Cuando la tierra tiembla - Roxanne St. Claire - E-Book
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Cuando la tierra tiembla E-Book

Roxanne St. Claire

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Beschreibung

No podía observar a aquella mujer sin querer tocarla, besarla... Las mujeres solían acercarse a Cameron McGrath por su cuenta bancaria, su lujoso apartamento y por su aspecto. Sin embargo, Jo Ellen Tremaine sólo quería que le firmase un papel... Que le garantizaría la custodia de un bebé que era pariente lejano de Cam. Cam no deseaba criar a ningún niño, pero su honor le exigía saber algo más sobre la mujer que pretendía convertirse en la madre de un McGrath. Para ello, iba a pasar una semana en la casa de la montaña donde ella vivía...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2005 Roxanne St. Claire. Todos los derechos reservados.

CUANDO LA TIERRA TIEMBLA, Nº 1411 - abril 2012

Título original: When the Earth Moves

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0042-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo Uno

Cameron McGrath jamás se perdía el primer lanzamiento en un partido de los Yankees. Para él sería como romper una tradición sagrada. Por eso, cuando la recepcionista le anunció que una mujer lo esperaba en el vestíbulo de Futura Investments y que insistía en verlo, se tragó una maldición.

–No tengo más citas para hoy, Jen –espetó. Para estar seguro, abrió su PDA y comprobó su agenda. Nunca concertaría nada pasadas las seis en una noche que hubiera partido. Sobre todo si los Yankees jugaban contra Boston–. ¿Con quién está?

–Eh… Está sola.

–Me refiero a qué empresa pertenece. ¿Es una de nuestras clientas? ¿O es una simple vendedora?

Sin duda era eso último. Desde que se convirtió en el mejor abogado de Futura Investments, pasaba mucho más tiempo supervisando el departamento legal que practicando la abogacía. Y él no se había licenciado en Derecho y Empresariales para cuidar de abogados inexpertos y tomar decisiones en una oficina.

–No pertenece a ninguna empresa, señor McGrath –dijo Jen en voz baja–. Creo que es algo personal. Quiero decir… Parece ser alguien que… parece personal.

¿Personal? Oh, no… Amanda otra vez. Podía ser implacable cuando la ignoraban. Sólo había pasado una semana desde que él la llamó. ¿O habían sido dos semanas? En cualquier caso, había sido perfectamente sincero desde el inicio de su corta relación, pero eso no detendría a ninguna mujer de Manhattan con ansias de matrimonio y con el único objetivo de conseguir un nuevo apellido. El suyo.

Miró su reloj. La llevaría con él al estadio. Así no llegaría tarde y ella lo consideraría como una cita.

–Dile que saldré en un minuto. Espero que esté vestida para asistir a un partido.

La risa de Jen fue más de sorpresa que de humor.

–Supongo que dependerá de qué sea el partido.

Con Amanda, apostaría que su vestimenta constaba de una minifalda de cuero, un top carísimo y unos tacones tan altos como el edificio Chrysler. Sonrió. Podía ser despiadada, sí. Y a veces eso redundaba en beneficio de todos.

Seguía sonriendo cuando se aflojó la corbata y se dirigió hacia el vestíbulo, listo para saludar a la modelo que había conocido dos meses antes en una recaudación de fondos.

Pero al mirar a través de las puertas de cristal de recepción, se quedó petrificado y boquiabierto.

No era Amanda.

La mujer estaba de espaldas a él, contemplando la vista panorámica de la ciudad por los altos ventanales. Unos vaqueros desgastados ceñían un trasero en forma de corazón, y con una de sus botas camperas daba rítmicas pisadas en la moqueta, o bien con impaciencia o bien siguiendo alguna melodía que sonara en su cabeza. Una espesa melena pelirroja cubría la mayor parte de su espalda, casi rozando la cintura de los pantalones. Y en la cabeza llevaba un sombrero negro de vaquero.

¿Conocía a aquella mujer?

Cuando abrió la puerta de cristal, ella se giró lentamente, se echó el sombrero hacia atrás y respondió a la pregunta con una simple mirada. No. Nunca habría olvidado un rostro así. Ojos grandes y cobrizos, piel cremosa y una boca que exigiría horas de intenso escrutinio.

