Cena para seis - Lu Min - E-Book

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Lu Min

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Beschreibung

Entre fines del siglo XX y principios del XXI, en pleno proceso de reforma económica china, dos familias monoparentales viven en una remota zona industrial. Los seis personajes se conocen, se dan calor, se lastiman, comparten experiencias para luego separarse y seguir cada uno un curso de vida distinto y enfrentar a su manera los sufrimientos que la vida les presenta. Seis personas comunes, buenas y humildes que, en medio del desconcierto y las transformaciones sociales, buscan un camino que los lleve al éxito. "Siempre me he sentido apegada a la imagen del cuadro de Van Gogh Los comedores de papas. Esa imagen tiene una esencia muy china, pareciera una familia conocida que vive en un pueblo lejano (…). Es el tono que venía buscando desde hace años, y es la obra que siempre quise escribir." Lu Min

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Min, Lu

Cena para seis / Lu Min

1ª ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Adriana Hidalgo editora, 2022

Libro digital, EPUB - (Literatura_novela)

Archivo Digital: descarga

Traducción de: Ema Velázquez Burmester

ISBN 978-987-8388-98-4

1. Literatura china. 2. Narrativa china. 3. Relaciones familiares. I. Velázquez Burmester, Ema, trad. II. Título.

CDD 895.13

Literatura_novela

Título original: 六人晚餐

Traducción: Ema Velázquez Burmester

Editor: Fabián Lebenglik

Coordinación editorial: Gabriela Di Giuseppe

y Mariano García

Diseño e identidad de colecciones: Vanina Scolavino

Imagen de tapa: Cecilia Szalkowicz

Retrato de la autora: Gabriel Altamirano

© Beijing Publishing Group Co. Ltd.

Beijing October Arts and Literature Publishing House, 2012

Publicado bajo acuerdo con People’s Literature Publishing House Co., Ltd. y Yilin Press. Ltd.

Este libro fue publicado con el apoyo económico del Jiangsu Literature Translation Program.

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2022

www.adrianahidalgo.com

ISBN Argentina:

Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723.

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito.

Disponible en papel

Índice
Portadilla
Legales
Prólogo
I. Los cuadernos
II. La copa de licor
III. La influencia
IV. La moral
V. La casa de vidrio
VI. Camino de ida
Acerca de este libro
Acerca de la autora
Otros títulos

Prólogo

Xiaolan, de treinta años, atraviesa el aire de la zona industrial retrocediendo catorce años en el recuerdo. La calle Shizijie, [1] hoy completamente irreconocible, parece trazar una línea de tiempo cubierta con marcas de herrumbre. A cada paso que ella da, las horas crujen con esfuerzo marcha atrás, las hojas secas regresan a sus ramas, el asfalto se llena de lodo, y los surcos de lágrimas son de una nitidez labrada con cincel.

A ambos lados de la calle, los letreros, vidrieras y dueños de las tiendas, igual que su propia imagen reflejada en los vidrios a lo largo de la caminata, son ya muy distintos a los de entonces. Las tiendas se han modernizado y renovado, y ella se ve más gorda: un bebé de ocho meses en su vientre, que no tendrá padre al nacer. Pero nada de eso importa, a ella sólo le preocupa llegar al final de esa calle, donde seguramente Ding Chenggong la está esperando.

Desde luego no se trata de una cita. En catorce años nunca hubo ningún compromiso entre los dos, lo único que queda son sólo recuerdos acumulados, poco confiables, que, como uvas prematuras, agrias, duras, colman los árboles de esta calle... nunca un dulce sabor... ¡No! ¡Pronto ha de haberlo! Quizá precisamente hoy, en minutos apenas, allí, en la casa del vidrio de Ding Chenggong, surja entre ellos aquel dulce y anhelado racimo de uvas.

Ella sonríe suavemente mientras camina a través del aire de la zona industrial como si una nube la elevara, y a medida que se acerca a la casa de vidrio siente que su pesado cuerpo se alzará en vuelo de felicidad. Realmente anda bastante ligera y ensimismada. Ni siquiera advierte que el aire que la rodea se encuentra un tanto enrarecido, el olor intenso y aromático de una inmensa olla de espesa sopa hirviendo a la que el Destino le hubiera añadido la última pizca de pimienta.

Después del accidente, los que estaban fuera en la calle Shizijie afirmaron con tono de juramento, haciéndoseles agua la boca, que habían percibido ese extraño aroma. En aquel momento, todos sintieron un cosquilleo en la nariz, dejaron de hacer lo que estaban haciendo, o de decir lo que estaban diciendo, y levantaron uno tras otro la cabeza hacia un cielo ennegrecido por las continuas demoliciones, aguzando ávidamente el olfato, y desatando una sucesión de estornudos. Terminado el coro empezaron a debatir acaloradamente y a viva voz, cada cual bregando por ser el primero en adivinar y distinguir qué era ese olor, trazando analogías con sus experiencias de vida o basándose en su propia imaginación. Un tipo dedicado a la venta de pinturas falsificadas lo comparó refinadamente con el olor a propileno desprendido por las obras de arte a medio terminar; un gordinflón revendedor de motos (la mayoría de procedencia desconocida), masajeándose la barriga, opinaba fantásticamente que se trataba de una mezcla de gasóleo A con pesticida y colonia refrescante Liushen; un vagabundo que hacía ya bastante tiempo deambulaba por la calle Shizijie y que por las noches ocupaba de manera ilegal el cajero automático del Banco Agrícola de China, reveló con picardía: “¡No hay dudas! Se está bañando una mujer de pechos gigantes y cara de diosa, y este olor que apesta a leche es del agua que le salpica del cuerpo”.

Sólo Xiaolan va sin sentir nada. Su estado de ánimo es más complejo que el olor del aire. Sus prolongados suspiros y anhelos la han envuelto y abrumado.

Una chalina de seda natural nueva, pero de estampado anticuado, cubre su cuello. Hasta este paño de seda arrugado parece presentir el peligro que se avecina, y se retuerce intranquilo en su cuello, siseándole como una serpiente un mensaje de alerta; pero ella con su voluminosa panza sigue caminando a través de ese aire revuelto, sobre esa línea de tiempo, llena de esperanzas de estirar sus brazos hacia aquel racimo de uvas.

Hasta este momento ella todavía no sabe que la verdad de la vida a menudo es así: “Cuando bebes con sed, el agua se seca; cuando estiras la mano, el fruto desaparece”.

El tiempo está en el aire, fluyendo en dos direcciones. Por un lado, discurre lento, titubeante y algo temeroso hacia las dos y cuarenta y dos minutos de la tarde del 13 de abril de 2006; por el otro, en cambio, se dirige vertiginosamente catorce años atrás, como una sombra de árbol que retrocede a toda prisa, precipitándose hacia el instante en que todo comenzó entre ella y Ding Chenggong, y los demás.

[1] Este es el nombre de la calle principal de la zona industrial, el lugar donde acontece la mayoría de las historias de los personajes. En inglés se traduciría como Cross Street, en chino es Shizijie, jie significa calle, shizi: cruz, cruce, intersección. En China prácticamente todas las ciudades, grandes o pequeñas, tienen una calle llamada Shizijie, caracterizada por ser céntrica y de importancia comercial. La zona industrial, si bien es pequeña y poco desarrollada, también se da el lujo de llamar a su calle principal con este nombre [Las notas son de la traductora].

I. Los cuadernos

1

No hay nada mejor que comenzar esta historia hablando del aire de la zona industrial. Este aire era el fermento de las emociones, la sustancia que sazonaba y preservaba el pasado.

