Cicatrices del amor - Vendimia de amor - El hijo secreto del griego - Anne Mather - E-Book

Cicatrices del amor - Vendimia de amor - El hijo secreto del griego E-Book

Anne Mather

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Beschreibung

Isobel conoció al brasileño Alejandro Cabral en una fiesta en Londres. Tras una noche con él, se quedó embarazada y tuvo una hija, Emma.Tres años más tarde, tras recuperarse de un grave accidente de coche y quedarse viudo, Alejandro se enteró de que Isobel tenía una hija y decidió buscarla de nuevo. Para ello urdió un plan para atraerla hasta Brasil…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 420 - julio 2021

 

© 2009 Anne Mather

Cicatrices del amor

Título original: The Brazilian Millionaire’s Love-Child

 

© 2007 Spencer Books Limited

Vendimia de amor

Título original: The Italian Billionaire’s Christmas Miracle

 

© 2009 Natalie Rivers

El hijo secreto del griego

Título original: The Diakos Baby Scandal

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2009, 2009 y 2010

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-949-4

Índice

 

Créditos

Índice

Cicatrices del amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Vendimia de amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

El hijo secreto del griego

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

QUIÉN es ese hombre?

Sonia Leyton se acercó donde Isobel trataba de evitar que uno de los invitados, bastante borracho, echara otra botella de vodka en el ponche y le tocó el brazo.

–¿Quién es? –insistió Sonia–. Venga, tienes que saberlo. Tú lo has invitado.

–No, Julia lo ha invitado –le corrigió Isobel, logrando por fin quitar la botella a Lance Bliss y evitar que convirtiera el ponche ya de por sí cargado en pura dinamita.

–Eres una aburrida –murmuró el hombre, llevándose la botella abierta a la boca y dándole un generoso trago–. Anímate un poco. Esto es una fiesta.

–Pero no un velatorio –le respondió Isobel, consciente de dónde podía llevarle una ingesta tan importante de alcohol–. Si lo llego a saber.

–Aún no me has dicho quién es –protestó Sonia–. Aunque no lo hayas invitado, es tu apartamento. Tienes que saber quiénes son los invitados de Julia.

Isobel dejó escapar un cansado y largo suspiro y miró en la dirección que Sonia le indicaba, aunque no era necesario. Había reparado en el hombre en cuanto Julia le abrió la puerta. Sus miradas se encontraron brevemente, y ella se dijo que su reacción se debía a que el hombre no tenía aspecto británico. Pero lo cierto era que era el hombre más atractivo que había visto jamás.

Alto y moreno, probablemente más joven que Julia, con un pelo liso que le caía por la frente y le cubría el cuello. No sabía de qué color tenía los ojos, pero probablemente también serían negros, complementando las facciones duras y masculinas de su rostro.

En aquel momento el desconocido estaba apoyado con una mano en el alféizar de la ventana mientras en la otra sostenía una botella de cerveza, pero no parecía interesado ni en la cerveza ni en la fiesta, ni tampoco en la mujer que le pasaba un brazo por el hombro con gesto posesivo.

–No sé cómo se llama –dijo Isobel.

–Estoy bastante segura de que lo he visto antes –dijo Sonia decepcionada–. ¿Habrá sido la semana pasada, en la fiesta de los Hampden? –se preguntó en voz alta con gesto pensativo–. Oh, pero fijo que tú no lo sabes. A ti no te gustan las fiestas, ¿verdad?

–Como ésta no, te lo aseguro –respondió Isobel en tono seco, deseando no haber accedido nunca a la petición de Julia de celebrar su fiesta de cumpleaños en su apartamento.

–Bueno, en este caso tendré que ir a averiguarlo personalmente –comentó Sonia buscando un vaso y sirviéndose una generosa ración de ponche–. Hum, ¿no lleva alcohol? Está como aguado.

Isobel no se molestó en responder. Si a Sonia le parecía flojo, era porque estaba acostumbrada a tomar bebidas más fuertes. Y no sólo ella. Un buen número de los invitados parecían bastante borrachos, y quizá los ojos vidriosos y las risas desencajadas no se debieran únicamente al alcohol. La música desde luego estaba mucho más alta. Alguien había cambiado el rock and roll que Julia puso al principio por música rap, y al ver a los invitados moverse en la pista de baile, Isobel se sintió mayor, aunque ni siquiera se había portado de forma promiscua durante su adolescencia.

A pesar de todo, ella tendría que continuar viviendo allí después de la fiesta, y era muy consciente de que sus vecinos no permitirían que la fiesta se desmadrara demasiado. Su vecina de al lado, la señora Lytton Smythe, ya había protestado por los coches que bloqueaban la entrada al garaje, y los dos médicos que ocupaban el apartamento debajo del de Isobel tenían pacientes que atender al día siguiente por la mañana.

Julia le había sugerido que los invitara a la fiesta, pero ella sabía que ninguno de ellos hubiera querido estar en aquel ruidoso y descontrolado acontecimiento.

Con un suspiro, Isobel salió del salón y se dirigió a la cocina. Allí la música no sonaba tan alta. Miró los restos de latas y botellas vacías, y al ver que ya era más de media noche, se preguntó cuándo querría su amiga terminar la fiesta.

Estaba cansada. Llevaba en pie desde las seis y media de la mañana, tratando de terminar un reportaje sobre un famoso maquillador que debía estar en la mesa de su editor a la mañana siguiente. ¿Por qué no habrían dejado la fiesta para el fin de semana?, se dijo. Pero era el treinta cumpleaños de Julia, y no pudo pedirle que lo cambiara de fecha.

Suspiró de nuevo al volverse, y quedó sorprendida al ver en la puerta al hombre por el que le había preguntado Sonia antes. Estaba de pie, apoyado en el marco de la puerta, con unos vaqueros ajustados y una camisa de seda negra.

–Oh –exclamó ella sin saber cómo dirigirse a él. No sabía cómo se llamaba–. Hola, ¿necesita algo?

–Nao quero nada, obrigado –respondió él en tono grave y sensual–. No, no quiero nada –añadió en su idioma con suave acento extranjero–. La buscaba a usted.

–¿A mí?

Nada podía haberla sorprendido más. En general, Isobel tenía poco en común con los amigos de Julia. Julia y ella habían ido juntas a la universidad, pero estuvieron más de cinco años prácticamente sin verse, y cuando Isobel se mudó de nuevo a Londres reanudaron la amistad.

–Sim, a usted –dijo con una sonrisa que daba a sus palabras una intensa carga de intimidad–. Creo que está bastante aburrida con esta gente, igual que yo, ¿no?

Isobel frunció el ceño, pensando que a Julia no le haría ninguna gracia oír lo que acababa de decir. Llevaba toda la fiesta pendiente de él.

–Sólo quería… recoger un poco –dijo por fin, incapaz de creer que hubiera ido a la cocina a verla.

Por su aspecto, no parecía el tipo de hombre interesado en alguien tan normal como ella. Físicamente no estaba mal, pero desde luego no era una rubia de piernas largas y torneadas como Julia ni como Sonia.

–No creo que sea parte del servicio.

–Oh, no –Isobel tuvo que sonreír–. Éste es mi apartamento. Julia, su acompañante…

Le resultó bastante difícil describir su relación con Julia con aquellas palabras. ¿Por qué?, se preguntó, pero no dio con ninguna explicación racional convincente.

–Julia es amiga mía –terminó ella.

–Ah.

El hombre apoyó la cabeza en el marco de la puerta y le estudió con ojos entornados. Isobel vio que sus ojos tenían un cálido tono ámbar y unas pestañas negras y densas que le provocaron un estremecimiento por dentro. Entonces se dio cuenta de que era la primera vez que se sentía atraída por un hombre desde que David la dejó plantada.

