Civilizados hasta la muerte - Christopher Ryan - E-Book

Civilizados hasta la muerte E-Book

Christopher Ryan

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Beschreibung

El progreso, la ilusión básica de nuestra época, se agota. En general, los niños ya no esperan que sus vidas sean mejores que las de sus padres. Los escenarios distópicos están cada vez más presentes en la conciencia pública a medida que las piscifactorías colapsan, los niveles de CO2 aumentan y nubes de vapor radiactivo surgen de las plantas nucleares "a prueba de fallos". A pesar de las maravillas tecnológicas de nuestra época, o quizá debido a ellas, vivimos días oscuros. Producimos más alimentos que nunca, pero el hambre y la desnutrición siguen presentes en la mayor parte del mundo. Las tasas de depresión clínica y suicidio continúan su ascenso sombrío en el mundo desarrollado. Un tercio de los niños estadounidenses son obesos o tienen un grave sobrepeso, y la tasa de aumento de la depresión entre los niños es superior al veinte por ciento. Con la fe en el futuro fundiéndose como un glaciar sobrecalentado, incluso cuando la satisfacción con el presente se evapora, es hora de una reevaluación sobria del pasado, de aportar una mirada multidisciplinaria y científicamente informada de los efectos de esta fatídica divergencia. En Civilizados hasta la muerte, Ryan afirma que deberíamos empezar a mirar hacia atrás para encontrar el camino hacia un futuro mejor.

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INTRODUCCIÓN

Conocer la propia especie

Llamadme desagradecido. Tengo empastes de plata en los dientes, cerveza artesanal en el frigorífico y todo un mundo de música en el bolsillo. Conduzco un coche japonés con control de velocidad, dirección asistida y airbags a punto para amortiguarme en un abrazo explosivo en caso de que me quedara dormido. Llevo gafas alemanas que se oscurecen con la luz del sol de California y escribo estas palabras en un ordenador que es más fino y ligero que el libro en el que se publicarán. Disfruto de la compañía de amigos que habría perdido de no haber sido por una intervención quirúrgica de urgencia, y durante los últimos diecisiete años de su vida la sangre de mi padre fue procesada por el hígado de un hombre llamado Chuck Zoerner, fallecido en 2002. Me sobran los motivos para apreciar las numerosas maravillas de la civilización.

Y sin embargo.

Cuando el escritor inglés G. K. Chesterton visitó por primera vez Estados Unidos, una noche sus anfitriones lo llevaron a conocer Times Square. Chesterton contempló el lugar en silencio durante un rato. La situación era cada vez más incómoda, hasta que finalmente alguien le preguntó su opinión, a lo que Chesterton repuso: «Estaba pensando en lo hermoso que sería si no pudiera leer».

Como Chesterton, nosotros también podemos leer las señales, y no son buenas. Los anuncios machacones y parpadeantes pierden constantemente su poder de distraernos de lo que muchos ya saben y la mayoría sospecha: estamos llegando al final del camino. La fe en el progreso —la promesa y la premisa de la civilización— se derrite como un glaciar.

Pero ¿y los antibióticos y los aviones, los derechos de la mujer y el matrimonio homosexual? Es cierto. Sin embargo, un análisis detallado permite observar que muchos de los supuestos dones de la civilización son poco más que una compensación parcial por el precio que ya hemos pagado, o que en realidad causan tantos problemas como afirman resolver.

Por ejemplo, la mayoría de las vacunas contra las enfermedades infecciosas nos protegen de cosas que nunca habían sido un problema hasta que los humanos comenzaron a domesticar animales, cuyos agentes patógenos fueron transmitidos a nuestra especie. La gripe, la varicela, la tuberculosis, el cólera, las enfermedades cardíacas, la depresión, la malaria, la caries, la mayoría de los tipos de cáncer y casi todas las enfermedades importantes responsables de causar sufrimiento a gran escala a nuestra especie derivan de algún aspecto relacionado con la civilización: animales domesticados, pueblos y ciudades densamente poblados, alcantarillas abiertas, alimentos contaminados con pesticidas, perturbaciones en nuestro microbioma, etc.

Apenas unos años después de descifrarse el milagro de la aviación, los pilotos tenían una mano en los mandos y la otra ocupada en lanzar bombas sobre poblaciones civiles. Solo en las sociedades modernas más progresistas las personas LGTBQ y las mujeres han recuperado la aceptación y el respeto que generalmente recibían en la mayoría de las sociedades forrajeras.[1] Los informes acerca del progreso tienden a ser extremadamente exagerados y suelen aceptarse con los ojos cerrados, mientras que cualquiera que cuestione los beneficios de la civilización es susceptible de ser tachado de cínico, utópico o un híbrido de ambos.

«Se puede decir que una era termina —dijo Arthur Miller— cuando sus ilusiones básicas se han agotado». Y el progreso, sin duda la ilusión básica de nuestra era, se ha agotado. Los escenarios distópicos se vuelven cada vez más amenazantes a medida que las industrias pesqueras se derrumban, los niveles de CO2 aumentan y las nubes de vapor radiactivo emanan de las plantas nucleares «a prueba de fallos». Se vierte petróleo en los océanos, los patógenos mutantes ganan terreno a los últimos antibióticos eficaces y los muertos vivientes caminan por nuestro inconsciente colectivo. Cada año que pasa es el más caluroso desde que hay registros, y la siguiente guerra no declarada prende a partir de las brasas de la anterior, mientras que los partidos políticos nombran a patanes que son incapaces de ponerse de acuerdo sobre qué está sucediendo, y ya no digamos sobre qué hacer al respecto. A pesar de las maravillas de nuestra época, o tal vez en parte debido a ellas, vivimos tiempos profundamente difíciles.

Es muy común preguntarse qué sabios consejos podría ofrecernos un emisario del futuro para ayudarnos a escoger el mejor camino a seguir. Pero imaginemos la situación inversa. ¿Cómo evaluaría una viajera en el tiempo procedente del pasado prehistórico el estado y la trayectoria del mundo moderno? Seguro que se asombraría de muchísimas cosas, pero una vez mermara su admiración por los teléfonos móviles, los viajes en avión y los coches sin conductor, ¿qué opinaría de la esencia y el significado de nuestras vidas? ¿Se quedaría más sorprendida por nuestros chismes o más consternada por lo que hemos dejado atrás en nuestra precipitada carrera hacia un futuro cada vez más precario?

