CloroFilia - Cristina Jurado - E-Book

CloroFilia E-Book

Cristina Jurado

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Beschreibung

En un futuro en el que la humanidad ha sido llevada al borde de la extinción, unos pocos humanos resisten en una precaria sociedad que se oculta en el enigmático Claustro de la monstruosa tormenta de arena eterna del exterior. Sin embargo, todo está a punto de cambiar con la llegada del joven Kirmen, uno de los pocos que se ha atrevido a soñar con salir. Una excelente novela corta de ciencia ficción capaz de sacudir las creencias de quienes se adentran en ella.-

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Cristina Jurado

CloroFilia

 

Saga

CloroFilia

 

Copyright © 2017, 2022 Cristina Jurado and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728463338

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Late y respira en sus fibras

Daniel Pérez Navarro

Llegará un día, lector de CloroFilia, en el que tendrás que cultivarte. Ese día, el planeta verde y azul se habrá cansado del organismo que infecta su superficie. Me refiero al virus que se llama a sí mismo Homo sapiens sapiens.

No se pueden enterrar los signos de agotamiento. Están muy a la vista. Disminución de vertebrados, desaparición de arrecifes de coral, degradación de ecosistemas, cambio en el tamaño y en el color de una gran variedad de plantas, deshielo, deforestación, aumento de temperatura, desertización, etecé. ¿Que qué pasa? Lo sabes.

Ocurre cuando un virus se multiplica de manera irreflexiva. Son dos los posibles escenarios. Solo dos. O se elimina al agente patógeno, ese tal Homo sapiens sapiens, o quien muere es primero el parasitado y luego, sin recursos, el agente infeccioso. Llegará un día, lector, en el que nosotros, los Homo sapiens sapiens, como tales habremos desaparecido. O el planeta no será tan azul y verde. Se habrá vuelto inhóspito. Y nosotros iremos detrás.

Bueno, vosotros no.

Unos pocos, los que tenéis este libro entre las manos, os cultivaréis. Haréis lo que haga falta. El sol os golpeará con sus fotones. Vuestra nueva cutícula lo recibirá con agradecimiento y ternura. La luminosa bomba de hidrógeno que ocupa el centro del sistema solar será de nuevo el astro rey. Lo honraréis. Dormiréis cuando se ponga y le daréis una calurosa bienvenida al amanecer. Las gotas de Hache Dos O impactarán contra vuestra nueva piel como si fueran bolas de azúcar, caramelos gigantes, golosinas transparentes. Agradeceréis que se deslicen lentamente hacia vuestros bisoños miembros inferiores, esas raíces tiernas que se están adaptando al cambio.

Pero, ¿en qué os estáis convirtiendo? Buena pregunta. Cristina Jurado sugiere que tenéis una madre científica, racional y metódica, y un padre oscuro, caótico y absurdo. Sois una combinación de Newton y Kafka: un 50% de inventiva y otro 50% de alucinación.

Llegará un momento en el que habréis madurado lo suficiente como para, primero, dar las gracias al astro rey y a la lluvia que os baña, y, segundo, preguntaros en qué clase de organismo os habéis convertido.

Os extrañaréis de vuestra complejidad biológica. Será un aprendizaje lento, lleno de dudas, de avances y retrocesos, sin manual de instrucciones. Un puño leñoso que se ramifica a cierta altura del suelo. Unos pies energéticos, primordiales, alimentados de carbónico. Un tórax de color pardo, o gris, o rojizo, con surcos oscuros y grandes planchas, cuarteado por grietas como cicatrices, que se desescamará.

Os dará miedo vuestra reciente fisiología. Os asombraréis de vuestra imberbe complejidad. Temeréis a las nuevas facultades adquiridas y todo lo que podréis hacer con ellas.

¿De qué seréis capaces? ¿Hasta dónde estaréis dispuestos a llegar cuando os hayáis regenerado? ¿Necesitaréis a los Homo sapiens sapiens? ¿A los que os llaman raros y os señalan como a un bicho? ¿Dependeréis de esa especie en peligro de extinción y tan destructora? Solo podréis decir con la boca pequeña que esos mamíferos en el ocaso son como vosotros.

Llegará el día en el que ese asesino magnicida y suicida llamado Homo sapiens sapiens acometa el último capítulo de su maléfico plan destructor -léanse con ironía los dos adjetivos, sobre todo el primero- contra el suelo en el que hunde sus raíces. En el periodo de transición, convivirán dos especies: una renqueante y otra la vuestra, la de los futuros supervivientes. Ya ocurrió en el pasado. El Hombre de Neandertal no estaba hecho para el frío, ni para la llanura, ni para una fauna más difícil de cazar, de animales más grandes y veloces, ni fue rival para vuestro antecesor, el Homo sapiens sapiens, más hábil, mejor estratega, con más recursos, con defensas naturales contra bacterias y virus de las que los neandertales carecían. El mundo cambia; y a aquellos que no se adaptan a él, la naturaleza los barre como pelusas en el suelo. Así, sin alharacas.