El hombre se incorporó y entró en la cocina a dejar la botella de cerveza en la encimera.

–O sea, que usted debe de ser Isobel, ¿no?

–Sí –Isobel inclinó la cabeza, un tanto cohibida–. Isobel Jameson –titubeó un momento–. ¿Y usted es…?

–Me llamo Alejandro. Alejandro Cabral –dijo inclinando ligeramente la cabeza–. Muito prazer.

–Oh, hum, encantada.

A Isobel le sorprendió ver que él se acercaba a ella y le tendía la mano. No estaba acostumbrada a unas presentaciones tan formales, aunque al reconocer algunas palabras en portugués lo achacó al hecho de que debía de vivir en un mundo donde todavía se mantenían las tradiciones formales de otras épocas.

–¿Cómo está? –preguntó ella ofreciéndole la suya, sin poder evitar sentir su cercanía.

–Muy bien, obrigado –respondió él tomándole la mano que le ofrecía y llevándosela a los labios.

Aunque Isobel medio esperaba que le diera un beso en los nudillos, Alejandro le volvió la mano y le depositó un beso en la palma. Por un momento, ella incluso creyó sentir la lengua masculina en su piel, aunque todo el incidente la dejó tan perpleja que bien podía habérselo imaginado.

Habría retirado la mano inmediatamente y se la habría frotado con la tela color crema de los pantalones, como si el beso nunca hubiera ocurrido, pero él no la soltó. En lugar de eso, continuó sosteniéndole la mano y mirándola intensamente a los ojos, desconcertándola por completo.

–Señor Cabral… –Isobel tenía la boca seca.

–Puede llamarme Alejandro –le interrumpió él con la voz ronca–, siempre y cuando me permita llamarle a usted Isobel. Es un nombre precioso. Mi abuela se llama Isobella, un nombre muy común en mi país.

Isobel se humedeció los labios secos con la lengua, moviendo la cabeza entre perpleja y frustrada. No sabía dónde había aprendido aquel hombre sus dotes de seducción, pero desde luego no en Inglaterra. Supuso que tendría unos veinticinco o veintiséis años, y ella estaba a punto de cumplir treinta. Sin embargo, Alejandro le hacía sentirse inexperta y perdida.

–Puedes llamarme como quieras, Alejandro –dijo ella tuteándolo–, siempre y cuando me sueltes la mano –Isobel logró retirar la mano y forzó una sonrisa–. Supongo que no estás disfrutando de la fiesta, ¿no?

Él se encogió de hombros.

–¿Y tú? –preguntó él, sin hacer amago de separarse un poco–. ¿Por eso te escondes aquí?

–No me escondo –le aseguró ella con firmeza–. Si así fuera, diría que no lo estoy haciendo muy bien.

Alejandro la contemplaba con los ojos entrecerrados.

–Podríamos escondernos juntos –sugirió, estirando una mano y recorriendo con el dedo la curva del rostro femenino, desde el labio a la mandíbula–. ¿Te gustaría?

Involuntariamente, Isobel dio un paso atrás.

–No, no me gustaría –exclamó, impaciente con la situación y con su propia reacción.

A ella no le interesaban las relaciones de una noche. Que Julia se ocupara de satisfacerlo si quería, porque ella no tenía el menor deseo de liarse con nadie.

Al retroceder, Isobel tropezó con una caja vacía de cervezas en el suelo detrás de ella y, a punto de perder el equilibrio, intentó sujetarse a la encimera. Al hacerlo rozó sin querer los músculos firmes del torso masculino y al instante notó la misma oleada de calor que antes. En lugar de dejarse ayudar por él, se apresuró a apartarse.

–Creo que será mejor que vuelva la fiesta, señor Cabral –dijo ella, tratándolo de nuevo con más formalidad, para poner distancia entre ambos–. Estoy segura de que Julia debe de estar buscándolo.

–¿Y eso es importante? –preguntó él en un tono más íntimo todavía.

–Seguramente es muy importante para Julia –repuso Isobel quizá un poco demasiado tensa. Y quizá para relajar la situación, añadió–: Supongo que tienen muchas fiestas en Portugal.

–No, no soy portugués, soy brasileño –le informó él.

Isobel abrió la boca y por un momento se olvidó del tobillo, de la caja de cerveza y del equilibrio y con los ojos de par en par exclamó:

–¡Oh! ¡Qué fascinante! Siempre he querido viajar a Sudamérica. ¿Qué hace aquí, trabaja en publicidad?

–Nao, la publicidad no es lo mío.

–Ya –dijo Isobel, aunque para sus adentros pensó que era una lástima. Se lo imaginaba perfectamente saliendo con el torso desnudo de entre las olas del océano anunciando alguna colonia masculina–. ¿Y… a qué se dedica? –continuó ella, temiendo por un momento que le leyera el pensamiento–. ¿Está aquí de vacaciones?

–¿En el mes de noviembre? –se burló él–. No, no lo creo.

–Ah…

Bueno, tampoco le interesaba mucho, se dijo Isobel, sujetando la botella de cerveza que él había dejado en la mesa para tirarla. Pero la botella estaba medio llena y el líquido ámbar le empapó la blusa.

–¡Maldita sea! –exclamó–. Tenía que haberme dicho que no estaba vacía.

–Lo siento muchísimo –dijo Alejandro quitándole la botella de la mano y terminando de vaciarla en el fregadero. Después la miró a ella, primero a la cara y después a la tela húmeda que se le pegaba al cuerpo y marcaba el delicado encaje del sujetador–. Por favor, déjeme ayudarla. Le quitaré la blusa –dijo, moviendo los dedos hacia los botones.

Isobel lo miró incrédula y le apartó la mano.

–¿Qué hace? –protestó–. ¿Y si entra alguien?

Alejandro curvó los labios en una sensual sonrisa, y obedientemente apartó las manos y las apoyó en los hombros femeninos.

–¿Es el único motivo por el que quiere que me detenga? –preguntó mirándola a los ojos.

Isobel se dio cuenta de que estaba temblando, y eso la enfureció. Por el amor de Dios, ¿qué le pasaba? Ni siquiera cuando empezó a salir con David se sintió tan vulnerable. Ni tan excitada, reconoció.

–Será mejor que me suelte, señor Cabral –dijo poniéndose seria–. Me temo que se ha llevado una impresión equivocada.

–¿Y si no quiero? –murmuró él metiéndole los pulgares por el escote de la blusa.

–No creo que eso importe mucho –le espetó ella, negándose a dejarle ver lo mucho que la afectada–. No sé qué le habrá dicho Julia de mí, pero el sexo por el sexo no me interesa.

Eso pareció sorprender al hombre, pero no la soltó.

–A mí tampoco –le informó él–. Y Julia no me ha dicho nada de usted. Por muy sorprendente que parezca.

Isobel se ruborizó.

–Sólo quería decir…

–Sé lo que quería decir, querida –dijo él clavándole los ojos en la cara–. Pero no creo que sea virgen, ¿no?

Los dedos masculinos la apretaron un poco más, y ella contuvo el aliento.

–Estoy divorciada –le dijo ella–. Ahora por favor, suélteme.

–¿Le he ofendido? –preguntó él–. No era mi intención.

–¿No? –preguntó Isobel, pero en aquel momento lo que más le preocupaba era poner cierta distancia entre ellos. Sentir el aliento cálido del hombre en la sien y los dedos clavados en la carne la ponían en una situación demasiado vulnerable–. Sea lo que sea, no me interesa adular su vanidad.

–¿Mi vanidad? –repitió él divertido, sin soltarla–. ¿O sea, que cree conocerme?