Esta no es una pregunta tan hipotética como podría parecer. Un sinfín de misioneros, exploradores, aventureros y antropólogos se han sentido constantemente confundidos y decepcionados por el rechazo de los pueblos indígenas a las comodidades y limitaciones de la civilización. «¿Por qué debería aprender a cultivar —preguntaba un ¡kung san— cuando en el mundo hay tantísimas nueces de mongongo?». En una carta dirigida a un amigo, Benjamin Franklin observaba el escaso interés que manifestaban los indios por unirse a la civilización: «Jamás han demostrado ninguna voluntad de cambiar su modo de vida por el nuestro. Por más que se les instruya en nuestra lengua desde niños y se les habitúe a nuestras costumbres, basta con que vayan a visitar a sus parientes y den un paseo por su lugar de origen para que no haya forma de persuadirlos de que regresen». Franklin, asimismo, afirmaba que cuando los niños blancos prueban la vida india —generalmente tras haber sido capturados—, también la prefieren. Una vez rescatados, «nuestra forma de vida no tarda en disgustarles, así como los desvelos y el cuidado necesarios para mantenerla; nada les disuade de abandonar la buena sociedad en cuanto encuentran la oportunidad de volver a los bosques».[2]

Charles Darwin conoció de primera mano cuán difícil era vender la civilización a los pueblos nativos. A su paso por Tierra del Fuego a bordo del Beagle, le impactó lo que él veía como la miseria y la degradación de la gente que vivía en el frío y tormentoso extremo sur de las Américas. En una carta a un amigo, Darwin escribió: «No he visto nada en mi vida que me haya impresionado tanto como la primera visión de un salvaje. Era un fueguino desnudo, sus largos cabellos le cubrían casi por completo, su rostro estaba pintado con diversos colores». En su diario anotó: «Creo que el hombre en esta parte extrema de América del Sur está más degradado que en ninguna otra parte del mundo».[3]

En un viaje anterior, Robert FitzRoy, el capitán del Beagle, había capturado a tres fueguinos, dos niños —a los que los británicos llamaron Fuegia Basket y Jemmy Button—[4] y un joven al que llamaron York Minister. FitzRoy sostenía que el secuestro estaba justificado porque «los beneficios últimos que obtendrán al estar en contacto con nuestros hábitos e idioma compensarán la separación temporal de su propio país». FitzRoy los llevó a Inglaterra, donde pasaron más de un año siendo adoctrinados en la vida civilizada; durante su estancia incluso llegaron a conocer al rey Guillermo IV y a la reina Adelaida. Ya familiarizados con la evidente superioridad de la sociedad europea, subieron de nuevo a bordo del Beagle junto a Darwin para regresar a Tierra del Fuego con los suyos y predicar así las bondades de un enfoque correcto y civilizado de la vida.

Sin embargo, cuando el Beagle retornó a Woolya Cove, cerca de lo que ahora se conoce como el monte Darwin, justo un año después de devolverlos a su lugar de origen, Jemmy, York y Fuegia no aparecían por ninguna parte. Las cabañas y los jardines que los marineros británicos habían construido para los tres fueguinos estaban vacíos y cubiertos de vegetación. Finalmente lograron localizar a Jemmy y lo invitaron a cenar a bordo con Darwin y FitzRoy. Jemmy confirmó a sus anfitriones que los fueguinos habían abandonado las costumbres civilizadas. Sobrecogido por la tristeza, Darwin dejó por escrito que nunca había sido testigo de «un cambio tan completo y penoso», y que «contemplarlo producía dolor». (Darwin señaló que Jemmy no había olvidado el uso correcto de los cubiertos). Cuando el capitán FitzRoy le ofreció un pasaje de vuelta a Inglaterra, Jemmy rehusó alegando que «no tenía el menor deseo de regresar a Inglaterra», puesto que vivía feliz y contento rodeado de «tantos frutos», «tantos peces» y «tantos pájaros».[5]

* * *

Carl Jung se lamentaba de la «pérdida de vinculación con el pasado» y del «desarraigo», que llevan a vivir «más del futuro y de sus promesas quiméricas de una era dorada, que del presente, en el cual todo nuestro trasfondo histórico-evolutivo ni siquiera se ha alcanzado todavía». En sus memorias Recuerdos, sueños, pensamientos,[6] Jung no pudo haber sido más claro a la hora de lamentar la deriva de nuestra especie hacia la fantasía futura: «Desenfrenadamente se arroja uno a lo nuevo llevado por un creciente sentimiento de insatisfacción, descontento y desasosiego. No se vive ya de lo que se posee, sino de promesas, no a la luz del presente día, sino en las tinieblas del futuro en que se aguarda el auténtico amanecer. No se quiere reconocer que todo mejor se adquiere a costa de un peor».

En un ensayo de 1928 titulado Posibilidades económicas para nuestros nietos, el célebre economista John Maynard Keynes imaginó cómo sería el mundo pasado un siglo. En el texto predecía que se habría alcanzado una situación tan excelente que nadie tendría que preocuparse por ganar dinero. El principal problema de la gente sería qué hacer con la abrumadora cantidad de tiempo libre del que dispondría. «Por primera vez desde la creación, el hombre se enfrentará con su problema real, su problema permanente —afirma Keynes—: cómo usar su libertad respecto de las preocupaciones económicas, cómo ocupar su ocio, que la ciencia y el interés compuesto habrán ganado para él».

Hoy nos encontramos en ese futuro tan esperado, pero el estadounidense medio está igual de exhausto y desesperado que siempre, trabaja tantas horas como en la década de los setenta y disfruta, con suerte, de un par de semanas de vacaciones al año. Si bien desde el punto de vista técnico es cierto que el índice de riqueza mundial ha aumentado en las últimas décadas, no es menos cierto que, por lo menos en Europa y Estados Unidos, casi todo el excedente de riqueza ha ido a parar a aquellos que menos lo necesitan, dejando al resto más atrasados que nunca.

No obstante, ni siquiera los más afortunados de entre nosotros están realmente cómodos. El 44 por ciento de los estadounidenses cuyos ingresos anuales oscilan entre los cuarenta mil y los cien mil dólares informaron de la imposibilidad de reunir cuatrocientos dólares en caso de emergencia, y el 27 por ciento de los que superan los cien mil dólares anuales dijeron lo mismo.[7] Globalmente, el producto interior bruto (PIB) aumentó en un 271 por ciento entre 1990 y 2014, pero el número de personas que viven con menos de cinco dólares al día aumentó en un 10 por ciento durante ese mismo periodo, mientras que el número de personas que pasan hambre aumentó en un 9 por ciento.

