Come as You Are: La historia de Nirvana - Michael Azerrad - E-Book

Come as You Are: La historia de Nirvana E-Book

Michael Azerrad

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El 24 de septiembre de 1991, Nirvana publicaba "Nevermind", que en cuestión de semanas se convirtió en disco de oro y desbancó a Michael Jackson de la lista de discos más vendidos, y, de paso, reinventó la historia del rock y entronizó la música de guitarras con distorsión made in USA y de sellos como Sub Pop. Michael Azerrad, autor de Nuestro grupo podría ser tu vida (Our Band Could Be Your Life, 2006) —título fundamental de la literatura musical que relata la génesis del rock independiente norteamericano, publicado por esta editorial— tuvo ocasión de compartir un tiempo precioso y sin precedentes con los miembros de Nirvana cuando estaban en el punto álgido de su popularidad, aunque también de su infamia, tras la aparición de algunos artículos de prensa difamatorios sobre el consumo de heroína de Kurt Cobain y su pareja, Courtney Love, líder de Hole. De la necesidad de dar a conocer la verdadera historia del grupo —y no de la tergiversada por los medios— surge este libro, a petición del propio Cobain, quien encomendó la misión a Azerrad. El resultado fue Come as You Are: la primera, y probablemente la mejor, aproximación al grupo que conquistó el mundo y cambió el rumbo de la música popular. El autor no solo tuvo ocasión de entrevistar a todos los miembros y exmiembros de la banda, así como a amigos, parientes y colaboradores, sino que estableció una relación de amistad con Kurt Cobain (voz y guitarra), Dave Grohl (batería) y Krist Novoselic (bajo) que dio lugar a una de las biografías de rock más íntimas, descarnadas e intensas de todos los tiempos. El libro también es el retrato de una de las figuras más insondables de la historia del rock: Kurt Cobain, el joven freak de Aberdeen, Washington, que vivió muchos años al borde de la indigencia componiendo canciones desgarradoras con su guitarra, atenazado desde muy joven por unos terribles dolores físicos y una tendencia a la depresión que, junto con un talento sin parangón, confluyeron para gestar algunos de los temas más emblemáticos del rock de todos los tiempos, como "Smells Like Teen Spirit", "Lithium", "Heart-Shaped Box", "All Apologies" o "Come as You Are", y que preconizaron su trágico final, en abril de 1994, que este volumen cuenta en un capítulo adicional publicado tras su suicidio. La presente edición incluye un brillante análisis de los temas de los tres principales álbumes de Nirvana y más de un centenar de fotos, pósteres, flyers y letras manuscritas.

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Come as You Are: The Story of Nirvana

© 1993, Michael Azerrad

Dirección editorial: Didac Aparicio y Eduard Sancho

Diseño: Aina y Berta Obiols, La Japonesa

Maquetación: Endoradisseny

Composición digital: Pablo Barrio

Primera edición: Septiembre de 2021

Primera edición digital: Septiembre de 2021

© 2021, Contraediciones, S.L.

c/ Elisenda de Pinós, 22

08034 Barcelona

[email protected]

www.editorialcontra.com

© 2021, Elvira Asensi, de la traducción

© Richard Weedon, del retrato del grupo de la cubierta

ISBN: 978-84-18282-64-5

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.

ÍNDICE

CAPÍTULO CEROCAPÍTULO UNO. UN CHAVALÍN REBELDE DE PELO GRASIENTOCAPÍTULO DOS. LO ÚNICO QUE NOS IMPORTABA ERA HACER EL GILIPOLLASCAPÍTULO TRES. ES MI HERMANO KRIST, QUE ESTÁ ESCUCHANDO PUNK ROCKCAPÍTULO CUATRO. ESTOS TÍOS ERAN DE ABERDEENCAPÍTULO CINCO. ESTO SE ESTÁ VOLVIENDO TOPE RADICALCAPÍTULO SEIS. ¡ESTOS TÍOS SE VAN A HACER MÁS FAMOSOS QUE LOS BEATLES!CAPÍTULO SIETE. «¿TIENES HAMBRE?» «SÍ»CAPÍTULO OCHO. ESTROFA, ESTRIBILLO, ESTROFA, ESTRIBILLO, SOLO, SOLO MALOCAPÍTULO OCHO Y MEDIO. PARECÍA QUE ÉRAMOS IMPARABLESCAPÍTULO NUEVE. YA ES HORA DE NO DEJAR LAS COSAS CLARASCAPÍTULO DIEZ. UN FENÓMENO QUE TRASCIENDE TODOS LOS FORMATOSCAPÍTULO ONCE. POGO A SACO CON EL JACOCAPÍTULO DOCE. NO HACÍAMOS MÁS QUE LLORARCAPÍTULO TRECE. TRECE TRES JÓVENES AGRADABLES, DECENTES Y LIMPIOSCAPÍTULO X. RABIA, MUERTE Y FELICIDAD ABSOLUTACAPÍTULO CATORCE. COSAS QUE ME CABREANCAPÍTULO QUINCE. A LOS ADULTOS NO LES GUSTACAPÍTULO FINAL

Para Julie

AGRADECIMIENTOS

Quiero expresar mi más profundo agradecimiento a las siguientes personas por la ayuda y el apoyo prestados.

Kurt y Courtney

Krist y Shelli

Dave

Chad Channing

John Silva, Bethann Buddenbaum y Michael Meisel

Susie Tennant y Chris Swenson

Randy Wagers

Mark Kates, Rochelle Fox, Luke Wood, Dennis Dennehy y Chrissy Shannon en Geffen

Charles Peterson

Tracy Marander

Neil Ross

Bruce Tracy

Scott Moyers

Sarah Lazin y Laura Nolan

Burnyce Channing

Wendy O’Connor

Marysarah Quinn

Kerry Fried

Amy Finnerty

Nils Bernstein

Mark Doctrow

Beth Cohen

Matt Sweeney

No quiero expresar mi agradecimiento al videojuego Lunatic Fringe (máxima puntuación: 29.715, nivel 40)

CAPÍTULO CERO

Cow Palace, San Francisco, 9 de abril de 1993. Once mil personas —chavales de estética grunge, deportistas, metaleros, público mainstream, punks, niños pequeños con sus padres, hippies— han venido desde lugares tan lejanos como Los Ángeles o Seattle para ver el primer bolo de Nirvana en Norteamérica en siete meses, un concierto benéfico para las víctimas de violación en Bosnia. Aparte de una gira por clubs de siete semanas a finales de 1991, lo más cerca que la mayoría de fans norteamericanos ha estado de ver al grupo en directo fue en su actuación en Saturday Night Live hace más de un año. Desde entonces han ocurrido muchas cosas: rumores sobre consumo de drogas, rumores sobre la separación del grupo, pleitos y la venta de unos cinco millones más de ejemplares del disco Nevermind a nivel mundial. Y no han ocurrido muchas otras, como una gira de estadios por Estados Unidos o un nuevo disco. Se trata de un concierto crucial.

El grupo sale al escenario. Kurt Cobain, ataviado con una chaqueta de punto de color aguamarina, una camiseta de Captain America del revés y unos vaqueros hechos trizas, saluda nervioso al público. Se ha teñido el pelo de rubio para la ocasión. Un gran mechón le cubre los ojos y, de hecho, toda la mitad superior del rostro.

Desde los primeros acordes de «Rape Me», el grupo toca con una fuerza explosiva, lanzándole al público un bombardeo sónico desde el escenario: «Breed», «Blue», «Sliver», «Milk It», «Heart-Shaped Box». Hacia el final, tocan el Hit, y a pesar de que Kurt la pifia en los primeros acordes, los moshers se vuelven locos en la pista. Mientras se alzan las cerillas y los mecheros durante «Lithium», todos los presentes en este local cavernoso recuerdan exactamente por qué les encanta Nirvana.