–Creo que tiene demasiada seguridad en sí mismo –afirmó ella–. Pero tampoco creo que sea virgen.

Al oírla Alejandro sonrió dejando al descubierto una hilera de dientes blancos bajo el sensual contorno de los labios.

–Eso lo ha adivinado. Me he acostado con mujeres, sí. ¿Quiere saber cuántas?

–¡No! –repuso ella horrorizada.

–Me lo imaginaba –dijo él, y sin más bajó la cabeza y le atrapó el labio inferior con los dientes.

La mordisqueó despacio, y la sensación fue más de placer que de dolor. Con la lengua le acarició la boca, en una exploración erótica e inmensamente sensual, y después le cubrió la boca con la suya y le deslizó la lengua entre los dientes.

Deslizó una mano por el cuello femenino, e Isobel notó cómo los dedos le soltaban el pelo que llevaba recogido en un moño. Los mechones sedosos cayeron sobre sus hombros y él emitió un sonido que era una mezcla de triunfo y satisfacción.

Aquello no podía estar pasando, se dijo Isobel. David siempre le decía que era frígida, pero en brazos de Alejandro notaba cómo le ardía la sangre en las venas de deseo y excitación.

Él se movió, apretándola contra la encimera, pegando el cuerpo duro y firme contra el suyo. El beso se hizo más intenso y él, sujetándola por las caderas, la pegó plenamente contra él, mostrándole cómo la deseaba.

–¿Se puede saber qué narices estáis haciendo?

Isobel oyó la exclamación como a lo lejos, pero su significado no quedó claro hasta que unas uñas afiladas se le clavaron en el brazo y alguien la apartó de Alejandro.

Entonces vio a Julia, y sintió una inmensa vergüenza. Sí, sin duda acababa de perder el juicio por completo.

–Julia –dijo volviéndose hacia ella–. No es lo que crees.

–¿Ah, no? –Julia no parecía muy convencida–. ¡Cielos, tienes la blusa empapada!

–Es cerveza –reconoció Isobel–. Me la he tirado por encima sin querer.

–Y por lo visto no es lo único –repuso Julia con amargura–. Creía que éramos amigas, Issy.

–Lo somos…

–¿Estás borracha o que? Dios, ¿es que no hay bastantes hombres en la fiesta para que tengas que tirarle los tejos a mi pareja?

–Julia…

Alejandro había escuchado la conversación en silencio, pero ahora intervino.

–He venido a la fiesta solo, Julia –le dijo con frialdad–. Yo seré muchas cosas, pero no soy tu pareja.

–Por favor…

Isobel intentó de nuevo intervenir, pero no se atrevió a mirar a Alejandro. A pesar de todo, se dio cuenta de lo quieto que estaba, de que se había metido las manos de dedos largos en los bolsillos de atrás de los vaqueros.

–¡Hemos venido juntos! –exclamó Julia mirando a Alejandro–. No estarías aquí si yo no te hubiera invitado.

–No sabía que la invitación incluía ningún tipo de compromiso por mi parte –repuso él–. Te estás poniendo en ridículo, Julia. No necesito tu permiso para hablar con la señorita Jameson.

–¿Hablar? ¿A eso llamas hablar? ¡Cuando he entrado, le tenías la lengua metida hasta la garganta!

–¿Y eso qué tiene que ver contigo? –dijo él–. Será mejor que nos dejes, Julia. No necesitamos carabina, ya somos mayorcitos.

–Hum, quizá será mejor que el señor Cabral se vaya –dijo Isobel sin mirarlo–. Se está haciendo tarde.

Isobel oyó su brusca inhalación de aire al oírla.

–¡No puedes decirlo en serio! –exclamó él con dureza.

–Claro que sí –intervino Julia sin darle tiempo a responder–. Eso es lo que quiere decir exactamente –añadió con aire triunfal–. Adiós, Alex. Te veré la semana que viene.

Los ojos de Isobel pasaron del rostro de Julia al de Alejandro. ¿Qué significaba eso?

Pero él ya se dirigía hacia la puerta, y por un momento ella pensó que se marcharía sin decir nada.

Sin embargo, al llegar a la puerta se detuvo y sujetó el marco con la mano.

–Esto no ha terminado, Isobel –le informó en voz baja, aunque ella no supo si era una promesa o una amenaza–. Volto mais tarde.

¿Y qué narices significaba eso?, pensó ella.

–Boa noite, señoras. Buenas noches.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

TRAS la partida de Alejandro, en la cocina se hizo un tenso silencio. Por fin Julia dijo:

–No ha estado mal, ¿eh?

Isobel apretó los labios.

–Prefiero no hablar de ello, si no te importa –dijo, y echó una ojeada al reloj–. Es tarde, y quizá sería una buena idea poner punto final a la fiesta. Ya son más de la una y…

–¿No lo dirás en serio? –Julia la miró boquiabierta–. Issy, la fiesta acaba de empezar. Oye, porque hayas perdido la cabeza y hayas querido enrollarte con Alex, no voy a enfadarme contigo. Somos amigas desde hace mucho…

Isobel levantó una mano para interrumpirla.

–¿De qué lo conoces? ¿Y por qué has quedado con él la semana que viene?

–Oh –Julia sonrió con altivez–. ¿No te lo ha dicho? Oh, seguro que no ha podido. En la agencia estamos haciendo unos trabajos de publicidad para su empresa, una empresa bastante importante en Sudamérica. Quieren entrar en el mercado europeo y nos han elegido para promocionarlos aquí.

–Oh, ya veo.

–Sí, nuestro Alex es un tipo importante, Issy. Por eso me ha molestado tanto verlo contigo.

–¿De verdad?

Isobel no la creyó, pero Julia continuó:

–En serio, Issy. La primera sorprendida cuando aceptó la invitación fui yo. Supongo que debía de estar aburrido. Los tíos como él no acostumbran a pasearse por los barrios pobres.

Isobel le dio la espalda y empezó a recoger latas vacías esparcidas por toda la cocina, tentada a decirle que ella no vivía en un barrio pobre, pero no quiso darle la oportunidad de ponerse paternalista con ella. Además, si Alejandro tenía tanto dinero como Julia decía, probablemente su amiga tenía razón. Alejandro Cabral no se relacionaba con la gente normal y corriente.

–Bueno, que se haya ido no quiere decir que tengamos que terminar la fiesta –continuó Julia al ver que Isobel no respondía–. Una hora más, Issy, por favor, sólo una hora más y me los llevaré a todos de aquí. Te lo prometo.

 

 

Alejandro volvió a su hotel caminando.

A pesar de estar en noviembre, no era una noche fría. Afortunadamente, porque con las prisas se había dejado la cazadora de piel en casa de Isobel.

No lo había hecho a propósito, se aseguró. Cuando ella lo invitó a marcharse se puso tan furioso que lo único que quería era salir de allí.

Ahora la idea de volver a verla lo intrigaba. Recordó su dulzura antes que llegara la interrupción de Julia, la suavidad de su piel, la inesperada provocación de su boca.

Desde luego era diferente a las demás mujeres de la fiesta.

Sobre todo a Julia…

Alejandro torció los labios. Cuando le invitó a la fiesta, pensó en declinar la invitación. Aunque trabajaba con la agencia de publicidad, no tenía la costumbre de mezclar el trabajo con el placer, pero ella insistió tanto que al final aceptó. A fin de cuentas, y a pesar de los deseos de sus padres, no tenía ningún compromiso serio con nadie.

Frunció el ceño. En aquel momento no quería pensar en Miranda, y menos cuando tenía el recuerdo de Isobel tan presente. ¿Qué edad tendría?, se preguntó. La misma que él, se dijo, pero parecía más joven. Parecía increíble, pero ya había estado casada y estaba divorciada, a pesar de parecer tan inocente. Quería volver a verla, sí. ¿Querría ella verle a él?

Al día siguiente cuando pasó por su apartamento ella no estaba. Su vecina, una mujer mayor que hablaba por los codos, salió del apartamento contiguo.

–¿Busca a la señora Jameson? –quiso saber la mujer–. No está aquí, aunque no sé cómo piensa trabajar hoy después de no dormir en toda la noche. Nosotros desde luego no pegamos ojo.

–Ah.

Alejandro empezó a entender la reacción de la vecina.

–¿Estuvo usted en la fiesta? –continuó ella–. No, supongo que no. De haber estado seguramente estaría durmiendo.

Alejandro no se molestó en corregirla.

–Ha dicho «señora Jameson», señora. Tenía entendido que estaba divorciada.

–Sí, así es, o al menos eso fue lo que dijo al propietario cuando alquiló el apartamento.

–Ya veo –dijo Alejandro, sin mostrar su alivio–. Bien, volveré más tarde, cuando la señora Jameson esté en casa.

–¿Es amigo suyo? –preguntó la mujer, y una vez más Alejandro tuvo que refrenar su impaciencia–. ¿Quién debo decir que ha venido?

–Mi nombre es Cabral –respondió él, no tanto para satisfacer la curiosidad de la mujer, sino para que Isobel no creyera que estaba merodeando por su casa–. Gracias y perdone por las molestias, señora… señora…

–Lytton-Smythe –dijo la mujer–. ¿También trabaja para su tío?

Alejandro titubeó.

–¿Su tío?

–Samuel Armstrong –dijo ella–. Publica revistas o algo así. La señora Jameson siempre está viajando, haciendo entrevistas a gente famosa y escribiendo artículos para él.

–¿Sí? –Alejandro estaba impresionado.

–Sí –ahora la mujer parecía más reticente, como si se arrepintiera de haber hablado demasiado–. Supongo que debe de ser muy lista, la verdad, aunque trabaje para su tío.

Alejandro le agradeció la información. Por lo menos ahora sabía que había una forma alternativa para recuperar su cazadora, se dijo, pero eso no cambió el hecho de que seguía queriendo volver a ver a Isobel.

 

 

Cuando regresó a su apartamento, Isobel estaba exhausta. Había logrado terminar el artículo sobre el maquillador después de la fiesta, pero los invitados de Julia no terminaron de irse hasta más de dos horas después de la partida de Alejandro Cabral. Julia, por su parte, había dejado la fiesta media hora antes acompañada de un hombre y dejando a su amiga sola para ocuparse de los más borrachos y de limpiarlo todo.

Por eso, cuando Isobel llegó a casa por la tarde, todavía le quedaba por enfrentarse con parte de los restos de la fiesta. Lo primero que hizo fue abrir todas las ventanas para ventilar el apartamento y eliminar el olor a tabaco y cerveza. También había marcas en el suelo, y quemaduras de cigarrillos en el brazo de uno de los sofás, pero era consciente de que podía haber sido mucho peor.

Le llevó más de media hora terminar de recoger las latas y ceniceros esparcidos por todo el salón, y al final se preparó un café.

Con la taza en la mano, se sentó en el salón. Todavía le quedaba pasar la aspiradora y fregar el suelo, pero lo peor había terminado.

Poco después sonó el timbre de la puerta, y sintió la tentación de ignorarlo. Probablemente sería su vecina para quejarse de los ruidos de la noche anterior. Ya había tenido que disculparse con sus vecinos los médicos, con los que se había encontrado al ir a trabajar. Afortunadamente se habían mostrado muy comprensivos, probablemente no como la señora Lytton-Smythe.

Dejó la taza en la mesa de centro junto al sofá y, descalza como estaba, fue a abrir.

Pero no era la señora Lytton-Smythe.

–Oh –dijo al ver al hombre apoyado con el hombro casualmente contra la pared del pasillo. Sin darse cuenta, se llevó la mano al estómago tratando de controlar la mezcla de emociones que la embargó–. Hola.

–Hola –le saludó él, su voz tan sensual y melosa como la melaza, con el suave acento brasileño que lo caracterizaba–. ¿Molesto? –preguntó él al ver su confusión.

–Hum, no, no –balbuceó ella–. A… acabo de llegar –dijo recordando el desorden del salón. No podía invitarlo a pasar–. ¿Quiere entrar?

Entrar en su apartamento tenía su atractivo, sin duda, pero sujetarla por los hombros y tomarle la boca con la suya, pegarla a su cuerpo y sentir la sensual reacción del cuerpo femenino era mucho mejor.

Alejandro sacudió la cabeza. Aquello no tenía que estar pasando. Cierto, se sintió atraído por ella la noche anterior, pero no pensaba continuar con aquello. Quería volver a verla, sí, pero no esperaba aquella urgente necesidad de tocarla. Por el amor de Dios, ¿qué le pasaba?

Isobel interpretó el gesto como una negativa.

–Está bien –dijo tensa, sin entenderlo–. ¿En qué puedo ayudarle?

–No, no me refería a eso –se apresuró a disculparse Alejandro–. Sí, me gustaría mucho entrar.

–Oh. Vale –Isobel se hizo a un lado y señaló con la mano hacia el salón–. Seguro que recuerda el camino.

Alejandro entró en el pequeño vestíbulo, que inmediatamente se empequeñeció con él. Isobel, al sentir otra vez la cercanía del cuerpo viril y musculoso, pensó que debía de estar loca. ¿Por qué lo había invitado a entrar?

Cuando él la miró desde su altura, se quedó sin respiración.

–Usted primero –dijo él.

Por un momento aquellas palabras sonaron absurdamente sensuales, hasta que ella se dio cuenta de que no era más que una cortesía. Isobel logró cerrar la puerta e ir hacia el salón, totalmente consciente de los ojos ámbar de Alejandro clavados en ella.

–Como ve –dijo cuando él se detuvo en la entrada, mirando a su alrededor con interés–, aún no he tenido tiempo de reparar los daños.

Alejandro se encogió de hombros. Llevaba unos vaqueros negros y un jersey verde con capucha y el logotipo de un club deportivo.

–No he venido a comprobar cómo estaba el apartamento. Parece cansada –dijo él–. ¿No ha dormido?

Isobel dejó escapar un suspiro.

–Oh, gracias a Dios –respondió ella con el mismo sarcasmo–. No sabe lo que me consuela.

–No le estaba criticando, querida –dijo Alejandro caminando hacia ella y cerrando el espacio entre ellos.

Estiró una mano y suavizó con el pulgar las ojeras que se le dibujaban bajo los ojos femeninos. Isobel parpadeó rápidamente, y sintió cómo se le hundía el estómago al sentir la intimidad de la caricia. Él curvó los labios en una sonrisa.

–Relájese, pequeña. A juzgar por lo que me ha dicho su vecina, la señora Smith…

–Lytton-Smythe –le corrigió ella.

–Sí, la buena señora Smith –continuó él ignorando la corrección–. Me ha dicho que ninguno de los vecinos ha podido pegar ojo.

–¿Conoce a mi vecina? –preguntó ella retrocediendo un par de pasos–. ¿Ha estado hablando con ella?

–Esta mañana –le informó Alejandro, y miró a su alrededor–. Es un salón precioso –después la miró a la cara–. Seguro que a su ex marido no le hizo mucha gracia tener que marcharse.

–Nunca vivió aquí –se apresuró a corregirle ella–. Vivíamos en… en otro sitio.

