Ciencia o pseudociencia - Carlos Pedrós - E-Book

Ciencia o pseudociencia E-Book

Carlos Pedrós

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Beschreibung

Las redes sociales, los medios de comunicación y otro sinfín de conductos nos bombardean con mares de información en el día a día. Las afirmaciones y titulares que inundan nuestras pantallas y cerebros muchas veces son alarmistas, confusas y contradictorias. Discernir entre los hechos científicos y las creencias o mitos pseudocientíficos resulta imperativo, pues en ellas basaremos decisiones que afectarán directamente nuestra salud, alimentación y calidad de vida. Mediante este libro divulgativo y ameno, un grupo de científicos del Centro Nacional de Biotecnología se unen para proporcionarte instrumentos prácticos que te faciliten no solo analizar la información de manera crítica, sino también tomar decisiones bien informadas acerca del mundo que te rodea y de tu propio bienestar.

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Ciencia o pseudociencia

Herramientas para orientarse en un mar de información

C. Pedrós-Alió, I. M.ª Antón, S. Manrubia, A. Hueso-Gil, J. Gallardo, M. Cobo-Simón, M. Seoane, M. Maestro-López, P. Ortega-González, R. Torres-Pérez y R. Tenorio

Científicos del Centro Nacional de Biotecnología, CSIC

Primera edición en esta colección: abril de 2022

© C. Pedrós-Alió, I. M.ª Antón, S. Manrubia, A. Hueso-Gil, J. Gallardo, M. Cobo-Simón, M. Seoane, M. Maestro-López, P. Ortega-González, R. Torres-Pérez y R. Tenorio, 2022

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2022

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99

www.plataformaeditorial.com

[email protected]

ISBN: 978-84-18927-31-7

Diseño y realización de cubierta: Grafime

Fotocomposición: Grafime

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).

Índice

IntroducciónPRIMERA PARTE. Las apariencias1. El efecto placebo2. Mecanismos de acción: si funciona la ciencia, ¿para qué necesitamos la pseudociencia?3. Natural o artificial4. Del descubrimiento a los titulares5. La viga en el ojo del científicoSEGUNDA PARTE. Los fundamentos de nuestras dificultades6. Cuando nuestro cerebro está perdido7. Mundo numérico, cerebro anumérico8. Las trampas del lenguaje9. Los cimientos que sostienen las afirmaciones10. Vivir en un mundo lleno de incertidumbresTERCERA PARTE. Guía para el ciudadanoPreguntas necesariasReferencias

Agradecemos a Juan José Sanz Ezquerro su inestimable ayuda en la preparación y edición del manuscrito.

Introducción

«La pseudociencia es siempre peligrosa porque contamina la cultura y, cuando concierne a la salud, la economía o la política, pone en riesgo la vida, la libertad o la paz».

MARIO BUNGE

Steve Jobs, uno de los empresarios más innovadores y exitosos de las últimas décadas del siglo XX y la primera del XXI, murió el cinco de octubre de 2011.

A través de la compañía Apple fue el principal impulsor de los ordenadores personales y cambió completamente nuestras vidas. Jobs falleció prematuramente a consecuencia de un cáncer que empezó en el páncreas y que luego se expandió al hígado y, seguramente, a otros órganos. El tumor se le detectó en 2003.

Las tasas de supervivencia de los cánceres de páncreas son de las más bajas, pero el suyo era de un tipo poco común, un cáncer de los islotes pancreáticos que tiene mejor pronóstico. El protocolo habitual en estos casos es la intervención quirúrgica seguida de quimioterapia, pero Jobs decidió seguir en su lugar una serie de terapias alternativas, como la acupuntura, las hierbas medicinales, además de aplicarse tratamientos que encontró en internet. Finalmente, ante el progreso imparable de la enfermedad, se sometió a una intervención quirúrgica y, más tarde, a un trasplante de hígado.

Todo fue inútil. El cáncer acabó con su vida. No sabemos qué hubiera pasado si hubiera seguido la terapia habitual desde el principio. Tal vez las células cancerosas ya se habrían instalado en otros órganos, tal vez no. No lo sabremos nunca. Lo que sí conocemos los que hemos escrito este libro es que las terapias alternativas que usó durante nueve meses no hicieron nada significativo por curarle.

Del mismo modo que Steve Jobs, muchas personas piensan que las denominadas terapias alternativas son efectivas y, con frecuencia, también creen que son mejores, más sanas y menos peligrosas que las convencionales. Otros muchos confían en que pseudociencias como la astrología, la cartomancia o la lectura de los posos de café pueden ayudarles a adivinar el futuro. Y también muchas personas creen en algo indefinido llamado energía positiva o negativa, que habría que intentar decantar en nuestro interior hacia la positiva.

Todo lo que sabemos o creemos saber son creencias. Nuestra capacidad de discernir y de creer en algo está influenciada por nuestra experiencia particular, nuestro carácter, nuestras amistades y familiares, por nuestros deseos y necesidades y, en gran medida, por nuestras emociones. Lo fundamental es que de algunas de esas creencias podemos comprobar las consecuencias y de otras no. Por ejemplo, al menos de momento, no podemos comprobar si antes del Big Bang hubo otro universo o no. Pero sí que podemos verificar que la Tierra no es plana sino esférica. Y también podemos comparar la efectividad de la homeopatía o las aspirinas con la de un placebo, o las predicciones de la astrología o la meteorología con lo que ocurre en la realidad.

