Con ternura - Sue Swift - E-Book

Con ternura E-Book

Sue Swift

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Beschreibung

Alex estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para cumplir el último deseo de su mujer antes de morir. Pero, ¿por qué habría elegido a su hermana, que a él le resultaba simple, molesta y débil, para ser la madre de alquiler? Dena adoraba la maternidad. Pero tener el hijo del insensible Alex... la idea le producía escalofríos. Sin embargo, a medida que su embarazo fue avanzando, deseó ser algo más que la madre de alquiler…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2001 Susan Freya Swift

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Con ternura, n.º 1289 - agosto 2016

Título original: His Baby, Her Heart

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8720-6

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

YO, TAMARA Cohen Chandler, en pleno uso de mis facultades mentales…».

Alex Chandler se sentó en el despacho de su abogado, ajeno a la presencia del resto de la familia, y escuchó la lectura del testamento de su mujer. En su estado, todavía conmocionado, podía escuchar el tráfico que circulaba por Alhambra Boulevard, pero era un sonido apagado en comparación con la hora punta en la ciudad de Sacramento.

«Es mi deseo más profundo que mi marido, Alexander Chandler, y mi querida hermanastra, Dena Cohen Randolph, zanjen sus diferencias de una vez por todas».

Alex pudo ver a Dena sentada a su derecha y trató de ocultar su disgusto. Se preguntó por qué siempre tendría que ir hecha un adefesio. Había procurado reprimir el desprecio que ella le inspiraba mientras su mujer vivía. Pero resultaba evidente que había fracasado.

«Solicito que Dena actúe como madre de alquiler de uno de mis embriones fertilizado por mi marido, Alexander Chandler».

–¿Qué? –exclamó Alex.

La pantalla protectora que Alex había levantado en torno a él para soportar el dolor por la pérdida de su esposa se hizo añicos al recibir la noticia. Dena también saltó sobre su silla como si algo la hubiera aguijoneado por sorpresa.

–Es lo último que me faltaba –murmuró.

Alex tuvo que admitir, a su pesar, que ella tenía razón. Era madre de dos gemelos de cuatro años y el padre de las criaturas se encontraba en paradero desconocido. Dena abrió de par en par sus grandes ojos verdes.

–¿Sabías algo al respecto, Alex? –preguntó desconcertada.

–No –dijo Alex–. Tamara redactó un nuevo testamento poco después de diagnosticarle el cáncer. En ese momento solo me preocupaba la quimioterapia y cuál sería su respuesta. No supe lo que había hecho y no me importó. Solo deseaba su recuperación.

Alex frunció el ceño. Había adorado a su esposa desde el principio. Había sido una mujer dulce y bienintencionada, pero también debía reconocer que Tamara siempre había sido una persona manipuladora y muy astuta. ¿Qué habría planeado a sus espaldas? ¿Y por qué?

–Bueno, yo… –vaciló Dena–. No puedo hacerlo. Sé que Tamara deseaba tener un hijo, pero…No puedo dar a luz a un bebé y después desentenderme de él. Ni siquiera por Tami. Quizá puedas encontrar a otra persona, Alex.

Alex respiró hondo y se esforzó para no perder la calma en medio de la tormenta. Habría hecho cualquier cosa por su mujer, incluso si implicaba directamente a Dena Randolph. Pero daba la impresión de que Dena no se sentía en la obligación de honrar hasta ese punto la memoria de Tamara.

«Además», continuó el abogado, «lego a Dena Randolph la titularidad compartida de dichos embriones, que solo podrán ser implantados en su útero».

Dena palideció y la blancura de sus mejillas resaltó en contraste con su melena pelirroja. Alex también sintió un leve mareo. Tamara los había unido y compartía con Dena la propiedad de los embriones.

«Para hacer frente a los gastos médicos, el cuidado de Dena durante el embarazo y la manutención del bebé, dono por la presente la suma de trescientos mil dólares, cantidad que quedará a cargo de Alexander Chandler».

Dena estaba perpleja. Nunca habría imaginado que la tienda de decoración de interiores de su hermanastra hubiera generado tantos beneficios. Pero todo su mundo giraba alrededor de sus hijos, no del dinero. Abrió la boca para rechazar de plano la generosa oferta de Tamara, pero el abogado se le adelantó.

«Además, lego la cantidad de doscientos mil dólares a Dena para la educación de Miriam y Jackson Randolph, mis amados sobrinos».

