Consciencia - José Luis San Miguel de Pablos - E-Book

Consciencia E-Book

José Luis San Miguel de Pablos

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Beschreibung

En tiempos de inteligencia artificial y postverdad se cuestiona sin cesar qué es real y cómo podemos distinguirlo con certeza. Las respuestas basadas en creencias, incluidas algunas que propone el cientifismo hegemónico, son engañosas e incapaces de disipar nuestro creciente desconcierto. Con una prosa asequible e inteligente, el autor sugiere tomar seriamente en consideración el mensaje esencial de la antigua sabiduría védica que apunta a una certeza inmediatae indudable: la realidad de la luz de tu consciencia. «Eso eres tú» proclaman las Upanishads. Y sugiere un sencillo ejercicio capaz de facilitar la experiencia fundamental de ese pleno reconocimiento. Solo así podremos apoyarnos en una evidencia inmune a todo relativismo. Consciencia nos sumerge en las corrientes más avanzadas de la cosmología actual y de la filosofía de la naturaleza y de la mente, para mostrar que la raíz, el origen y el trasfondo del Universo es... Consciencia.

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Seitenzahl: 234

Veröffentlichungsjahr: 2023

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José Luis San Miguel de Pablos

Consciencia

El hilo conductor del universo

© 2023 José Luis San Miguel de Pablos

© de la edición en castellano:

2023 Editorial Kairós, S.A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

Diseño cubierta: Katrien Van Steen

Composición: Pablo Barrio

Primera edición en papel: Septiembre 2023

Primera edición en digital: Septiembre 2023

ISBN papel: 978-84-1121-180-2

ISBN epub: 978-84-1121-216-8

ISBN kindle: 978-84-1121-217-5

Todos los derechos reservados.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

Sentimos y experimentamos que somos eternos.

BARUCH SPINOZA, Ética.

Sumario

Introducción

Energía y tiempo

Padre nuestro que eres energía

Un tema arquetípico

La fuente de la luz

¿Materia? ¡Energía! Energetismo versus atomismo

La energía como lo que hace posible el devenir

Consciencia-energía

Presente-consciencia

Presente ordinario y eterno presente

Y finalmente… ¿ilusión o realidad?

Número, entropía y tiempo

Vida

¿Qué es la vida?

Creación continua

De la cadena de montaje a la gestación y el nacimiento

Termodinámica de la belleza emergente

¿Nuevas leyes de la naturaleza?

Una naturaleza revitalizada

Relacionabilidad y vinculación, rasgo esencial de la vida

Uroboros

Los ciclos de la vida

Del cosmos al ritual

La Maestra de la Energía

De la noosfera a la

Gaia fuerte

El autómata de Leibniz

Inteligencia Artificial y robótica, ¿otra forma de vida?

Seres de alma versus robots

Vida, neurociencias y consciencia

Expectantes ante «más vida»

Sapiens

El mamífero de caminar erecto

Encuentro con la diosa

La gran encrucijada

¿Una era postsapiens?

La deriva

La tiranía de la apariencia

De la intuición al sentido común

Libertad: un término equívoco

Ecología y libertad

Miedo, hipercontrol,

hybris

, robotización…

Un nacimiento aplazado

Laberinto

Ante el umbral

En el Laberinto

Maquinización

Los laberintos del Laberinto

Preguntas en el Laberinto

El hilo de Ariadna

Algo más sobre la(s) consciencia(s)

Cerebros y consciencia(s)

La muerte y Occidente

La ardua cuestión de «ser es ser percibido»

Los muchos y el Uno

Un cambio paradigmático: el reconocimiento de la consciencia de los animales

El abrazo

Hebras de luz

La cuestión de la consciencia impulsa un giro cognitivo

Trenzar el hilo

Conclusión.

¡Tat!

(en un chasquido de dedos)

Bibliografía

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Epígrafe

Sumario

Consciencia

Bibliografía

Notas

Introducción

Un adolescente camina por la calle un día soleado. De pronto, observando algo trivial le asalta un pensamiento insólito que se le impone y a la vez lo sorprende y lo perturba. ¿Qué es esta luz que ve, oye, siente…? En ese momento su propia mente le parece a ese chico algo muy extraño, y piensa que está loco.

