Claude Lefort: La inquietud de la política - Edgar Straehle - E-Book

Claude Lefort: La inquietud de la política E-Book

Edgar Straehle

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Beschreibung

La obra del pensador francés Claude Lefort (1924-2010) es una de las más originales y sólidas en el reciente panorama político internacional. Discípulo de Maurice Merleau-Ponty y cercano al pensamiento de autores como Maquiavelo, Tocqueville y Arendt, su controvertida trayectoria intelectual se caracterizó por una intensa reivindicación de la política que, desde bien joven, le llevó a chocar con Sartre y con las posturas del comunismo oficial, pero, más adelante, también con Castoriadis, con quien había fundado el grupo Socialismo o Barbarie. Este libro examina sus contribuciones más importantes, las cuales giran en torno a temas como el poder, el totalitarismo, los derechos humanos o la democracia. Recientemente, Lefort ha sido considerado por Oliver Marchart como uno de los principales representantes de lo que se ha llamado el pensamiento político posfundacional.

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© Edgar Straehle, 2017

© De la presentación: Laura Llevadot, 2017

Traducido del catalán por Albert Berenguer

Diseño de cubierta: Genís Carreras

Montaje de cubierta: Juan Pablo Venditti

Primera edición: octubre de 2019, Barcelona

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Editorial Gedisa, S.A.

Avda. Tibidabo, 12, 3º

08022 Barcelona (España)

Tel. 93 253 09 04

[email protected]

http://www.gedisa.com

Preimpresión:

http://www.editorservice.net

eISBN: 978-84-17835-40-8

La traducción de esta obra ha contado con una ayuda del Institut Ramon Llull

Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma.

Índice

Presentación. Así la llaman, pero no lo es...

Laura Llevadot

Introducción

Lefort y su comprensión de la filosofía

La experiencia (política) de la lectura

La inquietud de la política

Una lectura de Maquiavelo

La cuestión de la democracia

Repensar el poder

La ilusión del poder en el totalitarismo

Pensar los derechos humanos en clave política

Breve biografía de Claude Lefort

Bibliografía

Presentación Así la llaman, pero no lo es…

Laura Llevadot

Que algunas de las consignas que se alzaron aquel mayo de 2011 impugnaban las democracias representativas tal y como las conocemos aún hoy, la clase política lo sabía bien al sentirse, quizás por primera vez en mucho tiempo, cuestionada en su raíz. Aquello que la despolitización general, el jemenfoutisme, y el absentismo creciente no habían podido verbalizar, aunque se estuviera cociendo desde hacía tiempo, se hizo evidente de pronto con la inscripción insolente de aquellas voces que en las calles y plazas de ciudades aparentemente pacificadas entonaban un «no nos representan» o un «le llaman democracia, pero no lo es». El clamor de esta inscripción precaria, que quizás a estas horas ya habremos olvidado, dice más de lo que está en juego en el pensamiento político contemporáneo que de la antigua idea de la indignación como emoción política. Porque Espinoza ya hablaba de indignación en su Tratado teológico-político como motor legítimo del cambio social, pero lo que apareció entonces como novedad radical en el espacio público fue, más bien, el cuestionamiento de las normas del juego democrático. «No nos representan» decía, en primer lugar, que la representación parlamentaria no desempeña la función que se espera de ella, habla de un no sentirse representados en las decisiones que ahí se toman y que nos afectan, de que la política que pretende ser representativa siempre deja un resto lo suficientemente elocuente como para impulsar su manifestación. «Le llaman democracia, pero no lo es, no lo es», apuntaba, por otra parte, a la posibilidad de un más allá de esta democracia representativa, no tanto a su perfeccionamiento —la creación, por ejemplo, de un nuevo partido que represente este resto que no se siente representado— sino a la posibilidad misma de darle la vuelta al concepto de democracia, como si el viejo concepto heredado y ya remodelado enjaulara un deseo obstinado. Y son, justamente, estas dos cuestiones —crítica a la representación e intento de repensar el concepto de democracia—, las que enmarcan el pensamiento político contemporáneo que esta colección quisiera dar a conocer y hacer valer.