A pesar de que a Krist Novoselic y a Kurt los separan por lo menos diez metros, se mueven e interactúan como si estuvieran mucho más cerca; no les cuesta nada comunicarse. A mitad del set, Kurt le dice a Krist: «¡Me lo estoy pasando genial! ¡Podría seguir tocando una hora más!». Dicho y hecho, embuten veinticuatro canciones en una hora y media, incluidos ocho temas de su próximo álbum. El público aplaude entusiasmado el nuevo material, sobre todo la brutalidad con la que atacan «Scentless Apprentice» y la majestuosa «All Apologies», que acaba disolviéndose en una confusión de canto mantra y feedback.

Eddie Vedder de Pearl Jam ve el concierto desde el lateral del escenario; no muy lejos está Dale Crover, de los Melvins. Frances Bean Cobain está en el piso de arriba en el camerino de su padre con su niñera; Courtney baja justo a tiempo para esquivar una botella de plástico de agua mineral que Kurt ha lanzado sin mirar y le saluda con sarcasmo.

Al acabar el set, Kurt, Krist y Dave Grohl desaparecen detrás de la tarima de la batería y se pasan un cigarro mientras deliberan sobre qué canciones tocar, y luego vuelven a salir para hacer un bis de media hora con siete canciones que alcanza su punto álgido con «Endless, Nameless», el misterioso tema que cierra Nevermind. A medida que la banda acelera el riff principal de la canción, entra en trance. Kurt pasa por encima de su torre de amplis. No es que esté a mucha altura, pero aun así resulta fascinante, como un suicida en potencia que camina por la cornisa de un edificio. La música se acelera todavía más. Las guitarras despiden chillidos, Krist se ha soltado la correa del bajo y lo zarandea frente al ampli; Dave Grohl ataca la batería con un desenfreno calculado. Cuando la música alcanza su punto álgido, Kurt cae con fuerza sobre la batería y los timbales, y los pies de los platos se caen abriéndose hacia afuera, como una planta carnívora que se abre para devorar a su presa. Fin del concierto.

La gente se pregunta si Kurt estará bien. Esto no forma parte del espectáculo; de ser así, habrían puesto antes algún tipo de acolchado a modo de protección. Puede que se trate de un truco de frikis, como el típico niño en la escuela primaria que se hacía sangrar la nariz y se esparcía la sangre por la cara para que el matón de la clase lo dejara en paz, un ejemplo de «ya me hago daño yo antes de que me lo hagas tú» protagonizado por un tío que ha empezado el set con una canción titulada «Rape Me»1. Puede que sea un homenaje a dos de los saltimbanquis preferidos de Kurt: Iggy Pop y Evel Knievel2. ¿O será que la música le produce tal subidón que se vuelve insensible a cualquier daño físico, como un swami exaltado que camina sobre carbón incandescente? A juzgar por el público, radiante y entusiasmado, esta última explicación parece ser la más adecuada.

Al acabar, todo el séquito de la banda celebra el concierto triunfal en el patio del motel Phoenix, el sitio de moda, a excepción de Kurt y Courtney, que se han retirado a un hotel de lujo al otro lado de la ciudad. El Phoenix les trae malos recuerdos, comenta Courtney. Además, las toallas de baño son demasiado pequeñas. Aun en su ausencia, el lugar se convierte en una especie de Nirvanalandia. Está Dave con su madre y su hermana, Krist y Shelli, y también el sonriente Ernie Bailey, el técnico de guitarras, y su mujer Brenda, el tour manager Alex Macleod, la diseñadora de luces Suzanne Sasic, la gente de Gold Mountain Management, Mark Kates de Geffen/DGC, e incluso algunos miembros del grupo Love Battery de Seattle, que casualmente están en la ciudad. Krist se acerca al supermercado y vuelve cargado de cervezas y la fiesta prosigue hasta altas horas de la madrugada.

Al día siguiente, Krist hace una peregrinación a todo un punto de referencia de la generación beat: la legendaria librería City Lights. Sale a la calle para ir a un cajero, donde un indigente anuncia: «¡Oigan, buenas noticias! ¡Nos complace comunicarles que por ser Pascua aceptamos billetes de veinte dólares!». Krist le da uno.

El concierto del Cow Palace fue toda una victoria. Parecía confirmar que, después de todo, el hecho de que a un grupo de punk rock le hubiera tocado el gordo del mainstream no había sido mera chiripa. Aquella victoria tuvo repercusiones para el grupo, para todos los grupos similares, y puede que incluso para el mundo de la cultura en general. Como dijo Kim Gordon de Sonic Youth recientemente: «Cuando un grupo como Nirvana sale del underground, realmente expresa algo que está sucediendo a nivel cultural y no es un producto».

Lo que estaba sucediendo a nivel cultural no solo quedaba reflejado en el sonido de la música, sino, de manera igualmente importante, en cómo alcanzó la popularidad. El fenómeno del punk rock empezó prácticamente cuando Johnny Ramone le dio con la púa a la cuerda de su guitarra, inspirando así una década y media de trabajo duro por parte de innumerables grupos, sellos discográficos independientes, emisoras de radio, revistas y fanzines y pequeñas tiendas de discos que se esforzaron por crear algún tipo de alternativa al rock corporativo insulso y condescendiente que le estaban endilgando al público las cínicas multinacionales, los estadios impersonales, las tiendas de discos gigantescas, las emisoras de radio dirigidas al populacho y las revistas de rock nacionales obsesionadas con las estrellas.

Motivada por la revolución del punk rock, la escena musical underground creó una red mundial, una industria musical en la sombra. Creció sin parar hasta que ni siquiera todos los esfuerzos de la industria musical controlada por los baby boomers pudieron detenerla. R.E.M. fue la primera explosión, Jane’s Addiction llegó después, y luego llegó el Big Bang: Nevermind lleva vendidos hasta la fecha3 más de ocho millones de ejemplares a nivel mundial. Desafió los mayores esfuerzos de gente como Michael Jackson, U2 o Guns N’ Roses, y alcanzó el número 1 en la lista de discos de Billboard.

Después de esto, todo fue pre- o post- Nirvana. La radio y la prensa empezaron a tomarse en serio el rollo «alternativo». De la noche a la mañana, las discográficas se replantearon su estrategia. En vez de promocionar de manera muy intensa un pop ligero que vendería bien al principio pero del que nunca más se volvería a saber nada, decidieron empezar a fichar artistas que tuvieran un potencial a largo plazo. Y los promocionaban desde la base, desde un nivel más centrado en la comunidad, en vez de soltarles dinero a espuertas hasta que empezaran a vender. Se trataba de imitar la manera en que Nirvana consiguió darse a conocer: un pequeño grupo nuclear de medios locales y fans de la música cuyo valioso boca a boca fue aumentando el número de seguidores del grupo, poco a poco al principio y más tarde a pasos agigantados. El despliegue mediático era mínimo, con la buena música bastaba.

El afán investigador necesario para abrirse paso a través del laberinto de la música independiente era, en efecto, un reproche al consumismo de masas. Suponía un avance molesto para las grandes discográficas, que habían pasado a depender del dinero invertido en la promoción de los artistas para conseguir camelarse al público. La música independiente requería una manera de pensar independiente, empezando por los artistas que hacían la música, pasando por los empresarios que la vendían y acabando por la gente que la compraba. Es mucho más difícil encontrar el nuevo single de Calamity Jane que hacerse con un ejemplar del último CD de C+C Music Factory.

En 1990 no hubo ningún álbum de rock que llegara al número 1, lo que llevó a algunos expertos del sector a profetizar el fin del rock. Los programadores radiofónicos habían ido fragmentando de manera sistemática el público de la música en busca del perfil demográfico perfecto, y parecía poco probable que los aficionados al rock pudieran unirse en torno a un disco en número suficiente como para colocarlo en lo más alto de las listas. Así que mientras el rock degeneraba en una falsa rebelión tremendamente procesada de melenas al viento, géneros musicales como el country y el rap representaban de una forma más directa el estado de ánimo y las preocupaciones de las masas. Si bien hubo varios discos de rock que alcanzaron el número uno en 1991, Nevermind consiguió unir a un público que nunca se había unido hasta entonces: el de los veinteañeros.

