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En un vasto desierto de arenas infinitas, un príncipe sin nombre —voz y alter ego de Antoine de Saint-Exupéry— levanta su ciudadela interior. No es un reino de piedra, sino un territorio espiritual, construido con símbolos, parábolas y meditaciones que atraviesan el tiempo. Ciudadela no es novela, ni tratado, ni discurso político, y sin embargo es todo eso a la vez: una obra fragmentaria y visionaria en la que resuenan la fe, la duda, la autoridad, la comunidad y el misterio de la existencia. En estas páginas, Saint-Exupéry vuelca su pensamiento más íntimo y universal. Con una prosa solemne y poética, nos invita a contemplar lo invisible, a reconocer lo esencial en lo humano y a participar en la construcción silenciosa de lo que perdura.
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Seitenzahl: 899
Veröffentlichungsjahr: 2025
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CIUDADELA
La Colección Clásicos Libres está destinada a la difusión de traducciones inéditas de grandes títulos de la literatura universal, con libros que han marcado la historia del pensamiento, el arte y la narrativa.
Entre sus publicaciones más recientes destacan: Meditaciones, de Marco Aurelio; La ciudad de las damas, de Christine de Pizan; Fouché: el genio tenebroso, de Stefan Zweig; El Gatopardo, de Giuseppe di Lampedusa; El diario de Ana Frank; El arte de amar, de Ovidio; Analectas, de Confucio; El Gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald; El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, entre otras...
Antoine de Saint-exupéry
CIUDADELA
© Del texto: Antoine de Saint-Exupéry
© De la traducción: Alexis Padrón Alfonso
© Ed. Perelló, SL, 2025
Calle de la Milagrosa Nº 26, Bajo
46009 - Valencia
Tlf. (+34) 644 79 79 83
http://edperello.es
I.S.B.N.: 979-13-70191-81-8
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1
Pues he visto extraviarse la piedad con demasiada frecuencia. Pero nosotros, que gobernamos a los hombres, hemos aprendido a sondar su corazón para otorgar nuestra solicitud solo al objeto digno de atención. Pero niego esta piedad a las heridas ostentosas que atormentan el corazón de las mujeres, así como a los moribundos, y también a los muertos. Y sé por qué.
Hubo un tiempo en mi juventud en que tuve piedad de los mendigos y de sus úlceras. Contrataba curanderos para ellos y compraba bálsamos. Las caravanas me traían de una isla ungüentos a base de oro que recosían la piel sobre la carne. Así obré hasta el día en que comprendí que consideraban un lujo raro su pestilencia, al sorprenderlos rascándose y humectándose con fiemo como aquel que estercoliza una tierra para arrancarle la flor purpúrea. Se mostraban uno a otro su podredumbre con orgullo, envaneciéndose de las ofrendas recibidas; pues quien ganaba más, se igualaba ante sí mismo al gran sacerdote que expone el ídolo más bello. Si consentían en consultar a mi médico, era con la esperanza de que su chancro le sorprendiera por su pestilencia y amplitud. Y agitaban sus muñones para tener un lugar en el mundo. Aceptaban los cuidados como un homenaje, ofreciendo sus miembros a las abluciones que los halagaban, pero apenas el mal se había borrado, se descubrían sin ninguna importancia, no nutriendo ya nada de sí, como inútiles, y se ocupaban en adelante en resucitar la úlcera que vivía de ellos. Y, bien arropados nuevamente en su mal, gloriosos y vanos, volvían a tomar, escudilla en mano, la ruta de caravanas y, en nombre de sus dioses sucios, exigían la limosna de los viajeros.
Hubo un tiempo también en que tuve piedad de los muertos. Creyendo que aquel a quien sacrificaba en su destierro zozobraba en una soledad desesperada sin entrever que no hay soledad para los que mueren. No me había negado todavía su condescendencia. Pero he visto al egoísta o al avaro, aquel mismo que gritaba tan fuerte contra toda expoliación, suplicar, llegada su última hora, que se reunieran a su alrededor los familiares de su casa y repartir luego sus bienes con una equidad desdeñosa, como juguetes fútiles entre los niños. He visto al herido pusilánime, el mismo que hubiera aullado para pedir socorro en el corazón de un peligro sin grandeza, una vez despedazado verdaderamente, rechazar toda asistencia de los demás si esta asistencia hacía correr algún peligro a sus camaradas. Celebramos semejante abnegación. Pero no he visto en ella sino un signo discreto de desprecio. Conozco al que comparte su cantimplora cuando ya se seca al sol, o su corteza de pan en el apogeo de su hambre. Y es en primer lugar porque ya desconoce la necesidad, y, henchido de una real ignorancia, abandona a los otros el hueso por roer.
He visto a las mujeres plañir por los guerreros muertos. ¡Pero fuimos nosotros mismos quienes las hemos engañado! Tú has visto retornar a los sobrevivientes, gloriosos y fastidiosos, contando con gran algazara sus hazañas, aportando, en caución del riesgo aceptado, la muerte de los otros; muerte que relatan terrible, pues podría haberles sobrevenido. Yo mismo, en mi juventud, quise alrededor de mi frente esa aureola de sablazos recibidos por los otros. Volvía, blandiendo mis compañeros muertos y su terrible desesperación. Pero aquel al que la muerte ha escogido, ocupado en vomitar su sangre o contener sus entrañas, descubre solo la verdad, a saber: que no hay horror de la muerte. Su propio cuerpo se le aparece como un instrumento en adelante vano, que ha dejado de servir y que él arroja. Un cuerpo desmantelado que muestra su mucho uso. Y si el cuerpo tiene sed, el moribundo no reconoce sino una ocasión más de sed, de la que será agradable verse libre. Y todos los bienes que servían para engalanar, nutrir, festejar esta carne semiextranjera, que es solo propiedad doméstica, como el asno atado a su noria, se tornan inútiles.
Entonces comienza la agonía que es balanceo de una conciencia alternativamente vaciada y vuelta a llenar por las marejadas de la memoria. Van y vienen como flujo y reflujo, trayendo, como se las habían llevado, todas las provisiones de imágenes, todos los caracolillos del recuerdo, todas las conchas de todas las voces escuchadas. Suben, bañan de nuevo las algas del corazón; y he aquí de nuevo todas las ternuras reanimadas. Pero el equinoccio prepara su reflujo decisivo, el corazón se vacía, la marea y sus provisiones vuelven a Dios.
Ciertamente, he visto a muchos hombres huir de la muerte, amedrentados por la confrontación anticipada. Pero, desengáñate, ¡jamás he visto espantarse a aquel que muere!
¿Por qué, pues, habría de lamentarlos? ¿Por qué perder mi tiempo en llorar su fin? He conocido demasiado la perfección de los muertos. ¿Qué he costeado más liviano que la muerte de aquella cautiva con la que alegraron mis dieciséis años y que, cuando me la trajeron, se ocupaba ya en morir, respirando con soplo breve y ocultando su tos en las sábanas, al término de su carrera como la gacela, ya forzada, pero ignorándolo, puesto que le gustaba sonreír? Pero esa sonrisa era viento sobre una ribera, huella de un sueño, estela de un cisne; y día a día se depuraba y era más preciosa, y más difícil de retener, hasta convertirse en aquella simple línea de tal manera pura, una vez el cisne volado.
Muerte también de mi padre. De mi padre consumado y vuelto de piedra. Cuentan que los cabellos del asesino encanecieron cuando su puñal, en lugar de vaciar el cuerpo perecedero, lo hubo llenado con tal majestad. El matador, oculto en la cámara real, cara a cara, no con su víctima, sino con el granito gigante de un sarcófago, cogido en la emboscada de un silencio del que él mismo era la causa, fue descubierto al amanecer reducido a la prosternación por la sola inmovilidad del muerto.