Uno de nuestros propósitos al escribir este libro es dar al lector las herramientas para que pueda hacer esas comprobaciones por sí mismo. Nuestro examen de la evidencia disponible nos ha convencido de que la homeopatía, la imposición de manos, la moxibustión y una larga lista de terapias alternativas no son mejores que el efecto placebo; de que pseudociencias como la astrología no son capaces de acertar en sus predicciones más allá de lo esperable por azar. Pero no pretendemos que el lector nos crea. Lo que queremos es darle las herramientas para que decida por su cuenta.

A este propósito le hemos dedicado la primera parte del libro «Las apariencias». El primer capítulo describe en detalle el efecto placebo. Comprender este fenómeno en toda su complejidad es esencial para saber de qué podemos fiarnos y de qué no. El segundo capítulo se fija en otro aspecto que diferencia terapias de pseudoterapias. En el caso de las primeras hay un mecanismo de acción conocido en todos sus pasos con gran detalle. En el caso de las segundas, o bien no se describe ningún mecanismo de acción o el que se describe es vago, nada detallado, basado en conceptos no definidos y frecuentemente desafía las leyes de la física. Hemos elegido las vacunas para desarrollar este tema por su actualidad. En el tercer capítulo discutimos otro de los mantras de las pseudociencias: lo natural frente a lo artificial. Aquí describimos lo natural y artificial en dos ámbitos de la vida cotidiana: la medicina y los alimentos.

Los dos capítulos siguientes analizan las dificultades para que los descubrimientos científicos nos lleguen de forma comprensible y fiable. En el capítulo cuarto examinamos la parte de la cadena de transmisión más cercana al ciudadano, es decir, cómo se transmite la información de un descubrimiento científico a los titulares y artículos en periódicos y páginas en la red. En el quinto tiramos piedras sobre nuestro propio tejado analizando casos de científicos tramposos, así como los fallos más frecuentes en la práctica científica. Como decíamos, el lector no nos tiene que creer porque seamos científicos, sino porque con las herramientas que le ofrecemos podrá tomar decisiones informadas.

El segundo propósito del libro es proporcionar explicaciones de por qué nos engañan y nos engañamos con tanta facilidad. ¿Cómo es que muchas personas no nos creen cuando decimos que la homeopatía o la imposición de manos no funcionan mejor que un placebo cuando se han hecho muchos experimentos siempre con el mismo resultado? ¿Por qué responden que el problema de no creer en estas pseudociencias es nuestro por tener una mente muy estrecha? ¿Por qué a tantas personas les parece plausible que las farmacéuticas quieran envenenarlas y, en cambio, creen que las empresas homeopáticas no tienen el mismo propósito?

A este fin le hemos dedicado la segunda parte, «Los fundamentos de nuestras dificultades». En cuatro capítulos analizamos las dificultades debidas a la estructura y funcionamiento de nuestro cerebro, a los números, al lenguaje y a la autoridad. El último capítulo analiza las dificultades derivadas de vivir en un mundo incierto en el que es muy difícil tanto hacer predicciones como tomar medidas para prevenir desgracias futuras.

La tercera parte, «Guía para el ciudadano», se puede leer al principio o al final. Si el lector la lee primero obtendrá un resumen con ejemplos comentados de las ideas más importantes contenidas en el libro. Si lo lee al final, le servirá de repaso o de consulta cuando tenga que tomar una decisión. Esta guía está presentada en forma de cincuenta preguntas que el lector se debería plantear cuando intenta decidir si lo que le cuentan es realista o no. Hemos ilustrado la mayoría de las preguntas con una imagen que facilite la comprensión de manera intuitiva y la respondemos con algún ejemplo.

Hay otra forma de organizar los capítulos, y es basándose en los (falaces) argumentos de los defensores de las pseudociencias. Estos argumentos se pueden resumir en unos pocos:

A muchas personas les funcionan. Si muchas personas utilizan determinada terapia y les funciona, será que tiene valor. En este argumento hay al menos tres falacias. En primer lugar, no sabemos a cuántas personas les funciona. Nadie las ha contado. En segundo lugar, nadie nos dice cuántas personas lo han probado, pero no les ha funcionado. Estas ni siquiera se mencionan. Y, en tercer lugar, no sabemos si el porcentaje de personas a las que les funciona corresponde al efecto placebo, en cuyo caso el tratamiento no es efectivo. La única manera de clarificar este tema es haciendo los experimentos pertinentes con controles y dobles ciegos. El efecto placebo lo trataremos en el capítulo 1; los problemas para entender la estadística y los números, en el capítulo 7; el por qué es tan fácil que nuestro cerebro nos engañe se discutirá en el capítulo 6.Es una tradición milenaria. Si se ha usado durante tanto tiempo es porque funciona. En primer lugar, la medicina convencional también es milenaria, ha existido prácticamente desde el origen de la humanidad. Sin embargo, poco a poco ha ido desarrollando algunos tratamientos y ha descartado otros. Las trepanaciones se usaban ya en el paleolítico, así que son un tratamiento milenario, pero no por eso las utilizamos hoy en día. Los sangrados con sanguijuelas son centenarios, pero también los hemos abandonado porque no se ha demostrado que fueran eficaces. Santiguarse también es una tradición milenaria que se sigue usando. Como decía Johan Cruyff, «en España todos los jugadores se santiguan al entrar en el terreno de juego. Si esto funcionara todos los partidos acabarían en empate». Y sin lesionados, podríamos añadir. Que una determinada tradición no se haya abandonado no implica que funcione. Veremos cuestiones relevantes para evaluar este argumento en los capítulos 6, 9 y 10.Los médicos, políticos y científicos que se oponen a las pseudociencias tienen intereses ocultos. Por ejemplo, en un reciente libro a favor de las pseudoterapias se acusa a los ministros españoles Pedro Duque y María Luisa Carcedo de ser pseudoministros y de estar vendidos a la «FARMAFIA». Si uno lo piensa con tranquilidad, insultar y acusar a otra persona sin ninguna prueba resulta a la vez muy fácil y muy poco convincente. Otra cosa sería que esos acusadores denunciaran a los ministros ante un juzgado y presentaran pruebas de lo que dicen. Pero, sin esas evidencias, los insultos y descalificaciones no tienen valor probatorio.