La zona industrial estaba ubicada en un suburbio al norte del norte de la ciudad, se podría decir que era un enclave desechado bien a lo lejos. La característica más evidente de su aire no era estar vacío, sino por el contrario lleno, concentrado. Era un aire envolvente que con fervor lo capturaba todo, que tapaba las fosas nasales, la garganta y los pulmones. A veces venía cargado de olor a ácido sulfhídrico, como si se hubieran lanzado al aire un montón de huevos podridos; a veces tenía un amigable aroma dulzón a óxido; otras, un hedor fétido a nitrógeno semejante a pescado podrido; pero su olor más desagradable era el del alquitrán, olor fuerte, que reseca y comprime la garganta, como si un chico travieso te acogotara fuertemente desde atrás. Según la dirección del viento y la fábrica que sobrevolara, el olor del aire de la mañana y el de la tarde podían ser muy distintos, o hasta podía darse una mezcla de varios olores producto de combinaciones al azar.

Si el viento llegaba a soplar un poco más fuerte, esta fértil y voluminosa corriente de aire era capaz de entregarse desnuda y sin reservas al centro de la ciudad. ¡Qué recorrido más largo, arduo y pasional! Lástima que la gente de la ciudad no comprendiera este tipo de seducción. Incluso cuando los de la ciudad se veían obligados por razones de trabajo a adentrarse en las vastas entrañas del recinto fabril, también se sentían profundamente ofendidos con esta brisa llena de ternura. Maldecían para sus adentros con encono y hacían lo posible por contener la respiración, deseando poder salir de ahí lo más pronto posible; a su vez, quizá apenados, contemplaban a los niños jugando en las calles polvorientas y miraban las hileras de puestos de comida con frituras y panecillos al vapor expuestos al aire, pensando “qué vida de ganado”.

Al llegar el auto que los llevaría de regreso a la ciudad, se subían apresurados, dejando entrever por las ventanillas sus caras ceñudas y transfiguradas por el desagrado. La gente de la fábrica observaba en silencio la partida de sus visitantes, pero no se sentía mal, al contrario: surgía en ellos una especie de satisfacción, la de quienes aprecian lo que tienen, aunque no esté en las mejores condiciones: mal que bien, el aire de la zona industrial semejaba a los propios padres, ya que no se podía ni eludir ni odiar; entonces mejor seguir adelante así, sin prestar demasiada atención.

El adolescente Xiaobai, en cambio, no podía hacer nada sin prestar demasiada atención, quizá porque era muy gordo.

La gordura de Xiaobai era famosa en la zona industrial, y había tenido mucho peso en su vida. Varios años después, viviendo en aquel clima húmedo casi tropical del sur, llegó a convertirse en un joven alto y delgado, pero cada vez que se afeitaba o lavaba la cara frente al espejo, así vistiera ese conjunto de camiseta negra y chaqueta que tan bien le sentaba, siempre veía reflejada la imagen del niño que había sido.

Triple papada, cuello imperceptible, ojos rasgados por la presión de la grasa, piernas tan gordas que al caminar se rechazaban entre sí sin más remedio que abrirse a los lados, y una panza rebosante de alegría en toda su redondez. Nunca hubo un uniforme escolar que le quedara a medida, ni siquiera le era posible atarse a su muñeca la malla más larga de un reloj para adultos. La profesora de Educación Física lo obligaba a ausentarse de todas las competencias de gimnasia aeróbica. Tampoco había compañero de clase dispuesto a caminar a su lado y aguantar las miradas burlonas de los demás.

Quizá fuera el destino de Xiaobai que semejante cuerpo gordo y carnoso típico de personaje de teatro vulgar le fuera asignado despiadadamente a ese corazón suyo, sensible y precoz, de pensamientos agudos y rebuscados, típico de personaje de película independiente de bajo presupuesto. Pero en el mundo no hay personalidad ni contextura física que no tenga una razón de ser; por eso, mejor remontarnos un poco más en el tiempo, al día en que murió su padre tres años atrás. En el camino de la vida, el Destino con sus guantes blancos hace señales sin orden ni concierto, y la muerte de su padre fue una pequeña indicación vial que debió ser obedecida. [2] A partir de ese punto de inflexión, la vida de Xiaobai tomó un nuevo rumbo. Por entonces él tenía ocho años y su hermana Xiaolan doce.

No entraremos ahora en detalles sobre el padre de Xiaobai y Xiaolan. A fin de cuentas, su partida pronto convirtió a Xiaobai en el pobrecito del barrio. Los que estaban al corriente de la situación se ocuparon de poner al tanto a los que no, entre sollozos y lamentos. Y es que, claro, las buenas intenciones de la gente son como las heces y las flemas, también necesitan eliminarse regularmente. En esencia, compasión, nobleza, benevolencia, son especies de placeres físicos que promueven el apetito, eliminan toxinas y embellecen a las personas, más aún en una zona industrial como esta donde se tenía una conciencia de comunidad. Los que vivían en esta zona, se conocieran o no, o siquiera se hubiesen visto nunca, eran parte de la familia y por ende podían insultarse con pasión, husmear sobre la infertilidad de las cuñadas, o burlarse en público de los respectivos defectos físicos. Podría decirse, sin duda, que esta grosera costumbre de la zona se complementaba y reforzaba con la fértil y voluminosa masa de aire que la rodeaba.

Y ya que todos sentían la misma necesidad de demostrar compasión, ¿cómo no se iba a convertir Xiaobai en el pobrecito de la zona? Las mujeres eran muy cariñosas con él: tan pronto lo veían, estiraban los brazos al mismo tiempo, peleando por ser la primera en apropiarse de su más conveniente relieve. Acariciaban su cabeza, sus orejas, sus finos brazos, su espalda, y así seguían más abajo, tocaban sus nalgas, sus gruesas pantorrillas, deseando con ansias poder sacarle los zapatos y mordisquearle los deditos de los pies.

–¡Dios mío, pobrecito! ¡Quedarse sin padre a esa edad! Miren, ¡tan tierno y pequeñito!

Mientras se compadecían de él, las mujeres lo acariciaban a gusto sin dejarlo ir. Por entonces Xiaobai, apenas gordo, estaba dotado de la mejor textura y apariencia, su piel era de un tono rosa melocotón, sus mejillas tenían unos incipientes hoyuelitos, su panza blandita era para comérsela, y su colita era un deleite. En su papel de viuda reciente, la madre de Xiaobai, la señora Su Qin, necesariamente debía mostrarse débil y torpe, por lo que se quedaba de pie a un lado con la mirada perdida, restregándose las manos, esperando con inquietud poder escapar de esas exuberantes muestras de atención y caridad.

Las manos maduras y sin control de las mujeres dejaron a lo largo del cuerpo de Xiaobai recuerdos persistentes. Desplegaron sus irregulares tentáculos de pulpo en lo profundo de su cerebro, imposibles de remover de tan pegajosos. Ese malestar, que lo acompañó en la infancia, fue un moho silencioso que se expandió durante toda su adolescencia, y también subió con él al tren nocturno acompañándolo hasta cierta ciudad del sur, donde se convirtió en una recurrente pesadilla matutina... Así tomó forma en Xiaobai una leve enemistad de por vida hacia ese grupo humano: las mujeres.

–Oh, it’s the point! –gritaban los psicoanalistas del sur al despertar de su adormecimiento cada vez que Xiaobai recordaba afligido este detalle. Con un destello de energía soltaban unas imprecisas frases en inglés, y aliviados anotaban en sus cuadernos unos caracteres ilegibles, que destacaban con varios círculos, acaso para justificar el costo nada económico de sus terapias.

Las muestras de compasión de esas mujeres hicieron que el pequeño Xiaobai, de ocho años, adquiriera el hábito de inclinar la cabeza. Uno de sus movimientos más diestros era justamente dejarla caer hacia adelante como una calabaza madura. Muchos años después, en el sur, cuando el viejo Shan vio a Xiaobai por primera vez entre la multitud, fue esa expresión de abatimiento la que lo sedujo y provocó aquel maravilloso malentendido.