Así, mi padre que un regicida instaló de un golpe en la eternidad, cuando detuvo su aliento suspendió el aliento de los otros durante tres días. Tanto, que las lenguas no se desataron y los hombres no cesaron de abatirse hasta que no lo pusimos en tierra. Pero nos pareció tan importante, él, que no gobernó, sino que gravitó y fundó su marca, que creíamos, cuando lo descendimos a la fosa con largas cuerdas que crujían, no sepultar un cadáver, sino entrojar una provisión. Pesaba, suspendido, como la primera losa de un templo. Y no lo enterramos, sino que lo sellamos en la tierra, por fin trasmutado en lo que es, en este asiento.
Fue él quien me enseñó la muerte y me obligó cuando era joven a mirarla de frente, pues nunca bajó los ojos. Mi padre era del linaje de las águilas.
Fue en el transcurso del año maldito, aquel que se apodó «el Festín del Sol», pues el sol ese año ensanchó el desierto. Brillaba sobre las arenas entre las osamentas, las zarzas secas, las pieles transparentes de los lagartos muertos y la hierba para los camellos cambiada en crin. Él, por quien nacen los tallos de las flores, había devorado a sus criaturas; y se entronizaba sobre sus cadáveres desparramados, como el niño entre los juguetes que ha destruido.
Absorbió hasta las reservas subterráneas y bebió el agua de los pozos raros. Absorbió hasta el dorado de las arenas que se hicieron tan vacías, tan blancas, que bautizamos esta comarca con el nombre de Espejo. Pues un espejo tampoco contiene nada y las imágenes con las que se llena no tienen peso ni duración. Pues un espejo a veces, como un lago de sal, quema los ojos.
Los camelleros, cuando se extravían, si caen en esa trampa que jamás ha devuelto su bien, no la reconocen en un comienzo, porque nada la distingue, y arrastran por ella como una sombra al sol, el fantasma de su presencia. Pegados a la viscosidad de la luz creen marchar; sumergidos ya en la eternidad, creen vivir. Llevan adelante su caravana allá donde ningún esfuerzo prevalece contra la inercia de la extensión. Marchando hacia un pozo que no existe, se regocijan con la frescura del crepúsculo, cuando en adelante no será más que inútil prórroga. Se quejan tal vez, ¡oh simples!, de la lentitud de las noches, cuando las noches pronto pasarán sobre ellos como parpadeos. E, injuriándose con sus voces guturales, con motivo de sus tiernas injusticias, ignoran que ya, para ellos, se ha hecho justicia.
—¿Crees que aquí una caravana se apresura? ¡Deja correr veinte siglos y vuelve a ver! Fundidos en el tiempo y mudados en arena, fantasmas bebidos por el espejo, así los descubrí yo mismo cuando mi padre, para enseñarme la muerte, me condujo atado a la grupa de su caballo.
—Allí —me dijo— hubo un pozo.
En el fondo de uno de esos tubos verticales que reflejan, tan profundos son, una sola estrella, el fango mismo se había endurecido y la estrella prisionera se había extinguido. Sabido es que la ausencia de una sola estrella basta para aniquilar una caravana tan firmemente como una emboscada.
Alrededor del estrecho orificio, como alrededor de un cordón umbilical roto, hombres y bestias se habían aglutinado en vano para recibir del vientre de la tierra el agua de su sangre. Pero los obreros más seguros, azuzados hasta llegar al suelo de ese abismo, habían escarbado inútilmente la costra dura. Semejante al insecto atravesado por un alfiler, aún vivo y que en el temblor de la muerte esparce alrededor de él la seda, el polen y el oro de sus alas, la caravana, clavada al sol por un solo pozo vacío, comenzaba ya a blanquear en la inmovilidad de los tiros rotos, de los cofres reventados, de los diamantes derramados como escombros, y de las pesadas barras de oro que se enarenaban.
Mientras los contemplaba, mi padre habló:
—Sabes lo que es el festín de bodas, una vez que los invitados y los amantes lo han abandonado. El amanecer muestra el desorden que dejaron. Las jarras rotas, las mesas desordenadas, el fuego extinguido, todo conserva el sello de un tumulto que se ha endurecido. Pero leyendo esas huellas —me dijo mi padre— no aprenderás nada sobre el amor.
»Al pesar y dar vueltas el libro del Profeta —me dijo además—, al detenerse sobre el dibujo de los caracteres o sobre el oro de las iluminaciones, el iletrado pierde lo esencial, que no es el objeto vano, sino la sabiduría divina. Como lo esencial del cirio no es la cera que deja trazas, sino la luz.
Sin embargo, como temblara por haber afrontado a lo ancho de una meseta desierta, semejante a las mesas de los antiguos sacrificios, esos residuos de la comida de Dios, mi padre me dijo aún:
—Lo que importa no se evidencia en la ceniza. No te detengas más sobre esos cadáveres. No hay nada aquí, fuera de algunos carros atascados por la eternidad, por falta de conductores.
Entonces, le grité:
—¿Quién me enseñará?
Y mi padre me respondió:
—Descubrirás lo esencial de la caravana cuando ella se consuma. Olvida el vano ruido de las palabras y mira: si el precipicio se opone a su marcha, contornea el precipicio, si la roca se levanta, la evita; si la arena es demasiado fina, busca más lejos una arena más dura, pero siempre retoma la misma dirección. Si la sal de una salina cruje bajo el peso de sus fardos, la ves que se agita, desatasca las bestias, tantea para encontrar un suelo sólido; pero muy pronto vuelve al orden, una vez más, en su dirección primitiva. Si una cabalgadura se abate se hace alto, se recogen las cajas destrozadas, se las carga en otra montura, se estira para amarrarlas bien el nudo de cuerda crujiente; después se vuelve a tomar la misma ruta. A veces muere aquel que servía de guía. Se lo rodea. Se lo entierra en la arena. Se disputa. Después se eleva algún otro al rango de conductor y se enfila el rumbo una vez más, hacia el mismo astro. La caravana se mueve así necesariamente en una dirección que la domina, es piedra pesada en una pendiente invisible.
Los jueces de la ciudad condenaron una vez a una joven que había cometido un crimen a desvestirse al sol de su tierna corteza de carne y, simplemente, ordenaron que se la atara a un poste en el desierto.
—Te enseñaré —me dijo mi padre— hacia qué tienden los hombres.
Y de nuevo me llevó con él.
Mientras viajábamos, el día entero pasó sobre ella, y el sol bebió su sangre tibia, su saliva y el sudor de sus axilas. Bebió en sus ojos el agua de luz. Caía la noche, y su corta misericordia, cuando llegamos, mi padre y yo, al umbral de la meseta prohibida donde, emergiendo blanca y desnuda del asiento de roca, más frágil que un tallo nutrido por la humedad, pero ahora tronchada de las reservas de agua espesa que construyen en la tierra su silencio denso, retorciendo sus brazos como un sarmiento que ya cruje en el incendio, reclamaba la piedad de Dios.
—Escúchala —me dijo mi padre. Descubre lo esencial…
Pero yo era niño y pusilánime:
—Quizá sufre —le respondí— y quizá, también, tenga miedo…
—Ha sobrepasado —me dijo mi padre— el sufrimiento y el miedo que son enfermedades de lo estable, hechas para el humilde rebaño. Ella descubre la verdad.