Dena se hundió en su silla. Tamara siempre había sabido que, de haberlo necesitado, ella hubiera sido capaz de excavar en la tierra con sus propias manos por el bien de sus hijos. Pero con semejante donación, ya nunca tendría que hacerlo. Con ese dinero podría hacer frente a la universidad, comprar un coche e, incluso, financiar una casa para cada uno. Lujos que difícilmente habría podido afrontar con los ingresos que percibía su negocio de arquitectura paisajística.

Tamara siempre había sentido debilidad por sus hijos. Dena sabía que la donación de su hermanastra era totalmente desinteresada. Nunca se libraría de su mala conciencia si no sopesaba la última voluntad de su hermana. ¿Cómo podría devolver tanta generosidad si se negaba a cumplir el último deseo de Tami? Dena sabía que el dinero de su hermana le quemaría entre sus manos si no hacía algo a cambio.

Dena inspiró con fuerza y miró de reojo a Alex Chandler. Estaba sentado muy erguido, perfectamente peinado. Dena no quería saber nada de Alex, al que consideraba un contable frío y distante. Vaciló un momento antes de mirarlo directamente.

–¿No tendré que acostarme contigo, verdad? –preguntó.

–No lo creo –replicó Alex con una media sonrisa–. Los embriones fertilizados están almacenados en la consulta de la tocóloga de Tamara. Solo tiene que descongelar una pareja, proceder a la implantación y se acabó.

Alex terminó su explicación con un gesto de la mano que dejó al descubierto los puños de la camisa perfectamente almidonados, sujetos por unos gemelos de ónice.

Dena hundió la cara entre sus manos y se mesó los cabellos.

–No puedo creerlo. ¿Y si alguno de los dos se niega?

–Entonces el niño no nacerá y el deseo de Tamara no se cumplirá jamás.

–Oh, no –gimió Dena–. ¿Por qué yo, Tami?

Las lágrimas se agolpaban en sus párpados, ya enrojecidos a causa del llanto. Rebuscó entre sus cosas y sacó un pañuelo.

Alex se quitó un hilo imaginario de la manga de la chaqueta de raya diplomática que vestía. Sus rasgos, demasiado atractivos, no se desdibujaron en ningún momento y su expresión no traslució ni un ápice de emoción.

–Eras su hermanastra y, en su opinión, una madre ejemplar –recordó Alex–. Siempre había admirado tu facilidad para manejar a los gemelos.

–Es cierto –asintió Dena–. La verdad es que ha sido relativamente fácil teniendo en cuenta el panorama.

Dena había sido engañada y abandonada por su ex marido. Se estremeció.

–Pero, ¿otro niño? Ya he agotado el cupo.

–Se trata de mi hijo, Dena –dijo Alex–. Tamara confiaba en ti para que llevaras dentro a nuestro hijo, pero yo me ocuparía de su educación.

Los ojos azules de Alex brillaron con intensidad.

–No soy una yegua de cría. No estoy segura de que pueda dar a luz a un niño y, acto seguido, entregarlo –señaló Dena.

–Tienes que hacerlo –insistió Alex–. Es la última voluntad de tu hermana. ¿Cómo puedes negarte?

Capítulo 1

Seis meses después

UNA MAÑANA fría y despejada de marzo, Alex se presentó en el despacho de su abogado y esperó a que llegara Dena Randolph. Tal y como era su costumbre, Dena se retrasaba. De no haber sido porque Tamara la había elegido en su testamento, Alex habría buscado a una persona más puntual.

Alex bebió un poco de café rancio y procuró apaciguar su ánimo. Si Dena se hubiera presentado a tiempo, la reunión habría terminado durante su hora del almuerzo. Alex deseaba, más que nada, regresar a su oficina. El trabajo era su único refugio para superar la pérdida de su esposa.

Su abogado, Gary Kagan, le pasó un documento por encima de la mesa.

–Puedes revisar el contrato mientras esperamos a la señora Randolph.

Alex hojeó con cierto detenimiento las cláusulas del contrato. Había insistido en establecer por escrito las condiciones, de modo que Dena tuviera claro su papel. Era una mujer mandona y a menudo tenía ideas excéntricas sobre la educación de los niños. Y en cuanto a sus hijos…Alex torció el gesto. Quería profundamente a sus sobrinos, pero siempre que los veía estaban sucios y cansados y siempre andaban metidos en problemas. Eran, en definitiva, la viva imagen de su madre.