Ese adolescente (lo habrán adivinado) era yo. Tendría unos trece años, y la profunda extrañeza que sentí en aquel momento no desapareció sino que se quedó conmigo como un pesado telón de fondo que me hacía sentir muy raro. No se lo comuniqué a nadie, aunque me acompañó durante largos años y lo seguí interpretando como un síntoma gravemente patológico. No lo podía entender, verbalizar ni asimilar. No era exactamente una «extrañeza del yo», como me diagnosticó un psiquiatra unos diez años después. Aquel profesional acertó en parte, porque algo de eso había también, pero no era lo principal. Mucho tiempo después pude por fin nombrar lo que había sentido: asombro de ser.

¿Aquella vivencia a mis trece años fue realmente algo tan singular? Eso he creído durante décadas, pero parece que estaba equivocado. Me llegan noticias de vivencias similares y he llegado a darme cuenta de que no son tan raras. En la adolescencia e incluso en la infancia, muchas personas experimentan ráfagas de iluminación fallidas, y si esas experiencias no se las cuentan a nadie es porque normalmente les parecen excepcionales. Ahora pienso que, cuando más tarde se recuerdan y se intentan racionalizar, se abren varias posibilidades. Si la persona ha adoptado entretanto una visión materialista del mundo, el sentimiento de rechazo hacia ese recuerdo ha podido hacer nacer en ella la idea de que la luz de la consciencia en el fondo es una ilusión, que tan absurda e incomprensible nos resulta a quienes constatamos que es simplemente la realidad inmediata y evidente y cierta. Esto podría ser una explicación psicológica de esa peregrina teoría. Por el contrario, quienes se han orientado a buscar la máxima comprensión y sentido, sin aferrarse a prejuicios ideológicos, pueden reconocer lo que fue una vislumbre de su sustrato más profundo, que en su momento no fueron capaces de entender ni asimilar. El recuerdo de aquel relámpago de lucidez puede suponer entonces la apertura de un camino para transitar hacia la plenitud (ya sí) del reconocimiento de la pura Consciencia (o el Espíritu), que es nuestro fondo y el de cualquier ser. Y que, inmutable y ajeno al tiempo, no nació ni morirá con nosotros.

Hoy creemos que la raíz física de la realidad natural es la energía, estrechamente relacionada con el espacio y el tiempo que forman una unidad indivisible; y que la vida en todas sus formas también tiene en ella su fundamento. Pues bien, sin más circunloquios, he aquí el fondo de la tesis que serpentea a lo largo de estas páginas: la otra cara, tanto de la energía como de la vida, es la consciencia, como ya lo defendieron los filósofos naturales del Romanticismo y que en relación con la energía y la vida, es una idea central del pensamiento metafísico hindú.

No surgió la consciencia durante o como culminación del proceso evolutivo de la vida biológica, sino que indisociable del ser, ya estaba al comienzo del universo e incluso antes de ese comienzo. Desde siempre. Las formas surgen y devienen por y para ella, que las asume y abandona. Todas las formas vivas son inteligentes, a la vez que instrumentos y caminos de la consciencia. La inteligencia encierra infinidad de variedades, desde las bacterias y los virus hasta el ser humano, el delfín, el ecosistema amazónico y Gaia. ¿Pero acaso la inteligencia no surgió, en un momento dado, para sobrevivir? Más bien existe para vivir, ya que es el principal medio (multiforme) gracias al que cada foco de vida y de consciencia puede desenvolverse eficazmente en su entorno, preservando su autonomía experiencial y actuante, capacitado para evitar todo lo posible el sufrimiento y para disfrutar de su existencia.

Se tocará también el tema ineludible de la encrucijada actual de Homo sapiens, que se manifiesta en una gran crisis de la civilización y existencial; pero adelanto ya un asunto grave: ¿qué está pasando con su inteligencia? Porque mientras se habla cada vez más de Inteligencia Artificial (IA), se diría que la natural, la nuestra, no está en su mejor momento. Acabo de proponer una definición de inteligencia, que implica la capacidad del ser-consciencia para reconocer aceptablemente bien las características y los distintos factores y realidades de su medio, es decir, del mundo en el que vive y del que participa. Pero ¿y si un sector poderoso de los otros seres que junto con él integran este mundo se esfuerza en impedirle distinguir lo verdadero de lo falso, poniendo en juego una inteligencia perversa? Porque eso es lo que está pasando. Es como si se intentase por todos los medios conseguir que las personas desconecten de la realidad, que pierdan la capacidad de diferenciarla de la apariencia, la simulación y el engaño.