Otra razón para descartar las teorías conspirativas es que, si fueran ciertas, los oncólogos y sus familiares y amigos se someterían a esas terapias alternativas y no morirían de cáncer. Pero no hay diferencias en la mortalidad entre médicos y el resto de la población. Y, al revés, los que proponen terapias alternativas nunca acudirían a la medicina convencional si tanto confiaran en sus remedios, algo que, por ejemplo, Josep Pàmies, el agricultor que proponía el clorito de sodio como remedio para todo, no hizo, ya que tras un accidente cardiovascular acudió directamente al hospital en Girona.a En el capítulo 2 veremos por qué este tema de la «FARMAFIA» no se sostiene. En particular, discutiremos que tanto las empresas que comercializan productos de pseudociencias como las que comercializan medicamentos convencionales tienen grupos de presión y mueven mucho dinero, pero, mientras que las farmacéuticas tienen que pasar muchos controles, las empresas de pseudoterapias no tienen que pasar casi ninguno.

Si una personalidad sigue las pseudociencias es porque son verdad. Este argumento es el de la autoridad. Como esas personas son mediáticas y tienen una posición destacada en la sociedad podemos pensar que «saben» lo que funciona. La actriz Anne Hathaway demuestra en un vídeob muy divertido lo fácil que es para una famosa convencer a la gente para hacer cualquier cosa por absurda que sea. Dos ejemplos de los aspectos negativos de esta adulación por los famosos son Carlos, el príncipe de Gales, y la actriz Gwyneth Paltrow. Ambos proponen tratamientos alternativos, incluyendo vapores vaginales o enemas de café. No solamente no se ha demostrado nunca que estas prácticas sirvan para algo, sino que desafían el sentido común. Determinar la autoridad fiable es fácil en algunos ámbitos de la vida. Por ejemplo, si el lector quiere tener una opinión sólida sobre fútbol, hará bien en fiarse de Jorge Valdano o de Pep Guardiola, que tienen trayectorias contrastadas con hechos. Pero no tiene que fiarse por ejemplo del científico que escribe, que puede ser aficionado al fútbol pero que no tiene conocimientos profesionales. Sucede que en la mayor parte de los casos la elección de quién tiene autoridad contrastada no es tan sencilla. En el capítulo 9 distinguiremos entre distintas formas de autoridad e intentaremos ver cómo podemos decidir a cuál creer.Otro argumento es que las pseudoterapias son naturales frente a la medicina, que es artificial. De ahí se sigue que deben de ser sanas y buenas, mientras que la medicina es mala. Este argumento también se desmorona enseguida. Por una parte, hay muchas cosas naturales que son perjudiciales, como las setas venenosas o los agentes infecciosos. Ser naturales no las hace ni sanas ni buenas. Y, por otra parte, hay muchas cosas artificiales que nos resultan sanas y buenas, como la calefacción o la ropa para protegernos del frío. Y, además, existe una zona intermedia. La aspirina, por ejemplo, es un producto artificial creado mediante la modificación de un producto natural. Es uno de los medicamentos más útiles que se han descubierto: ¿es natural o artificial? En el capítulo 3 revisaremos el tema de lo natural y lo artificial.

Somos conscientes de que uno de los argumentos más usados para aceptar, consentir o tolerar el uso de terapias alternativas y otras creencias o supersticiones de lo más variopinto esgrime su aparente inocuidad. Si algo no hace daño, ¿para qué vamos a andar dándole vueltas a si tiene o no fundamento científico? Para comenzar, las terapias alternativas no son inocuas, como ejemplifica el caso de Steve Jobs. Pero ¿qué problema puede haber en usar la adivinación, creer en amuletos mágicos o seguir rituales de buena suerte? Responder a esta pregunta es más complicado, y seguro que muchos lectores disentirán de nuestras apreciaciones.

Opinamos que en toda práctica supersticiosa subyace un espíritu crítico acallado o inexistente, y esta falta de ejercicio del músculo de la reflexión crítica tiene consecuencias en muchos aspectos distintos de nuestro día a día. Si no examinamos con cierta profundidad las afirmaciones que recibimos de las fuentes más diversas, desde nuestros familiares a cualquier página en la red, corremos el riesgo de tomar decisiones por razones equivocadas. A veces, podemos caer en la «profecía cumplida»: no sería la primera vez que una consulta a las cartas del tarot revela un evento futuro del todo inesperado… que alguien se empeña en hacer cumplir solo porque ha sido (libre, arbitraria e infundadamente) verbalizado.

Nos parece esencial que cada persona sea capaz de elaborar sus argumentos, puesto que el esfuerzo por ser consistente y desarrollar convicciones propias es fundamental en la construcción de la individualidad y en la toma de decisiones. Confiar estas últimas a los posos del té implica que hacemos recaer responsabilidades que nos competen en objetos y rituales ajenos a nosotros, sobre los que no tenemos ningún control –más allá de su falta de fundamento. Esto puede evitar que tomemos iniciativas que sí podrían ser efectivas y positivas: ¿no es mejor levantar el teléfono y pedir una cita a la persona a la que deseamos que colocar velas y cintas rojas durante una semana sobre un papel con el nombre de esa persona? Si lo anterior no le convence, quizá lo haga el saber que la falta de espíritu crítico y capacidad analítica propios conlleva costes económicos. Y no nos referimos solo a lo gastado en consultas de homeopatía, visitas al tarotista o compra de velas.