Alex revisó la totalidad del contrato. Todo parecía en orden y se especificaban muy claramente los derechos y las obligaciones de cada uno durante el embarazo y cuando el niño hubiera nacido. En especial, Alex había insistido a la hora de incluir que Dena no podría ver al niño sin supervisión y que carecería de potestad sobre el bebé. Gary había dedicado varios meses al tema hasta que tuvo listo un primer borrador.

–¿Qué pasaría si se niega a firmar? –preguntó Alex.

–Compartís la titularidad de los embriones –señaló Gary–. Si no firma, me temo que no hay nada que podamos hacer.

–Pareces muy tajante al respecto –se quejó Alex.

–Así es la vida. Permite que te explique…

Un ruido seco lo interrumpió de pronto. Alex se sobresaltó involuntariamente.

–¿Es que hay bandas en este barrio? –preguntó Alex.

–Solo por las noches –contestó su abogado.

El ruido de un motor excesivamente revolucionado hizo vibrar la ventana del despacho. Alex se asomó con cautela y echó un vistazo al exterior. Miró por encima de un seto cuidadosamente recortado y descubrió una desvencijada camioneta amarilla. Estaba pintada con flores y enredaderas de vivos colores. Sobre la puerta podía leerse en letras doradas «El jardín de Dena». La camioneta petardeó de nuevo mientras Dena daba marcha atrás y aparcaba. El tubo de escape expulsaba un humo negro y denso. Alex se preguntó si la camioneta no incumpliría todas las leyes del estado de California sobre contaminación vial. Alex retornó a su sitio.

–Nunca adivinarías de quien se trata –ironizó.

–Debería cambiar ese cacharro lo antes posible –admitió Gary.

–Más le vale. No pienso permitir que la madre de mi hijo conduzca por ahí al volante de ese montón de chatarra. Parece peligroso.

La puerta de la camioneta chirrió al abrirse. Alex pensó que las bisagras necesitarían un poco de aceite. Guardaba un poco en el maletero de su coche. So ocuparía de todo antes de que Dena se marchara.

Alex vio a Dena bajar de la cabina de la camioneta. Vestía unos vaqueros desgastados, manchados de tierra en las rodillas, y botas. Alex se estremeció.

Dena entró en el edificio con gran ímpetu. El estrépito de sus pasos sobre el pavimento se hizo eco en su corazón, que latía con fuerza. Había decidido tener ese hijo por amor a su hermana, pero no quería mezclarse con Alex Chandler. Desgraciadamente, ambos objetivos eran incompatibles. Y Dena se sabía abocada a una situación caótica durante nueve meses. De hecho, sería más tiempo, puesto que no estaba dispuesta a renunciar a sus responsabilidades después del nacimiento del bebé. Se convertiría en tía de la criatura y eso implicaba un lazo afectivo que los afectaría a todos…incluido Alex.

Dena suspiró y se preguntó, por enésima vez, por qué su hermana se habría casado con un hombre como Alex. Era, desde luego, un hombre atractivo si los hombres de aspecto nórdico, rubios y fríos, eran tu tipo. Pero Tamara, que había sido una mujer de una belleza deslumbrante, podría haber elegido a cualquiera. ¿Qué la había impulsado en los brazos de Alex Chandler? Con el tiempo, se había vuelto todavía más distante y se limitaba a contestar las llamadas con monosílabos. No cabía duda de que había sufrido mucho y ella no había sido capaz de romper el caparazón que lo aislaba. ¿Qué clase de padre sería Alex? Desconcertada, se detuvo en medio del pasillo. No quería que su sobrino creciera junto a un hombre de hielo. Dena estaba dispuesta a asegurarse de que el bebé recibiría todo el cariño que un niño necesita. Resuelta a dejar claros una serie de puntos, irrumpió en el despacho de Gary Kagan con una amable sonrisa que ocultaba dicha resolución.

Alex, enojado por el retraso de Dena, fue incapaz de mostrarse amable a pesar de sus esfuerzos. La melena pelirroja, recogida en un moño en lo alto de la cabeza, había empezado a soltarse. Algunos mechones de pelo enmarcaban su rostro y le conferían un aspecto que algunos hombres encontraban muy sensual. Pero no era el caso de Alex, que nunca se había sentido atraído por Dena.

–Alex, señor Kagan –saludó Dena sin resuello.

–Llámeme Gary, por favor.

–Gary –accedió Dena y dedicó al abogado una deslumbrante sonrisa.

Alex creyó percibir una leve insinuación en el modo en que Dena había pronunciado el nombre de su abogado. Borró esa idea de su cabeza. La madre de su hijo no tendría ninguna aventura con otro hombre. Alex confiaba en que Dena llevaría una vida tranquila y apacible durante el embarazo.

–Buenas tardes, Dena –saludó Alex.

–¿Qué tal? –replicó. Se dejó caer sobre la silla libre y tomó el contrato–. ¿Este es el maldito documento?

Gary soltó una carcajada y Dena le guiñó un ojo. A Alex no le gustó el intercambio de miradas. Afortunadamente, su hijo nunca coquetearía de esa forma. Si fuera una niña, no la dejaría salir de casa hasta que cumpliera treinta años.

–Confío en que no considere el contrato ruin –apuntó Gary.

–¿Así que se trata de un acuerdo amistoso? –bromeó.

–Creemos que es un acuerdo bastante razonable.

Alex, sentado junto a Dena, lamentó enseguida no haber ocupado otro sitio. Dena no olía como una persona que hubiera pasado la mañana trabajando en el campo, sino como una mujer. Una mujer sensual que olía a flores frescas. Alex se recostó sobre su silla y trató de obviar ese aroma. No quería sentir la menor atracción hacia Dena ni nada que viniera de ella. Era la hermanastra de su mujer y además…¿Dena?

Dena arqueó las cejas y revisó el contrato. No parecía que lo estuviera leyendo.

–¿Este es un contrato tipo en estos casos?

–La verdad es que existen contratos estándar para casos así. Una madre de alquiler no es algo muy habitual –indicó Gary–. Créame, lo he mirado. Es un contrato específico para esta situación.

–Cese de todos los derechos paternales –leyó Dena en voz alta–. ¿Qué significa?

–Básicamente, Alex se encargará de criar al bebé y será económicamente responsable de la criatura –asintió mientras miraba a Alex.

Alex se puso tenso. La cláusula significaba mucho más que eso. Si Dena accedía y firmaba, renunciaría al bebé por completo.

–Eso no lo discuto –suspiró Dena–. Me encantaría tener más hijos, pero no puedo permitírmelo.

–Si todo sale bien –dijo Alex, más relajado– quizá puedas pensar en tener más hijos. Tamara te dejó una importante suma de dinero para criar a los gemelos.

–Esto no tiene nada que ver con el dinero –subrayó Dena–. Se trata de cumplir la última voluntad de mi hermana.

–De eso se trata –afirmó Alex en un tono más conciliador.

–¿Qué es esto? ¿No podré ver al niño sin vigilancia? –leyó Dena, que traspasó con sus ojos verdes como el cristal el rostro de Alex–. ¿Es una broma? Voy a llevar a ese niño en las entrañas durante nueve meses.

Alex intercambió una mirada con su abogado. Sabía que no iba a resultar fácil doblegar a Dena. Alex procuró no perder la calma.

–¿Cuántas tías disfrutan de sus sobrinos con plena libertad? –preguntó.

–Multitud de ellas. Tamara llevó a los gemelos al zoo y al parque un montón de veces. ¿Lo has olvidado? Y yo no estaba allí para vigilarla –añadió con sarcasmo.

Alex sabía que Dena tenía razón. Una de las razones principales que había animado a Tamara a querer tener hijos había sido el cariño que siempre había demostrado hacia sus sobrinos.

–Además, supongo que necesitarás mi ayuda cuando nazca el bebé.

–Lo dudo –dijo Alex con ecuanimidad.

–¿Así que crees que ya lo sabes todo? –Dena se relajó de pronto y sonrió.

–Estoy convencido de que puedo educar a mi hijo sin tu ayuda. Si tú has podido con dos a la vez, ¿por qué no voy a poder criar a uno?

Dena, que no paraba de reír entre dientes, rebuscó en su bolsillo y sacó un pañuelo de papel.

–Oh, seguro que puedes. No tendrás ningún problema. Tengo la absoluta certeza de que estás preparado para criar a tu hijo –recalcó Dena, que había empezado a llorar y se esforzaba para contener la risa–. No hay más que ver el éxito que tuviste con los gemelos.

Alex se ruborizó. Gary parecía muy interesado.

–¿Qué ocurrió?

–Un día, Alex y Tamara llevaron a los gemelos a Land Park –relató Dena–. Mientras Tami se hacía cargo de Miriam, Alex se quedó con Jack. En cuanto lo perdió de vista…

–Se escabulló del servicio –interrumpió Alex–. Estaba indispuesto. ¡Y solo fue un momento! Podría haberle ocurrido a cualquiera.

–Jack encontró el camino hasta el zoo de Land Park e intentó trepar a la jaula de los chimpancés –continuó Dena en tono burlón–. Los encargados dijeron que era un niño encantador. Aparentemente, se congregaron alrededor de mi hijo un grupo de personas mientras Jack enseñaba a los monos a chillar.

–Mi hijo no se comportará así –aseguró Alex de mala gana.

«Sobre todo si se mantiene alejado de ti» pensó.

–Claro que no –dijo Dena muy condescendiente–. Tu hijo será un dechado de virtudes si sigue los sabios consejos de su padre.

Gary se rio abiertamente. Alex lo fulminó con la mirada.

–¿Y quién lo va a amamantar?

–¿Cómo?

Alex nunca se había parado a pensar en eso. Se quedó mirando el pecho de Dena e imaginó a su pequeño mamando de uno de esos pechos, que ahora estaban cubiertos por una camisa de algodón amarilla algo gastada en la que se leía, en letras púrpura, el logotipo de su negocio. Alex nunca había prestado la menor atención al físico de Dena, pero descubrió que tenía unos pechos firmes, redondos y muy apetecibles. Eran como la fruta fresca y tenían el tamaño ideal.

Alex no quería fantasear con esa clase de imágenes. Estaba acalorado y se sentía repentinamente incómodo en el traje. Se pasó un dedo por el cuello de la camisa para aflojar un poco la presión de la corbata y tomar aire.

–No pienso amamantar al bebé en público –señaló Dena y se cruzó de brazos–. Me pongo nerviosa y se me corta la leche. Y querrás que dé de comer a tu hijo, ¿no? Es muy importante.

–Tiene razón –dijo Gary–. Es muy importante.

El abogado no le quitaba ojo a Dena y su expresión revelaba un creciente deseo. Alex respiró hondo y expulsó el aire muy lentamente. Sentía el pulso acelerado.

–Sí, tienes razón –aceptó–. Borra esa cláusula.

–Gracias.

Con aire triunfal, Dena tomó prestada la pluma que sujetaba Gary y tachó la cláusula. Después dejó la pluma sobre la mesa. Dispuesta a ignorar la presencia de Alex, Dena fijó su atención nuevamente en el contrato. Desde el mismo instante en que los habían presentado, la actitud de desaprobación y los comentarios despectivos de Alex siempre la habían sacado de sus casillas. Y no quería repetir la experiencia.

Pero se avecinaba un periodo complicado. Alex, si bien era distante, era un hombre muy atractivo. Y los acontecimientos recientes habían roto su marcada impenetrabilidad de hombre de negocios para dar paso a una vulnerabilidad totalmente desconocida. Su mirada era más serena, menos dura.

«¡Ya está bien, Dena! Ese hombre no es para ti», se conminó.

Alex esperaba en ascuas a que Dena terminara de leer el contrato. Leía con la barbilla apoyada en la palma de la mano. La luz resaltaba la curva ovalada de su rostro a la altura de la mejilla. «Es igual que Tamara», se dijo Alex.

Tamara había sido una sílfide rubia de rasgos exquisitos. Dena, mucho más alta y voluptuosa, siempre había aparecido a los ojos de Alex como una versión sin pulir de su elegante hermana. Ahora, de pronto, la veía con otros ojos. Había centrado su atención en el óvalo de su cara, la caída leve de sus ojos verdes e incluso…

–Alex, esto es muy interesante –Dena lo miró extrañada–. ¿Quieres ser mi compañero en Lamaze?

–Desde luego. ¿Es que hay otro?

–Mamá vino a ayudarme con los gemelos –recordó Dena.

–¿Y dónde estaba Steve? –preguntó Alex de improviso. Avergonzado, recordó que su marido la había abandonado cuando supo que esperaba gemelos–. Lo lamento.

–Está bien. Ya lo he superado –Dena sonrió con ternura–. Pero me sorprende tu ofrecimiento.

–No hay razón, Dena. Este bebé significa mucho para mí. Pienso estar a tu lado en todo momento y no tendrás que preocuparte por nada.

–Un hombre a mi lado. Será una nueva experiencia –dijo Dena mientras firmaba el contrato–. Bien, ya está. Voy a comer algo. Tengo un breve descanso antes de volver al trabajo.

–Habrías tenido más tiempo si hubieras sido puntual –señaló Alex–. Y habrías tenido tiempo para leer todo el contrato.

–He leído lo suficiente –indicó Dena.

Se levantó, dio media vuelta y salió por la puerta. Alex miró a Gary, que estaba boquiabierto. El abogado cerró la boca de golpe.

–¿Qué bicho le ha picado? –preguntó.

–No lo sé, pero pienso averiguarlo.

Alex salió del despacho y alcanzó a Dena poco antes de llegar a la camioneta. No pudo evitar fijarse en la forma en que el pantalón vaquero se ajustaba a su cuerpo y resaltaba la firmeza de su trasero. «Ya está bien» se recriminó Alex. Enterró ese pensamiento en lo más profundo de su mente antes de llegar a la altura de Dena.

–¿Qué está pasando? –preguntó–. Creí que revisarías el contrato con detenimiento.

–Eso he hecho –contestó Dena, y abrió la puerta de la camioneta.

–Espera un momento.

Alex fue a la carrera hasta su coche, abrió el maletero y rebuscó en la caja de herramientas. Encontró un bote de disolvente y regresó a la furgoneta de Dena, que esperaba sentada en el interior.

–Échate a un lado –dijo Alex mientras pulverizaba las bisagras de la puerta.

Quería que la madre de su hijo estuviera en perfecto estado antes de proceder a la inseminación del embrión. Utilizó la mano libre como pantalla para que el vapor no molestara a Dena. Al hacerlo, rozó involuntariamente la mejilla de Dena con la palma. Retiró la mano con un gesto brusco.

–Lo siento –murmuró, algo agitado.

A pesar de que Dena trabajaba al aire libre, su piel era tan suave al tacto como un pétalo de rosa. Alex inspiró, de nuevo, el aroma de su cuerpo, pero lo ignoró. Dena recuperó la verticalidad en su asiento. Sus labios habían perdido algo de color.

–¿Te ha caído algo en los ojos? Espero que no –dijo Alex al cerrar el bote.

–No te preocupes –señaló Dena, pero tenía los ojos llorosos.

–¿Por qué has firmado el contrato?

–Porque confío en ti –dijo Dena.

Alex la miró fijamente durante varios segundos antes de sonreír. Acababa de escuchar un cumplido de Dena Randolph. Era un momento histórico. A lo largo de su relación, Alex no recordaba una sola palabra amable en labios de Dena. Sabía que ella lo apodaba «Alex, el Contable Androide».

–¿Te encuentras bien?

–No del todo –dijo Dena, más relajada–. Estoy hambrienta. Necesito comer algo, y tú seguramente tendrás que volver a la oficina.

–Sí, bueno. Supongo –farfulló Alex.

Nunca había imaginado que un simple contacto físico con Dena pudiera afectarlo hasta el punto de dejarlo sin palabras. Mientras se alejaba la furgoneta de Dena, Alex se quedó de pie en el aparcamiento con la vista fija en la puerta trasera de la camioneta hasta que esta desapareció.

No podía comprenderlo. No entendía la amargura ni la sorpresa que le había causado a Dena su ofrecimiento. La actitud tan agria de Dena no cuadraba en su imagen. Tamara siempre había descrito una infancia feliz. Sus padres no las habían abandonado. Ambos habían muerto. Dena no provenía de un hogar roto. ¿Por qué se habría sorprendido tanto ante la idea de tener un hombre a su lado? ¿Por qué se habría mostrado cínica si era cierto que había superado el abandono de Steve? Pero Alex sabía que el cinismo es una barrera que esconde un idealista con el corazón roto. ¿Dónde había escuchado antes esa reflexión?

Dena había revelado parte de sí misma que Alex desconocía por completo. ¿Qué tipo de relación se establecería ahora entre ellos?

Alex alejó de su cabeza todas esas ideas. Nada de eso importaba demasiado. Solo tenía importancia el bebé, pero Alex sabía que las emociones de Dena podían incidir en el desarrollo del feto. Su cometido estaba muy claro. Debía proteger a Dena y hacerla feliz, pese a los sentimientos que pudiera despertar en él.

Alex estaba convencido que ella no iba a intentar nada. Alex contuvo la respiración al recordar los rizos pelirrojos de Dena caer en cascada sobre los pómulos, los pechos henchidos contra la camisa de algodón y el pantalón ceñido que dibujaba la luna de su trasero. Estaba teniendo pensamientos impuros acerca de la hermanastra de su esposa, fallecida seis meses antes. ¿Qué estaba ocurriendo?