Y la oí que se quejaba. Prisionera de esta noche sin fronteras, invocaba la lámpara de la tarde en la casa, y la habitación que la hubiera reunido, y la puerta que se habría cerrado firmemente tras ella. Ofrecida al universo entero que no mostraba un rostro, llamaba al niño que uno besa antes de dormir y que resume el mundo. Sometida en la meseta desierta al pasaje de lo desconocido, cantaba el paso del esposo que sueña por la tarde en el umbral y que uno reconoce y que reconforta. Expuesta en la inmensidad y no teniendo nada más que asir, suplicaba que se le devolvieran los únicos diques que le permiten existir, ese paquete de lana que hay que cardar, la escudilla que hay que lavar, esa sola, ese niño que hay que hacer dormir y no otro. Clamaba por la eternidad de la casa, cubierta con todo el pueblo por la misma plegaria de la tarde.
Mi padre me remontó a su grupa, cuando la cabeza de la condenada se dobló sobre el hombro. Y nos encontramos en el viento.
—Oirás su rumor esta noche bajo las tiendas y sus reproches de crueldad —me dijo mi padre—. Pero las tentativas de rebelión se las volveré a meter en la garganta: forjo al hombre.
Adivinaba sin embargo la bondad de mi padre:
—Quiero que amen —terminó diciendo— las aguas vivas de las fuentes. Y la superficie tersa de la cebada verde recosida sobre las resquebrajaduras del verano. Quiero que glorifiquen la vuelta de las estaciones. Quiero que se nutran, semejantes a frutos acabados, de silencio y lentitud. Quiero que lloren largo tiempo sus duelos y que honren largo tiempo a sus muertos, pues la herencia pasa lentamente de una a otra generación y no quiero que pierdan su miel en el camino. Quiero que sean semejantes a la rama del olivo. La que aguarda. Entonces comenzará a hacerse sentir en ellos el gran balance de Dios que viene como un soplo a probar el árbol. Los conduce y vuelve a través del alba a la noche, del verano al invierno, de las cosechas que despuntan a las cosechas entrojadas, de la juventud a la vejez; de la vejez luego a los nuevos niños.
Pues a semejanza del árbol, nada sabes del hombre si expones su duración y lo distribuyes en sus diferencias. El árbol no es semillas, después tallo, tronco flexible, después madera muerta. No es preciso dividirlo para conocerlo. El árbol es esa fuerza que lentamente desposa al cielo. Así pasa contigo, mi hombrecito. Dios te hace nacer, crecer, te llena sucesivamente de deseos, de pesares, de alegrías y sufrimientos, de cóleras y perdones, después te hace entrar en Él. Sin embargo, no eres ni ese escolar, ni ese esposo, ni ese niño, ni ese anciano. Eres aquel que se realiza. Y si sabes descubrirte rama balanceada, bien pegada al olivo, saborearás la eternidad en tus movimientos. Y todo alrededor de ti se hará eterno. Eterna la fuente que canta y ha sabido abrevar a tus padres, eterna la luz de los ojos cuando te sonría la amada, eterna la frescura de las noches. El tiempo no es un reloj que consume su arena, sino un cosechador que ata su gavilla.
2
Así, desde la cima de la torre más alta de la ciudadela, he descubierto que ni el sufrimiento ni la muerte en el seno de Dios, ni el duelo mismo eran de lamentar. Porque el desaparecido, si se venera su memoria, es más presente y más poderoso que el viviente. Y he comprendido la angustia de los hombres y compadezco a los hombres.
Y he decidido curarlos.
Tengo piedad solo de aquel que se despierta en la gran noche patriarcal creyéndose al abrigo bajo las estrellas de Dios, y que de pronto siente el deseo del viaje.
He prohibido que se interrogue, sabiendo que no hay nunca respuesta que sacie. El que interroga busca antes que nada el abismo.
Condeno la inquietud que empuja a los ladrones al crimen, porque he aprendido a leer en ellos y sé que no los salvo si los salvo de su miseria. Pues si creen codiciar el oro de los otros se equivocan. Pero el oro brilla como una estrella. Este amor que se ignora a sí mismo se dirige a una luz que no apresarán jamás. Van de reflejo en reflejo, hurtando bienes inútiles, como el loco que para asir la luna que se refleja extrajera el agua negra de las fuentes. Van y arrojan al fuego breve de las orgías la ceniza vana que han robado. Después reanudan sus estaciones nocturnas pálidos como en el umbral de una cita, inmóviles por el temor de asustar, imaginándose que aquí reside eso que quizá los colmará algún día.
Ese, si lo libero, permanecerá fiel a su culto, y mis hombres de armas aplastando las ramas lo sorprenderán mañana, todavía en los jardines de los otros, pleno del latido de su corazón y creyendo sentir, en esa noche, inclinarse la fortuna hacia él.
Y ciertamente, los cubro antes que a nadie con mi amor, reconociéndoles más fervor que a los virtuosos en sus tiendas. Pero soy constructor de ciudades. He decidido asentar aquí los cimientos de mi ciudadela. He contenido la caravana en marcha. Era semillas en el lecho del viento. El viento acarrea como un perfume la simiente del cedro. Yo resisto al viento y entierro la semilla, con intención de desparramar los cedros para gloria de Dios.
Es preciso que el amor encuentre su objeto. Salvo solo a aquel que ama lo que es y que puede ser satisfecho.
Por esto, igualmente, encierro a la mujer en el matrimonio y ordeno lapidar a la esposa adúltera. Y, ciertamente, comprendo su sed y cuán grande es la presencia que ella declara. Sé leerla, acodada en la terraza, cuando la tarde permite los milagros, encerrada por todas partes por la alta mar del horizonte, y librada, como a un verdugo solitario, al suplicio de ser tierna.
La siento toda palpitante, arrojada aquí, a semejanza de una trucha sobre la arena, y que aguarda como la plenitud de la ola marina, el manto azul del caballero. Lanza su llamado a la noche entera. Quienquiera que surja lo recogerá. Pero ella pasará de manto en manto, pues no existe hombre capaz de colmarla. Así llama una orilla, para refrescarse, el derramamiento de las olas del mar, y las olas se suceden eternamente. Una se gasta después de la otra. Para qué ratificar el cambio del esposo. Quien ame en primer lugar la proximidad del amor no conocerá el encuentro.
Salvo solamente a aquella que puede llegar a ser, y ordenarse alrededor del patio interior, al igual que el cedro se edifica alrededor de su grano, y encuentra, en sus propios límites, su florecimiento. Salvo a aquella que no ama en un principio la primavera, sino el orden de tal flor donde la primavera se ha encerrado. Que en un principio no ama al amor, sino tal rostro particular que ha tomado el amor.
Por esto expurgo o reúno a esta esposa dispersa en la tarde. Dispongo en torno a ella como otras tantas fronteras, la estufilla, el hornillo, y la bandeja de cobre dorado, a fin de que poco a poco, a través de este conjunto, descubra un rostro familiar, una sonrisa solamente de aquí. Y será para ella la aparición lenta de Dios. El niño entonces llorará para obtener de mamar, la lana para cardar tentará los dedos, y la brasa reclamará su porción de aliento. Desde entonces estará capturada y pronta a servir. Porque soy aquel que construye la urna alrededor del perfume para que él la habite. Soy la rutina que colma el fruto. Soy aquel que constriñe a la mujer a tomar figura y a existir, a fin de que más adelante, en su nombre, entregue a Dios no ese débil suspiro dispersado en el viento, sino tal fervor, tal ternura, tal sufrimiento particular…
De este modo he meditado largo tiempo el sentido de la paz. Viene de los recién nacidos, de las cosechas logradas, de la casa por fin en orden. Viene de la eternidad, donde penetran las cosas cumplidas. Paz de granjas plenas, de ovejas que duermen, de lencerías plegadas, paz de la sola perfección, paz de lo que se transforma en regalo de Dios, una vez bien hecho.