Y, notó Cameron sorprendido, sin una gota de maquillaje. Él nunca había visto a Amanda sin maquillaje… o sin los restos del mismo.

–¿Señor McGrath? –dio unos pasos hacia él, resonando sus tacones en el suelo de mármol, como si fueran los ecos de los acelerados latidos de Cameron.

–Soy Cam McGrath –respondió él, extendiendo la mano–. ¿En qué puedo… ayudarla? –preguntó, aunque no era precisamente ayuda lo que quería darle a esa mujer.

–Jo Ellen Tremanie –se presentó ella. Su apretón de manos fue sólido, pero su mirada contenía un matiz interrogatorio. ¿Se suponía que él debía reconocer ese nombre? ¿Sería ella la abogada de la parte contraria en un caso de Futura? Cameron se había quedado con la mente en blanco… quizá porque sus neuronas se habían callado en deferencia a un órgano alternativo.

Se obligó a concentrarse en su cara, pero ella portaba una bolsa al hombro, y eso hacía que la camisa se inclinara ligeramente a un lado, revelando la piel translúcida de su cuello y clavícula.

–Sé que estaba a punto de salir para una reunión –dijo ella–. Así que sólo le robaré un minuto de su tiempo.

–No pasa nada. No es nada urgente –mintió él. ¿Cómo podía decir que un partido de los Yankees y los Red Sox no era algo urgente? Tenía que controlarse. Podía encontrar mujeres bonitas en cualquier calle de Nueva York. Aunque, generalmente, no se vestían para un rodeo–. ¿Qué puedo hacer por usted?

Ella miró hacia Jen, que no se había perdido ni un segundo del breve diálogo.

–¿Podríamos hablar en privado?

Cameron sopesó sus opciones. Pasar algo de tiempo hablando con la guapísima vaquera, o llegar tarde para ver a los Yankees. Vaquera. Yankees…

–Mi despacho está por aquí –dijo, inclinando la cabeza hacia la puerta.

Ella se quitó el sombrero y se sacudió la melena, haciendo que algunos mechones sedosos le cayeran sobre los hombros. Cameron bajó la mirada a la camisa azul celeste, adornada con corchetes plateados.

–¿Puedo ofrecerle algo para beber, señorita Tremaine? –le preguntó cuando entraron en su despacho.

–Puede llamarme Jo. Y, a menos que tenga una Bud helada, no me apetece beber nada.

Cameron se echó a reír.

–Se me ha acabado la cerveza –dijo, recordando las seis latas de Amber Bock que tenía en la nevera de su casa. Las tenía reservadas para algún sábado de partido, pero podía sustituirlas fácilmente–. Pero podríamos ir a alguna parte.

–No, gracias –respondió ella. Permaneció de pie en medio del despacho, mirándolo fijamente–. Espero no tardar mucho.

Él percibió un temblor casi imperceptible en su voz, algo que sólo podía notar un abogado entrenado en detectar mentiras y verdades ocultas.

Hizo un gesto hacia el sofá.

–Siéntese, por favor.

Ella se acomodó en uno de los sillones. La tela vaquera descolorida y las botas negras parecían fuera de lugar en contraste con el cuero brillante del asiento.

–¿Es usted de por aquí… Jo? –la verdad era que el nombre le sentaba bien. No era nada femenina, pero sí toda una mujer. No movía nerviosamente los dedos. No batía las pestañas. Jo.

–Soy de Sierra Springs, California.

Cameron puso una mueca de sorpresa.

–¿Ha oído hablar de ese sitio? –preguntó ella, como si esperase una respuesta afirmativa.

–No, pero ha recorrido usted un camino muy largo. ¿Sierra Springs está cerca de Silicon Valley? –Futura Investments tenía varios clientes allí. Aquel asunto tenía que estar relacionado con la empresa.

Ella negó con la cabeza y sonrió cínicamente, pasándose las manos por los vaqueros.

–No. Sierra Springs está en la frontera entre California y Nevada, a ciento ochenta kilómetros de Sacramento, al pie de las montañas de Sierra Nevada.

