Cartas sobre Narnia - C.S. Lewis - E-Book

Cartas sobre Narnia E-Book

C.S. Lewis

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C.S. Lewis, el autor de los libros de la serie Narnia y uno de los escritores ingleses más leídos del siglo XX, recibió durante su vida miles de cartas de sus jóvenes lectores, que deseaban saber más sobre Narnia y sobre su autor. Este libro reúne muchas de sus respuestas a esas cartas, en las que nos comunica sus pensamientos sobre el arte de escribir, los colegios, los animales y, por supuesto, sobre Narnia. La comprensión y el respeto que demuestra hacia sus interlocutores nos hacen comprender por qué sigue siendo uno de los autores de libros fantásticos más amados de todos los tiempos. Él mismo en una ocasión: "A mí no me parece que la edad tenga tanta importancia como piensa la gente. hay alguna parte de mí que todavía tiene doce años y creo que cuando yo tenía esa edad otra parte de mí tenía casi cincuenta". Estas Cartas sobre Narnia apasionarán a los devotos de Narnia y a los lectores de C.S. Lewis de todas las edades.

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Índice

Preámbulo

Introducción

Su niñezNota para los niños

Cartas sobre Narnia

Literatura 77

C. S. Lewis

Cartas sobre Narnia

Título originalLetters to Children

© 1985 Curtis Brown Group Ltd., Londres

© 2010 Ediciones Encuentro S. A., Madrid

Traducción Carmen González del Yerro

Diseño de cubierta: o3, s.l. - www,o3com.com

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Ramírez de Arellano, 17-10ª —28043 Madrid Tel. 902 999 689www.ediciones-encuentro.es

A Ryan Wayne Mead

Preámbulo

Conocí a C. S. Lewis a finales de 1953. Yo sólo tenía ocho años y, sin embargo, todavía recuerdo cómo ocurrió. Mi madre nos presentó como siempre hacen los mayores, dijo «Jack, éste es Dough; Dough, éste es Jack» y nos dimos la mano. Jack era su apodo y todos sus amigos le llamaban así, aunque su verdadero nombre era Clive Staples Lewis. Jack me parece mucho más bonito.

Jack y yo nos hicimos amigos desde el primer momento. Nos enseñó Oxford de arriba abajo a mi hermano y a mí. Subimos hasta la misma cúspide de la famosa Magdalen Tower, por una escalera de caracol, estrecha y oscura, que parecía que no se iba a acabar nunca, hasta que, por fin, por una pequeña escalera de mano salimos al sol radiante, muy por encima de los tejados de Oxord. Se divisaban millas y millas. Mi madre y Jack se casaron en 1956 y me fui a vivir a «The Kilns», así se llamaba su casa. En Inglaterra muchas casas tienen nombres. Esta se encontraba en medio de un jardín de ocho acres con un bosque y un lago.

Jack era exactamente lo contrario de las madrastras de los cuentos de hadas. Era bueno, alegre y generoso. Nos compró un poni y después, cuando me aficioné a las canoas, me compró una kayak ¡hasta me dejaba sacarle a remo por el lago! Juntos explorábamos el bosque y dábamos paseos. A veces solía darme algunas páginas de lo que estaba escribiendo y me preguntaba si me había gustado. Normalmente era así, pero si no, era de esa clase de personas que habría escuchado lo que yo hubiera dicho.

Tras la muerte de mi madre, cuando yo tenía catorce años, Jack y yo nos hicimos íntimos. Mi madre quería a Jack y me quería a mí, así que pensábamos que un trocito de ella seguía viviendo en nosotros dos. La tarde siguiente a la muerte de mi madre es uno de los recuerdos más intensos que conservo de él. Fue la primera vez en mi vida que vi llorar a un hombre. Me rodeó con el brazo y yo le rodeé con el mío, e intentamos consolarnos el uno al otro.

Hoy Jack también se ha ido; no obstante, para mí, continúa vivo en mi memoria, para el mundo entero en sus escritos y en este libro para vosotros.

Douglas H. Gresham

Introducción

«Me divierte disponer mis libros como si fueran una catedral. Yo, personalmente, formaría la escuela catedralicia con ‘Milagros’ y con los demás ‘tratados’. Los cuentos infantiles serían las capillas laterales, cada una de ellas con su propio altarcito».