–Pero ¿no quiere decirme dónde? –preguntó él–. Supongo que el recuerdo todavía es muy doloroso.

–Ya no –de eso Isobel estaba totalmente segura.

–¿Hubo otra mujer?

Estaba claro que Alejandro Cabral era un hombre muy insistente, e Isobel apretó los labios.

–No –repuso con sequedad–. Oiga, ¿no podemos hablar de otra cosa? Eso pasó hace mucho tiempo.

Alejandro dio otro paso hacia ella y esta vez, cuando ella retrocedió, sintió el frío de la pared en la espalda.

–Dígame, ¿sigue viendo a ese hombre?

–¿Qué hombre? –Isobel lo miró sin comprender.

–Si no hubo otra mujer, tuvo que haber otro hombre –continuó él alzando una mano que apoyó en la pared junto a la cabeza femenina–. Quiero saber si todavía está con él.

–No –Isobel lanzó una mano, como si quisiera apartarlo–. Quiero decir, sí. Hubo otro hombre. Ahora, por favor, ¿podemos hablar de otra cosa?

–No ha respondido mi pregunta –dijo él mirándola con curiosidad–. ¿Dónde está el hombre que le convenció para romper sus votos matrimoniales?

–¿Que me convenció…?

Isobel no podía permitir que creyera que había sido ella la causante de la ruptura.

–Yo no me lié con ningún otro hombre. Fue él, mi marido. Pero todo eso pasó hace mucho tiempo. Por favor, preferiría que lo olvidara. Yo lo he hecho.

Alejandro frunció el ceño, furioso, sin poder entender que otro hombre le hubiera podido hacer tanto daño. Mirando las mejillas sonrosadas de Isobel, deseó besarla. Sólo el recuerdo de la pasión compartida la noche anterior y su propia falta de control lo reprimió.

A pesar de todo, no pudo evitar tocarla y, alzando la mano libre, recorrió con un dedo la curva desde el pómulo a la mandíbula. La notó tensarse bajo su piel, y sintió el pulso que latía más abajo del lóbulo de la oreja. Quiso sentir la fuente de aquella palpitación, deslizar la mano bajo la camiseta y acariciarle los senos.

–Por favor… no sé a qué ha venido, señor Cabral, pero creo que debe irse.

–No lo dice en serio –dijo él, haciendo caso omiso de sus palabras–. Estamos empezando a conocernos, ¿no? –susurró mirándole la boca.

–En ese caso, ¿por qué no se sienta? –se apresuró a decir ella, que por encima de todo tenía que apartarse de él–. ¿Le apetece tomar algo, un café, un refresco?

–No quiero beber nada –dijo él con impaciencia, resistiendo el impulso de decirle con su cuerpo qué era lo que le apetecía. Apoyó la mano en su hombro, y con el pulgar acarició la tela de la camiseta que lo cubría–. Es una contradicción, querida. Ha estado casada y divorciada, ¿no? Reconoce que su marido le engañó, y sin embargo parece… intacta –torció los labios–. ¿Qué clase de mujer es?

En aquel momento, una mujer desesperada, pensó Isobel. Alejandro pensaba que parecía intacta. Tragó saliva. En cierto modo quizá tuviera razón. En las pocas ocasiones se mantuvo relaciones sexuales con David, tuvo que ocultar el hecho de que no había sentido nada. Desde luego nada parecido a lo que sentía ahora. ¿Por eso nunca sospechó que David tenía otro amante? ¿Y por qué hasta el divorcio no supo la verdad?

Pero Alejandro estaba esperando su respuesta.

–En este momento estoy muy confusa, me temo –dijo ella, y se mordió el labio–. Estoy segura de que tiene usted mucha más experiencia que yo, señor Cabral. ¿Eso es lo que quiere demostrar?

–¡No! –exclamó él con impaciencia–. Quería volver a verla, Isobel. ¿Tan difícil es de creer?

–Pues, sí, la verdad –dijo Isobel, que por encima de todo quería que él siguiera hablando–. Estoy segura de que no soy de la clase de mujer con la que se ve normalmente.

En eso tenía razón, pero Alejandro no estaba dispuesto a reconocerlo. En cualquier caso, ella lo intrigaba, y eso para él era una novedad.

Bajó los ojos hasta los senos femeninos, que subían y bajaban al ritmo frenético de su respiración, y sus vaqueros se tensaron al instante. Los senos femeninos eran llenos y redondos, y se alzaban erguidos contra el tejido de la camiseta. ¿Estaba excitada, o tenía miedo?

–¿Le asusto? –preguntó él bruscamente, –No –negó ella con rotundidad–, pero me gustaría saber por qué ha venido. Anoche le dije que no estaba interesada en…

–Sexo por sexo –dijo él, bajando la cabeza y hablándole prácticamente al oído–. ¿Acaso he dicho que eso es lo que quiero? –esbozó una sonrisa–. Oh, señora Jameson, cualquiera diría que no piensa usted en otra cosa.

Isobel decidió que ya había tenido bastante. Levantando ambas manos, las apoyó en el pecho masculino y lo empujó, haciéndole perder el equilibrio. Después se protegió detrás del sofá.

Pero no fue lo bastante rápida.

La mano masculina le sujetó por la muñeca y tiró de ella, pegándola de nuevo a él. Y no sólo a su pecho, se dio cuenta ella al sentir la presión de la erección masculina contra el vientre.

Pero todo aquello ocurrió de forma casi subliminal. Conscientemente, Isobel se vio ahogándose en el inesperado fuego de sus ojos, un fuego que se extendió por todo su cuerpo. Se sintió como consumida, en cuerpo y alma.

–Querida…

La palabra escapó como un suspiro de los labios de Alejandro, que le sujetó la nuca con la mano y volvió la cara hacia él.

–No me digas que no quieres que te bese. Creo que lo quieres tanto como yo.

Y le tomó la boca con la suya. Los labios femeninos se abrieron bajo él, mientras él le hundía los dedos entre los mechones de pelo. Un deseo ardiente y electrizante se apoderó de sus sentidos. Era como una llama que iba recorriéndole las venas al ritmo que marcaba con la lengua dentro de su boca.

Aquello no debía estar sucediendo, se dijo Alejandro, y sin embargo no pudo evitar abrazarla aún con más fuerza. Con una mano le acarició la columna vertebral y llegó hasta las nalgas. Sosteniéndola con la mano, la alzó ligeramente contra él, e Isobel fue consciente de lo que estaba ocurriendo. Casi a su pesar, Alejandro se había rendido a un deseo más fuerte que su voluntad.

Entonces sonó el timbre de la puerta.

–¡Cristo! –exclamó irritado, enterrando la cara en el hueco de la garganta femenina–. No te muevas –gimió–. Por favor, Isobella, no contestes.

–Tengo que abrir.

Isobel ya se había apartado de él y se estaba bajando la camiseta. Con mano temblorosa, se echó el pelo hacia atrás. La voz también le temblaba, pero era firme. Le gustara o no, iba a abrir la puerta.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

QUÉ TAL la fiesta?

A la mañana siguiente sonó el teléfono. Isobel medio esperaba que fuera Alejandro. Había encontrado la cazadora de piel que dejó el día anterior, y aunque sospechaba que era la verdadera razón de su visita, necesitaba desesperadamente hablar con él.

Pero era su tía Olivia.

Sus tíos Samuel y Olivia se convirtieron en sus tutores legales tras el fallecimiento de sus padres en un accidente de esquí en los Alpes austríacos, cuando ella tenía cinco años, y los quería como si fueran sus padres.

–Hum, no estuvo mal –respondió ella, aunque Olivia detectó la falta de entusiasmo en su voz.