Vivimos un arrasador auge de lo fake, es decir, de la impostura, pues hoy existen fábricas industriales de mentiras y falsas identidades, como son los bots. Todos sabemos que hay políticos que basan su popularidad y sus campañas electorales casi exclusivamente en mentir, y que a menudo tienen éxito pues sus partidarios creen sin pestañear todo lo que dicen y les encoleriza sobremanera que se les sugiera la posibilidad de verificar algún dato.

Por otra parte, los especialistas en Inteligencia Artificial nos anuncian que están a punto de conseguir que sus artefactos sean no solo superlativamente inteligentes, sino también conscientes. Además, las empresas que los tienen en nómina ofrecen la inmortalidad a multimillonarios que están dispuestos a pagar por adelantado enormes sumas por trasvasar, en algún momento futuro, su consciencia (entendida como los megabytes de su información cerebral) a un superordenador.

La confusión inducida y el engaño, junto con las técnicas utilizadas para promoverlos, se están desplegando de una forma creciente y acelerada en estos últimos años, pero tampoco eso es nada nuevo. Desde hace siglos, ha sido el gran empeño del poder político y de las religiones dogmáticas, y la ideología cientificista, pese a proclamar que su misión es perseguir la verdad, no ha sido ni es ajena a ello. René Descartes, seguramente su máximo ideólogo, ya aleccionó a los incipientes científicos en la idea de que los animales eran máquinas sin consciencia ni sensibilidad. Esta concepción ha predominado ampliamente en el mundo científico durante cerca de cuatrocientos años y, de hecho, es así como se viene justificando hasta el presente la explotación inmisericorde de nuestros hermanos, los demás seres-consciencia del planeta Tierra.

El cambio de actitud hacia los animales que últimamente se aprecia está desigualmente extendido y todavía es muy insuficiente en términos generales, pero en lo que se refiere a los científicos ha habido un cambio nítido de paradigma, con un instante gestáltico incluido,1 que hasta tiene fecha: el 7 de julio de 2012. Ese día, en un encuentro internacional de neurocientíficos que se celebraba en la Universidad de Cambridge, se llegó al acuerdo (al que se sumaron presencialmente científicos de otros campos) de proclamar que al menos un amplio conjunto de animales (los mamíferos, las aves y algunos invertebrados) son, con absoluta seguridad, seres dotados de consciencia, y decidieron solemnizar este importante giro con una declaración pública. Aquellos científicos pusieron en valor la consciencia de los animales, su dimensión interior o subjetiva, algo que había sido negado por el racionalismo cartesiano. A partir de entonces, numerosos países han empezado a recoger en sus leyes que «los animales son seres sintientes».

La Declaración de Cambridge tocó el punto clave que obliga imperativamente a extender la ética a los seres no humanos: la presencia en ellos de consciencia, que implica la capacidad de experimentar goce y sufrimiento, de tener la experiencia vivida de lo bueno y lo malo, del bien y del mal, aunque los animales desconozcan las palabras que designan tales cosas. Por lo demás, esa Declaración ha coincidido con la salida a la luz de numerosos científicos y filósofos a los que mueve el afán de encontrar una verdad indudable que ponga límite a la paradójica hegemonía del relativismo absoluto. Se trata de personas que buscan afianzarse sobre la firme roca de la evidencia, que es la misma que percibió Descartes pero que no supo nombrar. Y también la misma que vio (prematuramente) el autor de este ensayo: el fondo luminoso del propio ser, la pura consciencia, que el filósofo francés confundió con su pensar.

Pues, en efecto, hoy crece una gran ola: en distintos países, no pocos pensadores de gran lucidez se están dando cuenta de que la consciencia tiene que ser necesariamente una realidad fundamental, y que la ciencia dominante (la que maneja cantidades ingentes de dinero público y privado, y produce sin tregua las más sofisticadas tecnologías) tiene un agujero o un punto ciego, que es la consciencia misma, cuya esencia no es capaz de entender y acerca de la cual muchos científicos se confunden gravemente, mientras que otros tratan incluso de ignorar su existencia. Por otra parte, como veremos más adelante, muchos nuevos filósofos de la consciencia y la mente se atreven ya a defender abiertamente el pan-experiencialismo o panpsiquismo, es decir, la idea de que incluso la materia energía cuenta con un lado subjetivo (el interior de las cosas del que hablaba Teilhard de Chardin).

Ahora bien, la materia y la energía tienen un comienzo: el Big Bang. Su «antes», que se cree lo fue también de la espaciotemporalidad, no pudo ser la nada, porque de la nada no surge nada. La Consciencia, al menos, tenía que ser. Pero esto último ya no es física, ni pretende ser ciencia, es metafísica, ya que, aunque a ella se llegue siguiendo un proceso racional, ¡cuidado! porque, bien mirado, el último paso es engañoso, pues antes del Big Bang también podía haber muchas cosas y no solo pura Consciencia. Podía haber además un universo anterior que moría en un Big Crunch o una realidad alterdimensional inconcebible o el tiempo transcurriendo al revés, o quién sabe qué… Pero, en todo caso, habría consciencia.

Pese a que critico mucho a Descartes, reconozco que su cogito trasciende el discurso especulativo desde el momento en que se basa en una experiencia introspectiva directa que, sin duda, él mismo tuvo. El filósofo palpó el zócalo firme, pero no acertó a la hora de afianzarse en él, ni de nombrarlo. Tampoco estuvieron muy afortunados algunos de sus críticos cuando plantearon que le habría dado igual decir «me duele un pie, luego existo» o cualquier otra cosa, pero no fueron capaces de ir más allá y aclarar cuál era el fundamento que Descartes acarició, la realidad que fue para él absolutamente indudable, porque al francés su intelectualismo le impidió nombrar correctamente el ojo atento que contemplaba su pensar. Ese ojo era pura Consciencia, la Luz de Ser que es el corazón de todo cuanto existe: de los seres humanos, los animales y la naturaleza en su totalidad. Es la otra cara de la energía, primera vestidura de lo Absoluto (Brahman) en su manifestación, que posibilita que pueda tener carácter espaciotemporal.

La consciencia puede ser rastreada hacia atrás, desde el ser humano moderno y nuestros hermanos los demás animales dotados, como nosotros, de sistemas nerviosos altamente complejos, hasta el Big Bang, pasando por los organismos menos evolucionados, los átomos y los quarks. Es literalmente un hilo conductor antropobiocosmológico.

Mi convicción fundamental es que consciencia y ser son una y la misma cosa, y por eso llamo también a la consciencia la Luz de Ser. Habrá quien califique este punto de vista de idealista, pero yo no aceptaría esa etiqueta, puesto que considero los objetos y el mundo perfectamente reales, aunque su origen sea la Consciencia con mayúscula.

Pienso que la generalización de la experiencia de reconocer la luz de la consciencia como el fondo estable de cada uno puede tener un efecto radicalmente sanador, no solo para cada experimentador, sino también para una humanidad cuya salud mental da la impresión de estar empeorando en estos últimos tiempos.

La evidencia de lo totalmente indudable, la realidad absoluta de la consciencia, y de que ella es el único espacio en el que los términos valor y ética poseen significado, se alcanza en un insight, en un relámpago de pequeña iluminación. No se piensa, se ve. A ese instante de lucidez le he llamado la experiencia mística básica2 y sería importante que la compartiese un buen número de personas. Cada vez estamos más perdidos en el laberinto de la mente, que refleja el del mundo, y viceversa, sin ser capaces de encontrar claves o indicios para dar con la salida. Pero algo tan simple como tomar consciencia de la consciencia, de lo que es nuestro radical fundamento, equivaldrá a sujetar firmemente el cabo del luminoso hilo de Ariadna que nos permitirá abandonarlo.

Energía y tiempo

¿Qué es la Naturaleza?

Quizá sería mejor preguntar ¿queda algo fuera?

Porque todo es en la Naturaleza, y la Naturaleza lo es todo.

¿Todo, hasta la raíz última? Deus sive natura (Dios o la Naturaleza).

Todo es natural. Lo Sagrado también.

El Ser en modo devenir es Energía y Vida.

Pero ¿qué es la Energía?

La Energía es el hilo y la aguja que teje y borda los universos.

Lo sobrenatural no existe. Por eso, tampoco lo postnatural.

Padre nuestro que eres energía

Este orden del mundo, el mismo para todos,

no lo hizo dios ni hombre alguno,

sino que fue siempre, es y será, fuego siempre vivo,

prendido y apagado según medida.

HERÁCLITO DE ÉFESO

La energía ocupa el corazón de la física y la trasciende. Es central igualmente en muchas otras disciplinas incluida la psicología, y lo es también en nuestra concepción actual del mundo. Es así tanto en el Occidente científico como en un Oriente cultural que cuenta con concepciones energéticas milenarias.

¿Y qué es la energía?

Responder a esta pregunta no es sencillo, sobre todo si se quiere permanecer dentro de la forma de pensar propia de la ciencia. Para comenzar, conviene tener en cuenta algunas reflexiones que creo pertinentes. Las matemáticas se nos presentan como un medio suficiente para explicar científicamente todo en la naturaleza, pero lo cierto es que no llegan a tanto. No pueden bastarse, porque exponen formalmente cómo devienen, se mueven y cambian las realidades físicas, pero nada nos dicen de lo que son. Adivino la media sonrisa que se ha dibujado en más de un lector científico ante la «ingenuidad» de esta observación, pues es una hipótesis que no pocos filósofos le toman prestada al cientificismo la de que es en vano querer conocer lo que las cosas son, ni cuál es su naturaleza esencial. Sin embargo, resulta que ese afán cognitivo acaba revelándose como irrenunciable, y por eso mismo casi ninguno de los grandes físicos cuánticos del siglo pasado pudo respetar la prohibición de interrogarse sobre lo que son esos observables a los que se aplicaban sus ecuaciones. Y eso también fue lo que llevó a Einstein a torturarse con preguntas tales como ¿qué es la realidad? o ¿qué es el tiempo?

Preguntarse acerca de la naturaleza de las cosas o decidir no hacerlo tiene consecuencias para la investigación científica. Es lo que pasa con la vida, pues ¿cómo diablos se la va a buscar en otros lugares del universo si no se sabe lo que se busca? Y la investigación sobre su origen, que es uno de los mayores enigmas científicos, también resulta problemática. Ahora bien, con la energía ocurre algo muy parecido, ya que se trata de un concepto físico omnipresente y amplísimamente formalizado, pero de ahí a tener de él una idea ontológicamente satisfactoria hay un abismo. Quiero decir, contar con una definición científica clara, y que sea válida en todos los contextos incluida la circunstancia cósmica primigenia del Big Bang. Porque una definición intuitiva de la energía la tiene todo el mundo. Con ella pasa lo mismo que con la vida.

Un tema arquetípico

Las definiciones intuitivas no son científicas, pero sí imprescindibles, ya que solo se pueden comunicar recurriendo a un lenguaje ajeno al de la ciencia actual. Es decir, a un lenguaje filosófico no desnaturalizado por su sometimiento a un cientificismo al que le estorba la filosofía; o tal vez a un lenguaje poético o a un lenguaje simbólico en el sentido más radical, el que emparenta el símbolo con el mito y las mitologías. ¿Acaso es posible, por ejemplo, pensar el tiempo solo desde la física matemática, sin recurrir a esa clase de lenguaje? Pienso que no, porque por mucho que se le haya asimilado y formalizado como tal, a una dimensión suplementaria de las tres espaciales, los testimonios de grandes físicos que declaraban no ser capaces de entenderlo de verdad son apabullantes. Leyéndolos, uno se da cuenta de que no se ha avanzado mucho desde la perplejidad de Agustín de Hipona, y que seguimos sin saber lo que es en verdad el tiempo, sintiendo, como hace casi dos mil años, la desazón de darnos cuenta de que mientras nos lo preguntamos se nos escapa sin remedio.

Volvamos a la energía. Por mucho que los científicos más celosos quieran confinar este concepto en el exclusivo terreno de la física, jamás lo consiguen. Hay nociones (otro ejemplo cercano es la entropía) que, concebidas para iluminar un ámbito restringido de la realidad, resultan esclarecedoras en otros muchos. Quizá sea así porque, como se ha dicho, la naturaleza es avara en modelos. La definición intuitiva de energía, justamente por ser poco rigurosa, abre abanicos de sentido tan amplios que solo cabe entenderla como una fuente o raíz de comprensión, a la manera de un símbolo arquetípico o de un tema significativo aplicable en múltiples niveles de realidad.

La intuición temática que late en el fondo de la noción de energía es, en realidad, muy sencilla, y puede ser verbalizada fácilmente mediante términos como generatividad y destructividad, capacidad motriz y transformadora, causa del devenir,creatividad pura… Todas estas nociones poseen un sentido claro para cualquiera, pues son, de hecho, nociones prerracionales que provienen de la experiencia vital más básica, la que ni siquiera puede reclamar el ser humano como exclusivamente suya, porque en realidad pertenece a todo lo viviente. Es curioso lo que escribió Poincaré, al que cita Gerald Holton:

Como no podemos dar una definición general de energía, el principio de conservación de esta significa solamente que hay algo que permanece constante. Y cualesquiera que sean las nuevas nociones que futuros experimentos nos aporten acerca del mundo, estamos seguros de que hay algo que siempre permanece constante, y a ese algo le llamamos energía.3

Pero Holton sí se atreve a decir algo más:

Es fácil seguirlo desde la energeia de Aristóteles, a través del anima motrix neoplatónica y la activa vis que encontramos aún en los Principia de Newton. (…) En vista de la obstinada preocupación del espíritu humano por el tema del principio potente y activo –algunos dirán masculino– antes y aparte de toda ciencia de la dinámica (y también, por supuesto, del persistente principio pasivo sobre el que actúa), resulta difícil imaginar alguna ciencia en la que no exista una concepción de fuerza (y de su opuesto, la inercia).4

Padre energía, madre materia.

La fuente de la luz

Cuando Brahman se manifiesta como un universo, asume tres facetas: Brahma, el creador, Vishnú, el sostenedor, y Shiva, el destructor.5 En una visión hinduizante de la evolución cósmica tal como la describe la ciencia actual, Brahma no solo se identifica con el Big Bang, sino también con todos los inicios cosmogónicos y los sucesivos niveles de creciente complejidad que van surgiendo evolutivamente: las primeras estrellas y galaxias, la aparición de la vida, la de la vida inteligente… Vishnú es el afianzamiento y la persistencia de cada entidad y de cada mundo en lo que llamamos el tiempo, es decir, su duración junto a las condiciones que la favorecen, de modo que una historia o una biografía sea posible. Y Shiva representa su necesaria finitud temporal, que hace posible la multiplicidad y la diversidad gracias al reciclado de los elementos.

Es evidente que todo esto concierne a la energía: las reestructuraciones autoorganizativas que dan nacimiento a nuevas entidades, los procesos metabólicos en el sentido más amplio, que les permiten existir y durar manteniendo su integralidad, y por supuesto, las crisis destructivas que, tarde o temprano, desbloquean la energía individualizada en entidades –los remolinos que somos también nosotros– y le permiten seguir fluyendo. La energía está detrás del nacimiento, la vida y la muerte de las estrellas, los animales y el hombre. Surgió en el Big Bang y se disipará completamente o se subsumirá en un punto, en el final ignoto del universo.

Stephen Hawking aseguraba que antes del Big Bang no había nada, pero nuestro pensamiento apunta a ese antes sin poder evitarlo, y no ceja en su empeño de traspasarlo y querer ir más allá, como el explorador del límite último del mundo en el célebre grabado renacentista que reproduzco. Hawking dijo lo que dijo porque, al parecer, antes del Big Bang no había ni tiempo ni espacio. Como, por cierto, tampoco los había más allá de la esfera de las estrellas fijas, en el universo aristotélico. Pero ¿cómo puede alguien afirmar que no-tiempo y no-espacio equivalen a nada?

He aquí otro punto de vista: Lo No-tiempo-ni-espacio inventa a la vez el escenario (el espacio) y el tiempo/devenir, estrechamente vinculado a la Energía, y eso fue el Big Bang. Salvo por sugerir un «Algo» que inventa, no creo que este punto de vista esté científicamente muy descaminado.