Esta obra es el esfuerzo que unos cuantos científicos hemos hecho para dar a los ciudadanos instrumentos que les permitan discriminar lo que es ciencia de lo que no lo es. Nuestro propósito no es decir qué es lo correcto ni qué deben hacer, sino dar las claves para que cada persona pueda decidir por su cuenta y, sea cual sea su decisión, intentar que esta se tome de manera informada. Cuando el lector finalice este libro, confiamos en que pueda examinar con visión crítica múltiples situaciones y escoger de forma argumentada y con confianza. Sabemos que muchas personas seguirán prefiriendo creer en curaciones mágicas, en ángeles y en energías positivas. Los seres humanos creemos porque queremos creer en algo, necesitamos creer en algo. Pero la elección estará en sus manos. Nuestro libro está escrito para aquellas personas que, sencillamente, quieren poder orientarse en un mar confuso de información.

CARLOS PEDRÓS-ALIÓ Y SUSANNA MANRUBIA

Para saber más

Lista de pseudoterapias de la Asociación para proteger al enfermo de terapias pseudocientíficas (APETEP). Disponible en: https://www.apetp.com/index.php/lista-de-terapias-pseudocientificas/CoNprueba, página en la red del Ministerio de Sanidad sobre pseudoterapias. Disponible en: https://www.conprueba.es/Cochrane. Disponible en: https://www.cochrane.org/es/evidence

PRIMERA PARTELas apariencias

1.El efecto placebo

«Algunos pacientes, aunque conscientes de que su condición es peligrosa, recuperan su salud simplemente por su satisfacción con la bondad del médico».

HIPÓCRATES

Los «milagros» existen

¿Qué es un milagro? Hablamos de un suceso poco probable y maravilloso que se escapa, en muchos casos, de lo que dictan la lógica y la estadística. Nos referimos, más concretamente, a la curación o mejora espontánea de enfermedades en personas que no han recibido ningún tratamiento para paliar su dolencia y de las que, por lo tanto, no se esperaría su curación.

Como en el bíblico «Lázaro, sal fuera»,c por el cual Jesucristo resucitó a un difunto, cada día, y en todo el globo, ocurre una curación o alivio espontáneo de los síntomas de ciertas enfermedades. No se trata de un hecho de naturaleza divina como en este pasaje bíblico. Ni tampoco hablamos de algo tan extremo como la resurrección de un muerto. Pero sí de temas tan respetables como el alivio espontáneo del dolor, mejora de la ansiedad o depresión, mejora de los síntomas de los resfriados o el síndrome del intestino irritable, que cada año generan costes millonarios a la Seguridad Social y al bolsillo de los pacientes.

Hablamos del efecto placebo (EP). Algo mucho más común de lo que pudiéramos pensar inicialmente y del que poco a poco vamos recabando información y empezando a entender. Sin embargo, su naturaleza aparentemente «milagrosa» no deja de fascinarnos, ya que, si no es de origen divino, alguna explicación científica tiene que haber detrás de semejante maravilla. Y en el momento que se comprenda la naturaleza del EP en su totalidad y se logre reproducir a voluntad, se pondrá al alcance de la humanidad una nueva y potente herramienta terapéutica.

El placebo, (los) EP y su reverso tenebroso

El hecho de que un paciente se someta a un tratamiento específico está rodeado de multitud de factores que influencian su camino a la curación. El primero y más evidente es el beneficio derivado directamente del tratamiento en sí. Sin embargo, hay otros efectos que pueden intervenir en el proceso curativo (figura 1-1). Entre ellos, el más destacado es el EP.

Figura 1-1. Los múltiples efectos de un tratamiento en la mejora del paciente (adaptado de INFAC). Vector de fondo creado por freepik - www.freepik.es.

Un placebo es una substancia inocua que se administra a un paciente en vez de un medicamento. Su nombre procede del latín y originalmente significaba «yo complaceré», y no en balde, ya que el placebo puede producir efectos positivos para la salud a pesar de que químicamente sea una sustancia neutra. El conjunto de estos efectos es lo que se conoce como el EP.1,2 Para ser estrictos, deberíamos decir que no hay un único EP, sino varios. Cada uno de los efectos positivos en algún aspecto de la salud que se producen a causa de la administración del placebo es un EP en sí mismo. Aunque para simplificar, hablaremos de aquí en adelante del EP como el conjunto de estas mejoras para una dolencia determinada.

Sin embargo, esa capacidad de la mente para aliviar sus dolencias, tan sorprendente como maravillosa, también tiene su reverso tenebroso. Son el efecto nocebo y efecto lessebo.1,3,4 De la misma manera que una persona se puede «sugestionar» a favor de su salud, el efecto nocebo usa los mismos mecanismos en detrimento de esta. El caso más claro es del hipocondríaco. Se siente enfermar y nota todos los síntomas secundarios de un medicamento que se acaba de tomar, tan solo leyéndolos en el prospecto, aunque realmente no le estén afectando. Mientras que el efecto nocebo permite percibir una serie de síntomas desagradables cuando realmente no hay justificación para estos, el efecto lessebo lo que no permite es notar la mejoría que deberíamos sentir al tomar un medicamento o un tratamiento que sí funciona. Si el paciente se autoconvence de que la medicación que está tomando no le es útil, o bien, que es un placebo, esta medicación puede dejar de funcionarle debido al efecto lessebo.