¡Oh, el ocioso y glorioso futuro!, siempre a la vuelta de la esquina. ¿Creéis que soy demasiado negativo? El biólogo evolutivo Stephen Jay Gould consideraba que la noción misma de progreso era una «idea nociva incrustada en la cultura imposible de verificar, una idea que no es operativa ni se puede analizar y que deberíamos dejar de lado si queremos comprender los mecanismos de la historia».[8] A Jared Diamond tampoco le convence la propaganda a favor del progreso y, con algo más de diplomacia, señala que palabras como «civilización» o expresiones como «el nacimiento de la civilización» transmiten «la falsa impresión de que la civilización es buena, los cazadores-recolectores son miserables y la historia de los últimos trece mil años ha supuesto un progreso hacia una mayor felicidad humana». Diamond no compra esta idea, y escribe: «No damos por supuesto que los Estados industrializados sean “mejores” que las tribus de cazadores-recolectores, ni que el abandono de la forma de vida basada en la caza y la recolección por el estadio basado en el hierro represente un “progreso”, ni que haya conducido a un aumento de la felicidad humana».[9]

Sin embargo, no dejamos de oír a los amantes del progreso, a los que verdaderamente creen en la idea supuestamente evidente de que estamos cumpliendo con nuestro destino como especie elegida del planeta, decir que progresamos hacia algún objetivo asintótico que está cada vez más cerca, aunque nunca termine de llegar. No cuestiono la realidad del progreso en determinados contextos, pero tengo dudas acerca de cómo conceptualizarla y medirla. Por ejemplo, es muy habitual confundir progreso con adaptación. La adaptación —y, por extensión, la evolución— no presupone que una especie «mejore» a medida que evoluciona, simplemente que cada vez está mejor adaptada a su entorno. El «más apto» puede sobrevivir y reproducirse, pero la «aptitud» es un concepto que solo existe en un contexto ecológico específico, no posee un significado o valor absoluto al margen de ese contexto. Los buitres macho egipcios, por mencionar un ejemplo, se embadurnan toda la cara de mierda (seguramente para exhibir ante las hembras su capacidad inmunológica); es probable que esta específica demostración de aptitud no resulte tan efectiva en otras especies.

A menudo tengo la impresión de que estamos progresando hacia una manifestación moderna de nuestro pasado lejano, o hacia un precipicio. Nuestras desesperadas peregrinaciones van en busca de un lugar muy parecido al hogar que abandonamos cuando salimos del jardín y comenzamos a cultivar la tierra. Puede que nuestros sueños más apremiantes no sean más que el mero reflejo del mundo tal como era antes de que nos quedáramos dormidos.

Tal vez nos estemos acercando a la llamada singularidad, donde nuestros cuerpos atrofiados por el confort se funden en las pantallas que miramos la mayor parte de nuestras vidas. O tal vez la colonización de otros planetas permitirá que nuestros descendientes habiten en cúpulas lejanas patrocinadas por Apple, Tesla y Caesars Palace. Si, como Keynes, esperabais un mundo igualitario de plenitud compartida y tiempo libre a raudales en el que disfrutar de la compañía de vuestros seres queridos, pensad que nuestros antepasados ocuparon un mundo muy parecido a ese hasta la aparición de la agricultura. Lo que vino a llamarse «civilización» surgió hace unos diez mil años, y desde entonces hemos estado progresando para alejarnos de él.

Cuando uno avanza en la dirección equivocada, el progreso es lo último que necesita. El «progreso» que define nuestra época a menudo se parece más a la progresión de una enfermedad que a su curación. La civilización a menudo parece estar tomando velocidad con la misma vertiginosidad con la que desaparecen las cosas por el desagüe. ¿Acaso la feroz creencia en el progreso es una especie de analgésico, un antídoto de fe en el futuro para un presente cuya contemplación resulta demasiado aterradora?

Sí, ya lo sé, siempre aparece el típico lunático que vaticina el final de los tiempos y que dice: «¡Esta vez es diferente!». En efecto, esta vez es diferente. Titulares como «Estamos condenados. ¿Y ahora qué?» se cuelan en las páginas de los principales periódicos.[10] El clima del planeta está desplazándose como la carga de un barco que se hunde. El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados informó de que a finales de 2015 el número de personas desplazadas forzosamente a causa de la guerra, los conflictos y la persecución había aumentado de 37,5 millones en 2004 a la sobrecogedora cifra de 65,3 millones. Bandadas de aves caen muertas del cielo, el zumbido de las abejas se desvanece, las migraciones de mariposas han cesado y las vitales corrientes oceánicas están disminuyendo. Las especies se extinguen a un ritmo sin precedentes desde la desaparición de los dinosaurios hace 65 millones de años. Masas de plástico del tamaño de Texas acidifican los océanos hasta asfixiarlos, y los acuíferos de agua dulce se están quedando secos. Los casquetes polares se derriten mientras las nubes de metano burbujean en las profundidades, acelerando el ciclo de destrucción global. Los Gobiernos miran hacia otro lado mientras Wall Street arranca los últimos pedazos de riqueza del cadáver de la clase media y las compañías energéticas destruyen la tierra con el fracking, bombeando venenos secretos a los acuíferos de los que todos dependemos pero que no sabemos cómo proteger. No es de extrañar que la depresión sea la principal causa de discapacidad en el mundo y que esté creciendo a gran velocidad.

El estado de la cuestión es escandaloso y preocupante, pero no debería sorprendernos. Todas las civilizaciones que nos han precedido sucumbieron a la confusión y el caos. ¿Por qué deberíamos suponer que la nuestra rompería este patrón? Sin embargo, existe una diferencia: mientras que Roma, Sumeria, los mayas, el antiguo Egipto o la Isla de Pascua desembocaron en colapsos regionales, la civilización que ahora se derrumba a nuestro alrededor es global. En palabras del historiador canadiense Ronald Wright: «Que la historia se repita una y otra vez tiene un precio cada vez más alto».[11]

Quizás seáis de la opinión de que el fin del mundo es irrelevante. Tal vez consideréis que la sublime belleza de los últimos cuartetos de Beethoven, las fotos del planeta Tierra tomadas desde el espacio o el conocimiento de la estructura del ADN son cosas que no tienen precio…, ni siquiera el precio desorbitado que pagamos todas las criaturas de este planeta, incluido el ser humano. Quizá la medicina tecnológica haya salvado vuestra vida o la de alguno de vuestros seres queridos y os resulte difícil y desagradable no ser unos fanáticos del progreso. Tal vez tengáis fe en que las coaliciones autoorganizadas de personas inteligentes y decentes encontrarán el modo de hacer que las acciones correctivas se viralicen e inyecten a nuestra especie, justo a tiempo, algo de sentido común.

