeza rueda como si se la hubieran desenroscado del cuerpo. Sus extremidades, lánguidas, no oponen resistencia. Los pensamientos llegan fragmentados, abruptos. Y luego se vuelven vaporosos, como nubes. Nubes altas que barren el cielo gracias a las brisas del Atlántico.

Alegremente y sin darle tregua, las tías abuelas le quitan y le ponen prendas y la acurrucan como si fuera una bebé enorme e indefensa. A lo lejos, alcanza a oír el (vergonzoso) comentario de que «no es una gran belleza», pero al menos «salió a él, no a ella. Esa mujer era tan sosa».