–Ya te lo advertí, Belle –dijo la mujer–. Esa gente con la que anda ahora Julia no son como tú. ¿Qué pasó? ¿Hubo drogas? ¿Bebieron mucho?

–No –al menos eso esperaba, se corrigió Isobel–. No, sólo que se alargó demasiado.

–Hum –su tía no parecía convencida–. Bueno, ahora ya está, y supongo que no ha habido daños irreparables.

–No, nada irreparable –dijo Isobel, preguntándose qué diría su tía si le contara lo que había estado a punto de pasar la tarde anterior, de no ser por la interrupción de su vecina.

–Bueno, ¿cuándo te veremos? –estaba diciendo Olivia–. Hace mucho tiempo que no pasas un fin de semana con nosotros.

Sus tíos tenían una pequeña finca en Villiers, un pueblo en el condado de Wiltshire. Su tío, propietario de una editorial de revistas, viajaba a Londres un par de veces a la semana para reunirse con sus directores, mientras su tía se dedicaba a criar caballos y perros. Villiers fue el hogar de Isobel hasta que fue a estudiar a la Universidad de Warwick y conoció a David Taylor, con quien se casó en cuanto terminó la licenciatura.

–Eso es porque el tío Sam me tiene muy ocupada –respondió ella, alegrándose de hablar de su trabajo y no de su vida personal. Le gustaba entrevistar a gente y agradecía la confianza que su tío había depositado en ella.

Cuando se matriculó en la universidad, lo hizo con la intención de obtener una licenciatura en Periodismo y trabajar en algún periódico de tirada nacional, con la ilusión de convertirse en corresponsal de guerra.

Pero cuando conoció a David, uno de sus profesores, todo eso cambió, y ella se dijo que era feliz estando con él y trabajando como ayudante de documentación hasta que tuvieran hijos.

Por supuesto aquello nunca llegó. Dos años después de su boda, Isobel se encontró sola y perdida. Con retraso logró su trabajo como periodista, pero no el que había imaginado.

–Entonces le diré a Sam que deje de mandarte de la Ceca a la Meca –dijo Olivia enfadada–. Ya es hora de que encuentres a un hombre decente y vuelvas a casarte.

–Ya lo he hecho, y no, gracias, no pienso repetir –exclamó Isobel al instante.

Aunque habían pasado seis años desde el divorcio, no tenía ningún deseo de establecer ningún tipo de relación sentimental. Le gustaba su vida, le gustaba su independencia, y que hubiera estado a punto de sucumbir a un momento de locura la tarde anterior…

–¿Seguro que no has conocido a nadie? –insistió su tía Olivia, que a veces podía ser muy perspicaz.

–No –dijo Isobel sentándose en el brazo del sofá–. Bueno, ¿qué tal va todo por ahí? ¿Ya ha nacido el potrillo de Villette?

–Eh, tengo la sospecha de que estás intentando cambiar de conversación, Belle, pero te lo perdono –dijo Olivia–. Venga, ¿por qué no vienes a vernos este fin de semana? Los Aitken dan una cena para celebrar el cumpleaños de Lucinda, y estarían encantados de que vinieras.

Isobel se mordió el labio. Aparte de que no tenía nada en común con Lucinda Aitken, su hermano Tony estaría allí, y sabía que sus tíos hacía tiempo que albergaban esperanzas de que se casara con él.

–No estoy muy segura –respondió Isobel–. A lo mejor voy el domingo, a pasar el día.

Olivia suspiró decepcionada.

–Supongo que me tendré que conformar con lo que sea –dijo la mujer con toda franqueza–. ¿Por qué no lo piensas, querida? Llámame mañana, ¿vale? A lo mejor puedes venir.

Pero Isobel no podía enfrentarse a Tony aquel fin de semana.

–Vale, lo pensaré –dijo por fin.

–Bien –Olivia sonaba mucho más optimista–. Sé que lo intentarás. Oh, y para tu información, Villete ha tenido un potrillo negro precioso. De momento le hemos llamado Río, pero puedes elegir otro nombre cuando lo veas.

¡Río!

¿Es que no podía escapar de todo lo brasileño?

–Tengo muchas ganas de verlo –dijo Isobel con una sonrisa en los labios, y cuando colgó el teléfono supo que era muy cierto.

 

 

Después de la reunión, al ver que llovía, Alejandro frunció el ceño. Dado que era hora punta en Londres, no había taxis libres, por lo que subiéndose el collar de la chaqueta de mohair se dirigió al metro más cercano. Podía haber pedido que le recogiera un coche de la empresa, pero no estaba acostumbrado a tanta inactividad. En Brasil, caminaba, nadaba y navegaba prácticamente todos los días, y cuando quería más tranquilidad se dirigía a la hacienda que su familia poseía al norte de Río de Janeiro.

No estaba de muy buen humor. De hecho, no lo estaba desde que salió del apartamento de Isobel por segunda vez en estado de pura frustración.

Podía haber vuelto de nuevo más tarde, pensó, pero su orgullo no se lo permitió, y se consoló diciéndose que las mujeres con las que se relacionaba normalmente nunca invitarían a un hombre a entrar en su apartamento, al menos estando solas. Y mucho menos tras un comportamiento como el suyo la primera vez. Pero ella lo había invitado y ahora estaba pagando por ello.

Alejandro sacudió la cabeza, impaciente consigo mismo, e impaciente con el tiempo. Cuanto antes regresara a Río de Janeiro mejor.

Y a Miranda, aunque eso era lo que menos le apetecía. La joven le caía bien, desde luego. Prácticamente habían crecido juntos, pero a él no le gustaban las compañías que ella frecuentaba en la actualidad. Y además sus padres esperaban demasiado de lo que era, básicamente, una amistad. Esperaban un anuncio de compromiso, pero se iban a llevar una gran decepción.

Consultó el mapa del metro y vio que el apartamento de Isobel estaba sólo a un par de estaciones.

Exhaló profundamente. Vale, ¿por qué no aprovechar la oportunidad para ir a recoger su cazadora?, se dijo. Dentro de unos días regresaba a Brasil, y quizá aquélla fuera la última vez.

Media hora más tarde subía las escaleras del apartamento de Isobel, con la chaqueta empapada y los mocasines totalmente encharcados.

Llamó al timbre y la espera se le hizo eterna, sobre todo comparado con la rapidez con que respondió a la llamada de su vecina el día anterior. Pero por fin la puerta se abrió unos centímetros y Alejandro vio el cuerpo de Isobel medio oculto tras la misma, cubierto tan sólo con un albornoz.

Probablemente acababa de salir de la ducha. Tenía las mejillas encendidas y el pelo húmedo le caía sobre los hombros.

Por el momento, Isobel se le quedó mirando, incapaz de reaccionar. De lo único que era consciente era de que debajo del albornoz estaba desnuda, y de las gotas de agua que le bajaban por el cuello.

–Estaba en la ducha –balbuceó por fin, y Alejandro asintió.

–Ya lo veo. ¿Vengo en un mal momento?

«¿Tú qué crees?», le hubiera podido responder ella, pero no lo hizo. Se pasó la lengua por el labio superior y encogió levemente los hombros.

–Supongo que vienes a buscar la cazadora –dijo ella, pensando que de nada serviría imaginar que tenía otro motivo.

Aquella tarde iba vestido más formalmente, con un elegante traje de mohair, aunque la chaqueta estaba totalmente empapada. Al igual que el pelo, que llevaba pegado a la cabeza por el agua.

–¿La has encontrado? –preguntó él con su voz grave.

–Claro, no era difícil –respondió ella casi sin respiración.

Alejandro inclinó la cabeza.

–Claro –hizo una pausa–. ¿Estás bien?