Cada uno de nosotros debe responder por sí mismo a la pregunta de si las maravillas de nuestra época valen su desmesurado precio. Pero antes de que podamos empezar a dar respuesta a una cuestión tan fundamental es preciso retirar el velo de la propaganda pro-progreso a la que hemos sido sometidos durante siglos para así lograr dos objetivos: obtener una concepción más completa de la civilización que incluya los costes y las víctimas, y reflexionar detenidamente sobre hasta qué punto las «maravillas modernas» proporcionan significado y plenitud a nuestras vidas. Si todo es tan prodigioso, ¿por qué tantos de nosotros somos tan profundamente infelices?

La creencia generalizada de que la vida humana no civilizada fue y es una lucha desesperada por la supervivencia se deriva del arrogante desprecio por los «salvajes» incivilizados, tan habitual en los siglos anteriores. Pero más allá de su inexactitud y de su trasfondo racista, este punto de vista tiene consecuencias desastrosas en el momento presente: decisiones médicas a vida o muerte equivocadas que se toman debido a falsas suposiciones sobre las capacidades del cuerpo humano, relaciones que no están a la altura de unas expectativas poco realistas, sistemas legales basados en nociones inexactas de la naturaleza humana, instituciones educativas que sofocan la curiosidad innata de los estudiantes, y un largo etcétera; todas ellas generan tanto sufrimiento como supuestamente deberían evitar. De hecho, casi todos los aspectos de nuestras vidas (y de nuestras muertes) están distorsionados por un juicio desinformado sobre el tipo de animal que es realmente el Homo sapiens.

El doctor Jonas Salk, célebre por haber inventado la vacuna contra la polio, lo expresó de manera memorable: «Es necesario no solo “conocerse a sí mismo”, sino también “conocer la propia especie” y comprender la “sabiduría” de la naturaleza, especialmente de la naturaleza viva, si queremos comprender y ayudar al hombre a desarrollar su propia sabiduría de forma que conduzca a una vida de tanta calidad que haga que vivir sea una experiencia deseable y satisfactoria».[12]

Sin embargo, ¿cuántos de nosotros conocemos nuestra especie lo suficiente como para conocernos a nosotros mismos? Durante siglos nos han informado mal sobre la clase de criatura que éramos, somos y podemos ser. La confusión resultante socava nuestros intentos de vivir vidas «deseables y satisfactorias». Las mentiras pueden repetirse con tanta frecuencia que terminan por volverse indistinguibles de las voces en nuestra cabeza: «La civilización es el mayor logro de la humanidad»; «El progreso es innegable»; «Eres afortunado de estar vivo aquí y ahora»; «Cualquier duda, desesperación o decepción que sientas es culpa tuya»; «Supéralo»; «Olvídate de las penas»; «Tómate una pastilla y deja de quejarte».

Quiero dejar claro que no albergo ilusiones sobre los «nobles salvajes» o sobre «la vuelta al jardín». Si los salvajes son o fueron alguna vez nobles, veremos que se debe a que sus sociedades florecieron al promover la generosidad, la honestidad y el respeto mutuo (no es ninguna casualidad que todos estos valores sean aún apreciados de forma instintiva por la mayoría de los humanos modernos). Existían razones concretas y fundamentadas en la supervivencia para que nuestros antepasados cazadores-recolectores, altamente interdependientes, honraran estos valores y características de la personalidad (y para que la evolución los promulgase a través de la selección sexual, ya que las mujeres los consideraron una cualidad atractiva en los hombres). En cuanto al paraíso, hace tiempo que está asfaltado. Hemos ido demasiado lejos y ya no hay vuelta atrás. Los niveles de población humana superaron hace mucho tiempo la capacidad de carga de las prácticas cazadoras-recolectoras, que requieren densidades de población inferiores a una persona por milla cuadrada en la mayoría de los ecosistemas. En cualquier caso, ya no somos los seres no domesticados que eran nuestros antepasados prehistóricos. Hemos perdido por el camino demasiados conocimientos y la condición física necesaria para vivir cómodamente bajo las estrellas. Si nuestros antepasados eran lobos o coyotes, la mayoría de nosotros estamos más cerca de ser carlinos o caniches.

Hace años, en Bukittinggi, en la isla indonesia de Sumatra, me topé con el que quizás sea el parque zoológico más triste del mundo. El lugar no era más que un conjunto de deprimentes jaulas de hormigón donde languidecían unos cuantos orangutanes condenados. Nunca olvidaré la expresión de sus ojos al acercarse a mí al otro lado de los oxidados barrotes de hierro, suplicando ser liberados, tener algún tipo de contacto, la muerte…, cualquier cosa menos más de lo mismo. Después de ver tan de cerca aquel sufrimiento, que más tarde supe que se llama «zoochosis», no volví a pisar un zoológico durante décadas, pero al final un amigo me convenció para que fuera a visitar a los bonobos en San Diego. Llamar a ambas instalaciones del mismo modo, «parques zoológicos», no es más que un síntoma de pobreza lingüística. Independientemente de la opinión que uno pueda tener sobre los animales en cautividad, el Zoo de San Diego es el reflejo del escrupuloso deseo de crear un mundo artificial lo más parecido posible a los ambientes en los que ha evolucionado cada especie. Las personas que diseñaron los recintos habían estudiado muy bien los contextos naturales y el comportamiento de los animales que estaban destinados a vivir allí. Se recrearon hábitats nativos que, como mínimo, permitían un simulacro de vida salvaje al otro lado de los barrotes.

Es difícil establecer un único elemento que diferencie al Homo sapiens sapiens de todos los demás animales. La lista de candidatos fallidos es larga e incluye cuestiones como el uso de herramientas, la cría de otras especies con fines alimentarios, el comportamiento sexual no reproductivo, el contacto visual durante el acto sexual, el orgasmo femenino, el conflicto grupal organizado y la transmisión de conocimientos de una generación a la siguiente. He aquí mi aportación: somos la única especie que vive en zoológicos de diseño propio. Cada día creamos el mundo que nosotros y nuestros descendientes vamos a habitar. Si queremos que el mundo se parezca más al Zoo de San Diego que a las tumbas en vida de Bukittinggi, necesitaremos disponer de una mejor comprensión de cómo era la vida humana antes de que nuestros ancestros despertaran por primera vez en jaulas. Necesitaremos conocer nuestra propia especie.