Pero, a decir verdad, ninguna de estas fueron las causas decisivas que moldearon la personalidad de Xiaobai. Lo que alimentó su carácter fue ni más ni menos que ese aire único mencionado a comienzos de este capítulo.

Piensen en esta escena: salida de clases; un niño gordo con una mochila golpeándole el trasero, caminando sin compañía rumbo a un hogar desolado e imperfecto. Sin un padre. Con una madre de ánimo impredecible. Con una hermana siempre absorta en sus estudios. Camino a casa, Xiaobai giraba su imperceptible cuello corto, mirando asustado en todas direcciones, con la sensación de discapacidad de quien le falta un brazo o una pierna. Agudizando la vista sólo divisaba a lo lejos unas chimeneas que despedían negras volutas de humo, un manto de chapas oxidadas y una nebulosa subestación eléctrica parecida a un gigante. Un poco más cerca, un feo camión de carga pesada largo y alto, detenido altaneramente en la carretera, despedía tan fuerte olor a gasóleo que parecía a punto de prenderse fuego. Xiaobai estaba solo como perro abandonado, era un completo huérfano. Habiendo tantas familias en el mundo, ¿por qué él no tenía una?

Seguía mirando ansioso alrededor, deseando que en ese espantoso horizonte apareciera de pronto alguien en quien apoyarse, alguien con fuerza, que viniera especialmente a protegerlo... Pero después de tanta espera lo único que le llegaba era ese aire loco y revoltoso que lo envolvía alegremente, lo amenazaba, y que, valiéndose de los cambios de dirección del viento, rodaba jugando con su solitaria sombra. En medio de su aflicción, Xiaobai decidió inocentemente tomar a ese aire como su compañero y protector, y prometió escribir en detalle en su cuaderno de ejercicios sobre el tipo de aire con que se encontraba cada día.

Viernes 31 de mayo de 1991

Mi hermana nunca me presta atención, para ella yo no existo. Le perdí a propósito su libro de ejercicios, y se enojó muchísimo. No me quiere para nada. Yo sólo lo hice para llamar su atención. La próxima no la voy a molestar más, que se muera leyendo sus libros.

Hoy el aire estuvo excelente, el olor era muy rico, parecía salido de una olla muy muy grande en la que se hierven botas de goma y palanganas de plástico, y después se la revuelve y se le añade azúcar, quizá también un poco de vinagre... y olía también a brea espesa, y a miel goteando en el aire, igual que la leche de mamá. Ah, no, no me acuerdo para nada cómo era la leche de mamá.

Miércoles 11 de septiembre de 1991

Mamá es una tremenda tacaña, nunca compra camarones, algunas veces compra pescado, siempre los mismos pescaditos baratos a punto de pudrirse. La comida que hace es horrible: o se olvida de ponerle sal o le sale toda quemada.

El aire también huele a pescado, a camarones muertos, a calamares muertos, a ballenas muertas, a peces espada muertos, a cachalotes muertos (vi la foto de los cachalotes en la enciclopedia de mi hermana, son horribles...) todos están completamente muertos, cada uno despidiendo un olor a cadáver distinto. Nuestra zona industrial parece hundida en el fondo del océano Pacífico. La profesora nos dijo que el océano Pacífico es el más grande del mundo.

De modo que yo me paseo de un lado a otro por el océano más grande del mundo, rodeado de peces muertos.

Jueves 12 de marzo de 1992

Hoy la profesora nos llevó a plantar árboles; como tengo mucha fuerza, ayudé a las chicas de la clase a cavar pozos y trasplantarlos. Así y todo, nadie me prestó atención. Ellas nunca me prestan atención. Después de clase volví a escondidas al mismo lugar y arranqué todos los árboles. Se me lastimaron las manos, pero me sentí mucho mejor.

El aire hoy estaba jugoso, tan jugoso que hasta podría regar los árboles, parecía la pulpa de soja de la semana pasada. La pulpa de soja podrida parece un trapo mojado que tapa la nariz de la zona industrial y la mía...

Cuando salí de la escuela el viento cambió de dirección y el aire olía a la fábrica de válvulas electrónicas de al lado. Me gusta ese olor, se parece al de la chapa caliente del televisor. Ese aire me calienta como si alguien me agarrase el pito. Siempre que sopla el viento desde esa dirección tengo esa sensación.

El maravilloso aire de la zona industrial, de ola en ola, hacía palpitar el corazón del pequeño Xiaobai, y lo condujo directamente a elaborar años más tarde esa pequeña artimaña cuya motivación fue tenue pero cuyo efecto no fue inferior al de una radiación nuclear.

En 2004, Xiaobai, de veinticuatro años, regresó desde el sur a aquella zona industrial que había dejado hacía ya diez años. Cuando el tren estaba a punto de arribar, abrió la ventana para inhalar una gran bocanada de aire. Al respirar otra vez el aire de su tierra natal sus ojos se llenaron de lágrimas de nostalgia y volvieron a su memoria, sin olvidar detalles, todos esos fragmentos empapados de soledad que había escrito de niño en su cuaderno de ejercicios.

A su lado, una niña sorprendida le dio unas palmaditas. Sonándose la nariz enrojecida, él balbuceó unas palabras, como si quisiera explicarse:

–Más o menos a tu edad, hice algo que no debía.

–¿Lloras porque se han enojado contigo?

–No... lloro porque hasta hoy ellos no lo saben.

[2] En china los agentes de tránsito usan guantes blancos.

2

Los diarios íntimos de Xiaobai eran unos cuadernos de ejercicios de matemáticas de tapas rosadas y hojas con rayas horizontales verdes. Se los había regalado una vecina profesora. De una vez ella le obsequió una pila de al menos veinte a treinta cuadernos, que por estar guardados tanto tiempo ya habían perdido el color, estaban blandos y al escribir en ellos se corría la tinta.

Desde que su padre falleciera, los vecinos a menudo le obsequiaban con bastante formalidad este tipo de cosas que se veían aceptables, pero que en realidad no eran nada útiles. Su madre recibió los cuadernos y dijo unas palabras de agradecimiento. Pero cuando la vecina se fue, se los tiró impaciente a Xiaobai: “Toma, úsalos como borrador, si no te sirven tíralos”. La expresión de su madre era fría, como si la vecina la hubiera ofendido, pero, al menos por esta última vez, hizo lo posible por contenerse. Después de la muerte de su marido, ella se había convertido en la “mujer distinta” de la zona industrial. Los hombres la saludaban escuetamente, las mujeres en cambio le dirigían saludos interminables; le resultaba casi imposible entablar relaciones normales.

Xiaobai no los tiró. Esos cuadernos blandos que nadie quería le recordaban a sí mismo. Así fue como decidió usarlos como diario íntimo.

Muchos años después, al regresar del sur, Xiaobai mantuvo hasta altas horas de la madrugada una larga conversación con su hermana que estaba embarazada y atravesando una separación. Esa noche, Xiaobai le contó la historia entre él y el viejo Shan y sacó de una bolsa sus cuadernos, esos cuadernos de ejercicios que siempre habían estado junto a él. Era la primera vez que se los mostraba a otra persona.

Xiaolan, con la cintura dolorida, los recibió desconcertada. Después de tanto tiempo, los cuadernos se veían estropeados y la tinta gastada, por lo que le costó trabajo reconocer las palabras. Leyó las anotaciones un tanto melodramáticas que Xiaobai hacía del aire de la zona industrial. Había descripciones perversas, cargadas de insultos o ironías; las había también más tiernas, colmadas de metáforas encantadoras, y había también personificaciones: por doquier podían leerse exagerados enfrentamientos entre él y el aire. Tratando de contener la angustia, Xiaolan dijo bromeando: “Si hubieses seguido escribiendo sobre el aire te habrías vuelto loco, ¿verdad?”.