–Con un poco de frío –reconoció Isobel, dándose cuenta de que no podía ir a buscar la chaqueta y dejarlo plantado en el pasillo–. Supongo que será mejor que entres –murmuró por fin.

–¿Estás segura?

Alejandro era el que no estaba seguro de lo que hacía, pero aceptó la invitación.

–¿Por qué no? –preguntó Isobel, y dejando la puerta abierta, volvió con pasos rápidos hacia el salón–. Cierra la puerta, ¿quieres? –le dijo dirigiéndose a su dormitorio–. No tardo nada.

Alejandro cerró la puerta y se apoyó en ella. Lo pensó un momento y giró la llave. Por seguridad, se dijo. Después fue al salón.

El salón estaba limpio, y no quedaba ni rastro de la fiesta de Julia. Al fondo había una puerta abierta, y la curiosidad le llevó a ver adónde daba. Tras titubear un momento, cruzó el salón y se metió por el pasillo que probablemente daba acceso al dormitorio y el cuarto de baño.

Abrió una de las dos puertas. Era el dormitorio. Sobre la colcha estampada de la cama había varias prendas de ropa. ¿Se estaba arreglando para salir?, se preguntó él, aflojándose inconscientemente el nudo de la corbata al sentir una punzada desconocida en las entrañas.

No podía estar celoso, se dijo, bajándose el nudo hasta la pechera. Él nunca podría entablar una relación con una mujer inglesa.

Sin embargo…

Al otro lado del dormitorio se abrió una puerta y apareció Isobel vestida únicamente con un diminuto sujetador y unas braguitas de encaje a juego. Los rizos todavía húmedos le caían sobre los hombros, y parecía distraída, aunque estaba increíblemente sexy, y Alejandro sintió el impacto en las entrañas y notó la fuerte reacción de su cuerpo.

Pero ella estaba demasiado concentrada en ponerse las medias de seda que había sobre la mesa y no reparó en su presencia. Al menos al principio. Hasta que de repente algo, quizá el sonido de una respiración acelerada desde la puerta, la hizo levantar la cabeza y mirar en su dirección.

Con una pierna levantada en el aire estaba irresistible, y Alejandro, a pesar de la exclamación de ella al verlo, entró con pasos lentos en el dormitorio.

–¿Qué haces aquí? –balbuceó ella, casi sin poder pronunciar las palabras. Tirando de las medias, hizo una bola con ellas y se las lanzó–. ¡Fuera de aquí! ¡Te he dicho que esperaras en el salón! –le gritó, entre asustada e indignada.

–Si no recuerdo mal, no me has indicado exactamente dónde debía esperar –le contradijo Alejandro, atrapando la bola de seda negra con una mano y llevándosela a la cara–. Mm, huele a ti –continuó–. No te enfades, cara. Eres una mujer preciosa. No te avergüences de tu cuerpo.

–¡No me avergüenzo! –le respondió ella poniéndose de pie–. Y si eso es una disculpa, no la acepto. No tienes ningún derecho a entrar aquí y comportarte como si debiera sentirme halagada.

–No era una disculpa –dijo él dejando caer las medias en el suelo y mirándola a la cara–. Sólo decía la verdad. No me culpes por eso.

–Sí, claro –Isobel miró a su alrededor, buscando algo, quizá la bata, para cubrir su semidesnudez. Pero la bata estaba en el cuarto de baño–. ¿Y supongo que, si fuera brasileña, me comportaría igual?

Alejandro apretó los labios. A pesar de lo ocurrido recientemente, no podía negar que la madre de Miranda nunca le hubiera permitido entrar en el dormitorio de su hija, incluso si él hubiera querido. A pesar de las nuevas libertades del siglo XXI, las mujeres de buena familia mantenían sus costumbres de siempre. Claro que eso no quería decir que los jóvenes no se revelaran. Él estaba convencido de que Miranda había hecho cosas de las que su madre no sabía nada.

–Me lo imaginaba –dijo ella dándole la espalda–. Ahora, por favor, vete.

Alejandro apretó los puños, reprimiendo el impulso de sujetarla por los hombros y pegarla a él, medio desnuda como estaba. Desde su perspectiva, apenas lograba vislumbrar los senos, pero la estrecha curva de la cintura y las hermosas caderas resultaban irresistibles, así como las nalgas redondeadas que se adivinaban bajo el encaje negro de las bragas. Sintió que toda la sangre se le arremolinaba en el sexo.

La deseaba, reconoció. Deseaba enterrar su sexo ardiente en ella y acabar con todo el estrés y la frustración que sentía desde que la besó por primera vez.

Pero no podía hacerlo.

No debía.

No era un animal.

Y ella no era una prostituta barata a quien él podía seducir y dejar sin volver la vista atrás. La respetaba demasiado, y por eso tenía que salir de allí antes de perder por completo el juicio.

Los ojos azules de ella, claros y transparentes como el cielo estival, buscaron su atormentada mirada. Durante un momento se quedaron mirando, hasta que al final ella dijo:

–La… la chaqueta está colgada en la percha de la entrada. A lo mejor la has visto al entrar.

En realidad Alejandro no había visto nada más que a ella.

–Gracias –dijo él en voz baja, y retrocedió hacia la puerta. Pero antes de salir, hizo un asentimiento con la cabeza–. Ha sido un placer conocerte, Isobella –dijo con ironía–. Adiós, querida. Espero que tengas una buena vida –concluyó antes de salir al salón.

Mientras Isobel asimilaba la finalidad de sus palabras, prestó atención esperando oír el ruido de la puerta de la calle al cerrarse. Pero no lo oyó.

El silencio que la envolvió era ensordecedor, y con una mezcla de ansiedad y curiosidad, se puso una camisa sobre la ropa interior y salió al salón.

Allí estaba Alejandro, de pie junto a la ventana, contemplando las luces de la ciudad.

Llevaba puesta la chaqueta con la que llegó a su casa, y ahora Isobel se dio cuenta de lo mojada y arrugada que estaba.

–¿Ocurre algo? –preguntó pidiendo una explicación a su presencia allí.

Alejandro se volvió en redondo, con las manos en el cuello, y ella se dio cuenta de que estaba apretándose el nudo de la corbata. Se había precipitado, tenía que haberle dado más tiempo.

–Tienes una vista muy interesante –dijo él dejando caer las manos a los lados–. Perdona, ya debería haberme ido.

–Tienes la… la chaqueta empapada –dijo ella, incapaz de pensar en nada más.

–Está lloviendo –dijo él abriendo las manos.

Isobel apretó los labios.

–Podrías ponerte la otra cazadora –comentó.

–Podría, sí –dijo él, quitándose la chaqueta de mohair.

Isobel salió al vestíbulo a buscar la cazadora de piel y se la llevó.

–Muchas gracias –dijo él tomándola de sus manos.

–De… de nada –murmuró ella. Y sin poder evitarlo, añadió–: La camisa también está mojada.

Alejandro levantó una mano y se la pasó por el pecho, alisando el suave tejido. La seda se le pegaba al cuerpo como una segunda piel.

–Así es –reconoció con una sonrisa–. Por desgracia, es la única que tengo.

–Puedo… puedo secártela –se ofreció ella temerariamente.

–Mejor que no, cara.

–¿Por qué no?

–Conoces la respuesta tan bien como yo –murmuró Alejandro con la voz pastosa y recorriendo con los ojos la sensual belleza de los labios femeninos, tentadores y carnosos–. ¿O tan inmune eres a la atracción que existe entre nosotros que no te importa lo que haga?

Claro que le importaba. Nunca había sido tan consciente de ningún hombre, de su calor y de su magnetismo, del aura indefinible de virilidad que le rodeaba, y de la fuerza que emanaba de su cuerpo.

–Me… me importa –dijo ella por fin.

Alejandro dejó caer la cazadora y le acarició la mejilla con el dedo.

–Mierda –masculló por fin.

Y con la mano la sujetó por la nuca y la atrajo hacia él para cubrirle la boca con la suya.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

ISOBEL dejó escapar un involuntario gemido bajo los labios masculinos. La suave presión inicial de su boca era tan insistente, tan tentadora que no pudo evitar apoyar las manos abiertas en la camisa húmeda y acariciar la tela mojada.

Alejandro intensificó el beso, deslizando la mano por los mechones aún mojados, explorándole la oreja con el pulgar, y le echó la cabeza hacia atrás para poder buscar con la boca la columna temblorosa de su garganta.

–Yo… no… no deberíamos –logró balbucear ella al notar cómo le deslizaba la camisa por los hombros y le bajaba las tiras del sujetador.

–¿Por qué no? –susurró él–. ¿No quieres que te enseñe el efecto que tienes en mí?

–Yo… –el erótico roce de los dedos masculinos sobre sus senos le entrecortó la respiración, y casi se olvidó de lo que iba a decir–. Alejandro…

–No me digas que no lo quieres tanto como yo –insistió él, en un tono más suave y sensual, descendiendo hasta los senos y rodeándolos con la lengua.

Isobel gimió cuando él cambió la lengua por los dientes y se metió un pezón erecto en la boca, pero intentó recordar las razones por las que no debían seguir adelante. Sin embargo, cuando él la sujetó por ambas nalgas y la pegó contra él, haciéndole sentir la inconfundible presión de su erección en el vientre, las piernas le flaquearon y la mente se le quedó en blanco.

–¿No? –murmuró.

–Oh…

Le era imposible decir las palabras que quería decir, y Alejandro, con una exclamación triunfal, la alzó en brazos.

–Te deseo –le dijo enterrando la cara en el hueco de la garganta–. Déjame demostrártelo.

Le buscó la boca con la suya a la vez que la llevaba en volandas hacia el dormitorio. Tanto la camisa como el sujetador habían desaparecido y, aparte del diminuto trozo de encaje negro, estaba desnuda en sus brazos.

Alejandro la tendió en la cama, se quitó la camisa y se tumbó a su lado. La besó de nuevo mientras ella trataba de desabrocharle el cinturón.

La deliciosa provocación de los senos femeninos contra su pecho casi le hicieron perder por completo el control. El deseo de separarle las piernas y penetrarla era casi irresistible, pero quería que ella disfrutara tanto como él.

En el caso de Isobel, una vocecita seguía insistiendo en algún rincón coherente de su mente de que aquello no podía pasar. Nunca había sido una mujer promiscua y, aparte de David, no conocía a ningún otro hombre.

Pero al notar cómo él se bajaba la bragueta y los pantalones no pudo resistirse a intentar confirmar lo que su subconsciente le estaba diciendo que no podía ser cierto. Sin embargo, el calor que latió en sus manos era demasiado real y potente. Alejandro se bajó los pantalones por las piernas, dejando al descubierto una potente erección.

Cuando ella le acarició el sexo con la mano, él contuvo el aliento, sintiendo que estaba quedándose casi sin oxígeno.

–Cara, ten cuidado –protestó con voz pastosa–. Si sigues así, no sé si podré controlarme.

Isobel se humedeció los labios con la lengua.

–Pero te gusta, ¿no? –preguntó ella.

Alejandro soltó una risa grave.

–Sí, me gusta, mucho –reconoció él con toda franqueza, pero le sujetó ambas manos y la alzó por encima de la cabeza–. Yo también quiero acariciarte, por todo el cuerpo.

Isobel tembló. Tenía el cuerpo en llamas de excitación, y cuando él le bajó las braguitas de encaje por las piernas no sintió nada de vergüenza.

Por primera vez en su vida disfrutaba de su desnudez y de la reacción de Alejandro ante su cuerpo. Con David, nunca se había sentido así, algo que tardó mucho tiempo en entender.

Alejandro bajó la cabeza y enterró la cara entre los suaves rizos del pubis, buscándola con los dedos y separando los pliegues húmedos entre las piernas. Estaba húmeda, muy húmeda y excitada, descubrió él, pero no pudo evitar la sensación de estar seduciendo a una mujer inocente. ¿Y por qué le resultaba tan imposible de resistirse?

Isobel separó las piernas casi involuntariamente. Las sensaciones que Alejandro despertaba en ella la debilitaban y le hacían desear más. Le costaba respirar. Y cuando la lengua masculina ocupó el lugar de sus dedos, penetrando entre los pliegues de su sexo, Isobel no pudo evitar el grito ronco que salió de su garganta.

Isobel estaba al borde de la incoherencia, necesitando únicamente mitigar las sensaciones que se habían apoderado de ella. Entonces Alejandro levantó la cabeza y la besó en la boca. Después, sentándose a horcajadas sobre sus muslos, acarició su punto más sensible con su miembro viril.

–Tengo que hacerte mía, cara –susurró roncamente.

Y con una facilidad envidiable, le separó de nuevo las piernas y se adentró en ella dejándose envolver por su cuerpo.

Era casi como hacerle el amor a una mujer virgen, y entonces Alejandro sintió un profundo desprecio por su ex marido.

Después, deslizando las manos bajo las nalgas femeninas, la alzó y se encajó en ella más profundamente. Sorprendentemente, ella lo aceptó rodeándole las caderas con las piernas. De todas las mujeres con las que había hecho el amor, ella era la más apasionada, y quiso prolongar al máximo la búsqueda del placer más absoluto.

Pero la apasionada reacción de Isobel enseguida lo llevó a acelerar el ritmo, e incluso sus grititos de placer no hacían más que excitarlo cada vez más.

Intentó retener el control, pero sabía que era una batalla perdida. Cuando notó las convulsiones femeninas a su alrededor y se sintió empapado en su esencia, no pudo contenerse más y con un gemido final se rindió al bendito placer de su orgasmo.

 

 

Por fin el cuerpo de Alejandro dejó de temblar y él se hizo a un lado para que Isobel pudiera respirar mejor. Entonces un sonido estridente se adentró en su cerebro.

Lo oyó pero no lo reconoció, o quizá no quiso reconocerlo, pero el sonido continuó insistente y él se vio obligado a identificarlo: era su teléfono móvil.

Tenía la cara enterrada en la almohada junto a la cabeza de Isobel, y deseó con una intensidad casi paranoica que alguien apagara el maldito teléfono. Por fin recordó que el teléfono estaba en el bolsillo de su chaqueta, y su chaqueta en el suelo del salón.

Mascullando una maldición, Alejandro se levantó.

–¿Qué es ese ruido? –preguntó Isobel volviendo la cabeza hacia él–. ¿Qué haces? –preguntó al verlo en pie–. No quiero que te vayas.

–Créeme, yo tampoco quiero irme –le aseguró él con toda sinceridad, tomándole una mano y llevándosela a la boca. Brevemente le acarició la piel con la lengua y después añadió–: Es mi móvil.

Isobel frunció el ceño.

–¿Tu móvil?

–Sí, mi móvil –dijo él buscando los pantalones. Saltando sobre una pierna, empezó a ponérselo–. Perdona, querida. Seguro que es mi padre, y cuando me llama y no contestó se lo dice a mi madre y ella se preocupa –alzó las cejas a modo de disculpa–. Los dos se preocupan. Creen que Londres es un lugar peligroso.

–No tan peligroso –protestó Isobel apretando los labios.

–Cierto –dijo él abrochándose los pantalones.

Y con una sonrisa, salió del dormitorio.