A Cristina Jurado le interesan estas transiciones. Algo en ella quiere creer en la convivencia pacífica, en la aceptación de la diversidad, en la tolerancia, pero la herencia que ha recibido la civilización es doble, y nuestra autora es consciente de ello. La dialéctica convive con la irracionalidad. Y el otro, el que es diferente, asume el papel, las más de las veces, de enemigo, de opuesto, de aquel que ha llegado para arruinar nuestro modo de vida. Son muchos los ejemplos que se podrían poner, de vuestro pasado o de vuestro más actual y circunscrito presente.

La razón y la tecnología han traído antibióticos, y también armas de destrucción masiva. La irracionalidad tiene algo de romántica. Con ella vienen los cambios, la rebeldía, la improvisación, el amor loco, pero también las lapidaciones, el fanatismo, la rigidificación, el dúo rifle-biblia como medida de todas las cosas. En ese conflicto, ¿lo viejo o lo nuevo?

El impulso renovador de cada tiempo se burla de estas dicotomías. Vuestra anatomía se adaptará al clima extremo. Vuestro recubrimiento se alejará de la piel frágil. Vuestro color se apartará del rojo de los hematíes y de la tonalidad marronácea de los melanocitos. Os preguntaréis qué son unos pantalones, qué es un tejado, quiénes son Alan Moore, H. G. Wells, Thomas M. Disch y John Wyndham, qué es una trifulca matrimonial. En vuestro interior laterá la fuerza de la tierra, ancestral y arrolladora. Os alimentaréis gracias a la savia, en la superficie, donde la luz natural es eterna y lo encarnado se vuelve verde.

Bienvenidos a los pantanos de América, a la isla perdida de nativos grotescos y bestiales, a la galaxia vigilada por algún bastardo e inocente guardián de madera, a la habitación en la que Kafka encerró a un insecto, a la melodía envolvente de una de las últimas óperas de Richard Strauss y a su metamorfoseada cantante. El árbol genealógico de CloroFilia se hunde en un pasado literario, mitológico, pictórico, musical y cinéfilo. Y sus ramas se extienden al presente: algunos de los nuevos raros españoles -así nos llaman, por etiquetar que no quede- también escribimos acerca de estos brotes que van a florecer, y lo hacemos con una óptica parecida.

¿Exageración? No. Vosotros, que estáis leyendo el prólogo de esta versión ampliada de CloroFilia, dentro de una editorial como Antipersona, que sabe de estas luchas entre lo viejo y lo nuevo, tradición y renovación, puede que os miréis las manos y veáis uñas humanas, notéis algo de sudoración proveniente de unas glándulas sudoríparas también humanas y rocéis el fino tegumento que recubre la dermis de un Homo sapiens sapiens. Que no os engañen. Ni los sentidos, ni el temor a lo que está por venir, ni eso que los defensores a ultranza de lo preciso llaman realidad palpable.

Más tarde o más temprano, unas extremidades leñosas leerán en voz alta este prólogo, y lo harán por la mañana, con el sol en su apogeo. Cuando eso ocurra, este discurso plural, dirigido a vosotros, a una audiencia formada por seres de genética evolucionada, tendrá pleno sentido. A Cristina la llamaréis profeta en el mejor de los significados que tiene esa palabra, esto es, desprovista de aura piadosa. A veces la literatura de ficción, con sus particulares códigos, predice el cambio. Y esta novela corta la abordaréis como lo que es: escritura hierática. ¡Larga vida a la fotosíntesis!

Le regalo esta historia a Omar, que siempre ha creído en mis sueños

«—Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.

—¿Cómo sabes que yo estoy loca?

—Tienes que estarlo, o no habrías venido aquí.»

Alicia en el País de las Maravillas (1865), Lewis Carroll

 

«La locura de una persona es la realidad de otra.»

Tim Burton

Ciclogénesis

Nació con hambre, con un apetito tan formidable, un deseo de alimento tan insoportable, que por él devoraría mundos enteros y, con ellos, a todas sus criaturas e inventos. Engullir cualquier cosa que le saliera al encuentro era una necesidad grabada en su ADN, la causa misma de su existencia. Buscar alimento para seguir rugiendo. Cualquier objeto animado o inanimado con el que se encontrara le serviría. Tragarlo, integrarlo, regurgitarlo en forma de pequeñísimos granos de realidad, descender sobre pastos y ciudades, cubrir parques y cerros, planear sobre lagos y glaciares, ascender cimas y deslizarse por desfiladeros. Barrer el suelo con su aliento poderoso, limpiar toda la basura que le había crecido a aquella roca redondeada, purificar los millones de recovecos de aquella costra absurda que se paseaba por el espacio sin nadie que la pilotara.

Emergió del padre viento, compuesto por mil vendavales y otros tantos remolinos, y la madre tierra, con su rico manto de sedimentos, en una cópula arrebatada que fue su primera y única cuna. Como buen descendiente de semejantes padres, lo primero que hizo fue alimentarse de ellos y lanzarse en torbellino a explorar su entorno en pos de nutrientes. Rastrear para encontrar, consumir, absorber, reclamar.

Porque no era fácil vivir con aquella herencia que era el hambre perpetua engarzada en las moléculas, ni mover la mole que era su cuerpo a través de los espacios retorcidos de aquellos lugares absurdos. Se necesitaba mucha energía para arrastrar a su tropa de micro-soldados, aquellas motas de realidad, de polvo existencial, para hacerlos tomar los caminos que los llevarían a consumir más elementos. Había que estimularlos, que agitar sus sentidos y activar su voluntad a través de ráfagas de viento, concentradas en puntos cuidadosamente calculados, para conseguir persuadirlos. A los diminutos granos de caliza se les sumaban los de arcilla, los limos, las gravas, los cantos de tamaños diversos y los pequeños bloques que permitían digerir el resto de sustancias. Todos ellos se acariciaban y besaban unas veces mientras, otras, se golpeaban con violencia, se mutilaban entre sí, se herían y laceraban, provocando un mar de fricciones que modelaba a los nuevos reclutas.

¿Por qué aquellos dominios eran tan accidentados? Millones de obstáculos aparecían por todas partes dificultando su tarea, frenando su trayectoria, obligándole a atacar cada nueva estructura hasta descomponerla y absorberla, invirtiendo un esfuerzo que no hacía sino acrecentar su voracidad. Las cosas más pequeñas y livianas habían sido las primeras en pasar a formar parte de su ejército. Eran todas presas fáciles que no requerían más que movilizar parte de sus masas de aire para ser descompuestas. Su aporte era dulce pero no tanto como el de las edificaciones en piedra que proliferaban sobre el suelo, hermosas formas de aristas afiladas y cientos de pequeños componentes que era capaz de sorber sin dificultad, al ritmo de su lujuria atmosférica.

Peinar las aguas no saciaba su sed, tan solo le permitía trazar cenefas de espuma y deleitarse con las cascadas que escurrían los objetos una vez elevados desde el fondo. Era divertido comprobar cómo las figuras orgánicas perdían su vivacidad cuando las invitaba a visitar las profundidades oscuras, para verlas ganar hermosura al emerger con intrincadas flores rojas en su piel. Cuando las hacía bailar entre los obstáculos que emergían de los pliegues del terreno, las flores eran menos espectaculares, con bordes sucios y atrofiados.

Y, de fondo, el rugido de la manada que era su cuerpo, millones de gritos ahogándose en gargantas de carne de seres minúsculos, canto hermoso fabricado con la chispa que encendía sus vidas y que, una vez apagada para siempre, tejía la música de los muertos. La intensidad de aquel sonido le había permitido extender su dominio por todo el planeta, llegando a sus confines más retirados, a los lugares en los que las temperaturas habían mantenido a las formas de vida bajo mínimos. Su hálito se humedeció con las nieves del norte y del sur, lubricando su armadura de polvo y excitando a su cortejo de partículas. Abrazó los desiertos como solo saben hacerlo los amantes, con lascivia y desenfreno, mesando las dunas y absorbiendo la arena para seguir escarbando el horizonte.

Sentía la fricción continua de sus partículas, que generaban un mar de tensiones en el que solo quería bañar a los objetos con los que se encontraba. ¿No los agasajaba al acogerlos en su abrazo? ¿No los redimía al liberarlos de las cadenas de su existencia terrenal? Entonces, ¿por qué algunos se resistían?

Cuando creía que ninguna cosa podía hacerle frente, se encontró con aquellas perlas incrustadas en el terreno. Eran cubiertas bruñidas que desafiaban sus envites con la obstinación de los desquiciados, pues solo alguien que se asomase a las fauces de la locura podía creer que era posible retarle. ¿Qué o quién las había levantado? ¿Qué eran aquellas estructuras inexpugnables que se resistían a su avance? Las construcciones empezaron a intrigarle porque eran diferentes al resto, que proliferaban antes de su llegada y que no suponían una verdadera oposición. Lo que las distinguía era que parecían fabricadas precisamente para rebelarse contra su poder. Porque, por más que lamía las superficies pulidas, no encontraba resquicios por los que infiltrarse. ¡Odiosas carpas lisas en las que no podía clavar sus garras! Se abatía sobre aquellas planicies cóncavas con furia y no era capaz de franquear su resistencia. Intentaba distribuir sin éxito sus vectores a lo largo de todo el fluido de partículas para reventar aquellas cáscaras, pero eso no hacía sino acrecentar su voracidad.