Una energía inmensa (¿infinita o solo inconmensurable?) desplegándose a partir de un punto, eso debió ser el instante inicial, la singularidad primera. Alfred Hoyle la llamó despectivamente Big Bang, pero a mí me gusta más Fuente de Luz: una forma inicialmente puntual y dotada de un desmesurado impulso expansivo que marcó el inicio de la Historia, que ciertamente no empezó con las primeras civilizaciones, sino con el surgimiento de esa Fuente.

Sea lo que sea científica y matemáticamente, la energía precedió a la materia que no es, por lo tanto, la realidad primera como defendía el materialismo clásico. ¿Cuándo y cómo se produjo la conversión de la energía primordial en materia? En los primeros instantes del universo y del espacio-tiempo, de la energía nacieron los quarks y nucleones (combinaciones de quarks) y a partir de ellos se produjeron el hidrógeno y antihidrógeno, los elementos más sencillos de la materia y la antimateria, respectivamente. ¿Y cómo sucedió? Reconozco mi ignorancia sobre si se han propuesto fórmulas matemáticas o despliegues narrativos para explicarlo, pero de lo que estoy seguro es de que nadie sabe realmente cómo ocurrió, cómo una realidad tan cierta y actuante como difícil de definir con rigor, la energía, se transformó en lo que es sinónimo de concreción y tangibilidad, la materia.

Esa fue la primera gran creación que llevó a cabo la energía, pero no fue la única: todas las realidades del universo, y su crecimiento en complejidad, son fruto de su acción. La teoría de estructuras disipativas sostiene que los flujos de energía libre pasando a través de sistemas caóticos (o previamente caotizados) realizan el milagro de inducir (pero no de causar en sentido determinista) el nacimiento de estructuras coherentes, de estructuras dotadas de una integralidad holística de carácter orgánico u organoide, y esto es lo que se llama la autoorganización. Así es como debió surgir la vida por unos caminos que están lejos aún de ser bien conocidos, y cómo se han producido también todos los grandes saltos de complejidad, las creaciones asombrosas que jalonan la evolución cósmica y terrestre, incluido el arriesgado salto de la hominización.

¿Materia? ¡Energía! Energetismo versus atomismo

En la última década del siglo XIX, el fisicoquímico y filósofo alemán Wilhelm Ostwald planteó la necesidad de dejar de considerar la materia como la realidad primera, ya que ese papel de arjé (principio) debía otorgársele a la energía, y anunció la muerte del materialismo metafísico. Propuso una concepción del mundo de base estrictamente energética que, según declaró, suprimiría la antigua dificultad ontológica que supone la división entre materia y espíritu, mediante la subordinación de ambos al superior concepto de energía. Según Ostwald, la energía en sus múltiples formas, que se transforman unas en otras dejando constante siempre su cantidad total, es el sustrato de toda la realidad. Las formas de energía que reconocía eran la mecánica, la térmica, la eléctrica, la química, la radiante, la gravitacional, la magnética y la psíquica.

En la concepción de Ostwald estaban presentes las intuiciones a las que me he referido anteriormente acerca de la naturaleza de la energía, intuiciones poco o nada materialistas y sí cercanas a un pensamiento cualitativo y simbólico. Quizá por eso el energetismo se enfrentó de manera un tanto ingenua al nuevo atomismo en ascenso, que pronto resultó irrefutable, lo cual le llevó a ser considerado como una forma de antimaterialismo idealista que apuntaba a algo irreal. Eso hizo que él mismo, Premio Nobel de Química en 1909, acabase dejando aparcada su teorización. Notemos que Ostwald propuso su energetismo cuando ni la física cuántica ni la equivalencia masa energía habían hecho acto de presencia, y que lo archivó antes de que la nueva cosmología científica revelase que el universo había nacido de un despliegue de pura energía.

La energía como lo que hace posible el devenir

Es justamente esto lo que todo el mundo intuye que es la energía. Los físicos también, sobre todo si se limitan a formalizar el concepto de una manera tan sencilla como esta:

A → A’, donde el símbolo de la flecha equivale a la energía puesta en juego

El devenir, los permanentes cambios, ha sido reconocido desde la Antigüedad como el dato esencial de la realidad y, de manera prácticamente simultánea, Heráclito y Laotzé le aplicaron hermosas metáforas. El concepto de energía