Porque se me ha revelado que el hombre es en todo semejante a la ciudadela. Destruye los muros para asegurarse la libertad; pero ya es solo una fortaleza desmantelada, y abierta a las estrellas. Entonces comienza la angustia de no ser. Que haga su verdad del olor del sarmiento que se enrama o de la oveja que se debe esquilar. La verdad se cava como un pozo. La mirada que se dispersa pierde la visión de Dios. Sabe más acerca de Dios el sabio que ha recogido, y no conoce nada más sino el peso de las lanas, que la esposa adúltera abierta a las promesas de la noche. Ciudadela, te construiré en el corazón de los hombres.
Pues hay un tiempo para escoger entre las semillas, pero también hay un tiempo para regocijarse, habiendo escogido de una vez por todas, por el crecimiento de las cosechas. Hay un tiempo para la creación pero hay un tiempo para las criaturas. Hay un tiempo para el rayo escarlata que rompe los diques del cielo, pero hay un tiempo para las cisternas donde las aguas que han irrumpido van a reunirse. Hay un tiempo para la conquista, pero llega el tiempo de la estabilidad de los imperios: yo, que soy servidor de Dios, tengo el gusto de la eternidad.
Odio lo que cambia. Estrangulo a aquel que se alza en la noche y arroja al viento sus profecías como el árbol tocado por la semilla del cielo, cuando cruje y se quiebra y abrasa con él la floresta. Me aterro cuando Dios renueva. Él, el inmutable, ¡que se sosiegue en la eternidad! Pues hay un tiempo para el génesis; ¡pero hay un tiempo, un tiempo dichoso, para la costumbre!
Es preciso pacificar, cultivar y pulir. Soy el que recose las fisuras del sol y oculta a los hombres las trazas del volcán. Soy el césped sobre el abismo. Soy la cueva donde maduran las frutas. Soy la barca que ha recibido de Dios una generación en prenda y la pasa de una orilla a la otra. Dios a su vez la recibirá de mis manos, tal como me la confió, quizá más madura, más prudente, y cincelando mejor los jarros de plata; pero no cambiada. He encerrado a mi pueblo en mi amor.
Por esto protejo al que recomienda, en la séptima generación, para conducirla a su turno a la perfección, la inflexión de la carena o la curva del broquel. Protejo al que de su abuelo cantor hereda el poema anónimo y diciéndolo a su vez y a su vez equivocándose, le agrega su jugo, su uso, su marca. Amo a la mujer encinta o a la que amamanta, amo la manada que se perpetúa, amo las estaciones que retornan. Porque antes que nada soy aquel que habita. ¡Oh ciudadela, mi morada, te salvaré de los proyectos de la arena, y te ornaré con clarines para sonar contra los bárbaros!
3
Porque he descubierto una gran verdad. A saber: que los hombres habitan y que el sentido de las cosas cambia para ellos según el sentido de la casa. Y que el camino, el campo de cebada y la curva de la colina son diferentes para el hombre, según que compongan o no un dominio. Porque he aquí de pronto esa materia dispar que se reúne y pesa en el corazón. Y no habita el mismo universo quien habite o no el reino de Dios. Y que se equivocan los infieles que ríen de nosotros y creen correr tras riquezas tangibles, siendo que no existen. Pues si codician ese rebaño es ya por orgullo. Y los goces del orgullo no son tangibles.
Lo mismo ocurre con aquello que creen descubrir, dividiéndolo, mi territorio. Hay allí, dicen, carneros, cabras, cebada, moradas y montañas. ¿Y qué más? Y se sienten pobres por no poseer nada más. Y tienen frío. Y he descubierto que se asemejan a aquel que despedaza un cadáver. Muestra la vida, dice, a la luz del día: No es más que una mezcla de huesos, sangre, músculos y vísceras. Cuando la vida era aquella luz de los ojos que ya no se leerá en sus cenizas. Cuando mi territorio es algo muy distinto a esos carneros, esos campos, esas moradas: es lo que los domina y los anuda, es la patria de mi amor. Y he aquí que son felices si lo saben, pues ellos habitan mi morada.
Y los ritos son en el tiempo lo que la morada es en el espacio. Pues bueno es que el tiempo que transcurre no nos dé la sensación de gastarnos y perdernos, como al puñado de arena, sino de realizarnos. Bueno es que el tiempo sea una construcción. Así voy de fiesta en fiesta, y de aniversario en aniversario, de vendimia en vendimia, como iba cuando niño de la sala del consejo a la sala del reposo en la anchura del palacio de mi padre, donde todos los pasos tenían un sentido.
Yo he impuesto mi ley, que es como la forma de los muros y el orden de mi morada. El insensato ha venido a decirme: «Libéranos de tus sujeciones y nos haremos más grandes». Pero sabía que lo primero que perderían con esto era el conocimiento de un rostro y, al no amarlo ya, el conocimiento de ellos mismos. Y he decidido a pesar de ellos enriquecerlos con su amor. Pues ellos me proponían para pasearse con más comodidad que echara abajo los muros del palacio de mi padre donde todos los pasos tenían un sentido.
Era una vasta morada con el ala reservada para las mujeres y el jardín secreto donde cantaba el surtidor. (Y ordeno que en la morada se haga un corazón para que uno pueda aproximarse y alejarse de algo. Para que se pueda salir y volver. Pues de lo contrario no se está en ninguna parte. Y ese no estar en ninguna parte no significa ser libre). Había también graneros y establos. Y ocurría que los graneros estuvieran vacíos y los establos desocupados. Y mi padre se oponía a que uno se sirviera de estos para los fines de aquellos otros. El granero, decía, es ante todo un granero, y tú no habitas una morada si no sabes ya dónde te encuentras. Poco importa, proseguía, una costumbre más o menos fértil. El hombre no es un ganado de engorde, y el amor para él cuenta más que la costumbre. Tú no puedes amar una morada que no tenga rostro y donde los pasos no tienen sentido.
Había la sala reservada solamente para las grandes embajadas, y que se abría al sol únicamente los días en que se alzaba el polvo de la arena levantado por los caballeros, y en el horizonte esas grandes oriflamas donde el viento trabajaba como sobre el mar. A esta se la dejaba desierta cuando se recibían principillos sin importancia. Había la sala donde se hacía justicia, y aquellas donde se llevaban los muertos. Había la cámara vacía, esa de la que nadie jamás conoció otro uso —y tal vez no tenía ninguno— que el de enseñar el sentido del secreto y también, que jamás se penetra en todas las cosas.
Y los esclavos que recorrían los corredores llevando sus cargas, desplazaban pesadas colgaduras que se desplomaban sobre sus espaldas. Subían los escalones, empujaban puertas, y descendían nuevos escalones, y, según que estuvieran más cerca o más lejos del surtidor central, se tornaban más o menos silenciosos, hasta volverse inquietos como sombras en los lindes del dominio de las mujeres cuyo conocimiento por error les hubiera costado la vida. Y las mujeres mismas: serenas, arrogantes, o furtivas, según su lugar en la morada.
Oigo la voz del insensato: ¡Cuánto lugar dilapidado, cuántas riquezas inexplotadas, cuántas comodidades perdidas por negligencia! Es preciso demoler estos muros inútiles y nivelar esas cortas escaleras que complican la marcha. Entonces el hombre será libre. Y yo respondo: entonces los hombres se tornarán ganado de la plaza pública y, ante el temor de aburrirse, inventarán juegos estúpidos, regidos también por las mismas reglas; pero por reglas sin grandeza. Porque el palacio puede inspirar poemas. Pero ¿qué poema hablará de la nadería de los dados que echan? Largo tiempo todavía quizá vivan a la sombra de los muros, de los que los poemas les despertarán la nostalgia; después la sombra misma se borrará y no comprenderán más.