Historia del EP: desde la prehistoria hasta los ensayos clínicos

Aunque el EP se dio a conocer popularmente a través de los ensayos clínicos de nuevos medicamentos en el siglo XX, se podría decir que es tan antiguo como la propia medicina.5 Desde la prehistoria hasta la época medieval, las enfermedades se entendían como castigos divinos, efectos demoníacos o posesiones de espíritus. En la mayoría de los casos el sacerdote y el médico eran la misma persona.

Aunque ya se empezaba a tratar a los enfermos con ciertos extractos naturales, el mayor peso del proceso curativo se basaba en un ritual mágico. De hecho, los rituales que envuelven a muchos de los procesos curativos de la antigüedad están directamente vinculados con la aparición y potenciación del EP, a través de la sugestión, como en las culturas precolombinas, entre otras, donde el uso de alucinógenos en las curaciones era algo común.

En Asia, concretamente en la India y China, la salud y la enfermedad eran producto del equilibrio (o la falta de él) entre la energía y fluidos corporales (humores). En la India, la medicina se basaba en los textos sagrados llamados Ayurveda, que recogen sus conocimientos médicos desde el siglo VII a. C., y hablan de tres tipos de humores corporales: kapha, pitta y vata. Los rituales para llevar nuevamente estos tres humores al equilibrio eran la base de todo tratamiento de la enfermedad.

Mientras, en China la medicina tradicional que se desarrolló desde un milenio antes de nuestra era hasta el 1600 d. C. entiende la enfermedad como un desequilibrio de la energía vital (qi), que está influenciada por las fuerzas yin (relajantes) y las fuerzas yang (estimulantes). Para restablecer el equilibrio se dispone de un amplio abanico de tratamientos: extractos de hierbas, meditación, ejercicios, masajes, etc. Entre todos ellos destaca la acupuntura, que ha sido el tratamiento más usado durante 2500 años y que propone la inserción de agujas sobre puntos definidos del cuerpo para regular o restablecer los flujos de energía. Hay que resaltar que esta «energía vital» es una propuesta filosófica; no está explícitamente definida y no se indica cómo se podría cuantificar. Es decir, que no tiene nada que ver con el concepto de energía de la física, bien definida y cuantificable.

En el antiguo Egipto ya se distinguía entre el médico (que trataba con hierbas), cirujano (que operaba) y hechicero (que practicaba rituales), pero en todos los casos la revelación del tratamiento venía a través de un sueño donde el dios Imhotep lo explicaba.

En la antigua Grecia, Hipócrates (460-377 a. C.), considerado como uno de los padres de la medicina occidental, profundizó en los conocimientos de la naturaleza del cuerpo y de la enfermedad. Así, en uno de sus principales tratados de medicina defendía la capacidad natural de curación de los cuerpos y que el papel del médico era ayudar al paciente a restablecer su salud por sí mismo.

En Roma destacó Galeno de Pérgamo (130-216 d. C.), que dejó más de doscientos tratados de medicina, en los cuales se explicaba que la salud era resultante del equilibrio entre la sangre y otros fluidos como la bilis negra, la bilis amarilla y la flema. En su extensa obra señaló que, más que el tratamiento en sí, era muy importante la confianza del paciente en el médico a la hora de obtener éxito en la curación. Otro ejemplo de la vital importancia del EP en la medicina clásica.

En el Renacimiento se intensificó el estudio de las enfermedades. En los siglos XVII y XVIII afloraron una serie de terapias y métodos propuestos como curativos, como el uso de «magnetismo animal», la electricidad, los metales y la homeopatía. El «magnetismo animal» o mesmerismo, en honor a su creador Frank Mesmer (1733-1815), postula que los seres vivos generan unos campos magnéticos repartidos por el cuerpo mediante cientos de canales y que el desequilibrio de esos campos magnéticos produce la enfermedad.6

Mesmer empezó a hacer sus curaciones con imanes, hasta que en 1774 creyó observar que otro ser vivo con un magnetismo fuerte podía curar con sus propias manos a los enfermos sin necesidad de imanes. En 1784, una Comisión Real creada en Francia por Luis XV concluyó que no había evidencias de esos canales, ni del flujo magnético y que las curaciones eran resultado de la imaginación. Sin embargo, las ideas de Mesmer, de la liberación de esos bloqueos energéticos o desequilibrios como fuente de sanación y liberación del alma, fueron la chispa inspiradora de la hipnosis como terapia.

Las investigaciones de electroestimulación de Guillaume Benjamin Amand Duchenne (1806-1875) dieron paso a la electricidad como método terapéutico. La electrocéutica es el método de curación mediante la administración de corrientes eléctricas, como la farmacéutica cura mediante la administración de fármacos.7 Amparados en este nuevo método terapéutico se han realizado tratamientos eléctricos para dolencias de lo más dispares, utilizando desde sutiles cosquilleos eléctricos hasta severos electrochoques. Para el alivio de dolores musculares y artrosis se ha empleado electroestimulación suave a través de la piel (TENS), mientras que los electrochoques se han usado principalmente para mitigar convulsiones y enfermedades psiquiátricas severas. Incluso, el manejo de los impulsos eléctricos ha sido fundamental para la creación de marcapasos que permiten sobrellevar problemas cardiacos. Aunque algunas de estas metodologías son de contrastada eficacia, en otros casos, como el TENS, se sospecha que sus bondades son fruto del EP.8,9