El conocimiento geográfico de Cameron era bastante escaso. No podía pensar en clientes ni en inversiones para esa zona. No se le venía a la cabeza otra cosa que el rancho Ponderosa y algún casino en Reno.

–Debe de ser un sitio muy tranquilo.

–Lo era. Hasta que la tierra se sacudió bajó nuestros pies y nos batió como huevos revueltos.

–¿La tierra? –repitió él, devanándose los sesos por saber de qué estaba hablando–. Ah, sí –chasqueó los dedos y la señaló–. He oído hablar de Sierra Springs. Hubo un terremoto hace unos meses. Uno bastante fuerte.

Ella asintió.

–Cinco coma seis. Seguido de varios temblores muy desagradables.

Definitivamente allí había un pleito esperando, pensó Cameron.

–¿Cinco coma seis? Vaya. ¿Afectó… las consecuencias fueron muy graves?

Ella se encogió de hombros.

–Perdí a varias personas.

¿Personal? ¿Familia? Fuera lo que fuera, Cameron no tuvo la menor duda de que aquellas pérdidas eran la raíz de su encuentro.

–Lo lamento –dijo. De repente recordó la muerte de cinco personas en aquel terremoto. En un edificio de apartamentos. Y luego la imagen de un bombero sacando a un bebé de los escombros.

Naturalmente… El bebé encontrado entre las ruinas. Los informativos y periódicos habían repetido aquella noticia durante días.

¿Acaso era ella la propietaria del edificio? ¿O lo era Futura Investments? De ser así, lo habrían informado de cualquier problema.

–¿A qué se dedica usted en Sierra Springs? –le preguntó. Con algunos testigos, las preguntas más inocentes llevaban directamente a la verdad. Al principio había supuesto que sería jinete de rodeos, pero seguramente fuera otra abogada. En California se vestían de un modo diferente.

–Me dedico a la carrocería.

–¿Cómo?

–Reparación de coches siniestrados.

–¿Es usted mecánica?

–Soy experta en reparar colisiones –dijo, entornando ligeramente sus brillantes ojos cobrizos–. Tengo mi propio taller.

–Entiendo… –de modo que no era jinete de rodeo ni abogada. Se dedicaba a martillear chapas para ganarse la vida.

Sin pensarlo, se fijó en sus manos. Eran largas y esbeltas, sin una mancha de grasa. Y tampoco llevaba anillo.

–Bueno, confieso que me ha despertado la curiosidad, señorita… Jo. ¿Qué la ha traído a Nueva York?

–Usted.

A Cameron se le tensó todo el cuerpo. Una respuesta primaria y natural al oír aquella palabra.

–¿Yo? –preguntó, perplejo. Pero a caballo regalado no había que mirarle el diente. Ni aunque fueran unos dientes tan apetecibles–. ¿Cómo es eso?

–Necesito que me firme un documento.

Las alarmas legales sonaron en la cabeza de Cameron.

–¿Qué tipo de documento?

–Es una petición de renuncia y conformidad.

Él pensó durante un momento, hurgando en los conocimientos adquiridos en el primer año de la carrera.

–¿Se trata de un proceso de adopción?

Por unos segundos ella no se movió. Finalmente, sacó la punta de la lengua y se humedeció los labios.

–Sí.

–No comprendo. ¿Por qué necesita mi firma?

–Estoy intentando adoptar a un bebé. Y ese bebé es una… pariente lejana de usted.

Él se inclinó hacia delante como si hubiera tirado de él con una cuerda.

–¿Una pariente mía?

–Es su… su sobrina.

Cameron negó con la cabeza.

–No tengo ninguna sobrina. Tengo dos hermanos y ninguno de ellos tiene hijos –una sensación incómoda lo recorrió por dentro. Si Colin o Quinn hubieran tenido una hija, él lo sabría. No había secretos para ellos. ¿Podría tratarse de un complot? ¿De un engaño para conseguir dinero?–. Debe de ser un error. ¿Quién es esa niña?

–No es ningún error –insistió ella–. Es su sobrina.

–Estoy completamente seguro de no tener ninguna sobrina.

Ella arqueó una ceja hermosamente perfilada.

–No esté tan seguro hasta haberlo oído todo.

–¿Quién es el padre?