Hartos de que les hicieran tragarse a carrozas como Genesis o Eric Clapton, o creaciones artificiales como Paula Abdul o Milli Vanilli, los veinteañeros querían tener su propia música; algo que expresara lo que ellos sentían. Un número sorprendente de este grupo demográfico son hijos de padres divorciados. Estaban seguros de ser la primera generación de norteamericanos en albergar pocas esperanzas de que les fuera mejor que a sus padres, la generación que padeció los excesos fiscales de la política de Reagan en los ochenta, que se pasó toda su etapa de apogeo sexual a la sombra del sida, que pasó la niñez teniendo pesadillas sobre la guerra nuclear. Se sentían impotentes para rescatar un entorno que les era hostil y se habían pasado la mayor parte de su vida con Reagan o Bush en la Casa Blanca, aguantando un ambiente represivo a nivel cultural y sexual. Y se sentían indefensos y con dificultad para expresarse ante todo ello.

A lo largo de los ochenta, muchos músicos se dedicaron a protestar contra varias desigualdades políticas y sociales, pero eran en su mayoría baby boomers como Don Henley, Bruce Springsteen o Sting, y muchos fans vieron estas protestas como lo que eran en esencia: un postureo hipócrita y un subirse al carro de lo que está de moda destinado al autobombo. Vamos a ver, ¿exactamente por qué actuaron Duran Duran en el Live Aid? La reacción de Kurt Cobain ante los malos tiempos era todo lo directa que podía ser, y muchísimo más honesta. Gritaba y punto.

Sin embargo, decir que Kurt Cobain es el portavoz de una generación es un error. Bob Dylan fue el portavoz de una generación. Kurt Cobain no aporta ninguna respuesta y, si me apuras, no formula ni preguntas. Se limita a emitir un gemido angustiado, deleitándose así en un éxtasis negativo. Y si ese es el sonido del espíritu adolescente en estos momentos, bienvenido sea.

Puede que las canciones de Nevermind trataran sobre el aislamiento y la apatía, pero un aislamiento y una apatía acerca de temas que no significaban gran cosa, en cualquier caso. Por el contrario, el grupo ha expresado firmemente su opinión acerca del feminismo, el racismo, la censura y, sobre todo, la homofobia. Y cualquier atisbo de pasividad era disipado por la impresionante fuerza de la música (especialmente por la explosiva batería de Dave Grohl) y el arte innegable a la hora de componer las canciones. Era una música apasionada que no iba de algo que no era. Aficionarse a Nirvana dotaba de poder a una generación que carecía de él.

Los primeros años de vida de los miembros del grupo son un reflejo de su generación. Los tres vienen de familias desestructuradas. Los tres (incluso también su batería anterior) tuvieron una niñez muy marcada por el aislamiento, y dos de ellos abandonaron el instituto.

Si bien se les considera parte del «sonido Seattle», no son un grupo de Seattle. Kurt Cobain y Krist Novoselic son de Aberdeen, una ciudad maderera y aislada del Estado de Washington situada en la costa. El grupo alcanzó su madurez allí y en la cercana ciudad de Olympia, hogar del sello K Records y del grupo de «pop naíf» Beat Happening, ambos grandes influencias filosóficas, aunque no musicales, de Nirvana. Cuando Kurt habla de punk rock, no se refiere a llevar el pelo verde ni imperdibles colgando de la nariz. Se refiere a la filosofía de ser uno mismo y hacer las cosas uno mismo con un mínimo de tecnología característica de K, Touch & Go, SST y otros sellos indies hasta la médula. Se trata de un esfuerzo por reclamarle la música al reino corporativo y devolvérsela a la gente, para hacer de ella música popular hecha con instrumentos eléctricos.

Quedaba claro que los miembros de Nirvana no eran empleados de este entorno corporativo (han visitado la sede de su discográfica en Los Ángeles exactamente una vez); se cuidaron mucho de autodefinirse como un grupo que estaba fuera de esa escena mainstream genérica idealizada que se habían inventado las empresas de publicidad neoyorquinas, los ejecutivos de la televisión, las grandes discográficas y Hollywood. Por usar un término del que ahora se han apropiado, Nirvana presentaba una alternativa. Cuando ocho millones de personas dijeron que sentían lo mismo, se redefinió el mainstream.

Muchos de los grupos que había en las listas de ventas hacían música bastante buena, pero era mero entretenimiento. Esta música tenía repercusión. No era oportunista ni estaba calculada. Era estimulante, aterradora, bella, salvaje, difusa y exultante. Y no solo era cañera, además podías tararear las canciones.

La fama no es algo que el grupo persiguiera ni para lo que estuviera preparado. Les pilló por sorpresa y les daba vergüenza. Era demasiado y demasiado pronto. A Krist y a Dave les pasó factura, pero a Kurt todavía más. La mayor parte de 1992 se mantuvieron en un discreto segundo plano, y a principios de la primavera del año siguiente, Kurt, Krist y Dave eran capaces de reflexionar acerca de todo lo que había pasado con una mirada retrospectiva.

Dave relató su versión de la historia desde el Laundry Room, el modesto estudio de grabación de Seattle del que es copropietario junto a su viejo amigo y técnico de batería Barrett Jones. Sentado en el suelo rodeado de instrumentos, amplis y cables, lucía un pin de K Records en la camisa y engullía un menú tóxico del 7-Eleven cercano. Dave es elocuente, con un aplomo sorprendente para sus veinticuatro años. Es muy dueño de sí mismo; no alberga delirios de grandeza, pero tampoco se infravalora. «Es el chico más equilibrado que conozco», le encanta decir a Kurt.

Dave es el menos visible de los tres; al fin y al cabo, no mide dos metros, como Krist, ni es el líder del grupo, como Kurt. Al igual que Krist, va a conciertos en Seattle constantemente, y se le puede ver entre el público como uno más. Se encuentra en una posición ideal y lo sabe: forma parte de uno de los grupos de rock con más éxito del planeta y aun así puede salir de noche por la ciudad y contar con los dedos de una mano el número de personas que lo reconoce.

«Krist tiene un corazón de oro», comenta un amigo de la familia. «Es un trozo de pan.» Krist habla despacio, con cautela, y aunque no sea un intelectual de libro, es un genio del sentido común, con una agudeza siempre a punto que corta con cualquier tipo de gilipollez. Se describe a sí mismo como un «yonqui de las noticias» y le preocupa profundamente la situación en la antigua Yugoslavia, de donde viene su familia, un tema que conoce al dedillo.

Él y su mujer Shelli, una persona gentil y sensata, son propietarios de una modesta casa en Seattle, en el tranquilo barrio periférico de University District. Es una especie de vivienda comunal: su hermana Diana vive con ellos, al igual que el tour manager Alex Macleod, un escocés inteligente con coleta tan leal que seguramente estaría dispuesto a llevarse un balazo por cualquier miembro del grupo. Robert, el hermano de Krist, se deja caer por allí a todas horas. A principios de marzo, Kim Gordon y Thurston Moore de Sonic Youth se alojaron allí cuando recalaron en la ciudad como colofón de una gira mundial. Gordon, Moore y Mark Arm de Mudhoney pasan por allí después de una jornada dedicada a comprar discos, uno de los cuales es un viejo álbum de Benny Goodman de 78 rpm. Mientras «Royal Garden Blues» emerge entre los crujidos y siseos de su vieja Victrola, Krist le suelta en broma a Moore: «Tío, eso es lo-fi. ¡Así es como suena nuestro nuevo disco!».