[1]Para evitar la repetición, usaré «forrajero», «cazador-recolector» y «recolector» indistintamente. En todos los casos, a menos que se indique lo contrario, me refiero a lo que los antropólogos llaman «cazadores-recolectores de retorno inmediato», personas que no acostumbran a acumular alimentos sino que comen lo que van encontrando.

[2]Las reflexiones de Benjamin Franklin sobre las atractivas cualidades de la vida india aparecen en Walter Isaacson, Benjamin Franklin: An American Life (Simon & Schuster, 2003), p. 153.

[3]El shock de Darwin al ver por primera vez a un fueguino aparece en una carta a C. T. Whitley fechada el 23 de julio de 1834, http://www.darwinproject.ac.uk/letter/entry-250.

[4]El nombre de Button era Orundellico, pero los británicos lo llamaron Jemmy Button porque lo habían comprado por el precio de un botón de nácar. Véase Salvaje. Vida y época de Jimmy Button, de Nick Hazlewood (Edhasa, 2004), para un apasionante relato de la increíble vida de este hombre, que al parecer incluyó la masacre de todos los que iban a bordo de una goleta misionera treinta años más tarde.

[5]Veinticinco años después, a finales de 1859, pocos días después de la publicación de El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida, Jemmy Button lideró un ataque contra un grupo de misioneros cristianos en Tierra del Fuego, matando a ocho de ellos. ¿Y FitzRoy? Después de devolver al joven Charles Darwin y sus revolucionarias ideas a Inglaterra, el capitán FitzRoy inventó la ciencia del pronóstico del tiempo, que supuso una revolución en la ciencia de la meteorología. No obstante, a pesar de todos sus logros científicos, FitzRoy continuó siendo un hombre muy pío y se sintió profundamente ofendido por la publicación de El origen de las especies.

[6]Carl Gustav Jung, Recuerdos, sueños, pensamientos, Planeta, 2002, traducción de María Rosa Borrás.

[7]Citado por Neal Gabler en The Atlantic, mayo de 2016: «The Secret Shame of Middle-Class Americans», http://www.theatlantic.com/magazine/archive/2016/05/my-secret-shame/476415/.

[8]La denuncia de Gould sobre el progreso forma parte de un artículo titulado «On Replacing the Idea of Progress with an Operational Notion of Directionality», publicado en M. H. Nitecki (ed.), Evolutionary Progress, University of Chicago Press, 1989.

[9]Jared Diamond, Armas, gérmenes y acero. Breve historia de la humanidad en los últimos trece mil años, Debolsillo, 2016, traducción de Fabián Chueca Crespo.

[10]Referencia al apocalíptico artículo de Roy Scranton «We’re Doomed. Now what?», The Stone, New York Times, 21 de diciembre de 2015, http://mobile.nytimes.com/blogs/opinionator/2015/12/21/were-doomed-now-what/?mc_cid=8fe1d86a0a

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[11]Ronald Wright, Breve historia del progreso, Ediciones Urano, 2006, traducción de Núria Almiron. Es un estudio fantástico sobre cómo surgen y desaparecen las civilizaciones.

[12]Tropecé con la cita de Jonas Salk en John Durant, The Paleo Manifesto, Harmony, 2013, p. 28.

Hemos sucumbido a una catarata de progreso que nos arrastra hacia el futuro con una violencia cada vez más salvaje a medida que nos aleja de nuestras raíces.

CARL JUNG

Este libro cuenta la historia de una historia… de la historia. Antes de la civilización, antes de que restregaran ocre en las paredes de las cavernas, antes incluso de que dominaran el fuego, nuestros antepasados estaban cautivados por las historias. La primera invención humana sigue siendo la más poderosa. Quien cuenta la historia crea el mundo.

Tengo que reconocer que había entendido mal una parte clave de la historia. No entendía que la gente hablara de crueldad e impiedad y, a continuación, con un guiño cómplice, añadiera: «Bueno, es un mundo de perritos».[13] Yo asentía, pero por dentro pensaba: «No sé, la verdad es que un mundo de perritos suena bastante bien». Con el tiempo, después de usar mal esta expresión en un trabajo escolar, un profesor me explicó, llorando de risa, que la frase hacía referencia a un «mundo de perro come perro».

Contamos historias sobre lo que sucedió, pero con frecuencia las historias que contamos determinan lo que sucede. La narrativa se convierte en paradigma, porque las historias de los orígenes son tan predictivas y restrictivas como explicativas. El mapa que muestra de dónde venimos delimita hacia dónde podemos ir desde ese lugar. Si la vuestra es una historia de victimización, viviréis siendo víctimas; si es un relato en el que vuestra raza es superior a todas las demás, encontraréis pruebas abundantes y obvias de su inferioridad. Para hacerse una idea clara del futuro de una relación, preguntad a una pareja cómo se conocieron. ¿Su relato se aleja de la bondad, el respeto mutuo y la alegría? Una historia de enemigos insalvables atrapados en una lucha de poder no va a terminar nunca con un «felices para siempre».

Esta es la historia que nos han contado a todos sobre quiénes somos y de dónde venimos:

Descendemos de antepasados prehistóricos cuyas vidas fueron una lucha constante contra el hambre, las enfermedades, los depredadores y entre ellos. Solo los más fuertes, los más inteligentes, los más inquietos y los más despiadados sobrevivieron y transmitieron sus genes al futuro, e incluso estos afortunados vivieron como mucho hasta los treinta y cinco años aproximadamente. Entonces, hará unos diez mil años, algún genio desconocido inventó la agricultura, llevando así a nuestra especie de la desesperación animal a la abundancia civilizada, el ocio, la sofisticación y la plenitud. Pese a algún que otro revés ocasional, desde entonces las cosas han ido mejorando cada vez más.

En 1651, Thomas Hobbes describió la vida humana previa a la aparición del Estado como «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta». Tres siglos y medio después continúa siendo una de las frases más famosas en lengua inglesa, y esta visión hobbesiana de nuestro pasado precivilizado perdura como la premisa central de la historia de la civilización. Esta Narrativa del Progreso Perpetuo (NPP) pretende explicar la superioridad de la civilización y, al mismo tiempo, darla por hecho. En vista de que la fe en el «progreso» solo es otra manera de decir que hoy es ipso facto mejor que ayer, la idea de progreso debe ser asumida desde la fe y no puede ser cuestionada sin despertar la ira de los verdaderos creyentes. Pero es tan cierto que la NPP envenena nuestras mentes, cuerpos y relaciones como que envenena el aire, el agua y la tierra. Ha justificado milenios de esclavitud y siglos de colonialismo. Genera una profunda desconfianza en nosotros mismos y hacia los demás, vergüenza y repugnancia hacia nuestros cuerpos animales y un miedo y hostilidad irracionales hacia el mundo natural, del que se nos advierte que va a por nosotros. Insiste en que debemos estar agradecidos por todo este progreso que hemos alcanzado, ya que, por definición, el aquí y ahora es el mejor momento para estar vivos.