¿Y de qué, en adelante, se regocijarán? Así el hombre perdido en una semana sin días, o en un año sin fiestas, que no muestra su rostro. Así el hombre sin jerarquía, que celoso de su vecino, si en algo le aventaja, se empeña en volverlo a su medida, ¿qué alegría obtendrán de la amplia charca que constituirán?
Yo recreo los campos de fuerza. Construyo barreras en las montañas para contener las aguas. Injusto, me opongo así a las pendientes naturales. Restablezco las jerarquías donde los hombres se reúnen como las aguas, una vez que se han mezclado en la charca. Yo tiendo los arcos. De la injusticia de hoy creo la justicia de mañana. Restablezco las direcciones donde cada uno instala su sitio y llama dicha a ese estancamiento. Desprecio las aguas encenagadas de su justicia y libero a aquel que ha sido fundado por una bella injusticia. Y así ennoblezco mi imperio.
Porque conozco sus razonamientos. Admiraban al hombre que ha fundado mi padre. «¿Cómo osan burlar, se han dicho, un éxito tan perfecto?». Y en nombre de aquel que había creado rompieron esas obligaciones. Y mientras perduraron en el corazón, todavía obraban. Después, poco a poco, fueron olvidadas. Y aquel al que se quería salvar está muerto.
Por esto detesto la ironía que no es del hombre, sino del cangrejo. Porque el cangrejo les dice: «Vuestras costumbres, en otras partes son otras, ¿por qué cambiarlas?». Como si le dijera «¿Quién os fuerza a instalar la cosecha en el granero y los rebaños en los establos?». Pero es él quien es víctima de las palabras, porque ignora lo que las palabras no pueden asir. Ignora que los hombres habitan una casa.
Y sus víctimas, que no saben reconocerla, comienzan a desmantelarla. Los hombres dilapidan así su bien más precioso: el sentido de las cosas. Y se creen muy gloriosos, los días de fiesta, por no ceder a las costumbres, por traicionar sus tradiciones, por festejar al enemigo. Y ciertamente, sienten algunas agitaciones interiores en los pasos de sus sacrilegios. En tanto hay sacrilegio. En tanto se erijan contra alguna cosa que gravite todavía en ellos. Y viven de lo que su enemigo respira. La sombra de las leyes les molesta todavía bastante, porque se sienten contra las leyes. Pero la sombra misma pronto se borra. Entonces ya no experimentan nada; pues hasta el gusto mismo de la victoria está olvidado. Y bostezan. Han mudado el palacio en plaza pública; mas una vez gastado el placer de pisotear la plaza con una arrogancia de matamoros, no saben ya qué hacen allí, en esa feria. Y he aquí que sueñan vagamente con reconstruir una casa de mil puertas, con colgaduras que se desploman a la espalda y antecámaras lentas. He aquí donde sueñan con un cuarto secreto que tornaría secreta toda la morada. Y sin saberlo, habiéndolo olvidado, lloran el palacio de mi padre donde todos los pasos tenían un sentido.
Es por esto que, habiéndolo comprendido bien, opongo mi arbitrariedad a esta esterilización de las cosas y no escucho a quienes me hablan de las pendientes naturales. Porque sé demasiado bien que las pendientes naturales engruesan los mares con el agua de los glaciares y nivelan las asperezas de las montañas y rompen los movimientos del río, cuando se echa en el mar, con mil remolinos contradictorios. Porque sé demasiado bien que las pendientes naturales hacen que el poder se distribuya y que los hombres se igualen. Pero yo gobierno y yo escojo. Sabiendo bien que el cedro también triunfa de la acción del tiempo que debía extenderlo en polvo, y, año tras año, edifica, contra la fuerza misma que lo tira hacia abajo, el orgullo del templo de follaje. Soy la vida y yo organizo. Edifico los glaciares contra los intereses de los mares. Poco me importa que las ranas croen por la injusticia. Rearmo al hombre para que sea.
Por esto descuido al charlatán imbécil que reprocha a la palmera no ser cedro, al cedro por no ser palmera y, mezclando los libros tiende al caos. Y sé bien que el charlatán tiene razón en su ciencia absurda, pues, fuera de la vida, cedro y palmera se unificarán y se expandirán en polvo. Pero la vida se opone al desorden y a las pendientes naturales. Es del polvo que extrae al cedro.
El hombre nacerá de la verdad de mis ordenanzas. Y las costumbres y las leyes y el lenguaje de mi imperio; no busco en ellos mismos su significado. Sé muy bien que reuniendo piedras se crea el silencio. Que no se leía en las piedras. Sé muy bien que a fuerza de cargas y vendas es al amor al que se vivifica. Sé muy bien que no conoce nada quien haya despedazado el cadáver y pesado sus huesos y sus vísceras. Porque huesos y vísceras no sirven de nada por sí, no más que la tinta y la pasta del libro. Solo importa la sabiduría que aporta el libro, pero que no es de su misma esencia.
Y rehúso la discusión, pues nada hay aquí que pueda demostrarse. Lengua de mi pueblo, te salvaré de pudrir. Me acuerdo de aquel descreído que visitó a mi padre:
—Ordenas que en tu casa se rece con rosarios de trece cuentas. ¿Qué importan trece cuentas? —decía—. La salvación ¿no es la misma aunque cambies el número?
E hizo valer sutiles razones para que los hombres rezasen con rosarios de doce cuentas. Yo, niño sensible a la habilidad del discurso, observaba a mi padre, dudando del éxito de su respuesta, tan brillantes me habían parecido los argumentos invocados:
—Dime —continuó el otro—, en qué puede gravitar más el rosario de trece cuentas…
—El rosario de trece cuentas —respondió mi padre— gravita con el peso de todas las cabezas que ya he tronchado en su nombre…
Dios aclaró al descreído que se convirtió.
4
Morada de los hombres, ¿quién te fundará sobre la razón? ¿Quién será capaz, según la lógica, de construirte? Existes y no existes. Eres y no eres. Estás hecha de materiales dispares; pero es preciso inventarse para descubrirte. Igual que aquel que destruyó su casa con la pretensión de conocerla posee solo un montón de piedras, de ladrillos y tejas, y no sabe qué servicio esperar de ese montón de ladrillos, de piedras y de tejas, pues les falta la invención que los domina, el alma y el corazón del arquitecto. Porque faltan a la piedra el alma y el corazón del hombre.
Pero como las únicas razones son las del ladrillo, la piedra y la teja y no las del alma o del corazón que los dominan, por su poder los transforman en silencio, y como el alma y el corazón escapan a las reglas de la lógica y a las leyes de los números, entonces, yo apareceré con mi arbitrariedad. Yo, el arquitecto. Yo, que poseo un alma y un corazón. Yo, único que posee el poder de cambiar la piedra en silencio. Llego y amaso esta pasta que es solo materia, según la imagen que solo me llega de Dios y fuera de las vías de la lógica. Yo construyo mi civilización, prendado del gusto que tendrá, como otros construyen sus poemas y la inflexión de la frase y cambian la palabra, sin estar obligados a justificar la inflexión y el cambio, prendados del gusto que tendrán, y que conocen en el corazón.
Porque yo soy el jefe. Y escribo las leyes y dispongo las fiestas y ordeno los sacrificios y, de sus carneros, de sus cabras, de sus moradas, de sus montañas, extraigo esta civilización semejante al palacio de mi padre donde todos los pasos tenían un sentido.