Por suerte, páginas más adelante, es decir un par de meses después, aparecía un reemplazante del aire. El verdadero protagonista de la historia por fin salía a escena:

Aquel lugar

Al leer estas dos palabras, Xiaolan no pudo soportarlo más y se largó a llorar. Finalmente dejaba caer las lágrimas que había escondido estrictamente durante todos esos años, y que de tanto retener ya casi se habían convertido en piedras. Lloró con tanta fuerza que hasta el bebé en su vientre comenzó a moverse.

“Aquel lugar...”, qué expresión más interesante; quizá Xiaobai la usó sin querer en su cuaderno, pero si nos fijamos bien, esta corta expresión es muy intensa. Por ejemplo, “hacer aquello”, “ganar aquel dinero”, “en aquella clase de lugar”, “aquel tipo de persona”. Las palabras “aquel”, “aquella” tienen mucho sentido, ¿verdad?

Pero ¿cómo pudo aparecer tan de repente un “aquel lugar”, y cómo su madre llegó tener una “aquella persona”? Para Xiaobai, sumido el día entero en su gordura y en el aire que lo rodeaba, eso fue un trueno en medio de la calma.

La primera vez que supo de la existencia de “aquella persona”, de camino a encontrarse con “aquel lugar”, Xiaobai tomó la mano de Xiaolan a escondidas. Ella la rechazó. Al subir al asiento trasero de la bicicleta de su madre, parpadeó en dirección a su hermana sentada en otra bicicleta, para llamar su atención. Ella, de dieciséis años, con expresión de persona adulta, se mantuvo callada como siempre, sin hacerle el menor caso.

Otra vez Xiaobai tendría que valerse por sí mismo. ¿Por qué nadie le tenía un poco de cariño y paciencia? No quedaba más remedio, debería afrontar solo el penoso e inquietante viaje hacia “aquel” desconocido lugar.

Calculando las distancias, “aquel lugar” no quedaba nada lejos de su casa, ambas viviendas se ubicaban sobre el mismo trazado irregular de la zona industrial. Del lado de la casa de Xiaobai se encontraba la planta de alquilbenceno; rodeando en L, la fábrica de cementos plásticos hasta llegar a su portón posterior, y luego, girando a la derecha, se llegaba al edificio de dormitorios de la fábrica de válvulas electrónicas donde se ubicaba “aquel lugar”. Estas plantas industriales se podían considerar buenas vecinas, sus áreas residenciales se cruzaban y comunicaban. Las instalaciones esenciales –baños públicos, almacén, el cine de los trabajadores, el comedor, el centro de salud, la escuela primaria para los hijos de los obreros–, se encontraban dispersas sin orden en el área circundante, igual que alfileres de colores en un mapa. Madre e hijos rodeaban en bicicleta estas instalaciones, girando a la izquierda, a la derecha, otra vez a la izquierda, describiendo un camino zigzagueante que habría de durar al menos veinte minutos.

La sensibilidad es algo que siempre genera angustia. Sentado en el asiento de atrás, Xiaobai no tardó en advertir que su madre conocía al dedillo el camino, y en el acto se percató de que hacía ya unas cuantas semanas que ella buscaba algún pretexto para salir misteriosamente de casa, y luego no regresaba en toda la noche. No quedaban dudas, en esas ocasiones había recorrido en bicicleta este mismo camino para ir a “aquel lugar”. Como puede verse, “aquel lugar” no surgió de pronto cual trueno en la calma, sino que hacía tiempo venía flotando sobre la cabeza de Xiaobai como una gran nube gris y pesada.

Al llegar a la puerta de la residencia donde se encontraba “aquel lugar”, su madre le repetió a Xiaobai la misma advertencia que le hiciera antes de salir de casa: “Recuerda saludar a las personas. Debes mostrar respeto”. Luego, dirigiéndose a Xiaolan había insistido: “No olvides ser respetuosa”. En realidad, bastaba con decirlo una vez, ¿para qué lo repetía? Lo más raro era su tono de voz, parecía resignada a contentarse con que sus hijos al menos acataran eso: “mostrar respeto”.

A continuación, subieron las escaleras; al llegar a la puerta, su madre los miró a ambos. Su mirada era vacía; al parecer nada de esto respondía a su voluntad, sino que más bien actuaba obedeciendo a un mandato. Por fin golpeó la puerta.

Un hombre de aspecto brusco y descuidado les dio la bienvenida, vestía el uniforme azul marino típico de la zona industrial. Frotándose las manos les sonrío con una mueca, incómodo por algo. Su cabeza era calva y lustrosa como una lamparita amarilla, y su evidente nariz roja de alcohólico, una lamparita roja; estas dos lamparitas brillaban al mismo tiempo ante sus ojos. Xiaobai se quedó estupefacto. La madre tironeó de su brazo y le dijo: “Llámalo tío Ding, vamos”.

En la sala, sentados en un sillón de cuero sintético de bordes agrietados, un chico agraciado, al que un mechón de pelo largo tapaba la mitad de la cara y casi toda su expresión, y una chica no tan agraciada, cuya amplia sonrisa resaltaba su ancho mentón, se pusieron de pie con poca naturalidad.

–Tía Su –dijeron al unísono, como dos robots a la señal consignada. Sus cuatro ojos miraron de arriba abajo a Xiaobai y a Xiaolan. Ellos también los miraron y repararon en el retrato cubierto con un velo negro en el rincón de la sala: la dueña de casa, separada por un vidrio cubierto de polvo, miraba con expresión elevada y profunda a los visitantes.

Señalando a cada joven, su madre pidió a Xiaobai que los saludara como “hermano mayor Chenggong” y “hermana mayor Zhenzhen”. [3] Xiaobai obró según lo indicado. Xiaolan también saludó a cada uno, “tío Ding”, “hermano mayor Chenggong”, pero al llegar a “hermana mayor Zhenzhen”, apretó los labios, titubeante. Su madre de repente comprendió la situación y se rio. De pie donde estaba, comenzó a discutir con el tío Ding la edad de Xiaolan y la de Zhenzhen; cada uno dio a conocer con mucha paciencia la fecha de nacimiento de sus hijas según el calendario lunar y el calendario solar. Tras debatir y comparar un breve instante, llegaron finalmente a la conclusión de que Zhenzhen era efectivamente tres meses y medio mayor que Xiaolan, y que debía ser llamada “hermana mayor Zhenzhen”. Los adultos se echaron a reír satisfechos, como si hubieran resuelto un ejercicio de matemática muy complicado.

Su madre pidió a Xiaolan que la volviera a saludar; esta giró la cabeza hacia un lado y masculló el saludo como si se hubiera tragado confundida un grano de azúcar. La “hermana mayor Zhenzhen”, con tono de triunfo superficial, respondió en cambio con voz muy fuerte. Pero la segunda vez que Zhenzhen tuvo el placer de escuchar este trato de boca de Xiaolan fue después de muchos años, cuando ya todos se encontraban en circunstancias completamente distintas.

El tiempo es como la caña de azúcar, ¿quién puede decidir cuál de sus extremos es el dulce y cuál el amargo? En ese preciso instante, en esa habitación con dos familias, dos adultos, cuatro niños, ¿cuál de ellos podía presagiar el camino que les depararía la vida a partir de este encuentro? De lo único que podían ser conscientes era sólo de aquel momento, de ese no tan exitoso primer encuentro: durante las presentaciones y saludos mutuos, incluyendo lo que duró el debate sobre la edad y fecha de nacimiento de Xiaolan y Zhenzhen, todos se mantuvieron de pie en su sitio, como si se hubiese prefijado el centro de una circunferencia, y ellos se ubicaran alrededor cual troncos de árboles sin hojas, cada uno reflejando un grado de rigidez distinto, formando líneas geométricas reveladoras que se superponían y transmutaban en causas y efectos...

