Cerdos - Thomas Macho - E-Book

Cerdos E-Book

Thomas Macho

0,0

Beschreibung

Los Cerdos son animales admirables pero a la vez inquietantes. Nos atraen y nos causan repulsión. Es difícil encontrar la distancia adecuada; las fronteras entre Cerdos y hombres resultan poco nítidas; las relaciones, ambivalentes. Nadie quiere que le digan "cerdo" o "chancho", ¿por qué? Los Cerdos encarnan lo ominoso –en el sentido de Freud– que anida en los rincones de lo familiar: lo reprimido, oculto, escondido. Quien haya visto faenar Cerdos, nunca olvidará sus gritos casi humanos. Winston Churchill dijo: "Me gustan los Cerdos. Los perros nos admiran. Los gatos nos desprecian. Los Cerdos nos tratan como iguales". Pero nosotros no los tratamos como iguales: los comemos. A diferencia de los pescados y los pollos, por lo general, los Cerdos que terminan en nuestros platos como embutidos o fiambres no nos recuerdan la forma del animal. Constantemente comemos Cerdos sin percibirlos. Este libro nos cuenta también el extenso espacio imaginario que han ocupado los Cerdos: desde mitos y fábulas, poemas, teatro y novelas, cuadros, películas y proyectos artísticos, hasta carteles de publicidad, juguetes y utensilios cotidianos un poco kitsch.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 150

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Macho, Thomas

Cerdos / Thomas Macho - 1a ed.

Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2021

Libro digital, EPUB - (naturalezas)

Archivo Digital: descarga

Traducción de: Nicolás Gelormini

ISBN 978-987-8388-59-5

1. Literatura Austríaca. 2. Ensayo. 3. Animales de Granja. I. Gelormini, Nicolás, trad. II. Título.

CDD 830.192

naturalezas

Título original: Schweine

Traducción: Nicolás Gelormini

Editor: Fabián Lebenglik

Diseño: Gabriela Di Giuseppe

Producción: Mariana Lerner

1ª edición en Argentina

© Matthes & Seitz Berlin Verlag, Berlin 2015. All rights reserved by Matthes & Seitz Berlin Verlagsgesellschaft mbH. First published in the series Naturkunden edited by Judith Schalansky.

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2021

www.adrianahidalgo.com

La traducción de esta obra contó con el apoyo de una subvención del Goethe-Institut

ISBN: 978-987-8388-59-5

Queda hecho el depósito que indica la ley 11.723

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Disponible en papel

Índice
Portadilla
Legales
Introducción. Cerdo y reflejo
Entrada en la casa. Historia de la domesticación
Tabúes alimenticios
Cerdos de la Antigüedad
Los cerdos de San Antonio
Entremés en el Pacífico
Transformaciones: sobre la erotización de los cerdos
Cerdos ilustrados
Cerdos de la suerte,de ahorro y de peluche
Curas de cerdo,experimentos con cerdos
Cerdo y carne:Pocilga y Pigtopía
Retratos
Bibliografía
Índice de ilustraciones
Acerca de este libro y del autor
Otros títulos

Introducción

Cerdo y reflejo

Los cerdos son animales dignos de admiración pero a la vez inquietantes. Nos atraen y nos causan repulsión: es difícil encontrar la distancia o la cercanía adecuada, las fronteras entre cerdos y hombres resultan borrosas, poco nítidas; las relaciones, ambivalentes. Cuando vi las primeras pruebas de la tapa del libro, me inquieté doblemente. Primero noté la ambigüedad del genitivo del subtítulo: “Un retrato de...” puede referirse tanto a lo pintado y descripto como a quien pinta y describe. Después me sorprendí cuando vi que me surgía la siguiente pregunta: ¿por qué no me había llamado la atención esa ambigüedad del genitivo en el caso de los retratos de cuervos, arenques, búhos o burros, que salieron en esta colección? Es obvio, nadie quiere que le digan “cerdo” o “chancho”, pero ¿por qué?, ¿dónde tienen su base los afectos que nos fuerzan a un distanciamiento inmediato? Una primera respuesta es que los cerdos nos resultan al mismo tiempo cercanos y lejanos. A veces hasta parecen dobles de los seres humanos, pero estos dobles son mensajeros de lo extraño. Encarnan lo ominoso –en el sentido de Freud– que anida en los rincones de lo familiar: lo reprimido, oculto, escondido. Los cerdos nos resultan al mismo tiempo cercanos y lejanos. Quien se cruza con su doble, dice una difundida creencia, está recibiendo un anuncio de que su muerte está próxima.