Siguiendo la línea del magnetismo y la electricidad animal tan de moda en el siglo XVIII, el médico Eliseo Perkins (1741-1799) diseñó un instrumento en forma de compás con diferentes tipos de metales en una de sus puntas: el denominado Tractor Perkins. Se suponía que, al pasar la punta metálica del compás por las zonas doloridas del paciente, este sentía un alivio automático, ya que el metal desviaba la electricidad acumulada en la zona, causante del dolor. Perkins estuvo usando y vendiendo su invento hasta que otro médico, John Haygarth (1740-1827), comprobó la eficacia del artilugio sustituyendo la punta de metal por madera y comprobando que no había diferencias en el tratamiento. Esa investigación la hizo pública en el libro La imaginación como causa y cura de los desórdenes del cuerpo, donde demostraba que el éxito de ese tratamiento se debía al EP.10

Entre estos nuevos métodos el más conocido actualmente es la homeopatía. Creada por Samuel Hahnemann (1755-1843), se basa en la premisa de que «lo parecido cura a lo parecido», donde el elemento curativo está extremadamente diluido. La veremos con más detalle en el capítulo 2. Como dato anecdótico, simultáneamente a estas nuevas terapias, Carlos II de Inglaterra también creó la suya propia. Elevó el EP al privilegiado sistema de curación del «toque real»: un toquecito de su regia mano y sano. Así, el monarca trató a más de noventa mil de sus súbditos. Este método se practicó en Inglaterra hasta final del siglo XVIII y en Francia hasta el siglo XIX.

Mientras tanto, y no sin esfuerzo, el método científico se abría camino. Sus primeros pasos se dieron en episodios tan relevantes como la búsqueda de la cura contra el escorbuto. Durante casi tres siglos, desde el siglo XV hasta el XVIII, el escorbuto fue la principal causa de muerte de los marineros. Esta enfermedad está causada por la deficiencia de vitamina C, pero en aquel tiempo no se sabía. Sangraban las encías, se caían los dientes, se abrían antiguas heridas, se llagaba la boca, se producían hemorragias, anemia, debilidad y, por último, la muerte. En travesías de más de un año la probabilidad de contraer escorbuto era de un 50 a un 80 %.

James Lind (1716-1794) fue destacado como médico naval en el barco HMS Salisbury en dos viajes de diez semanas cada uno. En el primer viaje comprobó el horror del escorbuto. En el segundo, dividió a los marineros afectados en grupos. A cada grupo lo trató con un posible remedio distinto: berros, vinagre, naranjas y limones, etc., y observó que el grupo tratado con naranja y limones (cítricos) se recuperó mejor y más rápido de la enfermedad. Así fue como, en 1747, James Lind hizo el primer estudio clínico controlado donde demostró que la ingesta de naranjas y limones era el tratamiento más eficaz contra el escorbuto. También observó que el chucrut (col fermentada y escabechada) tenía un efecto similar, con lo cual no acababa de entender cuál era el elemento clave.

El capitán James Cook, estuvo al tanto de los hallazgos de Lind e introdujo el chucrut como dieta obligatoria entre sus marineros. Pero el chucrut no era tan eficiente como los cítricos y, a pesar de todo, hubo marineros que enfermaron. Fue la perspicacia y la disciplina de sir Joseph Banks la que consolidó el hallazgo de Lind.

Banks, un botánico que se embarcó en la expedición del HMS Endeavor de James Cook, contrajo escorbuto durante su travesía. Él mismo, siguiendo el método de prueba de diferentes remedios descrito por Lind, comprobó el fracaso de varios alimentos hasta que probó con los cítricos. Experimentó por sí mismo la mejora y curación al comer naranjas y limones y lo notificó en 1771.

Cuando James Cook vio la mejoría de Banks se olvidó del chucrut e introdujo los cítricos en la dieta de sus marineros. A partir de entonces, los marineros del Endeavor no volvieron a enfermar de escorbuto, un suceso histórico, sin precedentes hasta la época.11

Desde que en 1795 los cítricos entraran a formar parte de la dieta habitual de los marineros británicos el escorbuto fue desapareciendo de los mares. No obstante, a pesar de su oficialización, bastantes expediciones fueron reacias a este avance científico y sufrieron, como consecuencia, escorbuto hasta mediados del siglo XIX. No fue hasta el siglo XX cuando realmente se realizaron esfuerzos específicos para discernir entre el efecto real de un tratamiento frente al EP, mediante los ensayos clínicos doble ciego (pregunta 35, en la tercera parte de este libro).

Partimos del punto de que el tratamiento de las enfermedades suele incluir la administración de un fármaco. El descubrimiento de estos fármacos ha surgido erráticamente a lo largo de la historia. De hecho, el EP es tan generalizado que es inherente al efecto de los fármacos de verdad. Es decir, cuando tomamos un medicamento no solo nos vamos a beneficiar de su efectividad bioquímica sobre determinada enfermedad, sino que su acción va a ser potenciada por el EP asociado al hecho de tomarse un medicamento. A veces este efecto es tan intenso que puede enmascarar el efecto genuino del medicamento.

Por esta razón, antes de que cualquier fármaco salga al mercado tiene que superar estrictas fases de pruebas, entre ellas los rigurosos ensayos clínicos (preguntas 34 y 40). Antes de esta fase, ya ha sido comprobada la eficacia del medicamento in vitro y en animales. Y es en este momento en el que se prueba en humanos a través de experimentos cuidadosamente controlados, en los cuales, precisamente para evitar que entren al mercado fármacos de eficacia dudosa, es cuando se tiene en cuenta el EP.