El texto de Edgar Straehle sobre Lefort que aquí se presenta abre propiamente lo que, siguiendo a Marchart, llamamos pensamiento político posfundacional. El prefijo «pos» señala, lo sabemos, el abandono de un modo de vida y de pensamiento frente a la emergencia de algo que aún no ha encontrado nombre. La posmodernidad, por ejemplo, se entendería así como aquella época en la que entraron en crisis los valores de la modernidad: verdad, progreso, historia, emancipación, meta-relato…, y la entrada en una época de relativización de estas nociones que hasta entonces orientaban y fundamentaban la acción. Sin embargo, quizás sería necesario cuestionarnos lo que creemos saber allí donde aparece este incómodo prefijo. El «pos» de este pensamiento posfundacional no dice que el fundamento haya desaparecido, que hayamos perdido aquello que fundamentaba la vida política, que ya no dispongamos de un concepto de naturaleza humana, de pueblo, de clase o de nación que legitime el orden existente. Al contrario, lo que dice este «pos» es, más bien, que el fundamento no ha existido nunca, que no era sino un fantasma. Cuando Hobbes hace depender la legitimidad del Estado de una comprensión de la naturaleza humana dominada por el deseo de supervivencia y el miedo, cuando sostiene que «el hombre es un lobo para el hombre», y que por este motivo es necesario un orden pactado que se reserve el monopolio de la violencia a la cual el individuo debe renunciar para sobrevivir en sociedad, o bien cuando, al contrario, se dice que el hombre es bueno por naturaleza, pero que se necesita el pacto para realizar este don natural, se pretende con este gesto fundamentar la organización política en un principio incuestionable. Este principio, sea el que sea, no sólo no resiste el análisis sino que además es necesario mostrar lo que oculta. De esto, precisamente, es de lo que se ocupa el pensamiento político posfundacional, ya que el gesto que fundamenta nunca ha sido neutral ni inocente.

La distinción que hace Lefort entre lo político y la política resulta, en este sentido, esclarecedora. La política, entendida como el orden de las instituciones que gestionan los asuntos públicos, no agota ni representa de ningún modo lo político, es decir, la dimensión social siempre conflictiva y heterogénea que subyace a la política oficial. Es justo, pues, que en su afán representador la política genere el fantasma de una unidad que no ha existido jamás (la nación, la soberanía, el pueblo…) o que sólo existe en la medida en que «se habla en nombre de» esta heterogeneidad constitutiva. Una política honesta, que reconociera la no representatividad de este fondo conflictivo y tenso, que supiera de su falta de fundamento sustancial en sus acciones, sería, pues, la única deseable. Por este motivo, Lefort insiste en poner en valor la democracia frente a todo totalitarismo, sea éste de derechas o de izquierdas. Frente a la respuesta displicente de Sartre a un joven Lefort que criticaba la forma misma de partido, que consideraba que el Partido Comunista traicionaba al movimiento obrero puesto que hablaba en su nombre, Lefort emprendió tenaz su camino que desembocó en una defensa de la democracia frente a su crítica marxista, para la cual la democracia era la forma de gobierno que satisface los intereses burgueses. Lejos de todo economicismo —perspectiva compartida por el comunismo y el capitalismo— se trataría de pensar lo político como fuente conflictual de todas las dimensiones de la vida y entender que sólo la democracia puede acoger su tensión. Ahora bien, si le llaman democracia y no lo es, es porque ésta ha sido reducida a su dimensión representativa, la que elimina la heterogeneidad, la división, la pluralidad de lo político; es porque la democracia representativa vive del fantasma de la unidad y el fundamento legítimo. El concepto posfundacional de democracia, que Edgar Straehle concibe y nos explica de forma tan precisa, designa aquella forma política, la única probablemente, en la que la legitimidad no está nunca resuelta. Lejos de definir una forma de gobierno entre otras, la democracia sería la expresión de lo político que reconoce su ausencia de fundamento, que pone el vacío en su centro, que sabe que su politicidad recae en la no representatividad de lo político que, en tanto que pluralidad, no se dejará reducir nunca a ninguna forma de gestión, pero que tiene, en todo caso, la responsabilidad de probarlo. Es en este sentido que el concepto lefortiano de democracia combate tanto al totalitarismo como a las democracias liberales, que son las nuestras. Lo que totalitarismo y democracia representativa tienen en común es el secuestro del espacio público, la abolición de lo político. Ambas son formas de pacificación del conflicto que viven del fantasma de la unidad y que para hacerlo efectivo exigen la creación de una alteridad también fantasmal, un enemigo del pueblo, un otro que siempre está a punto de hundir lo que se ha podido construir con tanto esfuerzo legítimo. Desde aquí quizás se entiendan muchas cosas: la paranoia de Estados Unidos contra el comunismo, y viceversa, y después contra el eje del mal en tiempos de la administración Bush. Pero, también, cosas muy pequeñas que matan, como el miedo de un comerciante al inmigrante, expresión minimizada de la vigilancia extrema de las fronteras europeas en las que lo que se dice que se defiende es justamente esta democracia que ha reducido lo político a una mera representación y gestión administrada. Frente a la representación presuntamente legítima y la pacificación del conflicto siempre aparece otro que lo asedia y al que hay que abolir. También de esto, del miedo que se apodera de nosotros, se puede aprender leyendo a Lefort.

El texto de Edgar Straehle que sigue es, pues, una invitación a aproximarse a este pensamiento posfundacional que ahora nos llega, por primera vez en castellano, cuando parece que ya ha pasado todo y que lo más intempestivo de aquel acontecimiento, el de una emergencia de lo político que se revela contra la política, habrá sido como siempre traicionado. Y, sin embargo, esta invitación a sumergirse de la mano de Lefort en la problemática de la representación y de la democracia desdice, también, la máxima hegeliana que habíamos asumido de forma demasiado apresurada. «El búho de Minerva —escribió Hegel en su Filosofía del derecho— inicia su vuelo cuando cae el crepúsculo», y con esta metáfora nocturna indicaba que la filosofía siempre llega tarde, que siempre comprende a posteriori, cuando los hechos ya han acontecido. Pero también pasa exactamente lo contrario, que la filosofía llega demasiado temprano, cuando aún no se entiende ni se quiere entender, cuando las condiciones de posibilidad de su comprensión no han sido dadas. Se tarda mucho tiempo en deshacer el ovillo de un pensamiento, en estar preparado para asumir los desafíos a los que su escritura apunta. Sucede, como dice Nietzsche, que a una filosofía aún no le haya llegado su hora, las condiciones intelectuales y existenciales de su posible recepción: «¿Me comprendéis?, ¿me comprendéis? Dioniso contra el crucificado», escribía solitario en La gaya ciencia. En el caso de Lefort se diría y, más en general, en el del pensamiento posfundacional al que dedicamos esta colección, que no llega tarde sino temprano. Que los hechos probablemente no habrían sucedido de no haber sido preparados de alguna forma —aunque no fuésemos conscientes de ello— por el impulso antiautoritario de estas escrituras plurales y cuestionadoras. Sucede, sin embargo —y esto es lo más aterrador aunque quizás no sea culpa nuestra, sino de la educación recibida o que nos falta—, que leemos poco y que consecuentemente pensamos poco, que no estamos lo suficientemente atentos a la emergencia de nuevos marcos de comprensión que enriquecerían la acción y la mirada. Claude Lefort: La inquietud de la política quiere ser una modesta invitación a ampliar estos límites que se nos imponen y que nos imponemos, a redimensionar los marcos en los que inscribimos el pensamiento y el hacer. Proferimos palabras cuyo sentido a menudo se nos escapa, creemos saber lo que decimos, pero nuestro decir supera con creces la intención del hablante. Luego, cuando miramos atrás armados con este nuevo utillaje descubrimos sentidos ocultos tras las palabras proferidas y las acciones realizadas, entendemos que antes del decir y el hacer ya actuaba algo que no sabíamos. Algo de este orden es lo que acontece cuando leemos a Lefort, cuando le leemos por primera vez atravesado por la mirada de Edgar Straehle. De pronto, que «no nos representan», que «le llaman democracia, pero no lo es», adquieren sentidos nuevos, más exigentes, y la indignación, vieja emoción política, deja paso a una demanda más radical en la que se juega la posibilidad de pensar la política de otra manera. Vamos haciendo camino, pero un pensamiento muy nuevo empapado de experiencia nos precede. Intentar acogerlo es la tarea que aquí nos proponemos.