C. S. LEWIS (carta inédita al profesor WILLIAM KINTER, 28 de marzo de 1953)

Por fortuna para el cartero de Headington Quarry, a las afueras de Oxford (Inglaterra), en su ruta no había nadie tan famoso como C. S. Lewis. Durante más de veinte años, todos los días excepto los festivos, hacía entrega de sacas de cartas y postales en el domicilio del escritor, una casa de ladrillo rojo denominada «The Kilns». Con la misma regularidad con que recibía el correo, se sentaba el profesor ante su mesa de trabajo y contestaba su correspondencia. De hecho, casi todas las mañanas pasaba una hora o algo más leyendo las cartas y redactando las respuestas.

C. S. Lewis destacaba porque escribía libros fascinantes. Personas del mundo entero, y sobre todo de Gran Bretaña y de los Estados Unidos, devoraban los cuentos fantásticos, las novelas de ciencia ficción y los libros de teología cristiana y de crítica literaria. Gran parte de sus lectores le escribía para agradecerle sus libros o para plantearle algunas preguntas; otros, querían saber cuándo iba a publicar el próximo, y otros se limitaban a contarle lo que los libros habían significado para ellos.

Lewis recibía cartas de personas tan variopintas como sus libros. Le escribía todo tipo de gente: jóvenes y viejos, famosos y desconocidos. Aunque podía resultar tedioso responder a tal cantidad de cartas, Lewis contestaba personalmente a cada una de ellas, a menudo con pluma y tintero, de su puño y letra. Algunas veces, el inveterado escritor contaba con la ayuda de su hermano warren quien, tras retirarse del Cuerpo de Servicios de la Armada Real, hacía las veces de secretario y mecanógrafo.

Entre la numerosa correspondencia que Lewis recibía, había miles de cartas de jóvenes admiradores de los libros de Narnia. El autor creía que contestarlas era un deber que Dios le había enviado y sus respuestas reflejan el interés y el esmero que ponía en esta tarea. En una ocasión la describió con estas palabras: «No se debe hacer un ídolo del niño como lector, ni tampoco debemos menospreciarle; hay que hablarle de hombre a hombre... Evidentemente, tenemos que intentar no hacerle ningún daño, e incluso podríamos atrevernos a esperar que, en alguna ocasión y con la gracia del Todopoderoso, a lo mejor le beneficiamos, pero sólo si ello implica tratarle con respeto... En una ocasión, cenando en el comedor de un hotel, exclamé en voz alta: ‘Detesto las ciruelas pasas’. ‘Yo también’ se alzó inesperada, desde otra mesa, la voz de un niño de seis años. Sintonizamos al instante. A ninguno de los dos nos hizo gracia. Ambos sabíamos que esas ciruelas son demasiado repugnantes para ser divertidas. Esta es la conversación adecuada entre un hombre y un niño como personalidades independientes»1.

El propio Lewis mantenía escasos contactos con niños. Aunque su matrimonio con la americana Joy Davidman le dotó de una inmediata familia, tuvo lugar cuando este viejo solterón había superado, tiempo atrás, la edad madura. En realidad, sus hijastros, David y Douglas eran ya bastante mayores cuando se mudaron a «The Kilns» y aun entonces, pasaban demasiados meses fuera de casa, internos en el colegio, para que Lewis pudiera aprender gran cosa sobre niños. Por otra parte, el profesor había escrito los libros infantiles antes siquiera de conocerlos, aunque alguno no se publicara hasta más tarde.

En realidad, el conocimiento que Lewis tenía de los niños procedía de otra fuente: la que albergaba él mismo en supropio interior. El mismo año en que terminó el último libro de Narnia, escribió: «A los diez años leía cuentos de hadas a escondidas y me habría sentido muy avergonzado si me hubieran sorprendido haciéndolo. Hoy, que tengo cincuenta, los leo abiertamente. Cuando me hice hombre, ahuyenté de mí todo lo pueril, el deseo de ser muy mayor y los temores infantiles inclusive»2.