Los cerdos pertenecen a este tipo de dobles ominosos. Por eso, en las últimas líneas de Rebelión en la granja Orwell dice: “Los animales pasaron la mirada del cerdo al hombre, del hombre al cerdo y después nuevamente del cerdo al hombre pero ya era imposible decir cuál era cuál”. (1)De una manera similarmente ambigua escribió Gottfried Benn: “La suma de la creación, el cerdo, el hombre”. (2)Y Winston Churchill manifestó: “Me gustan los cerdos. Los perros nos admiran. Los gatos nos desprecian. Los cerdos nos tratan como iguales”. (3)Pero ¿en qué consiste esta “igualdad”? No se puede afirmar que nosotros los tratamos como iguales: cazamos y criamos cerdos para comerlos. La carne de cerdo es la más popular de todas. En el mundo se producen por año más de 116 millones de toneladas de carne porcina, (4)los alemanes consumen a lo largo de su vida un promedio de cuatro vacas, cuatro ovejas y cuarenta y seis cerdos. (5)Este número asusta, no podemos referirlo a una percepción concreta. A diferencia de los pescados y las gallinas, por lo general, los cerdos que terminan en nuestros platos como milanesa, panceta o embutidos no nos recuerdan la forma del animal. Es decir que constantemente comemos cerdos sin percibirlos.

Vida animal, de Brehm: Jabalí jugueteando con tiernos jabatos.

Los cerdos nos resultan al mismo tiempo cercanos y lejanos: por un lado, son casi invisibles; por otro, son

“omnipresentes”, como afirman Marilyn Nissenson y Susan Jonas. Son una presencia ausente. Mientras liquidamos nuestra porción anual de cuarenta y seis ejemplares, los cerdos pueblan un extenso espacio imaginario que abarca desde mitos, fábulas y leyendas, poemas y novelas, cuadros, películas, proyectos artísticos y funciones teatrales hasta carteles de publicidad, vajilla, juguetes y utensilios cotidianos un poco kitsch. En consecuencia, el retrato de los cerdos se moverá dentro de un amplio espacio en el que, por un lado, dominarán los animales concretos, pero invisibles, irreconocibles y, por otro, sus rasgos ideales y distorsionados, traspuestos imaginariamente a los registros más extremos de la visibilidad, desde Miss Piggy hasta el cerdito Babe o el Napoleón de Orwell. Cerdo [Schwein] puede rimar bien con reflejo [Schein], pero este reflejo –con su juego de artefactos y proyecciones– oscurece a los animales realmente existentes. De niño llegué a ver cerdos en establos, y su faena me persiguió hasta en sueños. No fue el cuchillo afilado ni los ríos de sangre lo que me impresionó tanto sino el grito de los cerdos. Gritaban como personas que estaban siendo asesinadas.

Ahora bien, hasta la época moderna los cerdos se criaban no sólo en establos y bosques sino también en ciudades. Se los encerraba en pequeños corrales al lado de las casas y se los alimentaba con residuos domésticos y de las huertas, varias veces al día se los sacaba a pasear por las calles y plazas o incluso circulaban libremente. Esta práctica se expandió tanto –sobre todo después de las grandes plagas de la Edad Media tardía– que los concejos municipales tuvieron que lanzar una prohibición tras otra, al parecer, con éxito relativo. En 1410 la ciudad de Ulm (que entonces tenía unos nueve mil habitantes) limitó a veinticuatro el número de cerdos que podía criar un ciudadano. Además, se permitía a los cerdos circular libremente sólo una hora durante el mediodía. Por su parte, Halle prohibió la crianza de cerdos en 1468. Hacia 1500, Fráncfort tenía, con diez mil habitantes, 1500 cerdos. En Berlín la crianza de cerdos se prohibió en 1685, supuestamente porque el caballo del margrave elector Federico Guillermo casi tropieza por culpa de un cerdo y, poco después, toda una piara había impedido que pudiera avanzar la carroza de su esposa. (6)Todavía en 1709, el gobierno de Hamburgo se vio obligado a señalar por medio de carteles que los cerdos “a menudo retozan aquí y allá por las calles de a montones, algo que no sólo causa mal olor sino que por esta situación podrían surgir fácilmente enfermedades graves y ponzoñosas en esta ciudad populosa”. Se exhortaba a que en el plazo de ocho días los ciudadanos faenaran o vendieran sus cerdos si no querían arriesgarse a sufrir multas elevadas y la incautación de sus animales –que serían entregados a soldados carenciados–.

Los cerdos urbanos están lejos de haberse extinguido, sólo que ahora corretean en otros continentes. Por ejemplo, actualmente viven en La Habana unos sesenta y tres mil cerdos y en Ciudad de México hay más de veintidós mil seiscientos. Por el contrario, los casi sesenta millones de cerdos que se faenan por año en Alemania son prácticamente invisibles. Sólo por las películas conozco los criaderos que tienen miles de animales; y nunca visité un establecimiento de faena, ese lugar que podría completar la genealogía de las instituciones modernas, según lo plantea Foucault para la prisión, el manicomio y el hospital. Tampoco me crucé nunca con los jabalíes que pueblan Berlín, ciudad en la que vivo desde hace más de veinte años; sin embargo, se dice que ahora son más de seis mil los cerdos salvajes que le han hecho merecer el dudoso honor de ser la “capital de los jabalíes”. Desde hace tiempo que las autoridades de la ciudad publican sus propios instructivos en los que se aconseja el trato correcto de los jabalíes en las zonas urbanas: ¡Prohibido alimentarlos!

Los cerdos nos resultan al mismo tiempo cercanos y lejanos. “Me encantan los cerdos”, confesó Cora Stephan en sus Memoiren einer Schweinezüchterin [Memorias de una criadora de cerdos]. “Son excelentes compañeros de hogar. Exploran los bosques en busca de bellotas, hayucos, castañas y hongos. Comen lombrices, gusanos, larvas de insecto y además acaban con ratones y otros roedores. Ponen su magnífico hocico al servicio de la búsqueda de trufas (¡lo justo sería repartir!), y se los puede educar con óptimos resultados para que encuentren estupefacientes o ayuden en la caza. Son tan inteligentes como los delfines y en el amor demuestran ternura, constancia y la suficiente sensibilidad como para no irse con cualquiera. Son juguetones y adictos al placer, insolentes y cariñosos, buenos corredores, excelentes nadadores y serían los mejores amigos del hombre si a este no lo asustara su propia semejanza con el elocuente animal de cerda. En fin, no sería la primera vez que un parecido lleva a una enemistad encarnizada”. (7)

1. George Orwell, Farm der T viere, Berlín, Volk und Welt, 1990, p. 111.

2. Gottfried Benn, Gedichte in der Fassung der Erstdrucke, Fráncfort del Meno, Fischer, 1982, p. 88.

3. Citado según Martin Gilbert, Winston S. Churchill VIII. Never Despair, 1945–1965, Londres, Heinemann, 1988, p. 304.

4. Cf. AA. VV., Fleischatlas 2013. Daten und Fakten über Tiere als Nahrungsmittel, Berlín, Heinrich-Böll-Stiftung, Le Monde Diplomatique, Bund, 2013, p. 13.

5. Ibíd., p. 13.

6. Cf. Hans-Dieter Dannenberg, Schwein haben. Historisches und Histörchen vom Schwein, Jena, Gustav Fischer, 1990, p. 68.

7. Cora Stephan, “Aus den Memoiren einer Schweinezüchterin”, en Die Rübe. Magazin für kulinarische Literatur, cuaderno 2, Zúrich, 1990, p. 117.

Entrada en la casa

Historia de la domesticación

¿Cómo se domesticaron los cerdos salvajes? O dicho más fácil: ¿cómo llegaron a entrar en la casa? Probablemente fue un largo camino: ya la Brehms Tierleben [Vida animal, de Brehm] resaltaba el temperamento tímido, poco apegado de los cerdos:

Prudentes y temerosos, por lo general huyen ante cualquier peligro, pero en cuanto son acosados oponen una valerosa resistencia, e incluso a menudo no dudan en atacar a sus adversarios. Para esto buscan derribarlos y herirlos con sus filosos colmillos y saben utilizar estas temibles armas con tanta habilidad y fuerza tan significativa que pueden volverse muy peligrosos. Todos los jabalíes defienden a sus hembras y sus crías con mucho sacrificio. Ineducables y tercos, no parecen adecuados para una domesticación demasiado compleja, y tampoco puede decirse que sus atributos sean precisamente atractivos. (8)

Contra toda apariencia, sin embargo, la domesticación de los cerdos, que pertenecen al orden de los artiodáctilos y al suborden Suina, se inició hace por lo menos ocho mil años. Según clasificaciones más recientes, los jabalíes salvajes se dividen en treinta y dos subespecies, que a su vez pueden reunirse en tres grupos –siempre en proceso de revisión–: “los auténticos jabalíes (el grupo scrofa), distribuidos en Europa, norte de África y Asia Occidental y Central, los cerdos anillados (el grupo vittatus) distribuidos en Indonesia así como en Japón, China y Siberia Oriental, y los cerdos indios (el grupo cristatus) distribuidos en el subcontinente indio y en Indochina”. (9)Casi todas estas regiones conocen o conocieron formas de coexistencia entre cerdo y hombre. La historia de la domesticación del cerdo salvaje comenzó en diferentes regiones de Asia. Como en el caso de las ovejas y las cabras el proceso de domesticación sólo puede deducirse a partir de una disminución importante del tamaño de los huesos animales. En las excavaciones del yacimiento neolítico de Çayönü (en Anatolia, al pie de las montañas Tauro), aproximadamente la mitad de los huesos de cerdo que se encontraron pudieron asignarse a animales domesticados; también pudo probarse un paulatino comienzo de la crianza de cerdos a inicios del 7000 a.C. en el yacimiento de Jarmo (en las estribaciones de la cordillera del Zagros).

A diferencia de la cría moderna, la domesticación de los animales salvajes casi nunca se produjo de modo planeado o siguiendo una estrategia. Durante mucho tiempo fue el resultado –más o menos casual– del pragmatismo de diferentes medidas que se tomaron para poder criar a los animales: fue un efecto secundario del encierro y de la falta de movimiento, de condiciones limitadas de alimentación o de la matanza preventiva de animales rebeldes y orgullosos que dificultaban un manejo de la piara. Podría describirse la domesticación como una especie de alianza entre animales y hombres en la que se produjo un trueque eficiente: la alimentación y la protección de los enemigos compensaron la perdida parcial de libertad de desplazamiento. No es casual que esta relación nos recuerde el tipo de función de las ciudades tempranas y la dependencia recíproca de los campesinos y los habitantes urbanos, en la que se intercambiaba, por un lado, el producto de la cosecha y, por otro, competencias agrarias, de construcción (muros, canales y sistemas de riego), económicas (graneros, comercio) y militares (instalaciones de defensa).

Algunos animales –por ejemplo, los perros– directamente buscaron la alianza con los hombres, a tal punto que la etología contemporánea se pregunta quién domesticó a quién. Otros animales, por el contrario, no se pudieron domesticar en absoluto, porque morían enseguida en el encierro o dejaban de reproducirse. En el curso del proceso, los bueyes, burros o caballos se convirtieron en valiosas fuerzas de trabajo; las cabras, las ovejas y las vacas brindaron un significativo aporte a la vida común con los hombres en la medida que transforman un alimento indigerible para el estómago humano (como la hierba y el heno) en leche, grasa, manteca, queso o lana. Resulta casi obvio que estos animales sólo se comieran excepcionalmente y en raras ocasiones. Sencillamente, su carne viva era más valiosa que la carne faenada, que además era difícil de conservar. Los cerdos, en cambio, desde un principio fueron criados para su consumo. No servían como animal de tiro ni de carga ni de monta; a lo sumo se los podía usar –cuando no había ni bueyes ni burros disponibles– para trillar en la era. Sin la faena no producían grasa y no daban leche o queso, pero comían los mismos alimentos que los humanos: los cerdos son omnívoros, como los seres humanos. Y no fue raro que este parecido convirtiera la crianza de cerdos en un riesgo económico-alimentario. Pues en tiempos de escasez de alimentos había que asegurarse de que la manutención de los cerdos no le quitara a la mesa de los humanos más de lo que le proporcionaba. Por eso los criadores de cerdos se preocupaban por que sus piaras se alimentaran en los prados y no dependieran tanto de los cubos de alimento que salían de la cocina.

Crianza de cerdos en el antiguo Egipto: mural de la tumba de Ineni, arquitecto tebano que sirvió bajo Amenofis I y Tutmosis I (dinastía XVIII); el látigo de nudos resulta amenazante.

Las dehesas preferidas podían ser bosques caducifolios o mixtos, zonas pantanosas o cañaverales. Es de suponer que, vistas desde esta perspectiva ecológico-alimentaria, las regiones montañosas de la Media Luna Fértil resultaran poco apropiadas. Diferentes eran el sudeste asiático y China, donde el cerdo fue el primer animal aprovechado en la economía doméstica. Como relata Norbert Benecke, los hallazgos más antiguos de huesos de cerdo doméstico provienen de la cultura china Cishan, de hace aproximadamente ocho mil años. Las vacas, ovejas y cabras aparecieron sólo posteriormente, en la cultura Yangshao. En el antiguo Egipto puede observarse la existencia de cerdos domésticos aproximadamente desde el 5000 a.C.; hallazgos de huesos testimonian su propagación en el Alto y el Bajo Egipto. Los cerdos se criaban en grandes piaras –incluso en templos– y por lo menos hasta el florecimiento del Reino Antiguo su consumo era frecuente; en el culto de los muertos, los lechones se usaban como parte del ajuar funerario. Sin embargo, se conocen pocas ilustraciones o menciones de cerdos en documentos de aquella época. La literatura especializada cita una y otra vez algunas excepciones: figurillas prehistóricas de cerdos hechas de arcilla, una escultura animal predinástica de Merimde Beni-Salame (al noroeste de El Cairo, fechada en el 5000 a.C.), que supuestamente representa a un cerdo doméstico o tal vez un jabalí, un mural de la tumba de Kagemni en Saqqara (de la sexta dinastía, hacia 2300 a.C.), que representa a un pastor que alimenta a un lechón dándole en la boca comida que él previamente ha masticado. A un príncipe de El Kab (en el Alto Egipto, ochenta kilómetros al sur de Luxor) se le certifica a comienzos de la dinastía XVIII (hacia 1550 a.C.) el siguiente ganado: ciento veintidós vacas, cien ovejas, mil doscientas cabras y mil quinientos cerdos. Aquí los cerdos tenían la primera posición, algo que confirman los huesos hallados en El Kab, según afirma Joachim Boessneck en su investigación Tierwelt des Alten Ägypten [Mundo animal del antiguo Egipto]. En otras listas, por el contrario, los cerdos casi no aparecen. E incluso cuando un gran supervisor de la casa, bajo Amenofis III –que gobernó de 1388 a.C. a 1351 a.C.– donó para el “templo fúnebre de su rey en Menfis mil cerdos y mil lechones, estos números significan más bien una gran cantidad y no una cifra exacta”, dice Boessneck. Un mural de la dinastía XVIII muestra animales llamativamente flacos, de patas altas, con hocicos largos, orejas erectas, una crin alta en el lomo y una cola enroscada.

Sacrificio de un cerdo joven: tondo de un vaso ático de figuras rojas (hacia 500-510 a.C.).

La contradicción entre frecuentes hallazgos de huesos y escasos testimonios pictóricos o escritos bien puede explicarse por la reputación cada vez más negativa de los cerdos. En el antiguo Egipto era notable una ambivalencia respecto a los cerdos que, sin embargo, no condujo a una prohibición de la carne porcina. Heródoto habla de esta ambivalencia en el libro segundo de sus Historias: