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Carolina Sanín

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Beschreibung

Este número de la serie Ensayo, presenta el texto "El ojo de la casa", un ensayo personal de Carolina Sanín en el que la autora colombiana reflexiona sobre la importancia de la televisión (y el aparato televisor) para los nacidos en los años 70 del siglo pasado

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Índice

Nota introductoria

Indicios

Yolanda Reyes

El ojo de la casa

Nota al pie

Aviso legal

Nota introductoria

Yolanda Reyes

“Mi hermano y yo vivimos en países distintos”. Con esta frase que abre “El ojo de la casa” se ilumina un escenario y, de repente, estamos asomados detrás de una puerta, o de un telón, oyendo una conversación que empieza siempre, como en los juegos de los niños, con los mismos parlamentos. Bajo una luz que es otra luz, dos hermanos hablan de gente que no existe (que “sale” en la televisión). Están suspendidos en la cornisa de la infancia y, aunque sabemos que no es la infancia nuestra, hay algo de ellos —de nosotros— que nos hace “reír en el pasado”, y nos resuena y nos conmueve todavía. Al amparo de esa suspensión de la incredulidad, el tiempo se rebobina y nos sitúa en una habitación que está alumbrada por esa “luz que no calienta”: por ese fuego imaginario que asociamos con el hogar de la televisión.

Aunque no sepamos claramente si somos intrusos o hemos sido convidados, entramos en ese teatro del teatro por la rendija que nos abre la escritura. Miramos a la niña que mira desde el pasillo el umbral de la habitación donde sus padres ven un programa, y que es un primer destello convertido en palabras, y aceptamos la consigna de ser también parte de ese teatro del teatro (del teatro), para jugar a hacer de cuenta que, fuera de la televisión y más allá del libro, los personajes de esa casa siguen actuando sus conversaciones y que son de la familia. Al amor de la lumbre —como ha sido siempre, hasta donde alcanza la memoria de la especie—, el texto proyecta historias del fondo de nosotros mismos, del fondo de un país que se convierte en muchos países, y del fondo de otros tiempos, en un idioma casi olvidado que reconocemos, y que nos da una señal de identidad común, como si regresáramos a esa casa —y a esa lengua—en la que vivimos hace tiempo.

Con esa precisión poética y descarnada que escudriña las palabras para hacerlas significar de nuevo, y que es una marca de Carolina Sanín, la escritura va alumbrando capas de un mundo que transcurre entre lo íntimo y lo público y que contempla lo que parece familiar hasta situarlo al borde del extrañamiento —y a veces, incluso, del horror—. “Hago como si sacara la infancia de la memoria de las sensaciones y la pusiera ante mí en una pantalla de televisión”, leo en su texto, y veo esa mezcla de lucidez, de encantamiento, de dolor y de belleza que está en el centro de la infancia y que ella desentraña (y des-encarna) como uno de los centros, también, de su escritura.

En esa confusión entre el sueño y la vigilia, y el día y la noche con sus tiempos diferidos, que es el “lugar” en donde la televisión nos ha contado sus historias, se abre este libro, como una caja mágica llena de imágenes, de episodios nacionales, o particulares, y de referencias para apreciar la televisión como un campo cultural en movimiento. Lejos de los terrenos transitados, del activismo o de la “propaganda”, Sanín ha elegido la deriva y la independencia de “pensar fijándose” y de interrogar los lenguajes y los significados en todos los ámbitos de su trabajo intelectual y literario; y, en este caso, el punto de contemplación es ese “ojo de la casa”, al que escudriña y desbarata para contemplar sus mecanismos. “En los prejuicios y la reactividad de las telenovelas fuimos educados”, nos recuerda Sanín, y sigue el método de alumbrar esa “encarnación sin carne” en busca de claves que han determinado nuestras identidades, nuestras relaciones y nuestra imaginación, y a las que no suele prestar tanta atención la literatura.

Si como nos recuerda la autora, la televisión ha convertido el mundo entero en casa, y la casa en mundo entero, hay muchas casas por habitar y muchos países por descifrar en estas páginas sobre la vida imaginaria.

El ojo de la casa

Mi hermano y yo vivimos en países distintos. A veces hablamos por teléfono. Tenemos pocos amigos en común y pronto agotamos los chismes que podemos compartir sobre gente viva. Entonces, en algún momento de cada conversación, uno le pregunta al otro si vio Law & Order: SVU. Repasamos el episodio y luego repetimos un número que tenemos, en el que comentamos la vida de la detective que protagoniza la serie: “Yo creo que Olivia nunca va a enamorarse”. “¿Tú crees que quiere?”. “A lo mejor está acostándose con el fiscal, pero eso no lo muestran”. Es el mismo chiste siempre: que fuera de la televisión sigue la serie. Que hay escenas que no se muestran pero existen. El número no nos hace reír en el teléfono, pero nos hace reír en el pasado.

Durante unos minutos (no más, pues no somos permanentemente bobos, y la conversación termina dándonos un ligero vértigo, en la cornisa de la infancia) intercambiamos escenas que aparecieron en nuestra imaginación y no en la pantalla. Nos conectamos en el sueño de una compañía en la que no estamos. Al mismo tiempo, nos ridiculizamos. Y en una capa debajo de aquella en la que nos burlamos de la posibilidad de confundir la realidad con el espectáculo, nos enternecemos con el desamparo que quizá los dos vivimos en la realidad factual, en nuestra lejanía y en la menudencia de nuestra comedia secreta.

Eso que mi hermano y yo hacemos —hermanarnos a través de la televisión, reconstruir una intimidad por medio de la televisión— parece consecuente con la naturaleza de la actividad del televidente. La televisión forma parte del espacio doméstico y no del espacio público —y quizás tampoco, propiamente, de la experiencia ciudadana—, a diferencia del teatro. Ver televisión depende de tener un hogar. Vemos televisión en el lugar privado, y la televidencia puede recordarnos que tenemos una familia —y, también, que desearíamos una familia distinta de la que tenemos—.