Porque, sin mí, ¿qué hubieran hecho del montón de piedras, al removerlo de derecha a izquierda, sino otro montón de piedras todavía menos organizado? Yo gobierno y escojo. Y soy el único que gobierna. Y he aquí que pueden orar en el silencio y la sombra que deben a mis piedras. A mis piedras ordenadas según la imagen de mi corazón.
Soy el jefe. Soy el dueño. Soy el responsable. Y solicito ayuda. Por haber comprendido claramente que el jefe no es quien salva a los otros, sino quien pide ser salvado. Porque es por mí, por la imagen que conduzco, que se funda la unidad que he obtenido, yo solo, de mis carneros, de mis cabras, de mis moradas, de mis montañas, y helos aquí, amantes, como lo serían de una joven divinidad que abriera sus brazos frescos en el sol, y a la que no han reconocido en un principio. He aquí que aman la casa que he inventado según mi deseo. Y a través de ella, a mí, al arquitecto. Como aquel que ama una estatua no ama la arcilla, ni el ladrillo, ni el bronce, sino los esfuerzos del escultor. Y yo los aficiono a su morada, a los de mi pueblo, para que sepan reconocerla. Y no la reconocerán hasta que la hayan nutrido con su sangre, y engalanado con sus sacrificios. Ella les exigirá incluso su sangre, hasta su carne, porque será su propia significación. Entonces no podrán desconocer esta estructura divina en forma de rostro. Entonces experimentarán amor por ella. Y sus veladas serán fervientes. Y los padres, cuando sus hijos abran los ojos y los oídos, se ocuparán en descubrírsela, a fin de que no se ahogue en la diversidad de las cosas.
Y si he construido mi morada lo bastante vasta como para dar un sentido hasta a las estrellas, entonces, si se aventuran de noche en sus umbrales y alzan la cabeza, darán gracias a Dios por conducir tan bien esos navíos. Y si la he construido lo bastante durable como para que contenga toda la duración de la vida, entonces irán de fiesta en fiesta como de vestíbulo en vestíbulo, sabiendo adónde van, y descubriendo a través de la vida diversa, el rostro de Dios.
¡Ciudadela! Te he, pues, construido como un navío. Te he clavado, aparejado, después abandonado en el tiempo, que es un viento favorable. ¡Navío de los hombres sin el cual perderían la eternidad!
Pero conozco las amenazas que gravitan en contra de mi navío. Siempre atormentado por la mar oscura del exterior. Y por las otras imágenes posibles. Porque siempre es posible echar abajo el templo y prevalerse de las piedras para otro templo. Y el otro no es ni más verdadero, ni más falso, ni más justo, ni más injusto. Y nadie conocerá el desastre, pues la calidad del silencio no está inscrita en el montón de piedras.
Por esto deseo que apoyen sólidamente los grandes flancos del navío. A fin de salvarlos de generación en generación, porque no embelleceré un templo si lo recomienzo a cada instante.
5
Por esto deseo que apoyen sólidamente los grandes flancos de un navío. Construcción de hombres. Porque alrededor del navío está la naturaleza ciega, todavía informulada y poderosa. Y se arriesga a restar exageradamente en reposo quien olvide la potencia del mar.
Cree absoluta por sí misma la morada que le fue dada. Siendo que la evidencia llega a ser una vez más demostrada. Cuando se habita el navío no se ve ya el mar. O si se divisa el mar, es solamente ornamento del navío. Tal es el poder del espíritu. El mar le parece hecho para soportar el navío.
Pero se equivoca. Tal escultor a través de la piedra le ha mostrado tal rostro. Pero otro le hubiera mostrado otro rostro. Y tú mismo has visto las constelaciones: esa es un cisne. Pero otro hubiera podido mostrarte allí una mujer acostada. Llega demasiado tarde. No nos evadiremos jamás del cisne. El cisne inventado nos ha aprisionado.
Pero al creerlo absoluto, por error, ya no se piensa en protegerlo. Y sé bien por dónde me amenaza el insensato. Y el juglar. El que modela rostros con la facilidad de sus dedos. Los que lo ven jugar pierden el sentido de su dominio. Por esto lo hago aprisionar y descuartizar. Mas ciertamente no a causa de mis juristas que me demuestran que está equivocado. Porque no lo está. Pero tampoco tiene razón; y yo lo rechazo en desquite por creerse más inteligente, más justo que mis juristas. Y es una equivocación que crea tener razón. Porque propone, él también, como absoluto, sus figuras enjambradas, brillantes, nacidas de sus manos; pero a las que les falta el peso, el tiempo, la cadena antigua de las religiones. Su estructura aún no se ha integrado. La mía lo estaba. Y he aquí por qué condeno al juglar y salvo así a mi pueblo de pudrirse.
Porque aquel que no presta ya atención y no sabe que habita un navío, por anticipado está como desmantelado y pronto verá brotar el mar cuya ola lavará sus juegos imbéciles.
Porque me fue propuesta esta misma imagen de mi imperio una vez que estábamos en plena mar con el objeto de un peregrinaje, algunos de mi pueblo y yo mismo.
Se hallaban encerrados en un barco de ultramar. Algunas veces en silencio me paseaba entre ellos. Acurrucados junto a los platos de comida, amamantando sus niños o tomados en el engranaje del rosario de la plegaria, se habían tornado habitantes del navío. El navío se había hecho morada.
Pero he aquí que una noche los elementos se sublevaron. Y cuando vine a visitarlos en el silencio de mi amor vi que nada había cambiado. Cincelaban sus anillos, hilaban su lana, o hablaban en voz baja, tejiendo infatigablemente esa comunidad de los hombres, esa red de lazos que hace que si uno muere, arranque algo a todos los demás. Y los oía hablar en el silencio de mi amor desdeñando el contenido de sus palabras, sus historias de hornillos o de enfermedades, sabiendo que no es en el objeto donde reside el sentido de las cosas, sino en la diligencia. Y aquel cuando sonreía con gravedad hacía don de sí mismo… y este otro que se aburría, no sabía que era por temor o ausencia de Dios. Así los contemplaba en el silencio de mi amor.
Y sin embargo, la pesada espalda del mar donde nada había por conocer, los penetraba con sus movimientos lentos y terribles. Sucedía que en el tope de una ascensión todo flotaba en una especie de ausencia. Entonces el navío entero temblaba como si se hubiera hendido su armadura, como si ya se esparciera, y en tanto duraba esta falta de realidades cesaban sus rezos, de hablar, de amamantar los niños o de cincelar la plata dura. Pero cada vez un crujido, duro como el rayo, atravesaba la madera de parte a parte. El navío volvía a caer como en sí mismo, pesando hasta casi romper todos sus contrafuertes, y este aplastamiento provocaba vómitos a los hombres.
Así se apretaban como en un establo crujiente bajo el consolador balanceo de las lámparas de aceite.
Les hice decir, en el temor de que se angustiaran:
—Que los que entre vosotros trabajan la plata me cincelen un jarro; que los que preparan las comidas a los otros se esfuercen más; que los válidos tengan cuidado de los enfermos; que los que ruegan se internen más hondo en la oración…
Y a aquel que yo descubría apoyado, lívido, contra un poste y que escuchaba a través de los calafates espesos el canto prohibido del mar:
—Ve a la cala a contar los carneros muertos. Se ahogan unos contra otros en su terror…
Me respondió:
—Dios amasa el mar. Estamos perdidos. Escucho crujir los grandes flancos del navío… No deben revelarse, puesto que son cables y armaduras. Así, de los cimientos del globo a los cuales confiamos nuestras casas y la procesión de olivos y la ternura de los carneros de lana que mascan lentamente la hierba de Dios en la tarde. Está bien ocuparse de los olivos, de los carneros y de la comida y del amor en la casa. Pero está mal que el cuadro mismo nos atormente. Que lo que estaba hecho retorne a ser obra. He aquí que lo que debe callarse retoma la palabra. ¿Qué llegaremos a ser, si las montañas balbucean? He escuchado, yo ese balbuceo y no sabría ya olvidarlo…
—¿Qué balbuceo? —le demandé.
—Señor, antes habitaba un pueblo construido sobre la espalda tranquilizadora de una colina, bien plantado en la tierra y su cielo, un pueblo establecido para durar y que duraba. Un desgaste maravilloso lucía sobre el brocal de nuestros pozos, sobre la piedra de nuestros umbrales, sobre el apoyo curvo de nuestras fuentes. Pero he aquí que una noche algo se despertó en nuestro asiento subterráneo. Comprendimos que bajo nuestros pies la tierra recomenzaba a vivir y a amasarse. Lo que estaba hecho retornaba a ser obra. Y tuvimos miedo. Tuvimos miedo no tanto por nosotros mismos como por el objeto de nuestros esfuerzos. Por el que nos cambiamos en el curso de la vida. Era yo cincelador y he tenido miedo por el gran jarro de plata en el que trabajaba hacía dos años. Por el cual había trocado dos años de velar. El otro temblaba por sus alfombras de lana alta que había teñido con su alegría. Cada día las desenvolvía al sol. Estaba orgulloso de haber cambiado algo de su carne resecada por esta ola que en un principio parecía profunda. Otro tuvo temor por los olivares que había plantado. Y pretendo que ninguno de entre nosotros temía la muerte; pero todos temblábamos por pequeños objetos estúpidos. Descubrimos que la vida no tenía sentido más que si se la cambia poco a poco. La muerte del jardinero en nada lesiona al árbol. Pero si amenazas al árbol, entonces muere dos veces el jardinero. Había entre nosotros un viejo narrador que conocía los cuentos más bellos del desierto. Y que los había embellecido. Y que era el único en conocerlos, pues no tenía hijos. Y así que la tierra comenzó a deslizarse temblaba por los pobrecitos cuentos que ya nunca serían cantados por nadie. Pero la tierra continuaba viva y amasándose, y una gran marejada ocre comenzaba a formarse y descender. ¿Y qué quieres tú que uno cambie en sí, para embellecer una marejada movible que vuelve lentamente y lo traga todo? ¿Qué construir sobre esos movimientos?
»Bajo la presión las casas viraban lentamente y bajo el efecto de una torsión casi invisible los postes estallaban bruscamente como barriles de pólvora negra. O bien los muros comenzaban a temblar hasta que se esparcían. Y aquellos que entre nosotros sobrevivían perdían el propio significado. Salvo el narrador que se había vuelto loco y cantaba.
»¿Dónde nos conduces? Este navío naufragará con el fruto de nuestros esfuerzos. Siento que en el exterior el tiempo se desliza en vano. Siento que el tiempo pasa. No debe correr de una manera tan sensible, sino endurecerse y madurar y envejecer. Debe juntar poco a poco la obra. Pero ¿qué endurecerá, en adelante, que venga de nosotros y que permanezca?»
6
Y marché por entre mi pueblo soñando en el cambio que no es posible cuando nada de lo estable permanece a través de las generaciones, y en el tiempo que entonces corre perdura inútil como un reloj de arena. Y meditaba: esta morada no es aún suficientemente duradera. Y meditaba en los faraones que se mandaron construir grandes mausoleos indestructibles y angulosos y que avanzan en el océano del tiempo que los desgasta lentamente en polvo. Meditaba en las grandes arenas vírgenes de las caravanas de las que a veces emerge un templo antiguo hundido a medias y como desmantelado ya por la invisible tempestad azul, bogando aún, pero condenado. Y meditaba: este templo no es durable, con su carga de dorados y de objetos preciosos que han costado largas vidas humanas, con su miel guardada por tantas generaciones, con sus filigranas de oro, sus dorados sacerdotales por los cuales viejos artesanos se han lentamente trocado, y esos manteles bordados sobre los cuales ancianas, a lo largo de su vida, se han quemado lentamente los ojos y, una vez resecadas, con toses, conmovidas ya por la muerte, dejaron tras ella esa cola real. Esa pradera que se desenvuelve. Y quienes lo contemplan hoy se dicen: «¡Qué bello es este bordado! ¡Qué bello es!…». Y descubro que esas viejas han hilado su seda durante sus metamorfosis. Sin saberse tan maravillosas…
Pero es preciso construir la gran arca para recibir lo que quedará de ellas. Y el vehículo para transportarlo. Porque yo respeto antes que nada lo que dura más que los hombres. Y salva así el sentido de sus mutaciones. Y constituye el gran tabernáculo al cual confiarán el todo de ellos mismos. Así, descubro todavía esos lentos navíos en el desierto. Prosiguiendo aún sus viajes. Y he aprendido esto que es esencial: Lo importante es construir primero el navío y enjaezar la caravana y construir el templo que dura más que el hombre. Y en lo sucesivo se cambiarán alegremente en algo más precioso que ellos mismos. Y nacen los pintores, los escultores, los grabadores y cinceladores. Pero nada se espera del hombre que trabaja para su propia vida y no para la eternidad. Porque entonces es inútil que le enseñe la arquitectura y sus reglas. Si se construyen casas para vivir ¿a qué cambiar sus vidas por sus casas? Puesto que en esa casa debe servir para sus vidas y para nada más. Y dicen que su casa es útil y no la consideran por ella misma, sino por su sola comodidad. Les sirve y se ocupan en enriquecerla. Pero mueren despojados porque no dejan tras ellos ni el mantel bordado ni el dorado sacerdotal al amparo de un navío de piedra. Llamados a transmutarse, han querido ser servidos. Y cuando se van, de ellos nada queda.
Fue así como paseándome entre mi pueblo, en el delta de la tarde, donde todo se deshace, los contemplé con sus viejas vestimentas ajadas en el umbral de sus humildes tiendecitas, descansando de su actividad de abejas, y ellos me interesaban menos que la perfección del pastel de miel en el que habían colaborado todo el largo del día. Y meditaba delante de uno de ellos que era ciego y que había perdido su pierna. Tan viejo, tan moribundo, quejumbroso como un viejo molino cada vez que se removía y que respondía lentamente, porque era muy viejo en edad y perdía la claridad de las palabras, pero que se tornaba cada vez más luminoso y claro y comprensible en el objeto mismo de su cambio. Porque sus manos temblorosas aumentaban todavía su trabajo, convertido en elixir más y más sutil. Y él, evadiéndose tan maravillosamente de su vieja carne reseca, se volvía más y más dichoso, más y más inatacable. Más y más imperecedero. Y se iba muriendo, sin saberlo, con las manos llenas de estrellas…
De este modo trabajaron toda su vida por un enriquecimiento sin provecho, trocados en el incorruptible bordado… acordando una parte del trabajo para el hábito y toda la otra parte para el cincelado, la inútil calidad del metal, la perfección del dibujo, la dulzura de la curva, que solo sirven para recibir la parte cambiada y que dura más que la carne.
De este modo marcho por la noche a paso lento entre mi pueblo y lo encierro en el silencio de mi amor. Veo que se inquieta solo por aquello que brilla con una inútil luz, poeta pleno de amor por los poemas, pero que no escribe el suyo; mujer amorosa del amor, pero que, sin saber escoger, no puede realizarse, todos llenos de angustia, sabiendo que los curaré de esa angustia si les autorizo ese don que exige sacrificio y elección y olvido del universo. Pero tal flor es en primer lugar una refutación de todas las otras flores. Y sin embargo, con esta condición solo es bella. Esto digo también del objeto del cambio. Y el insensato que en esta velada viene a reprochar a su bordado, con el pretexto de que pudo tejer otra cosa, prefiere pues la nada a la creación. Así marcho, y siento subir la plegaria sobre los olores del campamento, donde todo madura y se integra en silencio, lentamente, sin ser casi advertido. Sucede esto en el tiempo que baña antes que otra cosa, para convertirse en fruto, el bordado y la flor.
Y en el curso de mis largos paseos he comprendido que la calidad de la civilización de mi imperio no se asienta sobre la calidad de los alimentos, sino en la de las exigencias y en el fervor del trabajo. No está hecha de posesión, sino del don. Civilizado en primer lugar el artesano de que hablo y que se recrea en el objeto, y en desquite, eterno, no teme más morir. Civilizado también aquel otro que combate y se cambia en el imperio. Pero este otro se envuelve sin provecho en el lujo comprado a los mercaderes, aun cuando nutra su ojo de perfección, si antes no ha creado nada. Y conozco esas razas bastardeadas que ya no escriben sus poemas, sino que los leen, que no cultivan su suelo, sino que se sostienen en sus esclavos. Es contra ellos que las arenas del Sur preparan eternamente, en su miseria creadora, las tribus vivientes que se lanzarán a la conquista de sus provisiones muertas: No amo a los sedentarios del corazón. Los que nada cambian y nada llegan a ser. Y la vida no bastó para madurarlos. Y el tiempo se desliza para ellos como el puñado de arena y los pierde. ¿Y qué devolveré a Dios en su nombre?
De este modo he conocido su miseria, cuando se rompía el receptáculo antes que estuviera lleno. Porque la muerte del abuelo transformado en tierra después de haberse todo entero trasmutado, es una maravilla, y es el instrumento lo que se entierra, en adelante inútil. He visto en mis tribus esos niños amenazados por la muerte y que se asfixiaban sin decir nada, los ojos entornados, guardando un resto de brasa bajo sus pestañas inmensas. Porque sucede que Dios, a semejanza del segador, siega flores mezcladas a la cebada pura. Y cuando recoge su gavilla, rica en granos, encuentra en ella ese lujo inútil.
Es el niño de Ibrahín quien muere, decía el pueblo.
Y me fui con paso lento, ignorado de todos, a la casa de Ibrahín, sabiendo que uno se comprende a través de las ilusiones del lenguaje si se encierra en el silencio del amor. Y no me prestaron atención, ocupados en oírlo morir.
Se hablaba bajo en la casa, se avanzaba deslizando las babuchas como si hubiese allí alguien que tuviera mucho miedo y al que el menor ruido hubiera hecho huir. Nadie se atrevía a moverse ni a abrir o cerrar las puertas, como si hubiera allí una llama temblorosa prendida sobre el aceite liviano. Cuando lo avisté comprendí que estaba fugándose, a causa del aliento escaso, a causa de los pequeños puños cerrados, asidos al galope de su fiebre, a causa de sus ojos obstinadamente cerrados y que se rehusaban ver. Y los advertí alrededor de él tratando de aprisionarlo, como se trata de aprisionar a los pequeños animales salvajes. Le presentaban temblando el bol de leche. Quizá sintiera el deseo de la leche y reparara en su buen olor y bebiera. Y se comunicarían con él como con la gacela que come en la palma de la mano. Pero permanecía serio e impasible. No era leche lo que le faltaba. Entonces las viejas, muy dulcemente, tan dulcemente como hablan a las torcazas, comenzaban a cantar en voz baja una canción que había amado, aquella de las nueve estrellas que se bañan en la fuente; pero sin duda estaba él muy lejos, y no las oía. Ni se volvía en su fuga. De tal modo su muerte lo volvía infiel. Entonces se le mendigaba al menos ese gesto, esa mirada que el viajero sin acortar el paso arroja al amigo… un signo de reconocimiento. Se le cambiaba de posición en su lecho, se le enjugaba su frente sudorosa, se lo forzaba a beber. Y todo podía ser bueno para despertarlo de la muerte.
Y los abandoné, ocupados en tenderle trampas para que viviera. ¡Oh tan fáciles de sortear para este niño de nueve años! Y en tenderle juguetes para encadenarlo por la dicha. Pero su manecita los rechazaba inexorable, cuando los colocaban demasiado contra él, como otro aparta las malezas que retardaron su galope.
Y me fui y me volví hacia el umbral. No se trataba más que de un momento, un resplandor, un aspecto de la ciudad entre los otros. Un niño llamado por error había sonreído, había respondido al llamamiento. Acababa de volverse hacia el muro. Presencia de niño ya más frágil que una presencia de pájaro… y yo les dejaba hacer el silencio para aprisionar al niño que moría.
Caminaba a lo largo de la calleja. Oía, a través de las puertas reprender a los sirvientes. Se ponía en orden la casa, se hacía el equipaje para la travesía de la noche. Poco me importaba que la reprimenda fuera injusta. No oía más que el fervor. Y más lejos, contra la fuente, una chicuela lloraba con la frente hundida en su codo. Le pasé dulcemente la mano sobre los cabellos y volví hacia mí su rostro sin preguntarle la causa de su pesar, sabiendo que ella no podía conocerla. Porque el pesar está siempre formado por el tiempo que pasa y no ha dado fruto. Hay pesar por la huida de los días, por el brazalete perdido que pertenece al tiempo que se pierde, o por la muerte del hermano que es del tiempo que ya no tiene uso. Y el de esta, cuando haya envejecido, será un pesar por la partida del amante, que será, sin que lo sepa ella, camino perdido hacia lo real, hacia el hornillo y la casa bien cerrada y los niños que se amamantan. Y el tiempo de pronto correrá inútil a través de ella como a través de un reloj de arena.
Y en ese momento una mujer apareció en el umbral, radiante, y me miró a la cara con la plenitud de su alegría a causa, quizá, del niño que acababa de dormirse, o de la sopa perfumada o de un simple cambio. Y teniendo de pronto el tiempo para ella. Y yo pasaba delante de mi remendón de una sola pierna, ocupado en embellecer con filigranas de oro sus babuchas y comprendí claramente, aunque casi no tuviera voz, que cantaba:
—¿Qué tienes, remendón, que te hace tan feliz?
Pero no escuché la respuesta sabiendo que se engañaría y me hablaría del dinero ganado o de la comida que esperaba o del reposo. Sin saber que su dicha consistía en transfigurarse en babuchas de oro.
7
Porque he descubierto esta otra verdad: vana es la ilusión de los sedentarios que creen poder habitar en paz sus moradas, porque toda morada está amenazada. Así, el templo que has construido sobre la montaña, sometido al viento del norte, se ha gastado poco a poco como una roda vieja y comienza ya a zozobrar. Y lo mismo pasará con aquel que las arenas asaltan y del cual tomarán posesión poco a poco. Encontrarás sobre sus cimientos un desierto extenso como el mar. Así, de toda construcción y principalmente de mi indivisible palacio hecho de carneros, de cabras, de moradas y montañas, diligencia antes que nada de mi amor, el cual, si muere el rey en el que se resume ese rostro, se resolverá de nuevo en montañas, cabras, moradas y carneros. Y, perdido en adelante en la disparidad de las cosas, no será más que materiales en desorden ofrecidos a nuevos escultores. Vendrán, con esa imagen que llevan en su corazón, a ordenar según el sentido nuevo los caracteres antiguos del libro.
De este modo he obrado yo mismo. Noches suntuosas de mis expediciones guerreras, no sabría celebraros demasiado. Habiendo construido, sobre la virginidad de la arena, mi campamento triangular, subía a una eminencia para aguardar que la noche concluyera y, midiendo con una mirada la mancha negra,