Es decir, se insinúa claramente que cualquier descontento o desesperación que puedas experimentar debe deberse a algún fallo propio y en ningún caso a la civilización en la que has nacido. No trabajas lo suficiente, no consumes los productos adecuados, no tomas los suplementos necesarios, no sigues un régimen de ejercicios satisfactorio, no conduces el coche apropiado o no bebes suficiente agua.

Un artículo reciente publicado en la revista Scientific American ofrece un clásico ejemplo de estas suposiciones neohobbesianas al advertir que «nuestros antepasados no estaban en armonía con la naturaleza. La naturaleza trató de acabar con ellos y matarlos de hambre».[14] ¿Os dais cuenta? ¡La naturaleza odia al ser humano! Un libro de 2014 titulado Utopía para realistas empieza diciendo: «Empecemos con una pequeña lección de historia: en el pasado, todo era peor. El 99 por ciento de la humanidad, a lo largo del 99 por ciento de la historia, pasaba hambre y era pobre, sucia, temerosa, ignorante, enfermiza y fea».[15] ¿Fea también? Un artículo reciente de Business Insider arranca diciendo: «La humanidad siempre está avanzando, innovación tras innovación, mejorando la calidad de vida global […]. Los avances tecnológicos han impulsado la productividad al permitir que los trabajadores hagan más en el día a día. Esto ayuda a aumentar la producción y estimula el crecimiento económico».[16] Hay abundantes ejemplos de este tipo, y todos cuentan la misma historia: todo solía ser peor de lo que es ahora. Gracias a la civilización, las cosas han ido mejorando para nuestra especie, y siguen haciéndolo.

La poderosa frase de Hobbes sirve como una condena tanto de las condiciones de vida externas anteriores al Estado como de las cualidades internas de los propios salvajes. Según este relato, nuestros antepasados eran criaturas horribles y desesperadas que vivían vidas horribles y desesperadas. La creencia generalizada de que la naturaleza humana tiende hacia la maldad, la brutalidad y la sospecha a menos que sea contrarrestada por las influencias «civilizadoras» de las instituciones autoritarias es sorprendentemente similar a la idea del pecado original, rebautizada ahora como ciencia. Como sucede con el pecado original, todos los seres humanos nacen en una especie de deuda psicológica que los obliga a soportar una carga de vergüenza, desconfianza en uno mismo y sospecha. Esta perversa necedad se replica y se satisface a sí misma: al haber sido adoctrinados en esta red de creencias tóxicas sobre el tipo de criatura que es el Homo sapiens, uno se descubre comportándose como la desagradable bestia que le han enseñado a creer que es. Para liberarse de los comportamientos y creencias que perpetúan el conflicto entre nuestra naturaleza interna y externa, es esencial revisar la Narrativa del Progreso Perpetuo, que exagera los beneficios de la civilización e ignora muchos de sus costes, considerando como un sacrilegio incluso la duda más respetuosa.

En la primera parte de este libro analizaremos la información más relevante sobre cómo vivían nuestros antepasados. En secciones posteriores, nos adentraremos en algunas de las formas en que la visión desinformada del mundo que proporciona la NPP puede generar traumas, confusión y sufrimiento en la vida moderna, y en la cuarta parte centraremos nuestra atención en cómo nuestra especie podría estar empezando a contar una historia de los orígenes nueva, más precisa, que posibilita finales mucho más felices que la NPP. Si aprendemos a contar la historia correcta, es posible que descubramos que nuestro futuro puede ser más parecido a un mundo de perritos que a uno de perro come perro.

[13]El autor hace un juego de palabras entre la frase que él entendía, doggy-dog world, que vendría a ser «mundo de perritos» y la expresión real dog-eat-dog world, un mundo de «perro come perro». (N. de la T.).

[14]Extracto de un artículo titulado «Human Ancestors Were Nearly All Vegetarians», de Rob Dunn, publicado en Scientific Americanonline, 23 de julio de 2012, https://blogs.scientificamerican.com/guest-blog/human-ancestors-were-nearly-all-vegetarians/.

[15]Esta deprimente descripción de nuestra prehistoria, donde todo el mundo al parecer era feo, es de Rutger Bregman, Utopía para realistas, Ediciones Salamandra, 2017, traducción de Javier Guerrero Gimeno.

[16]Will Martin, «Este gráfico muestra todas las innovaciones tecnológicas importantes ocurridas en los últimos 150 años y cómo han cambiado nuestra forma de trabajar», Business Insider, 13 de abril de 2018. No se aborda el hecho de que el crecimiento económico y la calidad de vida no aumentan necesariamente en paralelo. Puede afirmarse, por ejemplo, que en el siglo pasado la automatización fue el mayor eje impulsor de productividad y crecimiento económico, y que al mismo tiempo llevó a millones de personas a la pobreza y la desesperación.

01

De qué hablamos

cuando hablamos de

prehistoria

No nos conocemos, pero vosotros y yo nos conocemos muy bien. Cada uno de nosotros puede hacerse una idea bastante clara de qué cosas hacen feliz o triste al otro, qué cosas hacen que uno esté sano o enfermo, que sea agresivo o cariñoso. Y tenemos suposiciones fundadas sobre aquello que no conocemos con seguridad: qué tipo de alimentos nos harán salivar, qué fantasías sexuales tienen más probabilidades de excitarnos, qué patrones sonoros nos sosiegan o hacen que nos levantemos y nos pongamos a bailar, qué tipo de ejercicio necesitamos hacer para estar en forma y en qué cantidad, la naturaleza de nuestras frustraciones sobre cuestiones políticas y espirituales, así como cuánto tiempo esperamos vivir. «Dime de dónde eres y te diré quién eres», dicen. Bien, soy de África, de hace al menos trescientos mil años. Igual que vosotros.