El primer ensayo clínico controlado en el cual se tuvo en cuenta el EP se realizó en 1931 con un fármaco contra la tuberculosis (sanocrisina) donde se usó agua destilada como placebo. Sin embargo, es a partir de la segunda mitad del siglo XX cuando el EP se empieza a considerar de forma sistemática en los ensayos clínicos. En este tipo de ensayo el fármaco se prueba con voluntarios que son conscientes de que están formando parte de la prueba de efectividad del fármaco en humanos. Los voluntarios se dividen en dos grupos: al que se le administra el fármaco real y al que se le proporciona un placebo (grupo control). Ningún voluntario sabe a qué grupo pertenece y, por lo tanto, si se le está administrando el fármaco real o no. De la misma manera, los investigadores que realizan la prueba tampoco saben qué voluntario pertenece a cada grupo hasta el final de la prueba.

Con esto último se evitan dos problemas. En primer lugar, que un voluntario avispado pueda captar alguna sutileza, que al experimentador se le pueda escapar, y le haga sospechar el grupo al que pertenece (lo que se denomina el sesgo del observador). Y, en segundo lugar, se evitan también los prejuicios del experimentador a la hora de tomar y tratar los datos si supiera a qué grupo pertenece cada voluntario (lo que se denomina el sesgo del experimentador).

Por último, al final del ensayo se evalúa la mejoría de la enfermedad en los dos grupos y se comparan los resultados. Este tipo de ensayo clínico se denomina doble ciego, ya que tanto voluntarios como experimentadores desconocen si el tratamiento administrado es el real o el placebo. De hecho, es el modelo utilizado para mayor rigor científico.

Sin embargo, algunos miembros del grupo que ha tomado el placebo, que en teoría no tendrían que haber experimentado ningún efecto positivo, suelen tener cierta mejora, dependiendo de la naturaleza de la enfermedad. Solo si los efectos positivos observados en el grupo del fármaco supera estadísticamente a los del grupo control (placebo) se considera que el medicamento es efectivo. Es decir, si el ensayo clínico está compuesto, por ejemplo, por veinte voluntarios (diez en cada grupo) y al final del ensayo se ha observado mejoría de los síntomas en seis individuos que tomaron el fármaco y en cinco de los que tomaron placebo, es probable que ese fármaco, por sí mismo, no sea demasiado efectivo. Mientras que, si en el mismo caso observamos que hay ocho individuos de los que tomaron el fármaco que mejoran, frente a dos del grupo control, la probabilidad de que el fármaco sea efectivo por sí mismo cobra fuerza.

Cabe señalar que estos ensayos clínicos, en la realidad, se realizan con miles de individuos para disponer de fiabilidad estadística (pregunta 34). Y, a pesar de todo, en las enfermedades mentales o en los síntomas sobre los que tiene mayor control el cerebro, el EP puede ser realmente notable.

¿Cómo funciona el EP? Desentrañando el «milagro»

Comprender los entresijos del poder de la mente sobre el cuerpo y la salud podría ayudar a mejorar la calidad de vida de las personas. Científicos y médicos trabajan para resolver este enigma, tan misterioso como complejo.

Numerosas investigaciones sobre la naturaleza del EP apuntan principalmente a dos tipos de mecanismos implicados: los psicológicos y los neurofisiológicos12,13 (figura 1-2). Los mecanismos psicológicos son los provenientes de nuestra forma de percibir y de entender el mundo que nos rodea, recursos que nuestra mente usa para simplificar la interacción con nuestro entorno, mientras que los mecanismos neurofisiológicos son los que modifican los parámetros corporales (niveles de neurotransmisores, hormonas, alteraciones en el sistema inmune) como respuesta, en este caso, a la administración de un placebo.

Mecanismos psicológicos: Sugestión, Pávlov y otros procesos del montón

La mente humana es una intrincada maquinaria que percibe y procesa todos los estímulos que le llegan de su entorno para elaborar una respuesta física o emocional; un bonito recuerdo o un trauma (en los peores casos).

Para que esta tarea no sea extenuante y consuma todos nuestros recursos, la mente usa respuestas programadas de manera inconsciente. Así gestiona el grueso de la información y libera la parte consciente para tratar solo con los datos y los pensamientos que considera importantes para nuestras vidas. El EP se vale de varios de estos procesos inconscientes (y alguno consciente) para manipular nuestra percepción y nuestra respuesta. Los más destacados, en este caso, son la sugestión, el reflejo condicionado y la motivación.

Figura 1-2. Los mecanismos del EP y sus principales enfermedades diana. En el cuadro blanco se enumeran los principales mecanismos psicológicos (en gris) y neurofisiológicos (en negro) que producen el EP. A continuación, los síntomas y enfermedades más sensibles al EP.

La sugestión sería, de entre los tres, el que más relevancia tiene a la hora de inducir el EP.13 Se basa directamente en la confianza o la credibilidad de la fuente de información. La mente decide confiar en lo que nos dicen. Así se evita la ardua tarea de buscar y analizar todos los datos y tomar decisiones (capítulo 6).

Los profesionales del marketing están usando continuamente estos recursos (famosos, sellos de calidad, emociones…) para sugerirnos la compra de un producto u otro. En el caso del EP, el publicista es el médico, el farmacéutico, el pariente o amigo. Alguien de nuestra confianza nos recomienda un tratamiento que es «mano de santo». O bien, la misma prescripción de un fármaco por parte del médico (él sabe qué enfermedad tengo y qué necesito para curarme). Cuanta más fe haya depositada en el facultativo o en el tratamiento, más potente será el EP.