La mayoría de las cartas que contiene este libro fueron escritas por jóvenes que habían leído uno o varios libros de Narnia (las cartas de Sara, su ahijada, constituyen la única excepción a esta regla). Muchos de estos jóvenes continuaron escribiéndole y le exponían cuestiones muy diversas, a medida que se intensificaba su relación epistolar. Sin embargo, la mayoría seguían centradas en las crónicas de Narnia, en la realidad espiritual subyacente en ellas y en el propio arte de escribir. No debe sorprendernos, pues, que los lectores adultos le pidieran a menudo que comentara estos mismos temas.

Cuando Lewis comenzó a escribir «El León, la Bruja y el Armario», su vívida imaginación, su amor por los animales vestidos, por los caballeros con armaduras y por todo lo referente a los duendes y a las hadas, le impulsaron irremediablemente hacia el terreno de la fantasía. De hecho, el libro empezó con una imagen. El lo explicó: «Veo imágenes... Ignoro si es ésta la forma habitual de escribir esta clase de relatos, y más aún si es la mejor. Es la única que conozco: las imágenes me llegan siempre en primer lugar»3. Y, enfocando el tema desde otro punto de vista, comentó: «al parecer algunas personas creen que empecé preguntándome a mí mismo cómo podría contar a los niños algo sobre el cristianismo... Yo no podría escribir de esa manera, en absoluto. Todo se inicia con imágenes: un fauno con un paraguas, una reina en un trineo, un león imponente. Estas imágenes, al principio, ni siquiera estaban relacionadas con el cristianismo, sino que este elemento se incorporó por propio impulso»4.

Cuando estaba escribiendo el primero de los cuentos de Narnia, era plenamente consciente de que el cristianismo había empezado a deslizarse sigilosamente dentro de la historia. Sin embargo, sólo tras una profunda reflexión, empezó a ver «cómo podía transmitir una historia semejante, como quien no quiere la cosa, superando cierta inhibición que en mi niñez había paralizado en gran parte mi propia religión. ¿Por qué resultaba tan difícil que la Pasión de Cristo me despertara esos sentimientos que me habían dicho que debería tener? La principal razón estribaba, según creía yo, en que «tenía» que sentir de esa manera. La obligación de tener unos sentimientos determinados puede llegar a congelarlos. Ahora bien, si trasladaba todas estas cosas a un mundo imaginario, despojándolas de toda asociación con vidrieras y escuelas dominicales, ¿no podría hacer que aparecieran, por primera vez, con toda su fuerza? ¿Podría entonces dejar atrás disimuladamente aquellos dragones observadores? A mí me parecía que sí»5.

Todas estas preocupaciones que llenaban su cabeza mientras escribía sus libros infantiles, eran evidentes en las respuestas que escribía. Como hombre bondadoso que era, nunca se mostraba tan indulgente como cuando escribía a los adolescentes. Se acordaba muy bien de los miedos, de las dudas y de las alegrías de su infancia y comprendía a sus jóvenes corresponsales. Lewis les llevaba a discutir «un tema común, humano y universal»6 y ellos respondían. Esta editorial confía en que tú también encuentres en estas cartas «un tema común».

* * *

Como estas cartas fueron escritas para niños, sigue a esta introducción un breve bosquejo de la niñez de C. S. Lewis. Las cartas se han ordenado cronológicamente y sólo se ha utilizado el nombre de los destinatarios. No se ha intentado recopilar la totalidad de las cartas que Lewis escribió a los niños. Hay demasiadas y el autor se repetía con frecuencia. Sólo se ha suprimido lo necesario en aras de la claridad y para evitar la redundancia. Los originales o fotocopias de las cartas se encuentran en la Colección de Marion E. Wade, en el Wheaton College (Illinois) y en la Biblioteca Bodleian, en Oxford.

Su niñez

Clive Staples Lewis nació el 29 de noviembre de 1898 en Belfast (Irlanda del Norte). Alberto, su padre, era abogado, y su madre, Flora, hija de un clérigo protestante, matemática. Tenía un hermano, Warren, tres años mayor, que iba a convertirse en su mejor amigo.