Sería prudente cuestionar cualquier afirmación categórica sobre la prehistoria —incluida la mía—, pero algunas versiones ofrecen atisbos sorprendentemente fiables del pasado lejano de nuestra especie. La investigación antropológica ha revelado características casi universales entre las primeras sociedades cazadoras-recolectoras y las actuales. Dado que el comportamiento de los cazadores-recolectores es sorprendentemente similar en ambientes muy distintos, la mayoría de los teóricos coinciden en que estas consistencias son estructurales, el resultado lógico del modo en que los forrajeros se relacionan con su ambiente material, una relación que ha permanecido constante durante tanto tiempo como la ciencia ha podido saber.

Hay quienes defienden que esta línea de razonamiento es insultante para los recolectores contemporáneos, puesto que podría decirse que los reduce a «primitivos» y pasa por alto el hecho indiscutible de que cualquier persona viva hoy en día (incluidos los forrajeros contemporáneos) está tan evolucionada como todos nosotros. Este argumento, legítimo, no invalida la extrapolación a partir de los recolectores modernos para obtener una mejor comprensión de los pueblos prehistóricos que interactuaron con su entorno de un modo muy similar. Esta línea de razonamiento no resulta más extravagante que señalar las semejanzas entre la forma en que los jugadores de béisbol elaboraban sus estrategias e interactuaban en el campo hace cien años y la forma en que lo hacen en la actualidad. No podemos tener toda la información acerca de sus motivaciones y su vida interior, desde luego, pero mientras estemos seguros de que se regían más o menos por las mismas reglas, podemos asumir con seguridad muchas cosas sobre su modo de jugar.

Es más, no hay pruebas que demuestren que la forma de vida forrajera sea menos sofisticada o satisfactoria que cualquier otra, incluyendo la nuestra, y, puesto que se ha mantenido durante cientos de miles de años, sin duda es más sostenible. No comparto la presunción generalizada de que los Tecnosapiens del siglo XXI son la cúspide de la biología, o de que nuestra especie está cada vez más cerca de un estado futuro exultante, más alejado aún si cabe de un pasado caracterizado por una miseria y desesperación brutales. Tal como sugiere el título de este libro, lo cierto es que mantengo un profundo escepticismo hacia tales suposiciones. Los forrajeros contemporáneos llevan evolucionando el mismo tiempo que cualquier otra persona, pero muchas de sus formas de interactuar con el entorno apenas han cambiado a lo largo de decenas de miles de años. La mayoría de las actividades diarias de los recolectores contemporáneos —desde los del desierto australiano a los del círculo polar ártico—, tales como la forma de cazar, de recolectar, de preparar los alimentos, de construir refugios, de tomar decisiones colectivas, de resolver conflictos, de educar a los hijos, etc., se han mantenido extraordinariamente constantes desde los tiempos preagrícolas. Para llegar a la conclusión de que esta observación es de alguna manera insultante para los forrajeros es necesario suponer que su estabilidad cultural ha sido perjudicial para su calidad de vida. Y la evidencia, como veremos, no respalda esta hipótesis.

Otra ventana al pasado es la que ofrecen el cuerpo humano y sus múltiples características anatómicas y fisiológicas, que reflejan las experiencias acumuladas de nuestros antepasados. Por ejemplo, si uno se sienta en un inodoro, lo está haciendo mal. Lo digo en serio. Nuestro cuerpo, como el de cualquier otro primate, está «diseñado»[17] para defecar en cuclillas. Los inodoros frustran ese diseño evolutivo, lo que a menudo da lugar a hemorroides, estreñimiento y otros tipos de molestias.

Los biólogos evolutivos pueden leer el cuerpo moderno como un mapa de la prehistoria humana. La forma, el espaciado y la dureza de nuestros dientes, los productos químicos de nuestra saliva y las circunvoluciones de nuestros intestinos nos proporcionan gran cantidad de información sobre cómo y qué comían nuestros antepasados. De forma análoga, desde la arquitectura de nuestro cerebro hasta nuestros fascinantes órganos genitales y las plantas arqueadas de nuestros pies, nuestros cuerpos cuentan historias de las experiencias acumuladas de nuestros lejanos predecesores.

No solo nuestros cuerpos están marcados por el fluir del tiempo en nuestra especie, sino que muchos de nuestros comportamientos y prejuicios son un reflejo de los mundos antiguos que nuestros antepasados llamaban hogar. Las conductas repetidas a lo largo de millones de amaneceres y puestas de sol se convierten en tendencias innatas y en lo que podríamos considerar «expectativas» biológicas y psicológicas; por eso no es de extrañar que casi todos los seres humanos nos quedemos mirando hipnotizados la danza de las llamas de una pequeña hoguera. Prácticamente todos nuestros antepasados pasaron cada noche de sus vidas cautivados por la misma danza reconfortante. Del mismo modo, se observa una notable coherencia en los hábitos sociales de nuestros antepasados, que, en la escala de tiempo evolutivo, fueron cazadores-recolectores hasta hace muy poco. Estas tendencias innatas a menudo generan un impulso considerable, y es necesario que el cambio de rumbo se realice a través de muchas generaciones para que no se produzcan trastornos traumáticos.

Durante los últimos cientos de miles de años, nuestros antepasados humanos se parecían a nosotros, eran tan inteligentes como nosotros (o quizás más, ya que su cerebro era un 10 por ciento más grande que el nuestro) y vivían en grupos sociales complejos y profundamente íntimos. Una cifra tan grande puede ser difícil de comprender, sobre todo cuando se habla de tiempo. Antes de empezar a estudiar la evolución, tenía la impresión de que la Antigua Grecia había tenido lugar hacía mucho tiempo; por algo se la llama «antigua». Pero la Antigua Grecia se remonta a tan solo unos tres mil años. Roma, a unos dos mil. Los primeros signos de agricultura y de asentamientos humanos fijos aparecieron hace unos diez mil años. Por lo tanto, se trata de desarrollos muy recientes, teniendo en cuenta todo el tiempo que llevamos aquí.

Como dice el refrán: «Quien un mal hábito adquiere, esclavo de él vive y muere». En términos evolutivos, la mecánica de la autodomesticación humana es complicada. Un bebé humano es una superficie en blanco sobre la que la sociedad y las circunstancias pueden imprimir nuevos apetitos y creencias: ¿las mujeres deben ser respetadas igual que los hombres o solo en la medida en que son necesarias para que aquellos tengan descendencia?, ¿son los perros mascotas adorables o una fuente de carne?, ¿es el sexo un placer inocente o un vicio vergonzoso? Lo que nuestras culturas nos inculcan está escrito en una superficie previamente moldeada por la biología; ha sido estriada, agrietada y coloreada por cientos de generaciones de antepasados que compartieron experiencias y reacciones comunes demasiado numerosas para imaginarlas todas. Cocinar alimentos huele bien. Una caricia cariñosa es reconfortante. Los truenos son increíbles. Los niños son preciosos, y los pedos hacen gracia.

