Como un huracán - Roxanne St. Claire - E-Book

Como un huracán E-Book

Roxanne St. Claire

0,0
2,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Había encontrado a la mujer perfecta… su enemiga. La abuela irlandesa de Quinn McGrath siempre le había dicho que algún día conocería a "la única mujer". Pero no le había advertido que la mujer perfecta caería literalmente a sus brazos desde el cielo… ni que lo odiaría en cuanto supiera quién era él en realidad. Nicole Whitaker, la dueña de un complejo turístico, era tan rebelde e impredecible como la tormenta que había provocado su encuentro. Pero mientras que Quinn la veía como su amante predestinada, ella lo veía a él como el multimillonario enemigo que venía a destruir su sueño. Pero entonces Quinn descubrió la belleza del paraíso… y que Nicole tenía algo por lo que merecía la pena luchar.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 203

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Roxanne St. Claire. Todos los derechos reservados.

COMO UN HURACÁN, Nº 1315 - septiembre 2012

Título original: Like a Hurricane

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0843-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es.

Capítulo Uno

Quinn McGrath, apoyado en el tronco de una palmera, aspiró una bocanada de aire salobre y contempló el suave oleaje azul zafiro del Golfo de México. La bola de fuego bajo la que se habían cocido los turistas en la playa durante el día estaba a punto de besar el horizonte añil. Las nubes tenues habían adquirido un tono rosáceo y la humedad flotaba en el ambiente mientras el mundo anticipaba la puesta de sol.

Pero Quinn no tenía ningún interés en ese paisaje de ensueño. Se había desplazado hasta la Isla de San José, en Florida, por culpa de la ruinosa construcción que se levantaba a su espalda. Se remangó la camisa y dirigió su experta mirada hacia el techo destartalado, el estado precario de los balcones del tercer piso y las celosías de las ventanas, construidas hacia 1950, que adornaban el complejo turístico de Mar Brisas.

No era de extrañar que el propietario hubiera cancelado su cita de esa tarde mediante un breve mensaje electrónico. Pese a que Quinn no lo conocía en persona, dedujo todo lo que necesitaba saber de Nick Whitaker respecto a las barandillas rotas, las tejas desprendidas y los marcos desportillados de las ventanas abovedadas. Parecía obvio que el propietario de Mar Brisas estaba empleando el dinero del seguro en algo ajeno a las reparaciones de los daños causados por la tormenta.

Ese inesperado cambio de planes no molestó a Quinn. Sería una buena oportunidad para inspeccionar el lugar en solitario sin que Nick Whitaker tratara de restarle importancia a los desperfectos sufridos en la propiedad. El aire estancado en el vestíbulo probaba que Whitaker quería ahorrarse hasta el último centavo en el aire acondicionado. Sus pasos resonaron sobre el suelo de terrazo de la recepción vacía, pero acogedora en el pasado. No había huéspedes ni, desde luego, personal. El aspecto era de una extrema pulcritud, pero encontraría todos los desperfectos. Se dirigió hacia la escalera y subió los escalones de dos en dos hasta el tercer piso. La puerta se cerró tras él y, al oír el chasquido de la cerradura, masculló una maldición entre dientes.

En un extremo del pasillo en penumbra había una escalera de mano apoyada contra la pared, rodeada por una lona de color blanco y algo que parecía material de techado. Seguramente, ése sería el lugar en el que los obreros pasaban el rato... porque resultaba evidente que no estaban trabajando. Quinn caminó en la dirección opuesta hacia un viejo ascensor. Advirtió que las puertas de madera no estaban totalmente cerradas y metió la mano en la rendija. Empujó con fuerza y las puertas cedieron con un ruido sordo.

Al menos, eso fue lo que pensó, porque en ese instante toda la sangre de su cabeza se desplazó hacia otra parte de su cuerpo y perdió la capacidad de raciocinio.

Santa... Sólo podía mirar. Arriba. Ante la visión de dos increíbles piernas de mujer que colgaban del hueco abierto por un panel móvil en el techo del ascensor y se balanceaban a más de un metro del suelo. Esas piernas largas, esbeltas, bronceadas y desnudas asomaban por debajo de una falda azul. Quinn se inclinó hacia delante y atisbó en la oscuridad. La falda se había subido y mostraba unos deliciosos muslos, firmes y tostados, y el borde de encaje de una prenda íntima del mismo color.

–¡Hijo de perra!

Quinn se apartó a tiempo para esquivar un destornillador que surgió del agujero y chocó estrepitosamente contra el suelo. La herramienta aterrizó junto a unas sandalias de tirantes de tacón alto, una chaqueta azul y un maletín.

–¿Disculpe? –Quinn carraspeó con fuerza.

Un grito agudo acompañó el contoneo de la falda. Quinn notó la garganta cerrada mientras crecía el latido de su pulso en la vena del cuello. La sangre se movía deprisa en dirección sur. Estaba claro que no se trataba del típico técnico en averías.

–¿Necesita ayuda ahí arriba?

Una mano con las uñas pintadas de rosa asomó por el hueco de la trampilla y tiró con frenesí de la falda. Ocultó el ribete de la prenda de encaje, pero los muslos quedaron a la vista. El trasero decididamente femenino se retorció mientras la mujer lanzaba otro enojoso maullido cuando la falda, ¡bendita prenda!, se deslizó sobre la piel hacia arriba en respuesta.

–¡Oh! ¡Estoy atascada!

Esquivó el repentino movimiento de una pierna larga y bien formada. Después, observó cómo unos delicados pies desnudos apuntaban hacia el suelo. Su instinto lo empujaba hacia ella, pero estaba momentáneamente paralizado. Estaba seguro de que su mano, de forma involuntaria, se posaría sobre un pedazo suave y femenino de carne desnuda.

Esa imagen resultó decisiva.

La sangre alcanzó su destino y Quinn aspiró con fuerza mientras la excitación lo golpeaba. Agarró por las caderas a la mujer con cuidado para que sus manos sólo entraran en contacto con la falda.

–¡Eh! –la mujer gritó de nuevo–. ¿Qué está haciendo?

–Sólo intento ayudarla –dijo.

Sujetó con firmeza la curva de sus caderas, pero arremangó sin darse cuenta la tela y su mano sostuvo el muslo firme, sedoso. ¡Oh, Dios!

–Si se, bueno, relajase, señora, creo que podría bajarla –dijo.

–¿Que me relaje? –replicó y los músculos bajo sus dedos se tensaron.

–Relájese –solicitó, de nuevo, y deslizó la mano hasta una zona cubierta.

–De acuerdo –accedió tras un leve gemido.

–Está bien, ya la tengo.

No requirió un gran esfuerzo, pero agradeció su metro noventa de estatura y las horas que había pasado en el gimnasio mientras bajaba su cuerpo hasta el suelo. Todos sus sentidos se pusieron en alerta mientras se embebía en el embriagador aroma femenino que emanaba de su piel y estudiaba la curva perfecta de sus nalgas bajo la falda de seda, antes de posarla en tierra.

En el momento en que la cabeza asomó en la caja del ascensor, observó una masa de pelo negro revuelto atravesada por un lápiz amarillo. ¿Un lápiz?

Una vez que plantó los pies descalzos firmes en el suelo, permaneció de espaldas a él mientras se estiraba la falda en un gesto lleno de rabia.

–Gracias –el temblor en su voz afectó a Quinn.

–No hay problema.

Ella todavía no se volvió y Quinn frenó el impulso de voltearla amablemente. Quería verla. Necesitaba ver qué clase de rostro acompañaba un cuerpo como aquél.

Ella permaneció de pie, muy rígida, los hombros rectos coronados por el ridículo lápiz.

–Bien. De acuerdo, entonces –apretó los botones del viejo ascensor–. ¿Primera planta? ¿Lencería femenina?

Los hombros orgullosos sufrieron una breve sacudida a causa de la carcajada espontánea. Bien. Hubiera sido un delito que esas caderas, esos muslos y esas piernas carecieran de sentido del humor.

–Está bien –añadió–. No he visto nada que no hubiera visto antes.Tan sólo ha variado el ángulo. Y ha bastado para que me plantee seriamente mudarme a este sitio de forma permanente.

–¿En serio? –ella giró sobre los talones de inmediato.

Entonces, Quinn McGrath se quedó sin respiración de nuevo.

Esa vez fue por culpa del azul. Fue todo lo que vio y todo lo que su mente absorbió. Sus ojos reflejaban los matices más increíbles del azul y del verde. Eran del mismo color profundo, hipnótico y cautivador del Golfo de México. Su mirada se desplazó a lo largo de su cálida fisonomía y se detuvo sobre el hoyuelo de la barbilla.

–Ya lo creo –dijo con voz áspera.

Al menos, eso pensó que dijo. Pero ante el modo en que lo cegó con una deslumbrante sonrisa, se preguntó si realmente no habría deletreado el pensamiento que palpitaba en su cabeza. «Hagamos el amor. Ahora».

Genial. Un simple vistazo a la ropa interior de una desconocida y un hombre maduro de treinta y tres años ya se comportaba como un adolescente calenturiento.

Esos cautivadores ojos azules se cerraron hasta que sólo fueron dos finas ranuras.

–¿Qué está haciendo en esta planta?

Retrocedió un paso, temeroso de que si se acercaba más a ella terminaría rodeándola con sus brazos y comportándose como un adolescente.

–Sólo estaba echando un vistazo –señaló hacia la trampilla en el techo del ascensor–. En todas las direcciones.

–Estaba atascado –replicó mientras se alisaba la falda.

–Me he dado cuenta –dijo, hechizado por la profundidad de esos ojos azules.

Ella reprimió una sonrisa. Era adorable.

–Me refiero al ascensor.

Quinn apartó la mirada de su cara. Su mirada se deslizó sobre la camiseta azul celeste y el más impresionante par de...

El ascensor soltó un chirrido y se precipitó al vacío, lanzando a la mujer en sus brazos.

La sacudida empujó a Quinn contra el panel de control en el momento en que se detenía con un ruido sordo. Las puertas empezaron a cerrarse.

–¡No! ¡Nos quedaremos atrapados!

Metió la mano entre las puertas. La muñeca quedó encajada entre la madera y una tira de goma al tiempo que ella caía sobre él, su adorable figura amoldada a su cuerpo en los estrechos márgenes del ascensor.

Ésa era la definición perfecta de la agonía y el éxtasis. Quinn masculló una maldición. Ella blasfemó en voz alta. Apretó los dientes, amusgó la mirada y un leve latido palpitó en su esbelto cuello. Quinn bajó los ojos una vez más y, bajo ese nuevo ángulo, obtuvo una inmejorable perspectiva de su increíble escote. Dios Santo, ¿acaso no había nada ordinario en esa mujer?

Ella blasfemó de nuevo y soltó un gruñido. Presionó el muslo entre las piernas de Quinn de modo inconsciente y masculló algo acerca de un cable.

Por desgracia, el cuerpo de Quinn respondió en su nombre. Al instante, ella saltó y emitió esa suerte de graznido agudo otra vez.

Quinn logró mantenerse en posición. Giró el brazo y forzó las puertas hasta que se encajaron en su sitio. El ascensor había caído medio metro.

–Puedo auparme hasta arriba y después ayudarla –dijo.

Y no era que le importase quedarse atrapado con ella en un espacio tan reducido, pero probablemente se quedarían sin aire. O perderían el control.

–Creo que ya me ha ayudado bastante por hoy –su voz sonaba tirante, pero había un brillo muy atractivo en su mirada–. Suba usted y yo seguiré trabajando con ese cable.

–De ninguna manera –dijo, tras subir de un salto, y entonces tendió su mano–. No es seguro que se quede ahí dentro.

Suspiró resignada, tomó las sandalias del suelo y se estiró hacia él. Quinn tiró de ella y elevó su cuerpo hasta el pasillo con suma facilidad.

Ella lo miró a los ojos y resplandeció.

–Gracias –dijo con una sonrisa letal–. El ascensor es algo impredecible en este lugar. Pero eso forma parte de su encanto.

El único encanto que veía en ese lugar era un ángel azul de un metro setenta con un lapicero en el pelo y un cuerpo que podría desarmar a cualquier hombre. La idea de encontrarse a merced de esa mujer, arrodillado frente a ella, provocó que su sangre se volcara nuevamente hacia un punto de su cuerpo.

Metió las manos en los bolsillos y se sumergió de nuevo en esos ojos mágicos.

–Así que, ¿ha venido para cubrir el turno de noche o se encarga habitualmente de las averías en esta pocilga?

Un entrañable sonrojo coloreó sus mejillas. Engarzó un mechón perdido de su melena color café en el lápiz amarillo, tiró las sandalias al suelo y se calzó.

–No es ninguna pocilga. Tiene sus puntos fuertes, créame –señaló.

–Dígame uno –reprimió una carcajada.

–Podría nombrarle más de uno. Este lugar es genuino y... es histórico.

–Todo el complejo está ruinoso –replicó Quinn.

Ella cruzó los brazos por debajo del pecho, un gesto que tendría que prohibirse en algunos estados.

–Hay bañeras de época –indicó.

–Que conservan las cañerías originales.

–Y ventanas con vistas al mar.

–Algo que se agradece –dijo entre risas mientras sofocaba el impulso de acariciarle el hoyuelo de la barbilla–, ya que no hay aire acondicionado.

Ella frunció el ceño. La pérdida de su sonrisa equivalía a la desaparición del sol detrás de una nube.

–Está claro que le gusta este sitio –dijo, cansado–. O bien, trabaja aquí.

–Ambas cosas.

Vaya, así que ésa era la razón de tanta lealtad. Una empleada sería perfecta para conocer de primera mano las miserias de esa propiedad... y de su dueño. Quizá pudiera aplacar sus ánimos y obtener todos los datos de la estafa de Nick Whitaker al seguro durante la cena. Y el desayuno.

–Todavía no ha contestado a mi pregunta –repitió con tono acusatorio–. ¿Qué está haciendo aquí arriba? Está planta está vacía y sólo se permite el acceso a los empleados del hotel.

No quería mentirle, pero si ella trabajaba allí se figuraría enseguida que pertenecía a la compañía que deseaba adquirir la propiedad. Y eso sesgaría la información.

–Me he perdido. Mi habitación está en la segunda planta y he subido más de la cuenta.

–¿Está alojado aquí? –preguntó con recelo.

Se registraría en cuanto bajaran a recepción. De ese modo no estaría mintiendo. Había planeado quedarse en otra propiedad de Jorgensen y, en todo caso, tendría que levantarse antes del amanecer para otro trabajo en Minneapolis.

–Me marcho mañana –señaló.

–Bien, espero que disfrute de su estancia –dijo y se agachó para ajustarse las tiras de las sandalias, negándole la oportunidad de comprobar si la noticia de su marcha había provocado cierto malestar en ella–. No se pierda la panorámica de la playa. Es una de las vistas más asombrosas que verá mientras esté aquí.

–Ya he disfrutado de algunas vistas espléndidas –aseguró.

Ella lo miró detenidamente. Sus ojos color azul verdoso inquirían, retaban y sonreían a la vez. El tiempo se detuvo y la materia se congeló. Un extraño hormigueo recorrió sus entrañas. Siempre confiaba en su instinto. Ese instinto que sabía que algún día le indicaría que finalmente había encontrado...

Su media naranja.

Quinn McGrath nunca ignoraba su instinto.

–Pero quizá pueda enseñarme la playa –dijo con calma, apoyado en la pared y cruzado de brazos–. ¿Está libre esta noche?

Entonces ella le dirigió una sonrisa traviesa que provocó una serie de reacciones peligrosas en su corazón y la otra parte de su cuerpo que todavía no se había reposado. Antes de que pudiera contestarle, el ascensor emitió un sonido metálico y las puertas volvieron a cerrarse con un zumbido sordo.

–¡Mi bolso! –se volvió y trató de interponerse, pero las puertas se cerraron demasiado deprisa–. ¡Demonios...! No se le ocurriría dejar la puerta de acceso a las escaleras abierta, ¿verdad?

–No me lo diga –sacudió la cabeza–. La llave está en su bolso. ¿Hay alguna otra forma de bajar?

–Hay poca gente trabajando esta noche –dijo en un suspiro–. Pero podemos confiar en que alguien tome el ascensor y lo mande hasta aquí.

–¿Y cómo sabrán que estamos aquí encerrados?

–¿Tiene un teléfono móvil? –preguntó, súbitamente esperanzada.

–Lo siento –se disculpó.

–Entonces, venga aquí –su corazón se contrajo ante esa invitación, dio un paso al frente y una nube del aroma de rosas que desprendía su cuerpo cosquilleó sus sentidos–. Estamos atrapados a la vieja usanza. Quizá si golpeamos las puertas se accione la palanca de mando.

Cerró los puños, levantó las manos frente a las puertas de madera y le dirigió una mirada intensa y muy significativa.

–¿A qué está esperando? ¡Hagámoslo!

–Eso es precisamente lo que tenía en mente –dijo, visiblemente sofocado.

Capítulo Dos

–¡Ayuda! ¡Estamos encerrados!

Nicole Whitaker lanzó todo el peso de su cuerpo contra las puertas de madera con mucha más fuerza de la que se requería. No se trataba solamente de la única oportunidad para que los oyeran, sino que el movimiento aliviaba parte de la tensión que había transformado todo su ser en un volcán de deseo. La sola presencia de ese hombre resultaba tan asfixiante que podía derrumbarse en cualquier momento. Otra réplica aguda y esa increíble sonrisa bastarían para que se desatase sin remedio. Se refugiaría en esa representación de la masculinidad más primitiva que cincelaba su atlético cuerpo.

Golpeó la puerta con el hombro y el lápiz se desprendió del pelo. Ante la carcajada de él, se quedó muy quieta.

–¿Le parece gracioso?

Procuró mirarlo fijamente, muy seria, pese a que se mezclaban en ella los deseos de reír y llorar a un tiempo. Era humillante que uno de sus huéspedes, que se había registrado sin su conocimiento, pensara que el complejo era un basurero.

–No puedo evitarlo –se encogió de hombros mientras sus insondables ojos marrones lanzaban destellos–. Es usted muy divertida.

Divertida. Sí, sin duda. Había representado una genuina escena cómica, colgada medio desnuda del techo del ascensor. El recuerdo de su falda subida por encima de los muslos creció en espiral en su cabeza. Un saludo perfecto para un huésped.

Gracias a Dios, había cancelado la cita que su banco había concertado con el magnate inmobiliario de Nueva York. Eso era lo último que el poderoso Quinn McGrath, necesitaría para su informe. El ascensor completamente muerto y uno de sus tres únicos clientes de pago paseándose por las instalaciones mientras aseguraba que todo estaba ruinoso.

Se mordió el labio inferior, apoyó la cabeza contra la madera tibia de la puerta y trató de recuperar el equilibrio que se desvanecía cada vez que lo miraba. No podía revelarle que ella era la dueña de ese vertedero. Sería demasiado violento.

¡Oh, señor, menudo día! ¿Un solo día? Menudo año. Su vida se había descontrolado por completo cuando el Huracán Dante, poco más de catorce meses atrás, había asolado la Isla de San José durante seis interminables horas. Los vientos no habían sido letales, pero su potencia había bastado para arrancar de cuajo todo el atractivo de Mar Brisas. Vientos de más de ciento cuarenta kilómetros por hora y una póliza de seguros apalabrada burdamente habían dejado el complejo turístico que su bisabuelo había diseñado y construido en la ruina, tras seis exitosos años de vida.

–Seguro que aparecerá alguien esta noche –dijo mientras palmeaba la puerta de madera con ligereza e inclinaba la cabeza hacia la otra punta del pasillo.

–Créame, Mac, hay poca gente que frecuente la tercera planta –dijo–. Puede que nos quedemos aquí un buen rato.

–¿Cómo ha sabido mi nombre? –preguntó extrañado.

–¿Se refiere a Mac? –entornó la mirada–. Llamo así a todas las personas que conocen mi trasero en primer lugar.

Quinn se rió de nuevo. Una risa grave y sensual que se clavó en su corazón y envió descargas eléctricas como dardos a la boca del estómago. Su risa era casi tan suave como su voz, que parecía mantequilla.

–¿No seguirá pensando en eso, verdad? –preguntó–. Olvídelo. Yo ya lo he hecho.

–Creo que pensaré en usted el resto de mis días –apuntó ella con ironía.

–¡Vaya! –sonrió–. Eso es muy halagador.

–No lo crea. Sólo me acordaré de nuestro encuentro cuando me pregunten por los momentos más embarazosos de mi vida.

Se apoyó contra la puerta y cruzó los brazos. Decididamente, no estaba aporreando las puertas. Pero el torso ancho, atlético, y el vello oscuro que asomaba por debajo del cuello de la camisa desabrochada distraían tanto su atención que no se quejó.

Aspiró con fuerza ante su proximidad y apreció un leve aroma mentolado, quizá teñido del sudor masculino de las primeras gotas que humedecían los mechones de pelo negro que caían sobre el flequillo. Eso trajo a su memoria el desagradable comentario acerca de la falta de aire acondicionado.