Una gramola enorme preside el salón, que está decorado con muebles viejos molones procedentes de tiendas de segunda mano, pero casi todo el mundo —incluidos los gatos Einstein y Doris— pasa el rato en la cocina. La nevera está a rebosar de productos orgánicos y sin conservantes. Utilizan papel reciclado siempre que sea posible. Hay una barra de bar vintage de finales de los cincuenta y tres máquinas de pinball —de Kiss, la Familia Adams y Evel Knievel— en el sótano, donde Krist montó una fiesta la noche antes de que el grupo se fuera a grabar In Utero. Viejos amigos como Matt Lukin de Mudhoney, Tad Doyle de TAD o Dee Plakas de L7, y nuevos amigos como Eddie Vedder, o gente de la gran familia de Nirvana, como Ernie Bailey o el A&R (Artist and Repertoire)4 de Geffen/DGC Gary Gersh, estuvieron allí de fiesta hasta altas horas de la madrugada. Shelli improvisó un aperitivo vegetariano.

Krist lleva una vida exenta de grandes lujos y es muy cuidadoso a la hora de gastar el dinero. No es para nada una estrella de rock con un gran tren de vida; a la pletina del viejo radiocasete se le cae la tapa.

Tras una breve entrevista preliminar justo antes de las Navidades de 1992, la primera ronda de más de veinticinco horas de entrevistas con Kurt tuvo lugar a principios de febrero. Las entrevistas empezaban a altas horas de la noche, cuando Kurt volvía de los ensayos de In Utero, y se prolongaban hasta las cuatro o las cinco de la mañana. Kurt, que estaba en plena mudanza a una casa temporal en Seattle, se paseaba por la suite de hotel que él y Courtney ocupaban luciendo un pijama desconjuntado, fumando sin parar mientras aderezaba su relato con un humor tremendamente seco y sarcástico. En una ocasión, se ató al cuerpo una máquina de realidad virtual —una especie de híbrido entre un walkman y un espectáculo de luces psicodélico— con la que estaba experimentando para controlar su dolor de estómago crónico. Hay varios parámetros que supuestamente estimulan la memoria, la creatividad, la energía y la relajación.

Para ser unas celebridades de fama internacional, Kurt y Courtney llevan una vida exenta de lujos. No se rodean de escoltas ni de guardaespaldas cachas. Kurt coge un taxi para dar una vuelta por la ciudad, se para en un McDonald’s para comprarse una hamburguesa. Lleva puesta una ridícula gorra de cazador para que no le reconozcan. Una noche, alguien dispuesto a hacerles una visita entró al hotel, subió en el ascensor hasta su piso y entró directamente por la puerta abierta de su habitación, donde se encontró a Kurt y Courtney en pijama acurrucados en la cama, viendo un telefilm malísimo de Leif Garrett en la oscuridad. «Ah, hola», dijo Courtney sin ni siquiera mostrarse sorprendida.

Kurt tiene un aspecto enclenque, está como un palillo. Habla en una especie de tono inexpresivo, que debido al consumo excesivo de cigarrillos acaba convertido en un gruñido grave. Le confiere una apariencia triste y consumida, como si acabara de pegarse una buena llorera, pero es simplemente su manera de ser. «Todo el mundo se cree que soy un desastre a nivel emocional, una estrella negra tope negativa, a todas horas», dice Kurt. «Siempre me preguntan: “¿Qué te pasa?”. Pero es que no me pasa nada en absoluto. No estoy para nada deprimido. Ha llegado un punto en que he tenido que observarme bien y plantearme qué es lo que ve la gente. He pensado que igual debería afeitarme las cejas. Igual eso sirve de algo.»

Si bien el carisma de Kurt es casi palpable, se expresa con muchísima mesura, por lo que conviene amplificar mentalmente cada una de sus reacciones: un «ummm» distraído se traduce en un «¡Hala!»; una breve risa entre dientes es una carcajada; una mirada desaprobatoria es una mirada asesina.

Al igual que se ve en las fotografías, su cara adquiere muchos aspectos distintos. A veces se le ve como un niño angelical, otras como un despilfarrador disipado, y otras como el tío que te arregla la antena de la tele. Y a veces, con según qué tipo de luz, puede parecer incluso un inquietante Axl Rose. Su tez pálida queda levemente oculta bajo la barba desaliñada de tres días. A través del típico pelo sucio, que por ahora es rubio rojizo, se ve una mancha roja en el cuero cabelludo. Suele ir en pijama y va perpetuamente descuidado. A pesar de que el tiempo apenas afecta su horario, siempre lleva un reloj con la imagen de Tom Peterson, el dueño de una cadena de electrodomésticos de Oregón.

Los ojos de Kurt son de un azul tan intenso que le confieren a su cara una expresión de asombro permanente. Al ir en pijama, da la impresión de ser un joven soldado conmocionado que se pasea por una residencia de veteranos de guerra, pero no se le escapa ni una.

A principios de marzo, después de la grabación del nuevo álbum del grupo, In Utero, Kurt, Courtney y su bebé Frances se mudaron a una casa alquilada más bien grande con vistas al lago Washington. En la mesa de la cocina, Kurt juega a sacarle los intestinos a un modelo anatómico de plástico, sin dejar de fumar en ningún momento. «Me gusta que se les puedan quitar todas las piezas y que queden solo los intestinos», dice. «Me fascinan los órganos y el hecho de que funcionen. Vale, muchas veces se joden, pero cuesta creer que una persona pueda meterse en el organismo algo tan nocivo como alcohol o drogas y que el mecanismo pueda asimilarlo, al menos por un tiempo. El hecho en sí de que puedan asimilarlos es alucinante.»

La casa apenas está amueblada; una moqueta beige recubre la totalidad del suelo y las paredes están vacías, pero es temporal. Se mudarán a una casa reformada en una ciudad pequeña a pocas decenas de kilómetros de Seattle algo más avanzado el año, y están buscando un pied à terre en Capitol Hill, el barrio de moda en Seattle. En el piso de arriba están el dormitorio, la habitación de Frances y el cuarto de pintar de Kurt, donde un caballete sostiene el retrato de una criatura triste y marchita con unos brazos esqueléticos y unos ojos negros inertes. En el cuarto de baño del piso de abajo reposa el premio al Mejor Artista Revelación de la MTV, y el pequeño astronauta plateado vigila atento el inodoro. Jackie, la niñera de Frances, tiene su propia habitación en el sótano. En el salón situado junto a la cocina hay montada una pista de coches en miniatura.

Una habitación de la casa ha sido elegida como «la habitación desastre». El suelo está cubierto de viejas cartas, notas, cintas de trabajo, discos, fotografías y pósteres que se remontan a los primeros tiempos de la vida musical de Kurt. Pegado a una pared está el santuario de cánticos budista de Courtney, que ya apenas usa, seguramente porque entre tanto trasto no puede acceder a él. Una bolsa de papel marrón se ha volcado y una docena de figuritas de plástico del Coronel Sanders5 y de Pillsbury Doughboy6 ha quedado desparramada.

Hay guitarras por todas partes, hasta en el cuarto de baño. En el salón hay apoyada una vieja Martin impresionante junto a otro instrumento más modesto pintado de rojo y recubierto de apliques de flores.

Frances Bean Cobain es un precioso bebé de siete meses que tiene los ojos azules penetrantes de su padre y la barbilla de su madre. Si bien parece que sus padres la miman para deleite del visitante, salta a la vista lo cariñosos que son con ella. Kurt parece tener algo más de mano con los niños que Courtney, pero a ambos se les da estupendamente hacer que el bebé se divierta a base de carantoñas.

No cabe duda de que Frances le ha venido de maravilla a Kurt. «No para de mirar a Frances y de decir: “¡Yo era así de pequeño! ¡Yo era así de pequeño!”», comenta Courtney. «A las personas no se les puede cambiar, pero mi objetivo en la vida es que vuelva a ser feliz, algo nada fácil porque nunca está satisfecho con nada.»