El pensamiento no puede ignorar su historia aparente, es necesario que se plantee el problema de la génesis de su propio sentido. Es según el sentido y la estructura intrínsecos que el mundo sensible es más viejo que el universo del pensamiento, porque el primero es visible y relativamente continuo, y el segundo, invisible y lleno de lagunas, sólo a primera vista constituye un todo y obtiene su verdad a condición de apoyarse en las estructuras canónicas del otro.

Maurice Merleau-Ponty

Lo visible y lo invisible

Introducción

En 1953, en los primeros y más calientes años de la Guerra Fría, un joven prometedor y entonces desconocido pensador llamado Claude Lefort adquirió cierta notoriedad pública en Francia, en especial en los círculos intelectuales. Con tan sólo 29 años osó escribir para la revista Les Temps Modernes, la publicación filosófica de más renombre en aquellos momentos en Francia y aún de gran prestigio en la actualidad, un artículo con el título «El marxismo y Sartre» que despertó la indignación del conocido filósofo francés, una figura que en aquel momento se encontraba en la cima de su popularidad. En verdad, el artículo de Lefort no era sino una respuesta que había sido espoleada en persona por el mismo Sartre y donde eran criticados los dos textos que el filósofo existencialista había publicado poco antes en Les Temps Modernes bajo el título «Los comunistas y la paz».

En estos dos artículos Sartre había mostrado su malestar por la evolución del colectivo obrero en su país, como por ejemplo la pérdida de la anterior actitud revolucionaria, sustituida por una creciente postura reformista, y su progresivo alejamiento de las posiciones esgrimidas por el Partido Comunista francés. A su juicio, este distanciamiento era un mal que se debía denunciar y que era preciso combatir, y cuyos primeros damnificados eran los propios obreros. Al mismo tiempo, Sartre puso de relieve la importancia que él otorgaba al Partido Comunista, al que era necesario seguir siendo fiel y que encarnaba la praxis revolucionaria. De hecho, en su artículo llegó incluso a definir este organismo como la institución que genera la unidad de clase. Sin la acción del partido, sostenía, los obreros no serían una clase real sino más bien su negación: una colección o una masa de individuos desorganizados, manipulables y faltos de auténtico potencial político. Por este motivo, argumentó que la construcción de la clase era inseparable de la organización construida por el partido. Ella misma era incapaz de hacerlo por sí sola y por ello Sartre cargaba contra las concepciones espontaneístas de la lucha revolucionaria. En su opinión, ésta no puede tener éxito sin la existencia de un instrumento que se encargue de este tipo de tareas políticas. Para terminar, Sartre concluye que el partido se impone a cada individuo como imperativo y que consiste en una suerte de orden que hace que reine el orden (Sartre, 1964: 247). En caso contrario, la descomposición de la clase sería un hecho inevitable.