Se acercó un poco más e invadió el último vestigio de su espacio privado. No sonreía, pero sus ojos marrones del color del chocolate ardían mientras paseaba su mirada sobre su cuerpo y se detenía en la llamativa camiseta antes de sostener nuevamente su mirada. Separó los labios y ella atisbó un destello húmedo de la punta de la lengua.

La exaltación se transformó en auténtica excitación.

–El azul es, sin ninguna duda, tu color.

Bajó la cabeza un poco más y eliminó el espacio que los separaba. El aire ya no circulaba entre ellos. Su voz se había transformado en un ronroneo.

Intentó sonreír, pero sus labios temblaron. Estaba suficientemente cerca como para besarlo. Su corazón latía con fuerza y la sangre zumbaba, insistente, en sus oídos. No dejaba de repetirle que lo besara, lo besara, lo besara.

–Bésame.

Antes de que comprendiera lo que había dicho, él cumplió su deseo.

Cubrió sus labios con delicadeza, pero en el instante en que se produjo el contacto, aumentó la presión. Llevó las manos a sus caderas y volvió su cuerpo hacia él. Intensificó el beso, tiró de ella, apretó su cuerpo contra su atlético pecho y su endurecido... Ella rompió el contacto, pero Quinn sujetó con firmeza su cuerpo y acarició el lóbulo de su oreja con los labios.

–Has dicho «bésame» –le susurró mientras su aliento erizaba el vello de la nuca.

–He dicho déjame –estremecida, apartó con suavidad los hombros para mirarlo a los ojos–. Quiero decir que... puede que alguien lo eche de menos y llame a recepción...

–He venido solo –dijo mientras negaba con la cabeza.

–¿Y si le llaman... de su casa? ¿Su... esposa? –preguntó.

Necesitaba asegurarse de que se enfrentaba a una situación legal, pero sentía el peligro flotando en el aire.

Sacudió la cabeza otra vez y sus labios dibujaron una sonrisa melancólica.

–No estoy casado.

Era demasiado bueno para ser verdad.

–¿Qué hay de ti? –preguntó mientras sus pulgares giraban sobre los huesos de sus caderas en un ritmo hipnótico y enloquecedor.

Era su oportunidad para que el sentido común se impusiera sobre sus otros cinco sentidos. Era su oportunidad para demostrar que los seres humanos podían razonar mientras que los animales sólo se guiaban por sus instintos. Era su oportunidad para poner fin a esa locura. ¿Debería aprovecharla? De ninguna manera.

–No hay nadie que me eche de menos –dijo con sinceridad.

–En ese caso, permite que vuelva a besarte, por favor –esa voz tan sedosa acarició sus sentidos con la misma fuerza que sus manos–. Las puertas del ascensor podrían abrirse en cualquier momento y detesto desaprovechar mis oportunidades.

La mirada de ella pasó de sus ojos a su nariz romana de corte clásico, las mejillas algo hundidas, y se posó en los labios que acababa de saborear.

No estaba dispuesta a perderse ese momento. Se puso de puntillas para satisfacer su deseo y, esa vez, la lengua de Quinn entró en su boca como un dardo envenenado. Una y otra vez. Dentro y fuera.

Sus piernas, ante la franqueza de su mensaje, se volvieron de mantequilla. Se aferró a su cuello para sostenerse en pie. Temía derretirse en un charco sobre el suelo del pasillo. Renunció a pensar en lo que estaba haciendo. Estaba besando a un desconocido llamado Mac, encerrada en la tercera planta de su hotel cuando debería haber acudido a la cita personal y profesional más importante de su vida.

Era una auténtica locura. Era un placer absoluto.

Apoyó su cuerpo contra las puertas de madera con delicadeza y ella sintió la juntura de las dos hojas en su espalda. En un movimiento muy suave, sus manos subieron a lo largo de su talle y se detuvieron en las afueras del busto. Aguardaban un permiso. Sólo tenía que respirar hondo, presionar su pecho contra él y aceptaría la invitación para tocarla. Deseaba hacerlo. La fuerte presión que sentía contra su vientre no dejaba lugar a dudas. Y su corazón latía al mismo ritmo frenético que el de ella contra su pecho.

Sintió una vibración y escuchó un crujido.

Mientras las puertas del ascensor chirriaban, Quinn se apartó con un movimiento rápido y evitó que cayeran juntos en la caja cuando se abrió bruscamente.

–¡Demonios! –se mordió el labio inferior mientras abrazaba con fuerza a la mujer–. Nos han rescatado.