Una noche, Courtney se pone a tocar la guitarra acústica tranquilamente y se graba en un radiocasete en el salón del piso de arriba mientras que abajo, en el garaje, al lado de su viejo Volvo, Kurt se dedica a darle a una batería hecha polvo que quedó ahí después de una gira de la que hace mucho que ya nadie se acuerda. El garaje está a rebosar de cajas de papeles, obras de arte, guitarras desvencijadas y años de compras en tiendas de segunda mano. Hay dos cajas repletas de figuritas de plástico transparentes de hombres, mujeres y hasta de caballos. Junto a ellas reposan un amplificador, un bajo y lo único en toda la casa que podría considerarse un capricho: un videojuego del estilo de Space Invaders que Kurt adquirió por unos doscientos dólares. Kurt registra las puntuaciones altas que consigue con iniciales del tipo «POYA», «CACA» o «JODER».

Nuestras conversaciones fueron extremadamente sinceras. Kurt explica su franqueza de manera muy simple. «Estoy atrapado», afirma en referencia a sus problemas con la heroína ampliamente publicitados, «así que, ya puestos, lo mejor es reconocer lo que hay e intentar contextualizar un poquito las cosas. Todo el mundo piensa que llevo años siendo yonqui, cuando en realidad lo he sido durante un período de tiempo muy reducido.»

Además, no le preocupa explotar el espectacular mito del grupo, ni el suyo propio, sino más bien todo lo contrario. «Nunca fue mi intención lo de rodearnos de un cierto misterio», me dijo en una ocasión. «Lo que ocurre es que al principio no tenía nada que decir. Ahora que ya llevamos en circulación el tiempo suficiente hay una historia que contar, por así decirlo. Y a pesar de ello, cada noche después de que tú te hayas ido, me paro a pensar: “Dios, mira que mi vida es aburrida de cojones comparada con la de mucha gente que conozco…”.»

Kurt está impaciente por aclarar las cosas. Han corrido tantos rumores sobre él, su mujer e incluso su hija, que cree que la mejor manera de evitar más desgracias es limitarse a contar exactamente lo que pasó. A veces su relato es interesado, está lleno de racionalización y de contradicciones, pero incluso esas distorsiones resultan reveladoras acerca de su vida y de su obra, y de las conexiones entre ambas.

CAPÍTULO UNOUN CHAVALÍN REBELDE DE PELO GRASIENTO

Aberdeen (Washington), con una población de 16.660 habitantes, está a unos ciento setenta interminables kilómetros al suroeste de Seattle, perdida en la remota costa de Washington. En Seattle llueve mucho, pero en Aberdeen llueve más aún —hasta 2.100 milímetros al año—, lo que hace que la ciudad esté constantemente teñida de gris. Al estar alejada de la autopista más cercana, a Aberdeen no llega nada y raramente sale algo de allí.

El tema del arte y la cultura prefieren dejárselo a los estirados de Seattle, y entre las «fascinantes actividades» enumeradas en el folleto de propaganda de la Cámara de Comercio del Condado de Grays Harbor están: los bolos, las competiciones de motosierras y los videojuegos de los salones recreativos.

La autopista 12 que va hacia Aberdeen está bordeada por una sucesión interminable de parques de casas móviles; tras ellos hay cientos de miles de hectáreas de bosque maderable, a menudo estropeado por unas enormes cicatrices de troncos en los lugares en que los leñadores han estado talando. Si el visitante llega a Aberdeen desde el este, lo primero que ve es el horrendo y extenso aserradero de la empresa Weyerhauser frente al río Wishkah, donde los cadáveres sin ramas de lo que antaño fueron árboles frondosos yacen apilados como víctimas de una masacre. Desde el otro lado del río, una larga fila de establecimientos de comida basura vigila la escena.

En la ciudad predomina la tala de árboles; o más bien, así fue en su día. El negocio lleva años en decadencia y los despidos están convirtiendo a Aberdeen en una ciudad fantasma. En la actualidad, las calles del centro se están llenando poco a poco de escaparates vacíos o tapiados. Los únicos negocios que prosperan son las tabernas como Silver Dollar o Pourhouse7, digna de su nombre, y la casa de empeño local, que está a rebosar de armas, motosierras y guitarras eléctricas. La tasa de suicidios del Condado de Grays Harbor es una de las más altas del país; el alcoholismo es galopante y hace años que el crack hizo acto de presencia en la ciudad.

La gente detesta al búho manchado —los parachoques de los coches locales están decorados con pegatinas de recetas para cocinar esta criatura en peligro de extinción—, aunque lo que realmente está dejando a la gente sin trabajo es la descentralización de la industria maderera, el aumento de los costes laborales y la automatización. Una de las fábricas de madera más grandes de la ciudad solía emplear a decenas de trabajadores y ahora tiene cinco: cuatro hombres y una máquina de corte láser informatizada.

Una de las industrias que experimenta un mayor crecimiento en el condado es el cultivo de marihuana y setas psicodélicas, que la gente cultiva como complemento a sus sueldos raquíticos o inexistentes.

La cosa no siempre estuvo tan difícil. Aberdeen fue en su día un bullicioso puerto marítimo en el que los marineros hacían escala para descansar, comer y buscar compañía femenina de alquiler. Lo cierto es que la ciudad fue en su día un gran prostíbulo, concentrado en la conocida calle Hume (que los padres de la ciudad rebautizaron como calle State en los años cincuenta en un intento por enterrar aquellos recuerdos). Más adelante, la ciudad pasó a ser una terminal ferroviaria y la sede de docenas de serrerías y operaciones de tala de madera. Aberdeen estaba repleta de jóvenes solteros que ganaban mucho dinero en la industria maderera y la prostitución prosperó, llegando a haber en un momento dado la friolera de cincuenta burdeles («casas de mujeres», se les llamaba) en la zona del centro. La prostitución duró hasta finales de los cincuenta, cuando una redada policial acabó finalmente con ella. Hay quien dice que el molesto pasado de Aberdeen confiere a sus habitantes un complejo de inferioridad.

Fue en este lugar donde nació Kurt Donald Cobain el 20 de febrero de 1967, hijo de Wendy Cobain, ama de casa, y de su marido Donald, que trabajaba de mecánico en la gasolinera Chevron que había en la ciudad. La joven familia empezó por alquilar una casa en la cercana ciudad de Hoquiam y más adelante se mudó a Aberdeen cuando Kurt tenía seis meses.

Kurt creció sin saber de dónde venía su apellido. Lo único que sabía era que su abuelo materno era alemán. Fue hace poco cuando descubrió que su familia paterna es irlandesa de pura cepa, y que Cobain es una deformación del apellido Coburn.

A pesar de que los Cobain eran una familia humilde, la vida empezó muy bien para su hijo de pelo dorado. «Mi madre siempre ha sido muy cariñosa conmigo», comenta Kurt. «Siempre nos despedíamos con un beso y un abrazo. Molaba mucho. Me sorprende saber que en muchas familias no sucede lo mismo. Fueron unos tiempos muy felices.»

Kim, la hermana de Kurt, nació tres años después que él, pero para entonces ya se había creado un vínculo muy estrecho entre Kurt y su madre. «No hay nada comparable a tu primogénito; nada», afirma Wendy, que en la actualidad está casada en segundas nupcias y sigue viviendo en Aberdeen en la misma casa con su marido y su hija de ocho años. «No hay ningún otro hijo que se le asemeje. Yo estaba totalmente volcada en él. Le dedicaba todo mi tiempo.»

Kurt era un niño inteligente, obviamente. «Me acuerdo de llamar a mi madre», recuerda Wendy, «y decirle que me asustaba un poco, porque tenía una perspicacia que yo no había visto nunca en niños pequeños.»

Kurt había empezado a mostrar su interés por la música con dos años, algo que no era sorprendente teniendo en cuenta que su familia materna era muy dotada para la música: Chuck, el hermano de Wendy, tocaba en un grupo de rock and roll; su hermana Mary tocaba la guitarra, y todos los miembros de la familia tenían algún tipo de talento para la música. En Navidad, todos cantaban o interpretaban sainetes.

Kurt justo antes de su segundo cumpleaños.

El tío de Wendy se cambió el nombre de Delbert Fradenburg a Dale Arden, se mudó a California para hacerse cantante de ópera y grabó unos cuantos discos a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta. Entabló amistad con el actor Brian Keith (que más adelante protagonizó la telecomedia de los sesenta Mis adorables sobrinos) y Jay Silverheels, que interpretaba el papel de Tonto en la serie televisiva El Llanero Solitario. Así que, como dice Wendy en broma, «a la familia este rollo de la fama no le viene de nuevas».

Cuando tenía unos siete años, la tía Mary le regaló a Kurt discos de los Beatles y de los Monkees. Le invitaba a su casa a que viera ensayar a su grupo. Mary, una intérprete de música country que había llegado a grabar incluso un single, llevaba años tocando en grupos de bares por todo Aberdeen, a veces actuaba en solitario en el restaurante Riviera y en una ocasión quedó segunda en un concurso de talentos de la televisión local llamado You Can Be a Star8.

Mary intentó enseñar a Kurt a tocar la guitarra, pero él no tenía paciencia; de hecho, era difícil lograr que se sentara tranquilamente para hacer cualquier cosa. Le habían diagnosticado hiperactividad.

Al igual que a muchos niños de su generación, a Kurt le habían recetado Ritalin, un fármaco que es un tipo de speed que contrarresta la hiperactividad y que lo mantenía despierto hasta las cuatro de la madrugada. Los tranquilizantes hacían que se quedara dormido en clase. Al final, probaron a quitarle de la dieta el azúcar y el amaranto, un colorante alimentario con muy mala fama, y funcionó. Era difícil conseguir que un chaval hiperactivo no tomara azúcar porque, como dice Wendy: «Es que son adictos al azúcar».

Pero no poder comer chocolatinas apenas desanimó a Kurt. «Se levantaba todos los días con la alegría de vivir un nuevo día», comenta Wendy. «Se mostraba tan entusiasmado… Salía corriendo de su habitación muy ilusionado de tener otro día por delante y estaba ansioso por descubrir lo que le depararía.»

«Yo era un niño superfeliz», dice Kurt. «Estaba gritando y cantando constantemente. No sabía cuándo parar. Al final otros niños me acababan pegando, porque me emocionaba mucho por querer jugar. Me tomaba lo de jugar muy en serio, porque era muy feliz.»

Kurt fue el primer niño de su generación y solo por parte de su madre tenía siete tías y tíos que se peleaban por hacerle de niñera. Acostumbrado a ser el centro de atención, entretenía a cualquiera que estuviera dispuesto a mirarlo. «Era un teatrero…», comenta Wendy. «Se tiraba al suelo en la tienda para que lo viera un señor mayor, porque le encantaba que Kurt cantara para él.» Uno de los discos preferidos de Kurt era Alice’s Restaurant, de Arlo Guthrie. A menudo cantaba «Motorcycle Song» de Guthrie. «I don’t want a pickle / I just want to ride on my motorcycle / And I don’t want to die!»9

Cuando tenía siete años, su tía Mary le regaló un bombo. Kurt se lo ataba al cuerpo y se paseaba por el barrio con un gorro de cazador y las zapatillas de deporte de su padre, dándole al bombo y cantando temas de los Beatles como «Hey Jude» o «Revolution».

A Kurt no le hacía gracia que los hombres miraran a Wendy, una mujer rubia muy atractiva con unos ojos azules muy bonitos. A Don nunca parecía importarle, pero Kurt siempre se enfadaba y se ponía celoso; «Mami, ¡ese señor te está mirando!», decía. Una vez llegó incluso a regañar a un policía.

A Kurt no le gustaban mucho los policías, ni siquiera cuando tenía tres años. Cuando veía uno, entonaba una cancioncita: «Corn on the cops, corn on the cops! The cops are coming! They’re going to kill you!»10. «Cada vez que veía un poli, le empezaba a cantar eso en la cara apuntándoles con el dedo y diciéndoles que eran malos», comenta Kurt riendo. «Tenía una fijación increíble con los polis. No me hacían ninguna gracia.» Con un par de años más, Kurt se dedicaba a llenar latas de 7-Up de piedras y a lanzárselas a los coches de policía, aunque lo cierto es que nunca le dio a ninguno.

También fue alrededor de esa época cuando Kurt aprendió no se sabe muy bien cómo a extender el dedo corazón de la manera ya consagrada. Mientras su madre iba conduciendo por la ciudad haciendo recados, él iba en el asiento de atrás haciéndole la peineta a todo el que les pasaba por delante.

Para cuando Kurt iba a segundo de primaria, todo el mundo se había dado cuenta de lo bien que dibujaba. «Al cabo de un tiempo», dice Wendy, «se le atragantó. Cada regalo que recibía era un pincel o un caballete. Casi hicimos que lo acabara aborreciendo.»

A todo el mundo le parecían geniales los dibujos y los cuadros de Kurt. A todos, menos a él. «Nunca estaba contento con sus obras de arte», dice Wendy. «Nunca estaba satisfecho con ellas, algo típico en los artistas.» Un día por la época de Halloween, Kurt volvió a casa con un ejemplar del periódico del colegio. Tenía en la portada un dibujo que había hecho Kurt, un honor que normalmente les estaba reservado a los chavales que iban por lo menos a quinto. Kurt estaba cabreadísimo al llegar a casa porque no creía que su dibujo fuera nada del otro mundo. «Su actitud hacia los adultos cambió a raíz de eso», dice Wendy. «Todo el mundo le decía lo mucho que le encantaban sus dibujos y él nunca estaba satisfecho con lo que hacía.»

Hasta el tercer curso, Kurt quería ser una estrella del rock; ponía los discos de los Beatles y se dedicaba a imitarlos con su guitarrita de plástico. Luego, durante mucho tiempo, quiso ser acróbata. «Me gustaba jugar al aire libre, cazar serpientes, saltar con la bici desde el tejado», recuerda. «Mi único ídolo era Evel Knievel.» En una ocasión, sacó toda la ropa de cama y las almohadas de casa, las puso en el suelo y se lanzó sobre ellas desde el tejado; en otra ocasión, cogió un trozo de metal, se lo ató al pecho con cinta aislante, le puso encima un puñado de petardos y les prendió fuego.

A veces Kurt iba a visitar a su tío Chuck, el hermano de Wendy, que tocaba en un grupo. Chuck había construido unos altavoces tan grandes para el estudio que tenía en el sótano que no podía sacarlos de allí. Se llevaba a Kurt al sótano, le daba un micrófono y ponía la cinta a grabar. Wendy todavía conserva un casete que grabó cuando tenía unos cuatro años. Kurt canta y luego, cuando cree que nadie le escucha, empieza a decir palabrotas. «Caca», dice, «¡caca!»

Don y Wendy le regalaron a Kurt una batería pequeña de Mickey Mouse. «En cierto modo, le insistí con la batería porque yo quería haber sido baterista», reconoce Wendy. «Pero mi madre pensaba que no era nada femenino, así que nunca me dejaba que tocara.» A Kurt no le hacía falta que nadie le insistiera; tan pronto como fue capaz de sentarse y sostener cosas con las manos, se puso a aporrear cacerolas y sartenes. Todos los días al volver del colegio le metía caña a su batería de Mickey Mouse hasta que acabó por romperla.

Si bien el hogar de los Cobain no se hallaba en la mejor zona de Aberdeen —de hecho, el barrio está bastante descuidado—, siempre era el más bonito de toda la manzana. Don lo tenía impecable y había puesto moqueta de punta a punta, una chimenea de ladrillo de imitación y parqué sintético. «Éramos basura blanca11 que se hacía pasar por clase media», comenta Kurt acerca de su infancia.

Wendy venía de una familia que no era precisamente acomodada, pero su madre siempre se aseguraba de que pareciera que sus hijos tenían mucho más de lo que en realidad tenían. Wendy era igual que ella. Cada mañana, peinaba a Kurt con esmero para conseguir ese look a lo Shaun Cassidy, se aseguraba de que se lavara los dientes y lo vestía con la mejor ropa que se podían permitir, y se marchaba al colegio con aquellas chirucas típicas de la época. Incluso obligaba a Kurt a llevar un suéter al que era alérgico porque le quedaba bien. «Mis dos hijos probablemente fueran los niños mejor vestidos de Aberdeen», dice Wendy. «Ya me encargaba yo de que así fuera.»

Wendy trataba de mantener a sus hijos alejados de lo que ella llama «ciertos amigos con cierto tipo de pasado que vivían en cierto tipo de circunstancias». Kurt dice que básicamente le dijo que no se acercara a los niños pobres. «Mi madre pensaba que yo era mejor que aquellos niños, así que me metía con ellos de vez en cuando; con los niños mugrientos, los que iban sucios», comenta Kurt. «Recuerdo que había dos chavales que apestaban a pis constantemente y yo me dedicaba a intimidarlos y a pelearme con ellos. Cuando iba a cuarto me di cuenta de que aquellos chavales seguramente eran más guais que los niños de clases más altas, con los pies más en la tierra, más metidos en el fango.» Posteriormente, el pelo sin lavar de Kurt, la omnipresente barba incipiente y su indumentaria andrajosa pasarían a ser sus características distintivas famosas en el mundo entero.

Kurt empezó a tomar clases de batería cuando iba a tercero. «Desde que tengo memoria, desde que era un chavalín», dice Kurt, «quise ser Ringo Starr. Pero quería ser John Lennon tocando la batería.» Kurt tocaba en la banda del colegio en la escuela primaria, a pesar de que nunca aprendió a leer música; esperaba a que el niño de la primera silla se aprendiera la canción y luego copiaba lo que hacía.

En las Navidades de 1974, cuando tenía siete años, a Kurt se le metió en la cabeza la idea de que su madre pensaba que era un niño problemático. «Lo único que quería de verdad ese año era una pistola de Starsky y Hutch que valía cinco dólares», dice Kurt. «En vez de eso, me trajeron carbón.»

Kurt dice que era ambidiestro, pero que su padre intentó obligarlo a que utilizara la mano derecha, ya que le daba miedo que el hecho de ser zurdo le acarreara problemas en el futuro. A pesar de ello, se volvió zurdo.

Kurt se ha pasado la mayor parte de su vida con problemas de salud de un tipo u otro. Además de hiperactividad, siempre ha padecido bronquitis crónica. Cuando iba a octavo, le diagnosticaron una escoliosis leve, o desviación de columna. A medida que fue pasando el tiempo, el peso de su guitarra acabó por empeorar la desviación. Dice que si hubiera sido diestro, se le habría corregido el problema.

En 1975, cuando Kurt tenía ocho años, sus padres se divorciaron. Wendy dice que se divorció de Don porque básicamente no pasaba mucho tiempo en casa; siempre estaba fuera jugando a baloncesto o a béisbol, entrenando a algún equipo o haciendo de árbitro. Visto desde la distancia, Wendy se plantea si realmente lo quería. Don mostró una resistencia férrea al divorcio. Tanto Wendy como Don reconocen que más adelante usaron a los niños en la guerra entre sus padres.

Kurt encajó fatal todo el tema del divorcio y sus secuelas. «Fue algo que le destrozó la vida», afirma Wendy. «Cambió por completo. Creo que sentía vergüenza, y se volvió muy introvertido; se lo guardaba todo. Se volvió muy reservado.»

«Creo que aún sigue sufriendo», añade.

En lugar del chaval alegre y extrovertido de antaño, Kurt «se volvió tremendamente huraño», comenta Wendy, «como cabreado y siempre de morros y burlándose de todo». En la pared de su habitación, Kurt escribió: «Odio a mamá, odio a papá, papá odia a mamá, mamá odia a papá, solo te da ganas de estar triste». A poco menos de un metro, Kurt dibujó unas caricaturas de Wendy y Don acompañadas de las palabras «papá da asco» y «mamá da asco». Debajo dibujó un cerebro con un signo de interrogación sobre él. Los dibujos siguen allí a fecha de hoy, junto con algunos logos muy chulos de Led Zeppelin y de Iron Maiden que dibujó (él lo niega, pero las hermanas no mienten).

Kurt era como muchos chavales de su generación; de hecho, todos los que han pasado por Nirvana (menos uno) procedían de hogares desestructurados. La tasa de divorcio se disparó a mediados de los setenta, y llegó a ser más del doble al cabo de diez años. Los hijos de estos matrimonios rotos no tenían que enfrentarse a una guerra mundial ni a una Depresión. Simplemente no tenían una familia. Por tanto, sus batallas ocurrían a nivel interno.

Kurt dice que era como si una luz se apagara en su interior, una luz que lleva intentando recuperar desde entonces. «Recuerdo de repente dejar de ser la misma persona, sentir que ya no valía nada», comenta. «No sentía que mereciera juntarme con otros niños, supongo que porque ellos tenían padres y yo ya no.»

«Simplemente estaba cabreado con mis padres por no ser capaces de gestionar sus problemas», continúa. «A lo largo de mi infancia, después del divorcio, me sentía más bien avergonzado de mis padres.»

Pero Kurt había empezado a sentirse como un marginado incluso antes del divorcio. «Sobre todo, no tenía nada en común con mi padre», afirma Kurt. «Quería que me aficionara al deporte y a mí no me gustaba el deporte; yo tenía inclinaciones artísticas y él no valoraba ese tipo de cosas, así que siempre me sentía avergonzado. Era incapaz de entender cómo podía ser fruto de mis padres, porque ellos no tenían dotes artísticas y yo sí. A mí me gustaba la música y a ellos no. De manera inconsciente, puede que pensara que me habían adoptado; desde el episodio aquel de Mamá y sus increíbles hijos en el que Danny pensaba que lo habían adoptado. Me sentía muy identificado con todo aquello.»

La creatividad y la inteligencia de Kurt —y el darse cuenta a una edad temprana de que era un artista— contribuyeron a agravar el problema. «Hasta los diez u once años, no me di cuenta de que era distinto al resto de niños del colegio», comenta. «Empecé a darme cuenta de que me interesaba más dibujar y escuchar música, mucho más que a los demás niños. Poco a poco lo fui asimilando y empecé a darme cuenta, así que para cuando cumplí doce años ya era un introvertido con todas las de la ley.» Convencido de que nunca encontraría a nadie como él, simplemente dejó de intentar hacer amigos.

«Es esta ciudad. Si hubiera estado en cualquier otro sitio habría estado bien», dice Wendy. «Pero esta ciudad es igual que la serie La caldera del diablo. Todos se dedican a observarse y a juzgarse unos a otros y tienen sus pequeños compartimentos donde les gusta meter a la gente y él no encajaba ahí en absoluto.»

Kurt vivió con su madre durante un año después del divorcio, pero no le gustaba su nuevo novio, a quien califica de «pedazo de maltratador malparido». Al principio, Wendy achacó la aversión que Kurt sentía hacia su novio a puros celos. Cinco años después, se dio cuenta de que su novio estaba «un pelín chalado»; de hecho, era un esquizofrénico paranoide. Kurt se sentía profundamente infeliz y volcaba su ira en todo el mundo desde Wendy hasta sus niñeras, a quienes solía dejar fuera de casa sin poder entrar. Wendy ya no era capaz de controlarlo, así que lo mandó a vivir con Don a su casa prefabricada en Montesano, una comunidad maderera aún más pequeña a unos treinta kilómetros al este de Aberdeen.

La casa de Don no era una casa móvil, sino una casa prefabricada que se lleva a remolque por partes en un camión hasta un parque de casas móviles, donde se realiza el montaje. «No era una de las más lujosas, esas que son el doble de anchas donde vive la basura blanca con pasta», comenta Kurt.

Don Cobain.

Al principio, todo iba sobre ruedas. Don le compró a Kurt una minimoto y hacían cosas juntos, como ir a la playa el fin de semana o ir de camping. «Lo tenía todo», dice Don. «Tenía todo lo que quería. Tenía toda la casa para él, tenía una moto, podía hacer lo que le diera la gana, y siempre estábamos haciendo cosas. Pero cuando llegó una nueva madre con otros dos niños…»

Una vez Don le dijo a Kurt en tono brusco que nunca se volvería a casar. No tardó en hacerlo en febrero de 1978. Su nueva esposa se llevó consigo a sus dos hijos, y todos se mudaron a una casa en condiciones en Montesano. Kurt no se llevaba nada bien con su nueva familia, sobre todo con su madrastra. «Aún hoy soy incapaz de pensar en una persona más falsa», dice. «Es una persona encantadora donde las haya», protesta Don. «Lo trataba de maravilla, intentaba hacer cosas, le conseguía trabajos y procuraba gestionarlo todo, pero estaba fastidiando a toda la familia con la manera que tenía de comportarse y las cosas que hacía… y las que no hacía.»

Kurt se saltaba las clases y se negaba a hacer las tareas domésticas. Don dice que ni siquiera se presentó al trabajo que le había buscado para limpiar mesas. Empezó a incordiar a su hermanastro, que era más pequeño, y tampoco le caía demasiado bien su hermanastra, que, pese a ser cuatro años más pequeña que Kurt, era a quien encargaban que le hiciera de niñera cuando sus padres salían.

Luego se percató de que su padre les empezó a comprar montones de juguetes a sus hermanastros. Mientras él se quedaba escondido en su habitación del sótano, ellos se iban al centro comercial y volvían con un caballito o un camión de juguete.

«Intenté por todos los medios hacer que se sintiera querido, que se sintiera parte de la familia y esas cosas», comenta Don, que sostiene que se hizo con la custodia legal de Kurt solo para hacer que se sintiera más como parte de la familia. «Pero él no quería estar ahí y quería estar con su madre, que no lo quería. Y luego va y ella es la buena y yo soy el malo de la película.»

Pero puede que haya algo más que eso. «A veces me pongo en plan emotivo, pero otras veces no y no sé cómo expresarme», reconoce Don. «A veces mi rollo arrogante hiere los sentimientos de la gente. No es que intente herir los sentimientos de nadie, pero es que supongo que no me doy cuenta de que lo hago.» Puede que con Kurt pasara algo así. «Puede ser», dice Don. «Claro que sí.»

Curiosamente, Don parece tener auténtica amnesia acerca de sus años con Kurt. Si bien en la actualidad da la impresión de ser un hombre sencillo y encantador, puede que la tensión provocada por el divorcio pusiera de manifiesto un lado oscuro. «¿Que si gobernaba con mano dura?», se pregunta. «Bueno, eso dice mi mujer. Seguramente exploto antes de pensar y hiero los sentimientos de la gente. Y paso página, me olvido de ello, pero nadie más lo hace. Pues mira, mi padre me pegaba con el cinturón y esas cosas, me puso un ojo morado y tal, pero no sé, pues sí, le pegué con el cinturón.»

«Todo lo que hacía Kurt provocaba el reproche de Don», dice Wendy. «Si lo hacía mal en un partido de béisbol, se ponía furioso después del partido hasta el punto de llegar a humillar a Kurt. Nunca le permitía que fuera un niño pequeño. Quería que fuera un pequeño adulto y que se comportara perfectamente, que nunca hiciera nada mal. Criticaba a Kurt y lo llamaba tonto. Se irritaba con muchísima facilidad y, pam, guantazo en la cabeza. Mi madre dice que recuerda una vez en que lanzó a Kurt por los aires de un lado a otro de la habitación cuando tendría unos seis años.» Don dice que no recuerda nada de todo eso.

«Eso se llama “negación de la realidad”», responde Wendy.

Tras el divorcio, Don había empezado a trabajar haciendo recuentos en Mayer Brothers, una empresa maderera. «Básicamente», dice Kurt, «no hacía más que pasearse todo el día contando troncos.»

«Su idea de una salida de excursión padre e hijo consistía en llevarme con él a trabajar los sábados y los domingos», continúa Kurt. «Yo me quedaba sentado en su despacho mientras él se iba a contar troncos. Un fin de semana de lo más emocionante.» En el despacho de su padre, Kurt hacía dibujos y llamadas telefónicas de broma. A veces salía al almacén y se ponía a jugar encima de las pilas de listones de madera. Después de tantas emociones, se metía en la furgoneta de su padre a escuchar News of the World de Queen una y otra vez en la ocho pistas. A veces se pasaba tanto tiempo escuchándolo que agotaba la batería y tenían que encontrar a alguien que les arrancara el motor.

En el instituto, Don solía correr con el grupito de atletas, pero nunca destacó en los deportes, puede que porque fuera bajito para su edad. El padre de Don esperaba mucho de él, pero él no podía competir. Hay quien cree que esa es la razón por la que Don presionó a Kurt para que se dedicara a los deportes.

Don apuntó a Kurt al equipo de lucha libre del instituto. Kurt detestaba los entrenamientos extenuantes y, peor aún, tener que pasar tiempo con los deportistas. «Odiaba todo aquello; cada segundo», dice Kurt. «Es que lo odiaba a muerte, joder.» Al volver a casa del entrenamiento, «me estaba esperando aquella comida seca, asquerosa y chuchurría que había cocinado mi madrastra con mucho amor y mucha elaboración y que llevaba metida en el horno a fuego lento desde la hora de la cena y estaba todo sequísimo y horrible. Era una pésima cocinera».

Sin embargo, Kurt dice que la lucha libre se le daba bastante bien, básicamente porque podía desahogarse en el tapiz. Pero el día que se celebraba el combate de un gran campeonato, Kurt decidió devolvérsela a su padre. Él y su contrincante se dirigieron al tapiz y se pusieron en posición mientras Don animaba a su hijo desde las gradas. «Estaba de rodillas y levanté la vista hacia mi padre y sonreí y esperé a que sonara el silbato», comenta Kurt, «sin dejar de mantener la vista fija en su cara y luego de repente me quedé quieto, junté los brazos y dejé que el otro tío me inmovilizara. Deberías haber visto la cara que se le puso. Acabó marchándose de allí a mitad del combate, porque repetí la jugada unas cuatro veces seguidas.» Don tampoco recuerda ese episodio, pero Kurt dice que como consecuencia del incidente le tocó marcharse de la casa de su padre a vivir con unos tíos, algo que ocurrió en varias ocasiones.

Don también se llevó a Kurt de caza una vez, pero al llegar al bosque, Kurt se negó a ir con la partida de caza y se pasó el día entero, desde el amanecer hasta el anochecer, en el camión. «Ahora que rememoro todo aquello», comenta Kurt, «sé que tenía la sensación de que matar animales estaba mal, sobre todo si se hacía como deporte. En aquel momento no lo entendía, solo sabía que no quería estar allí.»

Entretanto, Kurt empezó a descubrir otros tipos de música rock más allá de los Beatles y los Monkees. Don estaba empezando a tener una colección de discos nada desdeñable después de que alguien le convenciera para que se hiciera miembro del club de discos y casetes de Columbia House. Todos los meses le llegaban por correo discos de grupos como Aerosmith, Led Zeppelin, Black Sabbath o Kiss. Don nunca se molestó en abrirlos siquiera, pero al cabo de unos meses, Kurt sí lo hizo.

Kurt había empezado a frecuentar un grupo de tíos que llevaban collares de conchas, melenas escalonadas y camisetas de Kiss. «Eran mucho más mayores que yo; seguramente iban a secundaria», dice Kurt. «Fumaban porros y pensé que molaban mucho más que mis amigos frikis de cuarto, que veían la serie Happy Days