Todo eso genera unas expectativas sobre el inminente alivio de los síntomas. A veces, una sola instrucción verbal, proveniente de la persona adecuada, puede desatar tanto el EP como el nocebo. Hay muchos factores que modulan nuestra sugestión, por ejemplo, el precio del tratamiento.14 Un tratamiento caro produce un EP más intenso que uno barato. Los medicamentos de marca generan más EP que uno genérico. Una pastilla grande (o dos pequeñas), más que una pequeña. En cuanto a la vía de administración, el EP es más potente si es inyectable que si se toma por vía oral. Y de ahí a la psicología del color: las pastillas rojas, amarillas o naranjas se asocian a un efecto estimulante, mientras que las verdes y azules a un efecto relajante.15 Hasta las tiritas «curan» y alivian más si tienen dibujitos. El EP se incrementa con cada pequeño detalle.

Otro proceso mental implicado en el funcionamiento del EP es el reflejo condicionado. Como el famoso experimento del perro de Pávlov: el científico (Iván Pávlov) comenzó por tocar una campanilla cada vez que daba de comer a un perro, lo que provocó que el animal asociara el tintineante sonido con el alimento. Después de un tiempo, consiguió que, solo tocando la campanilla, el perro salivara como si tuviera la comida delante.

Nosotros, los humanos, también estamos sujetos a los reflejos condicionados. Hemos aprendido que después de tomarnos un jarabe o una pastilla nos sentimos mejor. Así que, el simple hecho de tomarlo (aunque sea un placebo) hace que nuestros síntomas remitan.

Por último, la motivación también desempeña un papel en crear la «magia» del EP. La voluntad, la determinación que se ponga en la realización de un tratamiento juega a nuestro favor.

Prestar atención a los ejercicios que estamos realizando en el momento, por ejemplo, en el gimnasio, hace que mejore el rendimiento del ejercicio físico. La voluntad, la determinación y el ansia de mejora han facilitado la recuperación y han mejorado extraordinariamente algunos procesos de rehabilitación. Incluso los hábitos de vida sana nos resultan más beneficiosos si estamos convencidos de sus bondades y comprometidos a llevarlos a término.

Mecanismos neurofisiológicos: la conexión cuerpo-mente

Aunque el EP parezca algo ilusorio, un simple truco de la mente, se sustenta en cambios orgánicos reales. Su repercusión puede llegar a modificar hasta cierto punto el funcionamiento de nuestro cuerpo.

El EP puede modificar los niveles de neurotransmisores como la dopamina y serotonina, o las endorfinas.1,16 Usa los mismos mecanismos bioquímicos que determinados fármacos destinados a aliviar enfermedades del sistema nervioso. Y, por si fuera poco, puede ir más allá del efecto directo sobre el cerebro, pudiendo alterar los niveles hormonales e incluso influir sobre el sistema inmune.

El cerebro humano es capaz de generar unas sustancias que crean bienestar y alivian el dolor: las endorfinas. Sin embargo, el fármaco naloxona, que se usa para bloquear la acción de ciertas drogas, puede anular la acción de nuestras endorfinas. Se observó que el alivio del dolor producido por el EP se disipaba con la administración de naloxona, apuntando a que el EP mitiga el dolor mediante la liberación de endorfinas en el cerebro y, al estar bloqueadas por este fármaco, no permitía al EP producir su efecto.

Parece ser que la intensidad con la cual percibimos el EP viene determinada por nuestra genética.13 Hay ciertos genes que nos hacen más susceptibles a sentir el EP. Los genes que controlan la liberación de la dopamina en el cerebro están directamente implicados. Así, los individuos predispuestos genéticamente a liberar mayores dosis de dopamina son los más sensibles al dolor, por un lado, pero por otro, son los que experimentan el EP con mayor intensidad.

Un equipo de la Universidad de Michigan determinó que una región del cerebro, el núcleo accumbens, incrementa su actividad cuando un individuo experimenta el EP. Esta región del cerebro está relacionada con el placer, la expectativa y la recompensa, liberando dopamina en el momento en que la persona está experimentando el EP. La sola perspectiva de recibir el tratamiento adecuado de forma inminente activa el núcleo accumbens y hace que comience el alivio incluso antes de haber recibido el tratamiento.

El placebo también puede modificar los niveles hormonales. El cerebro regula la liberación de hormonas en el cuerpo mediante el sistema neuroendocrino. En el caso del efecto nocebo, este puede aumentar la sensación de dolor incrementando los niveles de una hormona de estrés llamada cortisol. Sin embargo, este efecto pudo revertirse en el momento que los pacientes fueron tratados con el ansiolítico diazepam. El efecto nocebo es tan potente que es capaz de provocar los efectos de un episodio de ansiedad real. Y en este caso, el tratamiento es el mismo que en un ataque de ansiedad, ya que el cerebro es incapaz de distinguir entre el efecto nocebo y una causa real.

El sistema inmune interactúa directamente con el sistema neuroendocrino, por lo cual cabe esperar que este también se vea afectado por el EP.

Estudios recientes apuntan a que el placebo podría desencadenar efectos antihistamínicos y antiinflamatorios. En un experimento se administró un placebo, haciendo creer al paciente que era un antihistamínico, y este redujo las erupciones de la piel producidas por la alergia. De la misma manera, el EP puede reducir los niveles de prostaglandinas en sangre, controlando así la respuesta inflamatoria. El dolor de cabeza debido al «mal de altura» incrementa los niveles de prostaglandinas en sangre, produciendo inflamación. Pues bien, esta inflamación pudo ser revertida por la administración de un placebo.