Esa misma noche, Xiaobai perdía tiempo enrollando y desenrollando su cuaderno. Sentía la cabeza como una tubería atascada, no lograba comprender lo que “aquel lugar” significaba para él. Después de darle vueltas al asunto, y para liberarse de esos pensamientos molestos, escribió en su cuaderno de anotaciones los chengyu [4] aprendidos las semanas anteriores en la escuela: 以身许国, “dar la vida por la patria”; 碧血丹心, “lealtad hasta en la muerte”; 忧国忧民, “el destino de la patria y de mi pueblo me desvelan”; 浩气长存, “el espíritu noble nunca muere”. Con cada uno escrito tres veces, sintió haber expresado una parte de sus sentimientos, y su mente se alivió bastante. Como se puede ver, Xiaobai era un niño aficionado a los chengyu. Los chengyu, que todo escritor consideraría comunes y limitantes, eran en cambio para Xiaobai, a esa edad, estructuras dotadas de extraordinaria precisión y flexibilidad, y la mejor forma de exteriorizar sus sentimientos.

En el instante en que terminó de escribir el último chengyu y dejó la pluma, su cabeza se iluminó: ¡pero claro! Todo este tiempo anhelando una familia, deseando tener personas en quien apoyarse, ¡al fin lo había encontrado! Sólo que las lamparitas amarilla y roja del tío Ding le resultaban insoportables, y Zhenzhen sería igual a su madre y a su hermana, pero entre ellos había alguien más: Ding Chenggong, un hermano, ¡un hermano mayor! ¡Eso era genial! Podría buscar refugio en ese protector, apoyarse con seguridad en sus hombros, y ya no habría necesidad de dejarse abatir, como de costumbre... ¡Oh, Xiaobai! Un chico tan gordo y tan pesado hablando de “protección” y “apoyarse en los hombros”, que se definía a sí mismo como un debilucho semejante a un sauce llorón doblado por el viento... si sus psicólogos llegaban a escuchar eso, agitarían exageradamente sus estilográficas.

Al cerrar el cuaderno, Xiaobai se sintió lleno de esperanzas; sin embargo, en los pliegues de su triple papada se dejaba entrever todavía una cuota de preocupación. En la ceremonia del primer encuentro, después de saludarlos, aquel “hermano mayor Chenggong” se había metido en seguida en su habitación para no volver a aparecer. La frialdad trasmitida en su breve mirada de reojo dejaba todo más que claro.

[3] En chino, anteponer “hermano”, “tío”, “profesor”, etc., al nombre se considera un saludo informal. No es necesario decir “hola”.

[4] Frases hechas o dichos de cuatro caracteres.

3

A partir de esa noche, Xiaobai empezó a darle importancia a “aquel lugar”, y se fijó como meta buscar a “un protector” e incluso inventarse una acogedora familia: debía lograr que seis pétalos se uniesen en una flor, y que dos hebras rotas de algodón se entrelazaran formando un cálido edredón.

Aun años más tarde, al recordar aquellas aspiraciones, Xiaobai seguía considerando que no había sido una mala idea; era una pretensión bastante sencilla, una especie de apoyo emocional que trascendía los intereses comunes de la gente de clase media baja. No le importaba en absoluto que se tratara de un padrastro, un falso hermano y una falsa hermana...

Xiaobai comenzó a observar atentamente a su madre. Tenía que esclarecer la relación que existía entre ella y “aquel lugar”, los aspectos positivos y negativos de esa relación y sus perspectivas.

Pero resultaba muy difícil sacar algo a la luz. Su madre era “una montaña impenetrable”. A Xiaobai le resultó extraño de entrada el cambio sufrido por ella. La muerte de su padre marcaba un antes y un después, y ella había quedado absolutamente irreconocible. A veces parecía enferma y pasaba días sin cocinar; sólo compraba unas panes con sésamo para salir del paso con él y con su hermana, y luego se echaba boca arriba en la cama mirando el techo. Pero pasadas apenas unas dos horas podía levantarse enérgica, agacharse y comenzar a ordenar diligentemente la casa, incluso sacar todas las botas de lluvia y enjuagarlas varias veces. Pero algo era evidente: ya no le gustaba hablar, y aunque hablara siempre lo hacía con un dejo de falsedad. Xiaobai aprendió una frase hecha al año siguiente: 行尸走肉, “muerta en vida”. Quizá esta expresión pudiese describir a su cambiada madre.

Las noches en que la madre iba a “aquel lugar”, al principio eran noches aburridas. Como de costumbre, Xiaobai y Xiaolan completaban sus tareas en la mesa del comedor mientras el tubo fluorescente encima de sus cabezas hacía un ruido similar al zumbido de una mosca. La madre, sentada en el sillón, se ponía un tanto inquieta. Se levantaba, empezaba a caminar de un lado a otro, tocando esto, tocando aquello. Xiaobai la observaba rascándose el cuello; su hermana Xiaolan, mordiendo la lapicera, también la miraba. Para disimular, la madre movía los dedos contando las cuentas de un ábaco invisible: era contadora de la oficina de finanzas de la segunda sede de la planta de alquilbenceno.

Mientras continuaban con los deberes, la madre volvía a llenar el vaso de agua a cada uno. Al fin, con el entrecejo fruncido y en apariencia a regañadientes, ponía las cartas sobre la mesa: “Iré por un rato. Mañana por la mañana estaré de regreso para preparar el desayuno. Xiaobai, obedece a tu hermana”.

Xiaobai no la miraba, simulando prisa por finalizar la tarea; su hermana se levantaba y muy atenta la despedía diciendo: “Cuidado en la calle”.

Tras el portazo, Xiaobai dejaba el lápiz de inmediato, se levantaba y comenzaba a dar vueltas en círculo como un potrillo regordete; la habitación no era grande y con sus vueltas la invadía por completo, reflexionando sobre una serie de problemas abstractos, a la manera de un filósofo meditabundo.

Haciendo a un lado la cortesía fingida instantes atrás, su hermana solía gritarle impaciente: “¿No te das cuenta de que me molestas con tus vueltas? ¡No puedo concentrarme en mis tareas! Si has terminado los deberes, ¡báñate y a dormir!”.

Los hermanos no comentaban absolutamente nada de la madre y “aquel lugar”, pero Xiaobai estaba convencido de que a su hermana en realidad no le afectaba que su madre tuviera un “aquel lugar”, ni que lo visitara una vez a la semana. Esto de que su madre “tuviera un hombre afuera”, usando las palabras que Xiaobai sin querer oyó decir a las vecinas, no tenía nada de malo.

El problema radicaba en que algo “no encajaba”:

En primer lugar, ese tal Ding, de nombre completo Ding Bogang, era tan... ¡cómo decirlo! Calvo, nariz roja, con esa desagradable manera de frotarse las manos, con ese uniforme azul marino que olía a óxido, y esa mirada evasiva... Con lo grande que era la zona industrial, con la cantidad de hombres que había allí, ni cerrando los ojos sería seguro toparse con alguien de ese tipo.

No está bien juzgar a las personas por las apariencias, pero... entre este hombre y su padre había una diferencia abismal. Papá hablaba el ruso igual que un ruso. Papá usaba un impermeable color beige. Papá se lustraba los zapatos de cuero todas las noches. ¿Qué le había pasado a mamá?

El interrogante que venía a continuación resultaba aún más desalentador: a pesar de que mamá ya estaba inmersa en esa relación con el tío Ding, jamás la hacía pública y evitaba mencionarla a cualquiera. Guardaba el secreto ingenuamente, como si los vecinos, colegas y conocidos fuesen aún más inocentes que ella, como si los integrantes de esa gran familia que era la zona industrial, especialmente las mujeres, fueran ciegos, sordos y mudos.

Esto avergonzaba a Xiaobai y lo intranquilizaba. Que mamá no dijera una palabra del asunto implicaba una probabilidad de este tipo: en todo momento negaría rotundamente su relación con “aquel lugar”, y quizá como un impredecible jugador de apuestas, un día cambiaría de humor y no jugaría más.

Ay, Xiaobai sentía la vida siempre tan inestable, tan insegura.

4

Por lo general, la madre iba a “aquel lugar” los días miércoles. Mientras leía los cuadernos de su hermano, Xiaolan se percató de que era evidente que cuando llegaba ese día, las anotaciones de Xiaobai eran muy malas. La mayoría de las veces directamente no escribía nada; sólo dibujaba a su antojo diseños de nervaduras de hojas muy detalladas o malezas confusas y desordenadas que dejaban al viejo y estropeado cuaderno de anotaciones lleno de manchas.

¿Por qué los miércoles? La respuesta era muy simple. La hermana Zhenzhen aquel año había aprobado el examen de ingreso a una escuela de capacitación profesional y residía en la escuela; el hermano Chenggong, a pesar de su nombre, [5] no había tenido éxito en el examen de ingreso a la universidad, y por ese entonces estaba desempleado viviendo en la casa del padre; no se sabía bien en qué curso estaba anotado que los miércoles iba a la ciudad a tomar clases. Como no llegaba al último autobús de regreso, se quedaba a dormir en casa de un compañero. De esta manera, los días miércoles “aquel lugar” estaba libre de pichones y quedaba el nido vacío para los pájaros mayores. Para decirlo de otro modo, las noches que mamá pasaba en “aquel lugar” eran para esos dos hermanos encuentros clandestinos que aparentaban no existir.

Al conocer esta realidad, Xiaobai al principio soltó un suspiro, pero luego se sintió ofendido: pensándolo bien, el hermano Chenggong iba a despreciarlos por esto. Originalmente Xiaobai anhelaba entablar una relación sincera y confiable entre hermanos, llena de lealtad e integridad moral. Además, como en toda gran familia, debería existir una atmósfera de seriedad y naturalidad... Entonces, ¿por qué tenían ellos que encontrarse furtivamente y convertir ese día en un repugnante día miércoles? ¡Realmente era humillante!

Un día tan bueno como el miércoles venía a estropearse de esta manera, y Xiaobai se estrellaba cíclicamente contra él una vez por semana; si bien no le dejaba una herida letal, sí le causaba un profundo dolor. A Xiaobai le afectaba este día. Hacía de cuenta que en el mundo no existía, también hacía de cuenta que no tenía madre, que no era el hijo de esta madre, hacía de cuenta que todo eso se podía tirar por el retrete y desaparecer sin dejar rastro.

En uno de sus blandos cuadernos de ejercicios quedó registrado un miércoles muy particular: el dibujo de una ventana de dos hojas pintada de negro, y en el medio, una mano. Sobre el fondo negro, la mano blanca se abría terroríficamente y avanzaba directo a los ojos. Este dibujo registraba... la historia de “la mano”.

Antes de contar la historia, debemos explicar brevemente la ubicación y disposición de la vivienda de la familia de Xiaobai. Esa pequeña vivienda, que él jamás olvidaría, se encontraba en un extremo de la residencia de trabajadores de la planta de alquilbenceno, junto a un pequeño callejón. Ellos vivían en el primer piso, la ventana del dormitorio daba a aquel callejón. Bajo la ventana se ubicaba la cama de Xiaolan. Xiaobai y su madre dormían juntos en una cama grande contra la pared interna. Si el padre de Xiaobai hubiera muerto un año y medio más tarde, y si hubiese sido una persona hábil para hacer cálculos y adular a la gente, quizá ellos hubiesen conseguido que desde el departamento de administración de viviendas los trasladasen a una más grande. Claro que este tipo de suposiciones no tiene ningún sentido; la vida es implacable, es una flecha que avanza en línea recta y desdeña todo tipo de suposiciones.

De paso presentemos también a su adolescente hermana Xiaolan. Xiaobai admitía que su hermana era muy bonita. Su belleza era famosa en el área residencial de la planta de alquilbenceno, tal como Xiaobai era famoso por su gordura. En realidad, había muchas chicas bonitas de quince y dieciséis años, pero Xiaobai había oído hablar de su hermana. En líneas generales se comentaba lo siguiente: Xiaolan dejaba una impresión inolvidable en las personas, y su magia radicaba principalmente en su semblante; era una chica resuelta y con criterio propio. Aquel que la mirara se hacía ideas, y esas ideas eran... ¡que se quedaba absolutamente sin ideas!

Un efecto algo extraño, ¿verdad? Pero no se equivocaban, ella era un poco extraña. Detestaba que la elogiaran por su belleza; lo mismo le podían insinuar que era una funda de almohada bordada, bonita por fuera pero sin contenido. Por eso descuidaba adrede su vestimenta. La ropa que a su madre le quedaba chica, la usaba ella; la ropa que le regalaban los vecinos la usaba también, sin importar lo vieja o pasada de moda que estuviera. Pero sus calificaciones en la escuela sí que eran buenas, tenía una paciencia y ambición de elefante, se pasaba las horas devorando los clásicos universales o memorizando palabras del diccionario, como si en el futuro fuera a hacer cosas grandiosas.

Para resumir, ella era en apariencia una palabra: “correcta”. También podía asociársele otra serie de palabras como “destacada”, “pura”, “aplicada”, etcétera. Pero estas palabras, unidas al contexto de miseria de la zona industrial, sonaban un poco ridículas. ¿Quién se pensaba que era? ¿Acaso creía que podía “crecer en el lodo sin perder su pureza”? [6] ¿Acaso lograría “agarrar al destino por la garganta”? [7] Por eso, ay, su condición de “correcta” no era natural, sino que provenía de una negación de su destino. En el fondo de sus ojos, o en la punta de sus cabellos, o en el revés de su ropa, siempre había algo incompatible con el resto de las personas que centelleaba como la punta de una aguja. Al verla, Xiaobai se sentía un tanto intimidado.

Volvamos ahora a la calurosa noche de verano de aquel miércoles. Xiaobai fue el primero en irse a dormir, Xiaolan seguía estudiando, la ventana estaba abierta y las cortinas descorridas. Xiaobai pensó más tarde que su hermana era una auténtica comelibros; cualquiera con un poco de sentido común advertiría que si fuera estaba oscuro y dentro iluminado, a un maleante que pasara por ahí le sería muy fácil distinguir que en esa vivienda sólo había un niño gordo y una bella hermana mayor... Xiaolan fue a la cama muy tarde. Relajada, se acostó bajo la ventana, a gusto con la brisa que de a ratos entraba. Después de pasar la noche entera ocupada con las tareas de la escuela, no tardó en dormirse profundamente con una sensación de logro.

Tras un breve sueño, Xiaobai despertó de golpe como si alguien lo hubiera pellizcado. Tendido de costado sin moverse, entornó los ojos en la oscuridad hacia la cama de Xiaolan y la ventana que tenía justo enfrente. De pronto, en medio de la ventana, distinguió con claridad una mano gruesa y oscura que se introducía lentamente y comenzaba a tantear. La mano era paciente, se movía, luego se detenía como un explorador desorientado. En su lenta búsqueda, la manó rozó el hombro de Xiaolan y en un giro llegó hasta su pecho. Allí se detuvo satisfecha, moviéndose con cautela... Xiaobai abrió la boca, convencido de estar gritando, pero qué extraño, ¡de su boca no salía ningún sonido!

Su hermana Xiaolan dormía de lado sin moverse, como muerta. Sólo tras un largo rato lanzó un breve gemido, y en sueños se acomodó boca arriba. Los botones de su corsé estaban ahora totalmente desprendidos, sus senos al descubierto, aquella mano se abrió aún más jugando con ellos con placer y precisión. Hasta la cabeza y el torso de su dueño empezaban a tantear hacia adelante fuera de control, su oscura silueta se hacía más y más grande... Xiaobai quiso sentarse y bajar de un salto de la cama para apartar esa mano y esa silueta, pero sus brazos y piernas estaban atados fuertemente, no lograba moverlos... Ahora la mano, muy satisfecha, comenzaba a bajar. Hábilmente levantaba el borde superior de la prenda interior de Xiaolan, se metía y continuaba deslizándose hacia abajo...

–¡Aaaaah! ¡Hermano! ¡Hermano!

Xiaobai por fin emitió un chillido, llorando. No entendía por qué gritaba “hermano” mientras se acurrucaba abrazado a la almohada, con los ojos bien cerrados, pataleando en el aire como un enorme bebé recién nacido.

Su hermana Xiaolan despertó en ese momento, se sentó abruptamente, saltó de la cama, y a medias tambaleando corrió hacia la cama de Xiaobai.

–¿Qué te pasa? Dime, ¿qué te pasa?

Aún no se había dado cuenta de que tenía la ropa desordenada y el torso medio desnudo, era completamente inconsciente de lo que había ocurrido instantes atrás en su cuerpo. Xiaobai la señalaba a ella y a la ventana. “¡Mano! ¡Mano!”, decía como un niño que recién comienza a hablar y sólo sabe esta palabra. La mano, por supuesto, ya había desaparecido, la ventana seguía abierta y el enrejado de madera mantenía en la oscuridad su ingenua apariencia.

Xiaolan volvió en sí, su cuerpo por fin despertaba del sueño, inclinó la cabeza para verse, se cubrió con ambas manos el corsé abierto, bajó rápidamente la vista y se subió las bragas; luego, con la mano izquierda en el pecho y la derecha sujetando el pantalón corto del pijama, giró alarmada la cabeza de un lado a otro, y se puso a correr a espaldas de la ventana por toda la pequeña habitación, como un ratón de laboratorio al que le hubieran inyectado un veneno mortal. En vano buscaba algún rincón donde esconderse para que se la tragara la tierra.

El resto de la noche, Xiaobai y Xiaolan no pegaron ojo.

Idearon muchas soluciones para ponerse a salvo. De más está decir que cerraron la ventana, le pusieron la traba y corrieron las cortinas. Luego unieron de forma precaria las cortinas con hilo de coser, y detrás, apilaron bancos, perchas, palanganas, cartucheras, teteras, etcétera, creando un dispositivo bastante ingenioso y en apariencia invencible; si alguien llegaba a empujar la ventana desde afuera, todas estas cosas caerían provocando un estruendo.

Pero, así y todo, no podían dormir. Sentados uno junto al otro al borde de la cama grande, no apartaban la vista de la ventana, como si estuviesen viendo una película de terror, esperando que esa mano volviera a aparecer.

Alrededor de las cinco de la mañana regresó la madre.

Mamá siempre regresaba a esa hora, antes de que los vecinos se levantaran, como una experta ladrona. Silen-ciosamente atrancaba la bicicleta, y sin el menor ruido abría la puerta. A oscuras ponía el fuego para la pava y preparaba el desayuno. Al salir el sol, con las manos oliendo a jabón, le apretaba la nariz a Xiaobai: “¡A levantarse! ¡Hoy desayunamos arroz con huevo revuelto!”. Siempre que llegaba ese día, Xiaobai era la persona más dichosa del mundo: antes de abrir los ojos se decía a sí mismo varias veces: “Mamá está limpia, huele bien, está feliz. ¡Por fin pasó aquel miércoles bochornoso!”.

Pero aquella madrugada, cuando abrió sigilosa como una sombra la puerta del dormitorio, se encontró de imprevisto con la ventana bloqueada por un extraño dispositivo, y frente a esta a sus dos hijos sentados inmóviles en la cama, la mirada perdida y unas grandes ojeras. La habitación estaba caliente y oscura, y olía a sudor.

Xiaobai y su hermana salieron del ensimismamiento y se levantaron para recibir a la madre. Xiaolan trataba de mirarla de la manera más respetuosa posible; Xiaobai, que por lo general era torpe para hablar, se apresuró a narrar lo ocurrido como un gran contador de cuentos: “miedo”, “mano”, “tocar”, “oscuro”, “hermana corrió”, “el corazón saltó”. Xiaobai usaba frases cortas de niño pequeño, lo que confería un toque aún más aterrador al relato... ¡Miren qué escena tan peligrosa! Porque mamá fue a “aquel lugar” a pasar la noche, ¡aquí casi se desata un escándalo de consecuencias desastrosas!

El relato, en cambio, no tuvo efecto. La madre lo escrutaba incrédula mientras él hablaba sin parar, al tiempo que intentaba agarrar a su temblorosa hija. Esta se echó atrás asustada, se secó una lágrima a punto de caer y, sin amabilidad, rechazó a su madre y fue a cepillarse los dientes.

La madre se quedó callada y dejó caer las manos. Xiaobai seguía empecinado en añadir detalles, pero la madre, abstraída en sus pensamientos, lo interrumpió:

– Además de aumentar de peso, podrías madurar un poco ¿no?

Un inesperado sentido de culpa invadió a Xiaobai y se echó a llorar buscando consuelo. ¡Su madre lo estaba haciendo culpable de todo! ¿Acaso mamá pensaba que él estaba inventando? “¡Oh, no, yo no!”, lloraba Xiaobai para sus adentros, gritando como un bebé: “¡Lo que digo es verdad! ¡De verdad estoy muerto de miedo! ¡Necesito a alguien que me quiera, que me proteja!”. En cambio, si él tuviera un hermano mayor, ¡seguro que nada de esto habría ocurrido! “Ay, Cielo, te lo pido, ¡necesito un hermano!”

Xiaobai cerró la boca, agotado de tanto hablar, y se quedó apesadumbrado. Bajo la luz de la madrugada, tomó con sus manos gordas el cuaderno de ejercicios y lo abrió con angustia, luego comenzó a dibujar con lujo de detalles la ventana que había contemplado durante toda la noche. En medio de la ventana negra una mano blanca se abría siniestramente... La mano se abría más y más hasta llegar, pasados los años, a los ojos de Xiaolan. Llena de lágrimas, Xiaolan la miraba fijamente como si se la fuera a tragar. Cómo le hubiese gustado volver el tiempo atrás, y entrar corriendo esa noche a abrazar a su pobre hermanito, y secarle todas las lágrimas.

La historia de la ventana no terminó ahí. Su final fue sumamente realista, acorde al estilo típico de la zona industrial: se le instaló una malla metálica antirrobo parecida a una red de pesca.

Un día, antes del siguiente miércoles, Xiaobai, que regresaba a casa de la escuela, vio frente a la ventana la malla metálica enrejada, hecha de alambres nuevos. Cinco alambres finos se entrelazaban formando un cuadrado, y estos se entrecruzaban delicada e ingeniosamente de forma vertical y horizontal, formando una amplia red de pesca, que relucía al sol poniente.

¡Qué maravilla! Ningún vecino tenía una, quizá tampoco la hubiera en toda la zona industrial, ¡era única y sin igual! Una magnífica marca vergonzante exhibiéndose en su casa cual bandera flameando con inocencia.

–El tío Ding juntó unos sobrantes de la fábrica. Es-tuvo trabajando dos mediodías. Hoy pidió permiso en el trabajo para venir a instalarla –dijo mamá, mirando de reojo a Xiaolan, como si la malla metálica fuera un globo de la amistad lanzado al cielo.

Xiaolan realmente era del tipo de personas capaces de superarse a sí mismas. Objetiva e imparcial, metió la mano en uno de los agujeros de la red para probar su eficacia, y asintió con la cabeza.

–Sí, ni siquiera mi mano puede pasar, y deja correr el aire –dijo–. Ahora sí podremos abrir la ventana.

Es que, desde aquella noche, así mamá estuviera en casa, y a pesar de que fuesen los días más calurosos del verano, la ventana se mantuvo herméticamente cerrada. Xiaolan les tenía prohibido abrirla, descorrer la cortina, o incluso hablar sobre cualquier tema relacionado con esa noche. Durante casi una semana, los tres se vieron obligados a dormir sudando como si estuvieran en una selva húmeda colmada de emanaciones fétidas.

Aquella noche Xiaobai escribió en su cuaderno lo que parecía ser un texto expositivo, anotando con cuidado cada detalle sobre la red metálica, su textura, su forma, la intensidad de su brillo, y hasta citó una frase aprendida días atrás en la escuela: “La red del cielo es vasta, pero de ella nada escapa”. [8] ¿Qué mejor frase para describir una red y dos pececitos atrapados en ella?

Aproximadamente trece años después, durante la época de desalojo y demolición del edificio residencial de la planta de alquilbenceno, una lluvia torrencial se desató un mediodía caluroso y húmedo de otoño. Bajo la lluvia, Xiaobai y Xiaolan contemplaban aquella ventana despidiéndose de su antiguo hogar... En lo profundo de ese pequeño callejón, los dos hermanos recordaban los tiempos vividos de sufrimiento y pobreza, pero al igual que transeúntes pasajeros, mantenían una actitud indiferente, como si nada de aquel lugar tuviese que ver con ellos. Llenos de gozo y alegría, arrojaron incluso los paraguas, dejándose empapar por la lluvia, mostrando una especie de firme e inquebrantable optimismo. La red metálica que resplandecía en las memorias del cuaderno de Xiaobai ya hacía tiempo había quedado cubierta de herrumbre y ahora el óxido fluía rápido con la lluvia, como lágrimas amarillas.

[5] Chenggong, en chino 成功, significa éxito. Por lo general el significado de los nombres en China conlleva las esperanzas que los padres depositan en sus hijos.

[6] Verso de la “Oda al loto” de Zhou Dunyi, poeta y filósofo neoconfuciano de la dinasía Song del Norte.

[7] Frase de Ludwig van Beethoven.

[8] Frase del clásico taoísta Dao De Jing.

5

En su último año en el sur, Xiaobai, gastando el dinero del viejo Shan, cambió un sinnúmero de veces de psicólogo, como quien se aburre con facilidad de lo viejo. El primer día de terapia los psicólogos le entregaban un cuestionario para completar donde se encontraba el casillero “edad de desarrollo”. Cada vez que Xiaobai llegaba a ese casillero se quedaba en blanco y lo salteaba con descuido, como si no comprendiera esos caracteres.

Sin embargo, la verdad es que Xiaobai había esperado con grandes expectativas la llegada repentina de la adolescencia y de ese fuerte olor hormonal. Aunque nadie le hubiese hablado de la pubertad –¡quién iba a hacerlo en el estado de orfandad en que vivía!–, él, mediante la observación de compañeros de su misma edad, había empezado a albergar esperanzas bastante optimistas en ese cambio: Xiaobai confiaba en que algún día daría el estirón y adelgazaría.

Pero la realidad distaba mucho de ello. Durante muchos años no apareció en él indicio alguno de pubertad: ninguna nuez de la garganta, cambio de voz, acné, hombros anchos... De buscarle algo, quizá podía ser que en algún lugar de su gordo cuello se escondiese una pequeña nuez del tamaño de un maní. En cuanto a su voz, era muy gracioso: cuanto más cambiaba, se volvía más fina. Aún más gracioso era que si se lo veía de espaldas, lo que se había agrandado no eran sus hombros sino su trasero. ¡Lo único ganado por Xiaobai en su período de desarrollo fueron dos nalgas más grandes que una sandía! Ah, y de regalo extra, un pecho prominente: la grasa acumulada allí con afición quedaba colgando por falta de sostén. Al llegar el verano, se esbozaba con claridad bajo su delgada camiseta el contorno de los grandes pechos, cuyas sinuosidades fácilmente despertarían la envidia de las chicas de pecho plano. Xiaobai se vería seguramente muy chistoso cuando llevaba una mochila de dos correas, sudaba o se bañaba en las duchas públicas.

Pero ¿cuál era la opinión de Xiaobai sobre este cuerpo cada vez más gordo? ¿Le tenía lástima, odio o no le daba importancia? En sus cuadernos de ejercicios no se encontraba ningún comentario al respecto, era un tema que mantenía en profunda reserva, y como un historiador hábil en el uso de circunloquios, optó por registrar otro tema: el menú de las cenas de los sábados en “aquel lugar”. Esos menúes se agolpaban en sus cuadernos a modo de notas aclaratorias que revelaban el por qué de su tendencia a engordar. Saturados de miles y miles de calorías, los grasientos menúes invadían sus cuadernos y su cuerpo, convirtiéndolo en un gordo sin remedio.

Sí, a partir del primer encuentro, la madre los llevaba a cenar a “aquel lugar” todos los sábados; [9] ese día las dos familias se reunían en una cena bastante formal.

Siempre había que esperar hasta que se hiciera de noche, aun pasada la hora de la cena. [10] Sólo entonces, con los estómagos rugiendo de hambre, la madre los llevaba a “aquel lugar”; de esta manera se aseguraba de no encontrarse con ningún conocido. Sin embargo, al subir las escaleras, sí solían toparse con los vecinos de “aquel lugar”. Al verlos, estos se detenían y hacían a un lado, cediéndoles el paso, aunque sin duda en ese gesto común y corriente había mucho contenido: “Miren, otra vez vino la viuda, ¡y esta vez se trajo a los hijos! ¡Qué animado va a estar esto!”. Cada vez que pasaba eso, Xiaobai sentía que le tiraban un balde de agua fría. ¡Cómo hubiese deseado ser del tamaño de una mosca! No se atrevía a mirar ni a su madre ni a Xiaolan, porque si lo hacía, sin importar que ellas se hubiesen puesto coloradas o no, él iba a sentirse doblemente avergonzado.

Pasada esa primera prueba, se daba inicio a una noche insulsa y aburrida. El escenario principal de la noche era “aquel lugar”, pero ¿cómo podríamos caracterizar la hospitalidad de sus anfitriones?

En lo que respecta al “hermano mayor Chenggong”, podríamos describirlo como callado e introvertido. Al llegar los invitados, dejando entrever media cara bajo su pelo largo, les dirigía un incomprensible saludo mirando quién sabe en qué dirección, y luego, sin hacer preguntas, se metía rápidamente en su habitación, en realidad un pequeño balcón cerrado.

Xiaobai permanecía con la boca abierta mirando aquella puerta de chapa que aún oscilaba por el golpe, queriendo entrar allí... Desde atrás, Zhenzhen le daba unas bruscas palmaditas en el hombro, murmurando: “¡Deja de mirar esa puerta! Nadie puede entrar a esa covacha. ¡Ni a mí me deja!”.

A Xiaobai no le quedaba más que apartar la mirada de esa habitación y tomar asiento como un respetuoso invitado. Zhenzhen se le acercaba mirándolo fijamente, casi pegándose a su cara, y chasqueando la lengua hacía comentarios como: “¡Tu piel es muy blanca! ¡Y tus pestañas son muy largas!”. Xiaobai quería echarse hacia atrás, pero su trasero atorado en los duros brazos de la silla no le dejaba más remedio que permitir que ella siguiera con el examen de otras partes del cuerpo como si a él no le importara. Se decía a sí mismo que debía comportarse bien.