A los ocho años, C. S. Lewis hizo la siguiente descripción de su familia en su diario: «Papá es quien manda en casa, desde luego. Se pueden apreciar en él los enérjicos* rasgos de los Lewis, es un hombre muy sensato, de mal genio y es agradable cuando no está de mal humor. Mamá es como casi todas las señoras de edad madura, corpulenta, de pelo castaño, anteojos y su principal queacer es hacer punto. Yo soy como la mayoría de los chicos de ocho años y me parezco mucho a papá, soy delgado, tengo mal genio, los labios gruesos y por lo general llevo jersei... ¡Hurra! ¡Warnie llega a casa esta mañana! Estoy tumbado en la cama esperándole y pensando en él. Antes de que pueda darme cuenta, oiré el golpeteo de sus botas por la escalera, entrará en mi cuarto, nos daremos la mano y empezaremos a charlar...»7.

Cada año, lo que más ilusionaba a los dos hermanos eran las vacaciones de verano en la playa. En primer lugar, venía la seria tarea de seleccionar los juguetes que se iban a llevar y el frenético ajetreo de embalarlos y después la emoción del viaje en un coche de caballos hasta la estación del tren. El propio viaje en tren alcanzaba su punto culminante con la llegada a su glorioso destino: ¡El mar!

Como su padre odiaba alejarse de la rutina del trabajo y de la seguridad del hogar, los chicos viajaban sólo con su madre y Lizzie, la niñera. Flora, con las cartas que enviaba a casa, solía mantener informado a su marido de las actividades de sus hijos. Cuando el pequeño Clive aún no tenía dos años, su madre escribió (utilizando uno de los numerosos apodos que le daban: Baby, Babbins, Babsie y Babs): «Babsie habla por los codos. Esta mañana me dejó asombrada: Warren sorbió y él se volvió y dijo: ‘Warnie sonar nariz’... A menudo pregunta por tí y cree que todos los hombres que ve pasar con abrigos grises son Papá... Se ha conformado más o menos con el piano...»8

Un año más tarde su madre volvía a escribir a Albert desde la playa: «Ayer hizo un tiempo espantoso, jarreando el día entero y con un viento que bramaba como no lo había oído en toda mi vida... Como tuve que salir, compré a los niños dos barquitos con un hombre dentro. Hicimos peces de papel y Baby se pasó casi todo el día haciendo pescar al hombre de su barco, por el primitivo método de saltar por la borda y llevarse el pez de vuelta. Este sitio le sienta muy bien... Se ha hecho muy amigo del Jefe de la Estación. El otro día salió conmigo a comprar los periódicos y en cuanto le vió a lo lejos gritó: ‘Hola Jefe de la Estación’. Ahora la están pintando, así que te puedes imaginar lo mucho que les atrae a los niños...»9

A los pocos días Flora continuaba: «He aquí una pequeña anécdota de Babbins para entretener a las personas mayores. Le llevé a una tienda a comprar un trenecillo y la dependienta le preguntó si le ataba una cuerda para tirar de él. Baby la miró con gran desprecio y dijo: ‘Baby no ve ninguna cuerda en los trenes que ve en la estación’. Nunca has visto a nadie tan desconcertado. Está francamente encaprichado con los trenes. Esté donde esté si ve bajar una ‘senal’ hay que volverle a llevar a la estación...»10

Antes de cumplir cuatro años «tomó la trascendental decisión de cambiarse el nombre ya que no le gustaba Clive y sin duda consideraba indigno que, a su edad, le siguieran llamando Babbins o Baby. En cualquier caso, una mañana se acercó a su madre muy resuelto, se puso el dedo índice sobre el pecho y declaró ‘soy Jacksie’, declaración que indudablemente su madre recibiría con un distraído ‘sí, cariño’. Sin embargo, al día siguiente seguía siendo Jacksie y como se negaba en redondo a contestar por cualquier otro nombre, con Jacksie se quedó»11. De hecho, tan decidido estaba el pequeño «Jack» que hasta sus padres aceptaron su nuevo nombre y así sería Jack Lewis para su familia y sus amigos, durante el resto de su vida.

Durante su etapa de crecimiento Warren fue su principal compañero de juegos. Juntos montaban en bicicleta, jugaban a juegos de mesa como el ajedrez y «Snakes and Ladders»*