Sobre las capacidades y las tendencias

Al hablar de la naturaleza humana es fundamental apreciar la diferencia entre capacidades y tendencias. Las tendencias pueden ser ignoradas y superadas, pero muchas capacidades son inmutables. Podemos ignorar la tendencia humana a temer al océano, pero no podemos superar nuestra incapacidad de respirar en el agua. Podemos elegir ser vegetarianos, pero no podemos elegir ser herbívoros; pase lo que pase, seguimos siendo omnívoros. Independientemente de las opciones que elija cada uno, la elección se hace en el contexto de una naturaleza innata que es específica de su especie. Los seres humanos son evidentemente capaces de adoptar un amplio abanico de comportamientos, pero no todos ellos sientan tan bien a nuestra naturaleza como especie. Algunos seres humanos, por ejemplo, son capaces de sobrevivir en un aislamiento prolongado; sin embargo, como pertenecientes a una especie intensamente social, no hay duda de que ello no está en consonancia con su naturaleza. Al fin y al cabo, el aislamiento es considerado uno de los peores castigos.

Aunque está demostrado que somos capaces de sobrevivir durante setenta años con una dieta a base de hamburguesas y cerveza y un estilo de vida sedentario, es probable que a lo largo del camino suframos caries, obesidad, enfermedades cardíacas, diabetes, cáncer y muchos otros males. Adentrándonos en el terreno de lo absurdo, somos capaces de caminar hacia atrás, pero nuestros cuerpos están claramente hechos para caminar hacia delante. En 1989, un hombre indio llamado Mani Manithan tomó la decisión de caminar únicamente hacia atrás después de que varios actos terroristas lo llevaran a pensar que su contraambulación (inicialmente, desnudo) conduciría a la paz mundial. Mani no puso fin a la violencia a nivel global, pero demostró que un ser humano puede pasar veinticinco años caminando solo hacia atrás. No obstante, nadie, ni siquiera el propio Mani, afirmaría que este comportamiento es acorde a nuestra naturaleza.

Los seres humanos pueden dedicar su vida consciente a estar sentados en cubículos mientras realizan trabajos ingratos bajo luces fluorescentes, pero no deben sorprendernos la depresión, la ansiedad, el comportamiento adictivo y las repentinas explosiones de violencia que tales condiciones a menudo provocan. Muchos de nosotros somos claramente capaces de infligir un inmenso dolor a otros (especialmente aquellos de entre nosotros que han sufrido abusos a una edad temprana), pero nadie sufre de TEPT (trastorno de estrés postraumático) por haber ayudado a un desconocido.

Jean Liedloff enmarcaba este asunto en el ámbito de las «expectativas innatas» en El concepto del continuum,[18] su clásico underground sobre la crianza de los hijos en las sociedades cazadoras-recolectoras. Cuando describe el proceso evolutivo de todas las formas de vida, Liedloff afirma: «El diseño de cada ser era un reflejo de la experiencia que esperaba encontrar. La experiencia que podía tolerar estaba definida por las circunstancias a las que sus antecedentes se habían adaptado». Aplicar este principio a los seres humanos es «delicado», pero resulta prudente adaptarse a estas expectativas evolucionadas. «Sus pulmones [del ser humano] no solo contienen aire sino que puede decirse que son una expectativa de él; sus ojos son una expectativa de los rayos solares de una específica longitud de onda a través de los cuales ve todo lo que le conviene ver en las horas adecuadas para su especie; sus oídos son una expectativa de las vibraciones causadas por los eventos que probablemente más le conciernen, incluyendo las voces de otras personas; y su propia voz es una expectativa de unos oídos que funcionen a su vez de manera similar».

El lingüista Daniel Everett pasó más de veinte años viviendo con el pueblo pirahã, un grupo de forrajeros de la cuenca alta del Amazonas.[19] En No duermas, hay serpientes, su libro de memorias de esos años, Everett escribe: «Los pirahãs se ríen de todo. Se ríen de sus propias desgracias: cuando las fuertes tormentas amazónicas destruyen la choza de alguno de ellos, sus ocupantes se ríen más fuerte que nadie. Se ríen cuando pescan un montón de peces. Se ríen cuando no pescan ni un solo pez. Se ríen cuando están saciados y cuando tienen hambre». La risa de los pirahãs sugiere una sencilla armonía con el mundo en el que viven, que es el mundo que sus mentes y cuerpos esperan porque es, en definitiva, el mismo ambiente que los creó. No lo digo en un sentido metafórico, sino literal. El pueblo que Everett describe se siente como en casa en la selva amazónica, de la misma manera que un cactus se siente como en casa en el desierto. Sus vidas no son fáciles, pero las dificultades y los peligros a los que se enfrentan les resultan familiares, porque muchas generaciones previas también los afrontaron. Vosotros y yo, sin embargo, vivimos en un mundo que ninguna otra generación humana ha conocido. Por eso, no es de extrañar que tan pocos de nosotros nos sintamos realmente cómodos en el aquí y ahora; nunca hemos tenido la oportunidad de conocer este lugar.

Una historia popular de la prehistoria

Homō hominī lupus est.

(El hombre es un lobo para el hombre).

Se mire por donde se mire, más del 95 por ciento del tiempo que lleva existiendo nuestra especie hemos vivido como cazadores-recolectores nómadas que se desplazan en pequeños grupos de, como máximo, ciento cincuenta personas. A pesar de algunas variaciones significativas en el contexto ecológico, los antropólogos han señalado cuasi universalidades en el comportamiento y organización social de los forrajeros, desde la cuenca del Amazonas al Ártico, pasando por el interior remoto y semiárido de Australia. Tres de las características que se hallan de forma constante en las sociedades recolectoras se corresponden más o menos con los ámbitos social, físico y psicológico: el igualitarismo, la movilidad y la gratitud. Otros aspectos de la vida de los cazadores-recolectores pueden considerarse extensiones de estas cualidades esenciales, que según los antropólogos y etnógrafos son omnipresentes en prácticamente todos los pueblos forrajeros. Más adelante profundizaremos en las variaciones específicas dentro de la vida forrajera, pero de momento lo que sigue dará una idea general de los principios fundamentales de la vida social, física y psicológica de nuestros ancestros: