Contra el feminismo blanco - Rafia Zakaria - E-Book

Contra el feminismo blanco E-Book

Rafia Zakaria

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Beschreibung

Las mujeres blancas de clase media alta han sido las únicas que han ocupado durante mucho tiempo el lugar de «expertas» en feminismo. Han presidido organizaciones feministas multinacionales y han escrito gran parte de lo que consideramos el canon feminista, propugnando la liberación y la satisfacción sexual, la inclusión LGBTQ y la solidaridad racial, todo mientras marcan el lenguaje del movimiento mismo y la agenda de objetivos a cumplir. Una feminista blanca es aquella que se niega a aceptar el papel que la blanquitud y el privilegio racial que lleva aparejado han desempeñado y siguen desempeñando en la universalización de las inquietudes y las convicciones de las feministas blancas como las del feminismo en su totalidad. Este ensayo, escrito por la abogada y periodista pakistaní Rafia Zakaria, señala a través de ejemplos concretos la complicidad perversa que ha existido entre el imperialismo, el capitalismo y el feminismo blanco, y mira hacia nuevos horizontes libres de racismo. En palabras de Esther (Mayoko) Ortega Arjonilla, prologuista: «El libro de Zakaria es una obra punzante. […] Zakaria realiza un brillante ejercicio de análisis de la blanquitud feminista y su racismo, y deja una puerta abierta al diálogo, la conversación y el encuentro». Con traducción de Matilde Pérez.

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RAFIA ZAKARIA

CONTRA EL FEMINISMO blanco

prólogo de Esther (Mayoko) Ortega Arjonilla

Traducción de matilde pérez

Contra el feminismo blancoes una obra de no ficción. Ciertos nombres y datos potencialmente identificativos han sido modificados.

Rafia Zakaria, Contra el feminismo blanco.Editorial Continta Me Tienes, Madrid.

Primera edición: noviembre de 2022

Edición a cargo de Sandra Cendal y Marina Beloki

292 pp., 21,5 x 14,5 cm.

Depósito legal versión impresa: NA 2292-2022

ISBN versión impresa: 978-84-19323-07-1

IBIC: JPW: Activismo político

© Rafia Zakaria, 2021

© de esta edición: Continta Me Tienes

Against White Feminism. Notes on Disruption

Publicado por Continta Me Tienes por acuerdo con The Gernert Company, Inc. y Rafia Zakaria. Todos los derechos reservados.

© del prólogo: Esther (Mayoko) Ortega Arjonilla

© de la traducción: Matilde Pérez

Corrección: Sergio Herrero

Maquetación: Marta Vega

Diseño de colección y portada: Marta Azparren

Colección La pasión de Mary Read, 40

Continta Me Tienes

C/ Belmonte de Tajo 55, 3º C

28019, Madrid

914693512

www.contintametienes.com

[email protected]

www.facebook.com/ContintaMeTienes

@Continta_mt

Índice

Prólogo

Nota de la autora

INTRODUCCIÓN UN GRUPO DE FEMINISTAS, EN UNA VINOTECA

1 Al principio había mujeres blancas

2 ¿Es mentira la solidaridad?

3 El complejo industrial del salvador blanco y la feminista racializada ingrata

4 Las feministas blancas y las guerras feministas

5 El empoderamiento de las mujeres es la liberación sexual

6 Crímenes de honor, mutilación genital femenina y supremacía feminista blanca

7 «Construí un templo feminista blanco»

8 De la deconstrucción a la reconstrucción

CONCLUSIÓN SOBRE LOS MIEDOS Y EL FUTURO

Agradecimientos

Notas

Hitos

Cover

PrólogoContra el feminismo blanco

Esther (Mayoko) Ortega Arjonilla

«Hermana, yo sí te creo». «Si tocan a una nos tocan a todas». El grito feminista que inundó las calles en la primavera de 2018 es un grito de solidaridad, pero es algo más… Sororidad en el lenguaje feminista. Lo que te pasa a ti, nos puede pasar a cualquiera de nosotras; tú eres yo. Todas esas frases se encontraban implícitas en ese grito feminista por la víctima de la manada y por la revictimización a la que se vio sometida gracias a la justicia patriarcal y al juicio mediático.

En las mismas fechas que se produjo ese «Hermana, yo sí te creo» hubo otro caso, el de las «Jornaleras de la fresa de Huelva», en el que se destaparon los abusos y la explotación laboral y sexual a la que se vieron sometidas estas mujeres. La sororidad y solidaridad del movimiento feminista ahí no pasó la prueba del algodón. No hubo una marea morada en las calles y nunca escuché ese «hermana, yo sí te creo» que apenas un mes antes había inundado las calles de las principales ciudades del estado español y que se volvió a repetir un par de semanas después por el mismo caso de «la manada» (de violadores).

Dice Mikki Kendall, autora de Feminismo de barrio, que la solidaridad feminista es cosa de blancas. Aquí Rafia Zakaria se pregunta por el significado de esa solidaridad feminista.

Así pues, creo que establecer una especie de correlato sobre cómo o si se puede trasladar el texto de Zakaria al estado español debe empezar necesariamente por un suceso como este. Un acontecimiento que personalmente me hizo darme cuenta, más allá de experiencias racistas concretas que había tenido, de lo profundamente imbricado que está el racismo en la mentalidad colectiva del estado español y por tanto de la blanquitud sobre la que se ha construido el feminismo en el estado. No se trata de una ocasión aislada, se trata de un sistema extremadamente racista y a la vez profundamente inconsciente de su propia posición. Esto es muy europeo y en esto el estado español sí ha conseguido ponerse a la altura de Europa; si de una carrera se tratase, podríamos decir que está disputando la cabecera de carrera.

El libro de Zakaria es una obra punzante. No me ha descolocado los esquemas, como hará con muchas feministas blancas que reconozcan el lenguaje, las formas y el fondo con el que, hasta el momento de la lectura de esta obra, se hayan sentido cómodas e incuestionadas.

Identidad e «identificación». Esta identificación de la que habla Zakaria ya en la misma introducción es una de las claves para que las Jornaleras (retomo) no tuvieran el apoyo del movimiento feminista en el estado español, de ese feminismo blanco, incluido ese que se declara interseccional. Recuerdo perfectamente la concentración de Madrid en apoyo a las Jornaleras, no debíamos de ser más de 200 las personas allí congregadas y a duras penas pude reconocer una decena de rostros de mujeres blancas del movimiento feminista con el que me identifiqué y en el seno del cual me activé por muchos años. Pocos días después de esa concentración y aun intentando digerir lo vivido allí, se produjo la salida temporal de prisión de los condenados de «la manada». Bien por el movimiento feminista que, de nuevo, paralizó las calles de las principales ciudades del Estado con una convocatoria urgente organizada en pocas horas. Fascinante. Recuerdo que aún andaba medio activa en Facebook e hice un post que me partió por la mitad, «no voy» decía. A mis amigas, íntimas amigas muchas de ellas, que pelean consigo mismas por dejar de ser feministas blancas, les estalló la cabeza con mi post. A mí, se me partió el corazón. Aún tengo las cicatrices que me hacen re-sentir el dolor; el dolor causado por ese movimiento que había considerado el mío con muchos peros, con mucha crítica y con profundas diferencias pero el «mío» al fin. Ya no. No a partir de ese momento, un punto de inflexión biográfico.

Hay una dimensión específica de cómo opera la blanquitud y la supremacía blanca en Europa y en el reino de España que creo necesaria para terminar de situar este libro, que por otro lado, ya se ubica bastante bien por sí mismo. Como parte de su estrategia de superioridad moral, epistemológica y diría que ontológica la blanquitud europea ignora, omite, distorsiona o miente sobre su propio pasado colonial y esclavista. En tanto en cuanto esto se produce, al menos en el caso del estado español, como forma de adoctrinamiento desde la educación, hemos llegado a un punto en el que esa ignorancia toma un formato aparentemente inocente, es lo que Gloria Wekker denomina «inocencia blanca», es más, podríamos hablar de la «inocencia blanca feminista» concretamente.

Este texto de Zakaria resonará e incomodará a muchas, a las blancas feministas porque las pone frente a frente con su privilegio racial y epistémico mediante un rastreo de ciertos puntos clave, actitudes y posiciones que la mayoría no se habrán ni planteado; no es excusa. También incomodará a muchas feministas no blancas, racializadas y migrantes, que verán sin duda alguna muchos de sus comportamientos plasmados, especialmente, en las primeras páginas de este libro. La necesidad de «encajar», de ser feminista, de ser una «buena feminista». Hermana, si es tu caso, recuerda la incomodidad con la que has vivido situaciones como las que narra Zakaria, estoy segura de que esa incomodidad es mayor que la que te producirá leer este libro.

Cada uno de los aspectos que Zakaria va desgranando a lo largo de los capítulos de este libro tienen su correlato con las narrativas y prácticas específicas del feminismo blanco en el estado español. Todas. A mí, por cierto, se me ocurren muchísimas más partiendo de mi experiencia situada, pero eso no es para esta introducción.

Uno de los aciertos fundamentales de Contra el feminismo blanco es precisamente ir desgranando a través de ejemplos concretos cómo ha operado y opera la raza en el seno del feminismo. Pero al contrario de lo que estamos acostumbradas a leer esta vez el centro no lo ocupan las teorías del feminismo blanco sino las propuestas políticas situadas de mujeres no blancas. Partiendo de esa centralidad, Zakaria realiza un brillante ejercicio de análisis de la blanquitud feminista y su racismo.

Si he comenzado este prólogo con un ejemplo concreto de cómo y quizá por qué el caso de las Jornaleras de la fresa no tuvo la debida repercusión en el seno del movimiento feminista, paso ahora a tocar otro de los elementos que Zakaria analiza transversalmente a lo largo del libro y que podríamos denominar como la deriva institucional y extractivismo epistémico del que hace gala el feminismo blanco. El ejemplo más evidente de esto es cómo estas derivas institucionales han utilizado algunos conceptos claves para entender la complejidad de las posiciones de las mujeres consideradas «otras» y los feminismos no blancos tanto del Norte como del Sur Global. Estoy hablando de herramientas y conceptos como Interseccionalidad o Empoderamiento. Zakaria hace una genealogía de algunos momentos importantes en la conformación de ese feminismo interseccional que está en las entrañas del feminismo Negro para después ver cómo esta idea se ha desvirtuado cooptada por la blanquitud y la tecnocracia de un feminismo blanco liberal. En el estado español esto ha llegado a tal extremo que el concepto de interseccionalidad se entiende como hacer un análisis de «el género y todo lo demás», frase que me dijo una feminista blanca académica y blanca feminista como respuesta a mi crítica del uso de la interseccionalidad en una ponencia recientemente. Este tipo de comprensión de la interseccionalidad como «el género y todo lo demás» subyace en, por ejemplo, la propaganda del Ministerio de Igualdad del autodenominado «gobierno más progresista de la historia» cuando utilizan lemas como «España feminista» en sus campañas institucionales sin detenerse a analizar las políticas que ese mismo gobierno realiza.

Algo similar sucede con el concepto de empoderamiento, que, formulado y desarrollado por mujeres desde el Sur global, en concreto de India, es traducido bajo los preceptos del feminismo blanco especializado en cooperación e incorporado a las agendas de organismos tan poco feministas como el Banco Mundial. A partir de ahí, Zakaria indaga en cómo se ha aplicado esa nueva formulación en los proyectos de cooperación en el Sur Global y cómo esa fórmula renovada parte de ideas racistas arraigadas sobre qué significa el Sur Global y cuáles son los papeles asignados a las mujeres en las comunidades de ese Sur. Esos programas diseñados, en la mayoría de los casos, por feministas especialistas en cooperación han desdeñado sistemáticamente los conocimientos autóctonos de las mujeres de esas comunidades y han servido a la vez para despolitizar la experiencia y el conocimiento de esas mujeres, como si política y vida fueran dos categorías excluyentes. Es lo que Zakaria denomina el «Complejo industrial del salvador blanco» en una mordaz crítica a la industria de la cooperación. Sobraría decir que esta «industria de cooperación» es aplicable completamente a la industria de la cooperación española y multitud de ONG con programas y proyectos con «perspectiva de género», pero lo menciono explícitamente por si se quisiera aplicar de nuevo aquí el «Not all…».

Sin embargo, me gustaría reflexionar aquí sobre otro aspecto más «doméstico», si se quiere, de esta industria de la cooperación. Me refiero a las políticas y programas de diferentes instituciones gubernamentales multinivel, Comunidades Autónomas o Ayuntamientos, y a las ONG y asociaciones feministas que trabajan dentro del estado español con «mujeres migrantes». Cómo la interseccionalidad y el empoderamiento son entendidos en estos programas específicos en los que se desechan sistemáticamente los conocimientos de estas mujeres migrantes para participar en el propio diseño de estos programas y políticas. Bajo el precepto de la «integración», otra de esas palabras mágicas de la jerga del feminismo liberal blanco, se refuerzan estereotipos sobre las comunidades migrantes en general y las mujeres migrantes en particular. Esto sucede incluso, en proyectos que tratan de fomentar, por ejemplo, el emprendimiento de mujeres migrantes; programas que en muchos casos aumentan la brecha económica entre quienes diseñan los programas, técnicas de gestión feministas blancas, y las mujeres migrantes hacia quienes van dirigidos.

Muchos son los aspectos sobre los que profundiza Zakaria en este texto, que se me antoja casi un imprescindible contemporáneo y actualizado de análisis y crítica feminista. No es el propósito de este prólogo servir de introducción detallada y minuciosa al libro de Zakaria, pero no puedo por menos que señalar un par de asuntos que son punzantes si se trata de situar y enmarcar este texto en el estado español.

Me quiero referir aquí al capítulo titulado El empoderamiento de las mujeres es la liberación sexual, si bien la cuestión de la sexualidad de las mujeres no solo es abordado en ese capítulo, sí es en el que adquiere un carácter central. Zakaria analiza cómo la sexualidad de las mujeres ha jugado un papel fundamental en el sistema de dominación patriarcal y cómo el feminismo blanco ha hecho un gran trabajo en analizar ese control sobre la sexualidad de las mujeres y situar la liberación sexual como un punto primordial de la agenda feminista blanca desde, al menos, los años sesenta del siglo XX. Hay varios aspectos críticos en esa agenda feminista sobre la sexualidad. Uno sería suponer que ese acertado análisis es universalmente aplicable, en cualquier realidad y en cualquier contexto. Otro pensar en cómo la libertad sexual propugnada por este feminismo blanco es leída cuando de mujeres no blancas se trata. Para este propósito, Zakaria analiza cómo en los Estados Unidos las mujeres negras han sido marcadas como «malas madres», como madres que no se preocupan de sus criaturas. Estas marcas han obviado sistemáticamente el origen racista de estas convicciones, olvidando cómo las mujeres negras no tenían ningún «derecho» sobre sus criaturas durante la era esclavista y posteriormente quitando peso a las marcas sociales derivadas de ese sistema esclavista que se traduce en comunidades negras extremadamente empobrecidas en los Estados Unidos. Posteriormente, este estigma sobre las madres negras y la misma marca de «malas madres» que tienen muchos (demasiados) hijos sin ocuparse de ellos debidamente se ha trasladado a otras comunidades como las mujeres latinas en los Estados Unidos.

Y ahora, traslademos y contextualicemos esto en el estado español y pensemos en cómo han sido estigmatizadas las mujeres gitanas primero, (inciso: nunca podremos agradecer lo suficiente a mi hermana feminista gitana Silvia Agüero por denunciar y visibilizar este aspecto racista del feminismo patrio) y las mujeres migrantes en la actualidad. Dejo ahí este señalamiento para reflexión colectiva contextualizada y situada.

La sexualidad y su obligatoriedad, más allá de la «heterosexualidad obligatoria» que ya analizó Adrienne Rich, se coloca bajo el foco de Zakaria para darle una vuelta de tuerca y ver como la libertad sexual de las mujeres no blancas y también de las comunidades LGTBI+ del Sur Global son utilizadas como pretexto para la expansión del capitalismo y del imperialismo del Norte Global. Estas «guerras feministas» serían para Zakaria el máximo exponente de las políticas de «purplewashing» y «pinkwashing» desarrolladas por Estado Unidos y Europa fundamentalmente bajo la excusa de la defensa de los derechos humanos en ciertos países del Sur. En este sentido, me ha llamado poderosamente la atención cómo Zakaria es mucho menos mordaz en esta crítica hacia la utilización de las personas LGTBI+ de los países del Sur Global como justificación de estas políticas. Me preguntaba si en esta crítica de Zakaria, mucho más moderada, influye el hecho de ser una mujer musulmana sobre la que se descargan los estereotipos asociados a su cultura desde la blanquitud; me refiero a considerar la cultura musulmana (y a todas las personas de tradición musulmana en conjunto, en global y sin excepciones) como intrínsecamente homófoba. Es decir, me planteo si la islamofobia rampante en occidente ha influido en la moderación de la crítica en este punto por parte de Zakaria.

Finalizo este prólogo sin querer hacer (más) spoiler: Zakaria deja una puerta abierta al diálogo, la conversación y el encuentro. Y me pregunto y os pregunto si esto será posible en el contexto del estado español; un contexto en el que la revisión de los fundamentos del feminismo, empezando por un análisis interseccional y situado de la blanquitud feminista, está en pañales y la conversación sincera y dolorosa sobre el racismo recién comenzó.

Nota de la autora

Una feminista blanca es alguien que se niega a considerar el papel que la blanquitud y el privilegio racial derivado de esta han desempeñado y siguen desempeñando en la universalización de las preocupaciones, las agendas y las convicciones feministas blancas como si fuesen las de todas las feministas y del feminismo en su totalidad. Sin embargo, para ser una feminista blanca no hay que ser blanca y, además, es perfectamente posible ser blanca y feminista y no ser feminista blanca. El término no describe la identidad racial de sus sujetos, sino, más bien, una serie de supuestos y comportamientos que se han instalado en el feminismo occidental imperante. No obstante, es cierto que la mayoría de las feministas blancas son, de hecho, blancas y que la clave del feminismo blanco es la propia blanquitud.

Una feminista blanca puede ser una mujer que acepta con total convicción los preceptos de la «interseccionalidad» (la necesidad de que el feminismo refleje las desigualdades estructurales generadas por cuestión de raza, credo, clase, discapacidad, etc., y también de género) pero que, sin embargo, no cede espacio a las feministas racializadas que han sido ignoradas, borradas o excluidas del movimiento feminista. Las feministas blancas pueden asistir a marchas por los derechos civiles, tener amistades negras, asiáticas y marrones o, en algunos casos, ser ellas mismas negras, asiáticas o marrones y, aun así, estar comprometidas con sistemas o estructuras de conocimiento que garantizan que las experiencias de las mujeres negras, asiáticas y marrones y en consecuencia sus necesidades y prioridades, sigan siendo marginadas. En un sentido más amplio, para ser una feminista blanca basta con ser una persona que acepta los beneficios que confiere la supremacía blanca a expensas de las racializadas, al tiempo que reivindica la igualdad de género y la solidaridad con «todas» las mujeres.

Este libro es una crítica a la blanquitud en el seno del feminismo. Su objetivo es señalar aquello que debemos erradicar, que es preciso derribar, para que algo nuevo, algo mejor, ocupe su sitio. También explica por qué no han funcionado las intervenciones que se han limitado a incorporar a mujeres negras, asiáticas o marrones a estructuras ya existentes. Y, puesto que se trata de una obra crítica, no ha sido posible presentar los diversos puntos de vista que existen entre las mujeres negras, asiáticas y marrones. Ya hay otras personas que realizan esta labor; sin embargo, para dar a ese esfuerzo su justo valor, hay que llevar a cabo este proyecto de desmantelamiento. Este libro aborda lo que la «blanquitud» ha hecho dentro del movimiento feminista, y una labor similar puede y debe llevarse a cabo en relación a cómo opera la blanquitud dentro de los movimientos lésbico, gay, trans y queer.

El propósito aquí no es expulsar a las mujeres blancas del feminismo, sino erradicar la blanquitud, con sus premisas de privilegio y superioridad, con el fin de promover la libertad y el empoderamiento de todas las mujeres.

IntroducciónUn grupo de feministas, en una vinoteca

Es una agradable noche de otoño y me encuentro en una vinoteca de Manhattan con otras cinco mujeres. El ambiente es acogedor y animado. Dos de las mujeres son escritoras y periodistas, como yo, y las otras tres trabajan en medios de comunicación o en la industria editorial. Todas son blancas, salvo yo. Me emociona que hayan contado conmigo esta noche y estoy ansiosa por causar buena impresión y entablar amistad con estas mujeres a las que solo he podido conocer a nivel profesional mediante llamadas telefónicas y correos electrónicos.

La primera traba llega cuando el camarero viene a tomarnos nota. «¡Vamos a compartir una jarra de sangría!», dice alguien, y todas asienten emocionadas. Entonces, se giran hacia mí buscando mi aprobación. «Estoy tomando medicación pero, por favor, chicas, adelante. Yo beberé indirectamente a través de vosotras», afirmo con una amplia sonrisa cuyo objetivo es ocultar toda incomodidad, la de ellas y la mía propia. Es la verdad, pero me avergüenza decirla. Saben que soy musulmana y las imagino preguntándose instantáneamente si soy demasiado estirada como para ir con ellas. «No tiene nada que ver con la religión», añado cuando el camarero ya se ha marchado, «no sabéis lo que me apetece una copa ahora mismo». Toda la mesa se ríe. Ahora, lo que me preocupa es que esa risa sea forzada y que la audición para ver si encajo se dé ya por concluida.

El segundo obstáculo surge un poco después, cuando todas, salvo yo, se han relajado ya con el efecto de la sangría e intercambian anécdotas de carácter más personal, estableciendo el vínculo emocional que hay que establecer en las vinotecas de Manhattan en las cálidas noches de otoño. Lo veo venir cuando una de las mujeres, una destacada autora feminista, me lanza una mirada pícara. «Entonces, Rafia… ¿cuál es tu historia?», me pregunta con complicidad, como si yo ocultase un prometedor misterio.

«¡Eso!», anima una de las otras, editora de una revista literaria, «¿cómo llegaste aquí… o sea, a Estados Unidos?».

Hasta tal punto detesto esa pregunta que he aprendido a desviarla con un monólogo humorístico. En esta ocasión también lo represento, aunque sé que la comedia no va a funcionar; la jugada va a ser demasiado evidente. No obstante, estoy preparada para este momento, sobre todo, porque ya me ha costado gestionarlo otras muchas veces antes. A menudo (del mismo modo que escenifico el monólogo de rigor) ofrezco en sacrificio algunas mentirijillas. Le digo a la gente que llegué a Estados Unidos con 18 años para ir a la Universidad y después decidí quedarme.

En realidad, solo son dos tercios de mentira. Lo cierto es que vine a Estados Unidos cuando era una joven recién casada. Una noche después de cenar, sentada al borde de mi cama en la Karachi de mediados de la década de 1990, accedí a un matrimonio concertado. Tenía 17 años. Mi marido, un médico estadounidense-pakistaní 13 años mayor, había prometido «permitirme» ir a la universidad una vez casados. Hubo otras razones por las cuales dije que sí, pero la posibilidad de ir a la facultad en Estados Unidos, algo que mi familia, muy conservadora, nunca permitiría (ni podría permitirse), fue un factor clave. Hasta entonces, mi vida se había visto constreñida de mil maneras distintas y apenas alcanzaba más allá de los muros que rodeaban nuestra casa. Nunca había experimentado la libertad, así que renuncié a ella alegremente.

Al llegar a Estados Unidos, me trasladé directamente a Nashville, Tennessee. Allí fui a una facultad baptista del sur (en una época en la que aún estaba fuertemente vinculada con la Iglesia y donde eran habituales las exhortaciones que prometían la condena del fuego y el azufre para todos los no baptistas). Mi marido la había escogido y me había matriculado y yo pagaría mediante préstamos estudiantiles. Cuando me gradué, le rogué que me permitiese ir a la Escuela de Derecho; yo ya había presentado mi solicitud de ingreso y había conseguido una beca parcial. Él se negó, después transigió y, a continuación, «cambió de idea», recordándome que su promesa fue dejarme ir a la universidad y no a la Escuela de Derecho.

La naturaleza transaccional de nuestra relación me fulminó. Durante los siete años siguientes las cosas no fueron a mejor. En nuestra última pelea, el policía que acudió a la escena siguió el ejemplo de mi marido, repentinamente sosegado y cortés, y me ordenó «arreglar las cosas». No supe hasta mucho después de aquello que eso es lo que los policías les dicen, siempre, a las mujeres que recurren a ellos en busca de ayuda.

Yo no «arreglé las cosas» sino que pasé la noche abrazada a mi bebé mientras ella dormía. A la mañana siguiente, después de que mi marido se marchase al hospital para hacer sus visitas matutinas, cogí en brazos a mi hija, agarré una maleta pequeña con ropa, una caja de juguetes y un colchón inflable y conduje hasta un refugio para víctimas de violencia doméstica, una casa sin señalizar y desconocida. Una mujer con el pelo rubio y sombra de ojos de un color azul intenso me guio hasta allí. «Solo tienes que seguir mi coche», me dijo cuando nos conocimos en un aparcamiento Kmart, y eso hice, con la canción de Barney sonando en bucle dentro del mío para que mi hija estuviese callada.

Calculo el coste de presentar la versión abreviada de mi historia al grupo de copas literarias. Aunque añadiese algunos detalles, la versión editada de la realidad podría parecer brusca, encorsetada. Contar secretos es el material con el que se teje la amistad y yo podría comenzar a hilar ese tejido en este preciso instante, envolviéndolas en la urdimbre y la trama de mi relato.

Sin embargo, siento que no puedo presentar tampoco la versión sin editar. La realidad de ese calvario, y lo que soporté más adelante en mi lucha por rehacer mi vida siendo una madre joven y sola en la primera década del siglo XXI, parece a todas luces inapropiado para la vinoteca y para aquellas compañeras tan maravillosamente vestidas, sutilmente achispadas y convenientemente concienciadas según los dictados de la moda. Ya he contado otras veces la verdad completa a mujeres así y la reacción siempre ha sido la misma. Los ojos abiertos como platos, la mirada seria y la conmoción, llevarse las manos a la boca, pasar el brazo por encima de mis hombros… Cuando acabo, siempre me encuentro con una compasión genuina y una intensa búsqueda en sus respectivas mentes de alguna historia similar, una tía, una amiga… alguna conexión con la violencia. Y entonces pueden ocurrir dos cosas.

Con suerte, alguien hace un chiste o sugiere un brindis y pasamos a otros temas, en los que participo entusiasmada. Pero en la mayoría de los casos, cuando no hay suerte, tiene lugar un silencio incómodo mientras todas miran fijamente la mesa o sus bebidas. Después, empiezan a buscar los bolsos y los teléfonos y las razones para marcharse con frases como «ha estado genial» y «deberíamos repetirlo» y «gracias por compartir tu historia». Las palabras son bienintencionadas, pero el tono es inequívoco. No recuerdo haber «repetido» jamás.

Sé cuál es el motivo. Existe una división en el seno del feminismo de la cual no se habla pero que lleva años bullendo bajo la superficie. Se trata de la división entre las mujeres que escriben y hablan sobre feminismo y las mujeres que lo viven, las mujeres que tienen voz frente a las que tienen experiencia, las que elaboran las teorías y las políticas y las que llevan cicatrices y suturas de la lucha. Y si bien esta dicotomía no siempre traza distinciones raciales, lo cierto es que, en líneas generales, las mujeres a las cuales pagan por escribir sobre feminismo, por dirigir organizaciones feministas y por elaborar políticas feministas en el mundo occidental son blancas y de clase media-alta. Estas son nuestras eruditas, nuestras «expertas», las que saben o al menos afirman saber qué significa el feminismo y cómo funciona. En el otro lado están las mujeres racializadas, las mujeres de clase trabajadora, las inmigrantes, las de las minorías, las mujeres indígenas, las trans, las que residen en refugios… muchas de las cuales viven vidas feministas pero rara vez llegan a hablar o escribir sobre ellas. Se asume vagamente que las mujeres realmente fuertes, las feministas «de verdad», educadas por otras feministas blancas, no acaban en situaciones de abuso.

Obviamente, sí lo hacen, pero existen múltiples factores (principalmente, el acceso a los recursos del que disponen) que hacen que no tengan que exponerse por regla general o habitualmente a acabar en un refugio o a necesitar recursos públicos. Por el contrario, las mujeres racializadas con mayor frecuencia inmigrantes y pobres, se ven obligadas a aceptar la ayuda de personas extrañas y de las administraciones. Ellas son las necesitadas de un modo visible y las manifiestamente victimizadas. Es una situación compleja, pero fomenta y sustenta la imagen de las feministas blancas como rescatadoras y de las mujeres racializadas como rescatadas.

Así pues, en el feminismo blanco ha calado una vaga aversión al trauma vivido, que produce a su vez cierto malestar y cierta alienación con respecto a las mujeres que lo padecen. Yo siempre la he notado, pero hasta hace poco no he sido capaz de vincularla a determinados supuestos sociales tácitos acerca de quién sufre el trauma. La cultura blanca, incluido el feminismo emanado de ella, se reafirma como superior al señalar a las mujeres negras, asiáticas y marrones que experimentan un trauma como el ejemplo «habitual», de modo que su condición de víctimas tiene un origen cultural, mientras que las mujeres blancas que lo padecen se consideran una anormalidad o un fallo.

Esa es la razón por la que me ha costado tanto admitir las adversidades a las que he hecho frente. Ser una de esas «otras» no blancas (y especialmente, identificarme como alguien que ha pasado un tiempo en las trincheras, que ha temido por su vida, que ha ido de refugio en refugio y que lleva consigo las cicatrices de ese trauma) me reportará alabanzas efímeras por parte de las mujeres blancas, lo sé. Y en ese momento concreto dirán lo correcto, mostrarán su asombro por mi valentía, preguntarán cómo fue esconderse de un maltratador, qué supone ser madre soltera… Pero poseer esa identidad «otrorizada» también les permitirá degradarme intelectualmente para colocarme por debajo de las mujeres que realizan la verdadera labor del feminismo, definir sus márgenes y sus parámetros intelectuales y políticos. Las feministas «de verdad», según su propia perspectiva, luchan por la causa en la esfera pública, sin las limitaciones que conlleva la carga oscilante de una vivencia desagradable.

Lo que siento en estos momentos no es el síndrome de la impostora. Soy consciente de que he vivido más y he superado más que las mujeres con las que me encuentro esta noche. Pero también sé que el mundo de mis acompañantes se divide entre mujeres racializadas que tienen «historias» que contar (o que han de ser contadas en su nombre) y mujeres blancas que tienen poder y una perspectiva intrínsecamente feminista. Ese es el mecanismo, esas son las palancas y las poleas mediante las cuales las vivencias de las mujeres negras y marrones y asiáticas se consideran ajenas, catalogadas bajo la etiqueta mental de «no aplicable para mí» que les asignan las feministas blancas.

Y es ahí, también, donde la «identificación» ejerce su tiranía cultural, empleando el lenguaje de la preferencia personal para legitimar la estrechez y la rigidez del imaginario colectivo blanco. Los departamentos académicos, las editoriales, las redacciones de los medios, las juntas directivas de las poderosas ONG internacionales y de las agencias de derechos civiles del mundo occidental están llenos de mujeres blancas de clase media. Para ser bien recibida en estos espacios de poder, tienes que «identificarte» con ellas, tienes que «encajar». Y si dichos espacios son blancos y de clase media (que lo son), ha de ser posible, específicamente para la gente blanca y de clase media, identificarse contigo en tu naturaleza humana.

A nivel superficial, se puede demostrar esa cercanía haciendo alusión a fervientes despertares feministas en la facultad, a contratiempos en citas a través de diversas aplicaciones, a detalles escogidos de una próspera vida en la ciudad y a una diligente rutina en el cuidado de la piel. Y también se puede demostrar evitando mencionar la clase de vivencias que la gente blanca cree que no le afectan: ciertos tipos de maltrato doméstico, por ejemplo, determinados tipos de migración o algunos conflictos internos específicos.

El culto a la identificación promueve la exclusión de ciertas experiencias vividas de las jerarquías del poder feminista, lo cual acarrea consecuencias generalizadas para el pensamiento y la praxis feministas. Muchas instituciones implicadas en la elaboración de políticas feministas no solo se niegan a considerar las vivencias de las mujeres racializadas como una perspectiva útil por parte de colegas potenciales, sino que las consideran un factor que va en detrimento de las candidatas ya que afirman/temen que, por ese mismo motivo, serán «menos objetivas». Durante los seis años que formé parte de la junta directiva de Amnistía Internacional Estados Unidos, no vi que invitasen ni una sola vez a participar en debates programáticos a ninguna de las muchas prisioneras de conciencia cuyos casos había destacado la organización, ni tampoco que fuesen propuestas para la junta directiva. Hasta el refugio en el que trabajé tenía una norma que impedía que sus residentes realizasen trabajos de voluntariado o trabajasen allí hasta que no hubiesen transcurridos varios años.

La gran mentira de la identificación reside en la reivindicación implícita de que solo existe una perspectiva verdaderamente neutral, un punto de partida original, con respecto al cual es posible medir todo lo demás. La identificación es en sí misma la subjetividad disfrazada de objetividad. La pregunta que se supone que no debemos plantear, cuando nos encontramos con el «problema» de una identificación insuficiente, es: ¿identificable con quién? Y por esa misma razón, se narran con frecuencia los relatos de las mujeres racializadas, pero la perspectiva derivada de su vivencia nunca pasa a formar parte de la epistemología del feminismo.

La dicotomía funcional entre «experiencia» en el sentido de vivencia y «experiencia[1]» como pericia o conocimiento adquirido no es en modo alguno casual. Muchas feministas blancas han forjado carreras de éxito en el campo de la opinión y la política gracias a su experiencia formal, acumulando titulaciones, dirigiendo investigaciones y logrando publicaciones en libros y revistas. Se han asegurado un espacio profesional en el cual es posible construir y desmantelar ideas. Y puesto que el acceso a las oportunidades educativas y profesionales se distribuye de forma desigual en favor de la gente blanca, este énfasis en la pericia se convierte en algo así como el control de acceso al poder que excluye a las personas racializadas, así como a la gente de clase trabajadora y a muchos otros colectivos. Por ello, la introducción en este espacio de un tipo distinto de autoridad, fundado en las experiencias vividas que tal vez estas «expertas» no compartan, se considera una amenaza a la legitimidad de la propia contribución de estas a los derechos de las mujeres, como si el pensamiento y la praxis feministas fuesen un juego de suma cero[2], en el que una clase de conocimiento reemplazase a la otra.

Esta preocupación por el cuestionamiento de la primacía de la experiencia entendida como pericia, que va de la mano del cuestionamiento de la blanquitud y su acaparamiento de poder, conduce a un cálculo racializado concreto. Si una vivencia o una característica está asociada a un colectivo no blanco, entonces, se codifica automáticamente como carente de valor y, por consiguiente, cualquier persona vinculada a dicha vivencia pasa a ser de igual modo infravalorada. Así es como la hegemonía se protege a sí misma: silenciando y castigando la diferencia y despojándola para ello de su legitimidad. Estos juicios de valor motivados son la base de la supremacía blanca. Y es así como la supremacía blanca opera en el seno del feminismo, colocando a mujeres blancas de clase media-alta en la cima para garantizar que las credenciales que estas poseen sigan siendo el criterio mejor valorado dentro del propio feminismo.

Sentada en la vinoteca, soy consciente de todo ello y siento cómo mi rabia va en aumento por tener que «bajar la intensidad» y adaptarme a las expectativas de la gente que no está familiarizada con todo lo que puede perjudicar y, de hecho, perjudica a las mujeres como yo. Sin embargo, una voz en mi interior insiste: «Has llegado muy lejos». Y sé exactamente lo que eso significa: quiero tener una voz que las mujeres como yo, madres solteras, novias inmigrantes, supervivientes de maltrato, mujeres sin redes de seguridad, ni relaciones, ni sofisticados títulos universitarios, rara vez logran tener. Yo estoy a punto de conseguirlo, me digo a mí misma. Estoy muy cerca de lograrlo. No es más que la diferencia entre estar orgullosa de mi realidad o censurarla.

Elijo lo segundo. «Pues me casé muy joven y vine a Estados Unidos a la universidad», comento despreocupadamente. «Era un gilipollas», añado con desdén, «así que me divorcié de él y jamás volví la vista atrás». Es exactamente la cantidad de información justa. «¡Bien hecho!», susurra una de ellas. «¡Vaya! ¡Yo no me he casado ni una vez y tú ya te has divorciado!», dice otra riéndose desde un extremo de la mesa. La conversación prosigue con fluidez. Cuando llega la cuenta para las tres bebedoras de sangría, se divide entre todas a partes iguales. Pago lo mismo que el resto, aunque solo haya tomado una Coca-Cola Light. Nadie se toma la molestia de remarcarlo.

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En la narrativa centrada exclusivamente en el género que ha prevalecido en el feminismo convencional, todas las mujeres están enfrentadas a todos los hombres, frente a los cuales piden igualdad. Sin embargo, en esta lucha, las mujeres blancas se han apropiado del derecho a hablar en nombre de todas las mujeres y solo esporádicamente permiten que una mujer racializada hable, única y exclusivamente si es capaz de hacerlo empleando el tono y el lenguaje de las mujeres blancas y adoptando las prioridades, las causas y los argumentos de la blanquitud. Sin embargo, el supuesto de que las mujeres racializadas y las mujeres blancas se encuentran en la misma situación de desventaja frente a los hombres es errónea. Todas las mujeres blancas gozan del privilegio racial blanco, pero a las mujeres racializadas no solo les afecta la desigualdad de género sino también la desigualdad racial. Por consiguiente, existe un feminismo daltónico que impone un peaje identitario a las mujeres racializadas, borrando una parte central de sus vivencias y de su realidad política. Este hecho hace que sea imposible ver las distintas formas en que un feminismo «blanquicéntrico» fracasa a la hora de atender sus necesidades.

Crecí en Pakistán y allí vi cómo mi madre, mi abuela y mis tías sobrevivían a todo tipo de sufrimientos horribles. Sobrevivieron a procesos migratorios, a pérdidas de negocios que resultaron devastadoras, a maridos ineptos, a relaciones rotas, a la discriminación legal y a muchas otras situaciones adversas, sin sucumbir jamás a la desesperación, sin abandonar en ningún momento a aquellas personas que confiaban en ellas, sin dejar de superarse nunca. Su resiliencia, su sentido de la responsabilidad, su empatía y su capacidad para albergar esperanza son también cualidades feministas, pero no del tipo que permite la actual aritmética del feminismo. En el sistema de valores del feminismo blanco, la que se considera como virtud feminista máxima es la rebeldía, y no la resiliencia, así que la resistencia de mis antepasadas maternas se etiqueta como un impulso prefeminista erróneo, carente de fundamento e incapaz de generar ningún cambio. Las feministas pakistaníes no podrán captar atención alguna a menos que hagan algo susceptible de reconocimiento dentro de la esfera de la experiencia feminista blanca: montar en monopatín con el velo en la cabeza, manifestarse con pancartas, escribir un libro sobre sexo o huir a Occidente. La realidad de que la resiliencia puede ser una cualidad tan feminista como la rebeldía se ha perdido en el relato del feminismo escrito y habitado enteramente por mujeres blancas.

Esto es, también, un legado de la supremacía blanca: jamás se ha extirpado del feminismo la mirada blanca. De hecho, se ha convertido en el único tipo de feminismo que reconocemos e incluso en el único para el cual tenemos lenguaje. Y eso significa que la mayoría de las veces en que las mujeres hablan en el «idioma» del feminismo, adoptan involuntariamente la cadencia y el color de la blanquitud.

En este análisis, debo muchísimo a la teórica política Gayatri Chakravorty Spivak, cuyo revolucionario ensayo ¿Pueden hablar los subalternos? subrayó por vez primera cómo los europeos y las europeas dan por hecho que conocen a los demás, colocándolos en el contexto de los oprimidos. La famosa enunciación de Spivak acerca de los «hombres blancos que salvan a las mujeres marrones de los hombres marrones» ha constituido un marco teórico sobre el que se sustenta buena parte de este libro1. Spivak remarcó que los subalternos no podían hablar; a mí me interesa remarcar el modo en que, ahora, al subalterno se le conceden algunas oportunidades para hablar, pero no se le escucha porque no se han derribado los cimientos de la supremacía blanca (que tienen su máxima representación en el colonialismo y el neocolonialismo). A diferencia de la obra de Spivak, este no es un libro de teoría feminista sino de práctica feminista y sus controvertidos precedentes, los problemas del pasado y las nuevas formas que han adoptado en nuestro presente.

La consecuencia de esta imposibilidad de separar la blanquitud de la agenda feminista es que las feministas de todo el mundo siguen estando atadas a la genealogía y la epistemología de las feministas blancas. A las alumnas negras les hablan de Susan B. Anthony y embeben inconscientemente la veneración por una mujer que, molesta por el avance de la Quinta Enmienda, le dijo a Frederick Douglass: «Antes me cortaría el brazo derecho que pedir o trabajar por lograr el voto para los negros y no para la mujer». Las feministas del sur de Asia que veneran a las heroínas de Jane Austen como modelos de fortaleza, ingenio y sensatez también absorben las perspectivas imperialistas de la autora y su justificación del hecho de que los colonizadores blancos se adueñasen de las tierras sin conocimiento nativo alguno. En innumerables ocasiones como estas, la representación incontestada del feminismo blanco como el modelo de feminismo único y definitivo logra reclutar encubiertamente a mujeres racializadas en la justificación de sí mismo.

Para esto existen dos antídotos.

En primer lugar, debemos erradicar la supremacía blanca del seno del feminismo. El espacio desproporcionado que ha ocupado la blanquitud dentro del feminismo, y la sugerencia implícita de que este desequilibrio existe porque solo las mujeres blancas son realmente feministas, ha de ser repoblado por relatos sólidos de otros feminismos: aquellos que fueron activamente suprimidos o borrados por la dominación colonial y el acallamiento blanco y aquellos que han sido relegados al olvido, pasado y presente, impuesto por el privilegio blanco.

En segundo lugar, puesto que la experiencia genera ideas políticas, ambas deben ser reformuladas con el vocabulario necesario del feminismo. El borrado de las experiencias de las mujeres negras, asiáticas y marrones ha traído consigo el borrado de sus políticas y ambas deben ser revalorizadas de forma urgente como parte esencial del canon feminista. Para hacer explícitas sus experiencias, feministas de toda clase deben esforzarse por desarrollar sus propias genealogías, por observar a las mujeres de sus vidas y de su historia que no han sido consideradas «feministas» por no reflejar los proyectos y las prioridades de las mujeres blancas. Ya son muchas las escritoras que han iniciado esta labor comprometiéndose a relatar las historias de mujeres racializadas. Hacerse oír y documentar la experiencia es valioso en sí mismo y, al mismo tiempo, otorga valor, un proceso vital de afirmación y solidaridad colectiva. Pero también funciona como un catalizador para revitalizar lo político, de manera que las estrategias y los objetivos feministas vayan más allá de los intereses blancos y de clase media y recojan los de todas las mujeres cuyas historias e ideas políticas son en la actualidad invisibles y cuyas necesidades, sistemáticamente desatendidas y suprimidas durante siglos, resultan más urgentes. Además, la documentación de la experiencia también es valiosa como afirmación de humanidad, solidaridad y experiencia colectiva, importantes formas de autocuidado tanto para las mujeres racializadas como para el resto de mujeres marginadas.

El nuevo relato del feminismo será una historia distinta de la que conocemos hoy en día. No basta simplemente con que existan narrativas alternativas de mujeres racializadas, sino que estas deben influir realmente en el contenido y en el rumbo del movimiento por la igualdad de género. Y antes de que esto pueda suceder, las mujeres blancas han de admitir precisamente la enorme influencia que ha tenido el privilegio blanco en los movimientos feministas y que sigue teniendo en la agenda actual del feminismo. No se trata de sugerencias novedosas; son las mismas que han sido ignoradas con alarmante obstinación.

Estoy cansada de esa simulación de compromiso, a pesar de que las feministas blancas en el poder siguen aferrándose a su miedo, a sus filtros y a sus sutiles y no tan sutiles métodos de inclusión y exclusión. Quiero ser capaz de quedar en una vinoteca y tener una conversación honesta sobre cambio, sobre transformación y sobre cómo podemos derribar un sistema fallido y construir otro nuevo y mejor.