–El padre está fuera de todo esto y no tiene ningún vínculo con usted. Es la madre. Es… era una mujer llamada Katie McGrath.

Cameron volvió a devanarse los sesos intentando recordar alguna prima lejana con ese nombre.

–Nunca he oído hablar de ella.

Ella se cruzó lentamente de piernas.

–No, nunca la ha conocido. Pero su madre es Christine McGrath.

A Cameron se le hizo un nudo en la garganta.

–Quien también es su madre –siguió ella tranquilamente–. Así que Katie y usted son hermanos. O lo eran.

–No, imposible. Yo no… –se quedó sin habla.

¿Realmente era imposible que hubiera tenido una hermana? Por supuesto que no. Un entumecimiento empezó a paralizarle los brazos y las piernas. Reconoció al instante la sensación. Lo había sentido por primera vez cuando tenía nueve años, el día en que su madre se subió a un tren y desapareció para siempre, dejando atrás a su marido y sus hijos.

Pero él había conseguido superar aquel dolor. Lo único que necesitaba era controlar sus emociones con la cabeza. Y si Cameron era bueno en algo, era en el control.

–Así que Katie y usted son hermanos. O lo eran… Lo siento.

–¿Dónde está mi… dónde está Christine McGrath?

–Me temo que tanto Katie como ella fallecieron en el terremoto.

Cameron esperó un aluvión de emociones, pero no sintió nada. No era raro. Hacía años que había matado cualquier sentimiento por su madre.

Lo que sí sintió fue la mirada de Jo fija en él, esperando una respuesta.

–Siento oír eso, pero no tenía ninguna relación con mi madre. Si es la misma mujer que… No tengo absolutamente nada que ver con ella –quería dejar muy claro aquel punto.

–Entonces no debería de tener ningún problema en firmar este documento –dijo ella, sacando un sobre de la bolsa.

–Espere un momento –replicó él levantando una mano–. Soy abogado. Los abogados no firmamos documentos así como así.

–Si necesita pruebas de que era su madre, las tengo. Esperaba que quisiera verlas.

Él la miró en silencio, intentando encajar las piezas del rompecabezas. Lentamente, agarró el sobre.

–Christine McGrath nos abandonó hace veintiséis años y se fue a Wyoming –dijo, abriendo el documento.

–No, no se fue a Wyoming –respondió ella.

Cameron la miró duramente. Era la versión que su padre les había dado, y ninguno de los hermanos tuvo razón para cuestionarlo. En realidad, nunca habían vuelto a hablar del tema.

Jo cuadró los hombros y lo miró como si fuera una jueza a punto de imponerle una dura sentencia.

–Se fue a Sierra Springs hace veintiséis años, tuvo una hija llamada Katie y, hace once meses, Katie tuvo una hija. Callie McGrath.

A Cameron se le atenazó aún la garganta y sus dedos se quedaron petrificados sobre el papel. ¿Cómo era posible?

–Voy a adoptar a Callie, señor McGrath. Pero no podré hacerlo hasta que su pariente vivo más cercano firme este documento y renuncie a cualquier derecho sobre ella. No quiero vivir con la preocupación constante de que usted aparezca y reclame su custodia.

¿Custodia? ¿De un bebé?

–Cariño, no quiero la custodia ni de un pez de colores.

–Genial –dijo ella. Se levantó rápidamente, se volvió a colocar el sombrero y asintió hacia el documento que Cameron tenía en la mano–. Lo único que tiene que hacer es firmar y no volverá a verme nunca más. Se lo garantizo.

Una parte de él quería hacer eso. La parte que siempre había borrado cualquier recuerdo de su madre. La parte que lo había enseñado a controlar su entorno, su vida y sus emociones.

Pero otra parte oyó una vocecita casi inaudible. La voz casi apagada de su abuela irlandesa que le habría gustado ignorar.

«Vas a curar la herida de esta familia, Cam McGrath. Eres el mayor. Es tu obligación. Tú sanarás la herida».

Había olvidado aquella predicción. Igual que Colin y Quinn habían olvidado la herida, o al menos habían aprendido a fingirlo.

Pero allí estaba, frente a una mujer que tenía las respuestas que todos habían anhelado en secreto durante veintiséis años. Las respuestas que les harían cerrar las heridas de sus corazones de una vez para siempre. Las respuestas que podrían liberarlos del recuerdo de aquel trágico día, cuando desde la ventana del segundo piso observaban agazapados cómo su madre se iba de Pittsburg. A Wyoming. O a California. O adonde fuera.

Era obvio que aquella noche tendría que tomar otra decisión. Y las recriminaciones podrían ser mucho peores que perderse un partido de béisbol.

Podía firmar el documento y olvidar que Jo Ellen Tremaine había pisado su despacho. O podía obtener más respuestas de la mecánica vaquera.

Aquélla podría ser su única oportunidad para sanar la herida… tanto para él como para sus hermanos.

Pero nunca dejaría que aquella mujer supiera que era eso lo que estaba haciendo.

Se levantó y le dedicó una vaga sonrisa.

–¿Y bien, Jo? ¿Por casualidad le gusta el béisbol?

Jo reprimió el impulso de quedarse con la boca abierta. Cameron McGrath la miraba fijamente desde su metro ochenta y dos de estatura con unos ojos increíblemente azules y brillantes.

¿Béisbol? ¿Acaso le estaba tomando el pelo?

–Creo que es tan sucio como aburrido –respondió.

–¿Sucio y aburrido?

¿De verdad quería discutir los méritos de béisbol cuatro minutos después de que ella le hubiera dicho que su hermana y su madre habían muerto y que tenía una sobrina pequeña a la que ella quería adoptar? ¿Realmente podía ser tan frío?

Por supuesto que podía. Jo había leído las cartas de la madre de Katie al padre de Cameron. Cartas que él había devuelto sin abrir. Jim MGrath estaba lleno de rencor, y ese rasgo dominaba los genes de los McGrath. Katie no los había heredado, pero sí el aspecto imponente que paraba la circulación por las calles.

Cameron McGrath, sin embargo, tenía una tez ligeramente distinta a la de su hermana. Su pelo era rubio oscuro; sus ojos, del color del cielo de California en un día despejado de septiembre. Su rostro era duro y atractivo, con la sombra de una barba incipiente y cejas pobladas. Mandíbula recia, pómulos perfectos… Rasgos universales de la gente guapa y de los McGrath.

Y por lo que podía conjeturar, bajo aquel traje hecho a medida tenía también un cuerpo perfecto.

Se obligó a concentrarse en la razón que la había llevado a Nueva York.

–¿Cuánto tiempo necesitará para leer y firmar los papeles?

–No estoy seguro. ¿Cuánto tiempo cree usted que me llevará hacerla cambiar de opinión sobre el pasatiempo favorito de la nación?

Jo casi se echó a reír por la superficialidad que le estaba mostrando.

–No dispone usted de tanto tiempo, señor McGrath. Mi vuelo sale a las once y media.

«Con ese documento firmado bajo el brazo», añadió para sí.

Él consultó la hora en su reloj de pulsera.

–Si tenemos suerte, veremos el primer lanzamiento. Y sin entradas extra, tal vez pueda ver el partido entero –añadió con un guiño.

Superficial y presuntuoso. Una de las combinaciones que menos le gustaban a Jo, por muy atractivo que fuera el hombre.

–No voy a ir a ningún partido de béisbol esta noche. Pero cuanto antes firme el documento, antes podrá ir al parque.

–Al parque no. Al Estadio –corrigió él–. Con E mayúscula.

Ella consiguió esbozar una triste sonrisa. ¿Qué tendría que hacer para que le firmara el documento?

–Supongo que esto significa mucho para usted –dijo él, inclinándose lo suficiente para que ella percibiera su olor fresco y masculino.

Aquella suposición formulada con voz de barítono hizo que Jo sintiera un escalofrío de aprensión en la espalda. O tal fuera de… otra cosa. Tendría que estar ciega y sorda para no reconocer el atractivo de aquel hombre. Pero tendría que ser estúpida para dejar que eso la influyera.

Y ella no era estúpida, sólo decidida. Callie McGrath no acabaría en un orfanato ni en una familia fría y distante que sólo la acogiera por curiosidad. Jo Ellen tal vez no fuera el modelo de instinto maternal, pero no podía resistirse a reparar un daño, del tipo que fuera. Y Katie había dejado una situación muy complicada a su muerte, al no haberle dejado nada a su hija pequeña.

–Sí, significa mucho para mí –respondió con cuidado–. Quiero hacer las cosas bien, no que algún cabo suelto amenace con estrangularme.

Una media sonrisa curvó los labios de Cameron.

–No quiero estrangularla, cariño. Sólo pretendo compartir un poco de béisbol sucio y aburrido con usted. Y durante el partido… –le puso una mano cálida en el hombro–, podemos conocer nos un poco mejor el uno al otro.

Jo captó el sutil mensaje de la petición. Él era abogado, como se había asegurado de recordarle. Y no estaba dispuesto a estampar su firma en el documento que le presentaba una desconocida.

–Me parece justo –accedió, apartándose de su mano–. Pero, ¿es absolutamente necesario ir a un partido de béisbol?

–Absolutamente –respondió él con una carcajada, y se dirigió hacia la puerta–. Además, así podrá tomar su cerveza.

Jo tuvo el presentimiento de que iba a necesitarla.

Capítulo Dos

Cameron la vio subir al asiento trasero del taxi, admirando su espontaneidad, aunque a regañadientes, y la delicada curva de su trasero. Momentos después de que ella hubiera dejado caer la bomba, había decidido cómo jugaría a aquel juego. El único modo que tenía él de jugar a lo que fuera. Fríamente.

Era posible que ella se hubiera equivocado de Christine McGrath. O quizá fuese una estafadora. O quizá todo lo contrario.

Pero en el caso de que le estuviese diciendo la verdad, él le daría una oportunidad. Pasar un rato con ella no sería muy duro. Y hacerlo manteniendo la frialdad sería bastante fácil, puesto que la noticia de la muerte de su madre no lo había afectado como sería lo normal. Pero tampoco Christine McGrath se había comportado como una madre normal. Y el hecho de tener una hermana a la que no conocía y que también había fallecido en una desgracia natural era una lástima, pero no tenía ningún control sobre eso.

De haber sabido que Katie existía… Una extraña presión le contrajo el pecho. No lo había sabido, punto. Eso tampoco podía controlarlo.

Y él evitaba cualquier cosa que no pudiera controlar. De modo que evitaría sentir pena por una chica que había compartido la mitad de sus genes y que tristemente había muerto. En cuanto al bebé… bueno, él de ningún modo quería tener un bebé.

Tenía dos hermanos. Pero Quinn acababa de casarse y él y Nicole estaban trabajando muy duro en Florida. Colin estaba preparando su boda con Grace, y también ellos estaban muy ocupados con su empresa de arquitectura que los obligaba a vivir en Newport, Rhode Island. No podía afirmarlo con seguridad, pero dudaba de que ninguno de sus hermanos estuviese pensando en tener hijos, ya fueran propios o de su «hermana».

¿Y papá? James McGrath se había convertido en un solitario en los últimos años, tras jubilarse y haber acabado de educar a sus hijos. ¿Debería decirle que su ex mujer había muerto? ¿Y que la hija de ésta también había muerto?

¿Alguno de ellos necesitaba saberlo? ¿Sería verdad aquella historia? ¿Y por qué Jo se había presentado en su oficina y no en la de otro McGrath?

«Tú sanarás la herida, Cam McGrath».

Se removió en el asiento, lo que lo acercó un poco más a la misteriosa mujer que vestía como una ranchera en vez de una mecánica. Estaba sentada tan erguida y quieta como una estatua, mirando por la ventanilla las calles de Nueva York.

Puso las manos sobre los muslos, la misma postura que él había notado en su despacho, y soltó una larga exhalación. Era la viva imagen de la serenidad.

–¿Dónde aprendió a ser mecánica? Ella lo fulminó con la mirada.

–No soy una mecánica.

–Estupendo –replicó él, poniendo la mano sobre las suyas y dándole una palmadita–. No confío en los mecánicos.

Ella le apartó la mano.

–Ni yo confío en los abogados.

Cameron se echó a reír.

–Pero no ha respondido a mi pregunta. ¿Cómo se prepara uno para ser un… experto en reparar colisiones?